HISTORIA DEL DERECHO

CASAVOLA, Franco, “Il concetto di `Urbs Roma': giuristi e imperatori romani”, Labeo Rassegna di Diritto Romano, Nápoles, vol. 38, núm. 1, 1992, pp. 20-29.

Parecería, nos dice el autor de este artículo, que toda la grandeza de Roma, física y espiritual, se pudiera representar, de acuerdo con Valerio Máximo, en sus Notas, por dos letras mayúsculas: U.R. Sin embargo, estos signos del alfabeto no tienen tan sólo una función indicativa de un punto geográfico y urbanístico, que es en sí mismo sencillo y unitario, sino que los términos `ciudad de Roma' se utilizan también para referirse a una entidad jurídico-constitucional conformada a lo largo de la historia.

Así, por ejemplo, el jurisconsulto Marcelo, del siglo segundo de nuestra era, que viviera bajo los principados de Antonino Pío y Marco Aurelio, cuando se pregunta cuál es el significado exacto de esos dos términos, recurre a un colega anterior, Alfeno Varo, de la última época republicana, quien afirma que los vocablos no se refieren tan sólo a lo que se encuentra comprendido dentro de los muros y el área edificada, sino también a lo comprendido fuera de ellos, lo cual se comprueba con la expresión cotidiana de “vamos a Roma”, que se utiliza aunque vivamos fuera de la ciudad (D. 50, 16, 87).

El autor del artículo cita a continuación a Paulo, a Javoleno, a Ulpiano, etcétera. Siempre en el sentido de que “Urbs Roma“, alude a dos espacios: uno menor e histórico, el de `ciudad', otro, más amplio, el de `Roma'.

Otros dos juristas, de la época de los Severos, Calistrato y Modestino, subrayan la tesis de que Roma no sólo se refiere a un punto geográfico, sino que tiene una acepción más amplia, la de “patria común”, acepción a la que también alude Ulpiano cuando dice que por la constitución de Antonino Caracalla, del año 212, se convirtieron en ciudadanos todos los que vivían en el “orbe romano” (D. 1, 5, 17); el cambio de urbe a orbe es interesante de destacar; nos parece que explica la idea de extraterritorialidad del Imperio, desde Roma hasta nuestros días.

Otros juristas citados por el autor son Próculo, Pomponio y Triboniano, así como diversas disposiciones imperiales de Claudio, Alejandro Severo y Justiniano, entre otros.

Marta MORINEAU



DÍAZ GARCÍA, Juan Bautista, “El ejercicio de la abogacía en España e Iberoamérica en estos primeros quinientos años”, Anales de Jurisprudencia, México, tercera época, año 3, t. 212, julio-septiembre de 1992, pp. 245-275.

Es indudable que este estudio se inscribe en la serie de reflexiones que los habitantes del “viejo” y “nuevo mundo” realizaron el año próximo pasado, en relación con las repercusiones —todavía no precisadas— del llamado “descubrimiento” de América.

En el congreso celebrado en Granada, España, en el pasado año de 1992, organizado por la Unión Iberoamericana de Colegios y Agrupaciones de Abogados, presidida por el ilustre jurista español Antonio Pedro Ruis, se presentaron muy importantes trabajos; uno de ellos se intitula como ha quedado señalado en el título de este comentario.

El estudio comprende un sumario que proporciona una idea cabal de su contenido: introducción; bibliografía; reseña histórica y perspectiva del cambio de estatus del abogado, del profesionalismo tradicional al profesionalismo ocupacional; autonomía profesional, autorregulación, prestigio e ingresos económicos; características del abogado; inseguridad profesional; el futuro en la profesión de abogado; recapitulación final y conclusiones, referido este último apartado al ejercicio de la abogacía en las áreas de integración de Iberoamérica.

Pertinente es señalar el debate que se originó entre los intelectuales de nuestro país, en torno a la propia denominación: “descubrimiento”, “encuentro” o “conquista”. El término descubrimiento ya no satisface a un amplio sector de los ilustrados, por lo que —salomónicamente— se determinó que la denominación oficial fuera “encuentro de dos mundos”, aludiendo al carácter culturizante de los conquistadores.

El trabajo de Juan Bautista Díaz García se inscribe en este contexto ya que analiza, precisamente, el papel del abogado tanto en España como en Iberoamérica. En estos términos él le llama primeros quinientos años.

