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DOI: 10.22201/iij.24484881e.2023.48.18047

Recepción: 17 de enero de 2022
Aceptación: 5 de mayo de 2022


Derecho y democracia en la periferia de la sociedad
moderna. Estructuras, semánticas y expectativas*

Law and Democracy in the Periphery of Modern
Society. Structures, Semantics and Expectations

Raúl Zamorano Farías**

Abstract: Based on the conceptual architecture of the General Theory of Social Systems (TGSS), the problem of the legal-political order in the periphery of modern society is problematized, tracing the forms of institutionalization of structures, semantics and expectations and the artifacts that reproduce and parasitize in those structures with which, paradoxically, the preeminent functional and differentiated preeminent order in the modernity of modern society. If the capture of states apparatus has been one of the characteristics that define the articulation of order in the region, how these structures stabilized, how they define even the expectations that steer the assumptions of the functional differentiation, operating factually with the logic of a stratified social order and promoting relationships clientelistic.


Keywords: democracy, structures, semantics, expectations, social order.



Resumen: Sobre la base de la arquitectura conceptual de la teoría general de los sistemas sociales (TGSS) se analiza el problema del orden jurídico-político en la periferia de la sociedad moderna, rastreando las formas de institucionalización de las estructuras, semánticas y expectativas y los artefactos que se reproducen y parasitan en esas estructuras con las cuales, paradójicamente, se construye el orden funcional y diferenciado preeminente en la modernidad de la sociedad moderna. Si la captura del aparato estatal ha sido una de las características que definen la articulación del orden en la región, cómo se estabilizaron esas estructuras, cómo incluso definen las expectativas que orientan los presupuestos de la diferenciación funcional operando factualmente con lógicas de un orden social estratificado y potenciando las prácticas clientelares.


Palabras clave: democracia, estructuras, semánticas, expectativas, orden social.

Sumario: I. Introducción. II. Conceptos básicos. III. Periferia de la sociedad moderna. IV. Estructuras y semánticas en la periferia. V. Democracia y expectativas en la periferia. VI. Conclusiones. VII. Bibliografía.

I. Introducción

Las élites y redes de inclusión en la región latinoamericana no defienden los presupuestos de la modernidad frente a la estratificación clientelar premoderna, lo que hacen es utilizar ésta sin complejo alguno, y a eso le llaman democracia.
Nexus (2014)

Cuando la expectativa democrática se imagina y admira como una idea es preciso explicar por qué la idea no funciona, aun cuando sus presupuestos estructurales continúen funcionando, reproduciéndose y estabilizándose, sobre todo si en la modernidad de la sociedad moderna se reconoce que la democracia es un logro, una adquisición evolutiva, cargada de presupuestos evolutivamente improbables, y no una prescripción o un “debe ser” (Luhmann, 1991; 1993; 1998b; 2007; Zamorano Farías, 2003; 2017).

Desde la observación sociológica, pensar en evolución implica, necesariamente, pensar tanto en la diferenciación funcional de la sociedad cuanto en su clausura operativa, así como en la autoconstrucción de la complejidad, del orden social y de la democracia, puesto que un sistema que evoluciona es aquel que ha reafirmado sus límites respecto a su entorno y sobre la base de esta diferenciación sus elementos se reproducen autopoiéticamente, lo cual significa que, en este proceso, genera su propia complejidad estructural (Luhmann, 2007: 100; 2010; 1982).1

Si la característica de la sociedad y del orden social moderno está dada por la desilusión del supuesto orden natural, y, además, si la democratización del sistema político y la positivización del derecho han evolucionado, merced a la permanente irritación y recíproca estimulación en la construcción del orden social diferenciado, cómo es posible entonces la democracia en la periferia de la sociedad moderna. Es decir, cómo han operado los presupuestos de la diferenciación funcional, de la complejidad estructural y de las expectativas en el orden democrático en este lugar del mundo.

La pregunta presupone la diferenciación de la sociedad del mundo, presupone que la democracia, en tanto adquisición evolutiva, existe, lo cual hace posible problematizar las condiciones de posibilidad de su existir y de las expectativas que esto genera. Se interroga entonces no por el deber ser (prescripción) o por el qué es la democracia (ontología), sino más bien por las formas en cómo opera, y cuáles han sido evolutivamente las estructuras sociales disponibles que se han estabilizado con ese fin. Estas estructuras hacen plausible que también, en la periferia de la sociedad moderna, la democracia se estabilice y funcione como funciona, y, además, semánticamente oriente el orden social y de la misma manera, las expectativas.

En este sentido, por periferia de la sociedad moderna se entiende un tipo de orden social cuya característica central está dada por relaciones de orden estratificados, de forma que el sentido de operación tiende a afianzar preeminentemente las relaciones sociales entre estratos, sean éstos las cortes, grupos religiosos, clanes, familias, clases e incluso mafias, que al estabilizarse articulan las estructuras que determinan las expectativas y descripciones semánticas de ese orden social, así como de lo que se debe entender por política, derecho, opinión pública, justicia, libertad, participación, democracia, etcétera.2

En clave histórico-comparativa, se trata entonces de analizar las condiciones de posibilidad, la producción y estabilización de semánticas y estructuras en el proceso de diferenciación funcional de la periferia de la sociedad moderna, así como de su improbabilidad y normalización, lo cual es siempre producto del devenir evolutivo (Koselleck, 1993; Luhmann, 2007).

II. Conceptos básicos

Como señala Elias (1994), la sociedad genera descripciones de sí misma o, para decirlo con Koselleck, genera semánticas. La semántica es la construcción de sentido social que produce aquello que usa como realidad. Esas fórmulas de sentido comunicativo, denotadas con el término semántica, indican precisamente la condensación de una confirmación de sentido, dada por medio de su recursividad y su estabilización en la forma de expectativas dotadas de cierta generalidad que constituyen las condiciones de posibilidad, las cuales facilitan la organización estructural de la sociedad (Luhmann, 1998a; 1998c).3

Por lo tanto, la estructura social y la semántica son formas de sentido o “formas del ordenamiento de sentido”.

La primera (estructura) corresponde a la diferenciación de la acción, mientras que la segunda (semántica) corresponde a la diferenciación de la vivencia. Desde una perspectiva sociológica, esta reconstrucción histórica posibilita analizar los fenómenos autorreferenciales de sentido, las diferencias y la complejidad para observar las formas de estabilización de las expectativas (Luhmann, 2008: 7-71).

La diferenciación de la sociedad está directamente relacionada entonces con el repertorio, con la disponibilidad de estructuras y semánticas, en tanto comunicaciones, porque éstas reproducen y estabilizan el sentido y son usadas para operativizar y autodescribir la realidad del orden del mundo, con lo cual orientan las expectativas y la plausibilidad para construir expectativas y, como tal, operan porque son funcionales para el sistema.4

Siguiendo la gramática luhmanniana, para la arquitectura conceptual de la teoría general de los sistemas sociales (TGSS), las expectativas son estructuras selectivas que regulan la relación ego-alter (el viejo problema de la doble contingencia en Parsons).5 Las estructuras son en sí una expectativa comunicativa que condensa sentido, y cuyo resultado, en última instancia, es que las estructuras fundamentales de la comunicación son sólo expectativas. Es decir, lo que se espera como necesario aun cuando no sea realizado (lo cual, en el caso de las expectativas normativas —desde el punto de vista jurídico—, podría comportar el riesgo de una sanción) (Luhmann, 2007; 2002; 2000).

