REMOVER LOS DOGMAS

Jaime CÁRDENAS GRACIA*

A la memoria de don Antonio Martínez Báez

I. INTRODUCCIÓN

Las fronteras del derecho en México se expanden todos los días. Nuevos temas y enfoques aparecen. En 1994 se recuperó el interés por el derecho indígena y a partir de su análisis se problematiza su relación con el derecho del Estado, la existencia o no de derechos colectivos, la pertinencia de las autonomías indígenas, etcétera. Igual podemos decir sobre el derecho económico internacional y los nuevos horizontes surgidos del fin de la autarquía económica y del hecho de las convenciones internacionales que sobre libre comercio ha ratificado el Estado mexicano. En el campo del derecho a la información se discute la obsolescencia de nuestro marco jurídico, y se exploran los contornos de la legislación futura con el fin de que sea compatible con las nuevas realidades democráticas y tecnológicas.

Existe, entre algunos, un ánimo constructor diferente que se origina en la convicción de que ha finalizado una etapa histórica en el país y que otra está surgiendo. Por eso hablamos de transición democrática, de nueva Constitución, de diseños institucionales diversos, de replanteamientos sobre derechos humanos y, en fin, de una nueva cultura jurídica que tenga en cuenta los grandes retos de nuestro tiempo: globalización; pluralismo social, político y étnico; derechos de las mujeres; derechos de las minorías; garantías plenas a los derechos prestacionales de carácter social y económico; derecho a la información para una sociedad democrática; cambio en las relaciones sociedad-clase política; y la necesaria transformación del modelo económico y social que permita el crecimiento macroeconómico pero también el del nivel de vida de los mexicanos.1

En este proceso de cambio es fundamental no quedar atrapado en las teorías y prácticas que inhiben la protesta y la disidencia. Nuestro camino hacia la democracia y su posterior consolidación exige amplia discusión y análisis del México que se quiere construir sin indebidas interferencias de los centros mundiales que monopolizan la economía, la información y la educación. Se trata de que la economía no suplante a la política, sino que sea la política, es decir, el intercambio de ideas y posiciones entre los actores políticos y sociales, y no las necesidades del capital transnacional, quien defina los contornos de la nueva realidad. Decir sí a la globalización no es otorgar un cheque en blanco a los señores del mercado, decir sí a la globalización implica concebirla a partir de nuestros tiempos y necesidades, de abajo hacia arriba, una globalización que tome en cuenta los intereses de la sociedad, que defina el tamaño del Estado sin privarlo de su competencia protectora y garantizadora de los derechos sociales, económicos y culturales, que asuma el costo de la protección ecológica, y en fin, que redistribuya los beneficios y no sólo los perjuicios entre la sociedad.2

Estamos sumidos en ese proceso de cambio, y desde el derecho pocas veces advertimos que existen categorías jurídicas tradicionales que obstaculizan los procesos de comprensión de las nuevas realidades. Hay algunos dogmas del derecho constitucional que han tenido en México desde hace mucho tiempo su traducción más burda, simplista y mecanicista. Debemos empezar nuestra discusión por esos dogmas si no queremos retrasar la consolidación de un Estado que sea de derecho y a la vez democrático. Son barreras que desde la inicial experiencia académica vamos incorporando a nuestro arsenal de conceptos y de comprensión, y que una vez concluidos los estudios jurídicos de licenciatura se vuelven contra nosotros, y nos impiden pensar y reflexionar el derecho de otra manera. Son conceptos y categorías que unidimensionalizan la realidad jurídica, la empobrecen y la reducen. Se nos dice, entre otras cosas, que son necesarios para garantizar la seguridad jurídica, valor o finalidad del derecho que siempre se coloca por encima de otros fines o valores como la libertad, igualdad, pluralismo o justicia y no en relación con ellos, y que acaba por transformarse en un instrumento del statu quo, en una herramienta ideológica que mantiene la correlación de las fuerzas políticas, sociales y económicas, que hace del derecho un obstáculo al cambio y no un promotor de él.3

No existe, desde luego, un esfuerzo serio por desenmascarar la fuerza ideológica de esas categorías jurídicas. Mecánicamente son aplicadas todos los días en los tribunales y por las autoridades administrativas del país. No se repara en ellas con una visión crítica: estructuran nuestro conocimiento jurídico y al hacerlo lo disciplinan. Paulatinamente, y sin una revisión de fondo, van transformándose, pero como no hay una visión integral del tema, la modificación se torna compleja, contradictoria, zigzagueante, y por lo mismo impredecible.

He escogido cinco de dichos dogmas por la importancia jurídica que revisten, y porque son elementos fundantes y mantenedores del paradigma del derecho en México. Me refiero al principio de legalidad, al de división de poderes, al control de la constitucionalidad, al prevalecimiento del derecho interno sobre el externo, y a los métodos tradicionales de interpretación jurídica en nuestro país.

II. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

El principio de legalidad se ha entendido bajo la fórmula: los particulares pueden hacer todo lo que no está prohibido en la ley, y las autoridades sólo pueden hacer lo que expresamente faculta la ley.4 A primera vista esa fórmula no produce cuestionamiento alguno, es un principio que proviene del Estado liberal del derecho que concede la más amplia libertad a los particulares -autonomía de la voluntad- y restringe el ámbito de acción de las autoridades a lo que expresamente se les faculta en la ley. Según nuestra doctrina y jurisprudencia, el principio se reduce -aunque no exclusivamente- por el lado de las autoridades a que éstas tengan competencia legal para actuar, y que funden y motiven sus decisiones a partir de las disposiciones legales, según lo prevé el primer párrafo del artículo 16 de la Constitución.5 Así planteado, el principio resulta contundente, lógico y claro. Si buscamos su origen, lo encontraremos en el siglo XIX, y en esa época como ahora, tuvo por propósito excluir la arbitrariedad pública, garantizar el respeto a la ley, y limitar al soberano. Es un principio surgido de la supremacía de la ley sobre la administración; de la subordinación a la ley, y sólo a la ley, de los derechos de los ciudadanos; y de la presencia de jueces independientes con competencia exclusiva para aplicar la legalidad.6

El primer problema con este principio decimonónico en su versión contemporánea consiste en que la legalidad no implica la convivencia dentro de cualquier ley, sino de una ley que se produzca dentro de la Constitución y con garantías plenas de los derechos fundamentales, es decir, no se vale cualquier contenido de la ley sino sólo aquél contenido que sea conforme con la Constitución y los derechos humanos.7 Si esto debe ser así, qué consecuencias prácticas tenemos; que tanto el particular como la autoridad están obligados a valorar la ley a partir de los preceptos constitucionales, y esto en la doctrina y jurisprudencia nacional no es tan sencillo, pues según el dogma del control de la constitucionalidad, sólo un tipo de autoridades -el Poder Judicial de la Federación- puede realizar esa valoración. Por lo que la legalidad que otorga competencia, o sirve para fundamentar y motivar las decisiones de las autoridades, muchas veces no puede tener un asidero constitucional.

El segundo problema de la concepción tradicional del principio de legalidad en México, estriba en el carácter de la autoridad: una autoridad pasiva, acrítica con la legalidad, no activa ni crítica con ella. El juez común y la autoridad administrativa suelen ser meros aplicadores mecánicos de la legalidad vigente, aunque no necesariamente válida.8 Esto produce un empobrecimiento de la propia legalidad, carencia de discusión jurídica, homogeneización de los puntos de vista, y una interpretación de la ley ceñida a la literalidad que no advierte la finalidad, la constitucionalidad, la sistematicidad y las consecuencias del ordenamiento jurídico.

La tercer cuestión tiene que ver con el papel de la ley dentro de las fuentes del derecho. El principio de legalidad, tal como lo entendemos en México, coloca a la ley en un lugar privilegiado dentro del sistema de fuentes. Se distorsiona su valor, y no se le considera un elemento más de un sistema jurídico complejo con el que tiene que interrelacionarse. No existe en México una norma constitucional que permita que las autoridades actúen con sometimiento pleno a la ley y al derecho,9 con lo que el ámbito y las fronteras de la interpretación, aplicación y actuación se abrirían para enriquecer el orden jurídico. Sí al sometimiento, pero a un orden jurídico no sólo formal sino material, en el sentido de que ese orden cuenta también con principios materiales que toda Constitución establece y proclama sin ambigüedades. De esta manera se dejaría atrás el procedimentalismo y el leguleyismo en la aplicación del derecho, y éstos ya no serían pretexto para degradar y empobrecer al derecho nacional. En este tenor hay quien prefiere sustituir el principio de legalidad por el de juridicidad. De Otto entiende por juridicidad, tomando el concepto de Adolf Merkl, que la actuación de la administración no sea tan libre, que está vinculada por el ordenamiento jurídico, es decir, por un bloque normativo que establezca los límites de actuación de las autoridades. El principio se cumpliría siempre y cuando la actividad de las autoridades se adecuara a normas jurídicas y las normas hicieran posible el control judicial de la autoridad administrativa.10 Es evidente que ese bloque normativo tendría que respetar la jerarquía entre las reglas jurídicas a partir evidentemente de las normas y principios constitucionales. Lo interesante de este punto de vista para nuestros propósitos, estriba en el rescate del concepto bloque normativo por encima del empobrecedor y limitador de legalidad, y porque amplía para la autoridad la esfera de su actuación, previo análisis del sistema normativo para determinar entre otras cosas: la validez de las normas que se pretende aplicar y, por supuesto, su competencia para la actuación, además de que en ese proceso se podrá enriquecer la motivación de las decisiones.

