LA CUESTIÓN DEL GOBIERNO REPRESENTATIVO EN EL DISTRITO FEDERAL MEXICANO*

Ignacio MARVÁN LABORDE**

I. INTRODUCCIÓN

Durante 1998 y 1999 se discutió una vez más la organización constitucional de la forma de gobierno del Distrito Federal mexicano. Ello se debió, en parte, a la necesidad de resolver cuestiones que quedaron pendientes después de la reforma política de 1996, como la Ley Electoral del Distrito Federal, la Ley de Participación Ciudadana y el diseño de integración, funcionamiento y facultades de los órganos de gobierno de las delegaciones políticas que se eligirían por voto directo en el año 2000; pero también, el retorno a la misma discusión obedeció a los problemas que tiene la organización político-constitucional vigente.

En este trabajo resumiré, primero, la evolución político-jurídica que han tenido el Distrito Federal (en lo sucesivo D. F.) y sus municipios en las Constituciones federales de México. En seguida comentaré las principales deficiencias que el marco constitucional vigente tiene con respecto a la consolidación de un gobierno representativo en el D. F. Y, finalmente, plantearé los problemas básicos que debieron tomarse en cuenta en el diseño del gobierno representativo de las delegaciones y, desde esa perspectiva, analizaré las iniciativas presentadas al respecto, así como los problemas que resultan de la solución adoptada en esta materia.

En términos generales, la situación en la que se desarrolló el proceso de reforma 1998-1999 fue la siguiente. La reforma a la organización del gobierno de la ciudad de México corresponde al Congreso de la Unión, sin ninguna intervención de la Asamblea del D. F., dado que ésta sólo tiene algunas funciones -muy acotadas- como órgano Legislativo local. Una reforma al Estatuto de Gobierno del Distrito Federal requiere de la aprobación de la mayoría de las dos cámaras federales, y una reforma constitucional integral, que consolide la autonomía y responsabilidad del gobierno del D. F., requeriría de la aprobación de las dos terceras partes de ambas cámaras, así como de la aprobación de la mayoría de las legislaturas de los estados. Los partidos que sí impulsaron la reforma integral a la organización del gobierno del D. F. -el PRD y el PAN- sólo contaron con mayoría en la Cámara de Diputados; por su parte, el PRI, que tradicionalmente se ha opuesto a la consolidación de la autonomía y responsabilidad del gobierno local de la ciudad de México, al contar con la mayoría en el Senado, logró impedir una reforma integral e impuso su particular concepción sobre el gobierno representativo de las delegaciones.

Como se puede ver en este trabajo, un gobierno propio -tanto del Distrito Federal mexicano como de sus unidades territoriales- es un problema políticamente más sencillo y técnicamente más complejo de lo que se plantea en el anacrónico debate sobre el D. F. que, hasta ahora, en México se sigue dando en términos de "estado", "municipio libre", "poderes" y "soberanías". En un Estado democrático de derecho, lo realmente soberano es la Constitución. Con base en ella se establecen competencias y responsabilidades públicas, los conflictos entre los diferentes órganos de gobierno se resuelven por vía jurisdiccional -no se dejan al criterio discrecional de la mayoría- y, sobre todo, los órganos de gobierno en el ejercicio de sus funciones efectivamente están sujetos a la Constitución, se trate de órganos del D. F., de sus demarcaciones, de los estados o los ayuntamientos o, por supuesto, del presidente de la república. Es decir, en un Estado democrático de derecho no hay ni problema de incompatibilidad de "soberanías" ni existe, desde luego, un "supremo Poder Ejecutivo" constitucionalmente irresponsable. En un gobierno constitucional efectivo hay pluralidad institucional y definiciones claras que generan un marco de certidumbre sobre el límite de autonomías, responsabilidades, pesos y contrapesos.

II. RESÚMEN DE LA EVOLUCIÓN JURÍDICO-POLÍTICA DEL DISTRITO FEDERAL Y DE SUS MUNICIPIOS EN LAS CONSTITUCIONES FEDERALES DE MÉXICO

Más que atender a dogmas o principios constitucionales supuestamente imputables al federalismo, en la organización política de la ciudad de México se tiene la necesidad de resolver problemas específicos de carácter político, financiero, administrativo o urbano. En el debate y las soluciones adoptadas con respecto al gobierno de la ciudad de México se pueden distinguir tres grandes etapas. La primera, de 1824 hasta la última década del siglo XIX, en la cual el problema a resolver era la dependencia que los poderes federales tenían con respecto a los ingresos fiscales provenientes de la ciudad de México; o el gobierno federal controlaba la ciudad de México o ponía en riesgo su fuente más segura de recursos económicos. Una segunda etapa existe de finales del siglo XIX hasta los años setenta u ochenta del siglo XX, a lo largo de la cual el problema de necesidad de recursos económicos se invirtió, ya que fue creciente la dependencia de la ciudad con respecto a los recursos fiscales del gobierno federal; el crecimiento de la demanda de servicios e infraestructura absorbió muchos más recursos fiscales de los que el gobierno del D. F. y sus ayuntamientos podían captar. Y, por último, la etapa actual, la cual se inicia a finales de la década de los años sesenta, cuando la ciudad no sólo se hace compleja, plural y se consolida como un bastión de oposición al régimen priísta, sino que tiene que enfrentar la necesidad de financiarse con sus propios recursos y aportar a la Federación más de lo que de ella recibe; a partir de lo cual, comienza a modificarse la concepción constitucional del D. F. que tradicionalmente se había impuesto y comienza a abrirse paso a la redefinición de las relaciones políticas de esta entidad federativa con el gobierno federal y a la construcción del gobierno representativo local.

A lo largo de estas tres etapas, en los momentos clave de la discusión sobre la organización política del D. F. mexicano, el debate se ha centrado en cuatro temas básicos: la extensión territorial del D. F.; los derechos políticos locales de sus habitantes; la definición de sus relaciones políticas con los órganos de gobierno de la Federación, particularmente con el Congreso y con el Ejecutivo, y por último el carácter representativo y grado de autonomía, tanto del gobierno propio del D. F. como del de sus unidades territoriales.

En la Constitución federal de 1824, se facultó al Congreso para establecer la sede de los poderes federales y para que ejerciera en ella las atribuciones de Poder Legislativo local. El debate de entonces se centró fundamentalmente en ¿cuál debía ser el lugar sede de los poderes federales? y en las conveniencias e inconveniencias de dar al país una organización política federal. La forma de gobierno que debía tener la capital de la República se estableció por medio de un decreto del Congreso, promulgado por el presidente, en el que se estipuló que: la ciudad de México sería el Distrito Federal; el gobierno "económico y político" del Distrito quedaría bajo jurisdicción del gobierno general; éste designaría un gobernador interino; en las elecciones de los ayuntamientos y pueblos comprendidos en el D. F. se aplicarían las leyes entonces vigentes, es decir, las disposiciones relativas a la formación de ayuntamientos constitucionales de mayo y julio de 1812 y sus aclaraciones de marzo de 1821. Formalmente se mantenía la elección de ayuntamientos en los pueblos incorporados al Distrito -que tendría un radio de dos leguas a partir de la "Plaza Mayor"-, y la designación del gobernador era transitoria, en tanto se aprobaban las leyes respectivas al gobierno del Distrito.

