CONSTITUCIONALIDAD DE LEYES Y ACTOS DE AUTORIDAD 1

SUMARIO: I. Introducción. II. Título I. Disposiciones generales. III. Título II. Controversias constitucionales. IV. Título III. Acciones de incons- titucionalidad. V. Disposiciones transitorias.

I. INTRODUCCIÓN

Hechas las reformas a la Constitución a propósito del Poder Judicial, quedaba pendiente -y permanece, en parte, al final de mayo de 1995- una serie de modificaciones en la legislación secundaria, que ajustaran las normas de ésta a los nuevos mandamientos constitucionales. La adecuación legislativa se inició con los cambios en la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, promulgados el 30 de enero de 1995 y publicados en el Diario Oficial de la Federación del 3 de febrero siguiente. Luego vendría una nueva Ley Orgánica que suscitó cuestiones de constitucionalidad, tramitada por el Congreso en mayo.

Entre las más importantes -y discutibles- reformas constitucionales figura el nuevo texto del artículo 105, que recoge las controversias constitucionales, las acciones de inconstitucionalidad y la atracción del conocimiento de ciertos asuntos -no constitucionales, sino ordinarios- por parte de la Suprema Corte de Justicia, cuando en ellos sea parte la Federación.

Para reglamentar ese nuevo texto fueron aportadas dos iniciativas de ley. Una de ellas, la primera en el tiempo, fue elaborada y presentada por senadores del Partido Acción Nacional -fracción política que ha influido notablemente en el conjunto de reformas y en la marcha misma de la procuración y la impartición de justicia-, en la sesión del 29 de marzo de 1995. La segunda, de fecha 6 de abril, correspondió al Ejecutivo Federal.

Ambas iniciativas fueron turnadas, para dictamen, a las comisiones unidas de Gobernación, Primera Sección, Puntos Constitucionales y Estudios Legislativos, Tercera Sección, que emitió dicho dictamen, planteando un proyecto integrado, con fecha 10 de abril de 1995, es decir, cuatro días después de la iniciativa presidencial. Me referiré a este dictamen, puesto que en él se sustenta la aprobación del proyecto, modificado, por la Cámara de Senadores, que fue el texto elevado luego a la calidad de Ley reglamentaria.

Como se observa, continuó presente la inusual celeridad en las reformas judiciales y procesales, que se vio en la modificación constitucional misma. No parece haber existido, al menos públicamente, un proceso de consulta a juzgadores y al foro, en general, para sustentar tan importante ordenamiento reglamentario. Aprobado por las cámaras, éste fue publicado en el Diario Oficial de la Federación del 11 de mayo.

El dictamen analiza la supremacía constitucional en el orden jurídico, razón de las instituciones que se quiere reglamentar. Esta reglamentación atiende -dicen- a una "necesidad jurídica y política". Para tal efecto, los dictaminadores llevan adelante una extensa revisión de los sistemas de defensa de la constitucionalidad en el derecho comparado. Establecen los rasgos característicos de los sistemas norteamericano, por una parte, y austriaco-germano, por la otra, con sus respectivas expresiones acerca de los tribunales llamados a intervenir -ordinarios o especiales- y de los efectos de la resolución que se pronuncia sobre la supuesta inconstitucionalidad de una norma: inter partes o erga omnes.

En el dictamen desfilan las normas y las instituciones correspondientes a España, República Federal Alemana, Austria, Irlanda, Italia, Suiza, Estados Unidos de América, Guatemala, Venezuela, Brasil y Argentina. De este viaje por los sistemas foráneos se colige que "el peso del control de la constitucionalidad de las leyes le queda atribuido mayoritariamente al órgano jurisdiccional y en particular a los tribunales superiores de justicia".

En seguida, el dictamen del Senado sostiene que "en opinión de muchos juristas, el texto adoptado por la Constitución Política del país en las dos primeras fracciones del artículo 105 es el rasgo de mayor trascendencia en la reforma que el Poder Revisor hizo en diciembre de 1994". A continuación pondera las bondades de ese precepto, que sirve al propósito -entre otros- de "satisface(r) las carencias de nuestro juicio de amparo en materia de efectos de la sentencia cuando se impugna la inconstitucionalidad de las leyes". Carencia que, por cierto, se pudo resolver -adelante insistiré en este punto- llevando adelante la regulación del propio amparo hasta conferir a la jurisprudencia valor absoluto, no apenas relativo, en vez de establecer un nuevo medio para invalidar las normas inconstitucionales.

A partir de ahí, el dictamen analiza la evolución del control de constitucionalidad de normas en la historia del derecho mexicano, desde la institución del Supremo Poder Conservador en las Siete Leyes de 1836. Queda claro que el juicio de amparo no ha servido al propósito de impedir la aplicación general de normas inconstitucionales. En realidad, no se ha pretendido -salvo en contadas propuestas- que cubriera esta posibilidad. La cláusula de efectos relativos de la sentencia de amparo, conocida como "Fórmula Otero", llevó al juicio de garantías por otro camino.

El dictamen no reconoce los motivos que fundaron, en su hora, la relatividad de los efectos del amparo, ni establece por qué no pareció practicable o deseable que el amparo evolucionara para determinar la invalidez de las leyes insonstitucionales, en vez de traer a nuestro derecho unos procedimientos diferentes, a saber, la acción de inconstitucionalidad y, en parte, la controversia constitucional.

Es cierto que la solución de este asunto no corresponde a la ley reglamentaria ni, por ende, a sus autores, sino al precepto constitucional y, en consecuencia, al constituyente permanente. La Ley reglamentaria debe atenerse, sin duda, a una realidad constitucional consumada, cosa que ocurrió al final de 1994, sin el amplio debate nacional y la profunda reflexión que eran deseables en una cuestión de tanta trascendencia.

El dictamen elogia, reiteradamente, la reforma constitucional de 1988, que dio "en muchos sentidos a la Corte su carácter verdadero de Tribunal constitucional". Sin embargo, esa reforma dejó pendiente una tarea de más enjundia: la declaratoria de inconstitucionalidad de leyes a cargo de la Suprema Corte de Justicia. "Nos encontramos rezagados en Latinoamérica en actualizarnos en este sentido", confiesa el dictamen, y pone como ejemplos de lo que debiera hacer México a Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay, Brasil, Argentina, Costa Rica, Salvador y Guatemala, "cuando menos".

El documento que vengo citando insiste en que "la imposibilidad de pronunciar con efectos de generalidad una sentencia de amparo contra alguna ley declarada inconstitucional, ha constreñido a nuestra justicia". En este orden de consideraciones advierte que "mientras una ley se deje de aplicar exclusivamente al quejoso y no al resto de los demás (sic.) individuos; esto rompe la igualdad jurídica". En consecuencia, la reforma del artículo 105 viene a resolver una carencia notoria. Así, "hoy la Constitución mexicana cuenta con un mecanismo que en su conjunto puede ostentarse como suficiente para lograr la cabal protección y supremacía de la Constitución Federal".

