PALABRAS DE DIEGO VALADÉS EN EL HOMENAJE AL DOCTOR JORGE CARPIZO *

Señor Gobernador Carlos de la Madrid

Señor Rector Fernando Moreno Peña

Doctor Jorge Carpizo

Señoras, señores:

Ningún lugar más apropiado para rendir un homenaje a Jorge Carpizo, que el ámbito universitario. Esta Universidad, de la que está surgiendo un poderoso impulso renovador para el país, como lo demuestra, entre otras cosas, su invaluable capacidad de procesamiento cibernético del conocimiento, es el mejor espacio para hablar de un universitario preclaro.

También es significativo que en Colima, ejemplo de la belleza de la costa del Pacífico, se ofrezca un merecido reconocimiento a un excepcional ser humano, oriundo de Campeche, lugar privilegiado de la costa del Golfo, y cuna de otro gran mexicano: Justo Sierra. Asocio el nombre de uno y otro porque, además de vincularlos el origen, les une su demostrado amor a la patria; su vocación por la justicia: ambos ministros de la Corte; su devoción por la cultura: uno creador y otro renovador de la Universidad Nacional, y su dedicación al estudio: uno de la historia, otro del derecho.

Jorge Carpizo es un producto paradigmático de la universidad pública mexicana. Participa de la vocación que reafirma los valores de la cultura, de la justicia y de la moral, como conjunto medular de la vida nacional.

Es también producto de una ejemplar familia formada por dos inteligencias: la de don Óscar Carpizo, presente en la memoria de quienes admiramos su talante emprendedor y generoso, y la de doña Luz María Mc Gregor de Carpizo, que siempre ha hecho de su hogar una gran familia donde imperan el culto a México, a la verdad y a la amistad.

Hace varios años un eminente científico me preguntó que cómo definiría a un ciudadano. Ambos partíamos de la idea de que sin ciudadanos no hay sociedad política que funcione, ni relaciones humanas que prosperen, ni cultura que sedimente, ni moral pública que impere. Es al ciudadano a quien toca cuidar de la casa común, de la causa colectiva. Después de mucho debatir llegamos a la conclusión de que es muy difícil encontrar un concepto satisfactorio de ciudadano, pero es muy sencillo encontrar un ejemplo. Y coincidimos en el que hoy tenemos aquí: se llama Jorge Carpizo.

Es esa doble condición de universitario y de ciudadano excepcional la que ha definido su orientación doctrinaria. Los ejes sobre los que se mueve el pensamiento jurídico-político de todos los tiempos —como bien lo ha visto Bobbio— están representados por los binomios opresión-libertad, y anarquía-unidad. Frente a ellos, todo tratadista tiene que adoptar su posición. En el caso de Jorge Carpizo: está por la libertad, como forma de vida, y por la unidad, como forma de orga-nización. Al servicio de ambas ideas está el sistema jurídico, cuyo centro es la Constitución.

Cada quién, a su manera y con sus instrumentos, busca la raíz de su nacionalidad; de lo que integra eso que denominamos identidad. Hay quienes lo hacen a través del arte, o de las diversas ciencias sociales; Jorge Carpizo eligió una de éstas, y se adentró en el conocimiento del ser de México a través del derecho constitucional, lo que a su vez implica el estudio de otras disciplinas.

En la Constitución está la síntesis humana, social y cultural de un país. Para entender el fenómeno jurídico como expresión de una sociedad, Jorge Carpizo ha puesto la mirada en la historia, en la cultura, en el arte, en la economía, en la sociología y en la política mexicana. El doctor Carpizo ve al derecho como un producto complejo de la actividad humana, individual y colectivamente expresada, por lo que para su análisis sigue la ruta que cada norma tuvo desde su formación.

Las normas no surgen de la pluma de un letrado; resulta de situaciones precursoras que se nutren de exigencias ciudadanas, de necesidades históricas, de un entorno de ideas que denotan el potencial innovador de una comunidad.

Una sociedad en transformación toma aliento de sus propias carencias y las convierte en fuerza constructiva. Fue eso lo que vio Jorge Carpizo en su primera, notable obra: La Constitución mexicana de 1917. Sin duda una tesis tan brillante como la que José Vasconcelos, en 1907, tituló Teoría dinámica del derecho. Y si en Vasconcelos esa tesis sustentada en la Escuela de Jurisprudencia dejaba ya ver a uno de los mayores filósofos del siglo XX en México, otro tanto ocurrió con la del abogado Carpizo, preludiando a uno de los juristas mejor estructurados de nuestro tiempo.

