MADRID HURTADO, Miguel de la, El ejercicio de las facultades presidenciales, México, Porrúa-UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, 173 pp.
*Presentación en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, el 10 de enero de 1999.

Sergio García Ramírez

ME LLEVARÍA DEMASIADO TIEMPO -que yo tengo, pero del que ustedes no disponen- exponer todas la reflexiones que me sugiere el libro que ahora nos reúne. Es obvio que abundan las incitaciones: cada capítulo propone un horizonte. Cada uno merecería un examen muy amplio, y lo tendrá seguramente. En sus líneas y entre ellas, que son medidas, concisas, esenciales -como lo puede y lo quiere el temperamento de su autor-, se agitan los temas para un amplio debate, pletórico de posiciones. No se trata sólo de dar cuenta sobre el texto de un precepto constitucional -el 89- y sus aplicaciones fundamentales. El libro desborda la dogmática constitucional. En esto residen su mayor mérito y su mejor atractivo. Debo sortear, pues, los problemas que suscita un asunto tan extenso y atenerme sólo a algunos de sus aspectos, que elijo discrecionalmente.

En esta obra, el ex presidente De la Madrid se coloca en el foro de los ciudadanos y ejerce el derecho a la palabra, que se practica en un escenario siempre resbaladizo. Es un deporte violento. En todo caso, la palabra convoca riesgos, sobre todo cuando se eleva en un medio expectante y acostumbrado al retraimiento, mitad por instinto, mitad por motivos de liturgia política. Por supuesto, la palabra tiene más riesgos que el silencio, cuyo mayor peligro es perder en definitiva la capacidad de decir "esta boca es mía", como ocurre con frecuencia. Pero en el caso de un ex presidente de la República -me refiero a esta República, no a otra cualquiera, y mucho menos a la platónica o la del breviario del perfecto republicano- los riesgos aumentan en proporción directa con el tema que aborda, la circunstancia que lo rodea y el volumen con que se manifiesta. Hay, pues, tres factores de riesgo; pero también holgura para sortearlo y factores que lo legitiman.

En fin, quienes han ejercido el poder -como se suele decir, con una expresión demasiado simplista- se hallan ante una doble posibilidad: hablar o retraerse, ensimismados y memoriosos. Hay motivos para lo primero y razones para lo segundo. Obviamente, aludo a la palabra constructiva y aleccionadora, que pone al alcance de quienes vivieron cierta etapa de la historia y de quienes no la vivieron -pero quieren o deben conocerla- elementos útiles para la reflexión. Y algo más: la acción, que es la otra cara de esta moneda, que comienza a tener curso legal.

Esa palabra permite al politólogo, al sociólogo, al economista, al jurista, en sus ámbitos respectivos, construir o reconstruir hipótesis, diagnósticos, pronósticos -teorías, en fin- sobre el cimiento firme que la realidad suministra; al menos, la versión de la realidad expuesta por uno de sus protagonistas calificados, que alguna vez la recibió encargada y trató de modificarla. Ese es el tema de este libro: cómo se quiso y se pudo -en qué espacio, de qué forma, hasta qué punto, con qué resultados- heredar una circunstancia, alterarla, entregarla, por el medio que se acostumbra en el Estado de derecho: las atribuciones constitucionales.

Hay diversas formas de usar la palabra después de haber ejercido el poder. Una lleva al género de las "memorias", o bien, a su especie más íntima: las "confesiones". Otra conduce a la descripción casi estadística de lo que se hizo y no se hizo, sucedió o no sucedió durante cierto tiempo, con alguna pretensión aséptica. Son estimables ambos géneros, comprometidos con el testimonio y el apunte biográfico. De los dos se obtienen elementos para formar una opinión y generar una convicción con base en datos pertinentes, no sólo en juicios anticipados o insuficientes, prejuicios o conjeturas. Obviamente, el atento lector de esas versiones de la vida podrá y deberá buscar otras fuentes para integrar, con el conjunto, sus propias certezas, en el caso de que en este mundo -no quiero decir el globo terráqueo, sino la política- sea posible tenerlas.