En el Constituyente de 1856-1857 se volvió a discutir cuál debería ser la sede de los poderes federales. Se estableció entonces al Estado del Valle de México como parte integrante de la Federación, con un territorio mayor que el actual, pero se condicionó la existencia de este estado al supuesto de que fueran trasladados a otro lugar los poderes federales. En cuanto al gobierno del Distrito, se estableció que los ayuntamientos existentes en su territorio, particularmente el de la ciudad de México, deberían integrarse por medio de elección popular. Lo que sucedió en esta asamblea constituyente fue que, en el tema del gobierno del Distrito, una escasa mayoría más moderada y conservadora se enfrentó con los liberales puros, quienes, encabezados por Zarco, argumentaron que si la Constitución establecía a cada nivel de gobierno su órbita de competencia, no habría conflicto de soberanías y poderes al establecer el gobierno representativo del Distrito y dar a sus habitantes los derechos políticos que tenían los habitantes de los demás estados. Los moderados perdieron el debate, pero se aprobaron sus dictámenes en los que el gobierno representativo en el D. F. mexicano se limitó de nuevo a la elección popular de ayuntamientos y se condicionó la existencia del Estado del Valle de México. En esta decisión predominaron tanto las concepciones constitucionales de "soberanías" y "poderes soberanos" entonces en boga, como el temor que abrazaba a moderados y conservadores a la posibilidad de que un liberal puro resultara electo gobernador del Distrito. Para 1877, la división política del D. F. estaba organizada en la municipalidad de México y otras 20 municipalidades integradas en los Distritos políticos de Guadalupe Hidalgo, Tacubaya, Tlálpam y Xochimilco.

En los últimos años del siglo XIX y los primeros del siglo XX, en el apogeo de la consigna "poca política y mucha administración", para modernizar la ciudad y hacer frente a sus crecientes problemas urbanos, Porfirio Díaz promovió una serie de reformas relativas al D. F. En 1898 el Congreso sancionó el convenio mediante el cual se establecieron los límites y el territorio actual del D. F. Mediante una reforma constitucional en 1901, se suprimió la elección popular de los ayuntamientos y de las autoridades judiciales del D. F., y en 1903 se promulgó la Ley de Organización Política y Municipal del Distrito Federal, en la cual el Congreso determinó que el orden administrativo, político y municipal dependería del presidente por conducto de la Secretaría de Gobernación.

Conforme a la ley de 1903, el Ejecutivo federal estaría a cargo de la administración de las municipalidades del D. F. por medio del Consejo Superior de Gobierno del Distrito Federal, integrado por el gobernador designado del Distrito, el presidente del Consejo Superior de Salubridad, y un funcionario denominado director general de obras públicas. Todos estos funcionarios serían nombrados y removidos libremente por el Ejecutivo. La seguridad quedaba a cargo de una inspección general de policía, para todo el Distrito, y de las comisarías de cada uno de los ayuntamientos. En 1900, la división política del Distrito Federal estaba conformada por la municipalidad de México y las siguientes prefecturas: Guadalupe Hidalgo, Atzcapotzalco, Tacubaya, Coyoacán, Tlálpam y Xochimilco, en las cuales se integraban 21 municipalidades; pero, en virtud de la ley de 1903, se reorganizó la geografía política del D. F. dividiéndose el territorio en 13 municipalidades: México, Guadalupe Hidalgo, Atzcapotzalco, Tacuba, Tacubaya, Mixcoac, Cuajimalpa, San Ángel, Coyoacán, Tlalpan, Xochimilco, Milpa Alta e Iztapalapa.

La preocupación fundamental de la ley de 1903 fue lograr una mayor coordinación urbana y de servicios públicos en el D. F. Se estableció que los ayuntamientos serían electos popularmente en elección indirecta en primer grado, conservarían sus "funciones políticas" y en lo concerniente a la administración municipal sólo tendrían "voz consultiva y derecho de vigilancia, de iniciativa y de veto" sobre proyectos y contratos. En las municipalidades "foráneas", es decir, las poblaciones que no estaban en la cabecera de cada uno de los trece ayuntamientos del Distrito, el presidente, por conducto del secretario de gobernación nombraría un "jefe político", quien se haría cargo del "gobierno y administración de los diversos ramos del servicio público dentro de su circunscripción". Se eliminó la personalidad jurídica de los ayuntamientos y se estableció que el gobierno federal se haría cargo de "todos los bienes, derechos, acciones y obligaciones de los Municipios del Distrito y de todos los gastos que demande la administración política y municipal, según los presupuestos que apruebe el Congreso de la Unión". Los ferrocarriles, telégrafos y teléfonos urbanos existentes en el D. F., y todo lo concerniente a sus concesiones, operación y obras de introducción o mejoramiento, pasarían a la jurisdicción de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas; el Consejo Superior de Gobierno y los ayuntamientos del Distrito, en estas materias, se coordinarían con ella. Se establecía también que cualquier persona podía reclamar ante el Consejo de Gobierno o ante la Secretaría de Gobernación los actos, providencias y acuerdos de los funcionarios o empleados encargados de los servicios públicos en el D. F. Al mismo tiempo, el Congreso aprobó una iniciativa de ley, refrendada por Limantour, en la que se incorporaban a la hacienda federal los impuestos y rentas de los municipios del Distrito.

En el Constituyente de 1916-1917 ya no se discutió cuál debería ser la sede de los poderes federales. La discusión más importante se centró en el carácter electivo del ayuntamiento de la municipalidad de la ciudad de México. Se estableció el D. F. como parte integrante de la Federación, se sancionaron constitucionalmente sus límites y no se modificó la disposición que marca que, en caso de traslado de la sede de los poderes, el territorio del Distrito se erigiría en Estado del Valle de México. Se mantuvo, sin discusión alguna, la facultad del Congreso de legislar en todo lo relativo al D. F., pero se prescribió que debía hacerlo de acuerdo con las bases establecidas en la Constitución: la elección popular de sus ayuntamientos, los que deberían contribuir tanto a sus gastos como a los "comunes"; que los magistrados y jueces de primera instancia del D. F. serían nombrados por el Congreso erigido para el caso en Colegio Electoral, y debido al hiperpresidencialismo del Constituyente de 1916-1917 se estableció por primera vez en la historia a nivel constitucional que el gobernador y procurador del D. F. serían designados y removidos libremente por el presidente de la república.

A estas disposiciones constitucionales correspondió la Ley de Organización del Distrito y Territorios Federales de abril de 1917, en la cual se enfatizaba la responsabilidad absoluta del presidente de la república con respecto al gobierno general del D. F. y, al mismo tiempo, se normaba la integración y el funcionamiento político-administrativo de los ayuntamientos de elección popular directa, aprobados por el constituyente para el D. F. y los Territorios. Este primer ordenamiento posrevolucionario para el D. F. no fue expedido por el Congreso sino por Venustiano Carranza, todavía en uso de los poderes legislativos que detentaba como "primer jefe del Ejército constitucionalista", y fue la ley vigente hasta la desaparición constitucional de los ayuntamientos y de las municipalidades del D. F. en 1928. Entre 1917 y 1928 el territorio del D. F. estuvo dividido en los mismos 13 municipios que contempló la ley de 1903.

En la ley de 1917 destacaban puntos como los siguientes: la aprobación del presidente de la república de los nombramientos de los principales funcionarios del gobierno del Distrito; la facultad del presidente de la república de aprobar todos los reglamentos de los servicios públicos del Distrito; y la intervención del presidente en el caso de que un ayuntamiento se resistiera a ser fusionado con otro "cuando no pueda con sus propios recursos subvenir a los gastos propios y a los comunes". Por lo que tocaba a seguridad, el "mando supremo" del gobernador abarcaba a la policía municipal de la "ciudad" -es decir, de la municipalidad de México- y a una policía llamada "de seguridad" en todo el D. F.; en los demás ayuntamientos, la policía municipal dependía directamente de ellos.