La Constitución no fue un resultado fortuito de la emoción revolucionaria; fue el producto decantado de un pueblo de sólida trayectoria cultural. Tal vez los mexicanos no nos decimos con la necesaria constancia que somos una de las naciones más vigorosas del planeta. Nuestra historia no arranca en 1910, ni siquiera en 1810. Nuestros orígenes se remontan a épocas previas; somos una cultura del Pacífico y del Atlántico y hay en lo mexicano el sentido de originalidad, de energía y dignidad que le dan siglos, no simples décadas, de poderosa cultura.

A veces, cuando nos hace titubear la opinión adversa, abrigamos dudas acerca de nuestra capacidad. Frente a eso están nuestras instituciones, producto de nuestra voluntad. La Constitución, que con destreza sin igual analiza Jorge Carpizo, da claras pruebas de esa voluntad y, también, de una elevada inteligencia colectiva. Las páginas del constitucionalista Carpizo descubren la fuerza social que hizo posible la Constitución de 1917, como antes había ocurrido con la de 1957. Cuando se recorre esa obra, ya clásica, el lector no se queda en la descripción exegética de la norma; entra a su génesis y, entonces, entiende que no somos producto de la improvisación. Nuestra fuerza está en nuestra capacidad de transformarnos.

Diez años después de la Constitución mexicana de 1917, Jorge Carpizo elabora su segunda gran interpretación de nuestro sistema constitucional: El presidencialismo mexicano. Por primera ocasión entre nosotros, un constitucionalista va hacia la ciencia política, pero no abandona la metodología que le es propia, y produce una vez más una obra original, que aporta una nueva perspectiva al estudio del más interesante fenómeno político mexicano. Jorge Carpizo lleva a la política el enriquecedor —y esclarecedor— instrumento del derecho, y trae al derecho las realidades tangibles que a su vez le hacen acuñar nuevos conceptos para la teoría constitucional. Es el caso de lo que denomina facultades metaconstitucionales del Ejecutivo.

Como los grandes constitucionalistas de nuestro tiempo, el doctor Carpizo tiene posiciones y aportaciones propias. Por eso también ha formulado, entre otras cosas, una novedosa clasificación de las constituciones que enriquece a la de los británicos Bryce y Wheare; la del alemán Loewenstein; la del español Lucas Verdú; la de los argentinos Linares Quintana, Quiroga Lavié y Vanossi. Él nos proporciona un criterio adicional, que atiende a la estructura y a la dinámica institucionales, y nos habla de las constituciones democráticas, cuasi-democráticas, de democracia popular y no democráticas. Una vez más se funden ahí los elementos de la realidad, y nos provee de un instrumental aprovechable para conocer lo que existe.

¿Qué caracteriza a las obras de Jorge Carpizo? Varias cosas. Desde luego, el rigor técnico. En tanto que disciplina de frontera, a veces el constitucionalista hace más divulgación que ciencia, o más política que derecho, o más opinión que análisis, o más repetición que investigación. Hay, desde luego, una sólida escuela constitucionalista mexicana. Sin mencionar más que a algunos, pueden citarse los nombres de Rabasa, Herrera y Lasso, Lanz Duret, De la Cueva, Tena Ramírez, Fix-Zamudio y Burgoa. Como ejemplo, ellos denotan la riqueza y solidez de la materia entre nosotros. Se trata de autores técnicamente formidables. Es el caso de Jorge Carpizo. Su dominio del derecho no se limita al constitucional. Conoce a fondo la estructura general de la norma.

También la objetividad es característica de la obra de Jorge Carpizo. Nunca ha escrito para halagar ni para denostar. Escribe para ilustrar, o sea: para dar luz, no para arrojar sombras. Presente siempre en el examen de las grandes reformas, ha planteado coincidencias y discrepancias, fundando ambas en la razón y no en la emoción. Su estilo pulcro se apoya en la ausencia premeditada de los calificativos. Cauto, reserva siempre el adjetivo para lo indispensable. Hace ciencia, no literatura jurídica.

