HACIA UN NUEVO SISTEMA POLÍTICO Y CONSTITUCIONAL

Salvador VALENCIA CARMONA *

I. EL OCASO DE UN SISTEMA

El sistema político que se fue generando como consecuencia de la revolución mexicana ha terminado su ciclo. Tuvo sus grandes aciertos y también deficiencias evidentes; a éstas, hoy es moda verlas con lente de aumento, pero en justicia debe reconocerse al sistema que desapareció su contribución a la continuidad institucional y la paz pública de muchos años, logros de ninguna manera desdeñables en un subcontinente políticamente crítico como el latinoamericano. Como quiera, las elecciones federales de julio de 2000 marcaron el agotamiento del viejo esquema, aunque seguimos todavía inmersos en un proceso de transición que debe conducirnos a un nuevo sistema político y constitucional.

El agotamiento del sistema se produjo porque exhibía signos de deterioro y era objeto de vivos cuestionamientos. No pocas inquietudes, dudas y opiniones encontradas se habían expuesto sobre el sistema. ¿Qué estaba sucediendo ante la modernización acelerada con los principios que lo generaron? ¿Hasta qué punto el sistema había periclitado y estaba inmerso en una transición? ¿Qué podía esperarse en el futuro del sistema? ¿Cuáles eran las respuestas más pertinentes para suprimir los escollos que enfrentaba la democratización?

Sobre lo anterior, conviene hacer memoria que desde su origen el sistema político mexicano fue polémico y provocó una floración de teorías. Cierto que en sus primeros años bastó la explicación de que se trataba de un régimen singular, surgido de un movimiento revolucionario, que incluso se encaminaba hacia la democracia.1 Después se empezó a subrayar el carácter autoritario del régimen; en una interpretación muy conocida de él se dijo que se trataba de una monarquía sexenal absoluta,2

o cuando menos de una aplicación "desviada" o "deformada" del régimen presidencial, a medio camino entre el autoritarismo y la democracia.3

Más recientemente, aunque todavía persistía la opinión que lo reducía al aspecto autoritario, la tendencia dominante consideraba que nuestro sistema político estaba cambiando; se difería eso sí en el contenido o la dirección del cambio, no pocos opinaban que era un régimen en transición democrática, otros un sistema en que convivían enclaves autoritarios y democráticos, se decía también que al régimen no se le aplicaba la teoría de las transiciones, se prefería hablar de profundización o ampliación de la vida democrática.4

¿A qué se debían opiniones tan diversas? ¿De qué manera se generaron los cambios en el sistema político? ¿Cómo se operó, finalmente, la transición?

Para entender de qué manera fue cambiando el sistema político y las diversas opiniones que despertaba, hay que aplicarle el moderno enfoque del derecho constitucional, para el cual no basta el mero examen formal de la Constitución, sino precisa complementarlo con los datos que arroja la realidad política y social, dado que cualquier régimen político, en última instancia, constituye la "solución política efectiva que adopta una comunidad", misma que se sustenta en una serie de "poderes constitucionales" y "poderes de hecho" que la hacen posible.5

II. LA CRISIS DE LOS PRINCIPIOS Y DE LAS VIEJAS REGLAS

Bajo la óptica que acabamos de indicar, hay que recordar que el sistema político mexicano descansó durante mucho tiempo en principios y reglas que, sin desconocer que estuvieron sujetos a una dinámica constante, consistían básicamente en un Poder Ejecutivo fuerte, como centro de gravedad, dotado de heterogéneas y extensas facultades tanto constitucionales como "metaconstitucionales" o "poderes de hecho". Le acompañaba un régimen de partido dominante o hegemónico, con incipientes partidos de oposición. Había también ciertos arreglos sociales; un arreglo entre el Estado y la Iglesia, que duró muchos años; fuerzas militares de raíz popular, con una reconocida postura institucional; sustento del régimen en las clases medias y populares que el sistema había favorecido, pero sobre las que se habían implantando ciertos controles corporativos.

Este esquema entró en crisis, varios de sus principios y reglas se alteraron, y se transitó a una realidad política diversa. La autoridad presidencial fue severamente cuestionada en los últimos sexenios, particularmente a finales de cada periodo constitucional; el dominio del partido mayoritario decreció y los partidos de oposición ganaron en clientela; las reglas del trato con las ahora denominadas "iglesias", particularmente la católica, cambiaron -y no para bien-, no habiéndose encontrado todavía un nuevo equilibrio; el propio ejército, con motivo de los levantamientos armados y de otros incidentes, fue enjuiciado a menudo, mientras que las clases medias y populares afectadas por la dilatada crisis económica y la ausencia de una consistente política social dieron muestra de una inconformidad creciente.

Arreció la crisis del sistema político mexicano a partir de 1994. Distintos eventos, algunos notablemente graves, conmovieron al sistema. En enero surgió una insurrección armada en Chiapas, hasta ahora no resuelta; poco después el partido mayoritario perdió a su candidato presidencial, asesinado en campaña, más tarde a su secretario general, también privado de la vida. Estos hechos -que hacía muchos años no se presentaban- acompañados de varios secuestros de personajes económicamente pudientes, problemas de seguridad pública, de narcotráfico y, en general, de carácter social, hicieron temer a no pocos un porvenir borrascoso.

Como en un claroscuro, pese a tan infortunados y trágicos acontecimientos, las elecciones de 1994, 1997 y 2000, se efectuaron de manera tranquila y con una buena concurrencia a las urnas, lo que ha demostrado no sólo el gran valor que los mexicanos conceden actualmente a su voto, sino también su firme determinación de provocar un cambio pacífico en el sistema que lo haga cada vez más abierto y democrático.

III. EL PROCESO DE TRANSICIÓN

Todavía, hasta hace poco, se especulaba sobre las posibilidades de la transición en nuestro país, inquietud natural en virtud de que el sistema político mexicano estaba recorriendo caminos inéditos. Precisamente, en un estudio muy oportuno en aquel momento y que conserva actualidad, Cárdenas Gracia, después de exponer la teoría de la transición mexicana, especulaba sobre los siete escenarios posibles de la transición: la evolución, el gradualismo, la reforma pactada-ruptura pactada, el pacto opositor, el triunfo electoral opositor, la detonación y el desmoronamiento.6

Por nuestra parte, habíamos afirmado que crecía cada vez más el convencimiento de que nuestro sistema político experimentaba muchas modificaciones que lo estaban conduciendo a algo distinto,7 incluso varias de estas modificaciones habían llegado a las normas constitucionales, dicho en otros términos, el sistema había pasado ya por el momento que Morlino8 denomina "el umbral de la transformación", el punto más allá del cual un sistema político se convierte en otro. La transición mexicana estaba en aquellas etapas del proceso que se denominan liberalización y democratización, en las cuales las libertades civiles y políticas se ejercen de manera más efectiva, así como empiezan a implantarse los procedimientos normales de cualquier democracia.

