DERECHO PENAL

ALLDRIDGE, Peter, "The Doctrine of Innocent Agency", Criminal Law Forum, Nueva Jersey, vol. 2, núm. 2, otoño de 1990, pp. 45-83.

El trabajo se ocupa de aquel sujeto activo del delito que en el derecho penal de nuestros países, por influencia alemana y española, se conoce como el autor mediato, que es quien se sirve de otro para cometer el hecho. Ese otro es generalmente inocente, por ser inimputable o haber actuado por error o coacción. El instituto es estudiado por los ingleses desde la perspectiva de este instrumento humano, a quien denominan por eso innocent agent.

Alldridge, como es usual entre los penalistas anglosajones, trata el tema exclusivamente dentro de los límites de ese sistema jurídico, y en ocasiones, a partir de preocupaciones eminentemente pragmáticas se acerca considerablemente a planteamientos y soluciones discurridas por la ciencia penal continental europea, especialmente la germana. Su posición es decididamente contraria a que en el sistema inglés se admita, sea por elaboración del common law, sea por la vía legislativa, la figura del innocent agent como un perpetrador especialmente "construido", y estima que la solución para la responsabilidad de quien se oculta detrás de la obra delictiva debe encontrarse en la propia doctrina discurrida por la judicatura inglesa. Allí, la relación entre el hecho cometido por quien no puede ser convicto en razón, primordialmente, de menor edad, y la responsabilidad de quien ha montado la ejecución del hecho desde la sombra, se entendió desde el siglo XVIII en el sentido de una forma de accesoriedad por virtud de la cual el autor mediato no podía ser castigado si no podía serlo a la vez el agente del hecho, de suerte que si este último era inocente quedaba el supuesto accesorio liberado también de pena. Correspondía esa posición a la de la teoría de la accesoriedad máxima utilizada en el siglo XIX por una parte de la doctrina germana para salvar deficiencias técnicas del Código Penal alemán. También se ha concebido en Inglaterra una teoría que Alldridge llama broad, amplia, a la que es adicto, y que en verdad es limitada, como la califican los alemanes, consistente en admitir ampliamente -en esto es adecuada la denominación inglesa- como partícipe accesorio punible al que instiga o auxilia a cualquier perpetrador, incluso al inocente, y que es limitada en cuanto recoge de las características de la acción del ejecutor sólo la de ser típica y antijurídica, y no la de ser inculpable, es decir inocente, en lo que lleva razón la designación alemana. Luego de pasar revista a una serie de casos señeros, les da solución de acuerdo con esta última teoría y rechaza, tras extenso análisis, diversas proposiciones de reforma en el Reino Unido, en los Estados Unidos y en Nueva Zelanda, que tratan de esbozar la figura legal del agente inocente.

Una excelente muestra de reconstrucción jurídica en el ámbito del derecho penal anglosajón.

Álvaro BUNSTER

BARATTA, Alessandro, "Resocialización o control social", Hacia el derecho penal del nuevo milenio, México, Cuadernos del INACIPE, 1991, pp. 85-104.

El conocido profesor de la Universidad de Saarland, Alemania, se muestra partidario de un concepto crítico de "reintegración social" del condenado. Ello a raíz del reconocimiento del fracaso de la cárcel actual como institución de prevención especial positiva o regeneradora del delincuente.

La teoría del tratamiento y de la resocialización, nos dice, no ha sido del todo abandonada. La discusión en estos momentos parece estar dividida en dos posiciones: una realista y otra idealista. Por un lado se mantiene la concepción de que la cárcel es el sitio y el medio de resocialización. Por el otro existe el reconocimiento científico que afirma que la cárcel no puede resocializar sino únicamente neutralizar ya que la pena carcelaria no ofrece al delincuente una oportunidad de reintegración a la sociedad. Por esta idea es que han renacido las concepciones absolutas, retributivas de la pena, o un poco menos drásticas, han surgido las teorías de prevención especial negativa.