Hay coincidencias y diferencias importantes entre los dos proyectos que las comisiones tuvieron a la vista para formular su dictamen. El Ejecutivo Federal -no así los legisladores del PAN- propuso la reglamentación de las tres fracciones del artículo 105 constitucional. Difiere el dictamen en lo que respecta a la fracción III (atracción de conocimiento): "no debe ser parte de la reglamentación de la ley que se estudia, el contenido de esta facultad de atracción, pues no se trata de una acción constitucional". En tal virtud, ha de quedar recogida en otro ordenamiento. El que se aprobaría debiera ser, por ello, una "Ley reglamentaria de las fracciones I y II del artículo 105 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos".

No es persuasiva la argumentación de los dictaminadores. Para el buen manejo de la legislación, en su conjunto, hubiera sido aconsejable que se reunieran en una sola ley -en vez de dispersarse en varias- todos los procedimientos previstos en el artículo 105. Sin embargo, esta es una cuestión secundaria.

Por otra parte, los senadores del Partido Acción Nacional -a diferencia del Ejecutivo- sugirieron incorporar la reglamentación del "control preventivo" de la Constitución, así como del control difuso, encomendado a todos los órganos jurisdiccionales por el artículo 133 de la Ley Suprema. En consecuencia, esos legisladores promovían una "ley de procedimientos constitucionales reglamentaria de los artículos 105 y 133 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos".

Sobre este planteamiento del PAN, los dictaminadores estimaron que el control preventivo no debe ser incluido en la ley que se examina, "porque no se encuentra previsto en la reforma constitucional". Acerca del control difuso, los autores del dictamen sostuvieron el antiguo rechazo, que ha prevalecido ampliamente, dado que semejante control "podría ser riesgoso y hasta caótico en cuanto al equilibrio y mantenimiento del orden legal y constitucional en nuestro país".

Sin entrar ahora en detalles sobre este asunto, ampliamente considerado por los estudiosos del derecho mexicano, lo cierto es que permanece muerta la letra del artículo 133 constitucional. La interpretación dominante -más "voluntarista" que literal- ha hecho de lado, sencillamente, una norma clarísima de nuestro artículo 133 constitucional: tras establecer cuál es la ley suprema de toda la Unión, este precepto concluye: "Los jueces de cada Estado se arreglarán a dicha Constitución, leyes y tratados, a pesar de las disposiciones en contrario que pueda haber en las constituciones o leyes de los estados". No es así. Los juzgadores comunes se abstienen de aplicar directamente las normas integradoras de la "Ley Suprema de toda la Unión", a pesar de la inequívoca disposición constitucional. Ciñen su competencia -para iniciar la inconsecuencia con la Ley fundamental- a los mandamientos de la legislación ordinaria, y en tal virtud desplazan los de la Constitución.

Veamos ahora el contenido de la nueva ley. Esta consta de tres títulos: el primero comprende disposiciones generales; el segundo se refiere a las controversias constitucionales, y el tercero regula las acciones de inconstitucionalidad, es decir, el procedimiento que versa sobre acciones de este carácter. La ley se integra con setenta y tres artículos principales y cuatro transitorios.

II. TÍTULO I. DISPOSICIONES GENERALES

En este título se recoge la competencia de la Suprema Corte de Justicia para conocer de los asuntos mencionados en las fracciones I y II del artículo 105 constitucional. Para ello se sujeta a las prevenciones de la nueva ley y, supletoriamente, a las del Código Federal de Procedimientos Civiles (artículo 1). Dado que el ordenamiento reglamentario de la Ley Suprema no agota, ni podría hacerlo, la regulación del procedimiento, será frecuente que el juzgador se atenga al sistema procesal ordinario.

En seguida se determina la aplicación de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, para establecer los días considera- dos como hábiles (artículo 2). Ahora bien, es preciso tomar en cuenta, como luego mencionaré, que hay normas específicas para la presentación de demandas. Los plazos respectivos se fijan en días naturales. El artículo 3 organiza el cómputo de los plazos, y el 4 se refiere a las notificaciones. En este último punto, conviene observar que dichas notificaciones se harán por doble vía: publicación en lista y oficio entregado en el domicilio de las partes, por actuario o correo.

Las notificaciones al presidente de la República se entenderán con el correspondiente secretario de Estado o jefe de departamento administrativo, o con el consejero jurídico del gobierno. Recuérdese que la reforma de 1984 suprimió la consejería jurídica que ostentó, hasta entonces, el procurador general de la República. Esta decisión -que considero innecesaria y errónea- condujo a instituir una nueva consejería, a la que alude el artículo 4. Por su parte, el procurador ya no está vinculado al presidente en los procedimientos de la nueva ley. Como veremos, es parte en estos juicios. Esto guarda semejanza -no identidad- con sus funciones en el amparo.

Los artículos 5 y 6 abordan otros aspectos de las comunicaciones procesales. Es interesante observar que las demandas o promociones "de término" -es decir, las que se hallan sujetas a cierta regla de tiempo- "podrán presentarse fuera del horario de labores, ante el secretario general de acuerdos o ante la persona designada por éste" (artículo 7). Existe una norma especial aplicable a las promociones de las partes, cuando éstas radican fuera del lugar del juicio: "se tendrán por presentadas en tiempo si los escritos u oficios relativos se depositan dentro de los plazos legales, en las oficinas de correos, mediante pieza certificada con acuse de recibo, o se envían desde la oficina de telégrafos que corresponda" (artículo 8). Queda claro que esta regla específica no se aplica a quienes residen en el lugar del juicio. No abarca el precepto otros medios, más modernos y acostumbrados, de cursar documentos, como es el empleo de la comunicación por fax.

La fijación de multas se hace en días de salario, y para ello se está al salario mínimo general vigente en el Distrito Federal (artículo 9).

III. TÍTULO II. CONTROVERSIAS CONSTITUCIONALES

El régimen de controversias constitucionales no es creación de las reformas de 1994. Sin embargo, éstas le dieron muy apreciable extensión y proveyeron consecuencias que antes no existían, como el efecto invalidante que tiene la sentencia cuando se refiere a una norma general. Como se sabe, en estas controversias se resuelve acerca de la constititucionalidad de actos y normas, en sus respectivos casos, expedidas por determinado ente público, que afectan o pueden afectar atribuciones de otro. Por ello, entran en juego prácticamente todos los órganos del poder público, federal, estatal y municipal.