La transición mexicana se resolvió, finalmente, por el triunfo electoral opositor. Ahora, en razón de la alternancia que está operándose, nos encontramos inmersos en la etapa que la teoría denomina "consolidación de la democracia", en la cual deben construirse reglas competitivas adecuadas e incluyentes para todas las fuerzas políticas. Mediante la formulación de tales reglas del juego, se aspira a que la democracia se haga rutina y el régimen político más maduro, esfuerzo nacional en el que deberán esmerarse el gobierno, el congreso, los partidos y los demás actores políticos, generando los acuerdos y consensos necesarios para alcanzar dichos objetivos.

Los tiempos son adecuados, existe el convencimiento general de que el sistema político y constitucional está exigiendo transformaciones a profundidad de amplio espectro, tanto en lo que se refiere a la reforma del Estado como al comportamiento de la propia sociedad política. Frente a estos signos que apuntan hacia un nuevo sistema, todavía incierto, es necesario avanzar, como dijo Jesús Reyes Heroles, con la sonda en la mano; es decir, es imprescindible incorporar muchas de las necesidades que la sociedad está planteando, pero sin quebrar -y cuando sea menester rescatar- aquellos principios que aún conservan valor y que nos permitieron un desarrollo pacífico prolongado.

IV. LA DISYUNTIVA CONSTITUCIONAL: NUEVA CONSTITUCIÓN O REFORMA CONSTITUCIONAL

En consecuencia, para consolidar la democracia se deberá perseverar en las transformaciones políticas que hicieron posible la transición, pero también será necesario iniciar otras de mayor o menor envergadura, mismas que a su vez ocasionarán forzosamente importantes cambios constitucionales. En este contexto, habrá que ponderar cual deberá ser la magnitud de dichos cambios constitucionales, si estos podrán resolverse mediante la reforma constitucional o será menester expedir un nuevo texto fundamental, problema que ha originado diversos debates aun no terminados.

En un afán de síntesis de las principales opiniones vertidas, se puede afirmar que la Constitución mexicana enfrenta en la actualidad una disyuntiva insoslayable: nueva Constitución o reforma constitucional. Aquélla postura sostiene que un nuevo contexto hace indispensable la nueva expedición de una ley fundamental,9 y ésta que puede aplicarse una reforma constitucional, sea de carácter integral o de carácter gradual, pero que mantenga nuestra Constitución vigente.10

Nos inclinamos por el parecer que recomienda una reforma consistente de la Constitución, por razones doctrinarias y prácticas: a) porque tenemos la firme convicción de que, en primer lugar, se rompería con una historia y tradiciones constitucionales singulares, valores políticos que es difícil encontrar en muchos pueblos del orbe, en los cuales las Constituciones se expiden a cada golpe de Estado o de cualquier otro cambio de poder; b) en virtud de que la reforma constitucional, pese a sus excesos, ha logrado conservar en lo general las decisiones políticas fundamentales, como también introducir principios e instituciones nuevas en nuestro derecho público, que se están experimentando y consolidando; c) porque existen, además, claras razones de oportunidad política para juzgar inconveniente en el momento actual la expedición de una nueva carta magna, ya que como veremos, aunque el sistema político mexicano está modificándose sensible y profundamente, su punto de arribo es todavía bastante incierto y no se han generado tampoco los amplios consensos indispensables para que surja un nuevo orden constitucional; d) y finalmente, porque en un tiempo de crisis como el que se vive cuando el sistema político y las instituciones están siendo objeto de revisión y cuestionamientos, la Constitución crece en su valor como punto de unión y de confluencia para forjar el Estado mexicano del nuevo siglo.

Pero la disyuntiva de reformar o expedir una nueva Constitución, como lo hemos señalado en otras oportunidades,11 es por hoy más un problema de poder y de negociación política que de técnica jurídica. En efecto, la supervivencia y el destino de la Constitución de 1917, está íntimamente ligada al futuro del sistema político del país. En este sentido, los resultados de las pasadas elecciones tendrán su natural influencia en el porvenir de nuestra ley fundamental, pero lo tendrán todavía más los acuerdos y consensos a que lleguen en el nuevo gobierno, los legisladores, los partidos y demás actores políticos que participarán en la construcción de un nuevo modelo político y constitucional.

Más todavía, en dichos acuerdos y consensos jugarán un papel clave las tendencias constitucionales básicas que se han venido manifestando en los últimos años, mismas que tienen sus raíces en nuestro propio proceso de transición política y en la consolidación de la democracia en que estamos ahora empeñados. Estas tendencias básicas señalan claramente los objetivos que está persiguiendo nuestro derecho público, como son cuando menos las siguientes: equilibrio de los poderes públicos; mayor control sobre el Poder Ejecutivo; impulso al Poder Legislativo y a la carrera parlamentaria, control más estricto del gasto público; un Poder Judicial más vigoroso que descanse en una efectiva justicia constitucional; un sistema de derechos humanos más efectivo e integral; fortalecimiento del federalismo y renovación municipal. Tales tendencias, estoy convencido, se mantendrán y desarrollarán con esta o con otra Constitución.

Ahora bien, en la imposibilidad de referirnos a cada uno de los tópicos señalados, examinaremos de manera muy breve los poderes Legislativo y Judicial, para hacer particular énfasis en el Poder Ejecutivo.

V. EL EQUILIBRIO DE PODERES. REFORZAMIENTO DEL PODER LEGISLATIVO Y DEL JUDICIAL

El principio de la división de poderes ha funcionado de manera bastante relativa entre nosotros y por ello ha estado en el centro del debate nacional en los últimos años. Dicho principio marcha actualmente a lo que pudiéramos denominar un nuevo equilibrio. En efecto, los poderes más importantes del régimen político mexicano, tanto en el orden federal como en el local, están demandando nuevas estructuras y formas de actuar. Un marcado consenso existe entre los partidos, el propio gobierno y la sociedad en general, de que es preciso restaurar el sentido prístino de la división de poderes y generar un nuevo arreglo entre los poderes más importantes del Estado.

En esta dirección, se han efectuado ya algunas reformas constitucionales y legales que tienden a que los poderes Legislativo y Judicial federales se desempeñen como contrapesos más efectivos, igualmente se ha hecho hincapié en el imperativo de que se reforme el propio Poder Ejecutivo. Están asimismo, por otra parte, pendientes en la agenda política nacional una serie de proposiciones e iniciativas que se proponen restaurar e incrementar el equilibrio entre los mencionados poderes.

