ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL PODER JUDICIAL FEDERAL MEXICANO

SUMARIO: I. Fundamentos básicos constitucionales. II. Designaciones. III. Federación y división de poderes. IV. Normas positivas secundarias. V. Jurisdicción. VI. Competencias y estructuras. VII. Crítica y comentarios a las recientes reformas. VIII. Colofón.

I. FUNDAMENTOS BÁSICOS CONSTITUCIONALES

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos,1 que rige nuestra vida institucional política-jurídica, en su artículo 40 determina que es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, federal; compuesta de estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior, pero unidos en una federación establecida según los principios de esa ley fundamental. Agrega, en la primera parte de su artículo 41, que el pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión en los casos de la competencia de éstos. Continúa, en el artículo 49, precisando que el Supremo Poder de la Federación se divide, para su ejercicio, en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Determina en el artículo 94 que se deposita el ejercicio del Poder Judicial de la Federación en una Suprema Corte de Justicia, en tribunales de Circuito, Colegiados en materia de amparo y Unitarios en materia de apelación, y en Juzgados de Distrito; y, finalmente, en los artículos que van del 103 al 107, norma las funciones del Poder en cuestión.

Si comparamos esos preceptos con los artículos 4o., 6o., 123, 137 y relativos de la Constitución de 1824,2 podremos observar que en los ya largos ciento sesenta y ocho años transcurridos, ha cambiado mucho la estructura, ha variado demasiado la jurisdicción y competencia del Poder Judicial de la Federación; pero, en cambio, lo que podríamos estimar como sus raíces esenciales, su base y fundamento, se mantienen incólumes.

Trataremos de proporcionar algunos de los rasgos o notas preponderantes del citado Poder y significar el sentido de ciertas instituciones, para, al fin, intentar un resumen de los mismos.

La tripartita composición del Poder Judicial, considerando la Suprema Corte, los tribunales de Circuito y los juzgados de Distrito, está determinada por la propia Constitución. Al respecto, es necesario fijarse bien que no se trata de una diseminación de órganos, sino de la armónica integración en un solo cuerpo, que forma un todo, mediante diversos escalones jerárquicos con precisas y determinadas competencias, haciendo así posible la realización de sus altos fines.

Por cuanto a la Soberanía Popular, tanto y tan bueno se ha dicho, que estimamos conveniente mantener el tema apartado por esta vez. Sólo cabe tenerlo en cuenta para su oportunidad.

II. DESIGNACIONES

El Poder Judicial Federal es representante del pueblo mexicano. Podría argumentarse que al no ser electos popularmente los ministros, los magistrados y los jueces, deban ser considerados como no mandatarios del pueblo. Sin embargo, todos sabemos, como un innegable principio de derecho, que lo hecho por el mandatario a nombre de su mandante y dentro de los límites del poder concedido, tiene tanta fuerza como si el poderdante lo hubiera llevado personalmente al cabo. Entonces, si la elección de diputados, senadores y presidente de la República, conforme a los artículos 51, 57 y 81 de nuestra Constitución, es directamente llevada al cabo por el pueblo mexicano; si al presidente de la República, de acuerdo con el artículo 89, fracción XVIII, de la citada Carta Magna, compete nombrar a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y al Senado, o a la Comisión Permanente en los recesos del Legislativo, toca ratificar dichos nombramientos en los términos de los artículos 76, fracción II, y 79, fracción V, constitucionales, es claro que los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación son representantes del pueblo, de acuerdo con la sustitución de poderes; y, siguiendo la misma línea de pensamiento, si a su vez, los ministros nombran magistrados de Circuito y jueces de Distrito, según lo faculta el artículo 97 de la multicitada Constitución, es lógico que los últimos se han constituido también en mandatarios del pueblo.

Mucho se ha dicho sobre otras fórmulas para las nominaciones correspondientes. Una de ellas es la elección directa de los funcionarios judiciales. No vale la pena insistir en ella, pues tratándose de puestos eminentemente técnicos, es obvio que el hombre de la calle, común y corriente, no está capacitado para valorar a los pretendientes, y, sobre todo, ya hemos tenido la experiencia relativa y no ha funcionado. Sabemos que la experiencia, según la receta popular, es la madre de la ciencia.

Otra que ahora se ha puesto de moda por los tratadistas y gentes de academia, es la creación de un cuerpo consultivo, plural e independiente y compuesto de todas las profesiones jurídicas, que envíe al Ejecutivo unas listas o ternas de entre los cuales éste debe escoger al sujeto idóneo. Consideran quienes así piensan, que de tal suerte sobraría la intervención del Legislativo. Nosotros estimamos inadecuado este procedimiento: por una lado, tal proceder recargará al cuerpo burocrático con otro organismo... ¡y ya tenemos tantos! De hecho, el Ejecutivo siempre toma en cuenta, mediante la consulta personal indispensable, la opinión de las personas más destacadas, de las "profesiones jurídicas", para las nominaciones del caso, pues éstas no son caprichosas. Entonces, sobra el organismo propuesto. Además, muchos de quienes así desean las cosas, lo hacen para tener la ingerencia personal y egoísta, no siempre deseable, que por ahora no les es dada. Finalmente, en forma alguna debe descartarse la intervención del Legislativo, pues es ésta la que contribuye a dar el toque necesario del acto democrático. Y no vale hablar al respecto de la preponderancia presidencial, pues tal alegación, aparte de ir siendo cada día menos importante, atañe sobre todas las cosas a un género más amplio de problemas y no al restringido o específico de la nominación de funcionarios judiciales.