El autor afirma que él participa en la discusión desde el punto de vista de una criminología crítica, y nos pide que reconozcamos que la cárcel no puede producir efectos útiles para la resocialización del condenado; por el contrario, impone condiciones negativas en relación con esta finalidad. A pesar de ello, la finalidad de lograr una reintegración del condenado en la sociedad no debe abandonarse, sino reconstruirse sobre una base diferente. Habrá que considerar primero que la reintegración social del condenado debe perseguirse a pesar de la pena carcelaria, buscando hacer menos negativas las condiciones de la vida en la cárcel. El concepto de tratamiento debe ser redefinido como "servicio", ofreciendo a los detenidos una serie de servicios que van desde la instrucción general y profesional hasta los servicios sanitarios y psicológicos, como una oportunidad de reintegración y no como un aspecto de la disciplina carcelaria. Ninguna cárcel es buena pero hay cárceles peores que otras. Cualquier paso que pueda darse para hacer menos dolorosas y dañinas las condiciones de vida, contribuirán a lograr el mejoramiento de la institución carcelaria en su conjunto. El objetivo, nos aclara líneas más adelante, no es solamente una cárcel mejor, sino también y sobre todo, menos cárcel. Como política a mediano plazo se considera una drástica reducción de la aplicación de la pena carcelaria. A largo plazo la estrategia es abolir el sistema penal.

El autor divide en diez puntos el desarrollo del programa para llevar a cabo esta nueva idea de institución carcelaria. De entre ellos se destacan los siguientes:

a) Se debe presumir la normalidad del detenido, ya que la única anomalía específica que caracteriza a toda la población carcelaria es la condición de detenido. En sustancia, el detenido no es tal porque sea diverso, es diverso porque es detenido.

b) La supuesta verificación del grado de resocialización debe ser irrelevante para la concesión de los beneficios de la disminución de la pena y la semilibertad. Dichas decisiones deben ser de competencia del juez de vigilancia. Los criterios de decisión deben ser objetivos y "judiciables" y referirse sólo a la verificación y valoración de la conducta. Respecto de esta última, es común que se requiera la ausencia de infracciones y elementos positivos como el trabajo y la prestación de servicios socialmente útiles.

c) Extensión simultánea de los programas a toda la población carcelaria. Si aceptamos el tratamiento en términos de servicio y de ejercicio libre de derechos, no hay motivo para excluir de éste al enorme grupo de detenidos en espera de sentencia.

d) Destecnificar la cuestión carcelaria.

Aunado a una progresiva desinstitucionalización del control de la desviación como una de sus premisas, se plantea destecnificar a la prisión; ello no implica eliminar las funciones técnicas de los operadores profesionales en la cárcel (psicólogos, pedagogos, especialistas en conducta humana, etcétera), sino adaptarlos a la nueva organización carcelaria y a la asistencia poscarcelaria. Es conveniente formar cuadros docentes de los mismos grupos de operadores, con la finalidad de que sus experiencias puedan elaborarse científicamente por las propias elites y ser reproducidas en función de la mejor formación profesional de los cuadros futuros.

Después de todos los argumentos que el autor ofrece para hacer de la pena de prisión una pena que cumpla con el objetivo resocializador, parece claro que el problema carcelario no se puede resolver permaneciendo al interior de la cárcel, conservándola como institución cerrada, ya que la solución está en la sociedad.

Dolores E. FERNÁNDEZ MUÑOZ

ROXIN, Claus, "Zur neueren Entwicklung der Kriminalpolitik", Studien zur europäischen Rechtsgeschichte. Festschrift fur Sten Gagnér zum 70. Geburtstag, Munich, Beck'sche Verlagsbuchhandlung, 1991, pp. 341-356.

Este importante trabajo del profesor de Munich es una ceñida revisión histórica y crítica de la evolución de la política criminal de posguerra, sobre todo en la República Federal de Alemania, y, a la vez, un enunciado de la que él coherentemente adopta y logra hacer convivir, en su propio sistema del derecho penal, con la reconstrucción dogmática del ordenamiento punitivo germano que tan admirablemente ha llevado a cabo en toda una vida de labor científica.

Recuerda Roxin que hasta principios de los años sesenta dominó en Alemania la teoría de la retribución, extraída de las doctrinas de Kant y Hegel, teoría que, al gravar al autor del hecho con el mal correspondiente a su culpabilidad, compensaba con ello el delito, anulaba el acto ilícito y restablecía la justicia. Tras su predominio en las dos primeras décadas de posguerra, a modo de una reconciliación con la idea de justicia y con el Estado de derecho propio de la civilización occidental, se hizo manifiesto que ante el delito como acontecer social gravemente perturbador no cabía luchar exitosamente con una retribución justa. Puesto que la teoría de la retribución no podía dar así un contenido positivo a la ejecución, quedó rezagada en Alemania y no fue nunca objeto de regulación legal. Ya en los años sesenta el lugar central de la retribución en la política criminal pasó a ser ocupado por la prevención especial bajo la forma de resocialización. El Proyecto Alternativo de Código Penal publicado en 1966 divisó la función de la pena sólo en la tutela de la comunidad y en la integración social de la persona incursa en el delito, previendo, además, un establecimiento social terapéutico donde sujetos de personalidad perturbada y reincidentes reiterados debían ser tratados bajo dirección médica. Buena parte de estas ideas fueron recogidas por la Ley de Ejecución Penal de 1973 y por el Código Penal en vigor desde 1975.