Para el Poder Legislativo, sin ánimo de ser exhaustivos, han venido ya operando algunas reformas y otras proposiciones aun sujetas a debate, veamos las principales: a) se ha subrayado la necesidad de mejorar la función de control que el Legislativo ejerce sobre el Poder Ejecutivo del Estado mexicano, particularmente sobre el llamado "poder de la bolsa", encarnado básicamente en el presupuesto y la cuenta anual; b) una intervención mayor en la planeación nacional, donde la intervención del congreso ha sido hasta ahora bastante modesta; c) facilitar y ampliar los poderes de investigación y de fiscalización, previstos en el artículo 93 constitucional, extendiéndolos a las secretarías de Estado y otras depen-dencias no comprendidas aún en la regulación vigente; d) establecer un órgano más profesional e independiente de control financiero, que la reciente reforma constitucional ha denominado entidad de fiscalización superior, para que supervise de manera más eficaz y oportuna cómo se emplean los recursos del país; e) propiciar una participación organizada de la oposición en las comisiones parlamentarias, particularmente de aquellas vitales para el funcionamiento del congreso, entre las que se encuentra la Comisión de Vigilancia del órgano de fiscalización; f) alentar de manera sistemática la carrera parlamentaria, permitiendo la reelección limitada de los legisladores; g) actualizar de manera permanente los ordenamientos jurídicos para las cámaras, objetivo que se propuso la recién aprobada Ley Orgánica del congreso, no así el reglamento interno de añeja vigencia y cuya obsolescencia es notoria; h) incrementar en calidad y en cantidad los servicios de apoyo y de consulta, ahora tan deficientes, para tener equipos de asesores técnicos y especialistas de carácter estable y continuo que colaboren con las comisiones del congreso y con los propios parlamentarios.12

Otro tanto cabe decir del Poder Judicial, para cuya reforma se han venido haciendo diversos planteamientos, algunos ya afortunadamente alcanzados, en tanto que otros están en el tapete de la discusión; los reclamos más persistentes han sido: a) una carrera judicial más consistente, aspecto ya incorporado en el artículo 100 constitucional, que mejore el sistema de preparación y selección de jueces, introduciendo el empleo de los concursos de oposición; b) un sistema de nombramiento y promoción más independiente de los funcionarios judiciales, que se ha pretendido alcanzar con la instauración del Consejo de la Judicatura, solución que ha operado con éxito en varios países del mundo, aunque del nuestro todavía no ha rendido los frutos esperados y requiere de una buena revisión; c) implantar la declaración general de inconstitucionalidad, que ya existe en varias legislaciones latinoamericanas, superando la "fórmula Otero" que otorga efectos individuales a la sentencia de amparo, aspiración ya incorporada en el anteproyecto de ley en la materia que está en proceso de discusión; d) garantizar constitucionalmente la autonomía económica de los tribunales, mismos que han padecido en la mayoría de los estados del país una pobreza sempiterna, mientras que en el plano federal tienen asignados recursos todavía restringidos (a este respecto, el derecho comparado enseña que existen Constituciones que prevén mecanismos eficientes para garantizar los recursos del Poder Judicial, incluso se llega a fijar un porcentaje mínimo del presupuesto nacional en el texto constitucional); e) facultad de iniciativa legislativa y constitucional para la Suprema Corte de Justicia en asuntos de su competencia (a este respecto existe ya una iniciativa en la Cámara de Diputados).13

VI. LA REFORMA DEL PODER EJECUTIVO

Pero en el Poder Ejecutivo, como es natural, se han centrado todavía más los señalamientos de reforma. Casi todas las opiniones coinciden en la necesidad de establecer límites más precisos y controles más efectivos a este poder. Se han hecho también propuestas para cambiar la forma de gobierno, para establecer un régimen parlamentario, semipresidencial o un régimen presidencial con ciertas características parlamentarias. Algunos analistas, en virtud de probables escenarios electorales muy competidos, han sugerido que se utilice el escrutinio electoral a dos vueltas.

Como el principio de la división de poderes en nuestro país parece encaminarse por fin al equilibrio real y auténtico que de suyo implica, dicha transformación está ya produciendo consecuencias muy importantes para el Poder Ejecutivo, en el cual también ha iniciado un viraje que puede hacerlo arribar a un nuevo modelo. Este nuevo modelo, que se puede afirmar que está en ciernes, consiste en el posible tránsito del régimen que hemos denominado "presidencialista" a un régimen simplemente "presidencial". Ciertamente persisten aun las características básicas del presidencialismo, pero también existen ya varios signos que anuncian un esquema diverso en la organización y funcionamiento del Ejecutivo.

Un primer signo evidente de este cambio se localiza en las facultades de todo tipo que tradicionalmente ha venido ejerciendo el presidente, tanto las de carácter constitucional como las llamadas "meta-constitucionales" o "poderes de facto".

En efecto, en el plano constitucional, el Ejecutivo mexicano fue provisto desde su origen de poderosas atribuciones que fueron incrementándose de manera paulatina, pero que en los últimos años, virtud a diversas causas, han venido sufriendo mermas, admitido controles más estrictos o de plano se han desplazado hacia otros órganos públicos. De este modo, a manera de ilustración, baste recordar que el presidente dejó de ser primera autoridad agraria, por virtud de la judicialización de los procedimientos que resolvían muchas de las controversias más importantes del campo mexicano; en las cuestiones electorales, se ha excluido la representación del Ejecutivo Federal en el órgano máximo del Instituto Federal Electoral (IFE); y en el nombramiento de ministros de la Suprema Corte, la decisión definitiva ha quedado en el resorte del Senado, y ante este mismo órgano se ratifica ahora al procurador general de la república.

Por otra parte, aunque las facultades sociales y programáticas del Ejecutivo siguen conservando bastante importancia, han dejado de tener la influencia o carácter determinante de antaño. A este respecto, se ha apuntado que tales facultades han sufrido el proceso de retracción de las responsabilidades sociales del Estado; el presidente dispone ahora de recursos jurídicos muy limitados para atender las demandas de justicia en el campo; ha perdido numerosas facultades de arbitraje económico; no puede atender, por los cambios en la estructura de la economía, las demandas de los trabajadores en la misma proporción que lo hacía todavía hace pocos años; ha perdido la capacidad de influir en los procesos de producción y distribución de bienes y servicios, porque los ha transferido a manos privadas; además, al establecer una política de gasto público que no permite el déficit, se han provocado también considerables limitaciones en los servicios de salud, educación, vivienda, abasto, transporte y otros similares, que han formado parte de las políticas sociales del Estado mexicano y de las que el presidente ha sido proveedor directo.14

Quizá el cambio más dramático ha ocurrido en las relaciones con el Poder Legislativo. Nunca hasta ahora, salvo breves momentos de nuestra historia, el Poder Legislativo había estado en condiciones de reivindicar de manera plena las atribuciones que le son propias, para servir de efectivo contrapeso al poder presidencial. Las apasionadas pero necesarias discusiones sobre el presupuesto, la utilización más habitual y exigente de las comparecencias y de las comisiones de investigación, la revisión más escrupulosa de las iniciativas en materia constitucional y legal, han sido botones de muestra del nuevo actuar del congreso. No todo ha sido positivo; los consensos han sido frecuentemente difíciles de alcanzar, su saldo ha sido una parálisis legislativa preocupante; las actitudes impropias y escandalosas de algunos legisladores han causado descrédito; en fin, el debate legislativo ha descendido en no pocas ocasiones a niveles grotescos. Pese a tales excesos, explicables en el aprendizaje democrático que requiere paciencia y largo tiempo, no pueden negarse los méritos mayores que encarnan en un Poder Legislativo fortalecido, que está poniendo a punto sus mecanismos de control y que se ha convertido en centro neurálgico de la política nacional.