Todo lo anterior relativo al nombramiento de ministros. En cuanto a los magistrados de Circuito y jueces de Distrito, la fórmula actual es buena, sin ser extraordinaria, pues siempre se escoge, para promover a rangos superiores, de entre los jueces, secretarios de Estudio y Cuenta o de los secretarios de Juzgados o Tribunales. Excepcionalmente se nombra a un extraño al Poder Judicial. Lo anterior, sobre todo, conforme al artículo 100 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación. Este modo permite el conocimiento de los sujetos, la trayectoria real y efectiva del candidato, que permite incurrir en el menor número de equivocaciones, y sobre todo, el nombramiento que de tal manera se efectúa, no es definitivo, sino sujeto al tiempo de prueba para la ratificación correspondiente.3

Por último, también se ha insistido en el establecimiento de escuelas judiciales. En el ámbito federal ya se da este extremo y se ha ido implementando un curso cada día más y más completo, que abarca la central y muchas extensiones en toda la República; y que no está compuesto de clases aisladas, ni de charlas sueltas, sino de todo un programa anual perfectamente equilibrado. Este se logra con fundamento en el artículo 105 de la Ley Orgánica recién mencionada. Solo faltaría decretar como obligatorio que, quienes aspiren a puestos de jueces, necesariamente hayan pasado por este curso y sean los mejores.

III. FEDERACIÓN Y DIVISIÓN DE PODERES

A continuación debemos enfrentarnos, para los fines de nuestro estudio, a dos temas de amplísima discusión, a dos instituciones que desde el nacimiento mismo de nuestra República Mexicana han sido objeto de las más duras controversias, de los más enconados debates. Nos referimos a la Federación y a la División de Poderes.

Por cuanto a la Federación, como el problema atañe sólo indirectamente al tema que tratamos, daremos nada más ideas sobresalientes de la controversia correspondiente, que pueden ser de utilidad para nuestros fines. Se ha dicho hasta la saciedad, por aquél grupo que originalmente fuera monárquico, más tarde simplemente conservador y que ahora escapa a la capacidad de denominación y encasillamiento, pues se encuentra en todos los partidos y sectores, que nuestra primera equivocación fue crear un sistema federal, cuando toda nuestra vida institucional anterior a la independencia, así como las costumbres fijadoras de nuestra idiosincrasia que eran las de un estado unitario, bien podría haberse instituido una monarquía o, en el caso de república, una centralista. Estas afirmaciones son, al menos, incompletas. Bástenos indicar que la realidad anterior a la independencia, de ninguna manera permitía pensar en un estado en el que todo poder se ejerciera indefectiblemente desde el centro. Desde luego cabe preguntar, ¿qué centro?: ¿el del imperio -la metrópoli- o la capital del virreinato? Además, la estructuración político-administrativa, primero bajo el sistema de reinos y después de intendencias, significó de hecho una pluralidad de mando, en que, aún dando por supuesta una superior y única autoridad que no la hubo, solamente estaba sometida al virrey en forma por demás teórica, pues prácticamente estaba determinada por la dificultad de las comunicaciones y distancias, las diferentes regiones que componían la colonia representaban otras tantas unidades autónomas y autosuficientes, acostumbradas a resolver sus propios problemas locales, sin intervención de más altas jerarquías. Esto muestra la relativa inexactitud de la afirmación de que la colonia formaba un todo, regido por un mando centralizado.

Ahora bien, el Poder Judicial de la Federación, directamente cuida de preservar a la Federación, según se observa entre otros, de los artículos 103, fracciones II y III, 104, fracciones III, IV y V, 105 y 106 constitucionales.

