DERECHO CONSTITUCIONAL

LOAEZA, Soledad, “Los partidos y el cambio político en México”, Revista de Estudios Políticos, Madrid, nueva época, núm. 74, octubre-diciembre de 1991, pp. 388-405.

La autora considera que existe un proyecto gubernamental pluripartidista, pero que es previsible que el PRI restaure su hegemonía electoral, no a través de los abstencionistas sino de la movilización de votantes. Y si bien hay un aumento en el número de los partidos, parece que se está dando el modelo de partido dominante, con limitada competencia del PAN y del PRD. Por lo que tal vez sería conveniente un régimen simplificado de partidos, pues la fragmentación del pluripartidismo favorece la concentración del poder existente.

Además, el valor de la estabilidad en la sociedad mexicana es apoyado por grupos que tienen mucho que perder. Mientras que el movimiento cardenista se ha frustrado por los temores que despierta.

“En México, los partidos políticos no han cumplido, como se esperaba, la función de transformación del régimen. Si algo ha quedado demostrado en los últimos tres años ha sido la debilidad del voto como único instrumento de transformación.”

Las elecciones de 1988 hicieron pensar en la probabilidad de la terminación del monopolio del partido oficial, y el contexto internacional era propicio para el desmantelamiento del autoritarismo. Sin embargo, para 1991 las perspectivas de transición de un régimen de partido dominante a uno pluripartidista se han oscurecido. El PRI ha tratado de restaurar su predominio, y el PAN y el PRD han sufrido las inconsistencias y contradicciones del gradualismo. Y la iniciativa de reforma ha pasado de ellos, volviendo a la presidencia y al partido oficial.

La restauración del PRI se debe a la cerrazón gubernamental y al mal liderazgo de los partidos.

El artículo examina por qué los partidos políticos pasaron de ser una pieza central del proceso de cambio a una variable dependiente del Estado.

Se considera que una característica central de la sociedad mexicana ha sido la heterogeneidad social derivada de regionalismos y desigualdades que han obstaculizado una articulación interna, que se ha considerado base de inestabilidad, junto con el predominio de intereses particulares, para la identificación de un interés colectivo que apoyara la legitimidad de la autoridad política, y el pluripartidismo estaba asociado con tal inestabilidad política, así como la participación electoral y partidista.

De aquí se desarrolla un sistema de partido único, que promueve el abstencionismo, y se podría añadir según el comentarista, el centralismo del gobierno “federal” y el presidencialismo autoritario, además del control político y el fraude electoral, la inexistencia de partidos políticos de arrastre y de procesos electorales con alguna significación, todo dentro de la concepción del mal menor o el mal necesario para que hubiera la concentración necesaria del poder que hiciera posible la estabilidad al no existir oposición, ni opciones reales que dieran sentido a las votaciones que sólo eran formas sin contenido, irrelevantes para la toma de decisiones de la sociedad, que en su nombre tomaba el presidente; que por eso había tenido tal éxito con Porfirio Díaz, y después con un sistema autoritario institucional, que corregía la inmovilidad de la elite gobernante, y permitía un mecanismo de adaptación sexenal que modificaba prioridades, de necesidades desatendidas antes e imponía una renovación de esperanzas.

El análisis de la “ideología de la estabilidad” es indispensable para entender el carácter conservador en la política de la sociedad mexicana, del que se deriva un comportamiento de no acudir a votar, hizo la idea de que no tiene significación hacerlo porque el gobierno controla el proceso, pero que también tiene detrás la actitud de búsqueda de estabilidad y la subordinación paternalista, para dejar en la autoridad la responsabilidad en lugar de tomarla en sus manos, porque hacerlo al participar puede llevar a conflictos, violencia y hasta conflagraciones, por lo que es preferible no “tentar al dominio de la acción”.

Con este contexto de la psique colectiva, los partidos de oposición enfrentan una falta de popularidad, misma que por cincuenta años hizo que el PAN fuera visto, junto con la propaganda oficial, como la contrarrevolución que implicaba desestabilización y el apoyo a las minorías privilegiadas frente a los gobiernos de la Revolución; y recientemente el PRD sea visto como un “busca pleitos” que rompe el orden, la paz y la seguridad que dan la continuidad del sistema político, aun a pesar de sus defectos.

El análisis de sociología política del conservadurismo político de las mayorías en un esquema de pobreza y aguda desigualdad, al cual no se rebelan ni al autoritarismo para que no cometa excesos de represión general, es fundamental para entender las dificultades de la transición democrática mexicana; pero es necesario añadir que en el caso actual es lo que le da una nueva viabilidad al PAN, que coincidiendo en la política económica neoliberal que promueve la reforma del actual gobierno, parece una opción de cambio no desestabilizadora, y de ahí su repentino éxito, ayudado por el PRD que se convierte en la opción de cambio desestabilizadora.

