MASTELLONE, Salvo, Historia de la democracia en Europa. De Montesquieu a Kelsen, Madrid, EDERSA, 1990, 470 pp.

La lectura de esta obra es de sumo interés porque recopila información sobre las principales teorías y teóricos que sobre la democracia han escrito en Europa desde el siglo XVIII a la primera mitad del siglo XX. El libro se encuentra dividido en cuatro partes principales: la democracia como gobierno popular con instituciones representativas (1748-1848); la democracia y los movimientos asociativos populares (1848-1871); la democracia como sociedad de ciudadanos iguales (1871-1915); y la democracia como defensa de los derechos civiles y sociales (1917-1944).

En el primer apartado del libro, el autor, que es director de la revista de historia de las ideas políticas y sociales Il pensiero político de la Universidad de Florencia, hace una valoración de la obra del barón de Montesquieu, y no es casualidad que inicie su análisis con el estudio que este autor hace de las tres formas de gobierno: la republicana, la monárquica y la despótica. Montesquieu en el Espíritu de las leyes, a pesar de que se muestra favorable hacia la monarquía constitucional de tipo liberal, expone también la hipótesis de que un régimen republicano de tipo democrático fundado en la virtud, regulado por una igualdad no extrema, en donde los ciudadanos respeten a los representantes y a los gobernantes y eviten los desórdenes, puede ser totalmente compatible con la idea de libertad y de limitación del poder. La posibilidad de realización de este último supuesto va a permear el pensamiento político del final del siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XIX.

La importancia del marco expuesto por Montesquieu servirá al autor de obligado punto de partida para un estudio sobre la evolución de la democracia en Europa, entre otras cosas, por su definición sobre la pertinencia de la división de poderes, sustento indiscutible de la limitación del poder. Mastellone dice bien, cuando señala que después de la publicación del Espíritu de las Leyes, disminuyen las referencias a Platón y Aristóteles, y se convierte Montesquieu en el centro del debate político moderno. Tal vez sea un poco exagerada la apreciación del autor porque olvida toda la aportación del racionalismo precedente o contemporáneo a Montesquieu; sin embargo, no por ello deja de ser acertada, pues el barón de Montesquieu fue un referente para la Enciclopedia, y su obra el comienzo de las interpretaciones más diversas sobre el significado y fronteras de la democracia.

La otra cara de la moneda en la interpretación del significado de la democracia lo es Rousseau. Si Montesquieu trató de defender la democracia representativa, Rousseau intentó rescatar el ideal de la democracia de los antiguos: la democracia directa. La tensión que existe en la obra de Rousseau es reveladora de la imposibilidad en los Estados modernos de aplicar exclusivamente formas de democracia directa. Parecía que la historia daba la razón a Montesquieu, pero la Revolución francesa se encargó de volver a inclinar la balanza a favor de Rousseau. Toda la reflexión moderna sobre la democracia gira en torno a ese eje planteado por Montesquieu y Rousseau. En momentos de crisis sobresale el pensamiento del ginebrino, pero una vez establecidas las instituciones, el respeto a las libertades, y la prudencia política, nos dicen que la teoría de los pesos y contrapesos es la más adecuada y la que está en posibilidad de estructurar la convivencia social. No obstante, la aplicación única de la democracia representativa trae consigo un déficit persistente de legitimidad política porque esta forma de democracia siempre esta necesitada de la democracia directa, y el olvido de esta regla produce el alejamiento de los gobernantes de sus gobernados, la elitización de la vida política, y la posibilidad de reabrir el conflicto social.

Al concluir estas reflexiones, el autor se ocupa del pensamiento de Tocqueville y de la puesta en marcha de la primera democracia del mundo moderno: los Estados Unidos. Tocqueville es en mucho un continuador del pensamiento de Montesquieu. Toda su obra vive la esperanza de encontrar una solución al contraste político entre democracia entendida como aspiración a la igualdad y democracia concebida como ideal de libertad. Tocqueville descubrió un camino de solución: la realidad americana que enseñaba la vía de la libertad. Del lado teórico, la libertad es una convicción moral que el hombre reivindica para defender sus derechos; del lado práctico, la democracia es una forma de gobierno que asegura al ciudadano su libertad. En Tocqueville, la igualdad de condiciones no es igualdad de bienes, sino igualdad de derechos para cualquier particular, y en esto consiste precisamente la libertad. Lo anterior muestra cómo Tocqueville es ante todo un liberal y no un demócrata, lo que es comprensible en su tiempo, pues aún la libertad y la democracia eran dos entidades diferentes que no se ligaban. Otro mérito indiscutible de Tocqueville es el de haber reconocido la importancia de la asociación política, la que impide la tiranía de la mayoría e incide en el derecho de las minorías. Con este autor se inicia una discusión importantísima en torno al derecho de asociación y sus bondades para la libertad.