Vayamos ahora a la división de poderes. Ese mismo grupo, que aún añora a las testas coronadas, cuando no pudo sentar reyes en sus tronos, al menos deseaba encumbrar dictadores que, a nombre de la fuerza y justificándose en la paz, la tranquilidad y la prosperidad económica, ejercieran la totalidad absoluta del poder de mando, unificado en su persona. Sabemos que la división de poderes, según la expresión casi unánime de la doctrina, se inicia en Aristóteles y viene a florecer en Montesquieu.4 Para algunos son escalones intermedios Polibio, Bodino, Puffendorf, Bolinbroke, Locke, etcétera;5 y otros tratadistas consideran que no todos los expuestos idearon en realidad algo que pudiera emparentarse con la teoría de la división de poderes: lo que en Aristóteles fue solamente una exposición de la realidad ateniense y una cómoda división de trabajo, viene a ser en Locke y Montesquieu una fórmula para evitar la tiranía.6 El despotismo solamente puede ser ejercido por un grupo u hombre, cuando en él se reconcentra todo el poder. En cambio, cuando en diversas personas o cuerpos se distribuye el mando y si la actuación de unos sobre otros evita el desbordamiento de poder, se construye un sistema de frenos y contrapesos, mediante el cual el gobernado se encuentra lo más cerca posible de la libertad real. Este sistema, que en un principio fuera drástico en cuanto a la separación de poderes, ha sufrido una transformación de matiz. Ahora ya no se concibe el enfrentamiento de un poder hacia otro, sino la colaboración de los mismos, pero siempre frenando y contrapesando sus actividades.

Allá en nuestra falleciente y colonial Nueva España no hubo reconcentración de poderes, y nuestros revolucionarios independentistas ya esbozaban la necesidad de una división de poderes. Léase el punto vigésimo primero de los Elementos Constitucionales circulados por el señor Rayón,7 y el artículo quinto de los Sentimientos de la Nación, del inmortal Morelos.8 Podría decirse que ésta era la forma de pensar de quienes se oponían al sistema español, pero no, también nuestra estructura real y la estructura jurídica española, permite otra interpretación. Los artículos 15, 16 y 17 de la Constitución de Cádiz,9 señalan la residencia del Ejecutivo en el rey; la del Legislativo en las Cortes, con el rey; y, finalmente, la del Judicial solamente en los tribunales establecidos por la ley. Claro está que a los magistrados los nombraba el rey, pero esto era a propuesta del Consejo de Estado, según el artículo 171, fracción IV, de dicha Constitución. Y además, en ello no podremos encontrar gran diferencia con la nominación actual que de los ministros de la Corte hace el presidente de la República. Por otro lado, de conformidad con los artículos 242 y 243 del propio cuerpo constitucional, la aplicación de las leyes a las causas civiles y criminales, pertenecía exclusivamente a los tribunales; ni las Cortes ni el rey podían ejercer en ningún caso las funciones judiciales.

Claro, cabría rebatir lo anterior afirmando que se hacía en una España casi democrática, en una monarquía moderada y moderna, más no en la absoluta que le precedió. Tal vez tenga razón este argumento en términos generales, más no en su aplicación concreta y práctica en la Nueva España. Cierto que en las viejas épocas, la facultad de hacer las leyes competía solamente al monarca, ayudado por el Consejo de Indias; pero también hay que recordar que aquellas leyes, una vez llegadas a la colonia podían ser puestas sobre la cabeza de quien a nombre del rey debería de ejecutarlas y, conforme al privilegio que la ley vigésima segunda del título primero del libro segundo de la Recopilación de Indias10 le confería, podía enervar la real norma, mediante la fórmula sabida y consabida de "obedézcase y no se cumpla". Como se ve, las leyes emanadas del propio monarca, cuando por circunstancias de hecho se evidenciaban inaplicables al medio de la colonia, podían ser prácticamente anuladas por un funcionario de inferior categoría.

Por otra parte, también es perfectamente sabido que en nuestra colonia había un virrey y había una Audiencia; esto en la ciudad de México.

Fórmula similar se repetía en Guadalajara y en Guatemala (que abarcaba parte que ahora corresponde a México), donde concurrían gobernadores y otras audiencias. Podemos ver en la organización de estos cuerpos y funcionarios una perfecta división de poderes. Cierto que sus funciones las ejercían a nombre del monarca, pero hay que recordar que el rey no vivía aquí, aquí no era visto; en cambio sí se contemplaban, física y fastuosamente, a las audiencias, a los gobernadores y al virrey. En cada uno de ellos y separadamente, se encarnaban a la perfección las funciones jurisdiccional y ejecutiva, con absoluta y total diferenciación; pero, es más adelantándose mucho a las épocas correspondientes, al virrey actuaba como presidente de la Audiencia, y la Audiencia, a su vez, formaba el Real Consejo cerca del virrey. Esto nos muestra, al propio tiempo, la división con la colaboración de poderes, anticipándose en mucho tiempo a las tesis de Carré de Malberg y Woodrow Wilson.11

Todo lo anterior, lejos de ser un dogma, tiende solamente a crear una curiosidad, que indudablemente llevará a una mejor y mayor investigación y, en su caso, a la polémica correspondiente. De todas maneras, afirmamos, que dada la estructura jurídica inmediata anterior a la independencia, nuestras costumbres y conformación real colonialista, la división de poderes no es una idea impropia y exótica e inaplicable al ser mexicano.

Pues bien, el Poder Judicial de la Federación cuida de la división de poderes, pudiendo citarse, al efecto y como ejemplo, lo contenido en el artículo 105 constitucional.