Las estructuras establecen entonces las condiciones que delimitan el ámbito de relación de las operaciones de un sistema, mientas que las semánticas, ese conjunto de premisas de sentido dignas de ser conservadas, estabilizan descripciones; estas operaciones, por cierto, no pueden ser pensadas sin otra categoría fundamental: el tiempo (Prigogine, 2004; Elias, 1989; Koselleck, 1993; Luhmann, 2007).6

La modernidad reemplaza así la experiencia teológica del acortamiento del tiempo hacia el fin del mundo por la aceleración de los sucesos históricos. Por un lado, con la separación entre el espacio de experiencias y el horizonte de las expectativas, el fin no se acerca más rápidamente, es el devenir el que se acelera cada vez más (Koselleck, 2003: 54). Por otro, el ethos de la modernidad, del Neuzeit, se cristaliza primordialmente a partir del desarrollo de la concepción del individuo, marcado por el aumento de la complejidad y en donde, temporalmente, se genera el paso del orden social estratificado al orden social diferenciado por funciones.

Evolutivamente, en el sentido de la constitución del orden y la operatividad del poder, una de las primeras conquistas que marcan este proceso es la estabilización del monopolio del recurso a la violencia, la cual no puede ser más dejada al arbitrio del poderoso, sino que debe ser exclusiva del Estado (Luhmann, 2014; 2004; Corsi, 2011; Elias, 1994).

Si en la sociedad estratificada el nivel superior domina y produce las autodescripciones de la sociedad, es decir, es y representa la sociedad total, y esa es la característica predominante del orden social estratificado, la elite (rey, príncipe, señor, paterfamilias) de forma permanente se expone a la rivalidad y al peligro de una muerte violenta; por lo tanto, se hace necesario que la dominación deba ser proclamada y estructurada como un derecho y, en consecuencia, cualquiera que intenté oponerse a la elite encuentre siempre en la posición un rival al que deberá presentar argumentos legales (Corsi, 2011). Así, el código legal/ilegal se estabilizará como el código ordenador de la política, de modo que toda rivalidad política quedará semánticamente sujeta a esa distinción. Toda arbitrariedad quedará arbitrada (Luhmann, 2002; 2004).

Lo anterior implica que la democratización de la política se basa sobre todo en el reconocimiento y legitimación jurídica de la oposición, es decir, en el reconocimiento del disenso (no ya consenso y violencia), lo cual obliga a construir y generar las condiciones dirigidas a la adquisición no del pacto, sino tan sólo del consenso racional. Esto presupone que no es ya la naturaleza, sino la razón, esa cualidad intrínseca del ser humano, la que guía sus elecciones y comportamientos, y que debería llevarlo a construir una sociedad sensata, racional y democrática (Kant, 1784).7

En línea de principio, la democracia moderna es, entonces, la política del conflicto institucionalizado y no el pacto entre señores, menos la paz de los cementerios.8 Es el reconocimiento del disenso (el reconocimiento del otro como legítimo otro) como posibilidad para construir posibilidades, sobre todo luego de que Weber reafirma que la voluntad de consentir no sólo es antinatural, sino que se vuelve cada vez más improbable a medida que se incrementa la organización y administración (Weber, 1980; Corsi, 2011; Luhmann, 2014); es decir, a medida que se incrementa la diferenciación funcional y las gradientes de complejidad social.

En general y como adquisición evolutiva, desde la tradición normativa moderna, el sentido sustantivo de la semántica de la democracia describe entonces una forma de convivencia social en la que los miembros son libres e iguales, y las relaciones sociales se establecen conforme a mecanismos contractuales (reglas). La democracia no está determinada por el lugar que se ocupa (estrato); la democracia es el gobierno del pueblo, es un régimen de autonomía, de autoconstitución de la autolimitación y limitación del poder (Castoriadis, 1989), del reconocimiento de la oposición y la estructuración de los derechos y deberes que se establecen sobre la base de reglas como expectativas fundamentales (Sartori, 1996).

De forma paralela, desde la concepción tecnocrática, la democracia ha sido conceptualizada también como un sistema de gobierno en el que los gobernantes son responsables de sus acciones en el terreno público ante los ciudadanos, actuando indirectamente a través de la competencia y la cooperación de sus representantes electos, para activar un proceso dirigido a producir decisiones vinculantes, y en donde el núcleo central está orientado por la igualdad política de los participantes en el proceso electivo, lo cual presupone que se debe garantizar el cumplimiento y la existencia de garantías institucionales básicas. Por lo tanto, el gobierno es un gobierno de las minorías, y la democracia es una poliarquía, un sistema en donde se difunde el poder, la influencia, la autoridad y el control entre una variedad de grupos, asociaciones y organizaciones restándoselo a cualquier centro único (Dahl, 1971).

Incluso, en nuestros días, una democracia que trascienda la forma normativa o procedimental tiene que articular estructuras disponibles para la reproducción no sólo del sistema político, sino también de la ciudadanización de la ciudadanía, así como de la materialización de la Constitución (Bobbio, 2006; Grimm, 2006), de ese derecho no oficial, como señala Teubner (1989).

A contracorriente de la tradición tardomoderna, para Luhmann la democracia no es un precepto normativo o técnico burocrático para prescribir o performar el orden social o la distribución económica del poder. La democracia es una adquisición evolutiva de la sociedad moderna. Por lo mismo, la democracia no tiene que ver con soluciones racionales argumentativas, sino con la posibilidad de mantener abierta las posibilidades de comunicación (que siempre es improbable). La democracia moderna es entonces la expresión operativa de la diferenciación de un sistema funcional, el sistema político, para mantener abierto el futuro a procesos de decisión que se basan en decisiones que él mismo ha seleccionado para producir nuevas posibilidades y generar posibilidades para producir posibilidades (Luhmann, 2000).

Si para la concepción normativa el poder político responde operativamente al código jerárquico "poder", lo relevante ahora es que el poder gobernante no puede erigirse en autoridad suprema total y omniabarcante, en ese factótum que controla la totalidad social y a los súbditos (característica predominante del orden social estratificado), porque ahora tiene plazos y autoridad limitada por su código. Consecuentemente, esto significa que el pueblo gobierna sobre el pueblo, en una necesaria y permanente relación entre gobierno/oposición (Luhmann, 2000: 104, 105, 353; 1993), toda vez que el código binario gobierno y oposición articula —operativamente— la forma, de por si paradójica, de que la oposición que no tiene ningún poder de gobierno, precisamente por ello, puede hacer valer el poder de los no poderosos (Luhmann, 1993: 163).9

De esta forma, el puesto que antes correspondía al poder superior (rey, señor, caudillo) es ahora ocupado por la opinión pública que puede favorecer sea al gobierno o a la oposición, generando así la dinámica de comunicaciones que abren posibilidades y expectativas no sólo sobre quién tomará las decisiones, pues regula el código y la posibilidad de que se intercambien las posiciones mediante elecciones. Huelga señalar que, ciertamente, esto presupone el reconocimiento de la funcionalidad operativa del sistema de la política y, en los hechos, de la oposición, porque sin oposición no hay democracia.