La Constitución fija un amplio elenco de supuestos, que no agota, empero, las posibilidades de esta materia. Así, no están incluidos los litigios de constitucionalidad que pudieran plantearse entre las cámaras del Congreso de la Unión, y se excluye a los asuntos electorales de las materias sujetas al control jurisdiccional, por la vía de la controversia jurisdiccional. Es la única materia excluida. Este es un evidente desacierto de la reforma constitucional de 1994 -al menos en buena parte-, proyectado también hacia las acciones de inconstitucionalidad. De nuevo se ha mostrado en la reforma de la Ley Suprema una fuerte mediatización política.

En efecto, la exclusión de los temas electorales obedece a un erróneo criterio de "incontaminación política" de las controversias constitucionales. Estimo deseable excluir a la justicia federal, hasta donde sea razonable y posible, de las contiendas políticas partidistas, con el objetivo de preservar al aparato de la justicia de los cuestionamientos que pudieran derivar se semejante intervención, que acarrea, a la postre, más perjuicios que beneficios. No se ha observado esa exclusión, por cierto, en la nueva estructura del tribunal electoral.

Ahora bien, en el caso de muchas de las controversias que aquí analizo, aunque no necesariamente en todos y cada uno de los casos, no se trata, en modo alguno, de calificar políticamente actos electorales, y ni siquiera de calificar jurídicamente (desde la perspectiva constitucional) actos políticos. De lo que se trata -nada más y nada menos- es de verificar, desde un ángulo rigurosamente jurídico, la conformidad de un acto de autoridad -sobre todo, una ley- con la Constitución. Para este efecto, en nada altera la razón de la litis el hecho de que la materia del acto -la ley, como dije- sea electoral. Para depurar el tratamiento de esta cuestión, tal vez sería necesario reexaminar las hipótesis que pudieran quedar bajo los términos de la fracción I del artículo 105, con el propósito de extraer los casos que verdaderamente debieran quedar sustraídos del régimen de controversia constitucional.

El primer capítulo del título que ahora examino, establece quiénes son partes en el sistema de las controversias constitucionales. Para ello recoge precedentes y sugerencias derivados del juicio de amparo y de los procesos administrativos. Hay cuatro partes, a saber: actor, demandado, tercero o terceros interesados y procurador general de la República (artículo 10).

Existe, en consecuencia, una verdadera contienda, y hay, además de los sujetos cuyo interés jurídico se encuentra cuestionado o en riesgo, una parte en favor de la ley: el procurador. En este aspecto, el procurador desempeña un papel semejante al que le incumbe en el juicio de garantías. No representa ni asiste a ninguna de las partes en sentido material. Su presencia en el juicio tiene un designio inequívoco: vigilar la exacta observancia de la constitucionalidad de los actos de autoridad. De tal suerte, se amplía esta misión constitucional del procurador, en la que puso el mayor énfasis -como era pertinente- la Ley Orgánica de la Procuraduría General de la República, de 1983.

No deja de ser interesante y singular la posición del procurador en estos juicios, como lo es en los procesos de amparo. El tema reviste particular interés cuando se trata de contiendas en las que figura como parte el Ejecutivo de la Unión. Es verdad que el procurador ya no es consejero jurídico del gobierno, pero también lo es que sigue siendo un funcionario del Poder Ejecutivo, miembro del gabinete presidencial y representante de la Federación en asuntos en que ésta sea parte. Por lo visto, las reformas constitucionales, que quisieron "corregir" supuestos desaciertos en el régimen jurídico del procurador de la República, dejaron algunos cabos sueltos. Algunos analistas -con los que no coincido- han considerado impertinente esta función del procurador. Se ha dicho (así, por ejemplo, Miguel González Avelar) que equivale a conferir al Ejecutivo, del que depende ese procurador, una especie de segundo veto para oponerse a la aplicación de una ley.

Actor es "la entidad, poder u órgano que promueva la controversia". A su turno, es demandado "la entidad, poder u órgano que hubiere emitido y promulgado la norma general o pronunciado el acto que sea objeto de la controversia". Para entender esta disposición, es preciso recordar que en las controversias constitucionales no sólo se puede cuestionar una norma general, sino también un acto que no tiene este carácter y que afecta las atribuciones del actor. Finalmente, son terceros interesados las entidades, poderes u órganos distintos del actor y del demandado, que "pudieran resultar afectados por la sentencia que llegara a dictarse".

Conviene ponderar en este momento la legitimación conferida a las autoridades para impugnar un acto inconstitucional, sobre todo si se toma en cuenta que más adelante, al examinar las acciones de inconstitucionalidad, me pronunciaré en contra del sistema adoptado por la reforma constitucional de 1994, en el sentido de encomendar la potestad impugnadora a grupos de legisladores -es decir, a titulares de una función de autoridad, integrantes de un órgano del Estado que actúan precisamente en tal condición-, en vez de conferirla a un particular, como sucede en el amparo, que no combate una ley a título de "derrotado parlamentario", sino de agraviado en un interés jurídico por la norma supuestamente inconstitucional.

Ahora bien, existe una notoria diferencia entre ambos supuestos, estipulados, respectivamente, por las fracciones I y II del artículo 105 de la Ley Suprema. Recuérdese que el artículo 103 constitucional confiere a los tribunales de la Federación la tarea de resolver, entre otras cuestiones, todas las controversias que se susciten "por leyes o actos de la autoridad federal que vulneren o restrinjan la soberanía de los estados o la esfera de competencia del Distrito Federal" (fracción II), y "por leyes o actos de las autoridades de los estados o del Distrito Federal que invadan la esfera de competencia de la autoridad federal" (fracción III).

Estas normas fueron perfiladas, bajo su redacción actual, por la reforma de 1995, pero desde sus términos anteriores ya estatuían la defensa de la soberanía, la autonomía o, en todo caso, el ámbito de atribuciones de los órganos pertenecientes a los llamados diversos "niveles de gobierno". Se trata de mantener a cada autoridad dentro de la esfera de sus atribuciones constitucionales, para la debida observancia del régimen federal acogido en la Ley Suprema. Es así que en estas hipótesis se suscita un conflicto entre órganos del Estado mexicano, que son partes materiales de la controversia: un órgano ha vulnerado las atribuciones de otro, invadiéndolas o desconociéndolas. Otra cosa es que se haya acostumbrado reclamar estas invasiones al través del juicio de amparo, en la medida en que la vulneración de atribuciones causa agravio a un particular, que se erige en quejoso.

