Salazar Ugarte, Pedro y Gutiérrez Rivas, Rodrigo, El derecho a la libertad de expresión frente al derecho a la no discriminación. Tensiones, relaciones e implicaciones, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas-Consejo para Prevenir la Discriminación, 2008, 149 pp.
Es un pequeño gran libro. Pequeño en extensión. Grande por los temas que trata y por la forma en que los aborda. La obra se refiere a dos derechos fundamentales: la libertad de expresión y el derecho a la no discriminación, así como a sus relaciones, tensiones e implicaciones de acuerdo con el subtítulo que los autores escogieron. De cada uno de esos temas, Pedro Salazar y Rodrigo Gutiérrez exponen la doctrina más actualizada, los textos legales, hacen referencia al derecho extranjero, incluyen las tesis jurisprudenciales paradigmáticas, los instrumentos e interpretaciones internacionales, así como sus propias e importantes ideas. El libro es útil para toda persona interesada en asuntos tan apasionantes.
Los autores conocen bien que los temas que examinan son polémicos, que revisten múltiples facetas y que algunos de sus ángulos, aunque mucho se ha avanzado en su precisión, todavía no alcanzan la concreción deseable. Por ello, en varias ocasiones, después de la exposición, aseguran que "el lector tendrá una opinión al respecto". Esta posición me parece encomiable. Los autores aportan la información y, sin titubeos, manifiestan su criterio, pero no intentan imponerlo. Al contrario, incitan al lector para que extraiga sus propias conclusiones con los materiales contenidos en la obra y los otros que pueda poseer.
De estos autores conozco otros estudios que me parecen magníficos y de los cuales me he beneficiado académicamente. Son claros y precisos, exponen con convicción sin perder el rigor científico. Por estas razones me hubiera agradado que en un tema tan importante como el de la posible contradicción entre derechos fundamentales hubieran sido más definidos, como lo son en los otros asuntos que abordan. En é ste los encuentro aparentemente dubitativos, aunque, al final, se inclinan, a mi modo de ver, por la concepción correcta.
Nos dicen que esos dos derechos fundamentales, objeto de la obra, pueden entrar en conflicto (p. XI), aunque también pueden reforzarse mutuamente; que entre ellos pueden existir "atropellamientos" (p. XII); se preguntan si la libertad de expresión puede provocar violaciones al derecho a no ser discriminado, y estas ideas se reiteran a lo largo de la obra.
No obstante, en el subtítulo se refieren a tensiones — y que son superables—. Tensiones no es lo mismo que conflictos o atropellamientos; asimismo, aseguran que en determinadas circunstancias, y por diferentes razones, es legítimo limitar las libertades como en el caso específico de la libertad de expresión, tal y como lo admiten pactos y convenios internacionales y Constituciones, a los que se refieren; que la supuesta contradicción de origen y de fondo entre los derechos de igualdad y libertad tiende a difuminarse, en virtud de que los derechos fundamentales protegen la igual libertad o la igual dignidad de todas las personas en el Estado constitucional (p. 79), de donde se deriva la interdependencia e indivisibilidad de los derechos (p. 81). Estoy completamente de acuerdo con esas afirmaciones, pero entonces, ¿en dónde quedó la supuesta contradicción de los derechos fundamentales?
Desde hace muchos años he sostenido que todos los derechos fundamentales tienen como finalidad proteger y hacer efectiva la dignidad humana. En consecuencia, entre ellos no puede existir ningún enfrentamiento ni conflicto, sino armonía y compatibilidad, y quienes tienen que precisar esas armonías y compatibilidades son las Constituciones, los instrumentos internacionales, las leyes, las jurisprudencias y las doctrinas.
¿Por qué es indispensable que se realice dicha armonía y compatibilidad? Por una razón sencilla, pero extraordinariamente importante: para no infringir o anular los derechos y libertades de los otros, debido a que los derechos y libertades son para todos y de todos, para y de cada ser humano.
Es decir, es la misma idea de Emmanuel Kant cuando manifestó que la libertad de cada uno no debe ser restringida más allá de lo que es necesario para asegurar una libertad igual para todos. O, en otras palabras, es el pensamiento de Karl Popper cuando afirmó que la paradoja de la libertad ilimitada es que ella conduce a la dominación del más fuerte. Entonces, los derechos fundamentales fenecen y les es imposible existir.