Como presupuestos, estas adquisiciones evolutivas estarán también presentes en la Constitución de los Estados nacionales en América Latina, en donde las condiciones y probabilidad para construir y estabilizar esas estructuras va a depender, por cierto, de su especificidad evolutiva.

III. Periferia de la sociedad moderna

La mexicanidad, así, es una manera de no ser nosotros mismos, una reiterada manera de ser y vivir otra cosa.
O. Paz

Desde el siglo XVI, América Latina se asienta en el proceso de diferenciación funcional de la sociedad mundial como parte de la periferia. Es decir, sobre la base de la readecuación de las estructuras sociales existentes,10 llevadas a cabo por los conquistadores y, en general, por pactos acordados entre éstos y los jefes locales, la región se convierte en parte de la sociedad mundial. En ese contexto y con esas condiciones, la organización social consolidó y se orientó por relaciones de dependencias a imagen y semejanza de las relaciones estratificadas tanto de España y Portugal (familiares y de grupos), cuanto regionales (imperiales). Es decir, se generó una particular y determinante mistura y especificación funcional entre estructuras, semánticas y expectativas locales y europeas.

Como se ha señalado en otro lugar (Zamorano Farías, 2003; 2010; 2017; 2021), en la región latinoamericana y del caribe, si bien bajo el control y la égida de las elites descendientes del imperialismo español, y sobre la base de relaciones sociales de tipo segmentario, cada vez se va a favorecer más el reforzamiento de los poderes locales; no obstante, también se institucionalizará el predominio de las familias y de sus redes clientelares (Martuccelli, 2010: 159; Zamora, 2020). Es decir, de estructuras que se sedimentan y articulan en un orden social estratificado, con el cual se organizará la forma en que se orienta la diferenciación funcional y se estabilizan los presupuestos centrales en el proceso de construcción del Estado moderno.

Si bien en la región los presupuestos del ethos que porta la modernidad (liberté, égalité, fraternité: démocratie) no están ausentes y serán vociferados en las guerras de independencia, en los hechos las elites criollas y los grupos de poder combatieron para apoderarse y controlar al incipiente Estado, esa organización constituida por un conjunto de instituciones burocráticas a través de la cual ejerce “legítimamente” el uso de su fuerza y la soberanía de su mando (de su moral, de su ideología, de su derecho).

En ese proceso las elites españolas serán paulatina, mas no totalmente, desplazadas por las oligarquías locales, las que estructural y semánticamente construyen un Estado altamente excluyente, marcado por la absoluta concentración de poder político y jurídico de unas pocas familias y grupos,11 instalando desde su origen, y en esa lógica, regímenes políticos caciquiles, presidenciales y centralistas.

La estratificación social existente en el momento de la formación estatal fue entonces decisiva para la constitución política de sociedades estructuradas bajo la lógica premoderna. En los hechos, la estructuración jurídico-política no se estableció en continuidad operativa entre la norma constitucional y la institucionalidad estatal; en la práctica más bien se combinó un régimen político paralelo, básicamente ilegal, pero dotado de reglas claras y públicamente conocidas, basadas en un presidencialismo absoluto que, en los hechos, anula la división de poderes y deja desprotegida a gran parte de la “ciudadanía” que no está reconocida jurídicamente a través de vínculos corporativos (redes de inclusión: relaciones particularistas/personales).

Estas prácticas, estructuras y expectativas se despliegan y simbolizan en las figuras que van desde el caudillo clásico y patrón de fundo al pretor militar (1810-1940), el caudillo paternal de los descamisados (Juan Domingo Perón en Argentina), los dictadores (1952-1976) al sátrapa de los noventa (Alberto Fujimori en Perú, Hugo Banzer Suárez en Bolivia, Patricio Aylwin Azocar en Chile), y los narco-presidentes del nuevo siglo (Álvaro Uribe en Colombia, Felipe Calderón Hinojosa en México), y en donde las estructuras para disponer de la ley están siempre a la mano.12

En los noveles Estados latinoamericanos, evidentemente, la “ciudadanía” quedó así circunscrita solo para una “inmensa minoría”; el resto de la humanidad continuó siendo súbdito del señor, del sacerdote, del político o, en el “mejor” de los casos, tolerada como “oposición”; como un “disenso tolerado” y “tolerable”, para el cual se estructuró también el reconocimiento de una “ciudadanía simbólica”, que como fórmula constitucional expresa contenidos universales, pero sin ningún efecto operativo, salvo para el ejercicio de prácticas ilegales que serán traficadas con fundamento en la legalidad;13 es decir, que operan sólo de manera simbólica. Exactamente, ese constitucionalismo simbólico que cumple sólo una función simbólico-ideológica (Neves, 2018: 196; 1994).

Es claro que tolerar es la pasión de los inquisidores, mas no constituye reconocimiento alguno de las diferencias; por lo tanto, allí en donde el oponente no hubiese de ser tolerado o considerado como un ciudadano, será sistemática y “legítimamente” aniquilado y pasará a formar parte de las listas de desaparecidos, en las cuales la mayoría de las veces tampoco aparecerá.14

En general, desde la constitución misma del Estado latinoamericano, si bien quienes gobiernan asumirán como discurso político la modernización, el “crecimiento” y desarrollo, la defensa del Estado de derecho y de la democracia, en la práctica reproducen el carácter patrimonial de la estratificación y de la participación limitada (redes de inclusión exclusiva y excluyente), accesible sólo a restringidos grupos aristocráticos y de poder, de forma tal que la misma estratificación se estratifica, y esta estratificación de las diferencias coexiste, a su vez, con grandes diferencias entre centro y periferia, las cuales se estabilizan en razón del nivel de especificación funcional que alcanzan los diferentes sistemas sociales en la región (Giorgi, 2015: 7; Zamorano Farías, 2003).

Con sus variedades en la forma, éstos son los presupuestos basales sobre los cuales se construyeron las estructuras que orientan —cuando no determinan— el orden social y las expectativas de la democracia en los Estados de la periferia de la sociedad moderna.

