VALADÉS, Diego (ed.), Gobernabilidad y constitucionalismo en América Latina, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2005, serie Doctrina Jurídica, núm. 243, 453 pp.

El libro, cuya presentación nos reúne bajo patrocinio del Consejo Argentino de Relaciones Internacionales, llega en una hora apropiada. Su editor, nuestro amigo, el eminente jurista e investigador mexicano, Diego Valadés, con voz propia y no sólo para resumir los dieciocho calificados ensayos que integran el volumen, dice bien que "con un sentido semejante al de gobernabilidad y de buen gobierno, se utiliza la expresión calidad de la democracia"; que es, en esencia, el drama de nuestros días: gobiernos elegidos por el pueblo quienes luego vacían de contenido a la misma democracia, postergan las libertades y entronizan todo género de prácticas arbitrarias.

De allí su clara afirmación en cuanto a que:

como lo concluye el editor en su acabado Estudio introductorio. Queda fija en el libro y en su contexto, de esta manera, la idea matriz y el compromiso que animara la iniciativa intelectual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México: proveer, desde la perspectiva jurídica constitucional, elementos de juicio suficientes para una reflexión actual, seria y urgente sobre la democracia y acerca de la gobernabilidad en la democracia, con vista a sus finalidades intrínsecas.

Nace la obra, pues, en un momento de tránsito histórico excepcional, y nos atreveríamos aseverar, de ingobernabilidad hobbesiana —si apelamos a la expresión ingeniosa de Reis, recogida en el ensayo de José Afonso Da Silva—.

La ingobernabilidad, como tal, indica o sugiere, en efecto, los peligros y riesgos que en el presente viven y asumen los valores de este modelo político milenario y espacialmente limitado: la democracia a secas, reclamada en su universalidad vocacional, pero que ahora como nunca antes debe descubrírsela como derecho humano de los pueblos; pero democracia, a fin de cuentas, también víctima de todos los denuestos y señalada, sobre todo en la América Latina, como la responsable de nuestros males endémicos.

No por azar, el informe preparado por el PNUD en 1994 con el título "Ideas y aportes. La democracia en América Latina", sin mengua de las reservas que nos suscita, asegura que " la proporción de latinoamericanas y latinoamericanos que estarían dispuestos a sacrificar un gobierno democrático en aras de un progreso real socioeconómico super[aría] el 50%".

De allí, entonces, la firme y oportuna precisión del ex presidente Valentín Paniagua, quien a partir de la experiencia peruana recuerda en su ensayo que la democracia ha sido apenas un momentum, quizá un desideratum, en la pléyade de autocracias militares y civiles que nutren el tiempo y la sustancia de nuestra historia bicentenaria de pueblos y de naciones.

Tenemos en nuestras manos, así las cosas, un estudio cabal, no sólo necesario sino esperado y mucho, acerca de la gobernabilidad de la democracia y sobre las categorías constitucionales que ora pueden hacerla posible, ora pueden ayudarnos a prevenir en cuanto a las realidades o las amenazas que la inhiben o que la acechan en su desempeño, dándoles un curso de solución igualmente constitucional y procurador del ahora llamado y reclamado buen gobierno. "La gobernabilidad democrática —como lo enfatiza Valadés— plantea una alta carga de demandas al sistema constitucional" de nuestro tiempo.

Mal podríamos situar el alto valor y el significado de este libro, por otra parte, sin que tengamos presente como referencia —más allá del uso pionero que de la palabra gobernabilidad hiciera el constitucionalista británico Walter Bagehot, en 1876— el planteamiento central de otro informe que sobre la gobernabilidad de las democracias fuese elaborado dos décadas antes, por los profesores Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanusi, editado por la New York University Press con el nombre The crisis of democracy (Nueva York, 1975).

Da Silva, citado, quien escribe sobre "A gobernabilidade num Estado Democrático de Direito", nos lleva de su mano y letra más allá de los indicadores de desempeño institucional y de gobernabilidad que exigiría la ponderación de nuestras democracias, para recordarnos, a la luz del Informe Huntington, que el concepto de gobernabilidad "se construyó en la ocurrencia de su opuesto: la ingobernabilidad", que acuñáramos al inicio de esta comunicación.

Mas ella fue advertida como tal y como fenómeno específico en los setenta, dada la crisis del modelo de Estado de bienestar o social de derecho, una vez que llegara a los límites de sus posibilidades, y en razón de la sobrevenida incapacidad del Estado para asumir las demandas exponenciales de sociedades en movimiento y, por ende, exigentes. Era el momento de la llamada "ingobernabilidad por sobrecarga".