Una cuarta cuestión referente a la crítica del principio de legalidad en nuestro país, alude al carácter tan restrictivo que ha adquirido desde el prisma de la autoridad, esto es, en general el principio ha quedado reducido a la competencia de las autoridades. A si éstas tienen o no atribución expresa o explícita para actuar, a si están o no permitidas atribuciones genéricas, o si todas son o deben ser específicas. En general, nuestra doctrina ha estado del lado de las atribuciones expresas de la autoridad para evitar cualquier arbitrariedad principalmente del Poder Ejecutivo, y ha permitido las implícitas sólo cuando éstas tienen relación y hacen posible el ejercicio de las explícitas.11 En cuanto a la distinción entre genéricas y específicas, también se decanta nuestra doctrina por las específicas, y sólo en algunas ocasiones ha admitido para algunas ramas del derecho atribuciones genéricas,12 siempre y cuando éstas estén determinadas en la ley.

En México se incorporó la doctrina francesa que señaló que la administración debía estar sujeta y predeterminada por la ley, y no la alemana, que mantenía tan sólo la delimitación por la ley, con lo cual la administración en esta última posición, y como principio podía perseguir libremente sus fines, y la "ley previa" se entendía como una recomendación válida en la medida que fuese posible, pero no un principio inderogable.13 Al adoptar el criterio francés la autorización legal para actuar en todas los casos, la administración como es bien sabido, sobre todo en materias de bienestar y planeación socio-económica se ha visto en apuros, porque en muchísimos casos no cumple con el principio de legalidad en el sentido tradicional: muchas veces no hay ley que prevea atribuciones expresas y específicas, además de que se ha roto el carácter de ley general y abstracta, y se ha sustituido por el de ley sectorial y en ocasiones concreta, además de las afectaciones consiguientes a los más caros principios del positivismo: unidad, sistematicidad, coherencia y plenitud del ordenamiento jurídico.14

Más allá de estas modificaciones producto de las transformaciones del Estado y la sociedad, sigue en nuestro país manteniéndose el dogma: "La autoridad sólo puede hacer lo que la ley expresamente le faculta", sin importar la materia de la que se trate, y si la ley en cuestión es contraria al texto constitucional. Esta incapacidad para los matices está dada, entre otras, además de las razones previamente apuntadas, a la simplicidad de nuestro esquema legislativo de fuentes formales: Constitución, ley reglamentaria, ley ordinaria, reglamento y norma individualizada;15 a la ausencia de una teoría consistente sobre las materias que deben estar reservadas a la ley, y a una teoría sobre los derechos humanos que garantice su cumplimiento a pesar de lo que pueda disponer la ley.16

La clasificación de nuestras fuentes formales de origen legislativo es relativamente simple y se desprende del artículo 133 constitucional. Últimamente, y con la sentencia del pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación de 11 de mayo de 1999,17 los tratados se colocan en jerarquía por encima de la ley, con lo que puede irse hablando de una supeditación de la ley al tratado en aquellas materias en donde exista uno, pero no existe claridad suficiente sobre lo que debe ser exclusivamente materia de normas legisladas.

No hay doctrina sobre las materias reservadas a la ley, más allá de lugares comunes sobre la obligatoriedad de ley en materia punitiva y fiscal. Ni nuestros teóricos ni nuestros jueces han elaborado una teoría que determinara en qué casos de manera completa y exclusiva sólo al legislador le corresponde normar, lo que ayudaría a aclarar el principio de legalidad por el lado de la competencia de la autoridad, a precisar la naturaleza y alcances de los distintos tipos de reglamentos: del Ejecutivo, del Legislativo, de órganos autónomos por disposición constitucional de los reglamentos municipales, o la pertinencia de los reglamentos independientes fuera de los tópicos sobre los anteriores reglamentos autónomos que se fundamentaban en el artículo 21 constitucional o del actual que se desprende del artículo 27, párrafo quinto, de la carta magna, referido a la extracción y utilización de aguas del subsuelo.

La doctrina sobre la reserva de ley podría tener una incidencia muy importante para acotar el principio de legalidad a determinadas materias, para precisar el contenido esencial de cada derecho fundamental,18 y tam-

bién para aclarar que la Constitución siempre es una norma superior a la ley que debe ser aplicada directamente en todos los casos en donde está en juego un derecho fundamental, y se contemple, como en nuestro derecho -aunque esto no se admita de manera generalizada-, un control difuso, o exista un mecanismo de cuestión de inconstitucionalidad que faculte a todo juez y autoridad a preguntar al tribunal de constitucionalidad sobre la constitucionalidad o no de la norma legislativa en cuestión.19

III. LA DIVISIÓN DE PODERES

Este principio también nace con el Estado liberal. Sus teóricos modernos como Locke o Montesquieu lo vincularon a la libertad y a la lucha contra la concentración de poder en una sola persona u órgano de Estado.20 El famoso artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 determinaba que "toda sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni determinada la separación de poderes, no tiene Constitución". También los antecedentes norteamericanos previos a la declaración francesa de 1789 contenían semejante noción.

El principio de división de poderes tiene un origen no sólo teórico -y esto debe ser recordado- sino empírico, es decir ha estado moldeado de acuerdo con las circunstancias históricas y políticas concretas de cada país. En todo caso, su importancia descansa en el aseguramiento de la libertad para impedir el abuso del poder inherente a la tiranía. Su finalidad ha sido evitar la concentración del poder que produce el gobierno despótico.

Durante el siglo XIX, el principio de división de poderes se materializó sobre todo en Estados Unidos, pero también en Europa, con la exis-tencia de tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. En su versión más simplista, se pensó que la separación de poderes tenía que ser rígida y absoluta. Afortunadamente algunos teóricos del XIX, como Duguit, y otros de inicios del XX, como Charles Eisenmann, han denunciado el error de pensar en una separación de poderes total, pues la experiencia histórica revela la necesidad de la cooperación, solidaridad e interdependencia entre ellos.

En México, el artículo 49 de la Constitución de 1917 ha previsto estos tres poderes a nivel federal siguiendo el modelo norteamericano, desgraciadamente en la concepción más mecanicista se sigue pensando que estos tres poderes son los únicos que integran la estructura del Esta-do y que dan cuenta de la complejidad de la organización estatal. La tesis es ciega ante la aparición de poderes fácticos como los medios de comunicación o las empresas transnacionales que se colocan por encima de los tres poderes establecidos; es ciega ante la importancia que tienen los partidos en la integración y funcionamiento de los tres poderes y de otros órganos; es ciega frente a las nuevas obligaciones del Estado moderno en materia de planeación económica y social o de promoción de derechos humanos prestacionales; es ciega ante la aparición de nuevos órganos de naturaleza constitucional que no tienen acomodo jurídico-formal en los tres poderes tradicionales; es ciega frente a los requerimientos de independencia y colaboración entre poderes y órganos del Estado, y es ciega y unidimensional -como en el caso del principio de legalidad- frente a otras dimensiones o ámbitos y finalidades que puede cubrir el principio de división de poderes.

Desde hace algunos años han aparecido órganos de naturaleza constitucional y autónoma en México que no se adscriben a ninguno de los poderes clásicos: el Banco de México, en 1993, en virtud de la reforma constitucional al artículo 28 de la Constitución21 y el Instituto Federal Electoral con la reforma a la Constitución del 22 de agosto de 1996.22

Otros han ido adquiriendo características de independencia como la Comisión Nacional de Derechos Humanos con la reforma de 13 de septiembre de 1999 y la entidad superior de fiscalización con la reforma al artículo 79 constitucional del mismo año.

Este hecho no es privativo desde luego de nuestro país, tanto el derecho positivo como la doctrina los prevé. En Europa, desde finales del siglo pasado, autores como Jellinek y Santi Romano analizaron este tipo de órganos.23 En este siglo, contribuciones como las de Lavagna, Cheli, Pizzorusso, García Pelayo, García Roca, entre otros, han estudiado su origen, su necesidad, sus principios básicos y su legitimidad política. El derecho positivo los ha previsto en Europa y en América Latina. Bastaría mencionar a los tribunales constitucionales independientes del Poder Judicial, a los consejos de la Magistratura y Judicatura, tribunales de cuentas, bancos centrales, ministerios fiscales, consejos de Estado, consejos económicos y sociales, y en América Latina en primerísimo lugar a los órganos electorales.24

En otro trabajo25 he propuesto para México los siguientes diez órganos constitucionales autónomos: Tribunal Constitucional, órgano electoral, Ombudsman, Tribunal de Cuentas, Banco Central, Ministerio Público, Consejo General de la Judicatura, el órgano para los medios de comunicación, el órgano de información y el órgano para el federalismo. La proliferación actual o futura de órganos como los mencionados, pone en claro que no es posible seguir pensando en una teoría de división de poderes tripartita que no se haga cargo de la complejidad estructural del Estado contemporáneo.26

El asunto no queda en problematizar la naturaleza compleja de los órganos del Estado en su vertiente horizontal. También en su vertiente vertical, la teoría de la división de poderes sufrirá cambios importantes. Me refiero a la necesidad de que en nuestro país el reparto competencial entre Federación, estados y municipios parta de otras bases; a que se regule con precisión en la Constitución, el tratamiento de las atribuciones concurrentes; a que constitucionalmente se prevea el reparto de ingresos fiscales entre Federación, estados y municipios; a que el municipio tenga nuevas y fortalecidas atribuciones; a la aparición de nuevos niveles de autoridad como las autonomías indígenas; y a formas de relación diferentes entre estados y municipios, sin intervención directa del poder federal, entre otros cambios constitucionales y legales previsibles.