IV. Estructuras y semánticas en la periferia

En la región, con el “argumento” de la tutela inhibitoria, el derecho se excusa a sí mismo de regular situaciones que debería regular…

En las vicisitudes, son éstas las estructuras que se han estabilizado como producto del nivel de especificación funcional que alcanzan los diferentes órdenes sociales en la región y que operan como semánticas para “orientar” las expectativas “ciudadanas”, sedimentadas ya en los procesos de independencia, modernización y diferenciación social, las cuales no fueron seguidas por la estabilización operativa de la complejidad social y tampoco por los presupuestos del ethos que porta la modernidad, lo que, entre otras cosas, requiere estructuras sociales que posibiliten su despliegue operativo.

Al contrario, al no desligarse de las atávicas estructuras coloniales, los clanes y familias estabilizaron estructuras de diferenciación social de tipo estratificado en el seno de la diferenciación funcional, garantizando la precariedad como estructura institucional, lo cual constituye —y ha constituido— no sólo un impedimento para la misma construcción institucional, sino que refuerza la estratificación, reproduciendo los sobreentendidos y las redes de interacción clientelar que determinan y reproducen la construcción del orden social en la región (Giorgi, 2015; Zamorano Farías, 2003; 2021).

Con esa lógica se reproduce un structural drift patrimonial, determinado incluso como cultural appropriation por las elites políticas, y articulado sobre la base del autoritarismo y del patrimonialismo de familias y grupos que, para mantener la ilegalidad más o menos dentro de unos límites tolerables, crean redes de favores, de privilegios del cargo y de poder y de defensa, e incluso producen a sus propios intellettuali organici, como ya lo denunciaba Mariátegui (1905) y, por cierto, también a ese conglomerado de jueces y magistrados y leguleyos para mantener bien aceitadas las estructuras institucionalizadas del orden social estratificado. Un Poder Judicial con fines políticos para proteger el nepotismo y los “negocios” de esas elites (Argentina, México, Colombia, Brasil, Chile, Guatemala, Paraguay, Perú),15 mientras los “ciudadanos” acatan, obedecen y también transan, o, en caso contrario, son aniquilados por la “razón del Estado” (Centroamérica, Colombia, Chile, Brasil), profundizando el script que estabiliza las relaciones clientelares, corporativas, y también el miedo como forma de control social.16

Como se ha señalado, la captura del aparato estatal por los grupos de poder es una característica importante en la historia política de esta región, para desde allí generar estructuras en donde la inclusión y la exclusión vienen históricamente determinadas, de forma que el sistema político moderno queda imposibilitado para autoobservarse a través de la distinción consenso y disenso.17 Sin una opinión pública reconocida —ciudadanía— el sistema político no puede observarse a sí mismo a través de la distinción consenso y disenso —gobierno/oposición—, y más bien permanece ligado a la distinción originaria de poder y violencia (Giorgi, 2015); clausurando toda posibilidad de algo distinto (en estos días, piénsese no en los únicos, pero sí los más delirantes ejemplos: Perú, Argentina México). Se clausura entonces el futuro y se determina el presente, lo cual, qué duda cabe, es otra de las características del orden social estratificado.

Por lo tanto, si es la eternidad del presente lo que debe mantenerse, no es casual o producto del espíritu “salvaje” de estas tierras que, entre 1902 (Cuba) y 2019 (Bolivia), se hayan ejecutado más de 182 golpes de Estado,18 los cuales han sido organizados por los grupos y elites locales, en general con el apoyo del gobierno de los EE.UU. y de la OEA, para mantener y “salvar a la democracia” y sus estructuras.19 De forma paralela, avalados en esas estructuras democráticas, desde hace más de cien años, las fuerzas policiales, militares, paramilitares y guardias privadas de familias, caudillos, alcaldes, gobernadores y presidentes han dejado a su paso una interminable estela de sangre y horror. En su prontuario deben contabilizarse miles de masacres, torturas, desapariciones, bombardeos y fosas comunes, y siempre para mantener y "salvar su democracia" y el pacto entre señores (esa “templanza” en contra del radicalismo que tanto defiende en estos días el señor Ricardo Monreal en México).

Así es como ha operado y opera la modernidad democrática de esta periferia de la sociedad moderna.

V. Democracia y expectativas en la periferia

Observar la institucionalización de las expectativas en los Estados periféricos de la sociedad moderna evita equiparar nociones preconcebidas sobre lo que “debería ser” un Estado y la democracia, y, en su lugar, se aprehenden las dinámicas operativas de cómo éstas se han estabilizado y funcionan; es decir, de cómo sobre la base recursiva de las prácticas —estructuras— se crean expectativas y se espera lo que se espera de la democracia en función de esas prácticas.

Si, evolutivamente, todo orden social crea e institucionaliza expectativas que posibilitan la estructuración del orden social, el punto fundamental es el sentido de objetivación del operar recursivo apoyado en prácticas que al reintroducir de nuevo esas operaciones las institucionalizan (Foerster, 1991: 224). Así, esto permite observar cómo inclusive hasta la corrupción se construye y estabiliza, y no sólo como un script cultural (o desviación), sino también como una estructura que orienta la expectativa, el orden y la confianza social (Zamorano Farías, 2010: 899-901; 2017).20

Precisamente, el límite de las expectativas se encuentra cuando ésta viene determinada a priori, marcada por la adscripción, el rango, la clase, el grupo, la familia, lo cual imposibilita que se pueda institucionalizar otro tipo de expectativas más que las sancionadas, estructuradas y reproducidas semánticamente a priori para describir ese orden social y que, en el caso del desvío de lo establecido, avalan que el otro sea eliminado. También es innegable que la alternativa sin alternativa es sólo la observancia, lo cual evidentemente define un orden social estratificado (o un credo religioso). Entonces, tanto la desviación (sin alternativa) como la observancia (sin opciones) conducen a un espacio no especificado, porque se renuncia a puntos de referencia para el comportamiento ulterior, cerrando, clausurando toda posibilidad, todo vínculo con el futuro (Luhmann, 1998a), y estabilizando evolutivamente la variedad, mas no la variación, porque no hay posibilidad de seleccionar algo diferente, tal que incluso el nivel de complejidad va quedando determinado.

Como se observa, en la región la estructuración del orden social diferenciado ha conservado las estructuras estratificadas. Operativamente, estas formas de poder privado y redes de inclusión se han reproducido de manera preeminente y permanente (expectativas), sobre todo en el sistema de la política y del derecho, disponiendo de la ley y colonizando la política (legal/no legal, gobierno/oposición), superponiendo de forma determinante los sobreentendidos y la prevalencia de relaciones clientelares y de poder personal o familiar. Estas relaciones enmarcadas en la “arbitraria” disponibilidad de la ley son utilizadas por parte no sólo de los caudillos y políticos, sino de quien pueda usarlas (Neves, 2011: 201-236; Zamorano Farías, 2010: 899-901; 2017).

Esta superposición de formas difusas de poder privado sobre el código de la política, del derecho, de la ciencia, del arte, de la educación y hasta de la religión no sólo orientan la forma en la cual operan los sistemas funcionales en la región, sino que determinan y reproducen también las expectativas normativas y cognitivas, las cuales, por lo mismo, son definidas de manera heterónoma. Con ello se generalizan las relaciones de subinclusión y sobreinclusión en los sistemas y la anormalidad operativa se institucionaliza como normalidad factual, reduciendo la sobreinclusión exclusiva y aumentando la subinclusión excluyente (Neves, 2011: 215, 217).