En nuestro país, con sus leyes singulares, expedidas por el Congreso, y sus reglas características, emitidas y aseguradas por las peculiaridades de nuestra existencia, los ex presidentes de la República han solido callar al cabo de su desempeño. Aquellas reglas impusieron el silencio, para no perturbar -se decía- la nueva paz presidencial. En consecuencia, se hacía una historia de cada Presidencia sexenal sin el testimonio de su principal actor: el presidente sexenal. Oí decir a De la Madrid que muchos consideran todavía que el ex presidente debe reposar en la hondura de una pirámide, rodeado de ofrendas. Pero las cosas ya no son de este modo. Hoy somos modernos. Nos gustan ocupaciones más animadas que la colocación de ofrendas.

Obviamente, no siempre permanecieron callados los ex presidentes. Hubo apariciones en la escena. Por ejemplo, las páginas que dejó Emilio Portes Gil, y desde luego las notas autobiográficas que nos proporcionó Lázaro Cárdenas. A estos textos se han ido sumando varios otros, que cada día contribuyen a derogar la costumbre del silencio. Por ejemplo, las memorias de Miguel Alemán y de José López Portillo, de estilos muy diferentes. Y también -ahora- las obras de Miguel de la Madrid Hurtado, presidente de México en el sexenio 1982-1988, una etapa de enorme importancia en el desarrollo del país y en la aparición de lo que pudiéramos llamar "nuevas realidades" en el mundo entero y en México, que según toda evidencia forma parte del mundo.

Esas obras de Miguel de la Madrid son La política de la renovación, editada en 1988 por Editorial Diana, y el libro que comento ahora, El ejercicio de las facultades presidenciales, publicado por Editorial Porrúa con la participación, a título de coeditor, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, con el que el autor -antiguo catedrático y tratadista de derecho constitucional- ha mantenido siempre una excelente relación. El trato entre el gobierno y la academia -que puede ser protocolo, estrategia o convicción- tiene dos factores, entre otros: la decisión política y la vocación personal. Obviamente no son mutuamente excluyentes. En el caso de Miguel de la Madrid han operado las dos, si se considera que el hombre de gobierno fue primero hombre de universidad, y no cesó en esta condición al aparecer aquélla. Hubo -y hay- una apacible coexistencia, que lo beneficia y nos beneficia.

La obra de Miguel de la Madrid es, en algún sentido, una travesía por dos espacios sucesivos: México, en general, es uno de ellos, círculo concéntrico mayor, punto de referencia y reflexión; México, en particular, esto es, el país y la nación de 1982-1988, es el otro, círculo concéntrico menor, que resume la intención de la obra y propone su lección. Se trata, en esencia, de un viaje aleccionador por la geografía de lo que llamamos el poder, que se hace bajo una triple condición: uno, historia, con todo lo que implica: el "genoma" del Estado y del estadista; dos, circunstancia y posibilidad, que a veces opone el hipotético poder al específico no poder; y tres, decisión, que es el nervio y motor con que se recibe la historia y se administra la realidad.

Lo aclara el autor, por si hubiese dudas, al principio y al final de la obra. Allá subraya que la gestión de cada presidente se ha visto influida por las circunstancias que afronta, y que su estilo -que tiñe esa gestión, la vuelve sonora y colorida- se basa "más que en factores meramente personales, en la índole de los problemas con que se ha enfrentado" (p. VII). Acá concluye: "La forma en que ejercité las facultades presidenciales estuvo determinada por mi experiencia personal, la configuración del sistema político y las circunstancias que afronté" (p. 165).

La política mexicana está poblada de mitos y leyendas, que comparten el escenario -y a veces lo copan- con la historia y la realidad. Entre los temas favoritos para este acervo de perspectivas sobre unas mismas cuestiones, figura la institución presidencial. Es natural. La presidencia ha sido el persistente punto de convergencia de necesidades y soluciones, aspiraciones y proyectos, alianzas y desencuentros. Y ha sido, además, la expresión culminante de la idea que los mexicanos tenemos acerca de la autoridad, mitad exigente, mitad providente. Cuando se habla del autoritarismo y se concentran los cargos sobre la figura del presidente de la República, parece olvidarse que la autoridad de aquél es una manifestación -aunque en grado heroico- de la autoridad en la sociedad. Lo que culmina en el presidente comienza en la familia y se desarrolla a partir de ella. Los tlatoanis no aparecen por generación espontánea. Obedecen a una larga, laboriosa y a menudo satisfecha elaboración nacional.