IV. NORMAS POSITIVAS SECUNDARIAS

Los preceptos constitucionales antes narrados, se desarrollan y reglamentan en una ley secundaria que es la específica para comprender cabalmente la estructura y dinámica del instituto que analizamos: la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, publicada en el Diario Oficial de la Federación de 5 de enero de 1988, que en la actualidad nos rige.

En ella encontraremos todos los aspectos inherentes a los ministros, los magistrados de Circuito y los jueces de Distrito; la labor que realizan, constituyendo la Suprema Corte de Justicia, en Pleno y Salas, los Tribunales Colegiados y Unitarios de Circuito, y los Juzgados de Distrito; las comisiones y los servidores públicos, superiores e inferiores; la jurisdicción y competencias relativas, y, en fin, los detalles para hacer posible el funcionamiento legal de la maquinaria correspondiente.

Pero, además, encontramos un par de organismos respecto de los cuales la Constitución no nos había informado: los Jurados Populares Federales y los Tribunales Federales para menores, comprendiendo concomitantemente con éstos los Consejos de Vigilancia concernientes.

Respecto a los primeros, guardaron cierta importancia hasta el momento en que juzgaron a los funcionarios y empleados públicos federales, cuando infringían la norma penal, mas al cambiar el sistema procesal, sometiendo a tales individuos a jueces de derecho, el quehacer relativo decayó notablemente, llegando prácticamente a su desaparición en la actualidad. En efecto, si bien se mantiene la competencia de dichos Jurados, respecto de los delitos cometidos por medio de la prensa contra el orden público o la seguridad exterior o interior de la Nación, según prescribe el artículo 71 de la Ley en cuestión, como de hecho no se producen juzgamientos de la naturaleza aludida o, al menos, jamás hemos tenido noticia de los mismos, cae en notorio desuso el funcionamiento de los jurados; al grado de que no se tiene conocimiento de que las actividades preliminares, como son la elaboración y publicación de las listas que deben hacer las municipalidades y el Departamento del Distrito Federal, se hayan verificado normalmente. Preguntados muchos jueces de Distrito al respecto, han contestado que no saben cosa alguna de tales documentos. Además, aún cuando el precepto en cuestión deja abierto ese sistema de juicio para los "demás que señalen las leyes", no se tiene razón de que subsista otro ordenamiento que sujete determinados delitos al Jurado Popular Federal.

Por cuanto a los segundos, o sean los Tribunales Federales para Menores y sus anexos, ocurre un fenómeno idéntico o casi similar al apuntado anteriormente. Efectivamente, de acuerdo con el artículo 500 del Código Federal de Procedimientos Penales, "en los lugares donde existan tribunales locales para menores, éstos serán competentes para conocer de las infracciones a las leyes penales federales cometidas por menores de dieciocho años, aplicando las disposiciones de las leyes penales federales respectivas". Ahora bien, a la fecha ya no existe, o al menos no se tiene noticia, de que en las sedes de los Juzgados de Distrito, que se ubican notoriamente en las principales poblaciones de las entidades federativas, se carezca de Tribunales locales para menores. De ahí que prácticamente todo el quehacer federal relativo se haya desplazado a la labor local, que actúa como auxiliar de la anteriormente expuesta; y de hecho hayan desaparecido los órganos federales apuntados.

V. JURISDICCIÓN

Ha llegado el momento en que, por la inercia de nuestra exposición, requerimos el análisis de la jurisdicción, así como de las competencias correspondientes, del Poder Judicial Federal y de sus órganos. La totalidad, o al menos la casi totalidad de nuestros constitucionalistas, han marcado en dos grandes sentidos la distinción de funciones del Poder Judicial Federal, entre la jurisdicción ordinaria y la jurisdiccional constitucional o política. Las que derivan de aquella, como dice el maestro Tena, "son las comunes de cualquier juez: conocer los hechos y aplicar las leyes para determinar el derecho en una contienda entre partes". En cambio la otra, la política, "tiene por fin mantener la integridad de la Constitución y es esta ley suprema el objeto de su interpretación". La ordinaria se surte "por razón de la materia, es decir, por tratarse de la aplicación de leyes federales o de tratados y por razón de las personas... por la alta calidad de las partes que no deben someterse a los tribunales de los estados". La otra "se ejercita en el amparo, juicio especial que tiene por objeto confrontar un acto de autoridad con la Constitución, para invalidar el primero si es contrario a la segunda, en beneficio del particular agraviado que lo solicite".