Como señala Neves, la sobreinclusión ocurre cuando se define a la inclusión como el acceso a los rendimientos de un sistema social y, a la vez, como dependencia de él (grupos, familias, redes), mientras que la subinclusión define a los “ciudadanos” que no tienen derechos ni pueden llevarlos a cabo, pero sí tienen obligaciones y responsabilidades frente al Estado. Así, los marginados son integrados al sistema jurídico como deudores, culpables, demandados y condenados.21 En consecuencia, ellos son objetos del derecho, mas no sujetos del derecho (Neves, 2011: 219-220; Zamorano Farías, 2010: 913-915; 2016: 303-333). Con fundamento en esa razón estructural, gran parte de la población permanece entonces excluida porque no quedan definidas las formas de diferenciación que predominan: funcionales o estratificadas.

Si los sobreincluidos no tienen responsabilidad frente al Estado, sino sólo derechos y goce de derechos, los subincluidos no son considerados por el Estado, porque no son sujetos de derecho (ciudadanos en la semántica moderna), de tal manera que ambos tipos de relaciones se encuentran excluidas del sistema del derecho, unos por encima de él y otros por debajo. Es decir, se sobreentiende el presupuesto de la diferenciación funcional, pero es evidente que en los hechos la preeminencia operativa está determinada por estructuras que responden a un orden social estratificado, por lo tanto, y para que siga funcionado el orden social, se deben entonces reforzar esas estructuras y no las que presupone el sistema del derecho moderno y su código legal/no legal (Zamorano Farías, 2010: 899).

Lo anterior no significa negar, en la periferia, la diferenciación funcional de la sociedad moderna; al contrario, se trata precisamente de observar su operatividad y las condiciones sociales disponibles —estructuras— que en los hechos operan y reproducen, sobre esa base, la diferenciación y el orden social democrático. Al respecto, y como trasfondo empírico, baste observar los sucesos acontecidos en estos meses en Colombia, Perú, Chile o México, en donde para “reforzar las estructuras de la democracia y del derecho” la histeria criminal se desata contra el grueso de la población (Colombia, Chile), o contra un presiente elegido democráticamente y en el marco de las reglas que desde la colonia manejan las elites y caciques locales (Perú), o, en México, contra el presidente que está avalado sólo por 33 millones de votos,22 pero que ni siquiera su partido político lo apoya, pues también forma parte de las redes de inclusión, los grupos de poder y la clientela que debe salvaguardar las atávicas estructuras de poder de los señores y de ellos mismos (como acertadamente señaló a la prensa el historiador Lorenzo Meyer, luego de la Consulta Popular para enjuiciar a los expresidentes en México, realizada el 1o. de agosto de 2021).

Mas no se trata de perversiones o desviaciones anómicas, sino tan sólo de la estabilización y generación de estructuras sociales privadas, de esquemas y dispositivos personales, que disponen de forma naturalizada de las estructuras funcionalmente diferenciadas para generar confianza y sustituir la incerteza de la ley (para mis amigos todo), y al mismo tiempo clausurar las posibilidades de construir posibilidades de decisión, produciendo y determinando horizontes únicos y específicos.23

Precisamente es por ello por lo que, para los grupos y redes de poder, así como para su clientela, estas diferencias existentes deben ser mantenidas y brutalmente reforzadas. Lo anterior presupone, en los hechos, que las formas de inclusión o exclusión, incluso que el reconocimiento de la individualidad, de la persona, de la autonomía decisional, no se construyen, sino que están simplemente determinadas. Si para la colonia el otro se estabilizó en la semántica del indio, del hereje, al límite del “tolerable”, en el Estado de derecho moderno y democrático, el “otro”, como legítimo otro, al límite existe sólo como figura retóricamente simbólica: es literalmente una ciudadanía simbólicamente simbólica (Neves, 1994).

Lo anterior, sin embargo, tampoco significa estar ahora detrás de la materialidad de cuerpos perdidos o secuestrados por la heteronormatividad moderna, como sostiene la idiocia, y tampoco que las estructuras disponibles tengan problemas en el cumplimiento de su función limitativa o que estén lejos de la coordinación de la autonomía funcional de los sistemas sociales, como frecuentemente se sostiene intentando equilibrar la balanza del deber ser. Más bien evidencia el resultado evolutivo de la articulación de un orden social que opera con estructuras particulares de grupos y redes de poder en el seno de un orden que presupone intereses universales y despersonalizados, así como formas de inclusión y exclusión no determinadas. Es decir, un orden social funcionalmente diferenciado que dispone de estructuras articuladas sobre lógicas particularistas y patrimoniales y que funciona como funciona, pero no porque está fallando.

Si las estructuras sociales y las diferenciación sistémica están claramente definidas y son operativas, la confianza social permite reducir y reconducir la incerteza frente a la posible desilusión (Luhmann, 1996a); en cambio, cuando ésta está articulada y se apoya en sobreentendidos, en donde incluso endosar la responsabilidad de la decisión sobre una titularidad es difusa y el comportamiento es completamente arbitrario, se obnubila permanentemente la diferencia entre el interés público y el interés privado, y se hipertrofia la selección reductora del sistema político en la obliteración no sólo de las normativas establecidas jurídicamente a tales efectos, sino también de las expectativas cognitivas elementales.

Ciertamente, en la periferia de la sociedad moderna el orden social está diferenciado por funciones, y es posible distinguir claramente la ciencia de la economía, el derecho del arte, la política de la educación, la salud de la económica, la ciudadanía existe en los textos constitucionales y si no, de manera virtual al menos, o de forma simbólica (si no se tienen amicus curiae), hay separación entre la iglesia y el Estado (aunque se siga jurando por Dios); pero lo divertido —si se permite un poco de humor negro— es observar la disponibilidad y el tipo de estructuras operativas para cumplir esas funciones.

Observamos esencialmente la estabilización de relaciones clientelares y de redes de inclusión/exclusión, que articulan y controlan las estructuras de los sistemas diferenciados a través de la preeminencia del intercambio de favores, de clientela o patrimonio.24 Observamos la “elasticidad institucional” del Estado, el cual paradójicamente tiene como marco general y como entorno externo una sociedad funcionalmente diferenciada, y lo que significativamente afirma esa “elástica” operatividad es que estas redes se apoyan en las colocaciones que ocupan los involucrados en sus respectivas organizaciones, toda vez que la capacidad de proceder legal/ilegalmente es proporcionada por las posiciones ocupadas en las organizaciones y susceptible de ser solicitada (Luhmann, 1998b: 182; 1998a), lo cual orilla al público a tratar de pertenecer y vincularse a las diversas redes (estratos o grupos corporativos, organismos “autónomos”, “grupos colegiados”, “foros científicos”, etcétera).