La teoría de la división de poderes puede extenderse a otros ámbitos, como los que propone Javier García Roca.27 En efecto podría elaborarse una "teoría de división de poderes constituyentes y constituidos", con el fin de analizar el nivel de profundidad por los tribunales constitucionales en el control y garantía sobre las normas de la Constitución instituidas por el constituyente. Una "teoría de la división de poderes en el tiempo" basada en los mecanismos jurídicos para la alternancia electoral, la limitación de los mandatos electorales, incidencia de la reelección, las reglas para facilitar la circulación de las élites, las causas de incompatibilidad e inelegibilidad en los cargos públicos, la circulación en los mismos, etcétera. También sería posible pensar en una "teoría de división supraestatal del poder" para dar cuenta de las transferencias de soberanía de Estado a entidades y órganos supraestatales. Así como de una "teoría de división social del poder" para delimitar los espacios de libertad y de desarrollo de los derechos humanos de libertad: ahí donde el Estado no puede intervenir, salvo para proteger y potenciar los derechos. Y ¿por qué no? si una de las razones de aparición de los órganos constitucionales autónomos fue el efecto pernicioso de la partidocracia, es obvio que también podría elaborarse una "teoría de división de poderes entre partidos y Estado" para conocer hasta dónde los partidos vacían de contenido las competencias de dirección política de los órganos y poderes constitucionales.28

De lo dicho queda confirmado el papel tan pobre que teórica y prácticamente ha jugado el principio de la división de poderes en México. La actitud dominante ha sido, cuando el principio ha funcionado históricamente, una división tajante de funciones entre los tres poderes que ha entorpecido la gobernabilidad, tal como en las épocas del presidente Madero, y el conflicto que ese gobierno mantuvo con el Poder Legislativo con motivo de la aprobación del presupuesto.29

IV. EL CONTROL DE LA CONSTITUCIONALIDAD

No haré aquí una mención a los mecanismos de control de la constitucionalidad existentes en México, que pueden ser criticados por: la restricción de los poderes sometidos a control; la limitación en la determinación de quiénes son los legitimados para acudir ante esas instancias; las dificultades en el acceso a la justicia constitucional; los menguados alcances de las resoluciones en la materia de control; la efectividad del control, entre otros aspectos.30 Ni tampoco abundaré sobre la propuesta para una nueva ley de amparo tan necesaria en nuestro país para hacer viable la protección y garantía a los derechos humanos.31 Ni una crítica -siempre útil- por su falta de actualización a nuestro esquema de derechos humanos previsto en la Constitución. Me centraré en un aspecto que considero toral, y para nada resuelto en nuestro derecho: La vigencia del control difuso y su impacto en la jerarquía y la validez de las normas.

Por algunas razones históricas que tendrán que ser explicadas adecuadamente, el grueso de la doctrina y de jurisprudencia nacional se han decantado por el control concentrado de la constitucionalidad. Esta posición dogmática parece no hacerse cargo de lo previsto en tres ar-tículos de la Constitución para nuestros efectos muy relevantes: los artículos 133, 128 y 41 constitucionales.

El artículo 133 establece, como obligación para los jueces de las entidades federativas, la de resolver de conformidad con la Constitución federal y desaplicar normas intraconstitucionales que consideren contrarias a la carta magna. El artículo 128 determina que todo funcionario público, sin excepción alguna, antes de tomar posesión de su encargo prestará la protesta de guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen. El artículo 41, párrafo primero de la ley fundamental, refiere una obligación para los constituyentes originarios y revisores de las entidades federativas, cuando expresa:

El pueblo ejerce su soberanía por medio de los poderes de la Unión, en los casos de competencia de éstos, y por los de los estados, por lo que toca a sus regímenes interiores, en los términos respectivamente establecidos por la presente Constitución federal y las particulares de los estados que en ningún momento podrán contravenir las estipulaciones del pacto federal.

Es palmario que todos estos preceptos señalan la supremacía absoluta de la Constitución como alguna vez lo indicara don Antonio Martínez Báez,32 y sin embargo, el Poder Judicial de la Federación en dos de sus últimas jurisprudencias parece haber concluido33 que sólo mediante vía

de acción -amparo, acción de inconstitucionalidad, controversia constitucional- es posible examinar la constitucionalidad de los actos y de las leyes. Estos últimos criterios jurisprudenciales se apartan de criterios previos y zigzagueantes que el Poder Judicial de la Federación en algún momento sostuvo como los siguientes:

CONSTITUCIONALIDAD DE LA LEY. De conformidad con el artículo 133 de la Constitución federal, todos los jueces de la República tienen la obligación de sujetar sus fallos a los dictados de la misma, a pesar de las disposiciones que en contrario pudieran existir en las otras leyes secundarias, y siendo así, resultaría ilógico y antijurídico pretender que cumplieran con esa obligación, si no tuvieran a la vez la facultad correlativa de discernir si las leyes que rigen los actos, materia de la contienda, se ajusta o no al Código Supremo de la República, cuando esa cuestión forma parte del debate, en caso de aceptarse la tesis contraria, sería imponer a los jueces una obligación, sin darles los medios necesarios para que pudieran cumplirla.

CONSTITUCIÓN, IMPERIO DE LA. Sobre todas las leyes y sobre todas las circulares, debe prevalecer siempre el imperio de la carta magna, y cuantas leyes secundarias se opongan a lo dispuesto en ella, no deben ser obedecidas por autoridad alguna.34

Las dos últimas jurisprudencias del Poder Judicial de la Federación que confieren el monopolio del control constitucional al Poder Judicial federal desconocen olímpicamente el contenido de los artículos 133, 128 y 41 constitucionales. Con ello, afectan el carácter normativo de la Constitución, la jerarquía de las normas y la validez jurídica del ordenamiento secundario.

El carácter normativo se lesiona porque la Constitución deja de ser una norma de trabajo para toda autoridad judicial y administrativa. Sólo unos cuantos -los miembros del Poder Judicial federal- están en condiciones de aplicarla y de interpretarla. Las autoridades se desvinculan de la Constitución y no ven en ella una norma sino un documento político-social. Se disminuye la lealtad a la Constitución, la legalidad secundaria sustituye y abarca el universo del ordenamiento jurídico, y los valores, reglas y principios constitucionales sólo son vinculantes para jueces y autoridades de una manera indirecta.

La jerarquía de las normas se rompe, pues se tiene que seguir un camino indirecto y ajeno a la propia autoridad para determinar si se cumplió con el principio de jerarquía o si fue desatendido. Mucho menos puede hacerse un juicio sobre la ponderación en caso de conflicto entre normas y principios constitucionales. El juez común y la autoridad administrativa son menores de edad sin capacidad para entender, aplicar e interpretar la Constitución. El principio de jerarquía normativa en nuestro país es una ilusión para la mayoría de las autoridades.

Un concepto clave para el Estado de derecho consiste en que los jueces y autoridades apliquen el derecho válido. Ese postulado es de difícil realización en México. Los jueces comunes y autoridades administrativas no saben si la norma que aplican es válida, o lo peor, a sabiendas que es inválida tienen que aplicarla, pues no tienen poder, por lo menos así lo dice el dogma, para apartarla aún en caso de que sea evidentemente contraria a la Constitución. El conjunto de nuestros jueces y funcionarios no puede tener un papel crítico con su derecho, ni un compromiso con su actuación, son autómatas que pronuncian mecánica y maquinalmente las palabras de la ley. Las teorías de la norma fundamental o de la regla de reconocimiento como normas secundarias de primer orden para poder precisar si la norma que se aplica es parte del sistema jurídico no tienen sentido alguno para la mayoría de las autoridades de nuestro país.35

Las razones teóricas que se han dado en contra del artículo 133 de la Constitución son inatendibles. Tena Ramírez, por ejemplo, calificó al artículo 133 de la Constitución como "un precepto oscuro, incongruente y dislocador de nuestro sistema", pero no esgrimió un solo argumento para responder el porqué debía considerarse a dicha norma como incongruente o dislocadora, exclusivamente indicó que la intervención de jueces locales provocaría una verdadera anarquía en el sistema jurídico. Al parecer, lo único que tenemos para explicar la negativa al control difuso es un argumento ad hominem de signo elitista, pues estructuralmente los artículos 133, 128 y 41 pertenecen al ordenamiento constitucional.36

El debate no es nuevo, y se remonta a Ignacio Vallarta que tuvo sus dudas sobre la conveniencia de un monopolio del Poder Judicial sobre el control de la constitucionalidad.37 Gabino Fraga, en su momento, sostuvo que: "el principio de la supremacía jerárquica de la Constitución es bastante para considerar que todos los poderes de la Federación, pueden, en lo que se refiere a su propia actuación, interpretar los textos constitucionales relativos sin que al hacerlo extralimiten su competencia o invadan la privativa de otro poder".38

Antonio Martínez Báez de manera más comprometida adujo que existe la obligación de apartar el cumplimiento de las leyes contrarias o repugnantes a la Constitución, mediante el examen de la constitucionalidad de las normas secundarias, a toda clase de autoridades incluyendo al Poder Ejecutivo, particularmentes a través de sus tribunales administrativos.39 Más recientemente, Elisur Arteaga y Juventino Castro manifiestan posiciones favorables hacia un control de la constitucionalidad por vía de excepción.40 Hasta autores menos partidarios del control difuso como Ignacio Burgoa admiten que en los casos en que alguna ley o Constitución local contenga preceptos manifiesta y notoriamente opuestos a la ley suprema del país, los jueces de cada estado tienen el deber de no aplicarla, atendiendo sus fallos a los mandamientos de ésta.41

En la historia parlamentaria de nuestro país encontramos ejemplos en 1919 de participación del Congreso de la Unión juzgando sobre la constitucionalidad de actos de autoridades políticas por actuar o desacatar la norma suprema. El primero con resultado favorable al enjuiciado, un juicio político seguido en contra del general Nicolás Flores, gobernador del Estado de Hidalgo, que se había negado a publicar la Constitución local aprobada por el Congreso local por considerarla contraria a la Constitución federal.