Esta idea se encuentra incorporada en múltiples documentos internacionales. Destaco un ejemplo: el artículo 32.2 de la Convención Americana de Derechos Humanos, que dice: "Los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bien común, en una sociedad democrática".
En la concepción de "conflictos entre los derechos fundamentales", en el fondo, palpita la idea de una jerarquía de éstos, de que pueden existir derechos ilimitados y de una deficiente concepción de la dignidad humana, así como un disfrazado egoísmo: se trata de dar preferencia al derecho que a uno le conviene que prevalezca en casos concretos, o que se acomoda mejor a una concepción ideológica determinada.
Lo anterior es claro en un tema que los autores tratan de pasada, porque no es objeto de su estudio: que los principios de libertad y de igualdad pueden entrar en conflicto; citan a conocidos autores, por quienes guardan respeto académico. No obstante, es obvio que se alejan, en este punto concreto, de ellos, aunque no lo manifiesten expresamente, al sostener que ambos principios "pueden encontrar un equilibrio y, de hecho, complementarse. Es así como decimos que en la democracia constitucional, los individuos somos `igualmente libres´ para ejercer nuestros derechos fundamentales".
Claro que sí, así es. Estoy de acuerdo con los autores, debido a que bien entendida la democracia, la libertad no puede subsistir sin la igualdad, porque en caso contrario se corre el peligro de que se pierdan los mínimos de consenso indispensables para la existencia de la propia democracia, que persigue reducir cuanto sea posible las desigualdades en poder y riqueza.
En la democracia el hombre no busca la libertad únicamente para él mismo, sino también para todos y cada uno de los miembros de la comunidad. Así, como correctamente ha sido expresado, la idea de igualdad circunscribe a la propia libertad. El libro abunda en pensamientos y reflexiones profundos; resalto 15 de ellos:
La esfera de libertad debe ser protegida tanto del Estado como de actores privados poderosos, como son los económicos, los grandes medios de comunicación y los grupos delincuenciales. El Estado, para proteger la libertad de expresión, debe estar en posibilidad de utilizar sus facultades legales con la finalidad de garantizarla frente a los poderes privados. El Estado debe ser un contralor de estos últimos poderes.
No es posible desconocer la dimensión social que posee la propia libertad y que es base de las instituciones políticas. El Estado tiene que garantizar el ejercicio de las libertades básicas, y que los particulares no atropellen ni vulneren los derechos y libertades de los demás.
La libertad de expresión es un derecho de las personas, pero tiene indudablemente un valor social, al ser precondición de la propia democracia constitucional.
Respecto a las limitaciones o restricciones a la libertad de expresión, en relación con otros derechos fundamentales, nuestros autores en principio no tienen reparos en aceptar las "clásicas": el derecho a la intimidad, al honor, a la propia imagen, los ataques a terceros, a la moral, la incitación al delito, la perturbación del orden público.
También están de acuerdo, y yo coincido con ellos, con el artículo 20 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que prohíbe toda propaganda a favor de la guerra, la apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia, así como las decisiones de la Suprema Corte de Estados Unidos que sostiene que pueden establecerse limitaciones si existe un "peligro cierto y actual" de expresiones que pongan en riesgo un interés superior del Estado, como sería el caso del sistema democrático, puntualizan nuestros autores, quienes resaltan con acierto que las cuestiones concretas nunca son fáciles de resolver por los tribunales. Aquí es cuando entra en juego la armonización de los derechos. Salazar y Gutiérrez refieren que ello se logrará a través del método de la ponderación. En virtud de que no profundizan en este tema, al no ser asunto del libro, yo tampoco lo hago; sólo apunto que la euforia por el método de la ponderación pareciera que empieza a palidecer, por los diversos problemas que presenta y que no resuelve íntegramente.
Nuestros tratadistas recogen un pensamiento del tribunal constitucional español en el sentido de que la libertad de expresión goza de una posición preferente frente a otros derechos. Al respecto no se pronuncian, pero si se acepta la tesis de la armonización de los derechos fundamentales, entonces no los hay preferentes ni jerárquicamente superiores, salvo el derecho a la vida y las prohibiciones a la esclavitud y la tortura.