En ese sentido puede considerarse cómo la política dialoguista y negociadora del PAN ha sido exitosa, por el mismo motivo, pues aun al propio presidente le ha parecido conciliatoria, lo que ha permitido que obtenga avances de tres gubernaturas, impensables en el pasado. Por lo que más que el fracaso de los partidos políticos, podría comentarse que han logrado triunfos importantes, aunque esto sea no por liderazgos iluminados, sino por la coincidencia de las relaciones políticas. Y si bien es cierto que se está dando un modelo de partido oficial dominante, antes único, este es un paso fundamental en la transición política, que aunque todavía no es un avance democrático y electoral generalizado, empieza a cambiar la estructura política, lo que va a repercutir de maneras inesperadas y extenderse con relativa rapidez; Baja California, Chihuahua y Guanajuato, a pesar de no tener programas de reforma democrática de sus gobernantes, son punta de lanza que ha roto el principio básico de la “cerrazón de los eslabones del monopolio del poder político”, lo que permitirá minar el sistema. Y si el cambio no es tan claro en 1991 ni en 1992, se irá viendo conforme se acercan las elecciones presidenciales de 1994.

El cambio ya se dio y sólo falta que se empiece a hacer patente de manera más generalizada, pero el proceso está en marcha.

Adalberto SALDAÑA HARLOW



PATIÑO MANFFER, Ruperto, “Los tratados internacionales en la Constitución mexicana”, Revista de la Facultad de Derecho de México, México, t. XLII, núms. 181-182, enero-abril de 1992, pp. 93-108.

1. El problema de la jerarquía de las normas en nuestro orden jurídico, planteado por el artículo 133 de nuestra Constitución (que, como se sabe, se inspira directamente en el artículo VI de la Constitución de los Estados Unidos de 1787), ha sido hasta ahora, en cierto sentido, un problema académico todavía no resuelto satisfactoriamente, porque en realidad no ha habido verdadera necesidad de hacerlo, particularmente por lo que se refiere a los efectos jurídicos internos de los tratados y convenios internacionales de los que es parte nuestro país.

Sin embargo, la carencia apuntada se ha hecho notar agudamente en los últimos tiempos, ante la perspectiva de que se apruebe y entre en vigor el Tratado de Libre Comercio ya negociado y firmado entre México, Canadá y los Estados Unidos, instrumento que seguramente tendrá en nuestro país efectos internos apenas calculables. Parte de las dificultades para formular soluciones convincentes se debe a que el espíritu de la época en que se expidió nuestra Constitución apenas tomaba en cuenta la existencia y las posibles repercusiones internas del orden jurídico internacional y, por lo mismo, no se previeron mecanismos constitucionales adecuados para incorporar estos efectos en nuestro ordenamiento.

El artículo reseñado se propone examinar algunos de los problemas jurídicos que suscita esta cuestión. Las reflexiones del profesor Patiño, apreciado colega nuestro, nos ofrecen ahora la oportunidad de hacer algunos comentarios, confiando que así se enriquezca la discusión de este importantísimo tema.

2. El problema central que analiza el autor en relación con el artículo 133 y los tratados internacionales es la indebida aprobación de los mismos sólo por parte del Senado de la República y no por el Congreso de la Unión. Dicho cuestionamiento se funda en dos argumentos, que se complementan:

a) Hasta 1934, el texto del artículo 133 señalaba al Congreso como el órgano competente para aprobar los tratados internacionales. En ese año se hizo una reforma a ese texto y se suprimió la referencia al Congreso, para poner en su lugar al Senado. El autor sostiene que esta sustitución, de profundo alcance, no tuvo razón válida. Además de incorrecta y poco afortunada, no se justificó apropiadamente, pues los correspondientes dictámenes legislativos consideraron que se cambiaba el texto, pero no el contenido. A pesar de que la fracción I del artículo 76 constitucional ya otorgaba al Senado esta facultad, como exclusiva, el Constituyente de 1917 en realidad se la había otorgado al Congreso.