El segundo con resultado desfavorable a los enjuiciados, en este caso gobernador y legislatura local de Querétaro, la resolución del juicio político consideró que las autoridades queretanas eran responsables de haber infringido las instituciones democráticas por haber expedido una ley de imprenta contraria a la Constitución federal.42

A pesar de la disputa doctrinal mencionada y a algunos precedentes como los comentados, la posición mayoritaria sigue negando el control di-fuso. En gran parte creo que el motivo de oposición a ese control tiene que ver más con la desconfianza hacia los jueces y autoridades administrativas de este país, que con una posición jurídica, en tanto que no hay norma en el texto constitucional que dé al Poder Judicial federal el monopolio del control de la constitucionalidad, y si en cambio, hay normas expresas que permiten sostener la viabilidad de un control difuso.

El origen del artículo 133 proviene de la cláusula segunda del artículo VI de la Constitución estadounidense,43 y de la tradición sentada por el famosísimo caso Marbury versus Madison,44 pero en el derecho latinoamericano donde confluyen tanto la traducción jurídica norteamericana como la continental europea, encontramos ejemplos como en Perú y Nicaragua, en donde el control concentrado y el difuso conviven, pues se trata en todo caso, de que la Constitución sea realmente una norma, la suprema, y el criterio de validez para el resto del ordenamiento.45

Lo que resulta intolerable para nuestro derecho es la ausencia, aún con el mantenimiento del control concentrado, de un mecanismo jurídico para que los jueces y autoridades puedan preguntar al órgano de control constitucional, sobre la constitucionalidad de la norma secundaria. Urge en México el establecimiento de la cuestión de inconstitucionalidad como vía para que el Poder Judicial federal o en su caso el futuro Tribunal constitucional se pronuncien sobre la legitimidad de las normas secundarias a pedido de los jueces y de las autoridades del país, tal como ocurre en Austria, Alemania, España, Italia y Bélgica, que regulan en su ordenamiento el control concreto de normas.46

V. EL PREVALECIMIENTO DEL DERECHO INTERNO SOBRE EL EXTERNO

Este dogma comienza a ser modificado más rápidamente que los anteriores como consecuencia, principalmente, de los efectos de la globalización en México y de la ratificación de distintos tratados de libre comercio a partir de los últimos meses de 1993.47

En nuestro país, como en otras partes, se habla del fin del dogma de la soberanía o por lo menos de una visión distinta de la soberanía. Hay un decantamiento hacia un concepto menos rígido de la soberanía que para algunos debe tomar en cuenta el carácter pluralista de las sociedades, la disminución del poder de los órganos del Estado en la producción y aplicación del derecho, y la aparición de nuevos actores y sistemas en el ámbito internacional que modifican la correlación de fuerzas tradicionales y que presionan hacia la cesión de atribuciones estatales a instancias internacionales. Al mismo tiempo, existen ojos que ven al Estado soberano como el único actor territorial significativo, y como el conjunto de instituciones en donde las poblaciones siguen contando con elementos para su protección y seguridad.

El cambio producido por la globalización se ha manifestado en el derecho mexicano de manera impresionante. La mayoría de las reformas constitucionales se han realizado en nuestro país a partir de 1970, y entre 1982 y 1992 se ha reformado el 80% de las leyes federales, además de haberse creado un marco institucional mejor y más complejo que entre otros aspectos se ha expresado a través de la ratificación de tratados y convenios en materia de comercio, medio ambiente y derechos humanos.48

Las reformas constitucionales y legislativas van lentamente permeando en algunos tribunales como el pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y con mayor retraso en la doctrina jurídica nacional. No sabemos todavía en donde va a terminar este proceso de acercamiento del derecho interno al derecho externo e internacional. Desconocemos si el derecho internacional se colocará por encima del derecho interno, incluso de la Constitución; si el derecho internacional tendrá jerarquía similar a la Constitución; si como parece, el derecho internacional tendrá un estatus jerárquico supralegal pero intraconstitucional; o si volveremos al esquema tradicional de equiparar el derecho internacional con el interno de carácter legal.49

Jurídicamente, el diseño constitucional para la aprobación de los tratados es muy precario, y sería deseable que se reforzara. En nuestro país, para que las convenciones internacionales sean derecho, basta que estén de acuerdo con la Constitución, y que se aprueben exclusivamente por el Senado con la mayoría de los votos de los senadores presentes. Las deficiencias del diseño saltan a la vista: tratados fundamentales como los de libre comercio, con implicaciones ambientales o de derechos humanos, son aprobados sin el concurso de la Cámara de Diputados y de las legislaturas locales, es decir no se cumple siquiera el procedimiento de reforma legal, no se diga el procedimiento de reforma constitucional como en otros países latinoamericanos, o por lo menos con un procedimiento de ratificación reforzada -mayoría de 2/3 partes- de los senadores como acontece en Estados Unidos. Además, sin razón alguna, nuestra ley mexicana sobre celebración de tratados de 1992, permite lo que se conoce en la doctrina como "acuerdos ejecutivos" que inconstitucionalmente son aprobados exclusivamente por cualquier dependencia o entidad de los ejecutivos federal, estatal o municipal, sin autorización del Senado, en una clara violación al texto y a la finalidad del artículo 76, fracción I, de la Constitución mexicana.50

Hasta antes de 1999 prevaleció la tesis que sostenía que los tratados y la ley federal tenían la misma jerarquía.51 En el amparo en revisión 1475/98 Sindicato Nacional de Controladores de Tránsito Aéreo, el 11 de mayo de 1999, el pleno de la Suprema Corte resolvió:

TRATADOS INTERNACIONALES SE UBICAN JERÁRQUICAMENTE POR ENCIMA DE LAS LEYES FEDERALES Y EN UN SEGUNDO PLANO RESPECTO A LA CONSTITUCIÓN FEDERAL.

Persistentemente en la doctrina se ha formulado la interrogante respecto a la jerarquía de normas de nuestro derecho. Existe unanimidad respecto de que la Constitución Federal es una norma fundamental y que aunque en principio la expresión "... serán la Ley Suprema de toda la Unión..." parece indicar que no sólo la carta magna es la suprema, la objeción es superada con el hecho de que las leyes deben emanar de la Constitución y ser aprobadas por un órgano constituido, como lo es el Congreso de la Unión, y de que los tratados deben estar de acuerdo con la ley fundamental, lo que claramente indica que sólo la Constitución es la ley suprema. El problema respecto a la jerarquía de normas del sistema ha encontrado en la jurisprudencia y en la doctrina distintas soluciones entre las que destacan: supremacía del derecho federal frente al local y misma jerarquía de los dos, en sus variantes lisa y llana, y con la existencia de "leyes constitucionales", y la de que será ley suprema la que sea calificada de constitucional. No obstante, esta Suprema Corte de Justicia considera que los tratados internacionales se encuentran en un segundo plano inmediatamente debajo de la ley fundamental y por encima del derecho federal y local. Esta interpretación del artículo 133 constitucional deriva de que estos compromisos internacionales son asumidos por el Estado mexicano en su conjunto y comprometen a todas sus autoridades frente a la comunidad internacional; por ello se explica que el constituyente haya facultado al Presidente de la República a suscribir los tratados internacionales en su calidad de Jefe de Estado y, de la misma manera, el Senado interviene como representante de la voluntad de las entidades federativas y por medio de su ratificación obliga a sus autoridades. Otro aspecto importante para considerar esta jerarquía de los tratados, es la relativa a que en esta materia no existe limitación competencial entre la Federación y las entidades federativas, esto es, no se toma en cuenta la competencia federal o local del contenido del tratado, sino que por mandato expreso del propio artículo 133 el Presidente de la República y el Senado pueden obligar al Estado mexicano en cualquier materia, independientemente de que para otros efectos ésta sea competencia de las entidades federativas. Como consecuencia de lo anterior, la interpretación del artículo 133 lleva a considerar en un tercer lugar al derecho federal y al local en una misma jerarquía en virtud de lo dispuesto en el artículo 124 de la ley fundamental, el cual ordena que "Las facultades que no están expresamente concedidas por esta Constitución a los funcionarios federales, se entienden reservadas a los Estados". No se pierde de vista que en su anterior conformación, este máximo Tribunal había adoptado una posición diversa en la tesis P.C/92, publicada en la Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, número 60, correspondiente a diciembre de 1992, página 27, de rubro: "LEYES FEDERALES Y TRATADOS INTERNACIONALES TIENEN LA MISMA JERARQUÍA NORMATIVA", sin embargo, este Tribunal Pleno considera oportuno abandonar tal criterio y asumir el que considera la jerarquía superior de los tratados incluso frente al derecho federal.52

La tesis pone el énfasis en la superioridad del derecho de tratados sobre la legislación federal y local e implica la superación del dogma jurídico tradicional de carácter nacionalista. Sin embargo, es sólo un paso: no dice nada, evidentemente, sobre cómo resolver los conflictos de competencia entre derecho federal y local cuando tienen su origen en idéntica disposición constitucional, tal como ocurre en materia de fiscalización sobre los ingresos y egresos a los partidos políticos, y la similitud total en este aspecto, entre el artículo 41 y 116, fracción VI, de la Constitución federal;53 no nos resuelve los problemas del mal diseño constitucional y legal sobre el exiguo porcentaje de miembros del Senado que se exige para la ratificación de un tratado; y por supuesto, no hay hasta el momento solución interpretativa o legal sobre los "acuerdos ejecutivos" o "acuerdos interinstitucionales". Tampoco existe una diferenciación por materias que nos permitiera establecer un criterio de jerarquía de los tratados superior aún a la Constitución en temas relativos a derechos humanos como ocurre en la Constitución guatemalteca, o que en este punto se exigiera ventilar un procedimiento de reforma constitucional para modificar un tratado ratificado por México, tal como ocurre en Perú o en Paraguay.54

El paso dado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación debe ser completado teórica y prácticamente con nuevas tesis que, por ejemplo, definan los límites y alcances de la revisión de las decisiones internas de la Suprema Corte de Justicia de la Nación por instancias internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos a la luz de los supuestos previstos en los artículos 46, 50 y 51 del Pacto de San José de Costa Rica, o de la modificación o revisión de las decisiones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación por los diferentes paneles derivados de los tratados de libre comercio. También esta tesis debe ser adicionada con una teoría sobre la inaplicabilidad del derecho interno por jueces y autoridades cuando éste sea contrario al derecho externo, principalmente en materia de derechos humanos, tal como el Tribunal Constitucional italiano falló en el caso "Granital" resuelto en junio de 1984, en donde se admitió la facultad del juez ordinario para inaplicar normas internas que se opusieran al derecho comunitario europeo, o al menos, para que como en España, y según lo establece el artículo 10.2 de su Constitución, se incorpore al ordenamiento jurídico interno la interpretación que sobre derechos humanos realicen las instancias internacionales cuya competencia se hubiere aceptado mediante ratificación de los distintos tratados.55

Como puede apreciarse, la revolución apenas ha iniciado, pero es momento de que nos demos prisa por perfeccionar nuestro contexto y evitar caer en dos actitudes igualmente negativas:

a) Encerrarnos en el derecho interno con graves consecuencias para nuestro desarrollo.

b) Abrirnos indiscriminadamente, sin distinguir la importancia de las diversas materias implicadas, por ejemplo, el prevalecimiento de aquéllos tratados que tengan a los derechos humanos como su asunto y finalidad primordial.