En cuanto a la integración y organización de cada uno de los ayuntamientos, cabe mencionar que eran renovados por mitades y sus integrantes podían ser reelectos; el ayuntamiento de la ciudad de México se integraba por veinticinco miembros y los demás por quince; el presidente municipal, era electo por mayoría del ayuntamiento para un periodo de un año y no podía ser reelecto para el periodo inmediato. Por lo que toca a sus atribuciones, los ayuntamientos tendrían "amplias facultades" en "los asuntos de su competencia", pero las restricciones eran muy claras: su presupuesto debía ser enviado al gobierno del Distrito para que "con las modificaciones que tuviera a bien hacerle el presidente de la República" se presentara al Congreso para su aprobación; no podrían "contraer deudas, ni otorgar concesiones, ni celebrar contratos obligatorios por más de dos años", salvo autorización expresa del Congreso de la Unión; las obras de beneficio general para el Distrito serían ejecutadas y conservadas por el gobierno de éste, las que beneficiaban a un municipio por su respectivo ayuntamiento y las que beneficiaban a dos o más municipios se prescribía que "se ejecutarán y conservarán" por las municipalidades interesadas.

Por razones tanto políticas como de coordinación administrativa y de desarrollo urbano, en abril de 1928 el ciudadano Álvaro Obregón -candidato a la presidencia- envió una iniciativa de reforma sobre el D. F. y solicitó a la Comisión Permanente que para tal efecto fuera convocado el Congreso a un periodo de sesiones extraordinarias. Con la sola oposición de los diputados del Partido Laborista Mexicano, encabezados por Vicente Lombardo Toledano, fue aprobada la iniciativa enviada por el ciudadano Obregón. Con ello se modificaron sustancialmente las bases constitucionales sobre las cuales el Congreso podía legislar en lo relativo al Distrito: se estableció que el gobierno del D. F. estaría a cargo del presidente de la república; se suprimió no sólo la elección popular de los ayuntamientos sino su propia existencia y cualquier forma de gobierno representativo en la sede de los poderes federales. En concordancia con las reformas sobre el nombramiento y remoción de los miembros del Poder Judicial, promovidas al mismo tiempo también por el ciudadano Obregón, se instituyó que los magistrados del D. F. serían nombrados por el presidente, con la aprobación de la Cámara de Diputados, y que los jueces de primera instancia serían nombrados por el Tribunal Superior de Justicia del D. F.

El punto esencial de esta reforma fue la supresión de los ayuntamientos. No salió a la discusión ni el carácter del Congreso como Legislativo local ni la facultad del presidente de designar al gobernador o al procurador del Distrito. La argumentación del voto en contra de la aprobación de la iniciativa, planteada por Lombardo, consistió fundamentalmente en el reconocimiento de las necesidades urbanas que imponían la supresión de las municipalidades, y se proponía que ello se hiciera, pero estableciendo un solo ayuntamiento electo para todo el D. F. con el propósito de hacer compatibles las necesidades de coordinación urbana con el carácter representativo del gobierno de esta entidad. En la Ley Orgánica del Distrito y Territorios Federales del 31 de diciembre de 1928, el gobierno quedó a cargo del presidente, quien lo ejercería por medio de un órgano administrativo denominado Departamento Central con jurisdicción en las antiguas municipalidades de México, Tacubaya y Mixcoac, así como en las 13 delegaciones en las que fue dividido el territorio de la entidad: Guadalupe Hidalgo, Azcapotzalco, Ixtacalco, General Anaya, Coyoacán, San Ángel, Magdalena Contreras, Cuajimalpa, Tlalpan, Iztapalapa, Xochimilco, Milpa Alta y Tláhuac. El presidente de la república tenía la libertad de nombramiento y remoción del jefe del Departamento del Distrito Federal, del procurador general del Distrito Federal y, de acuerdo con el jefe del Departamento, nombraba a los principales funcionarios de la administración central y a los delegados políticos.

En el lapso de 1928-1993 ese fue el esquema básico de gobierno y administración del D. F.: se trataba de un aparato administrativo carente en absoluto de representación y responsabilidad política; la responsabilidad de gobierno recaía exclusivamente en el jefe del Ejecutivo federal. El mayor cambio, dentro de este marco, tuvo lugar con la reforma constitucional de 1987, por medio de la cual se estableció la Asamblea de Representantes del Distrito Federal como "órgano de representación ciudadana", a la que se le confirió la facultad reglamentaria que correspondía al presidente, de dictar bandos y ordenanzas, así como todos los reglamentos relativos al D. F. Se le dio también a la Asamblea participación en los nombramientos de los magistrados del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, y la facultad de iniciar leyes o decretos ante el Congreso de la Unión únicamente en materias relativas al D. F.

En la reforma político-constitucional de 1993 se estableció que la ciudad de México es el D. F., sede de los poderes y capital de los Estados Unidos Mexicanos. Se sentaron además las bases constitucionales para el establecimiento de un gobierno propio, representativo del D. F., con responsabilidad y autonomía política definidas. Ello bajo un régimen especial de gobierno en el que se restituían parcialmente los derechos políticos locales a sus ciudadanos, dado que la elección del jefe de Gobierno era indirecta; la Asamblea, si bien adquiría la facultad de aprobar la ley de ingresos y el presupuesto de egresos del D. F., sólo tendría las facultades legislativas expresamente concedidas por el Congreso y, en lugar de Constitución local, el Congreso expediría un Estatuto de Gobierno. Es decir, no se dio participación directa a los ciudadanos del D. F. o a su órgano Legislativo en la reglamentación de los derechos políticos locales y en la regulación de su gobierno local.

La orientación general de la reforma de 1993 es fácil de plantear. Por una parte, la posición que sostenía el núcleo conservador de la administración salinista era la de preservar en lo fundamental el estatus jurídico-político del D. F. establecido desde 1928, con algunos cambios que "respondieran al reclamo democrático" y, por la otra, los partidos opositores demandaban la instauración del estado 32, en la cual se concretaba la exigencia de dar al D. F. el mayor grado de autonomía posible dentro de nuestro sistema constitucional. Entre estas posiciones irreconciliables, en el proceso de negociación de la reforma, se fue construyendo un camino que a la vez que creaba las bases constitucionales del gobierno propio del D. F., establecía también mecanismos de coordinación entre el gobierno federal y el gobierno local. El punto de partida para el diseño institucional fue la oposición determinante que el presidente Salinas presentó con respecto a la elección directa del jefe del Ejecutivo local. A partir de ese dato "duro" se planteó un sistema de elección indirecta y se establecieron cuestiones como la intervención del presidente en el nombramiento del jefe de seguridad pública y del procurador del D. F.; las facultades del Congreso de emitir el Estatuto; el sistema de facultades legislativas expresas y la atribución del órgano Legislativo federal de aprobar los términos de la deuda pública de la administración local. En el marco de una representación política construida indirectamente, en la que participaban el electorado, el Ejecutivo federal y la Asamblea, sí podía ser funcional el establecimiento de este tipo de mecanismos de coordinación con el gobierno federal y de límites a la autonomía del gobierno local.