Los autores reiteran su idea (p. 64) al afirmar que "por supuesto la libertad de expresión es un derecho que, por decirlo de alguna manera, lleva la preferencia sobre los demás". Fundamentan su aseveración en la tesis del Comité de Derechos Políticos y Civiles de la ONU, en el sentido de que las restricciones al ejercicio de la libertad de expresión no deben poner en peligro ese derecho en sí mismo. Muy bien dicho, y es aplicable a todos los derechos fundamentales, porque una cosa es la armonización y otra la anulación del derecho, pero de aquí no se desprende ningún derecho preferencial. Es una regla de carácter general.
Ahora bien, los autores se refieren a la reforma constitucional mexicana de 2007 que, en principio, estableció otras "restricciones" a la libertad de expresión en el aspecto electoral: los partidos no pueden contratar o adquirir tiempos en cualquier modalidad en radio y televisión, lo que tampoco puede hacer ninguna persona física o moral, sea a título propio o a cuenta de terceros, para influir en las preferencias electorales de los ciudadanos, ni a favor o en contra de partidos políticos o de candidatos a cargo de elección popular. También se prohíbe a los partidos políticos las expresiones que "denigren a las instituciones" o "calumnien a las personas".
Asimismo, el apartado C del artículo 41 constitucional señala que durante las campañas federales y locales, y hasta la conclusión de la respectiva jornada comicial, toda propaganda gubernamental de todos los niveles de gobierno debe suspenderse, salvo la información de las autoridades electorales, las de los servicios educativos y de salud, o las necesarias para la protección civil en casos de emergencia.
Las anteriores reformas han despertado una gran polémica, en virtud de que algunas personas piensan que se vulnera la libertad de expresión.
Los autores y yo consideramos que no existe tal vulneración, que lo que se persigue es armonizar la libertad de expresión con otros valores y derechos fundamentales, como son la democracia, la equidad en las elecciones, que el dinero no sea el elemento determinante en las elecciones y la civilidad en éstas. La prohibición a terceros persigue la finalidad de que los partidos políticos no encuentren la manera de superar dichas prohibiciones. La democracia es un bien colectivo que debe ser protegido y garantizado, y las elecciones constituyen el aspecto formal de la democracia.
Ahora bien, existen aspectos en esta reforma que habrán de ser interpretados por el Poder Judicial. Los autores señalan: a) si las mencionadas prohibiciones valen en todo momento o sólo durante los procesos electorales, y b) si las limitaciones se refieren a cualquier tipo de posicionamiento político, o únicamente al que está dirigido a incidir en los resultados de las elecciones (p. 91).
Ellos consideran que la interpretación debe ser estricta, es decir, de acuerdo con las finalidades que se persiguen con esas armonizaciones: sólo durante los tiempos electorales y para los posicionamientos políticos orientados a influir en el voto popular (p. 92). Estoy de acuerdo. Ir más allá de las finalidades perseguidas y de la armonización con la democracia y otros derechos podría lesionar la libertad de expresión.
Las armonizaciones de la libertad de expresión con otros derechos y principios deben derivar de la propia Constitución, de cómo están construidos y reconocidos los otros derechos fundamentales y todos aquellos contenidos en los instrumentos internacionales aceptados y ratificados por México.
Este aspecto tan trascendente y delicado se entiende mejor con los casos jurisprudenciales de México y de otras latitudes que los autores estudian y de los cuales nos otorgan su criterio. De acuerdo con su propio pensamiento, al que me adhiero, puedo expresar que "el lector tendrá una opinión al respecto".
La discriminación afecta a personas en casos individuales, pero ello se debe a que pertenecen a un grupo determinado que es estigmatizado en forma injustificada; generalmente así ha sido en el transcurso de amplios periodos históricos. Dichas actitudes dificultan a los grupos discriminados el acceso a bienes, intereses o libertades necesarias para poder conducir una vida digna "y para poder participar en la conformación política de la comunidad a la que pertenecen", con lo cual se imposibilita la construcción de una sociedad democrática, de una sociedad de iguales.
En virtud de que las diferencias entre las personas no se pueden negar, no es posible quedarse en un estadio en el cual únicamente se declaren la igualdad ante la ley y el derecho a no ser discriminado. Resulta indispensable completarlos con la igualdad material, que es el reconocimiento jurídico de las diferencias: hay que establecer tratos diferenciados cuando sea necesario. En la Constitución mexicana se reconoce la igualdad material, pero exclusivamente en lo relativo a las comunidades indígenas, lo cual se encuentra consagrado en el artículo 2o. constitucional.