Sorprende a Roxin que la meta de la resocialización y la idea del tratamiento, que dominaron por veinte años, hayan caído internacionalmente en crisis. De la bibliografía extrae él seis argumentos en que tal crisis se basa, a saber: 1) El primero, de carácter político y orientación conservadora, es el de que la misión del derecho penal es más que nada la de tutelar los valores éticos en que descansa la vida social comunitaria, tutela que puede garantizarse, en el mejor de los casos, si está orientada hacia los intereses de la sociedad, la culpabilidad del autor y su justa retribución, mas no hacia una política criminal susceptible de inferirse de defectos de socialización y necesidades del autor. 2) El segundo, también de carácter político pero de orientación de izquierda radical, no divisa interés alguno en la integración de un condenado a una sociedad repudiable, cuyas condiciones, y no las personales del autor, son las que lo han llevado a delinquir. El pretendido tratamiento a la persona carece, pues, de sentido. 3) El tercero, de naturaleza político-criminal, sostiene que siendo la pena de duración indeterminada consustancial a la meta de resocialización y a la idea de tratamiento, es por ello injusta y, consecuentemente, inhumana. 4) El cuarto, también de carácter político-criminal, hace valer que al orientarse la terapia respectiva al mejoramiento del sujeto y no hacer en consecuencia necesario su consentimiento, se está ante un tratamiento obligatorio, forzoso o compulsivo, que importa un totalitario intento a forzar la sumisión. 5) El quinto, no ya de carácter político general ni político-criminal sino práctico, alega que los programas de resocialización con expectativas de éxito requieren abordar diferencialmente la personalidad del autor, contar con más personal y dar a éste mayor adiestramiento, lo que no es financiable. 6) El sexto, en fin, también de carácter práctico, hace notar que todos los afanes resocializadores realizados hasta ahora han sido tan buenos como carentes de resultado, de modo que ya por esa razón el mero encierro, retributivo de la culpabilidad, aparece como la única alternativa.

Roxin ofrece una respuesta a cada par de objeciones políticas, político-criminales y prácticas, respectivamente. Empieza por no divisar por qué la tutela de los bienes jurídicos necesarios a la sociedad y la estabilización de la conciencia de la norma en el infractor y en la generalidad debe lograrse mejor con el mero encierro que a través de una medida terapéutica. Mientras la sola retribución es vista por el condenado, en la generalidad de los casos, como una mera venganza y una mortificación, que fortalece su actitud antisocial y sus defectos de personalidad, el ponerlo de nuevo en el camino del orden jurídico -que de su parte exige, por cierto, reconocerlo como tal- sirve también a la generalidad y puede restablecer la confianza de ésta en la norma en medida mayor que un derecho represivo, que acrecienta el número de los antisociales. Enseguida, un tratamiento diferenciado reposa en lo distinto de cada autor e importa obediencia al principio de igualdad, que también impone tratar desigualmente lo desigual. Por lo que hace, luego, a las objeciones políticas de la izquierda radical, destaca Roxin que una política criminal, como otras formas de estrategia social, se despliega en el marco de un sistema determinado al que sirve, y en lo cual no hay nada de vituperable, sin contar con que es verdaderamente ilusoria la conquista, para la erección de una nueva sociedad, de ladrones de personalidad perturbada, delincuentes sexuales, drogadictos y otros seres carentes de consistencia.