Como se advierte, es natural que la autoridad menoscabada, parte material en el litigio, acuda ante el tribunal para exigir el respeto a sus atribuciones por la autoridad que las ha desconocido o invadido. No sucede lo mismo, en lo absoluto, en el supuesto de las acciones de inconstitucionalidad. En éste no hay conflicto entre autoridades, que una de ellas -actora- ventile ante un tribunal, esgrimiendo determinada pretensión frente a la otra -demandada-.

El artículo 11 regula la representación de las partes en juicio, y se refiere a la posibilidad de acreditar delegados "para que hagan promociones, concurran a las audiencias y en ellas rindan pruebas, formulen alegatos y promuevan los incidentes y recursos previstos en esta ley".

Hay incidentes ordinarios y de previo y especial pronunciamiento. Tienen este carácter los de nulidad de notificaciones, reposición de autos y falsedad en documentos, que se sustancian en una audiencia especial. Los demás incidentes, con excepción del referente a la suspensión del acto, se fallan en la sentencia definitiva (artículos 12 y 13).

La ley incluye una sección a propósito de la suspensión del acto reclamado, medida precautoria característica del juicio de amparo y del proceso contencioso administraivo. Se trata de evitar consecuencias perniciosas, tal vez irreparables, que pudiera acarrear la realización del acto que se combate, y al mismo tiempo evitar daños severos que traería consigo la inejecución del acto. Aquí es preciso ponderar lo que mejor conviene al interés público.

La suspensión del acto corresponde, en principio, al ministro instructor, un órgano jurisdiccional competente -en virtud de la función- para preparar la etapa de fallo, que corresponde al cuerpo colegiado, órgano de conocimiento. Cuando la Corte conoce del recurso de reclamación, a ella compete decidir la suspensión. El ministro puede suspender el acto, de oficio o a petición de parte, hasta que se dicte sentencia definitiva. Resuelve con apoyo en los elementos proporcionados por las partes o recabados de oficio por él (artículo 14), en ejercicio de sus facultades para mejor proveer.

La suspensión procede en contra de los actos de autoridad en términos generales, pero "no podrá otorgarse en aquellos casos en que la controversia se hubiere planteado respecto de normas generales" (artículo 14, in fine). Por ende, la ley impugnada se aplica mientras la Suprema Corte resuelve en definitiva. Ya me referí a la relación que guarda la medida suspensional con determinadas consideraciones sobre el interés público prevaleciente. En este orden de cosas, no se concede la suspensión en los casos en que. se pongan en peligro (por otorgar dicha suspensión) la seguridad o economía nacionales, las instituciones fundamentales del orden jurídico mexicano o pueda afectarse gravemente la sociedad en una proporción mayor a los beneficios que con ella pudiera obtener el solicitante (artículo 15).

La suspensión se tramita en vía incidental (artículo 16) y es modificable o revocable (artículo 17). En el otorgamiento de aquélla se deben tomar en cuenta "las circunstancias y características particulares de la controversia constitucional". Con el indudable propósito de ceñir claramente la suspensión otorgada, en previsión de excesos o defectos, se dispone que la resolución respectiva deberá precisar: alcances y efectos, órganos obligados al cumplimiento, actos suspendidos, territorio en el que opera, día en que surte sus efectos y re-quisitos para que sea efectiva (artículo 18).

El capítulo III del mismo título segundo se ocupa en la improcedencia y en el sobreseimiento. Según la técnica procesal, aquélla es un factor para el rechazo de la acción: el juzgador no entra al fondo del asunto; se limita a acreditar la causal de improcedencia. El sobreseimiento es una forma de conclusión del juicio, alternativa frente a la sentencia, que es el modo normal de terminación de aquél. El sobreseimiento aporta una decisión definitiva, aunque no se pronuncia sobre la litis.

Es improcedente la controversia constitucional en los supuestos que establece el artículo 19: contra decisiones de la misma Suprema Corte; actos o normas electorales, o con respecto a los cuales exista litispendencia, o que hubieren sido materia de otra controversia; cuando cesaron los efectos de la norma o el acto, o no se agotó la vía prevista por la ley para la solución del conflicto, o la demanda se presentó extemporáneamente, y los demás casos que la ley estipule. Las causales de improcedencia se deben examinar de oficio.

Procede el sobreseimiento cuando el demandante se desista expresamente de su demanda; aparezca una causa de improcedencia; quede comprobada la inexistencia de la norma o acto cuestionados o no se pruebe la existencia de éste, o se llegue a un convenio entre las partes, en virtud del cual deje de existir el acto materia de la controversia. Es importante mencionar que ni el desistimiento ni el convenio producen efecto alguno cuando se trata de normas de alcance general (artículo 20).

Esto último implica, como es debido, que la constitucionalidad de una ley no puede quedar sujeta al arbitrio del demandante, que al través del desistimiento sustraería el tema al órgano jurisdiccional y podría dejar en pie, por ende, la norma que pugna con la Ley Suprema. Tampoco cabe que el acuerdo entre las partes traiga como resultado la subsistencia de una norma inconstitucional. Así las cosas, la controversia debe seguir adelante, aun sin la voluntad de las partes. En estos casos se entiende que los actos de impulso corresponderán al tribunal y que éste se allegará eficazmente los elementos conducentes a la solución del problema, aunque las partes se mantengan inactivas.

El artículo 21 determina los plazos para la presentación de la demanda: regularmente, treinta días, y sesenta cuando se trata de conflictos de límites distintos de los previstos en la fracción IV del artículo 73 constitucional. El artículo 22 determina el contenido de la demanda, y el 23 resuelve el de la contestación. Estos son actos de inicio del proceso. Con ellos queda abierta la primera etapa, que corresponde a la instrucción, regida por el capítulo V del título segundo de la ley en examen. La instrucción se encomienda, como señalé, a un ministro de la Suprema Corte. Lo designa el presidente de este tribunal, según reglas de turno. Hay disposiciones acerca de reconvención (artículo 26), ampliación de demanda (artículo 27) y aclaración o saneamiento de promociones oscuras o irregulares (artículo 28).

Las pruebas se ofrecen y desahogan en una audiencia (artículo 29), pero la testimonial, la pericial y la de inspección deben anunciarse diez días antes de la fecha de aquélla, y la documental puede presentarse con anterioridad (artículo 32). Cabe aportar cualesquiera probanzas, salvo la de posiciones y -obviamente- aquellas que sean contrarias a derecho (artículo 31). Las partes se benefician, para la presentación de pruebas documentales, con el más amplio apoyo de las autoridades (artículo 33).

Es muy importante destacar que la ley ha conferido al ministro instructor amplias facultades probatorias. Domina aquí, entonces, el principio de inquisitividad, perfectamente aplicable a los asuntos que se ventilan en este género de controversias. No es posible que el juzgador quede vinculado por los planteamientos que hagan las partes, ni en puntos de derecho ni en asuntos de hecho. Importa, sobremanera, que se conozca la verdad histórica. Es por ello que ese ministro puede decretar pruebas para mejor proveer y requerir a las partes el suministro de informes o aclaraciones que estime necesarios (artículo 35).