VI. LOS MÉTODOS DE INTERPRETACIÓN

El derecho como fenómeno complejo también puede analizarse -se ha estudiado como lenguaje, estructura lógica, comportamiento judicial, axiológicamente- desde la argumentación, es decir como un instrumento para la solución de determinados problemas prácticos, o en otras palabras, como un instrumento de la razón práctica.56 Esto significa que además de normativa, sociológica o valorativamente, el derecho puede ser visto como una actividad que se somete al parámetro de una racionalidad que pretende justificar las decisiones de las autoridades, lo que supone poner en cuestión permanente las decisiones de los órganos públicos para saber si los razonamientos que dieron lugar a ellas, así como las razones ínsitas en las mismas resoluciones están debidamente fundadas y motivadas.

El derecho visto como argumentación está en boga por un gran número de estudiosos. Agrega a los motivos tradicionales que dan lugar a la interpretación de las normas, nuevos motivos y explicaciones. Tradicionalmente, se decía, hay necesidad de interpretar y de razonar porque el lenguaje de las normas puede ser vago, indeterminado, ambiguo e impreciso, lo que es imputable a la "textura abierta" de todo lenguaje.57 También se señalaba que en el derecho hay cláusulas generales o abiertas como bien común, paz pública, interés social, etcétera, que exigen en cada caso concreto la determinación del significado. Además en el derecho existen "zonas de penumbra" que pueden hacer extensibles los significados de los enunciados normativos.

Por el lado de la lógica, el silogismo judicial que aplica el modus barbara, y que hace del juez o autoridad un autómata que subsume mecánicamente la premisa menor en la mayor, está también desacreditado, en principio porque ese método no resuelve o no ayuda a solucionar casos de cierta dificultad lingüística; porque en los hechos, difícilmente los jueces y autoridades resuelven de esa manera; porque el derecho no es un todo coherente, armónico, pleno y perfecto; y porque el edificio jurídico no sólo está constituido por reglas, sino en él también hay principios y valores que demandan un tratamiento distinto a las primeras que suelen aplicarse "todo o nada". Ronald Dworkin ha rehabilitado a los principios como piezas fundamentales de la práctica y de la estructura jurídica.58

Todo lo anterior nos demuestra que el razonamiento jurídico no puede ser asimilado a un proceso cuasi mecánico o axiomático susceptible de someterse a un cálculo lógico exhaustivo, pues a la hora de aplicarlo hay que ponerlo en relación no sólo con la letra de la ley sino con toda la estructura normativa, empezando por la constitucional, y en ocasiones -para algunos- en relación con las posibles consecuencias sociales de la decisión.59

Algunas de las afirmaciones anteriores podrían poner en cuestión uno de los pilares del Estado de derecho liberal que es la certeza o seguridad jurídica. Como dice Neil MacCormick, la idea del carácter argumentable del derecho parece echar un jarro de agua fría a la idea de certeza o seguridad jurídica,60 lo que no es así, porque en todas las teorías de la argumentación, por lo menos de Viehweg a Alexy, lo que se pretende es subir el nivel de exigencia. Se trata de lograr, hasta donde eso sea posible, una certeza que sea producto no de una mera operación mecánica deductiva a partir de una norma aislada y de unos hechos dados, sino el resultado de un proceso más complejo que asumiendo reglas de racionalidad práctica, por ejemplo universalidad o abstracción, o presuponiendo un "auditorio universal" de personas inteligentes, responsables y desinteresadas, permita justificar las decisiones de autoridad no sólo en relación con el ordenamiento, sino en relación con los hechos o las consecuencias finalistas de las decisiones.61

Es evidente que las nuevas teorías de la argumentación jurídica hacen más exigente, entre otras cuestiones la interpretación del derecho, en un contexto más comprometido con la naturaleza no sólo formal del Estado de derecho sino también material. La obligación de razonar las decisiones en términos de derecho válido, vinculando el juicio particular al sentido de justicia de un ordenamiento jurídico, implica recobrar el papel del juez y de la autoridad en su lealtad a la Constitución y al ordenamiento, destierra su papel subordinado y mecánico al derecho, y hace del funcionario judicial y administrativo el principal promotor del Estado de derecho. Por tanto, las nuevas teorías de la argumentación jurídica no sólo no combaten la seguridad jurídica sino que pretender asegurarla de una manera más realista y profunda.

Desgraciadamente para el derecho nacional, la generalidad de la práctica judicial y administrativa continúa atada, por lo menos en el discurso, aunque menos en la realidad, a una interpretación puramente literal y gramatical de la norma jurídica, lo que es producto de una cultura jurídica que sigue apoyándose en los dogmas de la exegésis, de la aplicación mecánica de las normas y en la subsunción, y muy poco en los paradigmas teóricos del siglo XX. Poco se ha interiorizado el pensamiento de Kelsen, Hart, Ross, Bobbio, Alexy, etcétera en las escuelas y facultades de derecho, así como en los tribunales. A pesar de las posibilidades interpretativas que brinda el último párrafo del artículo 14 de la Constitución, que señala: "En los juicios del orden civil, la sentencia definitiva deberá ser conforme a la letra o a la interpretación jurídica de la ley, y a falta de ésta se fundará en los principios generales del derecho".

La interpretación está exclusivamente unida a la expresión "...conforme a la letra..." y muy poco a "...o a la interpretación jurídica de la ley...", y mucho menos a la mención de que a la falta de ley se fundará la interpretación en los principios generales del derecho. Las potencialidades de esa norma constitucional podrían perfectamente permitir nuevos abordajes para el derecho, pero el peso de la tradición es muy grande, para que sea susceptible de ser modificado en el breve plazo.62

Salvo algunos pocos estudios sobre interpretación,63 no contamos siquiera con un panorama que nos presente el esquema de las principales escuelas sobre la interpretación, que aclaren el lugar en donde estamos. Los paradigmas son múltiples: a) Un paradigma dogmático racionalista o tradicional que exige al juez ser la boca del legislador que repite mecánicamente las palabras de la ley; b) Un paradigma irracionalista o arracionalista que afirma la imprevisibilidad de las sentencias judiciales, y sostiene que la certeza es una ilusión en el derecho; c) Un paradigma político que ve en el derecho y en su interpretación un instrumento de dominio; d) El paradigma dworkiano que exige del juez un gran conocimiento para encontrar la única respuesta correcta ante el caso difícil; e) El paradigma funcionalista o pragmático que piensa que la labor del intérprete es la de contribuir a la estabilidad y equilibrios sociales; f) El paradigma procedimentalista que atiende principalmente al cumplimiento de ciertas reglas procedimientales cuyo producto cuenta con la corrección o validez esperable; g) El paradigma dialéctico de corte formista que pretende sentar bases para que la interpretación sea un diálogo ordenado entre las partes y el juez en búsqueda de la verdad; h) El paradigma hermenéutico que destaca el papel del juez como constructor de la solución entre el caso y la norma jurídica; i) El paradigma analítico que da muchas respuestas a los problemas del lenguaje jurídico; y j) Hasta un paradigma prudencial retórico que asume el carácter práctico del razonamiento jurídico y destaca el valor de la ponderación para solucionar disputas entre principios jurídicos contrapuestos.64

El camino por recorrer en materia de argumentación y de interpretación en México es amplísimo, y para comenzar, es fundamental que nos preguntemos qué es lo que entendemos por derecho y qué es lo que entendemos por las principales categorías jurídicas, así como por los fundamentos y fines de nuestra ciencia. No tenemos que empezar de cero, porque existe un camino andado en otras latitudes que sólo requiere ser asimilado, procesado y puesto a nuestro servicio. Algunas bases para iniciar podrían ser muy útiles, como por ejemplo, elementos para concebir el entramado jurídico a partir de una idea clara sobre la Constitución, me refiero a su carácter normativo y a su fuerza normativa.65

Como se ha comentado a lo largo de este ensayo, la concepción del derecho tenemos que hacerla a partir de la Constitución. Su normatividad descansará en la capacidad que tengan jueces y funcionarios para hacerla directamente aplicable removiendo prejuicios arraigados como la oposición a las formas de control difuso, o la concepción de un principio de legalidad que de tan estrecho impide la optimización de los principios constitucionales.