La respuesta de Roxin a las objeciones político-criminales no es de antagonismo, sino de completa anuencia, tanto por lo que concierne a la duración indeterminada del tratamiento como a su carácter compulsivo. Otra es su actitud frente a los reparos de orden práctico. Rechaza, desde luego, el argumento de la imposibilidad de financiamiento, haciendo notar que en Alemania los delitos punidos con multa constituyen hoy cerca del 85% de las condenas; que procede rebajar de las condenas a penas privativas de libertad un 10% a que se aplica la remisión condicional de la pena, en Alemania excluyente de todo tratamiento. Con todo ello quedan como susceptibles de terapia los condenados a penas de más de un año de prisión, en quienes, según opiniones autorizadas que menciona el autor, los resultados del tratamiento han sido más que alentadores. Esto y otras razones animan a la mayoría de la doctrina alemana a manifestarse en forma abierta en favor de una política criminal que, en los límites del principio de culpabilidad y sobre la base del libre querer del infractor, quiere desarrollar, a través de la asistencia psiquiátrica, psicológica, pedagógica y social, la voluntad y capacidad de conducir en el futuro una vida libre de pena.

A Roxin no escapa el hecho de que la amplia mayoría de los delincuentes queda sustraída al tratamiento, sea porque sus hechos no son demasiado graves, sea porque no precisan de asistencia terapéutica, sea porque ellos mismos se niegan a seguirlo. Hacer uso a su respecto de la represión para mantener el sistema normativo significaría volver a un concepto neoclásico. Surge aquí la idea de la reparación del daño como instrumento de prevención integradora frente a la comunidad, de efecto resocializador frente al condenado y de reconciliación entre autor y víctima, instrumento en que el autor dice haber trabajado recientemente con otros profesores en el plano legislativo, y sobre el cual, agregamos nosotros, conocemos no menos de cuatro importantes estudios escritos por el profesor de Munich en los últimos años.

Álvaro BUNSTER

SALVAGE, Philippe, "Le consentement en droit pénal", Revue de Science Criminelle et de Droit Pénal Comparé, París, núm. 4, octubre-diciembre de 1991, pp. 699-716.

Empieza por preguntarse el autor, profesor de derecho penal en la Facultad de Derecho de la Universidad Pierre Mendès France (Grenoble II), si la responsabilidad penal ha comenzado a recorrer la vía de la contractualización, en contraste con el carácter de derecho público que se reconoce a la disciplina jurídica que la regula. Luego de recordar la vía transitada por la sanción punitiva desde la lejana época de la venganza privada (tiempos de composición penal) hasta nuestros días, y de mostrar cómo en el derecho procesal penal francés están sujetos a acuerdo entre las partes y el juez unos cuantos asuntos relativos a competencia y a procedimiento, se concentra Salvage en la cuestión del consentimiento en el derecho penal de fondo, y examina sucesivamente el de la víctima relativamente a la infracción y el del delincuente respecto de la sanción.

Al tratar del consentimiento de la víctima relativamente a la infracción, Salvage distingue si tal consentimiento es obstáculo a la persecución penal o un hecho justificativo. Los ejemplos que primeramente ofrece del consentimiento como obstáculo a la persecución son, en verdad, de ausencia de tipo: consentimiento de la víctima para que se revele el secreto que ha hecho de conocimiento del profesional que la atiende, y consentimiento dado al facultativo para que practique en ella un aborto, en un país donde, por cierto, el aborto consentido no es punible. Además de estos casos evidentes de ausencia de tipo, terminología que -como se sabe- es del todo extraña a la ciencia jurídico-penal francesa, Salvage alude a una segunda situación contraria a la persecución penal, ilustrada por aquellos casos, todavía marginales en el derecho punitivo vigente, en que se requiere la instancia privada para que pueda llevarse adelante la persecución penal. En ellos, afirma Salvage, la ausencia de la querella de la víctima debe considerarse como un asentimiento dado a destiempo, après coup de la infracción.

Fuera de estos casos, sostiene Salvage, ha solido implicarse que las lesiones o la muerte producidas en la práctica de deportes violentos o en el ejercicio del arte médico, estarían justificadas por el consentimiento otorgado por los protagonistas y por el paciente, respectivamente. Contra semejante afirmación se han alzado voces autorizadas, arguyendo que al consentimiento no puede concederse efecto justificativo sino cuando así lo diga la ley o así resulte de la costumbre, y puesto que en delitos cometidos en el contexto de un duelo o por oscuros motivos demográficos, como en un famoso asunto de esterilización en Bordeaux fallado en 1937, o en la ejecución de un homicidio a ruego de la víctima, no hubo ley ni costumbre que los justificara, se tuvo el consentimiento por inoperante. Las cosas, según Salvage, han evolucionado en el último tiempo, en relación precisamente a la eutanasia piadosa y a los trasplantes de órganos.