La segunda parte de la obra es una reflexión sobre el desarrollo y alcance de los derechos políticos de los ciudadanos en el siglo XIX. En todas las latitudes se trataba de suprimir el acceso de unos cuantos a los derechos políticos. Fue la lucha dirigida contra el sufragio censitario y por la obtención del sufragio universal primero, y después por el advenimiento del sufragio para las mujeres. Las revoluciones europeas de 1948 y de 1871 son reflejo de estas aspiraciones, las que no se presentaban en forma pura, sino que estaban teñidas de cuestiones sociales, y que además, paralelamente reivindicaban el derecho de asociación política a través del privilegio de integrar sindicatos y formar partidos políticos. El siglo pasado fue proclive al nacimiento de movimientos como el mutualismo, el asociacionismo, el unionismo, la democracia proletaria y la democracia comunalista. Al final, el saldo no fue propicio para ninguna de estas formas de democracia. Sin embargo, se logró en muchísimos países derogar el sufragio censitario y perfeccionar las bases de la democracia representativa, aunque se dejó pendiente “la cuestión social”, y las críticas a la democracia parlamentaria comenzaron a surgir.

El final del siglo XIX y los años anteriores pero próximos a la Primera Guerra Mundial integraron una etapa en donde comenzaron a discutirse los problemas políticos más allá del individualismo hasta entonces prevaleciente. El desarrollo de la sociología y la aparición de obras como las de Herbert Spencer indicaron que la sociedad no era un agregado atomizado de ciudadanos, sino que se asemejaba a un organismo formado por distintos grupos, clases y sociedades menores. Se trataba, pues, de una sociedad heterogénea y discontinua que requería soluciones complejas para resolver los aspectos conflictuales que radicaban en ella. Así, a la discusión de los derechos políticos y la concepción del hombre como ser individual, se contrapone la reflexión sobre la sociedad y su complejidad. En esta etapa se pretendió adecuar la democracia como forma de gobierno a la sociedad europea: los gobernantes debían tener en cuenta las peticiones de los gobernados y estaban justificadas las soluciones de compromiso. Virulentamente aparecieron las propuestas sobre el Estado nacional y el Estado popular, y los políticos e intelectuales avanzaron sobre dos proyectos mixtos de gobierno: un proyecto de gobierno democrático liberal y un proyecto democrático social. Tanto en uno como en otro proyecto aparecían nuevos ordenamientos asociativos en el interior de la sociedad civil; la colectividad debía organizarse a través de las asociaciones, las que tendrían una gestión autónoma para que participasen en la vida civil y política con comportamientos democráticos. El problema pendiente que arrojó este escenario fue el de la modificación de las relaciones sociales y las dificultades para armonizar los intereses colectivos contrapuestos. Ciertamente, fue una etapa dura para la teoría democrática otrora individualista y en ese momento sin respuestas a la complejidad social. Asimismo, las críticas de Michels, Pareto y Mosca, contribuyeron a crear un clima de rechazo a las instituciones democráticas, y una apuesta a formas de organización política que prepararon la llegada del nazismo y del fascismo.

La cuarta parte de la obra que estudia a la democracia en la primera mitad del siglo XX, es una referencia a tres cuestiones fundamentales: la lucha entre la democracia y las concepciones totalitarias; la polémica entre democracia liberal y democracia con reivindicación de derechos civiles y sociales, y las propuestas de formas alternativas de democracia. Por lo que ve a la primera cuestión, gran parte de la primera mitad del siglo XX, significó la claudicación de la democracia a favor del fascismo, nazismo y estalinismo. En países como Alemania, el poderío y desarrollo del nazismo se genera en un clima de desprestigio de las instituciones democráticas; tuvo que ocurrir la Segunda Guerra Mundial y su atroz desenlace para que la democracia volviera a surgir como vencedora.

En el plano teórico, y esto se refiere a la segunda cuestión, nuevamente se discutió si la democracia liberal era capaz de absorber, explicar y dar soluciones a los problemas sociales. Para algunos el modelo de democracia liberal no admitía vías de solución. Para otros, provenientes de la economía como Keynes, sí era posible dar respuesta a estas cuestiones, por medio de la intervención del Estado. Para los liberales a ultranza cualquier intervención del Estado significaba la pérdida de las libertades y de las instituciones representativas. Para los defensores de la intervención del Estado, la democracia sí era posible, y se requería tan sólo preparar algunos correctivos que impidieran al Estado intervenir en una esfera que siempre debía ser particular. La intervención del Estado en la sociedad afectó la naturaleza de todas las instituciones políticas y sociales, y aún hoy en día, se discute la conveniencia de tal injerencia.

La tercera cuestión mencionada al inicio de este párrafo, vino a señalar y a robustecer el modelo de democracia liberal sobre cualquier otro. Era y es cierto, que este modelo exige correctivos, pero también es verdad que es el núcleo esencial de la democracia, y en esto Kelsen, autor final de las reflexiones de la obra de Mastellone, no se equivocó: permaneció fiel a Kant y a su teoría de la conciencia moral y mantuvo como elemento característico de la democracia la discusión entre mayoría y minoría, por lo que puede decirse que Kelsen es también un clásico del pensamiento democrático.

En fin, se trata de una obra altamente recomendable por la profundidad con la que son tratados los autores y los temas. Es un excelente compendio sobre historia de las ideas políticas.

María de la Luz MIJANGOS BORJA