La igualdad material se recoge en múltiples instrumentos internacionales y constitucionales a partir de la segunda posguerra mundial y en las jurisprudencias de diversos países, incluso en el nuestro que aceptó la tesis de que "deberá darse trato igual a los iguales y desigual a los desiguales". Si esto no fuera así, se llegaría a la paradoja de que el principio de la igualdad ante la ley, provocara graves violaciones a la igualdad material o real, lo cual se reconoció desde el nacimiento del derecho social: no es posible tratar como iguales al patrón que al trabajador, al hacendado que al campesino. En esta corriente México se destacó desde las ideas de Morelos, el pensamiento social del Congreso Constituyente de 1856- 1857 y hasta nuestro Constituyente del siglo XX. Ciertamente, aunque parezca paradójico, existe un liberalismo social (no en su acepción económica), denominación que no es del completo agrado de nuestros autores.
El principio o derecho a no ser discriminado, como todo derecho humano, tiene una trayectoria expansiva y progresiva. Claro está, no hay duda alguna de que este derecho obliga tanto al Estado como a los particulares, especialmente a los grandes poderes privados, y éstos deben ser frenados por el propio Estado.
Las cláusulas antidiscriminatorias implican la obligación de superar situaciones sociales y culturales injustas que han lesionado durante años y siglos a personas y grupos en condiciones de exclusión y marginación. Dentro de este panorama, se comienza a aceptar que la pobreza es una razón de discriminación y, desde luego, lo es.
El derecho y sus operadores deben tratar "diferente a quien necesita la diferencia para poder ser iguales". De aquí se desprenden las medidas de igualación positiva, acciones afirmativas, acciones compensatorias y cuotas.
Nuestros tratadistas señalan que una vez que existe acuerdo sobre las "restricciones legítimas" y las "prohibiciones sensatas a la libertad de expresión", el asunto se centra en la naturaleza de las sanciones a las violaciones a aquéllas; sostienen que deben ser de naturaleza civil y no penal. Estoy de acuerdo; también en su puntualización de que el aspecto penal debe restringirse a los actos provocados o motivados por las expresiones, pero no a éstas.
A la pregunta ¿puede el ejercicio de la libertad de expresión vulnerar el derecho a no ser discriminado?, contestan que sí, y recuerdan el mencionado artículo 20 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos. Al respecto exponen dos casos paradigmáticos, en cuyo contenido aún no existe consenso internacional. De nuevo, la inteligencia y la prudencia de los autores hacen presencia, al afirmar que "a pesar de las dudas que nos siguen invadiendo, hemos intentado argumentar racionalmente nuestra postura pero, como en estos casos no existen respuestas definitivas, dejamos al lector la última palabra" (p. 78).
La libertad de expresión "puede colaborar de forma importante a eliminar conductas discriminatorias. De hecho, el acceso restringido a los espacios de comunicación puede ser visto, en sí mismo, como una forma de discriminación que vulnera el derecho a la igual libertad de expresión de todas las personas" (p. 81).
El citado artículo 20 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos señala que la manifestación de ciertas ideas puede constituir incitación a la discriminación, y no se limita a cuestiones raciales, sino también a la pertenencia nacional y religiosa y, bien interpretado el artículo, se extiende a la xenofobia, la misoginia, la homofobia y el clasismo (p. 66).
La teoría de la interdependencia e indivisibilidad de todos los derechos ha llevado a varias agencias de Naciones Unidas a determinar que no existen razones para establecer diferentes obligaciones entre unos derechos y otros. En tal virtud, de todos los derechos derivan idénticas obligaciones de respeto, protección y garantía.
No me cabe duda alguna que Pedro Salazar y Rodrigo Gutiérrez se encuentran también dentro del marco de la tesis de la armonización de los derechos fundamentales. Si se refieren en la obra, en varias ocasiones, a conflictos entre los derechos fundamentales, se debe al respeto que les merecen autores valiosos, de los que han estado o están cercanos.