En lo que se refiere a la organización territorial del gobierno y la administración de la ciudad, en la reforma de 1993 se establecieron las bases de integración por medio de elección directa de un "consejo de ciudadanos" en cada demarcación territorial, para que con ello interviniera en "la gestión, supervisión, evaluación y, en su caso, consulta o aprobación" de programas de la administración pública de la ciudad en cada una de las demarcaciones. A pesar de que los partidos políticos demandaron exclusividad en la participación electoral para integrar estos consejos, se consideró que el sistema de elección directa era suficiente ventaja para que ellos predominaran en estos órganos de democracia representativa y no se adoptó la exclusividad que los partidos querían, con el objetivo de no coartar los derechos de asociación y representación política de los ciudadanos y permitir el derecho de los electores de una demarcación a asociarse y presentar sus propios candidatos. En relación con la elección del futuro órgano de gobierno delegacional, una vez establecido el carácter de órganos de representación de estos consejos y dada la correspondencia que debe existir entre legitimidad y ejercicio de responsabilidad pública autónoma, en 1993 se dejó a la legislación secundaria, que posteriormente se elaboraría, tanto el sistema de elección del órgano responsable del gobierno de las demarcaciones político-territoriales como el nivel de desconcentración o de descentralización de la administración pública de la ciudad.

Estos consejos delegacionales fueron concebidos en realidad como el germen de los cabildos que ahora se proponen, sin embargo, al elaborarse la Ley de Participación Ciudadana se cometió el absurdo de tratar de convertir estos órganos públicos de representación -dada la forma de integración y las facultades que tenían establecidas en la Constitución- en instituciones de "participación", y en 1995, ante la certeza de que el PRI sufriría importantes derrotas en la primera elección de estos consejos, se eliminó formalmente la participación de los partidos políticos, además de que, a pesar de que sus integrantes recibirían un sueldo y tomarían decisiones públicas, se estableció que no eran autoridades, lo cual pervirtió aún más su naturaleza y explica la facilidad con que fueron disueltos.

La reforma política de 1996 estableció la elección por voto universal, libre, directo y secreto del jefe de Gobierno y de los titulares de las demarcaciones territoriales. Con ello se resolvió la demanda de que el jefe del Ejecutivo en la ciudad y los órganos de gobierno de las demarcaciones fueran integrados con el mayor grado de representatividad. Sin embargo, volvió a predominar el presidencialismo anacrónico que tanto había defendido en 1993 el núcleo duro de la administración salinista, y se acentuó una absurda concepción de gobierno local del D. F. "concurrente", en el que el gobierno local, al mismo tiempo, está a cargo de los "Poderes Federales" y de los "órganos" Legislativo, Ejecutivo y Judicial locales. No se introdujeron los cambios en materia de autonomía y responsabilidades que eran necesarios para dar al D. F. una estructura coherente de gobierno, correctamente sustentada y no sujeta a maniobras, de acuerdo con el nuevo carácter representantivo de las autoridades delegacionales.

Como puede observarse, en este resumen de la evolución jurídico-política del D. F., las preocupaciones sobre cómo organizar el gobierno del D. F. han sido constantes y las soluciones adoptadas han tenido variaciones en el tiempo. Con respecto a la extensión de su territorio se debe destacar que nunca se pensó en un área reducida, ya que el radio de dos leguas estipulado en 1824 significa un diámetro de 20 kilómetros y abarca una superficie de 380 kilómetros cuadrados; por otra parte, el problema de los límites con el Estado de México se resolvió hasta 1898, y, desde hace décadas, este asunto ha adquirido un nuevo carácter en virtud del crecimiento continuo de la ciudad sobre el territorio de los municipios conurbados del Estado de México. En lo que se refiere a la relación del D. F. con la Federación y a los derechos políticos locales de los habitantes del mismo, si bien desde 1857 se le reconoció a aquél el carácter de entidad integrante de la Federación, por circunstancias políticas y económicas se impidió la existencia de un gobierno representativo local; pero, una vez que se ha abierto el paso a la existencia de éste, es necesario consolidar su autogobierno como entidad federativa sin menoscabo de que, por su carácter de ciudad capital, se establezcan algunas disposiciones especiales. Y, por último, en lo que se refiere a la organización del gobierno territorial, aún cuando hubo ayuntamientos éstos fueron organizados de manera que respondieran a las necesidades de coordinación urbana, por lo que se contemplaban disposiciones particulares sobre financiamiento y realización de obras, patrimonio, seguridad, etcétera, es decir, el problema no residía en los ayuntamientos en sí mismos sino en cómo organizarlos.

III. CONSIDERACIONES SOBRE LAS CONDICIONES DE REFORMA POLÍTICA EN 1998-1999

En la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, así como en el Estatuto de Gobierno del Distrito Federal y en la legislación secundaria, hay disposiciones que impiden la consolidación del gobierno local representativo con responsabilidad y autonomía claramente definida.

Entre estas disposiciones, destacan, en primer lugar, las muy comentadas contradicciones existentes entre la representatividad derivada de la elección directa del jefe de Gobierno -que supondría el mayor grado de responsabilidad autónoma- y la ambigüedad de responsabilidad "compartida" con el Ejecutivo federal respecto a los nombramientos del procurador de justicia y del jefe de policía; o la indefensión del jefe de Gobierno con respecto a su posible remoción por el Senado, así como el amplio margen de manipulación política que puede darse a partir de las prescripciones constitucionales establecidas en materia de endeudamiento público del gobierno del D. F. Pero también existen otros obstáculos constitucionales a la consolidación del gobierno representativo y al desarrollo de las instituciones democráticas de gobierno en el D. F., por ejemplo, en los límites impuestos a la elaboración de la ley electoral, dado que en la Constitución se establecen cuestiones como la cláusula de "gobernabilidad", o la determinación de que la administración pública del D. F. será centralizada, que no pueden ser modificados por la Asamblea de acuerdo con las necesidades de la entidad. Entre las limitaciones constitucionales y estatutarias que más afectan a la consolidación del gobierno representativo en el Distrito Federal se encuentran las siguientes:

a) En la Constitución, bajo el supuesto objetivo de "evitar un conflicto entre órganos legislativos", y enfatizar el carácter de atribuciones legislativas "otorgadas", se estableció que corresponde al Congreso de la Unión aprobar el Estatuto de Gobierno del Distrito Federal, y que las facultades legislativas de la Asamblea fueran explícitas. Con ello, el Congreso de la Unión mantiene el carácter de órgano legislativo del D. F. que ha tenido desde 1824 y se estableció un sistema en el que, además de que ni los ciudadanos del D. F. ni su órgano legislativo intervienen en el establecimiento de sus derechos y reglas básicas de su gobierno local, es un sistema ineficiente para hacer frente a las necesidades cotidianas y cambiantes de la ciudad, ya que en términos prácticos, esto significa que para regular algún aspecto de su vida interna que no haya sido contemplado como una atribución explícitamente otorgada a la Asamblea, la ciudad deberá esperar a que el problema sea abordado y aprobado por la mayoría del Congreso de la Unión.

b) También, establecidos en la Constitución, existen candados importantes para elaborar la ley electoral: en las elecciones locales del D. F. sólo podrán participar partidos políticos con registro nacional; la obligación de que la Asamblea Legislativa del D. F. se integre según los principios de mayoría relativa y representación proporcional mediante el sistema de listas votadas en una circunscripción electoral, y sobretodo, la llamada "cláusula de gobernabilidad" mediante la cual se puede dar el caso de asignar el 51% de los asientos de la Asamblea a un partido que sólo haya obtenido el 30% de la votación. En el Estatuto se repiten y acentúan las restricciones para hacer posible una ley electoral más democrática que responda a la realidad política de la ciudad: apegándose al "sistema mixto con dominante mayoritario", ideado en los años setenta por Reyes Heroles para prolongar la vida del dominio priísta, se establece que la Asamblea deberá ser integrada por cuarenta diputados de mayoría y veintiséis de representación proporcional; se repite la cláusula de gobernabilidad y se estipula que en la asignación de diputados de representación proporcional "se seguirá el orden que tuviesen los candidatos en las listas correspondientes", es decir, que tienen que ser listas cerradas, con lo que deliberadamente se favorece a las burocracias dirigentes de los partidos, en detrimento del peso de la decisión de los electores en la elección de sus representantes.

c) Y, por lo que se refiere a la organización del gobierno de las delegaciones políticas, en 1996 la reorganización de dicho gobierno fue pospuesta y quedó un marco legal confuso, indefinido en aspectos importantes como, por ejemplo, las características esenciales del órgano, ¿sería unimembre o colegiado? En la Constitución, la fracción II de la base tercera del artículo 122, señala que el Estatuto de Gobierno "establecerá los órganos político-administrativos en cada una de las demarcaciones en que se divida el Distrito Federal"; en el tercer párrafo de la misma fracción añade que "los titulares" (así, en plural) de esos órganos serán electos de manera universal, libre, secreta y directa, y en el artículo décimo transitorio del decreto de reformas a la Constitución de 1996 se establece que la elección directa de los titulares de los órganos político-administrativos "entrará en vigor el 1o. de enero del año 2000".