Díaz García divide su trabajo en nueve apartados. En la introducción rinde homenaje, que consideramos justo, a la obra española en América, con motivo de los quinientos años de descubrimiento y conquista de gran parte del territorio de este continente. Sobre el particular, afirma que no se ha destacado de manera suficiente la inspiración humanista que destaca en la obra de la conquista y colonización de América por España, aspecto que en parte es cierto si nos referimos exclusivamente a la labor de los juristas e historiadores en el año de la celebración de los quinientos años; pero sí debemos destacar que ilustres juristas hispanoamericanos, entre los que destacan los mexicanos Carlos Pereyra, José Vasconcelos, Toribio Esquivel Obregón, etcétera, han juzgado la egregia labor de España en la colonización de América.

También es oportuno señalar que en los años de 1952 y 1953 aquí en México se celebraron con el máximo brillo los cuatrocientos años de la fundación de la Real y Pontificia Universidad de México (UNAM). En esta ceremonia conmemorativa, y en las que se estudió y profundizó la labor de España en México, que no tiene precedentes en la historia universal, fueron auspiciadas en los citados años de 1951 y 1952 por el entonces rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, doctor Luis Garrido. En esos dos años se publicaron valiosísimos trabajos de investigación reconociendo la obra cimera de España en América, y de la imprenta universitaria salieron importantísimos estudios.

En el año 1952, siendo rector de la UNAM el doctor Nabor Carrillo Flores y director de la Facultad de Derecho el doctor Mario de la Cueva, se celebraron con destacado brillo las primeras cátedras que se dictaron en tierras de América de derecho canónigo y de derecho civil. En estas ceremonias fueron presentados trabajos de Jaime Torres Bodet, Mario de la Cueva y José Campillo Sáinz y otros.

Por eso no estamos de acuerdo con que el jurista Díaz García afirme que no se han destacado los méritos de la colonización española en México.

En esa lucha entre los ideales superiores de la cultura occidental y el egoísmo y avaricia de algunos conquistadores siempre hemos reconocido, como lo hace el citado abogado, la labor constante de la Corona española y de los dominicos fray Bartolomé de las Casas y Francisco de Vitoria. En esta enumeración que hace el licenciado Díaz García se deja de mencionar al evangelizador de Michoacán, recordado todavía con amor por la población de esa zona como “Tata Vasco”. Pensamos que es oportuno también decir que la obra de transculturización de los valores cristianos llevada a cabo por los jesuitas llegó hasta regiones cercanas al Pacífico, casi hasta lo que hoy es Canadá. En esta obra evangelizadora efectuada en lo que hoy se conoce como Baja y Alta California destacan los jesuitas: el padre Quino y el padre Jesús de Margil.

En la introducción el autor nos ubica en la historiografía de las universidades del continente americano, cuya fundación temprana significa la consumación de la Conquista y el inicio de la época colonial, además de constituir un testimonio más de la presencia de abogados, pues con el establecimiento de una autoridad real, los órganos de gobierno requirieron de consejeros, oidores, letrados y abogados, estos últimos principalmente para la integración de los tribunales.

Díaz García sostiene que desde la conquista existe un ambicioso proceso —inacabado— por garantizar mínimos de justicia entre conquistados y españoles. Alude a la gran aportación humanística que en este proceso han dado hombres de la talla de Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria, la propuesta del derecho internacional e incluso la fundación, en el año de 1976, de la Unión Iberoamericana de Colegios y Agrupaciones de Abogados.

Es cierto, como lo afirma el abogado español, que la lucha por defender a los naturales de las ambiciones desmedidas de pequeños grupos de colonizadores encontraron apoyo en los evangelizadores y en la conducta de la Corona desde la época de Carlos V, pues cabe mencionar que estas doctrinas jurídicas que se inspiran en lo que ahora llamaríamos respeto a los derechos humanos, arrancan desde la doctrina de Jesucristo, y por lo que toca a España en el siglo XII, por la obra del eminente San Raimundo de Peñafort, quien sostuvo en su obra jurídica la defensa de la persona humana.

Al respecto, tenemos que reconocer con beneplácito la obra extraordinaria del ilustre doctor Antonio Pedro Ruis, que hace diecisiete años fundó con entusiasmo ese organismo iberoamericano de hermandad que ha generado lazos entre todos los abogados de Iberoamérica: la Unión Iberoamericana de Colegios y Agrupaciones de Abogados, cuyo Tercer Congreso se celebró aquí en México.

