Boix Palop, Andrés, Las convalidaciones legislativas, Madrid, Iustel, 2004, 638 pp.

La obra del profesor de la Universidad de Valencia Andrés Boix Palop es la primera escrita en la doctrina española dedicada a analizar extensa y monográficamente las convalidaciones legislativas de reglamentos y actos administrativos. Y probablemente será la última durante mucho tiempo, porque ahora mismo parece difícil que alguien prudente y bien informado vaya a embarcarse en una siempre costosa investigación para publicar algo que corre un serio riesgo de palidecer en la comparación con este riguroso y fino estudio, que apenas deja cabos sueltos.

La estructura del libro es bien sencilla. Tras dedicar unas p. s introductorias a identificar los abundantes problemas de la mayor importancia que en un Estado democrático de derecho plantean las convalidaciones legislativas, definirlas conceptualmente e ilustrar con algunos ejemplos selectos sus diversas modalidades, el autor se centra en el análisis exhaustivo de su justificación y, sobre todo, de su licitud constitucional, estudiando en qué medida son compatibles con la igualdad, la seguridad jurídica, la interdicción de la arbitrariedad, la irretroactividad de las normas desfavorables y restrictivas de derechos individuales, el derecho a la tutela judicial efectiva, la división de poderes... Ahí es nada. El lector tan sólo podrá echar en falta el análisis de una cuestión de cierta relevancia práctica: el de los criterios que el intérprete debe seguir a la hora de precisar si el legislador ha querido, o no, efectuar implícitamente una convalidación. La cuestión es averiguar si existe o no convalidación y cuál es su alcance. Se trataría, por ejemplo, de ver si la Ley 57/2003 de Medidas para la Modernización del Gobierno Local ha pretendido dar validez (con efectos desde su entrada en vigor) a las numerosas ordenanzas locales sancionadoras que con anterioridad se habían dictado sin la debida cobertura legal.

Al autor no le preocupan excesivamente las disquisiciones conceptuales a las que tanta afición hay entre muchos juristas. Sus esfuerzos se dirigen a formular criterios lo más perfilados posibles que permitan resolver los problemas de primera importancia práctica que plantean determinadas medidas legislativas. Y hace bien. Para ello ofrece un concepto de convalidación legislativa deliberadamente ambiguo y amplio: "cualquier actuación del legislador que, por medio de la aprobación de una norma con rango de ley, pretende anular los efectos prácticos de la declaración de ilegalidad ya recaída o que pueda recaer en el futuro sobre una actuación previa de la Administración" (p. 106). La razón es que, aunque en este concepto cabe incluir operaciones legislativas muy heterogéneas, que producen efectos jurídicos de muy distinta calidad, todas ellas satisfacen necesidades y plantean problemas constitucionales más o menos semejantes, que merecen un tratamiento similar.

Uno de los puntos nucleares y más interesantes del libro es el relativo a la justificación de las convalidaciones legislativas. Boix Palop lleva razón cuando advierte que algunas circunstancias (básicamente, el hecho de que el Parlamento, en un sistema político dominado por los partidos, constituye con frecuencia una simple correa de transmisión de los dictados del gobierno) explican el creciente recurso del legislador a estas operaciones, si bien de ningún modo lo justifican jurídicamente. Más discutible —y contradictoria— es su tesis de que "los severos perjuicios que al interés general pueda suponer la anulación de una disposición o actuación administrativa no son relevantes a efectos de la justificación de la convalidación", es decir, a los efectos de precisar si la misma es constitucionalmente legítima (p. 141). El autor discrepa, pues, de la postura mayoritariamente sostenida por los tribunales y la doctrina, a la que yo me adhiero, según la cual, para juzgar la licitud de una convalidación legislativa, resulta no sólo relevante, sino absolutamente inexcusable y decisivo el que la misma —o, desde otro punto de vista, la validez de la regulación administrativa en cuestión— sea útil, necesaria y proporcionada para satisfacer un fin público lo suficientemente relevante. Sólo entonces pueden quedar justificados los perjuicios y sacrificios eventualmente derivados de la actuación del legislador.