Lo que expone sobre la extracción de órganos para trasplantes lo hace valer también Salvage para la experimentación biomédica, debido al paralelismo en la evolución jurídica de ambas actividades y de la similitud, por no decir identidad, de las soluciones legislativas respecto del consentimiento en uno y otro casos. De una mera tolerancia legal y la declinación a la jurisprudencia del conocimiento y resolución de los casos respectivos, se pasa a la regulación legal expresa, centrada en el consentimiento del interesado, consentimiento que la ley reglamente con extrema minuciosidad, como condición fundamental de validez de las operaciones respectivas, y ello tanto desde el punto de vista civil como penal. Además, la experimentación biomédica efectuada sin el consentimiento del paciente es delito, doloso o culposo según el caso, y tiene por ministerio de la ley el efecto, subraya Salvage -seguidor de una tradición jurídica que incluye en el dolo elementos que dogmáticas más avanzadas desplazan a la culpabilidad-, de hacer de una voluntad dirigida a la experimentación un dolo de lesiones o un dolo de homicidio.

La eutanasia, aquella mort douce e sans souffrance, tenida por muchos como caritativa y legítima tratándose de enfermos incurables cuyo fin está próximo y que sufren demasiado, no cuenta en Francia con el consentimiento de la víctima como elemento justificativo. Se han hecho, no obstante, progresos modestos en el sentido de la liberación de responsabilidad, no en el caso en que el enfermo está consciente, sino en el de muerte cerebral, y sólo si la conducta no es activa sino pasiva, en el sentido de no poner en obra los medios terapéuticos de que depende la supervivencia. Esta posición, que reposa sobre un precepto de discutible alcance del Código de Deontología Médica y que cuenta con el apoyo de algunas autoridades judiciales y médicas y el asentimiento del Vaticano, es tenida por otros como superficial y portadora de una solución imperfecta, que se desentiende de los casos de supervivencia vegetativa en los cuales, sin que haya muerte cerebral, se está en presencia de comas prolongados y generalmente irreversibles. Muchas autoridades judiciales y médicas hay que quieren ir más lejos y que sienten como una obligación el ayudar a morir a los enfermos incurables que así lo desean y expresan. Si esa posición, apoyada por muchos movimientos y organizaciones constituidos al efecto, cristalizara en el sentido de una justificación, restaría sólo el problema de los particulares que practicaran la eutanasia en esos términos.

Queda el consentimiento que el delincuente expresa en la elección de su sanción y en la ejecución de la misma.

En Francia el tribunal penal no puede imponer, como sustitutiva de una pena principal de prisión correccional por delito, una pena de trabajo de interés general si el reo rehúsa formalmente realizar la clase del que se le impone. Se pretende con ello asegurar el éxito del tratamiento. Esto ha pasado a valer también, en virtud de otras disposiciones relativas a delitos de tránsito, para aquella misma pena, si se la impone, no ya como principal sino como complementaria. Sobre esto se ha observado agudamente que el presidente de un tribunal no puede incurrir en el ridículo de preguntar al procesado si acepta o rechaza que le sea irrogada otra pena además de la principal, ni imponerle el trabajo de interés general sin consultarlo, pues se trataría entonces de una condena a trabajos forzados incompatible con la Convención Europea de Derechos del Hombre.

En lo que concierne al consentimiento del procesado para la ejecución de la sanción, aquél es indispensable para la admisión al régimen de libertad condicional y medidas que éste comporta, y para la semilibertad. También lo es para situaciones propias del sursis y de ciertas modalidades del trabajo durante el cumplimiento de la pena de prisión.

Esta entrada cada vez más amplia del consentimiento en el derecho penal en sentido lato, que es de orden público, no tiene, a juicio de Salvage, otra explicación que un renacer del individualismo y la satisfacción de la aspiración a mayores prerrogativas. Creemos, por nuestra parte, que su origen y fundamento han de buscarse más bien en los excesos represivos y la ineficacia cada vez más manifiesta del sistema penal como medio de control social.

Álvaro BUNSTER

ZAFFARONI, Eugenio Raúl, "La culpabilidad en el siglo XXI", Hacia el derecho penal del nuevo milenio, México, Cuadernos del Inacipe, 1991, pp. 287-317.

El siempre controvertido profesor Zaffaroni se refiere ahora al tan debatido tema de la culpabilidad advirtiéndonos del papel que ella tendrá en el ya tan cercano siglo XXI. Tajantemente afirma que de continuar profundizándose la tendencia autoritaria y manipuladora de las sociedades incapaces de brindar soluciones a los conflictos, el derecho penal continuará siendo un discurso legitimante de la práctica burocrática, falso y aberrante desde el punto de vista jurídico, porque manipulará cualquier idea de derecho penal de autor para fabricar una culpabilidad que prescinda de la realidad sustentadora de todo el orden jurídico: la persona.