Es importante destacar que corresponde al ministro instructor "desechar de plano aquellas pruebas que no guarden relación con la controversia o no influyan en la sentencia definitiva" (artículo 31). Estimo muy acertada esta previsión, que implica el desechamiento de pruebas in limine. Así se impide llevar al juicio probanzas impertinentes, ajenas a la materia controvertida, irrelevantes o ineficaces, creando de esta suerte dilaciones, gastos y trastornos indebidos y evitables. Con ello se comprende adecuadamente y se respeta en forma debida la lógica de la prueba. Esta certera determinación del legislador me permite evocar el debate que se presentó acerca de la admisión de pruebas impertinentes en el proceso penal. Hubo defensores de la admisión, que obligaba a recibir, desahogar y valorar la prueba inútil. Esta práctica, sustentada en "razones" dudosas, sirve a litigantes inescrupulosos.

Concluida la audiencia, el instructor elabora el proyecto de sentencia y lo somete al tribunal en pleno (artículo 36), para que éste proceda conforme a sus atribuciones decisorias.

La ley ha tomado en cuenta el problema que se suscita cuando se intentó el amparo -por un particular quejoso, se entiende- en contra de normas que han sido impugnadas, asimismo, al través de una controversia constitucional. En tal caso, la Suprema Corte "podrá, mediante acuerdos generales", aplazar la resolución de los juicios de amparo radicados en ella, hasta que se resuelva la controversia constitucional (artículo 37).

Es comprensible que la Corte expida acuerdos generales para orientar la solución de este género de asuntos, pero nada impide -y sería, en cambio, conveniente, en aras de la seguridad jurídica- que además de tales disposiciones generales existieran actos particulares del mismo tribunal dirigidos a suspender, específicamente, aquel o aquellos juicios de amparo cuya resolución sea debido diferir hasta que exista sentencia, también específica, en determinada controversia constitucional. Diré por último que no debiera facultarse simplemente a la Corte para disponer el aplazamiento en la resolución de los amparos, como lo indica la voz "podrá". En beneficio de la justicia, este aplazamiento debiera ser forzoso.

También se ha considerado el supuesto de conexidad entre controversias constitucionales. En tal caso no se autoriza la acumulación, pero si lo permite el estado procesal que guarden los juicios conexos, podrá acordarse que se resuelvan en una misma sesión (artículo 38). No se justifica la prohibición de acumular las causas, cuando se trata de asuntos efectivamente conexos, que deben ser resueltos de manera uniforme. La acumulación favorece soluciones juiciosas de una sola vez, en tanto que la presentación de varias causas conexas en una misma sesión obliga, por lo menos, a fijar un orden conveniente en el estudio y fallo de cada una, dado que la primera incidirá en las restantes.

En la emisión de sentencias, la Suprema Corte tampoco queda vinculada a los planteamientos jurídicos que formulen las partes. Por ello "corregirá los errores que advierta en la cita de los preceptos invocados y examinará en su conjunto los razonamientos de las partes a fin de resolver la cuestión efectivamente planteada" (artículo 39). En forma consecuente con las características del litigio y los efectos de la sentencia que lo resuelve, también se indica que en todo caso la Corte "deberá suplir la deficiencia de la demanda, contestación, alegatos o agravios" (artículo 40).

El artículo 41 especifica el contenido de la sentencia. En este campo, es interesante advertir que la invalidez de una norma general, así decretada por la Suprema Corte, no se constriñe exclusivamente a esa disposición, sino también abarca "todas aquellas normas cuya validez dependa de la propia norma invalidada" (fracción IV). Esto puede repercutir, evidentemente, sobre preceptos legales y reglamentarios, así como sobre mandamientos de otra naturaleza. No es posible esperar -y no lo hace la ley comentada- que en cada caso la Corte establezca cuáles son las otras normas afectadas. Por ello, cabe concluir que la apreciación sobre la invalidez de éstas corresponde a los órganos públicos encargados de aplicar las normas invalidadas en "segundo grado", por así decirlo, o de conocer de asuntos en que se invoque la observancia de tales preceptos.

El artículo 42 reitera las disposiciones constitucionales relativas al quorum de votación necesario para la invalidación de disposiciones generales. El segundo párrafo de este precepto, añadido en ocasión del debate en la Cámara de Senadores, puntualiza la obligada consecuencia de la falta de ese quorum para la invalidación de una norma: si no se alcanza la votación requerida, "el Pleno de la Suprema Corte de Justicia declarará desestimadas dichas controversias".

La solución es correcta, bajo las características que tienen estos procedimientos, pero el texto es erróneo. En la teoría procesal se dice que una sentencia es estimatoria de la pretensión del demandante cuando resuelve la controversia en favor de éste: "estima" atendible la reclamación y falla en consecuencia. Por el contrario, es desestimatoria cuando rechaza la pretensión que el actor ha formulado. Pero la sentencia no estima ni desestima el litigio, que es la contraposición de intereses jurídicamente relevantes, ni el proceso mismo. Esto no tendría sentido. Así, no lo tiene que el ordenamiento comentado faculte a la Corte para declarar desestimadas las "controversias", en vez de las pretensiones. Hay que traducir las palabras de la ley y entender a qué ha querido referirse.

El artículo 43 determina la obligatoriedad que tienen "las razones contenidas en los considerandos que funden los resolutivos de las sentencias aprobadas por cuando menos ocho votos", para los diversos tribunales del país.

Aquí se plantea un tema mayor con respecto a la reforma constitucional misma, y en consecuencia a propósito de la ley reglamentaria de las fracciones I y II del artículo 105. Con la salvedad del artículo 47, que se refiere al caso en que "cualquier autoridad (por lo tanto, se puede tratar de autoridades administrativas o jurisdiccionales) aplique una norma general o acto declarado inválido", la letra de algunas de las nuevas disposiciones pudiera abrir paso a la idea de que la invalidación de normas será considerada por los tribunales a la hora de dictar sentencia, pero no por otras autoridades o por los particulares. Si tal fuera la conclusión -inaceptable, desde luego- estaríamos ante un desacierto. Si se ha incorporado en nuestro derecho un método para el control de la constitucionalidad de leyes, con efectos anulatorios, erga omnes, de la norma controvertida, lo debido es que esa disposición pierda eficacia en todos los casos, con absoluta independencia de que sea o no invocada o cuestionada ante algún órgano jurisdiccional. De lo contrario habríamos regresado al principio de relatividad de los efectos de las resoluciones sobre constitucionalidad, característico del juicio de amparo.

