INTERVENCIÓN DEL CONSTITUCIONALISTA DOCTOR PEDRO DE VEGA GARCÍA, EN LA ENTREGA DEL DOCTORADO HONORIS CAUSA DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID, AL DOCTOR JORGE CARPIZO

Excelentísimo y magnífico señor rector de la Universidad Complutense de Madrid,

Excelentísimas e ilustrísimas autoridades,

Ilustrísimo Claustro de Profesores,

Señoras y señores:

Es para mí motivo de orgullo y satisfacción pronunciar la laudatio en esta ceremonia de investidura como Doctor Honoris Causa del profesor Jorge Carpizo. Orgullo y satisfacción que siento como amigo, pero sobre todo, como universitario, porque para quienes hemos hecho de la enseñanza profesión, y de la Universidad ámbito espiritual de la existencia, un doctorado honoris causa encierra el doble valor simbólico de reconocimiento académico hacia el doctorando investido, y de acto de reafirmación del crédito moral y del prestigio social de la institución que nos acoge.

En un momento de convulsiones históricas profundas, en el que no faltan improvisados y no siempre acertados críticos del alma mater, que menosprecian sus títulos y desdeñan sus honores, la feliz circunstancia de que egregios científicos, brillantes escritores, notables políticos, próceres sociales y mecenas, reciban con entusiasmo el más alto galardón que la Universidad confiere, constituye la prueba más palpable de que son muchos los espíritus selectos que siguen creyendo que la institución pervive, a pesar de sus múltiples problemas, como instancia máxima del saber, la ciencia y la cultura. Ellos son quienes ofrecen acaso el mejor testimonio y el más válido argumento frente a las descalificaciones y dicterios, promovidos a veces por algunos, a los que podrían aplicarse las palabras de Cervantes, de que "por no contenerse en los límites de su ignorancia, suelen condenar con más rigor y menor justicia los trabajos ajenos que los propios".

Forma parte el profesor Carpizo de esa pléyade de hombres distinguidos que, por aceptar con fervor el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Complutense, hacen que su orgullo, al recibir tal honor, sea nuestro orgullo, y que su satisfacción sea la nuestra. Nunca con mejor sentido y con mayor acierto que en ocasiones como ésta, para recordar el adagio clásico de Publilius Syrus "probo beneficium qui dat ex parte accipit" ("conceder un beneficio a un hombre de honor es en parte recibirlo").

Desde la urgencia y brevedad que las circunstancias imponen a mi condición de oficiante menor en esta ceremonia, intentaré resumir un amplio y abrumador curriculum vitae, resaltando la labor intelectual, la trayectoria universitaria y la proyección de hombre público del profesor Carpizo.

De su condición de intelectual infatigable y de jurista prolífico, dan sobrada y merecida cuenta más de trescientos trabajos publicados. Del rigor científico y del interés de los mismos, habla por sí solo el hecho de que varias de sus obras hayan sido traducidas al inglés, al francés, al alemán y al italiano. Conocedor profundo de la realidad social, política y jurídica de hispanoamérica, y experto indiscutido de la de su propio país, sus libros se han convertido en obligado centro de referencia para cuantos quieran acercarse al estudio del para nosotros entrañable mundo hispanoamericano, cargado de contradicciones y hasta de miserias, pero también provisto de indiscutibles y evidentes grandezas.

No surge, sin embargo, ninguna obra intelectual meritoria en la soledad de los desiertos. Y la producción científica del profesor Carpizo resultaría inexplicable al margen de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde, en una atmósfera espiritual propicia, desplegó su labor como investigador de tiempo completo durante más de veinte años, y donde realizó un brillante cursus honorum como académico, desempeñando los cargos de abogado general, director del Instituto de Investigaciones Jurídicas, coordinador de Humanidades, para acabar ocupando la dignidad de rector.

No es el momento de describir las múltiples y fructíferas empresas por él acometidas, como director del Instituto de Investigaciones Jurídicas, primero, y como rector, después. Directa o indirectamente, intelectuales y universitarios de todo el mundo podrían dar cumplida cuenta de ellas, pues no en vano fueron muchos los partícipes en los congresos y encuentros patrocinados y en las publicaciones promovidas bajo su mandato. Convencido del universalismo del saber y de la ciencia, si abrió la UNAM a los intelectuales foráneos, propició también que los universitarios mexicanos ampliaran sus horizontes en universidades extranjeras. Somos numerosos los españoles procedentes de las más diferentes disciplinas, quienes podemos dar testimonio personal de esa inquietud cosmopolita, y de esa visión universal de la cultura, y son también diversas las universidades de todo el mundo, las que a través de los convenios y acuerdos suscritos con la UNAM pueden igualmente acreditarla. Ni que decir tiene que, para satisfacción recíproca, la Universidad Complutense de Madrid es una de ellas.