Para los fines de nuestro estudio, sería conveniente agregar una subdivisión o matiz: dentro del marco de la jurisdicción ordinaria, hay casos en que la contienda se somete al Poder Judicial de la Federación, para definir un litigio entre particulares, por la aplicación de leyes federales o tratados internacionales; también dentro de este marco, cuando una de las partes es el Estado, pero en su asimilación a un particular. En estos supuestos, sin duda alguna el Poder Judicial Federal actúa como cualquier otro tribunal ordinario; pero, en cambio, hay otros casos en que el conflicto se plantea, ya no entre particulares o entre órganos del Estado considerados como tales, sino para definir un conflicto entre diferentes entidades federativas o entre órganos federales y locales. En estos supuestos, el conflicto puede surgir por razones de una contienda de tipo oficial o bien cuando nacida dentro de una controversia particular, se eleva, como en el caso de las competencias, a una discusión que ya se establece de órgano a órgano, de entidad a entidad. En esta hipótesis, aunque el Poder Judicial Federal actúa como un tribunal supremo ordinario, justo es convenir que, además adquiere un preponderante papel como moderador dentro de la actuación de los distintos niveles y órganos nacionales y locales, para hacer posible así el pacto federal.

VI. COMPETENCIAS Y ESTRUCTURAS

Debemos hacer una breve historia de la evolución estructural y de la extensión del Poder Judicial Federal, para así comprender cómo hemos llegado hasta nuestros días. Es un largo recorrido en el que nos ayudará Parada Gay:12 y solamente haremos mención de las constituciones federales y de aquellas reformas que importan a los fines de esta plática. El 26 de marzo de 1825 se estableció una Suprema Corte de Justicia de la Nación, compuesta de once ministros y un fiscal. En un principio carecía de una legislación propia, que le diera las normas de su funcionamiento. Tuvo que recurrir, en todo aquello que no pugnaba con el sistema republicano, al reglamento del Supremo Tribunal de Justicia de España. Fue hasta el año de 1826, cuando tuvo su propia norma funcional. Unos cuantos magistrados de Circuito y jueces de Distrito fueron, en sus cercanos principios, los inferiores de esa Corte; su personal subalterno fue sumamente reducido. En cuanto a su jurisdicción, podríamos decir que en sus labores actuó como un simple tribunal de jurisdicción ordinaria; es más, curiosamente no solamente era un tribunal federal, sino además funcionaba como el tribunal ordinario para el Distrito y Territorios Federales. Sin embargo, podemos destacar que, según el artículo 137 de la Constitución de 1824, principalmente en sus fracciones I y IV, ya el Poder Judicial de la Federación tenía, además la categoría de árbitro, de moderador, para hacer posible la efectividad del pacto federal. Más tarde, el juicio de amparo, rudimentario a nivel local en la Constitución yucateca, apuntado en el acta de Reformas de 1847, surge espléndido en la Constitución de 1857 como una realidad efectiva a nuestra vida institucional. A estas alturas, es cuando el Judicial Federal adquiere ya la indudable calidad de un Poder. Con diversas altas y bajas se mantiene así su estructura hasta el año de 1900, en que de acuerdo con la ley de 22 de mayo y la reforma de 3 de octubre, la cambia: serán ahora quince ministros, funcionando en Pleno o por Salas. Vino la Revolución; cayó Porfiro Díaz; mataron a Madero y se fue Huerta; enconáronse los ánimos entre Villa y Zapata, por una lado, y Carranza por el otro. Al fin, una serie de ideas difusas y confusas, al principio con apariencia contradictoria, se iluminaron y plasmaron para formar la Constitución de 1917. Ésta, en el sentido que nos preocupa y que nos ocupa, estructuró a la Corte como un cuerpo compuesto de once ministros en actuación conjunta. Es decir, volvió a la simplitud que tenía la del año de 1824. Pero introdujo una innovación muy significativa: el amparo directo, que anteriormente no habíamos distinguido.

Los negocios eran muchos y de una diversidad tal que hacían prácticamente imposible el cabal cumplimiento de las obligaciones de trabajo a cargo de la Corte. Así, con posterioridad al 20 de diciembre de 1928, el tribunal máximo quedó integrado por dieciséis ministros, que podían funcionar en Pleno, con su presidente, y también en tres salas formadas cada una de ellas por cinco ministros. Más tarde, según las reformas contenidas en el Diario Oficial de la Federación de 15 de diciembre de 1934, debido al auge del derecho laboral y del enorme número de casos que de acuerdo con esta rama se presentaban ya en la práctica, se elaboró un nuevo andamiaje: la Corte se compondría de un presidente ministro y veinte ministros más, es decir, en total veintiuno, que podían funcionar en Pleno para aquellos asuntos de la competencia relativa, o bien, divididos en cuatro Salas de cinco ministros, especializadas respectivamente en materias penal, administrativa, civil y obrera.

El asentamiento de nuestra vida institucional y el notorio crecimiento de la nación, dieron al traste con ese sistema.