Establecida la invalidez de una disposición general o un acto de otro carácter, se ordena la publicación de la sentencia, integramente, en el Semanario Judicial de la Federación. Si se trata de norma general, también se publica en el Diario Oficial de la Federación y en el órgano oficial en el que la norma se hubiese publicado (artículo 44).

La sentencia produce efectos a partir de la fecha que disponga la Suprema Corte (artículo 45). De esta forma se prescinde de la regla general sobre efectos de una sentencia, que generalmente están vinculados con el acto de notificación a las partes. La Corte tiene atribuciones para determinar una especie de vacatio, semejante a la que existe para la vigencia de las leyes publicadas. Con esto se reconoce la complejidad de la materia y se atiende a las necesidades implícitas en la fracción IV del artículo 41 de la ley, que ordena precisar en la sentencia "todos aquellos elementos necesarios para su plena eficacia en el ámbito que corresponda".

Sin embargo, la apertura de un periodo de vacatio también presenta inconvenientes. No existe suspensión, como vimos, en el supuesto de normas impugnadas. Por ende, la disposición inconstitucional se sigue aplicando a lo largo del proceso, lo que puede ser razonable, pues aún no se decide sobre su conformidad con la Ley Suprema, pero también después de que hubo sentencia que declara su inconstitucionalidad, porque lo permite la vacatio.

Según lo dispuesto por la Ley Suprema, la invalidez no tiene efectos retroactivos, "salvo en materia penal, en la que regirán los principios generales y disposiciones legales aplicables de esta materia" (artículo 45). Ello no significa que siempre tengan efectos retroactivos las sentencias que versen sobre materia penal. Será preciso distinguir los asuntos considerados por aquéllas. La retroactividad benéfica existe, en forma obligatoria, cuando en virtud de la nueva norma -aquí se trataría de una sentencia, que fija la norma prevaleciente- desaparece un tipo penal o se reduce la sanción aplicable o aplicada.

Varias disposiciones se destinan al importante asunto de la ejecución de las sentencias, que tiene especial relevancia cuando se ha privado de validez a una norma general. La regla es que no podrá archivarse ningún expediente sin que quede ejecutada la sentencia, a no ser que se hubiese extinguido la materia de la ejecución (ar-tículo 50).

Las partes condenadas deben informar al presidente de la Corte sobre el cumplimiento de la sentencia, a efecto de que ese funcionario jurisdiccional determine si dicha resolución ha quedado, en efecto, cumplida. Si no hay cumplimiento, cualquiera de las partes puede denunciar la omisión, y en este caso el presidente del tribunal requerirá a la parte obligada para que informe lo que corresponda. El incumplimiento apareja la consignación penal de la autoridad responsable (artículo 46).

El tema de la consignación penal -es decir, el ejercicio de la acción por la probable comisión de un delito- suscita alguna cuestión interesante, que antes de ahora ha sido materia de consideración por la Suprema Corte, en el supuesto de incumplimiento de una sentencia de amparo. Se ha sostenido, por una parte, que la Corte puede efectuar por sí misma la consignación ante el tribunal penal competente, sin que medie averiguación previa ni acto consignatorio a cargo del Ministerio Público. Por otra parte, se ha considerado que las normas sobre punición del responsable de incumplimiento de una sentencia no aparejan necesariamente una salvedad al régimen general de persecución penal, establecido en el artículo 21 constitucional, salvedad que debió establecerse expresamente, dada la importancia que revestiría semejante excepción. En tal virtud, se insiste en que competen al Ministerio Público, no a la Suprema Corte, tanto la consignación del probable responsable de un delito, como su persecución en juicio, que no podría desempeñar el más alto tribunal del país. Esta última solución parece la más congruente con el régimen persecutorio establecido por la Constitución y no alterado expresamente por ésta en ninguna hipótesis.

Como señalé, el artículo 47 se refiere a la hipótesis en que "cualquier autoridad aplique una norma general o acto declarado inválido". Denunciado el hecho por cualquiera de las partes, se desarrolla un procedimiento para la observancia de la sentencia dictada, que puede culminar, asimismo, en la consignación del funcionario que cometió la falta (artículo 47). Como se ve, en este supuesto ya no se trata de incumplimiento por parte de la autoridad cuyo acto fue impugnado, sino de inobservancia de la resolución de la Corte por otras autoridades, que aplican indebidamente una norma o acto declarados inválidos. De aquí se desprende, como señalé antes, que la resolución jurisdiccional anulatoria de la norma debe ser observada, sin más trámite, por cualesquiera autoridades.

Lo dispuesto en el artículo 47 se entiende sin perjuicio de que el presidente de la Suprema Corte "haga cumplir la ejecutoria de que se trate, dictando las providencias que estime necesarias". Así lo señala el artículo 48, que debió referirse tanto a las prevenciones del artículo 47 como a las similares del artículo 46, con el fin de que se obtenga con celeridad y eficiencia, en todo caso, el cumplimiento de la resolución jurisdiccional.

El capítulo VIII del título segundo, que hasta aquí he analizado, previene dos recursos en el procedimiento de controversia constitucional: reclamación y queja. Aquél tiene la mayor amplitud: procede contra diversas resoluciones importantes en el curso del procedimiento, que menciona, en seis fracciones, el artículo 51.

Entre estos supuestos figura el de "autos o resoluciones que pongan fin a la controversia". Ahora bien, la resolución jurisdiccional que pone fin a la controversia es, típicamente, la sentencia que dicta el tribunal. Sin embargo, aquí no se puede tratar de una sentencia, pues sería tanto como autorizar que la Suprema Corte vuelva sobre el acto en el que ejerce plenamente su jurisdicción y la agota. Por ende, debe entenderse que se trata de cualquier otra resolución, presumiblemente dictada por el ministro instructor, o acaso por el presidente de la Corte, que tenga aquella consecuencia jurídica. Un ejemplo típico -habida cuenta de una jurisprudencia sostenida de tiempo atras, no sin la oposición de algunos analistas- sería el auto que desecha la demanda. Sin embargo, esta resolución se halla explícitamente mencionada en la fracción I del artículo 51.

La reclamación se interpone ante el presidente de la Suprema Corte, para que el Pleno resuelva en definitiva, con base en un proyecto de resolución que elaborará un ministro distinto del instructor cuyo acto combate el recurrente (artículo 53). Se ha querido evitar el empleo frívolo de los recursos: cuando se reclame sin motivo, habrá imposición de multa al recurrente (artículo 53).