Sentimos disentir del autor en este punto. Hay que recordar que la referencia al Congreso en el artículo 133 proviene de la Constitución original de 1857, cuando aquél estaba compuesto de una sola Cámara. Al reintroducirse el Senado en 1874 (entre otros motivos para debilitar a la Cámara de Diputados), se le otorgó la facultad exclusiva de aprobación de los tratados en el ahora artículo 76, pero no se hizo la adecuación del otro texto. En 1917, el ahora artículo 133 se tomó tal cual de la Constitución antecesora y ni siquiera se discutió. Por eso podríamos afirmar que en 1934 no se le suprimió al Congreso la facultad que comentamos, sino que ésta ya era real y efectivamente ejercida, de tiempo atrás, por el Senado.

b) El otro argumento del autor, que toma como base el antes señalado, sostiene que la Constitución no podía otorgar una facultad legislativa de tal jerarquía (los tratados forman parte de la ley suprema de la Unión) sólo al presidente y al Senado, cuando el órgano legislativo fundamental es el Congreso. Además, no puede aceptarse que un tratado internacional sea derogatorio de legislación anterior que sea incompatible con él, porque conforme al inciso F del artículo 72 constitucional, las leyes sólo pueden modificarse o derogarse siguiendo el mismo procedimiento que rige para su formación.

En este punto creemos que el argumento de nuestro colega requiere distinguir entre los puntos de vista de lege lata y de lege ferenda. De lege lata, no hay impedimento para que la Constitución prevea un procedimiento especial y excepcional para la formación de leyes, aún de la mayor jerarquía, porque los preceptos constitucionales no pueden contradecirse entre sí. Consideramos ciertamente problemático que a los tratados se les reconozca sin más efectos derogatorios sobre otras leyes, pero esta circunstancia apenas puede darse en la realidad, porque por lo general los textos de estos acuerdos internacionales no pueden aplicarse directamente y requieren de la aprobación de legislación complementaria con intervención de ambas cámaras. Además, siempre hay la posibilidad de hacer la correspondiente reserva en el tratado mismo.

De lege ferenda, sin embargo, es indiscutible que un instrumento de tal trascendencia debiera ser discutido con toda la amplitud posible y ser aprobado, no sólo por ambas cámaras del Congreso de la Unión, sino incluso por referéndum popular, como ha ocurrido en algunos países europeos en relación con el controvertido Tratado de Maastricht.

3. El artículo del doctor Patiño contiene dos apartados más. En el primero, que se refiere al artículo 131 constitucional, continúa y refuerza su argumentación, al juzgar que esta disposición no faculta al presidente de la República para pactar por sí mismo, con otros países, la eliminación y reducción de aranceles y medidas arancelarias, sino que tendría que solicitar autorización del Congreso.

El segundo apartado se refiere a los tratados internacionales en el orden jurídico de los Estados Unidos, donde la correlación de fuerzas entre los poderes ha dado por resultado el reconocimiento de diversas clases de compromisos internacionales. Los acuerdos comerciales específicamente, a diferencia de lo que ocurre en México, requieren de la aprobación del Congreso, que otorga al presidente norteamericano las correspondientes autorizaciones para iniciar y concluir una negociación. Sin embargo, por razones políticas, un acuerdo de la importancia del GATT se firmó como un llamado “acuerdo ejecutivo”, lo que ha servido a nuestros vecinos como pretexto para eludir el cumplimiento de compromisos relacionados con el propio GATT.

4. Una última reflexión. Creemos que el problema de la jerarquía de las normas en nuestro ordenamiento no podrá plantearse y resolverse de manera satisfactoria si se ve exclusivamente desde el punto de vista interno. Se ha dicho también que no es un problema de jerarquía, sino de determinación de la norma aplicable, pero para ello también necesitamos criterios ciertos y consistentes.

Lo primero que debe tenerse presente es el origen, naturaleza y evolución del derecho internacional. Y es claro que en la actualidad este derecho se está convirtiendo en un ordenamiento común de la humanidad, y no sólo para los Estados, que de ser su objeto y fin, se transforman en mediadores (cuando no en obstáculos). Dicho de otro modo, los efectos internos del orden internacional, cada vez más notorios, no deben quedar sujetos únicamente al arbitrio del propio Estado, vale decir, a su derecho constitucional.

Por ello se podría llegar a pensar que un tratado internacional puede, en determinadas circunstancias, ser de jerarquía igual o superior a una Constitución nacional, aunque las categorías jurídicas convencionales tengan dificultades para conceptuar y manejar esta posibilidad. Que esto ya es una realidad lo demuestra la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea, que ha resuelto que el derecho comunitario es superior, en lo interno, al derecho de los Estados miembros de la Comunidad, incluyendo su derecho constitucional, si es que en verdad pretende ser un derecho común a todos ellos. No sin resistencias, éstos han acabado por aceptar esta doctrina.

Así, pues, artículos como el que comentamos aportan sin duda puntos de vista valiosos para esta necesaria y cada vez más urgente discusión.

Héctor FIX FIERRO