Esta vez —de allí el sentido paralelo de la mención anterior— podemos observar y apreciar un tiempo distinto, tiempo puente o de tránsito —lo repetimos— entre dos eras, de mayores desafíos pero también de ingentes amenazas para la experiencia democrática, en tanto y en cuanto afectan con severidad a lo institucional. Vivimos, así las cosas, en la ingobernabilidad por anomia, llamada supra "hobbesiana".

El constitucionalista argentino, nuestro amable anfitrión, Alberto Ricardo Dalla Vía, comenta en su ensayo, siguiendo a Nino y a la luz de la idea de la eficacia normativa, sobre "el elevado grado de incumplimiento de las normas" en Argentina —con perjuicio de la predictibilidad de las relaciones humanas en un Estado de derecho y democrático— e igualmente característica, como lo creemos, de la personalidad sincrética de los iberoamericanos. Se trata también de lo que Reis —mencionado por Da Silva— describe, desde su ángulo particular, como la inseguridad general de la vida humana y planetaria: provocada, entre otros elementos, por la penetración del narcotráfico, léase la "violencia urbana, la criminalidad intensificada, la inseguridad", dentro de un cuadro de desdoblamiento, producto —en su entender— de la globalización, y que para colmo de males explotan con avidez los artesanos del terrorismo.

No es del caso ni nos corresponde elaborar un juicio sobre el contenido de la obra que justifica nuestras palabras. Ella es suficiente por sí sola y, sobre todo, es plural y varia en sus aproximaciones a los temas de gobernabilidad, buen gobierno y constitucionalismo, con vistas a la muy tormentosa experiencia democrática latinoamericana. Sobran en sus páginas los argumentos para un análisis cuidadoso y detallado, conceptual y práctico, muy actual, sobre la materia.

Preferiríamos, provocados por las reflexiones de sus autores en colectivo, plantear o sugerir de manera breve algunos enfoques vinculados, sí, al libro que nos ocupa, pero que han sido objeto de nuestra reflexión personal en los años recientes y en circunstancias tan especiales como ésta: sea en Brasilia —a propósito de la Cumbre Regional de la UNESCO sobre Desarrollo Político y Principios Democráticos, celebrada en 1997—, sea en ciudad de México —durante el Congreso Internacional de Culturas y Sistemas Jurídicos Comparados, en 2004—, o aquí en Buenos Aires, por invitación que nos dispensará la Asociación Argentina de Derecho Comparado.

El primer asunto tiene que ver con la mencionada ingobernabilidad por anomia.

El ingreso a la era de la inteligencia artificial y, de suyo, el sobrevenido carácter residual que experimentan los supuestos materialistas y/o espaciales que dieran lugar a las elaboraciones marxistas, socialistas, socialcristianas y liberales como nutrientes de la cosa pública y que hicieran posible la fragua del Estado soberano que conocemos, ha hecho trizas buena parte de los paradigmas de la Ilustración, del racionalismo e incluso de las dos grandes guerras del siglo XX. Y esto es así aun cuando no nos atrevamos a predicar con Fukuyama, prevenidos por Valadés, la muerte de la historia, ni con Alain Minc, el fin de la democracia como sistema político de gobierno.

Creemos con Touraine, mejor aún y por ahora, que la democracia es víctima de su propia fuerza; quizá porque en la desnudez institucional que acusa el hombre —varón y mujer— por obra de la misma transición histórica que le encuentra como actor y testigo, no tiene otra alternativa que mirarse a sí mismo y en la materia de sus harapos, y a los otros en sí mismo para redescubrir las potencialidades de su inmanente dignidad. Pero de nada le serviría este esfuerzo si a la par no es conciente de las realidades que acechan a su milenario señorío sobre la naturaleza.

La integración acelerada y la compactación universal de hechos inéditos y muy recientes: piénsese en la cibernética o en el descubrimiento del mapa genético de los seres humanos, corre pareja, en síntesis, a la movilidad transfronteriza de los mayores problemas: la pobreza y la inseguridad global, y a una severa desintegración de los anclajes de la vieja estatalidad, es decir, de esa "patria de bandera" tan autosuficiente, y denostada por Miguel de Unamuno.

Luigi Ferrajoli, teórico italiano del derecho y de la política, tiene base fundada al escribir en sus Razones jurídicas para el pacifismo (Madrid, Trotta, 2004) sobre la emergencia factual —coetánea o consecuencia de la misma globalización— de "instancias de autonomía política fundadas en reivindicaciones localistas y comunitarias nacionalistas, étnicas o religiosas, entendidas como factores de identidad cultural".