El Poder Ejecutivo se encuentra respecto de los partidos políticos en otro escenario, en virtud de que se ha transitado de un sistema hegemónico a uno pluripartidista. Una de las primeras consecuencias de este nuevo escenario consiste en la desaparición de las llamadas facultades metaconstitucionales del presidente respecto del aparato político; antes, como presidente del partido hegemónico decía la última palabra en la selección de diputados, senadores y la designación de los gobernadores de los estados, situación que ha variado de manera evidente.

El gobierno del país, por ello mismo, ha dejado de ser homogéneo en sus distintos niveles. Ahora en la Cámara de Diputados y aun en el Senado, en varias entidades federativas y en muchos municipios de país, se está experimentando el fenómeno del "gobierno dividido", que entraña una nueva realidad política y representa un serio desafío para los propios partidos que requieren emplear a sus mejores inteligencias en el logro de una política de consenso y de tolerancia. La formación de varios grupos de opinión dentro y fuera de las cámaras ha hecho más arduo el arreglo interno entre grupos, y atenuado la inveterada disciplina partidaria. Es indudable que del comportamiento y la madurez de los partidos, de la forma que adopten las coaliciones políticas en el congreso, y fuera de él, así como de la capacidad de liderazgo y de negociación del presidente, dependerá en mucho la estabilidad y gobernabilidad del país.

El Ejecutivo se enfrenta, por último, a una sociedad mexicana mucho más interesada en los asuntos públicos. La ciudadanía en general es ahora más participativa y vigilante frente al poder, actitudes que bien encauzadas pueden propiciar un mejor funcionamiento del Estado y coadyuvar al advenimiento de la democracia. En este sentido, ha sido sorprendente el desempeño que han tenido las organizaciones no gubernamentales para el progreso y la defensa de los derechos humanos, así como la tesonera actividad que varios representantes de la sociedad civil han realizado en el debate electoral y en la reforma del Estado. Los medios de difusión han estado también a la altura de sus nuevos cometidos, en pocas etapas de nuestra evolución han ejercido de manera tan cabal sus libertades, con sus normales excepciones.

VII. RÉGIMEN PRESIDENCIAL O RÉGIMEN PARLAMENTARIO

Todos los cambios operados en nuestro sistema político han conducido a varios estudiosos a formular diversas preguntas de las que es preciso ocuparse ¿Podrá o no mantenerse el régimen presidencial, y si así es, bajo qué condiciones? ¿Será menester optar por otro régimen de gobierno, como el sistema parlamentario, uno de carácter presidencial con rasgos parlamentarios o alguna solución mixta? ¿Frente a la futura competencia partidaria, debe conservarse la elección presidencial a una sola vuelta o sustituirla por la doble vuelta electoral?

Respecto del régimen presidencial, se percibe la tendencia casi general que lo sigue considerando como el más adecuado para nuestro país, aunque al propio tiempo se coincide también en la necesidad de que sea objeto de considerables reformas. En efecto, en diferentes estratos de la sociedad, en los partidos políticos y en el propio gobierno (recuérdese la desafortunada expresión "presidencia acotada"), existe el convencimiento generalizado de renovar a fondo el Poder Ejecutivo para enfrentar los nuevos tiempos, esta renovación del Poder Ejecutivo implicaría superar por obsoletos algunos de los rasgos autoritarios que aun conserva, fortalecer simultáneamente los mecanismos genuinamente democráticos que están en la Constitución, pero a los que les falta desarrollo, para de esta manera conformar un nuevo modelo de organización y funcionamiento del Ejecutivo.

No se propone un Ejecutivo impotente o mero conciliador de intereses. Un país como el nuestro, con tantas carencias y con tan complejos problemas, demanda un Ejecutivo fuerte. Se sostiene que el presidencialismo mexicano debe eliminar el "ismo" para ser presidencial a secas, para que devenga en un Ejecutivo que sustente su fuerza, parafraseando a Franklin Roosevelt, en el "caudillaje moral y social" que emana de la identificación y el respaldo que de sus decisiones haga la comunidad nacional. Como ya se dijo, expresado en sintética fórmula, se trata del paso del presidencialismo a un régimen sencillamente presidencial, objetivo que no puede ser resultado de la voluntad individual de un presidente, de los partidos, o de ciertos estratos sociales, el cambio debe venir de toda la comunidad nacional.

La reforma que se opere en el Ejecutivo tiene forzosamente que ser integral, ya que la instauración de un nuevo modelo requiere transformaciones considerables en nuestro sistema político y constitucional, así como en la superación de ciertas prácticas viciosas o excluyentes. Entre estas reformas, que son de urgencia nacional, se pueden mencionar: ejercicio más ponderado de las vastas y poderosas facultades presidenciales, tanto por la responsabilidad de su titular como por la intervención de los demás poderes públicos; robustecer los mecanismos de comunicación de los funcionarios del Ejecutivo hacia el Legislativo, así como conceder mayores atribuciones y facilidades a las comisiones de investigación de las cámaras; respeto pleno a los mecanismos de frenos y contrapesos que existen entre los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial; iniciativas constitucionales y legislativas del Ejecutivo en que se consulte a los sectores involucrados, a los partidos y a la propia opinión pública; en fin, grandes decisiones nacionales compartidas, no unilaterales, incompatibles con un país que ya es otro.

Pero no todo consiste en procurar que los poderes estatales funcionen, y que se apliquen los tradicionales mecanismos de control. El problema es de fondo, en cuanto se trata de sustituir a un régimen de gobierno por otro que está en formación, involucrando a todo el sistema político. En este sentido, Lujambio15 ofrece una concepción apropiada, ya que defiende la idea de que la manera en que se combine un conjunto de arreglos institucionales puede ser definitiva para la estabilidad de una democracia presidencial y para evitar su quiebra: los poderes constitucionales del presidente, el papel de la legislatura, el número de partidos, el calendario de elecciones presidenciales y legislativas, los recursos para el patronazgo, la disciplina de los partidos, la elección presidencial de mayoría relativa a una sola vuelta, el federalismo. Evidentemente, este tema es de extraordinaria complejidad y relevancia.