La otra vertiente del doctor Carpizo es la de universitario. En rigor, más que una vertiente de su actividad, la universitaria es su naturaleza central. Por ser un universitario en el sentido pleno de la expresión, comprometido con el saber para hacer, con el hacer para cumplir y con el cumplir para vivir, Jorge Carpizo ha practicado, y a exigido que otros lo hagan, ese contenido intenso y arduo de la vida. Para él, como universitario, vivir es comprometerse.

De ahí que su rectorado haya sido difícil. Puso de lado la suavidad de la representación protocolaria; utilizó la tribuna académica pero no como la plataforma de lucimiento personal sino de convencimiento general; abrió un debate e inició una cruzada que convirtió al sistema universitario nacional en objeto de su propio estudio. Tan prestos para ver lo externo, durante mucho tiempo los universitarios no miraron lo interno. Y allí, como dijo el rector Carpizo, había fortaleza pero también debilidad.

Cuántas veces habrá escuchado el joven rector: “haz la vista gorda”; cuántas más: “claudica y sobrevive”. No hizo caso: afinó la puntería y porfió. Puso en tensión lo que es característico de su personalidad: no temer las consecuencias de los actos que estima fundados, y no abandonar el objetivo que considera necesario.

Cuando proclamó la urgencia de renovar a la Universidad Nacional Autónoma de México, muchos compartían su posición, pero pocos lo decían; cuando avanzó, el país fue cobrando conciencia de que las cosas sólo cambian para todos cuando hay algunos que toman los riesgos. Y entonces comenzó a recibir apoyo; el apoyo incomparable e incomprable que sabe tributar una nación a un hombre cuando lo ve convencido y decidido. La Universidad no cambió por completo, pero comenzó a hacerlo.

Jorge Carpizo inició sus estudios universitarios durante el rectorado de Ignacio Chávez; colaboró en el de Pablo González Casanova y participó decisivamente en el de Guillermo Soberón. Se formó y fraguó en el aleccionador ejemplo de tres universitarios extraordinarios.

En la Suprema Corte de Justicia, Jorge Carpizo se incorporó a la tradición de grandes jueces y tratadistas mexicanos. Tener la doble oportunidad de elaborar conceptos doctrinarios y de aplicarlos, fue una circunstancia a la que el ministro Carpizo hizo honor.

En los estudios de Jorge Carpizo podemos encontrar las formas de entender la justicia que sustenta. Una, es la justicia como igualdad. Es la que corresponde a la clásica denominación de isonomía. Afirmar el principio de igualdad es un presupuesto básico para la comprensión de la justicia. Otra es la justicia como libertad. Ésta también constituye un soporte de la justicia. Ambos valores interactúan, de suerte que la igualdad no derive en opresión, ni la libertad auspicie la prevalencia del más fuerte.

Pero Jorge Carpizo hace todavía más complejo el esquema, porque también ve en la justicia un ingrediente ético y, además, un componente social. Vale, pues, decir, que tiene una perspectiva omnicomprensiva de la justicia, que no necesariamente corresponde a un determinado encuadramiento metodológico o dogmático. La suya es una visión abierta, dinámica, sintética, que trasciende la mera preocupación doctrinaria y procura la traducción tangible de los conceptos en hechos. Cada individuo y la colectividad debe experimentar, en su propia realidad, los efectos de la justicia. Así se produce además un fenómeno propio de las sociedades abiertas: los jueces juzgan a los justiciables, y las sociedades juzgan a sus juzgadores. Eso también es justicia.

Su actuación pública ha correspondido a sus enunciados jurídicos. Como presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos no tuvo contemplaciones con quienes atropellaban el orden legal. La tarea de revertir una cultura de la arbitrariedad e instituir una de los derechos humanos, fue emprendida por el ombudsman mexicano sin transigir con las poderosas fuerzas que se le oponían. Se enfrentó, con un valor que no reconocía límite, a una tradición ominosa y a unos recalcitrantes enemigos de la dignidad y de la integridad humana. Marcó, con su acción, una línea divisoria entre un México sin y un México con derechos humanos. O lo que es igual: un México arcaico y un México civilizado.