Por su parte, el recurso de queja procede contra la parte demandada o cualquier otra autoridad, "por violación, exceso o defecto en la ejecución del auto o resolución por el que se haya concedido la suspensión" (artículo 55, fracción I), y contra la parte condenada, "por exceso o defecto en la ejecución de una sentencia" (idem, fracción II). En rigor, está mal denominado el remedio que se hace valer en vía jurisdiccional contra irregularidades en la ejecución de resoluciones. No se impugnan actos de la autoridad en el proceso, que es lo característico del recurso, sino se denuncian faltas o delitos de una parte procesal, o incluso de quien no es parte pero se encuentra obligado a observar determinada conducta. Se trata, así, de denuncias que traen consigo un procedimiento indagatorio. Éste puede culminar en la aplicación de penas al infractor (artículos 56 a 58).

Aquí se presenta un problema interesante, a la luz -o a la sombra, mejor dicho- de ciertas expresiones legales. En efecto, la Suprema Corte, llamada a decidir en el procedimiento de queja, atenta al proyecto que proponga el magistrado instructor,. (determinará) en la propia resolución lo siguiente: I. Si se trata del supuesto previsto en la fracción I del artículo 55, que la autoridad responsable sea sancionada en los términos establecidos en el Código Penal para el delito de abuso de autoridad, por cuanto hace a la desobediencia cometida, independientemente de cualquier otro delito en que incurra...

De este desafortunado texto se infiere que habrá sanción penal sin proceso penal, o bien, que el procedimiento de queja hace las veces de un juicio penal y que la Suprema Corte queda investida de facultades punitivas, absolutamente insólitas, para actuar como juzgador en materia criminal. Semejante conclusión, provista por el texto de la ley, es de plano inadmisible. Para que la Suprema Corte se erija en tribunal penal, alterando el régimen de competencias dispuesto en la Constitución, así como las formas de un proceso penal también estatuidas en la Ley Suprema, sería necesario que esta misma señalara semejante posibilidad. No lo hace.

Así las cosas, habrá que interpretar la norma en el sentido de que la resolución de la queja implica que se dé vista al Ministerio Público, para que éste actúe en los términos de sus atribuciones constitucionales ante un hecho aparentemente delictuoso, y consigne la averiguación, en su caso, ante el tribunal que posea competencia material para instruir y fallar el proceso penal correspondiente. Tal vez la innecesaria celeridad con que se expidió la ley reglamentaria del artículo 105 prohijó estos pasos en falso.

IV. TÍTULO III. ACCIONES DE INCONSTITUCIONALIDAD

Se regula un proceso de inconstitucionalidad -o mejor dicho, de constitucionalidad, pues con referencia a ésta deberá hacerse la calificación que corresponda- bajo el nombre del acto que lo pone en movimiento: la acción. El error es equivalente al que se cometería si se denominase acción penal al proceso penal o acción civil al proceso de esta naturaleza. Pero no es éste, por cierto, el pecado mayor de las denominadas acciones de inconstitucionalidad.

Este medio de impugnación de leyes supuestamente inconstitucionales fue introducido por la reforma de 1994. Los panegiristas de ésta consideran que se trata de una de sus más importantes y positivas innovaciones. Ciertamente es importante, pero resulta por lo menos discutible. En efecto, la evolución natural del juicio de amparo, al través de una revisión de la fórmula de Otero, probable-mente hubiera conducido -como se propuso en diversos momentos y foros- a prescindir de los efectos relativos de la sentencia y admitir sus generales, derogatorios o anulatorios de una ley, con fundamento en una jurisprudencia que declarase la inconstitucionalidad de la norma combatida.

No está de más recordar que la virtud de la fórmula Otero, a lo largo de la historia del juicio de amparo, ha sido evitar los conflictos entre poderes, que se suscitarían -así se supuso, y por ello se mantuvo el alcance siempre relativo de la sentencia de amparo- si el Poder Judicial pudiera echar por tierra actos normativos del Legislativo o el Ejecutivo. En consecuencia, el amparo sólo protegió al quejoso en el caso concreto. Desde luego, no parece razonable -aunque haya, como dije, razones atendibles para ello- dejar sujetos a normas inconstitucionales a quienes no intentan, para defenderse de ellas, el juicio de garantías.

En virtud de lo anterior, surgieron diversas sugerencias, cada vez más insistentes. La que se esgrimió con mayor frecuencia y mejores argumentos fue la conducente a dar efectos erga omnes a la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia, no así a la de los tribunales colegiados, cuya atribución para emitir jurisprudencia obligatoria -sustituyendo a la Corte en el control de la legalidad, y por lo tanto en el conocimiento de la mayoría de los asuntos susceptibles de interpretación judicial federal- no fue un acierto de la reforma de 1987-1988.

En algunas oportunidades propuse una solución intermedia. En los términos de esta propuesta, una vez formada la jurisprudencia de la Suprema Corte sobre inconstitucionalidad de cierta ley o reglamento, el procurador de la República daría cuenta con ella (más su opinión como consejero jurídico del gobierno, misión que hoy ha desaparecido en forma abrupta, sin exposición y discusión de las razones que pudieron determinar el cambio) a la instancia emisora de la norma cuestionada, Poder Ejecutivo o Poder Legislativo, federal o local, en sus respectivos casos.

De esta suerte, el propio poder emisor podría reconsiderar su acto, sin entrar en conflicto directo con el Poder Judicial Federal, y resolver lo que fuese procedente. Así, el control de constitucionalidad de normas, que también apareja, obviamente, un conflicto político, sería ejercido por dos instancias: la supervisora de la constitucionalidad, un foro judicial, y la resolutiva del problema, un foro político-legislativo. No digo que esta solución sea más pura u ortodoxa que la ampliación de los efectos del amparo. Sólo sostengo que reduce considerablemente los riesgos de un enfrentamiento de poderes y amplía las posibilidades de rectificación jurídica en temas de constitucionalidad.

En 1994 se impulsó e hizo prevalecer una solución escasamente conocida en México y sin antecedentes nacionales. Esta consiste, en virtud de la reforma al artículo 105 constitucional, en la posibilidad de que el procurador general de la República o un grupo de legisladores miembros de la cámara autora de la norma impugnada -Senado, Cámara de Diputados, Asamblea de Representantes del Distrito Federal, Congreso Local- impugne aquel ordenamiento, por razones de inconstitucionalidad, ante la Suprema Corte de Justicia.

En la iniciativa presidencial se exigía que los impugnadores constituyeran, por lo menos, el cuarenta y cinco por ciento de los integrantes del cuerpo legislativo correspondiente. De aquí derivaba la legitimación procesal. Dada la actual composición de nuestros órganos legislativos, sería remoto que se lograse un número tal -entre legisladores de las oposiciones, que constituyen minoría absoluta- para combatir el acto de la mayoría parlamentaria. Por ello se redujo ese porcentaje, hasta el treinta y tres por ciento, es decir, la tercera parte de los integrantes del órgano.