Es preciso, además, al advertir que lo común a una u otra tendencia, sea la globalizadora o integradora de lo humano en la virtualidad, sea la que multiplica los localismos, es la "crisis del Estado nacional": la advertida fragilidad de sus rieles de transmisión, los poderes públicos centrales, los partidos políticos, y la misma idea de la soberanía, en suma. De allí los trastornos y el desprestigio que éstos padecen y que no pocos observadores reducen a la idea repetida de la ingobernabilidad.

En el caso de América Latina, la circunstancia es evidente. Pero no es ocioso registrar, como dato para la memoria, que nuestros Estados y partidos —sea por abulia o degeneración, sea por temor o ausencia de lucidez— no estuvieron, en el momento de la inflexión histórica, a la altura de sus obras de modernización; que hicieron posible, quiérase o no, la emergencia de esas sociedades maduras y en movimiento que tanta incertidumbre concita a quienes, como albaceas de la institucionalidad declinante, la administran en su agonía.

Demasiado grande y complejo es el Estado de nuestro tiempo como para ocuparse y entender la vida y los problemas del hombre común: quien sólo sabe de "patrias de campanario". En contrapartida, se muestra débil e ineficaz como nunca antes para su elemental cometido: el mantenimiento del orden dentro del derecho, que no sea apelando a la resurrección de los autoritarismos. Y si éste sobrevive, agonizante, lo es a empellones y disimulado tras el arrojo de neocaudillos en emergencia, ventrílocuos del poder o expertos traficantes de las ilusiones.

Vivimos la oposición corriente y en boga entre el sueño planetario que imaginara Kant y un desarraigo en explosión anidado por los miedos de reciente cuño, suerte de:

Cabe la aguda reflexión de Alain Touraine acerca de la democracia, pues recuerda que la ausencia de unidad —léase de solidaridad o de vocación hacia lo universal— le quita sentido a la comunicación, como la falta de diversidad le resta a la vida humana su aliento; por lo que debería imponerse, según él, la necesaria combinación entre la unidad de la razón y la diversidad de las memorias. La democracia —lo dice Touraine, recordando a Charles Taylor— es a fin de cuentas la política del reconocimiento de los otros.

Más allá del discurso crítico a la globalización, en síntesis, lo que es de apreciar y destacar es la ausencia de decisiones concretas, actuales, viables y multilaterales que le insuflen certidumbre, aún a destiempo, a los paradigmas que sobre el respeto y la garantía internacional de los derechos humanos —en tanto que contenido y razón de ser de la democracia— dictara como prescripciones de orden público supraconstitucional la Carta de San Francisco, en 1945.

Dice, preocupado, Ferrajoli: "No se han elaborado hasta ahora formas [constitucionales o supraconstitucionales] a la altura de la globalización y capaces de asegurar, mediante el gobierno de las numerosas interdependencias que caracterizan las relaciones internacionales, la paz, la igualdad y los derechos fundamentales de los pueblos y de las personas"; ni se avizora, peor aún, alguna reflexión válida sobre el urgente y necesario trasplante de la regla democrática hacia el plano de lo global.

Le corresponderá a la opinión pública, por lo mismo, en términos más exigentes a los que hicieran posible su desempeño durante las grandes revoluciones de los siglos XVIII y XIX y que determinaran el nacimiento del moderno Estado de derecho, proveer ahora lo necesario. Lo dice bien Adrián Ventura en su sugestivo ensayo: "En la democracia de la era de la información o infocracia, el poder no resi[dirá] exclusivamente en la autoridad", como lo fuese hasta el reciente pasado. Así de simple.

En lo doméstico, de cara a la metástasis social en curso, nada distinto del discurso reactivo se esgrime o argumenta contra todo aquello que, por disolvente, mitológico, populista u oportunista cuestionamos y tachamos por menguante, que duda cabe, de nuestras seguridades, de nuestras libertades políticas. Medramos sin respuestas a la crisis de plenitud y de coherencia antes ofrecidas por el orden del Estado y sin que tampoco sepamos cómo resolver, más allá de la fingida y gastada evocación de la soberanía o de la autodeterminación, el trasiego hacia sus fueros —anegándolos— de la realidad global en acción y gestación, a pesar de que ésta todavía carezca de gobierno y direccionalidad ciertos.

El otro asunto que nos motiva, hace relación con la idea de gobernabilidad dibujada por Valadés y que sólo se realizaría dentro de procesos democráticos en los que las decisiones sean adoptadas por autoridades legítimas, tanto en su origen como en su desempeño.