Ha sido acaso su brillantez como intelectual, y su prestigio como académico, lo que, sin ser un hombre de partido, le proyectó a la vida pública mexicana, donde en una vertiginosa carrera, presidida por la entereza, el valor y la honradez, ha desempeñado los cargos de ministro numerario de la Suprema Corte de Justicia, presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, para terminar asumiendo en la actualidad el difícil y comprometido destino de Procurador General de la República.

Intencionadamente omito otros importantes quehaceres del profesor Carpizo, como igualmente silencio su vocación humanística y viajera, que le ha conducido a escudriñar y rastrear por los campos más abigarrados y diversos de las ciencias, las artes y la cultura. No quisiera, sin embargo, dejar de mencionar su condición de vicepresidente de la Asociación Iberoamericana de Ombudsman, por el noble y democrático intento que supone una Asociación montada para la coordinación, programación y orientación de la defensa de los derechos humanos en Iberoamérica, ni su posición de secretario ejecutivo del Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional, por la digna aspiración que encierra un Instituto creado para promover e impulsar un pensamiento político-jurídico, en los países de habla hispana, sobre los irrenunciables principios del Estado de derecho. Por el alcance simbólico del nombramiento, tampoco quisiera olvidar su designación como presidente de la Unión de Universidades de América Latina.

Sinceramente pienso que bastan las someras referencias realizadas a su obra como intelectual, a su actuación como universitario, y a su trayectoria como hombre público, para poner de manifiesto que nos encontramos ante una vigorosa y distinguida biografía que, si sorprende por sus merecimientos, no es menos admirable por su relativa juventud.

Fueron esos merecimientos los que le valieron títulos, honores y premios que tampoco voy exhaustivamente a reseñar. Recordaré tan sólo sus doctorados honoris causa de la Universidad Autónoma de Querétaro, de la Autónoma de Campeche, de la Eisenhower Fellow-ship, de la de Tel-Aviv, de la del Externado de Colombia, y de la Western California Scholl of Law, con la especial circunstancia respecto a los dos últimos, de que tanto la Universidad del Externado de Colombia, como la Western California Scholl of Law, es el primer Doctorado Honoris Causa, y de momento único, que han conferido a un extranjero. A ellos se suma ahora el que, con unánime criterio en los pronunciamientos por parte del Departamento de Derecho Constitucional, de la Junta de la Facultad de Derecho y de la Junta de Gobierno, el rector magnífico de la Universidad Complutense ha tenido a bien concederle.

Si he sido voluntariamente parco en el elenco de los muchos y reconocidos méritos del profesor Carpizo, ahorrando hasta ahora la profusión en la glosa de los mismos, es porque estimo que, como en la clásica laudatio de los patricios romanos, no es sobre las obras, trabajos o actuaciones, por importantes que éstos sean, sobre los que debe recaer el elogio o el comentario, sino sobre la personalidad de su autor. Decía Fichte que la filosofía que se sigue y, en definitiva, lo que en la vida se hace, depende de la clase de hombre que se es. Permítaseme, por ello, que en un ejercicio rápido de audacia, acometa la arriesgada aventura de descender a la etopeya.

Asistimos en nuestras sociedades al fascinante, engañoso y generalizado espectáculo, de una contradicción patética delatada en su día con agudeza por Flaubert, en La educación sentimental. Defendemos en el reino de los principios una existencia presidida por la ética, al tiempo que proclamamos y nos sometemos sin rubro a una vida de comportamientos alejados de ella. La tensión entre la moralidad de los principios y la inmoralidad manifiesta de las conductas, generará de esta forma la quiebra histórica más rotunda de la idea de autoridad. Quiebra que, para afectar a todos los órdenes sociales, repercutirá también en la propia institución universitaria.

En la respuesta otorgada por el profesor Carpizo a esa contradicción patética, tanto en su actuación académica, como en su proceder como hombre público, es donde acaso podemos encontrar el sentido más profundo de su carácter y de su personalidad.