En otro capítulo importante que también señala en la búsqueda de mínimos de justicia y equidad, se promulgaron las “Nuevas Leyes de Indias”, que por cierto contaron con la animadversión de los criollos. Él indica, asimismo, que más allá de la evidente explotación que se hizo tanto de los recursos naturales como de los humanos, estaba la intención de fomentar la cultura superior: esto se explica en la medida en que los gobernantes españoles fundan universidades, y lo contrasta en la actitud asumida por los colonizadores ingleses que no fundan hasta el año de 1636, la de Harvard (Estados Unidos) y en el año de 1803 la de Halifa en Canadá.

En la primera parte el autor nos habla de que con la fundación de las universidades y el establecimiento de II Audiencias durante el siglo XVI, en territorio americano, se terminó propiamente el “periodo de conquista”, para dar paso al nacimiento de la “legalidad”, y aquí es donde propone el estudio de la abogacía iberoamericana.

En el apartado “Reseña histórica y perspectiva del cambio del status del abogado, del profesionalismo tradicional al profesionalismo ocupacional”, Díaz García indica que la permanencia de una profesión se debe a la validez que un sector de la sociedad le da; así, la profesión del hombre de leyes se ha mantenido porque desde sus orígenes gozó de un gran respeto. Empero, estos profesionales resultaban un “accesorio” de los grupos poderosos, especialmente la nobleza, la milicia y la clase eclesial.

Su incrustación en la sociedad y en los altos círculos de la nobleza, prohibió que estos incipientes profesionales cometieran una serie de abusos, basados en su relación y en su status.

El autor señala que las profesiones tienen una directa relación con el grado de desarrollo de una sociedad. Informa también que una de las primeras organizaciones de abogados es el Colegio de Abogados de Barcelona, fundado el 14 de abril de 1330.

Otras cofradías se fundan en Gerona y Perpiñan, bajo la advocación de Santo Tomás de Aquino y de San Ivo respectivamente, con la finalidad por parte de los abogados de lograr su autonomía e independencia de los poderes estatales; aunque tal independencia no fue del todo favorable en virtud de la lucha interna entre los mismos colegios.

En otro apartado, el autor enuncia las características de la profesión de abogado en España, señalando como fundamentales los siguientes: honestidad, profesionalismo, capacidad, especialización. Otro aspecto que analiza Díaz García es el contraste que actualmente se presenta entre las exigencias de carácter profesional del abogado y la lentitud y el costo de los procedimientos judiciales; por ello reclama que los abogados deben estar permanentemente actualizados en sus conocimientos, igualmente que la institución del arbitraje debe ser encargada a abogados cada día mejor calificados, más técnicos en cuanto a su especialidad.

Añade que los dos parámetros básicos de la cultura del abogado están contenidos en la frase: “un hombre de bien experto en el arte de hablar”, esto quiere decir que el profesional del derecho debe transitar entre la palabra y la acción.

Al abordar el tema sobre la “inseguridad profesional”, Díaz García afirma, ante los profetas que mencionan la desaparición de la carrera de abogado, que esta profesión tiene una estrecha vinculación con los más altos valores de la sociedad y que, por ello, los abogados pueden estar confiados en cuanto a la demanda que la sociedad realiza de ellos. El derecho es consustancial al orden social y los abogados son consustanciales al ejercicio y a la práctica del derecho. Por lo anterior, sostiene que el futuro de la abogacía es halagüeño, en la medida en que el profesional del derecho sepa adaptarse a los cambios, la función del abogado pervivirá siempre.

En este artículo el autor nos ofrece una visión de conjunto del ejercicio de la abogacía tanto en España como en Iberoamérica desde 1492 hasta nuestros días. El estudio aporta un resumen suficientemente ilustrativo de la institución del abogado, a través del cual nos permite conocer la evolución, desarrollo y transformación del profesional de las leyes.

La aportación que hace Díaz García con este ensayo a la historia de la abogacía tiene un significativo valor en la cultura de todo abogado, pues conocer esta última etapa en que culmina la caracterización del abogado, se traduce en un interés netamente humanístico por su esencia cultural.

La abogacía, considerada entre las profesiones cultas, tiene en este artículo un abrevadero para nutrirse de su propia historia, pues entre su contenido destaca una bibliografía que llevará al investigador hacia el conocimiento profundo del ejercicio de esta profesión en las distintas latitudes de España y de la América española donde se dejó constancia histórica de su presencia, siempre sobresaliente.