Desde 1944 se propusieron modificaciones estructurales que, desgraciadamente no prosperaron. En cambio, en 1951 se inicia una nueva estructuración, que cambió el panorama completo. De acuerdo con la novedosa fórmula, se creó una Sala Auxiliar, compuesta de cinco ministros supernumerarios (esta sala dejó de funcionar por un corto lapso y después se restableció); y otro paso más importante: como la Suprema Corte de Justicia de la Nación ya no podía atacar el cúmulo de asuntos que se le presentaba, se originó un aplastante rezago. Para salvar esta contingencia, se crearon los tribunales colegiados de Circuito. En un principio se les dio solamente una jurisdicción fraccionada, con límites al conocimiento de ciertos recursos en determinados amparos indirectos, o a dirimir solamente ciertas fases del amparo directo, como era lo relativo a las violaciones que se decían cometidas durante la secuela del procedimiento. Una jurisdicción plena en materia de amparo directo, únicamente se les daba respecto a las sentencias definitivas dictadas en juicios civiles o penales de única instancia. Posteriormente, a partir del año de 1986, puede decirse que los tribunales colegiados de Circuito tuvieron, en cuanto al fondo de su conocimiento en materia de amparo, una capacidad asimilable a la de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La diferencia era de cuantía o de calidad: Los negocios más importantes, los de mayor envergadura, por cualquier causa, se reservaron para la Suprema Corte de Justicia de la Nación; los de inferior interés se dejaron para los tribunales colegiados de Circuito.

Hemos hablado de las reformas Alemán y Díaz Ordaz -1951 y 1968-, que transformaron la estructura y la dinámica del Poder Judicial de la Federación. La primera, en su inicio, originó duras críticas, al grado de que sus detractores le auguraban el más completo de los fracasos. Se consolidó y adquirió nuevos matices con la segunda. Hoy ya nadie duda de la bondad y de ambas.

Surgió por último una nueva reforma constitucional, que ya debemos nominar De la Madrid. Se basa en la existencia de los tribunales colegiados de Circuito y deja a la Suprema Corte los niveles más altos de jurisdicción. Considera que todos los problemas indirectos de constitucionalidad, por violación de los artículos 14 y 16, inherentes a cuestiones de legalidad secundaria, deben ser del resorte de dichos tribunales, y la Corte, como máxima intérprete de la Constitución federal, habrá de tener por tarea preferente -no única- el examen de inconstitucionalidad de los ordenamientos de carácter general -leyes, tratados, reglamentos-, por así dejar el trabajo copioso a los colegiados y poder, de una vez por todas, hacer a un lado el viejo rezago que históricamente aqueja a la máxima judicatura.

Esta reforma entró en vigor a mediados del primer mes de 1988; para ser práctica y legalmente operante, se reformaron y adicionaron, a su vez, las leyes de Amparo y Orgánica del Poder Judicial de la Federación, que entraron en vigor el 15 de enero del recientemente citado año.

VII. CRÍTICA Y COMENTARIOS A LAS RECIENTES REFORMAS

Parte de la doctrina mexicana ha llevado al cabo ataques a esta última reforma.

En primer término indica que la Suprema Corte, como máximo juzgador, ha perdido el control de legalidad que durante una larguísima tradición tuvo; lo que implica la pérdida, a su vez, de la capacidad para interpretar la legislación ordinaria y, consiguientemente, tampoco podrá sentar jurisprudencia al respecto.

Esta crítica carece en absoluto de consistencia. Desde luego desconoce la estructura armónica del Poder Judicial Federal, que hace posible la interpretación inicial de la legislación ordinaria por parte de los tribunales colegiados de Circuito; tribunales que, como se dijo, ya son ampliamente aceptados por todos los foros nacionales, y que solamente siguen siendo rechazados por quienes de antiguo los han tildado, pretendiendo desde siempre y sin razón que se creara un número indefinido de Salas de la Suprema Corte. Esto, que sería en el fondo lo mismo, traería por consecuencia una monstruosa Corte con gravísimos problemas y sin resultado práctico alguno, pues tales Salas entraría en contradicciones, tales como las que actualmente refieren los colegiados. Por otro lado, si la generalidad de estos tribunales sostienen criterios idénticos o similares, la cuestión queda resuelta y se sienta jurisprudencia que resuelve satisfactoriamente el aspecto de la certeza jurídica.

Si, por el contrario y lo que es más frecuente, los colegiados sostienen pensamientos contradictorios, quedan la facultad de atracción y la obligación de dirimir las contradicciones, para señalar la tesis que debe prevalecer, permitiendo que la Corte diga así la última palabra.

En cuanto a la primera vía indicada, los críticos sostienen que es indebida la facultad, porque se deja que el alto tribunal la ejercite tomando en cuenta las "características especiales", lo que implica que se rompan las reglas de delimitación de competencias y pueda llegarse al capricho; que lo atinado hubiera sido señalar específicamente esos casos. La censura en mención es notoriamente desatinada, pues la vida real nos muestra una enorme cantidad de facultades discrecionales que jamás han sido pormenorizadas, pues se considera de antemano que un cuerpo selecto, como es la Corte, cumpliendo cabalmente con la Constitución deberá en cada caso fundar y motivar la razón conducente y, de ninguna manera, mencionar un capricho como sostén de su resolución. Por el contrario, pretender que cerradamente se digan los casos en que se ubiquen las hipótesis de "características especiales", es volver al casuismo legislativo que ya nadie admite y que prohija que muchos supuestos no expuestos por el legislador y que fueran dignos de contemplación, quedaran fuera de la norma correspondiente. Además, no puede negarse que hay cuestiones que, por su singular importancia desde cualquier ángulo que se les sitúe, debe ser resultas por la Corte, pero atraídas indudablemente en forma discrecional. Querer resolver este aspecto, mediante el sencillo resorte de suprimir la institución, es desear la curación de una enfermedad matando al paciente.