Si hay algo que ha definido plenamente su trayectoria humana, ha sido la defensa de los principios y la condena de las actitudes negadoras de los mismos. Para no convertir a la Universidad en un pandemonium de la confusión y la mentira, en un momento difícil en el que se vio sometida a comprometidos embates, entendió con acierto que, la primera misión y el fundamental objetivo de un universitario, tiene que ser el de rescatar el clásico concepto de auctoritas.

Incorporó el alma mater, en sus comienzos, como fórmulas inspiradoras de la vida de sus claustros, la del magister dixit, procedente de la tradición pitagórica, o la de hablar ex cathedra, originaria del mundo eclesiástico, con las que, en fin de cuentas, lo único que se quería expresar era que el fundamento último de la autoridad en las aulas, no podía ser otro que el que proporciona el propio conocimiento. Sobre el valor autónomo de la ciencia y del saber, se cimentó de esta suerte una forma de auctoritas que marcó el comportamiento del que hablara el Rey Sabio, en las fases más gloriosas de la Universidad.

Es la auctoritas del saber y de la ciencia la que, ineludiblemente, se corrompe y degenera, cuando el honrado, riguroso y serio trabajo intelectual, se sustituye por la improvisación, la mistificación del saber y la ignorancia. El seguir apelando a ella en esas circunstancias, significaría introducir en las aulas y en los claustros, la ambigüedad averroísta de la doble moral que Flaubert denunciara como característica de la sociedad industrial contemporánea. Todos somos testigos de actitudes de encubrimiento y de aceptación cínica de un panorama cargado, a veces, de elementos carnavalescos, en el que se pretende mantener una degenerada auctoritas desde la divinización del fingimiento. Pero, por fortuna, todos somos también testigos de actitudes de protesta contra la falacia y la mentira, surgidas en el seno de los propios claustros, que ahora, como en tiempos pasados con idénticas zozobras, postulan la llamada a la regeneración de la ética intelectual perdida.

Es justamente esa actitud de conciencia crítica expresada ya en tonos irónicos por Erasmo en el Elogio de la locura, expuesta por Luis Vives desde un moralismo humanista, sancionada por el enciclopedismo racionalista y perpetuada hasta nuestros días por diversas corrientes de pensamiento imposibles de enumerar, la que ha presidido toda la vida intelectual y académica del profesor Carpizo. Tuvo que enfrentar, y enfrentó con éxito, desde las responsabilidades derivadas de los cargos que desempeñó, a los infinitos, y, en ocasiones, difíciles problemas, producto de una enseñanza superior masificada, y que como una pandemia fatal, se producen en casi todas las universidades del mundo. Consciente, no obstante, de que la universidad estará siempre salvada mientras la ética intelectual subsista, su verdadera y auténtica preocupación se centró en la condena y en la protesta contra el cientificismo banal y las ficciones. Desde la perfecta comprensión de la distinción weberiana entre la función del político y la función del intelectual, el profesor Carpizo no olvidó nunca que la única función política que honra y merece en la vida de un universitario, es la que permite desarrollar y potenciar la función intelectual.

Resultaría en cualquier caso inexplicables sus tomas de posición intelectual, su sistema de convicciones morales, e, incluso, su propia trayectoria humana, al margen del entorno en el que desarrolló su existencia. Todos somos, queramos o no, tributarios -como decía Ortega- de nuestra circunstancia. Y, si como antes indicaba, el profesor Carpizo lo es también de la atmósfera espiritual de la UNAM, en la que inició su formación como estudiante, muy especialmente se ha sentido y se siente deudor con el Instituto de Investigaciones Jurídicas, al que, por su parte, entregó sus mayores esfuerzos y sus mejores afanes. Fue en el ambiente espiritual del Instituto, modelado en la convivencia científica de ilustres profesores españoles, y no menos notables profesores mexicanos, entre los que recordaré, tan sólo por citar algunos, los nombres de Sánchez Román, Pedroso, Recaséns, Alcalá-Zamora, Mario de la Cueva o Fix-Zamudio, donde Jorge Carpizo aprendió la suprema lección de la ejemplaridad intelectual, que sólo se produce en el sacrificio cotidiano del trabajo, y en el sosiego y silencio del estudio. No hace al caso realizar ahora el panegírico de un centro, con una impronta española que los mismos mexicanos proclaman con orgullo, y que se ha convertido en faro de orientación de la cultura jurídica iberoamericana, y en lugar de encuentro de juristas de todo el mundo. Lo que no quisiera dejar de señalar es que, aparte de otros evidentes logros, ha sido acaso la mayor virtud del Instituto el declarar, junto al más absoluto respeto a la libertad, que es el primer presupuesto para la creación intelectual, la neutralidad y la independencia del saber de cualquier tipo de posiciones ideológicas y partidistas.