En México -escribe nuestro autor-, "la Presidencia de la República es la posición política más fuerte y sobresaliente de la organización estatal. Esta es la tradición que se ha ido formando en nuestro país, como resultado de herencia culturales que nos legaron... Por ello el presidente ha cumplido la función de liderazgo nacional" (p. 43). Convengo. El autor tiene experiencia de primera mano y sabe lo que dice. Si ésta es la calidad de la Presidencia, lo que inmediatamente interesa es la calidad del hombre que la ejerce. En otros términos -y hasta cierto punto, pero un punto importante-, la Presidencia es como sea el presidente, incluso en lo que atañe al desempeño de las atribuciones constitucionales. Éstas son el cauce, pero por ellas corre el torrente. Aquello lo marca la ley; esto lo marcan los rasgos del hombre singular. No oculto, por supuesto, que hay algo más para concluir el perfil de una presidencia: la realidad en que se mueve.

De ahí que se aprecie la "virtud de la Presidencia", llamémosla así, que ni nos elude ni se nos viene encima. Por eso destaca en la travesía del poder la decisión, que De la Madrid evoca, de "adecuar (los) actos al orden normativo. Respetar el Estado de derecho"; desempeñar "un liderazgo sujeto a la ley con actitud de servicio"; desechar "actitudes de prepotencia o de culto a la personalidad", tan ameno, pero tan costoso; eludir la "conducción carismática o personalista de la titularidad del poder" (p. 47). Diré, simplemente, que así fue. Y porque así fue estamos aquí.

En el horizonte nacional, hacia atrás y tal vez hacia adelante -hagamos un juego de escenarios, como en el fondo del caleidoscopio-, se halla la fenomenología de la presidencia, labrada con el exceso o la moderación, la prudencia o la exaltación de quienes la han ocupado. Desde ese horizonte dos siglos nos contemplan, y otros más, nonatos, inéditos, atisban. En esa galería tenemos depositada suficiente experiencia como para desear una presidencia prudente y ceñida, moral y política, que nos guarde de la anarquía, pero no se deslice en su tentadora contrapartida, en la que a menudo ha sucumbido la nación.

De la Madrid presenta "este breve libro" -son sus palabras liminares- con sencillez: "tiene el propósito de narrar la forma en que ejercité las facultades constitucionales de la Presidencia de la República. Obra testimonial, no se pretende hacer en él la historia de los modos en que se ha desempeñado la Presidencia en México" (p. VII). Establece en seguida el objeto y los límites. En sendos capítulos analiza el ejercicio que hizo de las atribuciones recogidas por el artículo 89 constitucional -el estatuto del presidente, a cambio de que el 73 lo sea del Congreso-, y deja de lado las llamadas metaconstitucionales, esto es, las facultades no escritas que también se han depositado -en una especie de gran pacto social implícito- en el Presidente de la República, porque se trata de funciones necesarias, por una parte, y porque no habría nadie más en quién depositarlas, por la otra. Al menos, así ha sido. Y funcionó.

Estas facultades metaconstitucionales no son el tema de la sustanciosa obra que nos entrega De la Madrid. No dejaré de señalar, sin embargo, que muchas veces se advierte, a contraluz de las potestades constitucionales que el presidente tiene y ejerce, por el pacto social explícito -la Constitución-, esas otras que también posee y ejerce, en virtud del pacto social implícito y subyacente, que -como dije- provee asimismo sus propias reglas imperiosas. Hasta pudiera ser que la existencia de éstas haga factible el desempeño eficaz de aquéllas. Vale dudar, con ansiedad, de lo que sería el ejercicio de las facultades constitucionales sin el cimiento metaconstitucional para afianzarlas. Se quedaría pequeña la angustia bolivariana sobre el arado en el mar. A no ser que todo cambie de pronto y la realidad se ajuste al nuevo manual.

Sólo por vía de ejemplo diré que una obvia función metaconstitucional ha sido el liderazgo real con respecto al Congreso, que por supuesto no figura en el artículo 89, factible por la dominante presencia en éste de legisladores pertenecientes al mismo partido político en el que milita el presidente (y del que también es líder natural, en otra expresión de poderes metaconstitucionales). Y esa influencia sobre el Congreso -o mejor dicho, sobre sus integrantes- dio al presidente de México la capacidad real de ejercer exitosamente su atribución formal de iniciar leyes, que fueron muchas, en todo tiempo y en el doble rango constitucional y ordinario; pero además le confirió la posibilidad de sacarlas adelante, que no es poca cosa cuando la ley -y sólo ella- es el medio para que se mueva el poder.