Subrayan que uno de los grandes temas actuales en relación con la libertad de expresión y no discriminación se encuentra en los privilegios que tienen los concesionarios de frecuencias de televisión y de radio, y las trabas y dificultades con que se tropiezan otros, que generalmente son los más, así como los contenidos discriminatorios que difunden los medios electrónicos. Además, esos medios deberían ser los mejores instrumentos para luchar precisamente contra las discriminaciones que padecen los grupos más vulnerables de la sociedad.
Hoy en día, el Estado debe convertirse en fuente de libertad para las personas —especialmente de las más vulnerables- para la defensa de los derechos frente a los poderes privados de la comunicación, en especial para los grandes colectivos de personas, a quienes se les impide el ejercicio de sus derechos.
Una de las preguntas e inquietudes nodales que nuestros autores recogen es qué se debe hacer, desde la perspectiva jurídica, para que la libertad de expresión y el derecho a la no discriminación se relacionen en un sentido positivo para reforzar la construcción de sociedades más igualitarias y democráticas.
Y contestan: hay que construir espacios de comunicación más plurales, con más voces, más democráticos, con la finalidad que todos los sectores sociales expresen sus puntos de vista y sus visiones del mundo. El Estado debe dirigir acciones compensatorias hacia los grupos más débiles y vulnerables de la sociedad, al tiempo que minimiza el abuso de prácticas antisociales de grupos interesados en proteger privilegios. Asimismo, también, el derecho a la no discriminación debe blindar contenidos de información dañinos y discriminatorios "que mantienen inamovibles las estructuras desigualitarias de sociedades excluyentes". Para los autores no pasa inadvertido que este último punto es especialmente delicado (pp. 86 y 87) en su armonización con la libertad de expresión.
Es útil para el lector el repaso que los autores realizan de la regulación de la libertad de expresión y del derecho a la no discriminación en la legislación mexicana y en los instrumentos internacionales y supranacionales. Recordemos que muchos de estos últimos son, de acuerdo con el artículo 133 constitucional, normas internas de México, lo cual reviste importancia singular, si se piensa en nuestra vetusta y muy atrasada Ley sobre Delitos de Imprenta del 12 de abril de 1917.
Los autores analizan los alcances de la cláusula de no discriminación que se agregó al artículo 1o. de nuestra Constitución, como párrafo tercero, y que recoge principios del derecho internacional de los derechos humanos y, en específico, de instrumentos regionales. Nada menos y nada más que con ese párrafo hizo su entrada triunfal el concepto de dignidad humana a nuestra ley fundamental.
Asimismo, examinan la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación de 2003 en su relación con la libertad de expresión y las conductas que se consideran discriminatorias, como son, de acuerdo con el artículo 9o., fracción XV, la de ofender, ridiculizar o promover la violencia a través de mensajes e imágenes en los medios de comunicación, así como — fracción XXVII— incitar al odio, violencia, rechazo, burla, difamación, injuria, persecución o exclusión.
Los autores bien afirman que si se hace una interpretación adecuada de las fracciones XVI y XXII del propio artículo, existe un claro mandato a los medios de comunicación, públicos y privados, para que abran espacios a las personas, especialmente a quienes se encuentran en situación de discriminación, para que expresen sus opiniones y ejerzan su libertad de expresión, por lo que hay que explorar más los vínculos entre estos dos derechos, a favor de una sociedad más igualitaria, que asegure la libertad de expresión a todas las personas (pp. 134-136).
Una de las conclusiones más sobresalientes de esta obra es que nos recuerda la existencia de un rezago importante en relación con el acceso a los medios de comunicación, al privilegiar a los grandes grupos económicos que detentan las concesiones telefónicas y televisivas; otra es que hay que potenciar la sinergia positiva entre la libertad de expresión y el derecho a no ser discriminado, y para ello los medios pueden y deben ser un instrumento también de los más débiles para colocar en la agenda pública sus argumentos, opiniones y problemas.
Los temas que Pedro Salazar y Rodrigo Gutiérrez abordan en este libro se seguirán discutiendo, son cruciales para la buena salud de un régimen democrático y, en consecuencia, para el fortalecimiento y respeto real de los derechos fundamentales en el mismo.
Mi actitud hacia este pequeño gran libro no puede ser otra que aquella que adopto para los que me parecen valiosos: sugerir que se estudie, porque hará reflexionar al lector, lo inquietará, lo introducirá con mayor profundidad en los temas expuestos y, por tanto, lo enriquecerá.