Aunque había un clamor exigiendo respeto por los derechos humanos, al principio muy pocos creyeron en él. Uno de esos pocos fue fundamental: el presidente de México. Otros mexicanos también creían e incluso daban su vida por esa hermosa causa. Por eso aunque Jorge Carpizo no luchó solo, sí lo hizo aislado. Hoy, las cosas han cambiado. En estos años la legislación, las convicciones generalizadas, las actitudes individuales y colectivas se han modificado. Irresponsablemente se decía que el respeto por los derechos humanos sólo favorecía al delincuente. Ya son escasas las voces de la barbarie que se atreven a expresar de esa manera. La próxima generación, la de nuestros hijos, vivirá en condiciones diferentes. Esos mexicanos que vienen sabrán que los años de temor quedaron atrás; sabrán que unos idealistas encabezados por un ciudadano ejemplar, dieron y ganaron una batalla por la dignidad; lo sabrán y dirán: gracias, doctor Carpizo.

En la Procuraduría General de la República encontramos, luego, a un profundo renovador. Actuó como el jurista que conoce las posibilidades y necesidades de cambio del sistema normativo; como el líder intelectual que desempeñó la rectoría universitaria; como el hombre de justicia; como el abanderado de los derechos humanos. Toda su experiencia, su ciencia y su energía puestas al servicio de una sola causa: ofrecer a los mexicanos la seguridad de combatir eficazmente la delincuencia.

Jorge Carpizo acometió en la Procuraduría una tarea nada fácil: luchar, simultáneamente, contra un poderoso frente externo de delincuentes que ponían en jaque la seguridad de la sociedad y del Estado, y contra un sigiloso frente interno, coludido con el externo, que pervertía el trabajo de la institución. Desde una perspectiva estratégica, abrir dos frentes parecía un error; desde un responsabilidad patriótica, no había otra opción. Por fortuna, a veces en la realidad ocurre lo mismo que en la ficción: también los buenos ganan. Y muchas batallas se ganaron para bien del país. De esas, una es capital: los adversarios de la ley son duros, despiadados y tenaces, pero hoy sabemos, gracias al procurador Carpizo, que cuando se actúa con firmeza, con honestidad y con la fuerza del derecho, la delincuencia retrocede.

Veamos ahora otro aspecto de Jorge Carpizo. Su participación en la vida política nacional se ha producido en un momento crucial. Cuando una ola de escepticismo se abatía sobre los mexicanos, se hacía indispensable que alguien, cuyo crédito moral fuese plenamente reconocido, actuara como garantía de imparcialidad.

La imagen del político ha sufrido una profunda distorsión en todo el mundo. Esto, desde luego, no es exclusivo de nuestra época; digamos que hay ciclos alternos de recriminación y de aprecio por la función política.

En nuestro tiempo hemos vivido, además, un fenómeno de alto costo social: la devaluación de la palabra. Ésta, que debía ser un instrumento sagrado, porque de ella depende el entendimiento entre los hombres, ha visto disminuido su valor. No son los hombres públicos los únicos responsables de este fenómeno. El abuso de la palabra parece un mal expansivo. Sin embargo, las sociedades atribuyen sólo al político haber viciado el lenguaje.

Casi ha llegado a establecerse una especie de identificación entre la mentira y la política. El problema es que la desnaturalización de la palabra y de la política también afecta a las sociedades. Lo primero, porque sin el lenguaje se pierde un instrumento central de cohesión; lo segundo, porque sin política se prescinde de un instrumento fundamental de acción. La política desvirtuada es una forma —y muy vulgar— de manipulación; pero la política como actividad del ciudadano para integrar la voluntad colectiva, orientada al bienestar general, es una tarea respetable.

El caso es que hace poco atravesamos por una etapa a la que el propio homenajeado caracterizó como “la feria de la desconfianza”, que hubiera dañado los términos de la convivencia en México de no haber sido instalado, en el centro del debate, un hombre impoluto: Jorge Carpizo. Nadie podría atribuirle esa carga negativa que afecta al político y, por el contrario, todos le reconocieron, además de las virtudes profesionales a que ya me referí, las prendas personales que lo hacían digno de la confianza nacional. Y aunque hablo sólo del país, porque es lo que nos preocupa, no está de más señalar que en el extranjero, donde el interés por México es creciente, la figura de Jorge Carpizo también simbolizó una garantía en cuanto al manejo de la política interior.