Todo indica, asienta Diego Valadés,16 que el caso mexicano es el de la transición de un sistema presidencial a otro sistema presidencial: éste, al que se propende, será uno que permita articular los términos de una democracia consolidada y que ofrezca posibilidades de reequilibrar las relaciones de poder en México. No parece recomendable, ni siquiera necesario, abrir la agenda de la discusión más allá del nuevo arreglo del poder. Para este objeto el mecanismo adecuado es el de la reforma constitucional, que en el caso mexicano ha demostrado ser de una gran amplitud. La agenda, por lo que se refiere a las formas de relación entre los órganos de poder, deberá ser extensa.

Ahora bien, aunque hasta ahora la tendencia general se inclina por el régimen presidencial, existen también opiniones que recomiendan el sistema parlamentario por sus mayores ventajas. En esta dirección, Cárdenas Gracia17 ha expresado que en nuestro país, el régimen presidencial "se encuentra desacreditado y no se da en un contexto democrático", y por ello hay "necesidad de un régimen parlamentario", al cual le encuentra las siguientes ventajas: a) tiene flexibilidad, ya que se trata de un modelo diseñado para la cooperación política; b) posee soluciones constitucionales para la confrontación entre el Legislativo y el Ejecutivo; c) en consecuencia, no se produce la parálisis del Legislativo, ni los impasse entre los poderes (deadlock); d) fortalece el sistema de partidos y los juegos de suma positiva; e) genera legitimidad y estabilidad política. Como se advierte, esta opinión recoge básicamente los argumentos en que se sustenta la tesis de Linz y sus seguidores en favor del régimen parlamentario.18

Se han respondido a estos argumentos por algunos autores que han abordado el tema y por algunos partidarios del sistema presidencial,19 quienes consideran que los panegiristas del parlamentarismo, en su propósito de defender a ultranza su modelo, ocultan los riesgos y defectos que entraña, confían en lo abstracto en la técnica de la ingeniería constitucional, y no toman en cuenta que el régimen de gobierno sólo es una variable dentro de un amplio y multiforme contexto. Esgrimen varias ventajas, por tanto, a favor del régimen presidencial: a) el presidencialismo es más democrático, en virtud de que existe un compromiso directo del Ejecutivo con el pueblo, antes que con una fracción parlamentaria de la clase política; b) produce gobiernos mucho más estables, ya que no se presenta la falta de continuidad del Ejecutivo por crisis ministeriales recurrentes, derivadas de un sistema de partidos fragmentado, c) la tensión entre el Ejecutivo y el Legislativo que a veces provoca este régimen es en el fondo positiva en tanto que constituye una garantía de control del poder concentrado; d) consecuentemente, la existencia de poderes independientes, iguales y fuertes, induce a los agentes políticos a la negociación y a la corresponsabilidad; e) puede contribuir también a la formación de partidos políticos fuertes y disciplinados, como ocurre con varios países de régimen presidencial, así como su marcado carácter nacional posee un potencial oligárquico contra las influencias locales.

Para superar estas antinomias entre el régimen parlamentario y el régimen presidencial se han propuesto una serie de medidas con el propósito de encontrar soluciones intermedias, entre las más conocidas están: a) introducir la figura del primer ministro, que asumiría una función de enlace y negociación con el Legislativo y los partidos, así como la coordinación del gabinete para proteger al presidente, de tal manera que éste pudiera cumplir sus funciones de jefe de Estado y estar en posibilidades de fomentar consensos para la consolidación democrática; b) rediseñar cuando menos la estructura del Ejecutivo, creando un "ministro coordinador", quien recibiría atribuciones especiales relativas a la administración general del país, y un "consejo de ministros", que sería consultado por aquél y por el propio presidente de la República, quien previamente se comprometería con el Legislativo en un programa de trabajo común, c) aprovechar e intensificar los matices parlamentarios que existen por lo regular en las Constituciones latinoamericanas (aprobación de los miembros del gabinete por el Legislativo; censura parlamentaria; cuestión de confianza del gobierno hacia el Legislativo; refrendo; informes de ministros), para establecer "puentes de colaboración" entre el Ejecutivo y el Legislativo; d) permitir la reelección del presidente por un periodo de cuatro años, y la reelección sin límite de los parlamentarios, para fortalecer al primero y facilitar la carrera parlamentaria; e) establecer la disolución del congreso, que sería unicameral, por una sola vez durante el periodo presidencial, siempre y cuando haya elecciones comunes y no intermedias; f) se concedería el servicio simultáneo en el Ejecutivo

y en el Legislativo para ministros o diputados que cumplan funciones de gobierno, y el congreso podría relevar de sus funciones hasta a tres ministros.20

Otra opción de régimen de gobierno es el presidencialismo "alternativo" o "intermitente", propuesta por el profesor italiano Sartori,21 quien por cierto la recomienda específicamente para México. Descansa el sistema en "dos motores" cuyas máquinas no se encienden simultánea, sino sucesivamente; en una primera etapa (de cuatro a cinco años), los dos primeros gobiernos funcionarían según las reglas del régimen parlamentario normal, el presidente guardaría una "legitimidad reservada", cercana al papel simbólico de jefe de Estado; si el gobierno parlamentario fracasa, se abre la segunda etapa, se enciende el segundo motor, un "fuerte mecanismo presidencial" por el resto del periodo de la legislatura, en el cual el presidente es también jefe de gobierno, nombra o destituye a discreción a sus miembros del gabinete, y no está sujeto a voto de confianza ni puede ser destituido por el Parlamento; para que las dos etapas operen, se elige al presidente directa o indirectamente por una mayoría absoluta del voto popular, su periodo coincide con la duración del Parlamento, y puede ser reelegido sin límite alguno.

Aunque no se le ha escatimado el mérito de ser una solución novedosa y sugerente, se ha señalado que es muy problemático aplicar la fórmula de Sartori en nuestro país, entre otras razones: porque se trata de una solución, más de gabinete, que real, difícil de conciliar con la tradición del Ejecutivo fuerte que hemos tenido; para los partidos y para la clase política no es fácil comprender el doble juego de legitimidad que provoca la combinación del sistema parlamentario y presidencial; la propuesta acentuaría los niveles de conflicto político ya que se cambiaría de régimen de gobierno de manera impredecible, situación en que no sería posible estructurar consensos duraderos y se propendería a la fragmentación política; tanto los interesados en mantener el gobierno parlamenta-

rio o propiciar la implantación del presidencial, dedicarían sus mejores esfuerzos en hacer fracasar la fórmula rival.22