La segunda vía anotada, o sea la obligación de resolver sobre las tesis contradictorias, ciertamente es la mayormente adecuada para lograr que la Corte dicte el criterio final sobre algún asunto. Es más, esta forma didáctica y profiláctica, es y será cada día, una de las metas más importantes a cargo de nuestro máximo tribunal. Pues bien, la eterna censura señala que la Corte no podrá cumplir con la carga consiguiente; que de nada servirán los sistemas computarizados; que los "abogados" no pueden denunciar las contradicciones producidas; que la Corte no puede actuar sin las denuncias consiguientes; que las decisiones de la Suprema son reducidas, pues se contraerán a resolver qué criterio -de los contradictorios- es el que debe prevalecer, sin posibilidad de expresar el válido en el caso de que los sostenidos por los colegiados contendientes sean todos inválidos, y, por último, que no obstante el reconocimiento de lo indebido de uno de los fallos, no se podrá enmendar lo injustamente resuelto por el inferior.

Todas esas pretendidas impugnaciones carecen en absoluto de seriedad: la Corte puede y debe gran parte de su quehacer, precisamente a la resolución de contradicciones, para unificar los criterios jurisprudenciales y dar a todas las partes la seguridad en la aplicación de la legislación ordinaria; tiene la capacidad técnica y material suficiente para hacerlo; los sistemas de cómputo no resolverán las contradicciones, pero serán utilísimas para detectarlas y ordenar su resolución; los "abogados", como representantes de las partes tienen toda libertad para hacer a nombre de éstas las denuncias que estime pertinentes; la Corte puede actuar en cualquier momento que encuentre las contradicciones, pues los ministros que son sus componentes, están dotados de la facultad de proponer la resolución consiguiente. Es ingenuo mencionar que la Corte tiene que aceptar forzosamente uno de los criterios en discusión, pues si posee la facultad de rechazar por indebido uno de ellos, indudablemente la tiene para indicar que ambos son inaceptables. Una interpretación distinta de la norma conducente, peca de letrismo y simplicidad, y en la práctica es rechazada por la propia Corte, pudiendo citarse entre otras y, en concreto, las recientes resoluciones pronunciadas por la Cuarta Sala en los expedientes "contradicción de tesis 1/91 y 24/91".13 Finalmente, es cierto que al resolver lo inadecuado de un criterio, indirectamente se confirma como válido un fallo equivocado; pero tal cosa es el precio -indeseado- de la certeza que trae consigo la cosa juzgada. Dejar, por otra parte, la posibilidad de anulación de los efectos de la sentencia fundada en criterios incorrectos, sería abrir a la jurisdicción un cúmulo de trabajo, que abusivamente abrumaría las posibilidades correspondientes.

Lo que indebidamente ha callado la crítica mencionada, desviando la atención mediante el empleo de la diferencia entre el control de constitucionalidad y el de legalidad, que nadie desconoce, es la razón suprema que tuvo en cuenta el legislador para llevar al cabo las más recientes reformas: ¡el rezago! Esto y el retardo en la administración de justicia, que es su resultado lógico, son las únicas causas que se pretenden erradicar. Ya el señor Rabasa14 mencionaba que un día la Corte se vería imposibilitada para laborar, si necesariamente dijera la última palabra sobre la legalidad, en todos los casos. Tomando en cuenta los datos proporcionados a fines de 1987, año anterior a las reformas, el cúmulo de asuntos que por legalidad conocía la Corte era, anualmente, en forma gruesa y aproximada, de nueve mil negocios.15 De éstos, dejaba sin resolver no obstante una intensísima labor, la mitad, es decir, entre cuatro mil quinientos y cinco mil casos.16 Al paso del tiempo se hubiera tenido un rezago imposible de ser destrabado. Ya existía la presencia de los tribunales colegiados y se conocía la virtud de su trabajo. Entonces, lo que faltaba era darles todo el quehacer de legalidad, que fraccionadamente ya tenían. Aumentarles otra fracción, reteniendo la Corte una parte disminuida, era simplemente una cuestión de número, que nada solucionaba, pues paulatinamente tenía que irse incrementando la proporción conducente. Desde otro ángulo, la centralización en la impartición de la justicia de amparo, fue siempre un obstáculo a la expedición que ordena la Constitución; por ello el acercar a los distintos foros nacionales diseminando descentralizadamente el quehacer a todo lo largo y ancho de la República, era cumplir con la prontitud y facilidad también ordenadas. Otra solución era cerrar totalmente el examen de legalidad mediante la improcedencia del amparo relativo. Esto no era aceptable, ni persona alguna lo pretende en la actualidad.