En estricto sentido, el primer párrafo de la fracción II de la base tercera del artículo 122 constitucional no imponía ninguna condicionante sobre la definición de la naturaleza jurídica de las demarcaciones ni de los órganos político-administrativos (desconcentrado o descentralizado; órgano de la administración pública u órgano de gobierno con competencia territorial). El párrafo tercero de la misma fracción, por su parte, tampoco imponía condiciones en cuanto a la integración de los órganos político-administrativos ni a su funcionamiento o competencias (órga-nos unimembres o colegiados; elección por listas y representación proporcional en una sola circunscripción o elección unipersonal y por distritos uninominales). La redacción en plural de lo referente a la elección de "los titulares", dejaba margen a la interpretación del precepto constitucional a lo que se dispusiera en el Estatuto de Gobierno y las leyes, en este caso, la Ley Electoral y Ley de la Administración Pública del D. F.

Como puede observarse, la Constitución daba un margen estrecho, pero margen al fin, para instituir órganos de gobierno en las delegaciones de carácter colegiado y con cierto grado de descentralización, pero esto era imposible sin una reforma al Estatuto de Gobierno del D. F., cuyas modificaciones corresponden al Congreso de la Unión, en donde si bien una coalición opositora al PRI podía formar mayoría en la Cámara de Diputados, el PRI, al conservar la mayoría absoluta del Senado, tuvo la capacidad de vetar cualquier proyecto con el que no estuviera de acuerdo.

IV. EL ASUNTO DEL DISEÑO INSTITUCIONAL DEL GOBIERNO DE LAS DELEGACIONES

Ante la decisión de Zedillo y del PRI de frenar una reforma integral, el tema fundamental del proceso de reforma política 1998-1999 fue el de la definición de las características jurídico-políticas de las demarcaciones territoriales, así como el diseño de sus órganos de gobierno. Ello, no sólo por la importancia política de regresar, después de 71 años de supresión del gobierno territorial representativo, a la elección de autoridades, sino porque del diseño institucional de estos órganos depende la consolidación de las instituciones de gobierno democrático en el D. F., la eficiencia de la administración pública y el funcionamiento mismo de la ciudad.

Una vez establecido que el órgano responsable del gobierno delegacional es electo, el problema por resolver es el siguiente: la elección por voto universal y directo del electorado de la demarcación significa, fundamentalmente, que el órgano electo tendrá el grado máximo de re-presentación y responsabilidad política ante esa comunidad, es decir, que ésta lo elige para que en su representación cumpla con determinadas funciones y sea responsable ante ella de este cumplimiento. Por ello, la elección del órgano debería suponer no sólo la definición clara de las funciones y recursos que caen bajo la responsabilidad del órgano electo, sino también los mecanismos institucionales para rendir cuentas a sus representados. Y, a partir de esta consecuencia elemental del acto de elegir, para que el órgano representativo establecido funcione y se reduzcan las posibilidades de conflicto, en el contexto de la estructura institucional y de la realidad (política, urbana, social, etcétera) en que se inscribe este órgano, se debe establecer la máxima autonomía posible.

La trascendencia de los cambios introducidos por el solo hecho de la elección suponía la necesidad de tomar decisiones relativas al diseño institucional del órgano en torno a los siguientes puntos:

Esta es la agenda fundamental por resolver en materia de la conformación de los órganos representativos de gobierno en las delegaciones. A continuación expongo, tema por tema, la importancia de cada uno; los acuerdos y desacuerdos que sobre ellos se presentaron en el proceso de consulta llevado a cabo durante 1998; la manera en que cada tema fue planteado tanto en la iniciativa que al respecto aprobaron la mayo-ría de los miembros de la Asamblea Legislativa del D. F. y de la Cámara de Diputados, como en la iniciativa que el PRI presentó en el Senado; así como las reformas al Estatuto que finalmente aprobó el Congreso de la Unión.

1. Reorganización territorial y denominación de las delegaciones

La reorganización político-administrativa del territorio del D. F. ha sido una propuesta aceptada por todos, pero que nadie ha estado dispuesto a impulsar. Autoridades, dirigentes de los partidos, legisladores, urbanistas y otros especialistas coinciden en que el modelo de organización de las delegaciones, así como el número de dieciséis, hace tiempo que dejaron de ser funcionales para la administración de la ciudad. Lo sustantivo de las decisiones en esta materia no radicaría exclusivamente en aprobar una nueva división territorial, sino en entrar a cuestiones que poco se han discutido en público y poco se han estudiado técnica y financieramente pero que son indispensables de resolver para abordar este asunto:

El instrumento para hacer los estudios que estas preguntas requieren y tomar las decisiones necesarias está en el Estatuto de Gobierno (ar-tículos 109-111) que establece la posible creación de un comité que estudie la viabilidad de la reorganización, así como los objetivos y los criterios que deben considerarse. Sin embargo, de nuevo, en la reforma 1998-1999, el tema no fue puesto en la agenda y se perdió la oportunidad de emprender la reorganización territorial de la ciudad antes de que se eligiera a los órganos de gobierno de las delegaciones. Es previsible que a partir de que ya se tienen jefes delegacionales electos habrá mayores resistencias para modificar la división política de la ciudad, dado que, si bien se daría una distribución de responsabilidades con mayores pro-babilidades de eficiencia, ello significaría también una reducción en presupuesto, recursos humanos y materiales para las delegaciones de mayor tamaño.

2. Personalidad jurídica, competencias y descentralización

Aunque desde hace tiempo hay coincidencias entre las tres fuerzas políticas de mayor peso en la ciudad en cuanto a la revisión y redistribución de competencias entre el gobierno central y las demarcaciones territoriales, este es un tema central para el funcionamiento de la ciudad que no puede resolverse sólo mediante lo que se les ocurra y acuerden los partidos. Las preguntas elementales, que no han sido planteadas y respondidas, son:

Todas son cuestiones que no pueden contestarse a priori, que requieren y pueden ser objeto de análisis sistemáticos de opciones -los pros y contras- de cada una. La descentralización y la redistribución de competencias hacen indispensable realizar estudios técnicos y políticos en los que deben participar especialistas, servidores públicos del gobierno de la ciudad, la secretaría de finanzas, la oficialía mayor, la contraloría y los delegados, entre otros, además de los representantes populares y los dirigentes de los partidos políticos. Estos estudios deben considerar criterios de análisis más amplios que la revisión comparada de las competencias de estados y municipios, e incorporar variables como: niveles de pobreza y rezago en las demarcaciones, infraestructura, dinámica de crecimiento, aportaciones u obstáculos al desarrollo del conjunto de la ciudad, eficiencia de la administración de servicios públicos, facultades especiales para problemas locales, etcétera.