El autor considera que esta postura es, en realidad, la doctrina de las circunstancias excepcionales, del estado de necesidad, que permitiría sacrificar en supuestos extraordinarios la legalidad ordinaria vigente para salvaguardar un bien jurídico que en el caso concreto tiene mayor valor. Y ofrece dos argumentos para criticarla. El primero es que "plantea severos problemas de previsibilidad, pues nunca se sabrá a ciencia cierta si una ley de convalidación es legítima hasta que se haya pronunciado la última instancia jurisdiccional con capacidad de fiscalización a la que competa realizar el análisis de proporcionalidad referido" (p. 137). El segundo, de "índole técnica", es que si la validez de una regulación administrativa en peligro viene exigida por el principio de necesidad, la convalidación del legislador superflua: dicha regulación sería válida en sí misma, sin necesidad de que el legislador la convalide (pp. 138 y ss.).

Me parece muy discutible la afirmación de que la postura dominante constituye una aplicación de la doctrina del estado de necesidad, con las connotaciones negativas que en el derecho público se asocian a la misma. Desde luego, y como el propio autor reconoce, a nadie se le había ocurrido antes efectuar semejante identificación. Más bien creo que aquélla es un reflejo de la teoría que concibe los principios jurídicos en general y los constitucionales en particular como mandatos de optimización.1 Los poderes públicos, de acuerdo con esta concepción, deben realizar todos los bienes constitucionalmente protegidos en la mayor medida de lo posible, dentro de las limitaciones fácticas y jurídicas existentes, derivadas de la escasez de recursos disponibles y de la obligación de atender otros principios jurídicos, cuyas exigencias en no pocos casos son contrapuestas. Ello supone lógicamente que los perjuicios causados por una convalidación legislativa a determinados principios constitucionales —piénsese en la seguridad jurídica de quienes desobedecieron un reglamento inválido que luego se convalida retroactivamente— sólo se justifican en la medida en que dicha actuación del legislador sea útil, necesaria y proporcionada para satisfacer otro fin constitucionalmente legítimo. La cuestión se plantea exactamente en los mismos términos cuando se trata de justificar cualesquiera restricciones a otros mandatos de optimización establecidos en la norma suprema. Así, por ejemplo, hoy existe un amplio consenso jurisprudencial y doctrinal en punto a que las limitaciones de los derechos fundamentales sólo se ajustan a la Constitución cuando son adecuadas, necesarias y proporcionadas para salvaguardar un fin público lo suficientemente relevante, y a nadie se le ocurre decir que esta doctrina constituye una manifestación de la teoría del estado de necesidad.

La doctrina mayoritaria tampoco implica, por otra parte, que la intervención convalidadora del legislador deba considerarse siempre superflua. La razón es que el Parlamento goza de un margen de maniobra notablemente mayor que los Tribunales para ponderar todos los intereses en juego y llegar a la conclusión de que una determinada regulación administrativa merece obligar. Hay regulaciones —ponderaciones— que no están al alcance de los tribunales, y que sólo pueden ser legitimadas a través del procedimiento legislativo, mediante un procedimiento que satisface los principios de publicidad, pluralismo y democracia en mucha mayor medida que el proceso judicial. Volvamos otra vez al ejemplo de los derechos fundamentales. Nadie discute que el legislador sólo puede tipificar como delito cierta conducta, castigándola con una determinada privación de la libertad, cuando ello constituye una medida útil, necesaria y proporcionada para salvaguardar un bien constitucionalmente legítimo, cuando los beneficios para la comunidad derivados de esta medida preventiva superan a sus costes. Ahora bien, ello no implica que, a falta de la debida tipificación legal, los tribunales puedan considerar que dicha conducta es delictiva y privar de su libertad a quienes la han llevado a cabo. Es más, no pueden hacerlo ni aun cuando resulte evidente que el legislador —en virtud, por ejemplo, de los deberes de protección derivados de los derechos fundamentales— debiera haber previsto un castigo penal para la misma.2

Lo que late en la tesis de Boix Palop, me parece, es una cierta aversión al método de la ponderación o, dicho más exactamente, al arbitrio judicial que la misma conlleva. El autor pretende encontrar criterios técnicos precisos y sencillos que permitan determinar inequívoca y categóricamente cuándo una convalidación legislativa se ajusta a la Constitución, sin necesidad de recurrir a valoraciones casuísticas que, indudablemente, constituyen una fuente de inseguridad y posibles arbitrariedades. Ello, por ejemplo, le lleva a concluir de manera categórica que la reserva de jurisdicción y, con ella, el derecho a la tutela judicial efectiva sólo quedan vulnerados por una convalidación legislativa cuando lo que se convalida es un acto anulado por sentencia firme en la que se reconoció una situación jurídica individualizada. Sólo en ese caso pero también siempre en ese caso. La regla no puede ser más simple y manejable.