En el mundo de las instituciones, como en el de la física, rige el principio de los equilibrios constantes. De ahí que una moderna concepción de los controles del poder incluya no sólo a los órganos del propio poder, sino a la sociedad en su conjunto. Además de los órganos tradicionales, hoy existen nuevos instrumentos a través de los cuales la sociedad ejerce controles: medios de comunicación, organizaciones políticas —partidos—, gremiales —sindicatos—, cívicas y culturales, actúan en ese sentido. Cuando las interacciones funcionan, se produce la república democrática; cuando se debilitan, se genera la entropía. Ésta no es otra cosa que la medida de desorden de un sistema.

A principios de siglo, Nicolás Berdiaieff llamó “nueva edad media” a una etapa de “caída del principio legítimo del poder y de los principios jurídicos”, reemplazados por el principio de fuerza, de las asociaciones y de los grupos sociales espontáneos”.

Hoy se ha llegado al simplismo de creer que el único sacudimiento contemporáneo atañe al extinto sistema socialista. Esto no es cierto. El orbe no puede tener cambios que al mismo tiempo sean profundos y sean parciales. Si cambia una parte del todo, cambia todo. Por eso, lo que hoy se advierte en el mundo es un proceso de entropía; una profunda crisis de las instituciones. Y o las restructuramos, o entraremos en un periodo impredecible, en cuanto a duración e intensidad, que bien podría corresponder a esa nueva edad media que Berdiaieff predijo.

En este panorama, en México, la voz del jurista Carpizo orienta una corriente de afirmación en los valores del Estado de Derecho, de los derechos humanos, del equilibrio y control entre y sobre los órganos del poder, de las libertades públicas y de la moral colectiva. Y el dilema es muy claro: u optamos por la racionalidad del derecho, o nos encaminamos al desorden estructural, a la fragmentación del poder, a los intensos contrastes de la riqueza y pobreza, a la coexistencia de una sociedad oficial —aparentemente organizada— y múltiples sociedades marginadas del derecho, de la cultura y de la economía. Por eso Jorge Carpizo nos ha dicho clara y enfáticamente: “el derecho constitucional hay que vivirlo”.

Paradójicamente, la certidumbre es más frágil que la ilusión. Ese es el problema de las sociedades. La ilusión se sostiene a despecho de la realidad, pero la certeza social se quebranta ante el embate de la duda, del rumor o de la ignorancia. Creer que se sabe lo que no es cierto, o creer que no se sabe aunque se conozca la verdad, son las contradicciones que más afligen a una colectividad. De ahí la necesidad de construir arquetipos; referentes colocados fuera de las dudas propias y ajenas, que permiten identificar el rumbo. Todas las épocas los han tenido; en todos los parajes del globo. En el lenguaje coloquial se les llama líderes.

Hoy, aquí, estamos frente a un nuevo tipo de líder, porque también constituimos un nuevo tipo de sociedad. La sociedad tradicional mexicana, que todavía no se despide por completo de sus temores atávicos y no confía en definitiva en su enorme fuerza, requiere de figuras paradigmáticas que la lleven de la ilusión a la certidumbre. Este perfil de líder lo representa el ciudadano, o sea un hombre honrado, patriota, que comparte con la generalidad la pasión por la justicia, que sigue creyendo que el bien es posible, cuya vida está regida por valores inquebrantables y que sólo da su palabra cuando está dispuesto a cumplirla. Por eso Jorge Carpizo, como ciudadano por antonomasia, es también un líder moral.

Jaspers denominó tiempos axiales a aquellos en que se configuran nuevos estilos o patrones de vida colectiva. Podemos hablar asimismo de hombres eje, en torno a quienes se produce el milagro social de la confianza. Esto nos ocurre con Jorge Carpizo.

Cuando volteamos la mirada al pasado, todos encontramos un hecho que nos conmueve, un capítulo que nos inspira, una figura que nos fascina. Quien piensa en la Independencia, oscila entre Hidalgo y Morelos; quien se sitúa en la generación de la Reforma, tiene un abanico, y muy amplio, de posibilidades, que incluye a Juárez, Zarco, Ocampo, Ramírez, Lerdo, para sólo ejemplificar. La Revolución ofrece un mosaico también variado y grandioso de opciones. El México contemporáneo tiene protagonistas eminentes. Cuando las generaciones del futuro entrebusquen en la de este tiempo, van a encontrar una plétora de mexicanos notables. Entre ellos estará una figura de intensa fuerza intelectual y moral y para nuestro bien dirán: afortunados los que pudieron llamarse contemporáneos y amigos de Jorge Carpizo.

* Efectuado el 28 de octubrede 1944, en Colima.