El artículo comienza con el siglo XIX y la concepción del derecho penal en ese entonces. Al hablar de la situación actual, nos dice el autor que a lo largo de todo el siglo XX se ha vivido una lucha entre el derecho penal liberal y el autoritario, a pesar de que las ciencias sociales nos están demostrando que el discurso jurídico penal se elabora sobre ilusiones y alucinaciones. El poder punitivo no previene ni resuelve conflictos, al contrario, los multiplica; causa muertes y practica la tortura; condiciona conductas criminales en lugar de prevenirlas; el encarcelamiento lo produce sobre los sectores más pobres e ignorantes; se burla del principio de igualdad y el ejercicio del poder penal no respeta el principio de legalidad ni ninguna de sus manifestaciones. En pocas palabras, no cumple ninguna de las funciones preventivas que se le atribuyen.

La culpabilidad, ese punto de unión entre las teorías del delito y de la pena, ocupa un punto toral en la formación del derecho penal del futuro, a pesar de que los autores todavía no han podido decidir si ella es fundamento de la pena, límite de ella o que no sirve para lo uno ni para lo otro, y postulan su reemplazo. Este desacuerdo afecta al fin de la pena y al criterio cuantificador. Es conveniente decir que el debate continúa ya que el problema de saber si el hombre es libre y responsable o no, para a partir de ahí castigarlo por su conducta, no tiene una única respuesta. Existe una "libertad penal" construida sobre la base de un hombre "normal" desarrollado y sano, elaborada a la medida de la prevención general. Usar al penado como medio para disuadir a potenciales autores nos lleva como siguiente paso a la pena de muerte para todos los delitos. Además la mayor pena en razón de la prevención general viola el principio de personalidad de la responsabilidad penal, puesto que la necesidad de esa hipotética y nunca probada prevención general dependería de la disposición de los otros para hacer lo mismo que hizo el autor, lo cual no tiene nada que ver con la conducta misma del autor ni con la concreta magnitud del daño causado.

Dentro del largo camino recorrido buscando una mejor solución al problema, conocimos otro concepto de culpabilidad: uno que mira hacia el futuro, que en vez de buscar como punto de partida el temor necesario para que los otros no delincan, parte de la búsqueda del reforzamiento de la confianza en el derecho por parte de los conciudadanos (Jakobs). De esta concepción Zaffaroni asevera que es violatorio de la "regla de oro kantiana" e igualmente lesivo del principio de personalidad de la pena, con lo que viene a ser otro dogma que permite al juez imponer la medida de la pena que a su parecer se merezca.

En definitiva, reconoce el autor que el problema de la culpabilidad no tiene solución: si no sabemos para qué se pena, no podemos saber cómo penar. Ningún dato de la realidad social confirma que la pena cumpla alguna función preventiva general o especial.

Se ha pensado abandonar la culpabilidad y sustituirla por un "principio de proporcionalidad". Es un intento aislado que no resuelve el problema. En estos momentos sigue pareciendo mejor continuar con el concepto tradicional de culpabilidad, esto es, de la culpabilidad fundada en la aceptación real del hombre como persona. Con la ayuda de la psicología es posible apreciar el grado de esfuerzo que una persona debiera haber realizado para comportarse de un modo diferente a como lo ha hecho en la circunstancia dada. La falta de entrenamiento judicial para (primero ordenar) interpretar un psicodiagnóstico no implica su imposibilidad procesal. Dicha prueba es un elemento muy útil para poder estimar la magnitud del catálogo de conductas alternativas posibles, y no es el único hecho en que el juez requiere asistencia e ilustración pericial.

Existe otra propuesta acerca de una culpabilidad por la vulnerabilidad que la persona ofrece al ejercicio de poder punitivo. Significaría que el máximo de la cuantificación penal estaría dado por la culpabilidad del acto. La pena irá por debajo de ese límite según el esfuerzo que haya hecho la persona por alcanzar la situación de vulnerabilidad en que lo ha sorprendido el poder punitivo.

En cuanto al derecho penal del futuro, éste deberá ser un derecho penal liberal o de garantías, que controle la violencia del poder.

Dolores E. FERNÁNDEZ MUÑOZ