Otra vía relacionada con lo anterior consiste en el entendimiento, como ya lo precisara Dworkin, de que las normas también están constituidas por principios, y que éstos tienen un papel fundamental a la hora de interpretar y de argumentar. Operan en su versión más tradicional como elementos para perfeccionar el ordenamiento cuando, por ejemplo, las reglas jurídicas no están en condición de desarrollar plena y satisfactoriamente la función reguladora que tiene atribuida. Igualmente, tienen una función menos accesoria -pero más importante- que hace de ellos, elementos no secundarios, sino los motores de la interpretación y de la argumentación. Los principios aquí son las guías que alumbran las finalidades del derecho. Son piezas que obligan a la autoridad aplicadora a tomar posición sobre el derecho y frente a la realidad, y como dice Zagrebelsky en todo principio se sobreentiende el imperativo: "tomarás posición frente a la realidad conforme a lo que proclamó".66

En cuanto a la función del juez y de la autoridad, es evidente que no puede estar dominada más por el modo axiomático del silogismo deductivo ni por la subsunción ni la aplicación mecánica. La autoridad y el juez no deben privilegiar ningún método, ni aún el gramatical, deben estar abiertos a todos los posibles métodos que permitan soluciones adecuadas que puedan ser justificadas. Si es necesario recurrir al método histórico debe recurrirse a ese, como al sistemático, al funcional, al comparado, al análisis económico del derecho,67 etcétera. Si es preciso acudir a la ponderación entre principios contrapuestos, se debe utilizar ese expediente. Es necesario rescatar el carácter práctico de la interpretación y abandonar su carácter exclusivamente formal. Descubrir y justificar las premisas, razonar ampliamente sobre ellas. Acudir al caso para medir su consistencia con la realidad y su coherencia narrativa. Hacer crítica externa e interna al derecho, usando lo que se denomina contexto del descubrimiento y contexto de la justificación.68 En fin, es absurdo que intentemos imponer un método específico. La argumentación y la interpretación son actividades libres que miden su éxito y oportunidad por el nivel de justificación que alcanzan las decisiones.

Debemos entender que ni entre los principios existe una jerarquía. La pluralidad de principios y de valores que establece la Constitución hace imposible establecer una jerarquía de principios, pues, una pretensión así, además de ilógica sería contraria a las características pluralistas de las sociedades democráticas. En cada situación concreta, y mediante la ponderación o empleando cualquier otro método, es cómo debemos para ese asunto particular, determinar el prevalecimiento de uno o de otro, según se desprenda de las circunstancias del caso.

El dominio en nuestro territorio de dogmas como el que reza in claris non fit interpretatio, no puede seguir enseñoreándose más a riesgo, en caso de porfiar, de empobrecer nuestro derecho, y a desvincularlo cada vez más de nuestras realidades sociales y económicas. Necesitamos una teoría y una práctica interpretativa que arranque con un enfrentamiento crítico con nuestra jurisprudencia y doctrina, y como mencioné aquí, pienso que teóricamente ya se tiene el arsenal científico para hacerlo, lo que nos falta es asumir nuestras deficiencias, entender el cambio que se producirá con otra concepción sobre la interpretación y sus métodos. Debemos pasar de las actuales servidumbres reductivas a un estadio de libertad y de cientificidad comparable con la sociedad democrática y libre que deseamos construir.

VII. CONCLUSIONES

La realidad nacional e internacional cambia aceleradamente, y el derecho mexicano o, mejor expresado, la cultura jurídica permanece inalterada. La inercia se opone a las transformaciones en el diseño de nuevas instituciones y nuevas reglas jurídicas, pero también en el ámbito más profundo de la comprehensión del fenómeno jurídico, los atavismos y dogmas aún campean abiertamente. En ocasiones no existe la mínima voluntad por incorporar siquiera matices a las posiciones tradicionales, y cuando esos matices aparecen en sentencias del pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación o en el pleno del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, se cimbra la clase jurídica del país, acostumbrada en las resoluciones de los tribunales a la repetición mecánica de los dogmas.

La revisión de los dogmas como los aquí discutidos es inevitable, por la presión de la realidad interna y externa, y por ello, la clase jurídica, principalmente en el nivel de las autoridades administrativas y judiciales, debe apresurarse y revisar sus categorías y conceptos jurídicos tradicionales de decisión. El retraso en la comprehensión de las nuevas fronteras del derecho o en el entendimiento de los dogmas, puede propiciar no sólo injusticia, de por sí grave, sino consecuencias sociales o políticas de ingobernabilidad, sobre todo en aquellas decisiones judiciales que aborden cuestiones de trascendencia para el país.

El Poder Judicial federal será cada vez más el árbitro de las principales disputas del país, y no se puede arbitrar adecuadamente y con sentido de contemporaneidad con el arsenal jurídico tradicional. El árbitro debe reunir capacidades de innovación, estar atento a las nuevas realidades, y producir resoluciones a la altura de los tiempos históricos que le han tocado vivir.

Lo mismo que he señalado sobre el Poder Judicial, es dable mencionarlo de las autoridades administrativas y de otros sectores de autoridad como los órganos constitucionales autónomos. La nueva comprehensión sobre la validez de las normas, sobre el control de constitucionalidad, propiciará condiciones de crítica con el derecho vigente, y la urgencia de reformas legislativas o cambios en los criterios de interpretación, para que el derecho sea realmente un instrumento de democracia y de justicia social.

Los dogmas que hemos apuntado en este trabajo no son los únicos, otros dogmas deben seguramente ser revisados. No obstante, los aquí apuntados son algunos de los que con mayor premura deben ser analizados para transformar el derecho nacional, y con esa transformación hacer de la clase jurídica y del derecho, compañeros de viaje en la finalización de la transición democrática y no los obstáculos mayores para su realización.

*Consejero del Instituto Federal Electoral.