Lo mínimo sería analizar -técnica, administrativa, jurídica y políticamente- dos aspectos:

El PAN y el PRD plantearon en la Mesa de la Reforma simplemente que las delegaciones pasarían a ser órganos descentralizados con personalidad jurídica y patrimonio propios, similares pero no iguales a los municipios establecidos en el artículo 115 constitucional. Y, en lo que se refiere a facultades sí tenían ciertas diferencias; mientras el PRD sólo propuso una descentralización de funciones y recursos con facultades de presupuesto, seguridad, regularización territorial, vialidad y servicios urbanos, el PAN propuso que los nuevos órganos tuvieran también facultades reglamentarias, derecho de iniciativa de ley ante la Asamblea, participación en las reformas al Estatuto de Gobierno, así como la recaudación de impuestos, derechos y aprovechamientos que se fijarían por medio de ley. En este nivel de discusión, el PRI se limitó a sostener que se mantuviera su carácter desconcentrado dependiente de la administración central, con facultades delegadas en el marco del sistema usado hasta ahora (véase cuadro 1 en la siguiente página).

En la iniciativa aprobada en la Asamblea Legislativa y en la Cámara de Diputados, el PAN y el PRD propusieron la descentralización de las funciones que ahora son delegadas como gobierno, administración, asuntos jurídicos, protección civil, obras, servicios, actividades sociales, económicas y deportivas; darles facultades para adquirir y enajenar inmuebles, así como para solicitar al jefe de Gobierno que convoque a plebiscito. Y, en lo que toca a las relaciones con el gobierno central, se proponía que la ley fijara la participación de los nuevos órganos en las atribuciones realizadas conjuntamente con el gobierno central o con las demarcacio-nes vecinas.

En la iniciativa que el PRI presentó ante el Senado se mantenía el carácter desconcentrado y se establecía un sistema de funciones delegadas para la prestación de los servicios públicos de agua, drenaje, transporte y seguridad en el que estos órganos tendrían facultades regla-mentarias, de administración y adquisición de patrimonio con límites establecidos en el Estatuto y en las leyes correspondientes. Se proponía también el establecimiento de un Consejo de Gobierno y Hacienda del D. F., presidido por el jefe de Gobierno e integrado por los titulares de los órganos desconcentrados de las delegaciones, el cual se contemplaba como espacio de coordinación, aunque sólo podía ser convocado por el jefe de Gobierno y no se establecía la más mínima regulación de sus facultades ni de la periodicidad de sus sesiones.

Cuadro 1

Tanto la iniciativa del PAN y PRD, como la del PRI, sí tocaban el aspecto de la hacienda pública de las delegaciones. Mientras en la del PAN y PRD se reconocía que no podían aprobar sus propios presupuestos y se les daba capacidad de iniciativa ante la Asamblea en esta materia, el PRI proponía mantener concentradas en el jefe de Gobierno las facultades de proponer el presupuesto de las delegaciones y de informar sobre su ejercicio. En ambas iniciativas se señalaba que los nuevos órganos administrarían con autonomía sus presupuestos y en ninguna de las propuestas se tocaba la posibilidad de que en su ámbito pudieran recaudar ingresos fiscales.

Finalmente, en las reformas al Estatuto, elaboradas por la Secretaría de Gobernación y aprobadas por el Congreso, el órgano electo de las delegaciones se estableció como un órgano desconcentrado, con facultades iguales a las que actualmente delega la administración central (de gobierno, administración, jurídico, obras, etcétera), subordinado al jefe de Gobierno, para el cual se reservaron las responsabilidades de coordinación, propuesta de presupuesto e informe de la cuenta pública. Se estableció que las delegaciones tendrán autonomía en la administración del presupuesto asignado, aunque deberán "notificar" las transferencias al jefe de Gobierno, y se intenta limitar la discrecionalidad del jefe de Gobierno en materia de elaboración y propuesta del presupuesto señalando que las asignaciones destinadas a las delegaciones deberán considerar los criterios de "población, marginación, infraestructura y equipamiento urbano".

Sin embargo, su campo efectivo de acción se restringió aún más en la Ley Orgánica de la Administración Pública y en el Código Financiero que reglamenta estas disposiciones del Estatuto de Gobierno del D. F.; por ejemplo, en materia de seguridad, la responsabilidad del jefe delegacional se restringe a coadyuvar, es decir, asistir al jefe de sector de la policía, opinar sobre el nombramiento de éste o poder presentar quejas por escrito del comportamiento de los miembros de la policía. Y, en lo que se refiere al presupuesto, el Código Financiero otorga al secretario de Finanzas una enorme libertad, tanto en lo que se propone a la Asamblea como en la asignación final de lo aprobado. Así, por una parte, la responsabilidad efectiva no corresponde a su carácter representativo, pues mantienen formalmente una relación de subordinación con respecto al jefe de Gobierno, y, por otro lado, en la parte de las funciones gubernamentales que sí le corresponden, como licencias y autorizaciones, carecerán de instituciones de contrapeso local, como podría ser el cabildo, y tienen un amplio margen discrecional para otorgarlos o negarlos, así como para aplicar sanciones por incumplimientos.

3. Método de elección, funcionamiento, duración del mandato y sustitución del órgano electo

Cómo integrar estos órganos de gobierno fue el otro gran desacuerdo que prevaleció en la pasada reforma al Estatuto de Gobierno del D. F. Mientras el PAN y el PRD pugnaron y propusieron instituirlos como órganos colegiados, el PRI sostuvo y obtuvo que se establecieran co-mo órganos unimembres a cargo de un titular personal. Veamos los fundamentos y consecuencias de cada opción.

El problema consiste en que la integración de los órganos electos de gobierno de las delegaciones debe responder simultáneamente a diferentes problemas políticos. Tales problemas son: la necesidad de establecer relaciones de cooperación entre el Ejecutivo de la demarcación y las diferentes fuerzas políticas y sociales de estas localidades; la necesidad de establecer mecanismos de cooperación entre el gobierno central de la ciudad y los gobiernos territoriales; la pluralidad política existente en la ciudad que se refleja en la ausencia, desde hace décadas, de mayoría absoluta y, por último, la naturaleza volátil que ha caracterizado desde hace tiempo a las preferencias electorales en el D. F.

Para enfrentar al mismo tiempo este conjunto de problemas políticos se requiere lograr un equilibrio adecuado en la tensión que genera el dilema responsabilidad-representación que enfrenta el diseño de cualquier órgano de gobierno de esta naturaleza. Un órgano colegiado puede sacrificar capacidad de decisión a favor de lograr mayor representatividad; por el contrario, un órgano unimembre hace recaer la responsabilidad de las decisiones en una sola persona a costa de la representatividad; su titular puede decidir rápidamente pero sus decisiones quedan sujetas a su "estilo personal", además de que corren el riesgo de ser bloqueadas de facto por quienes son afectados por ellas o no se sienten incluidos en las mismas.

En el D. F., el reto es diseñar un arreglo institucional en el que los partidos con un mayor porcentaje de representación no estén amenazados de aniquilación por parte de la mayoría relativa que detente la responsabilidad, por lo tanto, deben existir incentivos, tanto para que esta mayoría los incorpore, al menos en los proyectos de largo plazo de la ciudad, como para que los perdedores tengan interés en cooperar con la gobernabilidad de la ciudad y sus demarcaciones.

La elección directa del titular de un órgano unimembre excluye de participar en los gobiernos locales a fuerzas sociales y políticas importantes. Decidir que finalmente el "órgano" es unimembre y no dotarlo de las estructuras de gobierno adecuadas a su representatividad y responsabilidad, busca concentrar el poder de decisión, pero juega en contra de la consolidación de la pluralidad, la cooperación y la corresponsabilidad entre los partidos políticos y las organizaciones de la sociedad, es decir, de la gobernabilidad democrática.