En los hechos, la patrimonial distinción cercanía/lejanía determinada por la posición pasa a ser un sustituto simplificador a diferencia de las nociones abstractas de rol/programa de la diferenciación funcional, por lo que la influencia personal, por la cercanía/distancia con el grupo, el partido, el líder, el caudillo o el director de Facultad tiene más valor que cualquier norma jurídica y genera también mayor confianza social (Zamorano Farías, 2016: 317, 323, 326).

Si bien estas redes parasitarias, que coexisten con las simbólicas y frágiles estructuras de los sistemas diferenciados en los Estados periféricos, presuponen el entorno diferenciado funcionalmente y, por lo mismo, se construyen y articulan gracias a elementos heterogéneos que van desde la familia al grupo, organizaciones o instituciones y todo tipo de identidades, las redes de inclusión entrelazan los diseños para la identidad de los grupos, las instituciones, las ideologías y las historias en un intento de control mutuo, que constantemente se rompe sobre las identidades en juego, mas sobre ellas recluta sus siguientes motivos.

En esta articulación de identidad —sin identidad— es posible observar cómo las redes (grupos) producen motivos convincentes de ayuda para conformar la identidad de otros grupos y del público, de tal manera que frente a la amenaza de la violencia, la puesta en escena de la autoridad (de los “intelectuales”), de los conocimientos especializados o la capacidad de asumir la responsabilidad (la tecnocracia), tiene por función hacer una oferta de inclusión a la sociedad a través de sus redes, de modo que todos los demás posibles recursos (la ley) pierden importancia y, por lo tanto, alcance (Baecker, 2005: 140).

Precisamente, en la sociedad segmentaria el reclamo del liderazgo en dirección de la diferenciación política encuentra resistencia, o por lo menos animosidad latente fácil de organizar, ejemplificada en la forma de sociedades de caciques, de manera que no pueden realmente evitarse con seguridad las diferencias de riqueza y rango entre las familias, y cuando esto sucede puede ser ocasión de que cristalicen las relaciones patrón/cliente, que a su vez allanan el camino hacia la centralización de los roles de liderazgo, todo lo cual confiere además inmunidad ante los sistemas normativos, siempre implacables con los no incluidos (Luhmann, 2007: 519).

Es importante recordar que para la TGSS las relaciones de dominio son estructuras, no son sistemas. Éstas se forman, por ejemplo, al interior de las familias o como relaciones patrón/cliente al interior de las sociedades estratificadas. Estas redes de inclusión (relación) consiguen así institucionalizar expectativas de participación, democracia, ciudadanía, derecho, utilizando los presupuestos universalistas de la diferenciación funcional para construir las cadenas de reciprocidad, de intereses, de relaciones patrón/cliente particularistas, utilizando y enajenando los recursos de los sistemas funcionales para conexiones transversales y para el mantenimiento de la red (Luhmann, 2007: 181; Zamorano Farías, 2017). No es casual entonces que en pleno siglo XXI los miembros de las elites y redes de poder local, cuando lo estiman necesario, inicien sus cruzadas y procesiones para pedir la intervención del papa, del rey de España, del presidente de los EE.UU. o del secretario de la OEA o, de nuevo, de los militares, para acabar con gobiernos que están corrompiendo este orden y la moral social, acabando con la fe, con la impoluta y ancestral democracia y con la entrañable dictadura perfecta, según Enrique Krauze.25

Entonces, no es que la historia se repita como tragedia o como farsa, o que siga siendo contada por un idiota, tampoco que se viva aún como en los tiempos de la colonia. Somos tan modernos que nos hemos extraviado en nuestra modernidad, mas el script cultural que se reproduce recursivamente sobre las estructuras que articulan las descripciones semánticas de la periferia de la sociedad moderna sigue funcionando y determinando la coordinación sobre la base no de diferencias, sino de pactos patrimonialistas y de grupos, de valores e ideologías exclusivas y excluyentes;26 dos de las formas primarias en las cuales la sociedad estratificada se organizó y autodescribió (Luhmann, 1996b).

VI. Conclusiones

Je suis la loi!
Inspecteur Javert
Les misérables (1862)

La reflexión y el análisis político sociológico del derecho, de la democracia y de la construcción del orden social en la modernidad de la sociedad moderna y en sus periferias, no están exentos de observar con dispositivos teóricos actuales los particulares fenómenos de cómo, y sobre la base de qué disponibilidad estructural, se estabilizan las prácticas y expectativas en la construcción del orden jurídico-político y de la democracia en la región; es decir, de superar las viejas fórmulas del pensamiento político tradicional que allanan el camino sea de la lamentación, la protesta por la ontología perdida, el cálculo del costo beneficio de las cuotas de poder o la prescripción sobre el correcto deber ser, todo lo cual poco contribuye a la reflexión y problematización científica.

Se trata de analizar la operatividad de los Estados periféricos, mas no en una relación causal de dependencia o de posición valórica, sino desde el estudio de la periferia de la sociedad moderna que conceptualiza un tipo de orden cuya característica preeminente se articula sobre la base de formas que se desenvuelven en el campo de las relaciones personales y no en el de la organización, y en donde estas estructuras operativas estratificadas, parasitan y disponen de las diferencias socioestructurales producidas por la misma modernidad —y respecto de sí misma—, paradojalmente sobre los presupuestos de la diferenciación funcional de los sistemas. Por lo mismo, en caso alguno esto significa que en este tipo de diferenciación la periferia sea menos importante que el centro, pues ello equivaldría a aprehender esta forma de diferenciación de manera falsa, según el modelo de relación por rangos jerárquicos (Luhmann, 1998a; 1998c).

Precisamente, lo anterior permite trascender las gastadas retóricas sobre el correcto orden del Estado, el “saber votar para elegir a los representantes” y, más bien, observar las dinámicas internas, y como éstas, en su recursividad y disponibilidad, se estabilizan, sin perder de vista el hecho de que son Estados que funcionan, y que muy a pesar de sus diferencias producen un orden social que en medida alguna es fallido (opera como opera), toda vez que se sustenta en la reproducción autopoiética de un sistema social, el cual o es autopoiético, o, en caso contrario, se desintegraría, puesto que no hay términos medios. Los Estados no son más o menos autopoiéticos, o con síndrome de “incompletitud” de autopoiesis; en tal caso, sería mejor observar la incompletitud de quien lo dice —del observador, como señala Heisenberg (2017)—.

Se trata entonces de observar y de problematizar el problema de cómo, en esta periferia, las redes de inclusión familiar, grupal, clientelar y patrimonial evolutivamente se han estabilizado y se despliegan parasitariamente en el orden funcionalmente diferenciado con el fin de preservar su reproducción. Son redes que sacan ventaja de la diferenciación funcional moderna y de la oportunidad de oportunidades, estabilizando el deber ser teleológico y moralizante como forma elemental para guiar las expectativas y semánticas del orden social, reemplazando y clausurando operativamente los presupuestos de la diferenciación, pero que, sin embargo, funcionan porque son ventajosas y operativamente más útiles para la coordinación social, toda vez que brindan mayor confianza que la norma oficial y cuya desaparición causaría incluso más de una catástrofe (Zamorano Farías, 2017: 168).