Notas:
1 Véase Cárdenas Gracia, Jaime, "Algunas propuestas para repensar el Estado", Quórum. Publicación del Instituto de Investigaciones Legislativas de la Cámara de Diputados, México, año VII, núm. 58, enero-febrero de 1998, pp. 71-81.
2 Le Monde Diplomatique (edición española), Pensamiento crítico vs. pensamiento único, Madrid, Debate, 1998.
3 Carcova, Carlos María, La opacidad del derecho, Madrid, Trotta, 1997; véase principalmente el capítulo tercero sobre la función ideológica del derecho, pp. 121 y ss.
4 Bobbio, Norberto, Teoría general del derecho, Madrid, Debate, 1992, pp. 99-102.
5 El primer párrafo del artículo 16 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos dice: "Nadie puede ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles o posesiones, sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente, que funde y motive la causa legal del procedimiento. No podrá librarse una orden de aprehensión sino por la autoridad judicial y sin que preceda denuncia o querella de un hecho que la ley señale como delito, sancionado cuando menos con pena privativa de libertad y existan datos que acrediten el cuerpo del delito y que hagan probable la responsabilidad del indiciado".
6 Zagrebelsky, Gustavo, El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, Madrid, Trotta, 1995, p. 23.
7 García de Enterría, Eduardo, Reflexiones sobre la ley y los principios generales del derecho, Madrid, 1986, Cuadernos Civitas, pp. 87-89.
8 El concepto de validez o de principio de legalidad fuerte es el utilizado por Ferrajoli cuando señala que la validez material de las normas secundarias tiene que ver con su concordancia respecto de las reglas y principios constitucionales. Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Madrid, Trotta, 1997, pp. 868 y ss.
9 Por ejemplo, el artículo 103.1 de la Constitución de España que señala: "La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al derecho", y el artículo 20.3 de la Ley Fundamental de Bonn que establece: "El Poder Legislativo está vinculado al orden constitucional; el Poder Ejecutivo y el Judicial están sujetos a la ley y al derecho".
10 Otto, Ignacio de, Derecho constitucional. Sistema de fuentes, Barcelona, Ariel, 1987, pp. 157 y 158. También véase Aguiló Regla, Josep, Teoría general de las fuentes del derecho (y del ordenamiento jurídico), Barcelona, Ariel Derecho, 2000.
11 "FACULTADES IMPLÍCITAS, PRESIDENTE DE LA COMISIÓN NACIONAL DE VALORES. ES COMPETENTE PARA RESOLVER EL RECURSO DE REVOCACIÓN. ARTÍCULO 50 DE LA LEY DEL MERCADO DE VALORES. El principio de competencia, entendido en su origen como la aptitud atribuida expresamente a una autoridad, por una norma jurídica, para llevar a cabo determinadas conductas o actos, acepta actualmente una interpretación menos rígida. Según ésta, al lado de las facultades expresas existirán las facultades implícitas, es decir, aquellas potestades que resultan imprescindibles o necesarias para que la autoridad pueda realizar las funciones que le han sido encomendadas por ley, sin que ello implique que la competencia del órgano sea rebasada o desconocida. Para identificar estas últimas se requiere: a) la existencia de una facultad expresa que por sí sola sea imposible de ser ejercida; y b) que entre la facultad expresa y la implícita haya una relación de medio a fin. Precisado lo anterior, este órgano colegiado llega a la conclusión de que el presidente de la Comisión Nacional de Valores sí cuenta con facultades implícitas para la resolución del recurso de revocación previsto en la Ley del Mercado de Valores. Ello a partir de una sana interpretación de los artículos 40 y 50 de la ley de la materia, dado que el primer dispositivo en cita establece que la Comisión Nacional de Valores es el organismo encargado de vigilar la debida observancia de dicha ley y de sus disposiciones reglamentarias, mientras que la segunda norma mencionada indica que el recurso de revocación, establecido en beneficio de los particulares, deberá interponerse bien ante una Junta de Gobierno de la Comisión mencionada o ante su presidente, en este último caso, siempre que la resolución que se impugna haya sido emitida por servidores públicos de la Comisión distintos a la Junta de Gobierno y al presidente mismo. Por su parte, el quinto párrafo de este mismo artículo señala un plazo para la resolución de dicho recurso, según corresponda resolverlo a la Junta de Gobierno o al presidente de la Comisión. En estas condiciones, si la ley prevé la existencia de un recurso administrativo y dicho recurso debe ser resuelto por el presidente o por la Junta de Gobierno en un lapso determinado, es evidente que las autoridades al emitir resolución en las instancias presentadas ante ellas, no hacen sino cumplir con el ordenamiento en la materia, actuando al amparo de las facultades que implícitamente les está concediendo la norma. De adoptarse una conclusión contraria, resultará absurdo que la ley previera tanto el recurso como la resolución del mismo, sin que existiera una dependencia u órgano facultado para tramitarlo y resolverlo. Debe también considerarse el prevalecimiento del interés público, habida cuenta de que la sociedad está interesada no sólo en que se establezcan recursos administrativos que permitan, en su caso, la corrección de los errores u omisiones en que pueden incurrir las autoridades en el desarrollo de sus funciones, sino además que éstos sean efectivamente resueltos, posibilitando a los particulares un acceso pronto y expedito a la justicia. Tercer Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Primer Circuito. Amparo directo 173/96. Operadora de Bolsa, S. A. de C. V., Casa de Bolsa, Grupo Financiero Serfín. 7 de marzo de 1996. Unanimidad de votos. Ponente: Carlos Alfredo Soto Villaseñor. Secretaria: Andrea Zambrana Castañeda".
12 Galván, Flavio, Derecho procesal electoral mexicano, México, McGraw-Hill, 1997, p. 56.
13 Zagrebelsky, Gustavo, op. cit., nota 6, p. 27.
14 Véase Cabo Martín, Carlos de, La crisis del Estado social, Barcelona, PPU, 1986.
15 García Máynez, Eduardo, Introducción a la lógica jurídica, 6a. ed., México, Colofón, 1999, pp. 49 y ss.
16 Como nos recuerda Landelino Lavilla refiriéndose a Mirkine-Guetzevich, "El principio de legalidad no puede ser considerado como la única garantía de las libertades individuales; garantizando al individuo contra la arbitrariedad del Poder Ejecutivo, se deja al ciudadano indefenso ante la arbitrariedad del Legislativo, capaz de promulgar una ley contraria al principio de libertad individual proclamado en la Constitución". Lavilla, Landelino, "Juridificación del poder y equilibrio constitucional", en López Pina, Antonio, División de poderes e interpretación. Hacia una teoría de la praxis constitucional, Madrid, Tecnos, 1987, p. 55.
17 Amparo en revisión 1475/98, Sindicato Nacional de Controladores de Tránsito Aéreo, Semanario Judicial de la Federación, México, 8a. época, tesis (p. 492), registro número 205, 596, 1992, p. 27.
18 Rubio Llorente, Francisco, La forma del poder. Estudios sobre la Constitución, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, pp. 222-267.
19 Aragón Reyes, Manuel, Estudios de derecho constitucional, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, p. 182; Corzo Sosa, Edgar, La cuestión de inconstitucionalidad, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998.
20 Blanco Valdés, Roberto, El valor de la Constitución, Madrid, Alianza Editorial, 1998, primera parte, pp. 45-96.
21 Bibliografía Banco de México. Véase Borja Martínez, Francisco, "Reforma constitucional para dotar de autonomía al Banco de México", en varios autores, Autonomía del Banco de México y perspectivas de la intermediación financiera, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, número 9, 1994, Cuadernos Constitucionales México-Centroamérica.
22 Véase Cárdenas Gracia, Jaime et al., Estudios jurídicos en torno al Instituto Federal Electoral, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2000.
23 Cárdenas Gracia, Jaime, Una Constitución para la democracia. Propuestas para un nuevo orden constitucional, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1996, pp. 243-255.
24 Id., La actualidad constitucional de América Latina, México, Prolíber, 1997.
25 Id., Una Constitución..., cit., nota 23, pp. 243 y ss.
26 En el mismo sentido, Valdés, Clemente, El juicio político. La impunidad, los encubrimientos y otras formas de opresión, México, Ediciones Coyoacán, 2000, pp. 17-28.
27 García Roca, Javier, "Del principio de la división de poderes", Revista de Estudios Políticos, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, núm. 108, abril-junio de 2000, pp. 41-75.
28 Véase Presno Linera, Miguel Ángel, Los partidos y las distorsiones jurídicas de la democracia, Barcelona, Ariel Derecho, 2000.
29 Aguilar Rivera, José Antonio, En pos de la quimera. Reflexiones sobre el experimento constitucional atlántico, México, FCE, 2000, pp. 95 y ss. Este autor explica históricamente, principalmente en el siglo XIX, el equivocado entendimiento de la teoría de la separación de poderes y sus consecuencias desastrosas para la gobernabilidad.
30 Rubio Llorente sigue este camino para su análisis sobre la justicia constitucional europea. Véase Rubio Llorente, Francisco, op. cit., nota 18, pp. 581 y ss.
31 Véase el Proyecto de Ley de Amparo Reglamentaria de los artículos 103 y 107 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, México, SCJN, 2000.
32 Martínez Báez, Antonio, "El indebido monopolio del Poder Judicial de la Federación para conocer de inconstitucionalidad de las leyes", Obras político-constitucionales, México, UNAM, 1994, pp. 523-530.
33 "CONTROL JUDICIAL DE LA CONSTITUCIÓN ES ATRIBUCIÓN EXCLUSIVA DEL PODER JUDICIAL DE LA FEDERACIÓN. La supremacía constitucional se configura como un principio consustancial del sistema jurídico-político mexicano, que descansa en la expresión primaria de la soberanía en la expedición de la Constitución, y que por ello coloca a ésta por encima de todas las leyes y de todas las autoridades, de ahí que las actuaciones de éstas deban ajustar a los preceptos fundamentales, los actos desplegados en ejercicio de sus atribuciones. Por tanto, si bien en cierto que los poderes de la Unión deben observar la ley suprema, no puede afirmarse que por esta razón las autoridades puedan, por sí y ante sí, en ejercicio de funciones materialmente jurisdiccionales, examinar la constitucionalidad de sus propios actos, o de los ajenos, toda vez que, al respecto, la propia Constitución consagra, en sus artículos 103 y 107, un medio de defensa ex profeso, por vía de acción, como es el juicio de amparo y lo encomienda, en exclusiva, al Poder Judicial de la Federación, sentando las bases de su procedencia y tramitación. Amparo en revisión 1878/93. Sucesión intestamentaria a bienes de María Alcocer viuda de Gil, 9 de mayo de 1995. Once votos. Ponente: José de Jesús Gudiño Pelayo. Secretario: Alfredo López Cruz. Amparo en revisión 1954/95. José Manuel Rodríguez Velarde y coags. 30 de junio de 1997. Once votos. Ponente: José de Jesús Gudiño Pelayo. Secretario: Mario Flores García. Amparo directo en revisión 912/98. Gerardo Kalifa Matta. 19 de noviembre de 1998. Unanimidad de nueve votos. Ausentes: José Vicente Aguinaco Alemán y José de Jesús Gudiño Pelayo. Ponente: Juan Silva Meza. Secretario: Alejandro Villagómez Gordillo. Amparo directo en revisión 913/98. Ramona Matta Rascala. 