La concepción finalista de la democracia, cabe recordarlo, ha sido y es propia y sustantiva al sistema interamericano en su progresividad normativa. Y esto es así más allá de la falta de su generalidad como experiencia, e incluso a pesar de que ella, la democracia —si apelamos a la descripción de Rómulo Betancourt, ex presidente venezolano— no sea sino un intersticio: "paréntesis fugaz entre largas etapas en las que se impuso sobre la nación el imperio autoritario de dictadores y de déspotas".

La democracia en las Américas —como expediente teórico y jurídico, y desde tal perspectiva— ha sido objeto de una "deslocalización" paulatina durante casi dos centurias, vale decir, de su consiguiente traslado material desde los ámbitos propios al derecho constitucional hacia el derecho internacional regional y común, con énfasis especial en el ámbito garantista de los derechos humanos.

Bastaría una revisión contextual somera, en seguidilla, de hitos fundamentales (como el Congreso de Lima de 1847, y las sucesivas conferencias internacionales americanas hasta 1936; la Carta de la OEA y la Declaración Americana de Derechos Humanos de 1948; la Declaración de Santiago de 1959; la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969, junto a su desarrollo jurisprudencial, desde mediados de los años ochenta; el Compromiso de Santiago y la Resolución 1080 de 1991; el Protocolo de Washington de 1992, hasta las recientes Cumbres de las Américas), para afirmar, sin ambages, que tanto el planteamiento finalista de la democracia como la inédita definición de un sistema de seguridad colectiva hemisférica de las democracias, no representan —teóricamente y para las Américas— un salto en el vacío, ni es la obra sobrevenida de una desviación "mundializadora" en momentos de acusada ingobernabilidad.

Así que, dado el argumento que ante nosotros esgrimiese el nuevo secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, en cuanto a que las prescripciones de la novísima Carta Democrática Interamericana mal podrán aplicarse o coadyuvar a la gobernabilidad y/o al buen gobierno en las Américas, de no ser que se asegure previamente el principio de la autodeterminación, hemos de precisar que bastaría una exégesis cuidadosa de la Doctrina Monroe, sobre la que se construyera el clásico principio de la no-intervención, para probar que éste —antes que salvaguardar la autonomía política y la discrecionalidad soberana de los Estados— quiso impedir la prórroga del criterio de la legitimidad monárquica esgrimido por el Tratado de la Santa Alianza de 26 de septiembre de 1815, para garantizar de tal modo la propagación de los ideales republicanos en el nuevo mundo.

No podía sorprender, pues, que uno de los propósitos del Congreso Anfictiónico de Panamá convocado por Simón Bolívar fuese, en 1826, la reafirmación de la democracia "republicana" en el continente y su cristalización como principio ordenador del derecho internacional americano. El artículo 29 del célebre Tratado de Unión, Liga y Confederación Perpetuas, recogido en su espíritu por la carta democrática de 2001 es, mutatis mutandi, consistente al respecto: "Si alguna de las Partes variase esencialmente sus formas de gobierno, quedará, por el mismo hecho, excluida de la Confederación, y su Gobierno no será reconocido, ni ella readmitida en dicha Confederación, sino por el voto unánime de todas las partes que la constituyeren entonces".

Hemos de decir también y en este orden, a la luz del libro que nos reúne, que las referencias del ex presidente Paniagua y las del catedrático venezolano, Allan Brewer Carías, a la Carta Democrática Interamericana, y el comentario Dalla Vía —inspirado en Recaséns Siches e influenciado por el pensamiento de Werner Golschmidt— acerca del orden cierto y seguro, pero justo para que pueda ser tal en una democracia, permiten reseñar en términos propios y locales eso que desde el ámbito europeo sostiene Ferrajoli, al decir que fue "la constitucionalización rígida de los derechos fundamentales" la que hizo posible un cambio en la naturaleza misma de la democracia: haciéndola avanzar desde su dimensión formal, política y procedimental, como sistema de gobierno, hacia otra sustantiva, que la asegura como derecho humano de los pueblos. De allí que, inevitablemente, desborde los fueros impermeables del Estado para situarse en el corazón de la idea de humanidad y como parte esencial de su patrimonio común.

No por azar, desde mucho antes de ser adoptada la Carta Democrática, César Gaviria, secretario general de la OEA, pudo decir en 1997 que: "Cuando hoy hablamos de gobernabilidad estamos refiriéndonos no a la vigencia de las instituciones democráticas desde un punto de vista simplemente formal, sino a la legitimidad de esas instituciones [y también, por qué no decirlo] a los peligros que la acechan". Otro tanto hizo la Corte Interamericana de San José de Costa Rica, al declarar en su Opinión Consultiva OC5/85 que "las justas expectativas de la democracia deben... orientar la interpretación de la Convención [Americana de Derechos Humanos] y, en particular, aquellas disposiciones que están críticamente relacionadas con la preservación y funcionamiento de las instituciones democráticas".