En ausencia de estructuras normativas vinculantes y de frágiles representaciones institucionales legitimadas, las redes clientelares son las intermediadoras políticas por excelencia entre el Estado y la organización social, consolidando híbridas formas de coordinación social premoderna, las cuales coexisten con las lógicas de coordinación social del Estado moderno; es decir, de un orden social concebido bajo criterios de modernidad pero que, en sus operaciones, es guiado por la lógica parcial de centros de regulación personal, con la preeminencia operativa de criterios del orden estratificado.

El inventario de la historia regional permite observar precisamente cómo estos criterios constituyen el modus operandi naturalizado y consustancial a las estructuras de esta periferia de la sociedad moderna (Zamorano Farías, 2021), de una periferia que, por dura que parezca, puede ser más bella que los tonos nostálgicos de la prescripción o de la ingenuidad…

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*Investigación presentada en el International Seminar Deconsolidation of Democracy in Latin America, en la Uniwersytet Jagielloński–Krakóv, el 28 de mayo de 2021 y que forma parte del proyecto Observaciones de la periferia de la sociedad moderna.

**PhD Filosofia Giuridica. Profesor titular en el Centro de Estudios Teóricos y Multidisciplinarios en Ciencias Sociales (CETMECS), de la UNAM. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI). ORCID: 0000-0002-8277-1970; rzamorano61@gmail.com.

1 Por lo tanto, la problematización de este problema no sigue ni se inscribe en la disputa sobre fines de razón analítica o de razón dialéctica. Es decir, trasciende y supera el cientificismo analítico (Popper), la teorética de la praxis (Adorno) y el ideologismo escatológico finalista de Horkheimer. Véase Theodor Adorno et. al (1973).

La sociedad no es un objeto, sino el producto de la operación de diferenciación entre sistema/entorno sobre la base de la comunicación. La sociedad como “objeto” es más bien la marca de origen compuesta por la distinción Estado/sociedad o comunidad/sociedad, marca que ha constituido uno de los obstáculos epistemológicos más fuertes y generalizados en la reflexión sociológica (Luhmann, 1998b: 51-67).

2 Baste observar en nuestros días y en los diferentes países de la región cómo estos grupos y familias operan para imponer no sólo su “narrativa”, sino lo que realmente se debe hacer para “salvar la democracia”, sea desde el mismo gobierno (Brasil, Colombia, Chile, Uruguay, Paraguay, Panamá, Haití, Ecuador y Nicaragua), o en contra del gobierno “populista” que dirige el Estado (México, Perú, Argentina, Cuba, Bolivia y Venezuela).

3 Conforme al principio de diferenciación, la semántica de la sociedad moderna puede admirarse y criticarse, en contraste, las sociedades segmentarias con todas sus instituciones, sus posibilidades de expansión y contracción, su hacer paralelo a la causalidad y la magia, y con su reciprocidad como forma de resimetrizar las asimetrías temporales y sociales, hechas para permanecer tal como están (Luhmann, 2007: 472, 518).

4 Estructuras en tanto condensación recursiva de condiciones que delimitan el ámbito de relación de las operaciones comunicativas de un sistema, las cuales se mantienen y se repiten en diversas situaciones operativas posibilitando la autopoiesis del sistema (Luhmann, 2007).

5 El teorema que concibe Parsons sobre la doble contingencia formula de manera causal el problema del orden social, y lo reduce a la dependencia; por lo mismo, la acción social no es posible, porque en la pura acción no hay ninguna posibilidad de lograr acuerdo o coordinación (tampoco variación). La propuesta de Parsons a esta situación de indeterminación se define entonces en el plano de una teoría general de la acción, en donde la única alternativa comprensiva está en la identificación de componentes normativos inherentes al sistema de acción e internalizados a través de la socialización (pattern variables) (Parsons, 1999).

6 Esa cuarta dimensión que Einstein enuncia en su célebre teoría de la relatividad especial (1905).

7 Para Kant, la apelación a un individuo autónomo capaz de dotarse de leyes universales se conecta a la ley moral y a la ley política mediante un proceso de formación de opinión y de voluntad general; qué pasa entonces en una situación en la cual incluso la formación de un individuo autónomo y su voluntad personal no están garantizados y, mucho menos, la formación de una voluntad general democráticamente instituida...

8 Ya desde Macchiavello deviene claro que el problema del poder gira en torno a quién lo detenta y cómo se ejerce. Como señala Therborn, los enfoques básicos para el estudio político de este problema han articulado tres corrientes principales que agrupan a un conjunto de subcategorías analíticas: a) el enfoque subjetivista que busca responder al problema de quién tiene el poder (poliarquías y elitismo); b) el enfoque de cuánto poder y para qué (racional choice, microeconomía), y c) el enfoque del materialismo histórico, que se pregunta por el cómo se ejerce —opera— el poder (relaciones de poder) (Therborn, 2016: 152-154).

9 Luhmann señala que la invención estructural resultante de ello ha recibido, por motivos históricos accidentales, el nombre de democracia (1993: 165).

10 El emperador, los sacerdotes, el intermediario y la ley que siempre se acata, pero que no se cumple. Estas últimas quizá dos de las estructuras más letales y exitosas en el devenir de la modernidad latinoamericana. Paré señala que el cargo de intermediario constituía un instrumento del grupo de poder local, porque efectivamente los intermediarios operaban como mediadores entre un grupo y otro, pero no ejercían un poder independiente, sino que estaban subordinados al grupo de poder de pertenencia. Esta estructura fue retomada por los españoles baja la figura del cacique; primero, para designar algunas de las autoridades que separaban a la población india de la administración colonial; segundo por su función, que es fundamentalmente la de recabar el tributo, proveer de fuerza de trabajo a los conquistadores y en general controlar a la población nativa (Paré, 1975: 36-70). A cambio de sus servicios, los caciques recibían (y siguen recibiendo) como beneficios el poder para aprovechar todas las oportunidades de enriquecerse, acrecentar y ejercer su poderío (Meyer, 2005: 37 y ss). Luego, la práctica de que la norma no se cumple será estabilizada en el “ancestral” axioma moderno, que Getúlio Vargas (1930-1945) elevó a rango de ley no oficial en Brasil: para mis amigos todo, para mis enemigos la ley.

11 Los procesos revolucionarios de los siglos XIX y XX reproducirán la concentración del poder político y económico de las estructuras coloniales, lo cual constituye el caldo de cultivo para el desarrollo del colonialismo interno, tesis desarrolla por Stavenhagen (1981) sobre los escritos de Lenin.