Sin embargo, per se,un órgano colegiado no es la mejor opción para resolver estos retos; puede serlo, sólo si se establece un diseño institucional adecuado, particularmente en lo que se refiere a su integración y reglas de funcionamiento.

Para la integración de estos órganos, son dos las principales opciones: si lo que se quiere es dar prioridad a la representación de las colonias y vecinos de la demarcación, la opción sería el sistema de mayoría, en el que se dividiría cada delegación en tantos distritos electorales como miembros integrarían el órgano colegiado y, una vez integrado éste, sus miembros eligen a su titular. Si lo que se prefiere es buscar la re-presentación de las organizaciones políticas y sociales que tienen presencia en la demarcación, la opción sería un sistema proporcional, en el que la demarcación constituiría una única circunscripción electoral y los ciudadanos eligieran por lista, abierta o cerrada. El candidato que encabeza la lista y que obtenga el mayor número de votos preside el órgano. Por medio de la lista cerrada se reforzaría la exclusividad de los partidos y la selección de sus candidatos en manos de sus propias burocracias; mientras que con la lista abierta se daría un mayor peso a los electores en la decisión acerca de quién los gobernará.

Con respecto al tamaño del órgano colegiado de gobierno hay que decidir si se privilegia el criterio de eficiencia de la administración y de responsabilidades claramente definidas, o el de la mayor representatividad posible, considerando que hay una relación directa entre tamaño y eficiencia que debe buscar equilibrarse.

Y en lo que se refiere al funcionamiento de estos órganos, son importantes las siguientes consideraciones: para garantizar el carácter re-presentativo y el funcionamiento colegiado del órgano de gobierno debería integrarse una comisión ejecutiva de gobierno con una parte de sus miembros. Ello sería la base para que funcionara la corresponsabilidad y tendría además la ventaja de obligar a los partidos políticos a presentar en sus listas un número mínimo de personal político calificado técnicamente. El modelo posible es el siguiente: se elige el consejo por planillas y representación proporcional pura; dado que en el número mínimo de concejales, por ejemplo de 15, se requiere por lo menos el 6% de la votación para tener derecho a ocupar un asiento, quien encabeza la lista más votada preside el consejo y tiene a su cargo la responsabilidad ejecutiva y la administración; el presidente o alcalde integra, con la aprobación del consejo, la comisión ejecutiva de gobierno en la que puede delegar facultades; dicha comisión se integra con el máximo de un tercio de los miembros del consejo y es electa por el pleno del mismo.

Las ventajas de funcionamiento que tiene este modelo son importantes en una ciudad plural, en donde desde hace tiempo ninguna fuerza política cuenta con mayoría absoluta. Frente a la opción de prefabricar mayorías para "asegurar la gobernabilidad" -lo que sólo lleva al cuestionamiento permanente de las decisiones legítimas de la mayoría-, el modelo que se propone significa, simplemente, que en el caso de que el electorado de una demarcación le otorgue la mayoría absoluta a una lista de candidatos al cabildo, esta mayoría integre con libertad su equipo de gobierno; pero, en el caso de que dicho electorado decida no otorgar mayoría absoluta a ninguna de las listas, entonces, se respetará esa decisión y quien detente la mayoría relativa está obligado a pactar con otra u otras fuerzas el equipo y programa de trabajo para dar estabilidad a su gestión.

Como puede observarse, las opciones eran escoger entre un órgano colegiado que sin diluir responsabilidades enfatizara el carácter representati-vo del gobierno delegacional o un órgano unimembre en el que se concentraran todas las funciones y responsabilidades de ese nivel de gobierno.

En la iniciativa que aprobó la Cámara de Diputados, el PAN y el PRD optaron por un órgano colegiado, integrado por un número de concejales no definido pero proporcional a la población de cada delegación, que fuera electo por un sistema de listas cerradas encabezadas por quien sería el presidente del Concejo o alcalde de la demarcación. Si bien se especificaba que el titular de la representación y de las funciones administrativas y de gobierno era el Concejo, no se planteó en esta iniciativa de reformas al Estatuto el cómo se regularía el funcionamiento colegiado del Concejo.

Por su parte, el PRI optó por el carácter unipersonal del cargo en la iniciativa que presentó en el Senado. Su objetivo fue concentrar todas las funciones y responsabilidades en una persona, así como asegurar que "las facultades de este servidor público electo deben encaminarse al ejercicio de funciones de la administración pública del Distrito Federal en un solo ámbito territorial vinculadas con los propósitos fijados por la administración pública centralizada".

El PRI no podía por sí mismo aprobar una propuesta, pero la mayoría en el Senado le otorgaba el privilegio de que sin él nada se pudiera aprobar y logró imponer los elementos básicos de su propuesta. En el dictamen de la reforma finalmente aprobada se reconoció que no había acuerdo, que la disputa entre el PRI y los demás partidos en torno a la reforma institucional en el D. F. de nuevo quedaba inconclusa, y "se determinó que la titularidad unipersonal era la opción más factible para mantener la gobernabilidad de la ciudad y hacer posible de inmediato la elección".

Para mostrar las características de la competencia electoral, así como la volatilidad de las preferencias electorales en el D. F., analizaremos el cuadro 2 expuesto en la siguiente página.

Como se puede apreciar, lo primero que sobresale es la volatilidad que tienen las preferencias electorales en el D. F., ya que de una elección a otra, en tres años, se registraron cambios promedios de 10% para el PAN, 2% para el PRI y 10% para el PRD y, en algunas delegaciones como Azcapotzalco, el cambio porcentual total fue hasta de 40 puntos de diferencia. El promedio de las diferencias obtenidas en los resultados electorales es de un 23.24% es decir, hay un cambio promedio en las delegaciones de 20 puntos porcentuales entre ambas elecciones.

Por otra parte, la tercera fuerza se mantiene con un promedio de votación del 21.8% para el PAN más el PVEM en 1997, y de 25% para el PRI en el 2000; sin embargo, en el 2000, la Alianza por el Cambio (PAN y PVEM) asciende a un promedio de votación en las delegaciones del 32%, mientras que el PRI se mantiene con un 23%. Por su parte el PRD tiene en 1997 un promedio de 48% y en 2000 baja a un 38%. Esto nos muestra las deficiencias de un arreglo electoral del tipo "ganador se lleva todo", cuando una mayoría de alrededor del 35% se convierte en gobernante y concentra todo el poder de decisión.

Cuadro 2

En este sentido debe destacarse que el partido triunfante en las delegaciones no obtuvo la mayoría absoluta, salvo en los casos de Milpa Alta en ambas elecciones y en 1997, cuando no hubo elección de jefe delegacional, el PRD sí obtuvo la mayoría absoluta de los sufragios en Milpa Alta, Tláhuac, Tlalpan, Xochimilco e Iztapalapa. Así, en las primeras elecciones de jefes delegacionales que tuvieron lugar el 2 de julio de 2000, en ocho de dieciséis delegaciones quien obtuvo el triunfo está por abajo del 40%; y, en otras siete, el candidato ganador oscila entre el 40% y el 46% de los sufragios. Sobresalen los casos de Cuajimalpa donde el PAN intentará gobernar con el 35% de la votación y Gustavo A. Madero en donde el PRD lo hará con el 37%. Este ha sido desde hace tiempo el equilibrio que muestran las fuerzas políticas que predominan en la ciudad, sinceramente creo que la gobernabilidad del D. F. en lugar de intentar ignorar esta realidad, debe basarse en un sistema electoral y de gobierno que responda a esta complejidad.