Considera el autor que durante estos más de cuatro siglos la profesión del abogado ha evolucionado, histórica y sociológicamente. En este punto diferimos por considerar que hay un pequeño error, ya que la evolución histórica de los pueblos y por consiguiente de sus instituciones está incluida en el contexto histórico, por lo que hablar de historia y de sociología no tiene más sentido que tratar de distinguir los procesos evolutivos o no de una sociedad y de sus instituciones, es la historia la que recoge los hechos pasados de la humanidad que suponen el cambio que sufre la misma en el tiempo, y la profesión del abogado no puede ser ajena a estos cambios.

El abogado se caracteriza por el conocimiento del derecho, por la aplicación de éste y por la invocación que hace ante los tribunales, primitivos o evolucionados, para que en caso de conflictos entre personas o instituciones se aplique la ciencia del derecho.

Juan Luis GONZÁLEZ ALCÁNTARA



PLESCIA, Joseph, “Conflict of Laws in the Roman Empire”, Labeo Rassegna di Diritto Romano, Nápoles, vol. 38, núm. 1, 1992, pp. 30-54.

El artículo está dividido en ocho partes: I. Introducción, II. Ciudadanía, III. Domicilio, IV. Organización judicial, V. Proceso jurisdiccional, VI. Jurisdicción, VII. Conclusiones, y VIII. Casos concretos.

En la Introducción el autor nos dice que según los historiadores del derecho, las primeras teorías sobre conflicto de leyes, o sea, derecho internacional privado, se deben a los posglosadores o comentaristas, especialmente a Bártolo, Baldo, Demoulins y Huber. Si bien fueron los italianos quienes elaboraron la teoría de la personalidad, la de la territorialidad en la aplicación del derecho fue elaborada por los holandeses.

Ambas teorías, sin embargo, adoptaron, adaptándolas, la sofisticada conceptuación y terminología romanas.

El objetivo del autor es proporcionar un marco de referencia sobre el tema, analizando el tratamiento que el derecho romano imperial dio a los puntos concretos que se enuncian al principio.

En relación con la ciudadanía nos dice que antes de la Constitución Antoniniana, de Caracalla, del año 212, que concedió la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del Imperio, los no ciudadanos se agrupaban en latinos, peregrinos, dediticios y bárbaros; estos últimos no fueron tomados en cuenta por el sistema jurídico romano.

Por lo que toca a la doble nacionalidad, en la República no fue aceptada, pero el derecho imperial sí consideró la posibilidad de que una persona tuviera una nacionalidad local, de su ciudad-estado de origen y otra como miembro del Imperio.

En cuanto al domicilio, aunque para el jurista Labeón las personas sólo podían tener uno, otros juristas consideraban que podían tener varios.

La organización judicial justinianea, según el autor, era un laberinto en el que privaba la siguiente jerarquización:

1) Tribunales superiores constituidos, a su vez, por jueces mayores y jueces menores.

2) Tribunales inferiores que, por su lado, se componían de jueces municipales y jueces itinerantes.

3) Juzgados de jurisdicción general y aquellos de jurisdicciones especiales.

El proceso jurisdiccional en las fases arcaica y clásica se dividió en dos instancias, la primera —in iure— ante un magistrado y la segunda —apud indicem— ante un juez.

En la fase in iure el magistrado examinaba la cuestión de derecho y otorgaba o denegaba la acción.

En la fase apud indicem el juez privado dictaba sentencia.

En la siguiente parte el autor nos habla de la jurisdicción, en latín iurisdictio, que se entendió como la facultad que tenía el magistrado de determinar el derecho aplicable y darle entrada a las demandas.

Entre sus conclusiones, el autor sostiene que en los casos de conflicto de leyes generalmente se aplicó el derecho local, aunque el tribunal del pretor urbano aplicó, por regla general, el ius civile romano, mientras que el tribunal del pretor peregrino aplicó lo que el autor llama el ius gentium romano, recurriendo a la costumbre internacional, cuando era necesario.

Después de la Constitución de Caracalla, las costumbres y derechos locales, en principio, se consideraron como supletorios del derecho romano; en la práctica, sin embargo, se dio una mezcla del derecho romano con el provincial.

Marta MORINEAU