Formado en los criterios de la independencia de la ciencia y de la libertad intelectual, nada tiene de particular, y por paradójico que ello pudiera resultar, que el profesor Carpizo se haya manifestado siempre como un intelectual comprometido. Comprometido, ante todo, con la defensa de la libertad, por ser el primer requisito no sólo para gozar de una vida mínimamente digna, sino para poder desempeñar cualquier labor científica con rigor. Comprometido, en segundo lugar, con sus propias ideas como intelectual, por ser el único medio para dar coherencia ética y sentido moral a la existencia, evitando el divorcio entre los principios que teóricamente se proclaman, y las formas y actitudes que en la vida se practican. Y, comprometido, por último, como jurista, con su propia realidad social y política, no eludiendo nunca la denuncia y la crítica de aquellas situaciones en las que, por un lado, aparecen los deberes establecidos en las normas, y justamente por el contrario, se producen y operan las conductas reguladas en ellas.

No deja de ser sorprendente que un hombre con vocación de intelectual, y que para defender ese triple compromiso no tomó nunca adscripción partidista alguna, fuera llamado, sin embargo, a la vida pública, e irrumpiera en la política mexicana en los términos en que él lo ha hecho. No me corresponde ni entra dentro de mis cometidos ponerme a juzgar ahora la política mexicana. Lo que sí puedo y debo decir, porque lo repiten por doquier todos los mexicanos como constatación empírica evidente, es que en sus actuaciones, primero como presidente en la Comisión Nacional de Derechos Humanos, y después como procurador general de la República, las muestras de entereza, valor y honradez de Jorge Carpizo han sido constantes.

Fiel a sus principios morales y a su condición de jurista, con la misma contundencia y claridad que defendió el cumplimiento del derecho y denunció la injusticia en sus libros, defiende ahora los derechos humanos y las libertades públicas, ataca la corrupción, y se enfrenta sin temor y con gallardía a la delincuencia. Al hacer suya aquella frase, tan repetida por el emperador Fernando I de Hungría, "fiat justitia pereat mundus" ("hágase justicia y perezca el mundo"), sabiamente matizada por Hegel, en el "fiat justitia ne pereat mundus" ("hágase justicia para que el mundo no perezca"), me atrevería a comparar su presencia en la vida pública, con una especie de recreación histórica parcial del mito platónico de la sofocracia, de los filósofos reyes y de los reyes filósofos.

Estoy consciente de que la propia naturaleza del poder impide la pervivencia en el mundo de ningún tipo de sofocracia. Pero también lo estoy de que la identificación que, en fin de cuentas, se produce en el mito platónico entre inteligencia y virtud, entre gobierno de la razón y gobierno de la honestidad, es una de las constantes definitorias de la cultura occidental, y que subyace en los sustratos más profundos de la democracia moderna. Porque no puede existir democracia sin talento y sin honestidad, no cabe imaginar tampoco una democracia sin ejemplaridades. Cuando éstas no se dan -como advirtiera Montesquieu- lo que efectivamente aparece en su lugar, es el envilecimiento irremediable de la conciencia cívica de los individuos, y la dolorosa pérdida de la vitalidad moral de las naciones.

En unos momentos en los que, a nivel universal, se reclama en nombre de la ética y de la justicia, el cambio y la renovación de las estructuras políticas, habla muy a favor de un gran país como México, que esas transformaciones de la vida pública se produzcan haciendo llegar hasta ella a personas como Jorge Carpizo. Si es verdad que la naturaleza demoniaca del poder hace inviable una política rotundamente ética, no es menos cierto que habrá que dudar siempre de los procesos de moralización relativa de lo público, cuando se prescinde de quienes, por su acrisolada honradez, su talento y su virtud, son los únicos capaces de abrir y mantener en los pueblos el camino de la utopía y de la esperanza. Por fortuna para la República de México no es éste su caso. La conversión de Jorge Carpizo en un hombre público, es todo un símbolo para la ilusión y la confianza colectivas, pues se trata de un hombre al que le serían perfectamente aplicables aquellas palabras de la Oda de Horacio -y con esto termino-: "Justum et tenacem propositi virum si fractus illibatur orbis, impavidum ferient ruinae" ("Al hombre justo y de principios inmutables, si el universo saltara hecho pedazos, le alcanzarían impávido sus ruinas").