VIII. COLOFÓN

Hemos recorrido y vivido mucho camino desde el año de 1825: aquel Poder Judicial de la Federación que se componía de once ministros y un fiscal, unos cuantos magistrados de Circuito y otros tantos jueces de Distrito, más un cortísimo personal subalterno, con nítidas funciones de un tribunal local, aunque ya matizadas por la moderación en el pacto federal, ha cambiado mediante la introducción del juicio de amparo en nuestra existencia jurídica, y ha crecido estructurándose al paso del tiempo para responder a las necesidades reales de nuestra vida práctica, en un organismo compuesto de hasta veintiséis ministros, doscientos cincuenta y ocho magistrados de Circuito, ciento cincuenta y seis jueces de Distrito (datos a mediados de noviembre de 1992, que pronto se incrementarán), un nutridísimo personal inferior, tanto técnico como administrativo, y una casi perfecta organización, que le permiten responder flexiblemente a las necesidades que día a día se van presentando.

Como curiosidad, cabe mencionar que de los escalones del Poder Judicial de la Federación, el órgano que se encuentra en la cúspide, es decir, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, actúa en ciertos casos como un tribunal ordinario, y en otros como un tribunal político o constitucional, según sea el tipo de negocio que le toque definir. En el mismo orden se encuentran los órganos inferiores que componen el poder judicial, o sean los jueces de Distrito, que conocen también, a propio tiempo, como jueces ordinarios dentro de su competencia federal y como jueces constitucionales dentro de la materia del amparo. En cambio, los peldaños jerárquicamente intermedios, divididos en tribunales unitarios y tribunales colegiados, hacen resaltar a la perfección los dos tipos de jurisdicción de que hemos hablado: los unitarios son tribunales de jurisdicción ordinaria, nada más -con la excepción que ya casi no se presenta de su posible actuación como auxiliares en el juicio de amparo-; los tribunales colegiados son órganos de jurisdicción constitucional o de amparo, con una pequeñísima excepción: la revisión fiscal.

Hemos visto a lo largo de estas líneas, cómo se han ido perfilando ciertas notas: la estructura del Poder Judicial de la Federación; la representación que hace del pueblo mexicano; el ejercicio conducente de la soberanía; la división, pero coordinada con los otros Poderes, Legislativo y Ejecutivo, y sus facultades; así como el importantísimo papel que juega como moderador y efectivizador del pacto federal.

Sólo nos cabe determinar que, conforme a los artículos 94 y 107, fracciones IX y XIII, el máximo intérprete de nuestra Constitución es el Poder Judicial de la Federación, por conducto de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; y que esta Constitución, de acuerdo con su propio artículo 133, está por encima de toda otra norma, federal o local; consiguientemente de todo acto de cualquier autoridad. De acuerdo también con lo invocado, el Poder Judicial Federal hace posible la vía democrática: democracia que debemos entender en aquella vieja y consabida fórmula del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Esta es solamente posible a través del cumplimiento estricto de la ley suprema. Por ende, si el máximo órgano del Poder Judicial de la Federación interpreta fielmente la Constitución, y si todos los componentes de dicho Poder colaboran para fijar su estricto cumplimiento, es obvio que, sólo así, se puede dar la vida democrática.

Manuel GUTIÉRREZ DE VELASCO

Notas:
1 Constitución política de los Estados Unidos Mexicanos, México, UNAM, IIJ, PGJDF, Colección Popular Ciudad de México, 1992.
2 Tena Ramírez, Felipe, Leyes fundamentales de México 1808-1967, México, Porrúa, 1967, pp. 168 a 195.
3 Artículo 97 constitucional.
4 Vid. Orozco Henríquez, J. Jesús, pp. 199 y 200 de la Constitución... cit., nota 1.
5 Carpizo, Jorge, La Constitución mexicana de 1917, México, UNAM, 1973, pp. 237-248.
6 Carpizo, op. cit.
7 Tena, op. cit., p. 26.
8 Id., p. 29.
9 Id., pp. 60 a 104.
10 Recopilación de leyes de los reynos de las Indias, Madrid, Consejo de la Hispanidad, 1943, tomo I, p. 223.
11 Carpizo, op. cit., p. 243.
12 Breve reseña histórica de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, México, Antigua Imprenta de Murguía, 1929.
13 Publicadas en el Seminario Judicial de la Federación, tomo X, agosto de 1992, tesis 4a. XXIII/92, p. 234.
14 El artículo 14 y el juicio constitucional, México, Porrúa, 1955, pp. 103-110.
15 Cuentas sobre los informes relativos de 1987 y 1980.
16 Id.