Pero si la fórmula del profesor Sartori no parece factible, si hay que destacar la clara y sensata visión que tiene sobre la etapa que vive el país. En recientes declaraciones, expresó que la transición política mexicana no aterriza, ya dejó atrás el puerto de partida, pero todavía no sabe cuál es el de llegada. México todavía funciona porque el presidente tiene en sus manos el poder suficiente para mantener el sistema de acuerdo con las viejas reglas. El poder presidencial está muy erosionado, es cierto, pero aún no han sido constituidos otros poderes alternativos. Así que, antes de destruir completamente el poder presidencial, hay que edificarlo, de lo contrario, se paralizará el país.23

VIII. LA ELECCIÓN PRESIDENCIAL

Otro asunto que se ha venido discutiendo respecto del Poder Ejecutivo, es si el tradicional sistema de elección del presidente a una sola vuelta debe mantenerse, o si es preferible optar por la segunda vuelta electoral, en virtud de la competitividad electoral tan intensa que se ha producido en las últimas elecciones presidenciales.24

Efectivamente, las elecciones presidenciales en México han sido cada vez más competidas. En 1988, el presidente electo, Carlos Salinas, fue duramente impugnado por el candidato opositor, Cuauhtémoc Cárdenas, y algunos años después, en una determinación que provocó escándalo, la Cámara de Diputados decretó la destrucción de las boletas electorales de aquel proceso electoral. Por lo que se refiere a la elección presidencial del año 2000, estaba prevista una competencia cerrada entre los partidos, así sucedió en una campaña durante la cual los órganos electorales se mostraron incapaces de controlar la precampaña y la campaña electoral más larga de la que se tenga memoria, así como la influencia desmedida que en ella ejercieron los medios de difusión, todo lo cual nos habla de que es necesario perfeccionar el régimen electoral y cuando menos revisar las normas que rigen para la elección presidencial.

Quizá por estos escenarios electorales se ha venido proponiendo que se establezca la segunda vuelta electoral para la elección presidencial, fórmula practicada desde hace muchos años en Francia, de tal manera que si ningún candidato obtiene la mayoría absoluta en la primera vuelta, se abra la segunda para que los dos candidatos que hayan obtenido la votación más alta capten los votos de los demás partidos, situación que propicia las alianzas y las coaliciones. Se sostiene que con la aplicación de este mecanismo, el presidente electo tendría una mayor legitimidad porque estaría respaldada por una mayoría de electores muy clara, situación que le permitiría establecer un consenso que garantice la estabilidad política ante la pluralidad creciente, así como para emprender los cambios profundos que demanda el sistema.25

Aunque la proposición es seductora y se le ve con simpatía por algunos, ha sido también desde ahora objeto de varios cuestionamientos, he aquí los principales: a) la segunda vuelta tiende a fragmentar la competencia e incentiva las escisiones, ya que cualquier candidato aspira cuando menos al segundo lugar y a la larga a obtener el triunfo; b) la segunda vuelta, en última instancia, es sólo un voto prestado por un día al candidato de una coalición, tan luego pasa la elección se disuelven las mayorías efímeras y engañosas; c) puede hacer llegar, la segunda vuelta, a partidos francamente minoritarios y provocar enfrentamientos con el congreso, como sucedió con Collor de Melo, en el Brasil, quien fue destituido, y con Fujimori en el Perú, quien dio un golpe de Estado para disolver al Legislativo; d) la fórmula no contribuye a la evolución y madurez de los partidos, en virtud de que tienen que relegar su plataforma ideológica y su programa electoral, en aras del cálculo inmediatista y de afán de poder; e) con una sola vuelta los partidos compiten más unidos, y no se incentiva la multiplicación de candidatos; en tanto que en la segunda vuelta, dada la distribución real del voto y las preferencias ideológicas de los diversos partidos, sería difícil su cooperación en una mayoría inventada, que no se reflejaría en la distribución de fuerzas en el congreso.

IX. LA NO REELECCIÓN

Un último tópico al que es necesario referirse es al principio de la no reelección, ya que se teme con razón que si se propone la reelección para los legisladores, le seguiría después fatalmente la misma sugerencia para el Poder Ejecutivo, al cual se le prohíbe de manera absoluta dicha reelección, según el artículo 82 constitucional. Es más, el propio titular del Ejecutivo actual ha mostrado su acuerdo en la reelección de los legisladores, así como de los presidentes municipales, opinión que algunos han visto con sospecha, porque le atribuyen el deseo oculto de prolongarse en el poder, ambición que de ser así sería catastrófica para el país.

A este respecto, conviene ratificar que ha sido la no reelección una conquista inapreciable del constitucionalismo mexicano, principio sustancial del régimen presidencial, e incluso válvula de seguridad del propio sistema político. Mediante su aplicación irrestricta se ha posibilitado el avance cívico de la nación y ha sido hasta ahora el símbolo de lucha contra el despotismo, un valladar a las ambiciones políticas, y el mentís constitucional más rotundo a la doctrina de los hombres necesarios.

La no reelección fue el resultado de un prolongado proceso de importantes hechos históricos en el país.

Durante el siglo XIX, el principio de la no reelección se concibió de manera menos terminante, ya que las Constituciones de la época sólo prohibían que el presidente se reeligiera de forma indefinida, postura explicable que compaginaba con la presencia de caudillos que concebían las normas a sus deseos o gobernaban en continuos estados de emergencia.

Con la revolución, la situación cambió de modo radical y correspondió a Madero elevar la cláusula antirreeleccionista a doctrina constitucional; fue el prócer quien mejor comprendió la importancia de que los hombres no se perpetuaran en el poder. Desde el Plan de San Luis de 5 de octubre de 1910, proclamó que la no reelección del presidente, del vicepresidente, de los gobernadores de los Estados y de los presidentes municipales, debía ser ley suprema. Expulsado Díaz del poder, Madero se apresuró a reformar la Constitución de 1857, el 28 de febrero de 1911, con la finalidad de incluir un precepto que declaraba que el presidente y el vicepresidente no podrían ser reelectos.

Lo propio sucedió con Venustiano Carranza y con el Constituyente de 1917. Aquél, en su proyecto, propuso de manera clara el principio referido, y en éste privó un clima antirreeleccionista evidente, salvo las aisladas voces de algunos legisladores.

Desde entonces hasta la fecha, salvo el intento de Obregón, el principio de la no reelección puede considerarse una regla de oro del Estado mexicano. En la conciencia de cada uno de nosotros existe la firme creencia de que la no reelección es un mecanismo anticaudillista eficaz, en cuanto limita de manera temporal la duración del poder del Ejecutivo, para evitar el humano pero pernicioso sentimiento de los gobernantes de prolongarse en el mando. Cada vez que la opinión pública percibe barruntos reeleccionistas, reacciona con justificada alarma porque para los mexicanos: democracia y renovación periódica del mando son sinónimos de nuestra vida política.