El problema es que resulta muy dudoso que el objetivo que se fija el autor pueda alcanzarse. Habida cuenta de la extremada indeterminación y vaguedad de los preceptos constitucionales, la interpretación de los mismos apenas permite la subsunción. Éste es un ámbito donde ineluctablemente ha de reinar la ponderación. El propio autor incurre en una cierta incoherencia cuando, movido por la "necesidad" de integrar en nuestro derecho la jurisprudencia del Tribunal Europeo de los derechos Humanos, acaba sosteniendo que la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos consagrada en el artículo 9.3 de la Constitución constituye en la práctica "el límite más relevante frente a las leyes de convalidación" (p. 525), y que para determinar si éstas son o no arbitrarias habrá que utilizar básicamente los mismos criterios empleados por el mentado Tribunal: es decir, habrá que efectuar valoraciones a la vista de las circunstancias concretas de cada caso; precisar en qué medida la convalidación era previsible para los afectados; ver si existen o no "factores de interés general que permitan considerar racional y razonable la necesidad de una regulación en el sentido de la realizada". La arbitrariedad sólo podrá deducirse de un análisis global de todos esos factores en el caso concreto. A tal efecto, "adquiere una gran relevancia el análisis de proporcionalidad que al respecto pueda hacerse, la ponderación de todos los factores" referidos (pp. 513 y ss.).

Es más, tengo la impresión de que también las reglas supuestamente categóricas y libres de elementos valorativos formuladas por Boix Palop para precisar cuándo una convalidación legislativa infringe otros mandatos constitucionales distintos del de interdicción de la arbitrariedad constituyen, en realidad, el resultado de una ponderación implícita. ¿Por qué la convalidación retroactiva de un reglamento mediante sentencia firme es admisible y, en cambio, la de un acto administrativo singular anulado por una resolución judicial firme que reconoce una situación jurídica individualizada vulnera inexorablemente la reserva de jurisdicción y el derecho a la tutela judicial efectiva? El autor entiende que la cosa juzgada, en cuanto que manifestación de este derecho fundamental, sólo cubre las pretensiones individuales, no las generales (pp. 383 y ss.). Pero esta explicación es insatisfactoria, primero, por su carácter tautológico y, segundo, porque este derecho sí ampara pretensiones "generales", sí comprende el derecho de impugnar directamente disposiciones reglamentarias y obtener eventualmente su anulación.3 En mi opinión, la determinación de aquello sobre lo que se ha decidido irrevocablemente en el proceso también debe realizarse sopesando las exigencias de estabilidad derivadas de la seguridad jurídica y las de los principios que en su caso demanden la alteración del statu quo. Y es obvio que las primeras son mucho más intensas —hasta el punto de resultar prácticamente invencibles— cuando se ha resuelto sobre la situación jurídica concreta de una determinada persona que cuando se ha decidido respecto de una regulación abstracta y general.

En lo que estoy completamente de acuerdo con Boix Palop es en que los tribunales, especialmente el Constitucional, deben reconocer al legislador democrático un muy amplio margen de discrecionalidad para ponderar y juzgar si la convalidación es arbitraria o no. Los argumentos ofrecidos por el autor para defender esta tesis son del todo convincentes. Su análisis en este punto es casi "definitivo", de una altura muy difícil de superar. Y algo semejante puede decirse del estudio que hace de otras cuestiones, como los límites constitucionales a la retroactividad de las normas, la división de poderes y la llamada responsabilidad patrimonial del Estado legislador. Sus perspicaces y clarificadoras observaciones deberán ser tenidas en cuenta no sólo por todos aquellos que a partir de ahora pretendan decir algo sobre las convalidaciones legislativas, sino también por quienes traten cada uno de esos temas en general. Mis discrepancias con las opiniones del autor —por ejemplo, aún no he logrado comprender cuál es el significado que atribuye al término singular cuando afirma insistentemente que todas las convalidaciones legislativas, incluso las de normas reglamentarias abstractas y generales, son siempre singulares—, no me impiden ver que la lectura de este libro es una excelente inversión para cualquier iuspublicista.

Gabriel DOMÉNECH PASCUAL*

* Doctor en derecho, Univesidad Cardenal Herrera-CEU.

Notas:
1 Véase Würtenberger, Thomas "Rechtliche Optimierungsgebote oder Rahmensetzungen für das Verwaltungshandeln", VVDStRL, 58, 1999, pp. 139-176.
2 Cfr. la Sentencia del Tribunal Europeo de los derechos Humanos de 26 de marzo de 1985 (X. e Y. c. Países Bajos, 8978/80).
3 Falta Texto