Aunque esta obra no es un catálogo de consejos, sería imposible -y además indeseable- ignorar las sugerencias que puede producir, leída bien, ahora que estamos entretenidos en una hipotética reforma del Estado que más que reformar la función del poder para el desarrollo del individuo y la sociedad -es decir, el alma del Estado-, modifica el cuerpo del gobierno y el aparato de la administración. La reforma del Estado no puede reducirse a un overhaul gubernamental. Queremos desmontar y remontar nuestro universo político, construido a partir del caos y a menudo nostálgico de su origen, como lo muestra el clamor de las aguas subterráneas. Piénsese en la difícil empresa de un ambicioso ordenador del cosmos que quisiera relocalizar los cuerpos que lo integran e incorporar ocurrencias en el equilibrio que guardan. Tendría que reinventar las leyes de la atracción, con el riesgo de que el universo se le fuera de las manos.

De la Madrid examina el punto con otras palabras, más enfáticas y precisas:

No creo que contemos con las instituciones ni [con] la cultura política adecuadas para cambiar nuestro sistema presidencial por uno semipresidencial y, mucho menos, por el sistema parlamentario. Lo que sí creo es que debemos seguir buscando una mayor fortaleza en los poderes Legislativo y Judicial de la Federación, y una cuidadosa y gradual redistribución de competencias entre la Federación y los estados, y entre éstos y los municipios... Por ahora tenemos un poder dividido... Lo anterior ha aumentado los riesgos de ingobernabilidad y los peligros internos y externos de la nación (p. 166).

Obviamente, toda situación es perfectible -como hemos dicho de nuestra democracia, con una expresión que no expresa nada y por eso nos agrada tanto-, y por ello podríamos emprender aventuras interesantes en este cosmos particular cuyos planetas se están exaltando. Pero sería tanto como lanzar la moneda al aire y esperar que caiga del lado del águila. Pudiera ser. Y pudiera no ser. En todo caso, sería el azar, no la experiencia, lo que definiría el destino de la nación. No parece razonable poner en manos de la fortuna el futuro de cien millones de inquietos mexicanos, a pesar de lo que recomienden los manuales y los tratados que traen a muchos lectores -o tal vez sean sólo un puñado- insomnes y alebrestados.

Para mi gusto, uno de los aspectos más importantes de la obra que comento es la guía que da sobre los quehaceres sociales del Estado, sobre todo en lo que llama, con una expresión que últimamente echamos de menos, la "política de justicia social" (pp. 115 y ss.). Esta es la socorrida -antes- perspectiva de la Revolución Mexicana, la que dio sentido a los gobiernos asociados a un Partido Nacional Revolucionario, a un Partido de la Revolución Mexicana o a un Partido Revolucionario Institucional -noventa años, pues, de "revolucionarismo" expreso-, que no podrían predicar una revolución agotada, so pena de agotarse a sí mismos.

De la Madrid, un presidente oriundo de estas ideas y con esta preocupación dominante, revisa el tema en el curso de muchas páginas, desde las iniciales. Casi se trata de un hilo conductor, perfectamente natural en una obra que examina los quehaceres constitucionales del presidente dentro de un constitucionalismo social que ha sido el producto normal de una revolución del mismo carácter. Creo que en este orden de consideraciones destaca el proyecto de instalar en la Constitución, como en efecto se hizo durante aquellos años, otro capítulo del derecho social de manufactura mexicana: hablo de lo que el autor -del libro y de la reforma- menciona como "la reafirmación y redefinición del sistema económico mixto, bajo el principio de rectoría del Estado y un sistema de planeación indicativa, participativa y democrática" (p. 140).

También se puede destacar el manejo de las relaciones internacionales. Esta es una forma de referirse principalmente, con prudente circunloquio, al arduo tema de la vecindad entre México y los Estados Unidos, cuyos avatares nadie ignora y en todos influyen. Ahora bien, la forma de administrar los avatares y modular la influencia marca el estilo de cada gobierno, y en definitiva el destino sexenal y el destino final de la República. El prestigio de los gobiernos mexicanos deriva, en buena parte, de su capacidad de resistir la vecindad difícil, sin llevarla ni al estado de guerra ni al estado de capitulación. Ya no es posible poner el desierto entre los convivientes, como quiso Lerdo.

