EVOCACIÓN DE OCTAVIO HERNÁNDEZ *

La familia Hernández me ha pedido hablar en su nombre. Lo hago con afecto y con respeto. Por eso expreso la gratitud de esa familia a la Universidad en que se formó quien fuera, en aquélla, esposo y padre, y aquí, ameritado maestro.

En ningún lugar podría hallarse mejor la biblioteca de este catedrático, que en el recinto que la recibe, al alcance de los universitarios. Así persiste de alguna manera la docencia que por mucho tiempo ejerció su dueño en la Facultad de Derecho. En ningún lugar podría estar más felizmente el nombre del maestro que en los muros del prestigiado Instituto de Investigaciones Jurídicas, un edificio universitario. Formará parte del claustro hospitalario al que acuden los jóvenes que emprenden la disciplina del derecho.

Este es el sitio natural para esos libros y para ese nombre. Aquí tendrá el recuerdo de Octavio Hernández, por una combinación generosa, un lugar de honor y de reposo.

Perdurará esta memoria, además por otra razón que también merece reconocimiento. Por acuerdo del rector, se ha instituido el premio bienal a la mejor tesis en derecho constitucional, que se conocerá con el nombre del maestro que hoy celebramos. Medio, éste, que lo tendrá presente, diligente en la inagotable tarea de animar el trabajo de los estudiantes.

Un día, hace años, llegó a mis manos el libro Entre la vista y la nada. Contuvo una dedicatoria amistosa de quien era, en efecto, mi amigo: su autor, Octavio Hernández. Y me trajo de nuevo las constancias de una vida rigurosa, combativa; insólita existencia en que se halló presente -siempre- el infortunio; pero vida, en fin de cuentas, donde prevalecieron el valor y la entereza; vida activa, laboriosa. Esto, que se dice de muy pocos, se debe decir sobre el jurista que hoy recordamos, admiramos, cuya biblioteca ingresa al acervo del Instituto, y cuyo nombre consta, a partir de ahora, en los muros de esta casa.

Quizás existe una ley que gobierna los esfuerzos de cada hombre y los induce en el sentido que mejor conviene a su equilibrio. De ser tal cosa, el rigor de la suerte adversa suscitará una terca empresa en contrapartida: concebir la vida como batalla, y ganarla; con la rebeldía, la insumisión que hagan falta. Esta es otra manera, dura manera, de vivir la vida. Todos lo intentamos, es cierto; pero no todos tienen que hacerlo yendo cuesta arriba tan arduamente.

Del tamaño de los obstáculos suele ser -en los hombres excepcionales- el ímpetu por removerlos. Estos hombres se fijarán los más altos objetivos, acometerán los trabajos más severos: es lo que les impone su propio rescate, lo que aconseja su albedrío, lo que ordena un hondo apetito del espíritu, que no se satisfará con menos.

En 1946, el joven pasante Hernández González, que previamente había culminado cursos de secretario taquimecanógrafo y obtenido el título de contador privado, acometió, él solo, una obra académica que hubiera valido -y valió, como se vería más tarde- el concurso de muchas decenas de personas. Hernández González, en cambio, soñó en hacerla por sí mismo y se propuso comenzarla como tesis profesional para optar por el título de licenciado en derecho. De este modo presentó ante un jurado notable el trabajo "La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos", con un subtítulo aclaratorio indispensable, no sólo para dar luz sobre el trabajo, sino para darla también sobre quien lo emprendía: "Génesis, exégesis, hermenéutica, crítica y proyecciones".

Emilio Portes Gil, presidente de aquel jurado, reconoció en su voto que la obra del pasante "constituye una verdadera proeza en materia de trabajo y laboriosidad"; "labor atrevida" de uno de los "alumnos más estudiosos y aplicados" de la Facultad de Jurisprudencia. Otro sinodal -como se suele calificar a los examinadores-, Alfonso Noriega Cantú, dijo que "el trabajo del señor Octavio A. Hernández, tiene un carácter inusitado por su naturaleza, su valor intrínseco y el esfuerzo que la realización del mismo implica". Es "la iniciación -agregó- de una obra monumental de exposición y crítica de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos".

El profesor José de Jesús Ledesma reconoció que "no había recibido hasta ahora durante el ejercicio de mi actividad docente en nuestra Universidad, un estudio tan interesante, tan ampliamente documentado, que revelara una investigación tan profunda, seria y cuidadosa de los temas que constituyen su objeto, una cultura histórica y jurídica tan vasta y un espíritu científico tan penetrante y certero como el presentado por el señor pasante Octavio A. Hernández". El trabajo de éste -opinó en su voto Agustín García López- "excede las proporciones de una simple tesis, para alcanzar las de un verdadero tratado...(y es) motivo de orgullo para nuestra Escuela y para la Universidad".

La "tesis del señor Hernández -aseguró Alberto Trueba Urbina- constituye uno de los trabajos más brillantes presentados en los últimos tiempos en nuestra Facultad". Se trata, en suma, destacó Andrés Serra Rojas, de la obra de quien es "modelo de estudiante universitario y un joven jurista de altos ideales".

He aquí el primer paso de una carrera fecunda. Porque Hernández sería un modelo de abogado y un hombre de ideales elevados. Y porque aquel ensayo -un poderoso ensayo- iniciado en plena juventud, se convertiría, andando el tiempo, en uno de los clásicos de la bibliografía jurídica patria: "Los derechos del pueblo mexicano. México a través de sus constituciones". La Cámara de Diputados del Congreso de la Unión encomendó a Hernández la coordinación de la obra. La concibió, dirigió, concluyó, reeditó con éxito. Hoy el Instituto de Investigaciones Jurídicas trabaja en una nueva edición de este libro magno, asociado a la memoria de quien se planteó el inmenso esfuerzo cuando aún no concluía la licenciatura en derecho.