Pero más allá de los dogmas jurídicos o políticos o de la exégesis normativa y sus naturales complejidades, lo cierto es que junto al fin de la guerra fría y el avance hacia la mundialización, toma cuerpo, cada vez más, la idea de la legitimidad política y específicamente democrática —en su origen y en su desempeño— como necesaria para el acceso regular de los Estados al entramado de las relaciones internacionales contemporáneas.

Las "cláusulas democráticas" contenidas en los tratados y acuerdos internacionales más recientes, en especial los de cooperación e integración regional, son una muestra palpable al respecto. Se trata, justamente, de una realidad que se inserta en el movimiento internacional pos bipolar y que provoca, de modo real y coherente, como lo diría luego Boutros Boutros-Ghali, entonces secretario general de Naciones Unidas, "un veritable droit international de la démocratie".

Por lo pronto, más allá del valor mayor o menor que quiera o no atribuírsele a la Carta Democrática Interamericana, como lo reconoce la Declaración de Santiago sobre la Democracia y Confianza Ciudadana: Un Nuevo Compromiso de Gobernabilidad para las Américas, que fuera adoptada por la OEA en 2003, ella "constituye el principal referente hemisférico para la promoción y defensa de principios y valores democráticos compartidos en las Américas al inicio del siglo XXI". Y eso, por sí solo, vale, y bastante, a la hora de hablar y debatir sobre las condiciones —elementos esenciales y componentes fundamentales— para la gobernabilidad y el buen gobierno de la democracia.

No quisiera concluir esta comunicación que rinde merecido homenaje a los autores de la obra Gobernabilidad y constitucionalismo en América Latina, entre éstos nuestro amable anfitrión y dilecto amigo, Alberto Ricardo Dalla Vía, sin señalar lo que nos resulta esencial a la luz de las útiles enseñanzas que encierra. La democracia es hoy, antes que todo y antes que nada, un derecho humano. Es y existe, como tal derecho, antes y por encima del Estado. Así de simple.

De modo que la gobernabilidad en democracia mal podrá construirse si se le entiende como un mero recurso o sistema de relaciones entre poderes, atado a la estatalidad, que pueda sobrevivir de espaldas a la persona humana concreta y a su dual vocación, como individuo y como ser carente, necesitado de los otros. No será posible la gobernabilidad, como lo inferimos del criterio de la Della Vía, sin una seguridad normativa justa, es decir, construida para la realización de la justicia como dimensión sustantiva del derecho: obra, por lo mismo, de la autonomía o de los consensos, de la adhesión pacífica espontánea y de normas que al describir la realidad social lo hagan para fortalecer las potencialidades del hombre, el desarrollo libre y posible de su personalidad humana.

Dentro de tal gobernabilidad en democracia, el buen gobierno será tal en tanto y en cuanto tenga por límite y cometido la premisa que, luego de una dura y cruenta experiencia, sirve de pórtico a la Constitución alemana de 1949: " La dignidad del hombre es sagrada y constituye deber de todas las autoridades del Estado su respeto y protección". No será posible cuando medie, en línea diversa, un postulado como el que domina y sirve de eje transversal al andamiaje normativo de Venezuela, luego de 1999: "El Estado tiene como sus fines... el desarrollo de la persona". El Estado, en suma, sería el todo, y la persona humana, su apéndice.

Tampoco será posible la gobernabilidad y el buen gobierno en democracia, en el caso de América Latina, si no somos capaces de romper con los atavismos que sellaran nuestra condición germinal de americanos: cultores del mito de "El Dorado" —herederos sin mérito ni trabajo de las fortunas con las que habría recompensado la providencia al nuevo mundo— y, de cara a nuestras frustraciones, invocadores cotidianos del gendarme necesario.

Como epílogo, pues, permítasenos leer lo que in extensu y acerca de la democracia y su gobernabilidad escribiésemos en nuestro libro Cultura de paz y derechos humanos, coeditado en 2000 por la UNESCO.

He aquí, entonces, una clara concepción estimativa y permanente de la democracia como gobierno del pueblo, por ser la misma —lo reiteramos con énfasis— "un modo de vida, un conjunto de actitudes afirmadas en valores éticos, sin los cuales sus bases serían endebles y sus posibilidades inciertas".

Asdrúbal AGUIAR*

* Doctor en derecho. Profesor titular de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica "Andrés Bello". Profesor visitante de la Universidad de Buenos Aires. Académico correspondiente de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas (Argentina).