12 Recordemos que, en el imperio de Brasil, la Constitución de 1824 reconoce la existencia de cuatro poderes: el Legislativo, el Ejecutivo, el Judicial y el Poder Moderador, el cual está por encima de los demás poderes. Esta estructura, en variedades y con diversos nombres, ha sido aplicada durante los dos últimos siglos en los países de la región; la más conocida, golpe de Estado; las más actuales, impeachment o, literalmente, disponibilidad de la ley para violar la ley (Brasil, Colombia, Chile, o en México el IFE [actual INE: Instituto Nacional Electoral], promotor y gestor del fraude electoral institucionalizado).

13 Zamorano Farías, 2003; 2010; 2017; 2021. Leyes hechas para beneficiar a grupos y minorías. Como señala Loveman (1993), en la región latinoamericana las Constituciones han servido desde siempre para cambiar las cosas, pero sin que nada cambie. Ejemplo paradigmático es la Constitución mexicana de 1917 y, en la actualidad, el paso del Estado de derecho al Estado de derecho de excepción, elevado a rango “constitucional” como excepción permanente, lo cual facilita los golpes de Estado de nuevo tipo: Honduras (2009/2018), Paraguay (2012), Brasil (2016-2018), Ecuador (2018), Argentina (2017-2018), Chile (2018), Bolivia (2019-2020).

14 Siglo XIX: Chile, Argentina, Uruguay, sur de Brasil y amazonia, Guatemala. Sobre esto, resulta ilustrativo leer a Domingo Faustino Sarmiento (2018), Vicente Pérez Rosales (2000), Germán Arciniegas (1954), Miguel Ángel Asturias (1997), Raymundo Faoro (1998). Siglo XX: Sudamérica, Colombia, Centroamérica, México y, en la actualidad, baste escuchar las peroratas de los “intelectuales orgánicos” y testaferros, desde Vargas Llosa, Juan Guaidó, Javier Milei, José Antonio Kast, Javier Quadri, hasta Aguilar Camín, Martín Moreno y un muy largo etcétera, que promueven las nuevas hogueras inquisidoras para frenar la sublevación de los súbditos.

15 En México, un ejemplo grotesco del cacicazgo colonial, en pleno siglo XXI, lo podemos observar en los gobernadores, en los rectores de las universidades, en los “directores” de Facultad, en el consejero presidente del INE (omnia corpus politicum, los datos hablan) y en cuanto organismo “autónomo” exista (universidades incluidas).

16 Lo anterior no constituye una mala práctica aislada y puntual, no es disfuncionalidad en el sistema político o jurídico, menos un “Estado fallido”; es la orientación con la cual los sistemas políticos de la región funcionan y se autorreproducen. Tampoco la forma en la que funciona el sistema jurídico es anormal, se caracteriza justamente por operar metaconstitucionalmente, por aplicar poderes que se encuentran más allá del texto constitucional que, si bien no están establecidos de forma expresa en la Constitución, forman parte del contexto cultural y político que permite la disponibilidad de la ley a voluntad.

17 Paradigmáticos resultan los casos de países como Argentina, México y Centroamérica en el siglo XX.

18 La investigación y sistematización sobre los golpes de Estado en la región fue realizada por Erick Gasca Villa, a quien reconozco y agradezco su trabajo y contribución.

19 Desde 1946 la formación de los militares de la región ha estado a cargo del siniestro Western Hemisphere Institute for Security Cooperation (Escuela de las Américas), en la que se adiestran para violar, destrozar, descuartizar y matar a cualquier mujer, hombre o niño en la lucha en contra del comunismo (los expedientes están ahí), siempre con el apoyo del Ministerio de las colonias (OEA), cuyo último acto fue avalar el golpe de Estado y la destitución del gobierno democráticamente electo de Evo Morales en Bolivia (2019).

20 El éxito de las conductas desviantes puede explicarse en virtud de que la ilegalidad funciona como un motivador para los involucrados; genera confianza social. Recordemos que las expectativas cognitivas son las que se aprenden de la práctica, del hacer y de lo que se espera de ese hacer aun cuando no ocurra; por lo tanto, la desilusión de la expectativa permite aprender. La expectativa normativa es contrafáctica, no cambia y se mantiene contra el hecho, mas permite reflexionar (Luhmann, 1998a: 91-121).

21 Un ejemplo, entre muchos otros, son las innumerables violaciones en contra de los eufemísticamente llamados derechos humanos y de lesa humanidad en contra de los “objetos de derecho”; crímenes cometidos en la región por las dictaduras militares (1952-1990) y por los narco-presidentes (Ayotzinapa, México, 2014), y por los cuales no se ha llevado a juicio —con escasa diferencia— a ningún responsable directo (salvo en Argentina), tal que nunca se ha resuelto nada y tampoco jamás se resolverá (al respecto Chile sigue siendo un “paradigma”). Estos son hechos comprobables, no opiniones o ideología. Insisto, baste observar que, en general, los responsables siguen impunes, dándose la gran vida, sea en Chile, Brasil, Uruguay o México. A las pruebas me remito.

22 Sin embargo, tampoco se trata de un problema moral, o de una —ahora— “Constitución moral”, para seguir de nuevo moralizando la política, lo cual sería repetir el esquema criticado: reproducir un solo y único esquema cultural o de “valores”. Es decir, atrincherarse en el ritual de los valores y de las formas, en tanto y cuanto función terapéutica, reproduciendo una situación de complejidad desestructurada, en donde todas las posibilidades son iguales y arbitrarias y todos los poderes apelan a la razón del poder y no al sentido de poder de la razón, cuyo resultado es perpetuar la discrecionalidad, pero sin crear un sistema de leyes y normas transparente y consistente, cuya función sea orientar el comportamiento social (en donde la operatividad y legalidad legal de la ley no permanezca extraviada).

23 Para mis enemigos la ley, y ellos definen qué es el derecho, la democracia, la política; si duda cabe hay que preguntarle en México a Lorenzo Córdova Vianello, a Juan Guaidó en Venezuela, o a Jeanine Áñez en Bolivia; la lista es larga.

24 Al respecto, y entre otros, en México, en estos días, se ha destapado el conocido y ancestral clientelismo universitario y “científico”.

25 XIV Foro Atlántico. Iberoamérica: democracia y libertad en tiempos recios (9 de julio de 2021). Palabras textuales del mexicano, “intelectual”, “diplomado en historia” y promotor de golpes de Estado, mientras su amigo y líder del partido Vox de España, Santiago Abascal, crea una institución internacional para combatir la “deriva comunista” en Latinoamérica (rueda de prensa del 30 agosto de 2021).

26 La investigación de Latinobarómetro (2018) confirma que los latinoamericanos valoran cada vez menos la democracia: sólo el 48% de los habitantes de la región apoyaban este sistema. Las razones son múltiples, pero coinciden en un punto: la intromisión y utilización de pactos y leyes con fines políticos, toda vez que frente a cada denuncia se “reforma” la ley ad hoc. Ese mismo año, en Chile el 58% de los estudiantes de 8o. año básico está de acuerdo con un régimen dictatorial si eso les da una oportunidad.