Tuvo Octavio Hernández otros -numerosos- logros, en la doble selección de su vida profesional: como funcionario al servicio de México y como jurista, investigador y autor destacado. En este último campo, cuyo cultivo aseguró su excelencia en aquél, ha dejado obras muy apreciables sobre derecho constitucional, juicio de amparo y sistema bancario. En el servicio público se desempeñó como abogado de diversas instituciones y dependencias, director técnico de la primera Comisión Nacional para la Participación de los Trabajadores en las Utilidades de las Empresas, diputado federal, secretario de Gobierno del Departamento del Distrito Federal y director general del Banco Nacional de Obras y Servicios Públicos.

Inicié mi amistad con Octavio Hernández cuando fui su alumno en el curso de estudios superiores de derecho constitucional mexicano, en el doctorado de nuestra Facultad. Esa relación se afianzó con la invitación que me hizo a redactar algunas notas para la primera edición de "Los derechos del pueblo mexicano". En 1969 coincidimos en la comisión que tuvo a su cargo los trabajos preparatorios para la derogación de las malhadadas figuras penales de disolución social. Nuevamente compartimos responsabilidades en los años siguientes, por mi encomienda como procurador del Distrito Federal y la suya como secretario general de Gobierno. Luego Octavio dejó el servicio público, cercado por enfermedades que lo asediaron y que él enfrentó como el señor que siempre fue, para ejemplo y admiración de todos.

En aquella circunstancia ocurrieron algunos de nuestros últimos encuentros. Se preparaba otra gran tarea editorial, la Obra jurídica mexicana, en la que un nutrido grupo de juristas, de las más diversas especialidades e ideologías, examinaría los desarrollos del derecho nacional hasta la década de los ochenta. Un libro útil y ambicioso, bien cumplido, para dar fe de una obra de siglos. En él no podía faltar Octavio Hernández. Por eso lo busqué en su despacho, al que regularmente concurría cada mañana para atender a quienes lo visitaban y proseguir su trabajo.

El hombre que tuve entonces frente a mí, asediado por una condición que a otros hubiera vencido, era el mismo -así lo encontré, así lo dejé- que conocí veinticinco años atrás. Hombre forjado en la más severa disciplina, erguido en toda circunstancia, lúcido y liberal con los dones de su trabajo, su inteligencia y su amistad. Hombre al que no derrotaron la ira, el resentimiento o la amargura. Hombre con firmeza de convicciones, entusiasta de la vida, sonriente en la bienvenida y en la despedida. Hombre admirable para quienes tenemos en alto aprecio la inteligencia, el ingenio, la sabiduría, pero que apreciamos más, mucho más, porque valen infinitamente más, la bondad y la entereza.

Así conservo la imagen, la figura, la memoria de Octavio Hernández en aquel despacho de Polanco en el que me entregó el artículo "Algunas paradojas o contradicciones de nuestra historia y de nuestro derecho", que supongo fue la última de sus publicaciones, y en el que luego le correspondí con el quinto tomo de la Obra jurídica mexicana, que recogió ese texto redactado, como otros suyos de aquel tiempo, en el más hondo ensimismamiento. Cuando nos despedimos, se puso de pie, sonriente y afectuoso como siempre, y extendió su mano hacia adelante, aguardando la mía.

Dije que hablaría en esta ceremonia por encargo de la familia Hernández. He querido aludir, como creo que lo hubieran hecho los integrantes de esa familia -pero además siguiendo mis propias impresiones-, a Octavio Hernández el jurista, el funcionario, el universitario, el hombre esforzado y valiente. Ojalá que al exponer mis percepciones y mis sentimientos haya interpretado bien los suyos, aunque estoy cierto de que los miembros de su medio más íntimo hubieran podido agregar, con mayor derecho y mejor conocimiento que el mío, rasgos de ese hombre excepcional que se hallan fuera de mi alcance. No lo hicieron para evitar que la emoción los desbordara. Me encargaron mantener, con esta exposición muy amistosa y breve, la distancia que deben guardar, frente a todos, sus sentimientos.

Tal vez he cumplido, modestamente, la invitación que se me hizo. Pero incumpliría una deuda con Octavio Hernández, además de un deber que me dicta mi propia conciencia, si no dijera por lo menos dos palabras sobre la familia que tan generosamente me ha pedido representarla en este momento. A ella se refería Hernández con amor, agradecimiento y respeto, que yo quiero recordar y celebrar ahora.

Esta familia rodeó, defendió, protegió a Octavio Hernández a lo largo de su vida. Lo hizo con particular esmero, calor y afecto en la prolongada etapa de su retiro. Ahí estuvo, acompañándolo con devoción en cada una de las circunstancias: presente en la fortuna y en el infortunio; familia solidaria y verdadera, ejemplar familia en la que el hombre cifra su esperanza y nutre su fuerza y su alegría. Gracias a ella, Octavio Hernández no sufrió, pese a todo, la soledad que de otra suerte lo hubiera abrumado. Si no dijera esto, no me lo perdonaría mi viejo amigo, ni me lo perdonaría yo mismo.

Me impresiona sobremanera -y con esto termino- un epígrafe que puso Octavio en el libro que ya mencioné, Entre la vista y la nada, a propósito de un diálogo con su hija Mercedes. Ella le dice: "nos vemos, porque tú y yo no necesitamos los ojos de la cara para vernos".