El entonces presidente De la Madrid promovió la formulación constitucional de los principios internacionales de México, trabajados con paciencia y entereza durante un par de siglos, en los que menudearon caídas y ascensos. En el sexenio 1982-1988 México asistió "al fin de una era en las relaciones internacionales y la transición hacia otra", señala el autor (p. 83). Había que equiparse para lo que siguiera. Dice como resumen lo que funcionó como divisa: "México defendió sus principios de política exterior sin debilitar su actitud respecto de la urgencia de negociar soluciones a sus problemas económicos" (p. 86). Buena regla de conducta. No se puede más, pero tampoco se debe menos.

Al jurista interesará, sin duda, la reflexión del ex presidente acerca de un tema socorrido y escasamente analizado: la formación de leyes, desde el embrión hasta el Diario Oficial. Ha prevalecido la idea de que el presidente dicta y el Diario Oficial publica. Y en medio, nada. Sin embargo, las cosas no son así, o no lo fueron en la etapa presidencial de Miguel de la Madrid. Este proceso de creación jurídica comienza por ser un oficio de exploración social. Si no es así caemos en el surrealismo ancestral: el abismo entre la Constitución -y la legislación- nominal y la Constitución -y la legislación- real. La ilusión legislativa acompaña ese síndrome y lo nutre con fruición.

La época presidencial de Miguel de la Madrid fue muy activa en novedades legislativas, que él mismo describe apretadamente. Yo diría que en ello pudo influir el temperamento estricto de la persona, el carácter jurista del presidente y la consecuente disposición de poner al cambio los rieles del derecho, para que no culmine en descarrilamiento. No se le recordará como un líder tumultuoso que enfrentara las normas en actitud de corredor de obstáculos, o que las ignorase con fastidio o con desprecio. El derecho tiene, todavía, cierta gracia: consiste en darnos esa dosis de seguridad y esa cuota de justicia que necesitamos para que la vida valga la pena.

Quizás debiera terminar esta reseña, como ya están esperando quienes me oyen, con otras incursiones en asuntos concretos de las facultades constitucionales del presidente de México. Sin embargo, prefiero hacerlo con una reflexión sobre las atribuciones morales. Este fue un asunto preferido y prioritario de Miguel de la Madrid, concentrado en un lema: "Renovación moral de la sociedad". "Lancé esta idea -menciona- por convicción personal de que la moralidad debe presidir los actos públicos y sociales del país, además de la conducta individual" (p. 49). El hombre intramuros vela muros adentro de su conciencia; pero el hombre extramuros -que lo es, por antonomasia, el político- vela, o debiera, a la luz del día, de cara al pueblo, que es su público y puede ser su jurado. Aquél advierte desde una luneta cada vez más irritada el contrapunto entre los dichos y los hechos; la cola prolija, que la toga no oculta.

El descrédito de la política, de los partidos y de los políticos es otra de las desgracias de un siglo terminal que ya no comulga con ruedas de molino. Sin embargo, ese decrédito puede filtrarse hasta los fundamentos de la democracia y dar por resultado Savonarolas criollos que luego tardan mucho en consumirse en sus propias hogueras. El gobernante actúa en la escena y el gobierno se convierte en espectáculo. Es inevitable. Y por ello hay que sanearlo, extrayendo personajes que lo toman por asalto o medran entre bambalinas. Es verdad, como dice De la Madrid, que "la corrupción en los asuntos públicos es un problema secular en la tarea de gobierno", y lo es que erradicarlo "demanda un esfuerzo permanente y perseverante", y también lo es, por último, que un "factor principal en esta lucha ha sido y será el ejemplo del gobernante" (p. 53).

Este libro ha sido escrito por un autor que no entra en conflicto con sus propias ideas, ni resbala en su propio discurso, que son enfermedades endémicas de cierta especie de políticos. Permítaseme decirlo, porque así lo creo: no por la fe, sino por la única prueba admisible: la conducta. Por ello De la Madrid puede asegurar sin que se dude: "El desempeño de la Presidencia me resultó fascinante. A pesar de las dificultades y las angustias, mi balance personal de esta extraordinaria experiencia es muy positivo. Me han quedado más satisfacciones que frustraciones" (p. VIII). Yo tuve el privilegio de colaborar durante seis años cumplidos con el presidente De la Madrid. Por eso pude verlo: idéntico a la entrada y a la salida. Celebro que su balance sea positivo. También el de quienes, a la distancia de una década, contemplan serenamente aquellos años de gobierno en que la conducta del presidente no desbordó, ni comprometió, ni menoscabó sus atribuciones constitucionales.