19 de noviembre de 1998. Unanimidad de nueve votos. Ausentes: José Vicente Aguinaco Alemán y José de Jesús Gudiño Pelayo. Ponente: José de Jesús Gudiño Pelayo; en su ausencia hizo suyo el proyecto Genaro David Góngora Pimentel. Secretario: Miguel Ángel Ramírez González. Amparo directo en revisión 914/98. Mgda. Perla Cueva de Kalifa. 19 de noviembre de 1998. Unanimidad de nueve votos. Ausentes: José Vicente Aguinaco Alemán y José de Jesús Gudiño Pelayo. Ponente: Juan N. Silva Meza. Secretaria: Guillermina Coutiño Mata. El tribunal pleno, en su sesión privada celebrada el trece de julio del año en curso, aprobó, con número 73/1999, la tesis jurisprudencial que antecede. México, Distrito Federal, a catorce de julio de mil novecientos noventa y nueve. La tesis anterior se publicó en la p. 18, tesis P/J.73/99, t. X, agosto de 1999, novena época, Semanario Judicial de la Federación, número de registro: 193,558. CONTROL DIFUSO DE LA CONSTITUCIÓN DE NORMAS GENERALES, NO LA AUTORIZA EL ARTÍCULO 133 DE LA CONSTITUCIÓN. El texto del artículo 133 de la Constitución federal previene que "Los jueces de cada Estado se arreglarán a dicha Constitución, leyes y tratados a pesar de las disposiciones en contrario que pueda haber en las Constituciones o leyes de los Estados". En dicho sentido literal legó a pronunciarse la Suprema Corte de Justicia; sin embargo, la postura sustentada con posterioridad por este alto tribunal, de manera predominante, ha sido en otro sentido, tomando en cuenta una interpretación sistemática del precepto y los principios que conforman nuestra Constitución. En efecto, esta Suprema Corte de Justicia de la Nación considera que el artículo 133 constitucional no es fuente de facultades de control constitucional para las autoridades que ejercen funciones materialmente jurisdiccionales, respecto de actos ajenos, como son las leyes emanadas del propio Congreso, ni de sus propias actuaciones, que les permitan desconocer unos y otros, pues dicho precepto debe ser interpretado a la luz del régimen previsto por la propia carta magna para ese efecto. Amparo en revisión 1878/93. Sucesión intestamentaria a bienes de María Alcocer viuda de Gil. 9 de mayo de 1995. Once votos. Ponente: José de Jesús Gudiño Pelayo. Secretario: Alfredo López Cruz. Amparo en revisión 1954/95. José Manuel Rodríguez Velarde y coags. 30 de junio de 1997. Once votos. Ponente: José de Jesús Gudiño Pelayo. Secretario: Mario Flores García. Amparo directo en revisión 912/98. Gerardo Kalifa Matta. 19 de noviembre de 1998. Unanimidad de nueve votos. Ausentes: José Vicente Aguinaco Alemán y José de Jesús Gudiño Pelayo. Ponente: Juan Silva Meza. Secretario: Alejandro Villagómez Gordillo. Amparo directo en revisión 913/98. Ramona Matta Rascala. 19 de noviembre de 1998. Unanimidad de nueve votos. Ausentes: José Vicente Aguinaco Alemán y José de Jesús Gudiño Pelayo. Ponente: José de Jesús Gudiño Pelayo; en su ausencia hizo suyo el proyecto Genaro David Góngora Pimentel. Secretario: Miguel Ángel Ramírez González. Amparo directo en revisión 914/98. Mgda. Perla Cueva de Kalifa. 19 de noviembre de 1998. Unanimidad de nueve votos. Ausentes: José Vicente Aguinaco Alemán y José de Jesús Gudiño Pelayo. Ponente: Juan N. Silva Meza. Secretaria: Guillermina Coutiño Mata. El tribunal pleno, en su sesión privada celebrada el trece de julio del año en curso, aprobó, con número 74/1999, la tesis jurisprudencial que antecede. México, Distrito Federal, a catorce de julio de mil novecientos noventa y nueve. Visible en la tesis P/J.74/99, Semanario Judicial de la Federación, novena época, p. 5. Número de registro: 193,435".
34 Visible en las pp. 645 y 646, t. XLI, quinta época del Semanario Judicial de la Federación. Amparo administrativo en revisión. Anchondo, Francisco, 18 de abril de 1919, Unanimidad de votos. La publicación no menciona el ponente, Semanario Judicial de la Federación, quinta época, t. IV, p. 878.
35 Kelsen, Hans, Teoría pura del derecho, México, UNAM, 1982, pp. 201 y ss. Hart, H. L. A., El concepto de derecho, 2a. ed., México, Editora Nacional, 1980, pp. 125 y ss.
36 Tena Ramírez, Felipe, Derecho constitucional mexicano, 31a. ed., México, Porrúa, 1997, pp. 543-548.
37 Vallarta, Ignacio L., Cuestiones constitucionales. Votos, México, Porrúa, 1980, t. III, p. 382.
38 Citado por Castro y Castro, Juventino V., La posible facultad del Poder Judicial para iniciar leyes, México, SCJN, 1999, p. 137.
39 Martínez Báez, Antonio, op. cit., nota 32, pp. 523-530.
40 Arteaga, Elisur, Derecho constitucional, México, Harla-Oxford University Press, 1998, colección Juristas Latinoamericanos, pp. 53 y 54, 73 y ss.; Castro y Castro, Juventino V., op. cit., nota 38, pp. 143 y 144.
41 Burgoa Orihuela, Ignacio, El juicio de amparo, 18a. ed, México, Porrúa, 1982, p. 167.
42 Diario de Debates del Congreso de los Estados Unidos Mexicanos, año II, periodo ordinario, XXVIII Legislatura, t. III, núm. 20. El juicio político en contra del gobernador de Querétaro es de 10 de octubre de 1919, el cual fue resuelto en el sentido de considerarlo responsable, y a la legislatura local por la expedición de una ley de imprenta contraria a la Constitución federal.
43 Story, Joseph, Comentario abreviado a la Constitución de Estados Unidos de América, México, Oxford University Press, colección Grandes Clásicos del Derecho, vol. 6, 1999, pp. 294-296.
44 González Oropeza, Manuel, "Marbury versus Madison. La política en la justicia", Estudios en homenaje al doctor Héctor Fix-Zamudio en sus treinta años como investigador de las ciencias jurídicas, México, UNAM, 1989, t. I, p. 315.
45 Pérez Tremps, Pablo, "La justicia constitucional en Nicaragua", Revista de Estudios Políticos, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, número 106, octubre-diciembre de 1999, pp. 9-27. También Fernández Segado, Francisco, "El control normativo de la constitucionalidad en Perú. Crónica de un fracaso anunciado", Revista Española de Derecho Constitucional, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, número 56, mayo-agosto de 1999, pp. 11-42.
46 Rubio Llorente, Francisco, op. cit., nota 18, pp. 588-590.
47 López-Ayllón, Sergio, Las transformaciones del sistema jurídico y los significados sociales del derecho en México. La encrucijada entre tradición y modernidad, México, UNAM, 1997.
48 Id. y Fix-Fierro, Héctor, "¡Tan cerca, tan lejos! Estado de derecho y cambio jurídico en México (1970-1999)", Boletín Mexicano de Derecho Comparado, México, UNAM, núm. 97, enero-abril de 2000, pp. 155-267.
49 Vigo, Rodolfo, Interpretación constitucional, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1993, p. 183.
50 Carpizo, Jorge, "El Poder Ejecutivo y las relaciones exteriores de México", en varios autores, La Constitución y las relaciones exteriores de México, México, Instituto Matías Romero, 1997, pp. 60-63.
51 Semanario Judicial de la Federación, México, 8a. época, t. 60, tesis P.C/92, registro número 205, 596, 1992, p. 27.
52 Recientemente, la Suprema Corte de Justicia de la Nación emitió la tesis jurisprudencial del pleno número 11/2001, de 18 de enero de 2001, en donde nuevamente coloca al Tratado de Extradición entre los Estados Unidos Mexicanos y los Estados Unidos de América por encima del Código Penal federal. Igualmente, en el juicio seguido por Ministerio Público federal en contra de Ricardo Miguel Cavallo, el juez sexto de distrito en material penal del Distrito Federal sostuvo la preeminencia del Tratado de Extradición y Asistencia Mutua en Material Penal entre los Estados Unidos Mexicanos y el Reino de España por encima de las disposiciones de la ley de extradición.
53 El artículo 41, fracción II, inciso c), párrafo II de la Constitución señala: "La ley fijará los criterios para determinar los límites a las erogaciones de los partidos políticos en sus campañas electorales; establecerá los montos máximos que tendrán las aportaciones pecuniarias de sus simpatizantes y los procedimientos para el control y vigilancia del origen y uso de todos los recursos con que cuenten, y asimismo, señalará las sanciones que deban imponerse por el incumplimiento de estas disposiciones". Y el artículo 116, fracción IV, inciso h), de la Constitución señala: "Se fijen los criterios para determinar los límites a las erogaciones de los partidos políticos en sus campañas electorales, así como los montos máximos que tengan las aportaciones pecuniarias de sus simpatizantes los procedimientos para el control y vigilancia del origen y uso de todos los recursos con que cuenten los partidos políticos; se establezcan asimismo, las sanciones por el incumplimiento a las disposiciones que se expidan en esas materias".
54 El artículo 46 de la Constitución de Guatemala de 1985, señala que en materia de derechos humanos, los tratados y convenciones aceptados y ratificados por Guatemala tienen preeminencia sobre el derecho interno. La Constitución de los Países Bajos prevé que para el caso de tratados contrarios a la Constitución se exijan dos tercios del Parlamento para su aprobación. En España, Francia, Austria, Perú y Honduras se requiere para la incorporación al ordenamiento jurídico interno frente a un tratado que contradiga las disposiciones constitucionales, un procedimiento similar al establecido para la reforma de la Constitución o directamente la revisión constitucional.
55 El artículo 10.2 de la Constitución española de 1978 señala: "Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España".
56 Atienza, Manuel, "El derecho como argumentación", en Isegoría, Revista de Filosofía Moral y Política, Madrid, núm. 21, noviembre de 1999, pp. 37-47.
57 Hart, H. L. A., op. cit., nota 35, pp. 155 y ss.
58 Dworkin, Ronald, Los derechos en serio, Barcelona, Ariel, 1984, pp. 61-101.
59 Velasco Arroyo, Juan Carlos, "El lugar de la razón práctica en los discursos de aplicación de normas jurídicas", Isegoría..., cit., nota 56, pp. 49-68.
60 MacCormick, Neil, "Retórica y Estado de derecho", ibidem, pp. 5-21.
61 La bibliografía es muy extensa. Véase, entre otros, a: Perelman, Chaïm, La lógica jurídica y la nueva retórica, Madrid, Civitas, 1979; MacCormick, Neil, Legal and Reasoning and Legal Theory, Oxford University Press, 1978; Alexy, Robert, Teoría de la argumentación jurídica, trad. de M. Atienza e I. Espejo, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989; Aarnio, Aulis, "Única respuesta correcta y principio regulativo del razonamiento jurídico", Doxa, núm. 8, 1990; Viehweg, Theodor, Tópica y jurisprudencia, Madrid, Taurus, 1964.
62 González Oropeza, Manuel, "La interpretación jurídica en México", Isonomía, Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, México, ITAM, núm. 5, octubre de 1996, pp. 65-76.
63 Véase, por ejemplo: Vázquez, Rodolfo (comp.), Interpretación jurídica contemporánea, México, Fontamara, 1998.
64 Vigo, Rodolfo Luis, op. cit., nota 49, pp. 203-233.
65 Es evidente que esta noción está tomada de Konrad Hesse. Véase Hesse, Konrad, Escritos de derecho constitucional, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1992, pp. 57 y 58.
66 Zagrebelsky, Gustavo, op. cit., nota 6, p. 119.
67 Sobre el análisis económico del derecho véanse, entre otros, a: Calabresi, G. y Bobbit, Ph., Tragic Choices, New York, W. W. Norton and Company, 1978; Posner, R. A., Economic Analysis of Law, Boston, Little Brown, 1977; y Torres López, Juan, Análisis económico del derecho, Madrid, Tecnos, 1987.
68 Wroblewski, Jerzy, Constitución y teoría general de la interpretación jurídica, Madrid, 1985, Cuadernos Civitas, pp. 57 y ss.