El PRI, al negar la posibilidad de instituir los cabildos en las delegaciones, no sólo obstruyó el desarrollo institucional de la ciudad, sino que además tuvo un pésimo cálculo político al apostar para que el ganador, aunque fuera por una mayoría relativa, se llevara "todo el pastel". No debe olvidarse que la reforma al Estatuto se aprobó en octubre de 1999, cuando las encuestas de preferencia electoral mostraban al PRI en primer lugar. Sin embargo, las preferencias cambiaron y los resultados electorales colocaron al PRI en quince de las dieciséis delegaciones en tercer lugar y tuvo un segundo lugar en Milpa Alta, con lo cual perdió cualquier tipo de oportunidad de acceder a un espacio de poder dentro del D. F. (véase cuadro 3 en la página siguiente).

Por lo que respecta a la duración del mandato, al discutirse la reforma había la posibilidad de superar la concepción del mandato municipal de tres años que prevalece a nivel nacional en la integración de ayuntamientos y pensar en dos opciones:

Cuadro 3

a) Un mandato de tres años pero con dos posibles innovaciones: abrir paso a la posibilidad de una reelección inmediata; o, si no se quería romper con este tabú, establecer la renovación parcial del órgano, en donde el presidente del cabildo no podría ser quien automáticamente encabece la lista más votada, sino quien el órgano colegiado eligiera por tres años.

b) Un mandato de seis años para dar mayor tiempo de gestión para la formulación e instrumentación de programas; y, en la medida en que se armonizan sus respectivos mandatos, se estimula la cooperación entre los titulares de las demarcaciones y el jefe de Gobierno de la ciudad, creando con ello mejores condiciones de gobernabilidad y de eficiencia administrativa.

A pesar de que la duración del mandato de los órganos de gobierno de las demarcaciones no está condicionado por la Constitución y de que a nivel nacional existe la demanda de ampliar el periodo de los ayuntamientos, los partidos coincidieron plenamente en que el mandato se restringiera a tres años y no abrieron la discusión a otras opciones que serían más convenientes para la estabilidad de la administración pública de la ciudad. Sin lugar a dudas, el sistema de no reelección inmediata y el mandato de tres años sólo favorece el poder de las burocracias de los partidos, ya que fortalece su capacidad de repartir posiciones y perjudica el funcionamiento de la administración pública y la gobernabilidad en la ciudad por dos razones básicas: limita el periodo de gestión a nivel demarcaciones, por lo que prácticamente no pueden emprenderse programas de largo plazo, y, políticamente, sincroniza los cambios de opinión de la ciudadanía que pueden manifestarse en las elecciones in-termedias de diputados locales -concurrentes con las elecciones federales-, lo que puede representar problemas para el jefe de Gobierno en el caso de resultados muy plurales por demarcación, sobre todo cuando el horizonte y el poder se ven disminuidos en la segunda fase de su mandato.

Por último, entre los elementos que deben definirse al diseñar un órgano de gobierno, como el que he venido analizando, es el relativo a su sustitución en caso de crisis. Es importante establecer claramente, desde el principio, bajo qué condiciones lo más conveniente es la sustitución del órgano elegido. Esto debe ser una situación de excepción que sólo puede suceder por causas públicamente fundamentadas, mediante un proceso riguroso y claramente reglamentado en el que intervenga la Asamblea Legislativa del D. F. y los afectados tengan derecho de audiencia.

Con un mandato de tres años para estos órganos, difícilmente puede considerarse la realización de elecciones extraordinarias en caso de suspensión o desaparición; al disolverse el órgano, la Asamblea Legislativa del D. F. y el jefe de Gobierno tendrían que nombrar una comisión provisional que termine el mandato. Con un mandato de seis años, sí sería necesario establecer un sistema en el que se convoque a elecciones extraordinarias, salvo cuando la disolución tenga lugar cuando falte menos de año y medio para que concluya la gestión, en cuyo caso se procedería al nombramiento de una comisión provisional. Y la renuncia del presidente del órgano colegiado sólo puede presentarse por causa grave y debe ser aceptada por la mayoría calificada de dicho órgano, el cual elegirá de entre sus miembros y por mayoría absoluta al presidente sustituto.

Con la negativa para establecer los órganos colegiados en las delegaciones, estas opciones de control de la sustitución en el propio ámbito en el que el órgano fue electo, quedaron cerradas. Se estableció un sistema en el que el jefe delegacional, electo universalmente por el electorado de la delegación, sólo puede ser removido a solicitud fundamentada del jefe de Gobierno o de un tercio de los diputados de la Asamblea Legislativa, y la remoción debe ser aprobada, después de haber escuchado al acusado, por dos terceras partes de los diputados presentes. El sistema adoptado presenta dos problemas básicos: por una parte no hay mecanismos formales -directos o indirectos- para la intervención de los electores de la demarcación en la posible sustitución, lo cual abre el camino para que, en el caso de que un grupo de vecinos quiera impulsar la sustitución de un jefe delegacional, el único recurso a su alcance sea la presión por la vía de los medios de comunicación y la movilización en las calles; y, por la otra, si bien será difícil lograr los dos tercios de diputados que se requieren para remover un jefe delegacional, la acusación será un recurso fácil y accesible para una minoría que simplemente quiera hostigar.

V. PERSPECTIVAS

El proceso "permanente" de reforma política del D. F., no obstante el estancamiento que al respecto mostraron los partidos políticos en los puntos críticos que aquí hemos revisado -relación entre la Federación y el gobierno local, relaciones entre el gobierno local y los delegacionales e integración de éstos- tuvo aspectos positivos que se deben destacar:

a) A pesar de que se sigue hablando del estado 32 y de la restauración del "municipio libre", si se revisan sus propuestas concretas, todos los partidos reconocen el carácter especial de la ciudad de México, así como la necesidad de un régimen de gobierno y un entramado institucional adecuado a las características políticas y de macro concentración urbana de la ciudad de México.

b) La discusión ya está en un terreno y bajo una agenda que le es común a todas las fuerzas políticas, en un lenguaje que reconoce cuáles son los puntos "finos" de la reforma. Para las principales fuerzas políticas, que de hecho y de derecho tienen el monopolio de las decisiones en esta materia, ha quedado claro que actualmente no proceden propuestas como la de trasladar la sede de los poderes; o la de hacer un pequeño "distrito federal" en el territorio de lo que hoy es la ciudad de México, etcétera.

c) Aunque el PRI haya tenido éxito en su rechazo a impulsar modificaciones a la Constitución y al Estatuto de Gobierno, los acuerdos por medio de los cuales se llegó a la reforma del Estatuto en octubre de 1999, tienen un carácter abiertamente provisional. Sujeto a la correlación de fuerzas. Ni siquiera pueden considerarse como un paso en una "transición", sólo quedó claro que el problema en todas sus dimensiones existe, que no se arregló porque el PRI no quiso llegar a un acuerdo, pero que tarde o temprano tiene que arreglarse el desajuste existente entre representación, responsabilidad y autonomía que caracteriza al marco político constitucional tanto en lo que se refiere a las relaciones entre la Federación y el gobierno del D. F., como en lo que toca a las relaciones entre éste y los gobiernos delegacionales. Como quedó claro en los dictámenes elaborados en ambas cámaras para sostener el proyecto de decreto de la reforma al Estatuto de Gobierno de octubre de 1999 "... no es un asunto de agotada discusión...".

*Agradezco la valiosa colaboración de Rodrigo Elizarrarás en la realización de este trabajo.

**Profesor e investigador de la División de Estudios Políticos del CIDE.

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