X. CONCLUSIONES

Con fundamento en lo expuesto, y a manera de proposiciones sintéticas, efectuaremos las siguientes conclusiones:

Primera. El sistema político que se fue generando como consecuencia de la revolución mexicana ha terminado su ciclo. La transición mexicana se resolvió, finalmente, por el triunfo electoral opositor. Ahora, en razón de la alternancia que está operándose, nos encontramos inmersos en la etapa que la teoría denomina "consolidación de la democracia", en la cual deben construirse reglas competitivas adecuadas e incluyentes para todas las fuerzas políticas. Mediante la formulación de tales reglas del juego se aspira a que la democracia se haga rutina y el régimen político más maduro.

Segunda. Los tiempos son adecuados. Existe el convencimiento general de que el sistema político y constitucional está exigiendo transformaciones a profundidad de amplio espectro, tanto en lo que se refiere a la reforma del Estado como al comportamiento de la propia sociedad política. Frente a estos signos que apuntan hacia un nuevo sistema, todavía incierto, es imprescindible incorporar muchas de las necesidades que la sociedad está planteando, pero sin quebrar -y cuando sea menester rescatar- aquellos principios que aún conservan valor y que nos permitieron un desarrollo pacífico prolongado.

Tercera. Sostenemos que en la actualidad puede aplicarse para estas transformaciones una reforma constitucional, sea de carácter integral o de carácter gradual. Existen varias razones que explican este aserto: una historia y tradición constitucional singulares; principios e instituciones jurídicas nuevas que apenas están en proceso de consolidación; razones de oportunidad política, en virtud de que el sistema político mexicano está modificándose sensiblemente, y su punto de arribo es todavía incierto; porque no se han generado los consensos para que surja un nuevo orden constitucional, situación en la que la actual ley fundamental crece en su valor como punto de unión y de confluencia.

Cuarta. Además, la disyuntiva de reformar o expedir una nueva Constitución, como lo hemos señalado en otras oportunidades,26 es hoy más un problema de poder y de negociación política que de técnica jurídica. En efecto, la supervivencia y el destino de la Constitución de 1917 está íntimamente ligada al futuro del sistema político del país. En este sentido, los resultados de las pasadas elecciones tendrán su natural influencia en el porvenir de nuestra ley fundamental, pero lo tendrán todavía más los acuerdos y consensos a que lleguen en el nuevo gobierno, los legisladores, los partidos y demás actores políticos que participarán en la construcción de un nuevo modelo político y constitucional.

Quinta. Las tendencias constitucionales básicas que experimenta nuestro derecho público se mantendrán con esta u otra Constitución, son cuando menos las siguientes: equilibrio de los poderes públicos; mayor control sobre el Poder Ejecutivo; impulso al Poder Legislativo y a la carrera parlamentaria; control más estricto del gasto público; un Poder Judicial más vigoroso que descanse en una efectiva justicia constitucional; un sistema de derechos humanos más efectivo e integral; fortalecimiento del federalismo y renovación municipal.

Sexta. En el Poder Ejecutivo se han centrado muchos de los señalamientos de la reforma del Estado, pero en el Poder Ejecutivo, como es natural, se han centrado todavía más los señalamientos de reforma. Casi todas las opiniones coinciden en la necesidad de establecer límites más precisos y controles más efectivos a este poder. Se han hecho también propuestas para cambiar la forma de gobierno, para establecer un régimen parlamentario, semipresidencial o un régimen presidencial con ciertas características parlamentarias. Algunos analistas, debido a probables escenarios electorales muy competidos, han sugerido que se utilice el escrutinio electoral a dos vueltas.

Séptima. Ha sido la no reelección una auténtica conquista del constitucionalismo mexicano, principio básico del régimen presidencial y válvula de seguridad del sistema político. Por medio de su aplicación irrestricta, se ha conseguido el avance cívico de la nación, se ha evitado el despotismo, se ha logrado constituir en un obstáculo a las ambiciones políticas, y se ha desmentido con eficacia a la doctrina de los hombres necesarios.

* Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

Notas:
1 Cfr. Furtak, Roberth, El partido de la revolución y de la estabilidad política en México, México, UNAM, 1974; Scott, Roberth, Mexican Government in Transition, University of lllinois Press, Urbana, 1964. Citado por Silva Márquez, Jesús, "Memorias del ornitorrinco", Nexos, núm. 1974, febrero de 1994, pp. 28-39. Compara Silva el sistema mexicano con el ornitorrinco, que tiene rasgos de reptil y de mamífero, su descripción con "cosas y peros": autoritario, pero no militarizado; constitucionalmente federal pero altamente centralizado; corporativo pero incluyente, con amplias pero imperfectas libertades civiles; con un partido hegemónico de origen revolucionario pero sin una ideología cerrada.
2 Cosío Villegas, Daniel, El sistema político mexicano y el estilo personal de gobernar, México, FCE, 1972 y 1974, respectivamente.
3 Cfr. Duverger, Maurice, Intitutions Politiques et droit constitutionnel, París, PUF, 1988, pp. 58 y ss.; Hauriou, André, Derecho constitucional e instituciones políticas, Barcelona, Ariel, 1989, pp. 946 y ss.; Prêlot, Marcel y Boulois, Jean, Institutions politiques et droit constitutionnel, 10a. ed., París, Dalloz, 1987, pp. 163-164.
4 Para estas interpretaciones, véanse: varios autores, Interpretaciones sobre el sistema político mexicano, México, PRI-IEPES, 1990 (particularmente los trabajos de Diana Daves y Patrice Mele); igualmente, los artículos de Garretón, Woldenberg, Ruiz Massieu, Paoli y otros, en varios autores, Las transiciones en América Latina, México, Cambio XXI, 1990.
5 Jiménez de Parga, Los regímenes políticos contemporáneos, 5a. ed., Madrid, Tecnos, 1974, p. 63.
6 Cfr. Cárdenas Gracia, Jaime, Transición política y reforma política en México, UNAM, pp. 109 y ss.
7 Cfr. Valencia Carmona, Salvador, Derecho constitucional a fin de siglo, México, Porrúa-UNAM, 1995, pp. 44 y ss.; Fix-Zamudio, Héctor y Valencia Carmona, Salvador, Derecho constitucional mexicano y comparado, México, Porrúa-UNAM, 1999, pp. 403 y ss.
8 Morlino, Nicolás, Cómo cambian los regímenes políticos, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1985, pp. 49 y ss.
9 Cfr. Entre otros, Cárdenas Gracia, Jaime, Una Constitución para la democracia. Propuestas para un nuevo orden constitucional, México, UNAM, 1996, pp. 33-58; también id., Transición política y reforma constitucional en México, México, UNAM, 1994, pp. 147 y ss.; González Oropeza, Manuel, "Una nueva Constitución para México", El significado actual de la Constitución, México, UNAM, 1998, pp. 309 y ss.
10 García Ramírez, Sergio, "La reforma constitucional", Vigencia de la Constitución de 1917, LXXX Aniversario, Secretaría de Gobernación, Archivo General de la Nación, 1997, pp. 253 y ss.; Fix-Zamudio, Héctor, "¿Constitución renovada o nueva Constitución?", 80 Aniversario. Homenaje a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, México, UNAM-Instituto de Investigaciones Jurídicas, pp. 89 y ss; Valadés, Diego, El control del poder, México, UNAM, 1997, p. 410.
11 Cfr. Valencia Carmona, Salvador, "Constitución y transición política", en varios autores, Hacia una nueva constitucionalidad, México, UNAM, 1999, pp. 373 y ss.; id., "Las tendencias constitucionales básicas después de 1917", en varios autores, La ciencia del derecho durante el siglo XX, México, UNAM, 1998, pp. 945 y ss.
12 Para el tema del Poder Legislativo, véanse: Rodríguez Lozano, Amador, La reforma al Poder Legislativo en México, México, UNAM-Corte Constitucional de Guatemala, 1998; varios autores, El Poder Legislativo en la actualidad, México, Cámara de Diputados-UNAM, 1994; Orozco Enríquez, Jesús, "El sistema presidencial en el Constituyente de Querétaro y su evolución posterior", El sistema presidencial mexicano, Porrúa, México, 1998, pp. 1 y ss.; Valadés, Diego, "El control interorgánico entre los poderes Legislativo y Ejecutivo de México", op. cit., nota 10, pp. 245 y ss.; Pedroza de la Llave, Susana Thalía, El Poder Legislativo, México, UNAM, 1997; Huerta Ochoa, Carla, Mecanismos constitucionales para el control del poder político, México, UNAM, 1998.
13 Los trabajos de Héctor Fix-Zamudio se recomiendan para el tema del Poder Judicial: "El Ejecutivo federal y el Poder Judicial", El sistema presidencial mexicano, México, Porrúa, 1998, pp. 269 y ss.; Justicia constitucional, Ombudsman y derechos humanos, México, Comisión Nacional de Derechos Humanos, 1993; "Órganos de dirección y administración de los tribunales en los ordenamientos latinoamericanos", en varios autores, Memoria del Colegio Nacional, 1992; introducción al estudio de la defensa de la Constitución en el ordenamiento mexicano (en prensa). A manera de antecedentes sobre el tópico del Poder Judicial, véanse las reflexiones de González Casanova, Pablo, La democracia en México, México, Era, 1965, pp. 21 y ss.; y Schwarz, Carl, "Jueces en la penumbra: la independencia del Poder Judicial en los Estados Unidos y en México", Anuario Jurídico, México, 1977, t. II, p. 197.
14 Valadés, Diego, op. cit., nota 10, pp. 363 y 364; véase infra nota 25.
15 Lujambio, Alonso, Federalismo y congreso en el cambio político de México, México, UNAM, 1995, p. 104.
16 Valadés, Diego, op. cit., nota 10, p. 409; véase infra nota 25.
17 Cárdenas Gracia, Jaime F., Transición política y reforma constitucional en México, México, UNAM, 1994, pp. 170 y ss.; asimismo, Una Constitución para la democracia. Propuesta para un nuevo orden constitucional, México, UNAM, 1996, pp. 47 y ss.
18 Linz, Juan, "Presidential or Parlamentary Democracy: Does it make a difference?", The Failure of Presidential Democracy (Comparative perspectiva), Baltimore John Hopkins University Press, 1994.
19 Nolien, Dieter y Fernández, Mario, Presidencialismo vs. parlamentarismo, Caracas, Editorial Nueva Sociedad, 1991, pp. 15 y ss.; Serna de la Garza, José María, La reforma del Estado en América Latina: los casos de Brasil, Argentina y México, México, UNAM, 1998, pp. 69 y ss.
20 Para estas medidas, veánse: varios autores, Presidencialismo..., cit., nota anterior; varios autores, El presidencialismo puesto a prueba, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1992; Valenzuela, Arturo, "Presidencialismo y parlamentarismo en América Latina", El Universal, la. secc., 3 a 5 de noviembre de 1998, p. 4.; Aguilar, Pedro, "Coaliciones y presidencialismo" y Hurtado, Javier, "El presidencialismo que viene", Voz y voto, núm. 72, febrero de 1979, pp. 9 y ss.
21 Sartori, Giovanni, Ingeniería constitucional comparada, trad. de Roberto Reyes Mazzoni, México, FCE, 1994, pp. 168 y ss.
22 Carbonell, Miguel, Constitución, reforma constitucional y fuentes del derecho en México, México, UNAM, 1998, pp. 115-116; Valadés, Diego, op. cit., nota 10, pp. 407 y 408; infra nota 25.
23 Véanse las declaraciones de Giovanni Sartori en El Universal, 9 de noviembre de 1998, la. secc., pp. 1-18.
24 Han aparecido en las publicaciones periódicas, diversos artículos sobre el tema: Elizondo Mayer-Serra, Carlos, "Segunda vuelta", Reforma, 18 de septiembre de 1998; Crespo, José Antonio, "Segunda vuelta", Reforma, 30 de mayo de 1998, p. 23-A; "Segunda vuelta, escenario para el 2000 (Informe especial)", Financiero, 27 de diciembre de 1998, p. 12 ; Sodi, Demetrio, "Segunda vuelta electoral", El Universal, 29 de enero de 1999, la. secc., p. 7; Segovia, Rafael, "Las vueltas electorales", Reforma, 27 de mayo de 1998, p. 22-A; Gutiérrez Barrios, Fernando, "Segunda vuelta", El Universal, 22 de noviembre de 1998, la. secc., p. 20; Burgos, Enrique, "Sistema electoral ¿Segunda vuelta?", El Universal, 2 de noviembre de 1998, la. secc., p. 7.
25 En una conferencia reciente del profesor Giovanni Sartori, sostuvo que llegó la hora de que México también se pregunte si es el momento de establecer una segunda vuelta para la elección presidencial, así como aseguro que no le veía ningún propósito útil para continuar con el sistema mixto electoral que provoca la fragmentación de partidos, recordando que México siempre ha funcionado sobre un Poder Ejecutivo fuerte, lo cual no puede ser reemplazado por un sistema parlamentario que no funcione. Al comentar las proposiciones, el consejero electoral Alonso Lujambio rechazó las propuestas indicando que acabar con el sistema mixto significaría cerrar el paso a los partidos que mediante la representación proporcional obtienen escaños, agregando que se está en un momento de integración y no de exclusión de las fuerzas políticas, cfr. El Universal, 30 de enero del 2001, secc. A, p. 6.
26 Cfr. Valencia Carmona, Salvador, "Constitución...", cit., nota 11, pp. 373 y ss.; id., "Las tendencias...", cit., nota 11, pp. 945 y ss.