La solución que ahora comento es inadecuada. Hay que examinarla, por supuesto, a la luz de una realidad política concreta, puesto que se trata de una solución intensamente política para atender un problema de doble contenido: jurídico y político. Los impugnadores de una ley -miembros de partidos de oposición, derrotados por la mayoría en la votación parlamentaria que generó el ordenamiento cuestionado- atacan aquélla por estimarla inconstitucional, independientemente de que se cause o no una lesión a cierto interés jurídico particular. En esto difiere el procedimiento que aquí comento del juicio de amparo, en el que el quejoso es un sujeto agraviado por el acto de autoridad supuestamente violatorio de garantías. Los legisladores -que son individuos integrantes de un órgano político- actúan, por lo tanto, en "favor de la ley". Lo mismo hace el procurador, -órgano jurídico- que es, sin duda, un funcionario comprometido con la observancia de la Constitución. Así se perfila en el juicio de amparo, en las controversias constitucionales y en estas acciones de constitucionalidad.

Ahora bien, lo que aquí ocurre -tómese en cuenta la realidad, además de la elucubración teórica que no tiene raíz en los hechos, aunque la tenga en determinado ideal de comportamiento- es un traslado del conflicto político, que viaja de un foro de este carácter a uno de naturaleza jurisdiccional. Se pretende lograr una victoria judicial que remedie una derrota parlamentaria, es decir, un fracaso político. Para ello, los legisladores abandonan por un tiempo su ámbito natural y sus funciones típicas -el ámbito; el órgano legislativo; las funciones: la iniciativa de reforma o derogación-, y se constituyen en litigantes ante un tribunal. La demanda sustituye a la iniciativa de reformas; la legitimación procesal, a la competencia política; la audiencia, a la comisión o la asamblea; la sentencia, a la nueva ley.

Es indudable que se desea un pronunciamiento estrictamente jurídico por parte de la Suprema Corte de Justicia. Sin perjuicio de esta legítima aspiración, volvamos a la realidad. Si la Suprema Corte de Justicia se pronuncia por la constitucionalidad de la ley, habrá entrado en conflicto con los partidos de oposición -personeros de una buena parte de la opinión pública-, que difícilmente cederán -insisto: no olvidemos la realidad- ante los argumentos en que la Suprema Corte funde sus sentencia desestimatoria. Si este tribunal acoge la pretensión de los opositores, su sentencia creará un problema frente a los legisladores del partido mayoritario y con respecto al presidente de la República, en el supuesto, nada infrecuente, de que este funcionario sea el autor de la inciativa aprobada. Como se ve, la Suprema Corte se halla entre dos fuegos. ¿Es razonable, así, la solución incorporada en la fracción II del artículo 105? ¿No era practicable alguna alternativa mejor? ¿Hubiera sido excesivo analizar este asunto con más amplitud y profundidad, hasta hallar un procedimiento más conveniente?

De la norma constitucional proviene otro error en el régimen de las acciones de inconstitucionalidad. Aquélla excluyó de este sistema de control a las normas generales de materia electoral. Si existe la posibilidad de que esta exclusión se justifique, parcialmente, en el supuesto de las controversias constitucionales, que no se contraen exclusivamente a leyes, sino abarcan otros actos de autoridad, no existe justificación alguna -aunque haya "explicaciones" políticas- que limite tan obviamente el alcance de las acciones de inconstitucionalidad. La inelegante restricción no tiene sustento plausible. Antes dije, y ahora reitero, que no se trata de calificar políticamente hechos de este carácter, y tampoco de resolver jurídicamente actos de la contienda entre los partidos o entre los ciudadanos y las autoridades -como sucede, por ejemplo, en el quehacer del tribunal electoral-, sino de valorar constitucionalmente una ley, verificar la conformidad de ésta con la norma fundamental de la República. Así las cosas, esa exclusión resulta particularmente desafortunada. Claro está que esta apreciación no quiere convalidar, en lo absoluto, el equivocado sistema de control instituido -en este orden de cosas- por la reforma constitucional.

Pero no analizo ahora la reforma constitucional, sino la ley reglamentaria. Es interesante observar que en la exposición de motivos se indica que en estos litigios no existen partes demandadas. Si tal cosa ocurre, parece por lo menos discutible que se hable de litigio. Este implica, por su propia naturaleza, la existencia de una pretensión, de la que alguien es titular, y una resistencia a esa pretensión, que alguien opone. Esos dos "alguien" son las partes en el litigio. Es evidente, más allá del tecnicismo que pudiera ser bizantino, que en el foro de la justicia comparecen -y así se regula, en buena medida, el procedimiento correspondiente- los opositores a la ley, de un lado, y los autores de ésta, de otro. Ambos plantean sus respectivas posiciones en un contradictorio claramente establecido.

Quizás se ha pensado que no hay parte demandada en este juicio porque no se reclama cierta conducta o determinada prestación de algún sujeto, visto como parte material o procesal. Lo que se solicita es la invalidez de la norma -esto es también consecuencia de algunas hipótesis de controversia constitucional-, que será resuelta por el órgano jurisdiccional mismo. La conducta de éste, no la del emisor o la del promulgador de la disposición, será lo que satisfaga la pretensión del demandante.

La ley ha sorteado el problema de identificar a los favorecedores de la norma cuestionada como un grupo -mayoritario- de legisladores, y por eso no alude a éstos, sino a "los órganos legislativos que hubiesen emitido la norma y el órgano ejecutivo que la hubiere promulgado" (artículo 64). Este modo de manejar las cosas no es convincente. No hay duda de que los demandantes forman parte de aquel "órgano", tanto como los legisladores que votaron en favor de la ley impugnada. Justamente porque forman parte de ese órgano, es decir, porque se hallan integrados en él y son titulares -colectivos- de las funciones que le están asignadas, es que están legitimados para demandar. Por ende, no parece razonable oponer entre sí a los impugnadores, en un extremo, y al órgano emisor, en el otro.

A las acciones de inconstitucionalidad es aplicable, en lo conducente, el régimen previsto por la propia ley para las controversias constitucionales (artículo 59). Con este renvío se evita caer en reiteraciones innecesarias.

El plazo para ejercitar la acción de inconstitucionalidad es de treinta días naturales a partir de la publicación de la ley o el tratado. Si el último día es inhábil, la demanda podrá presentarse el primer día hábil siguiente (artículo 60). El artículo 61 determina el contenido de la demanda, el artículo 62 regula la legitimación y representación de los legisladores demandantes, y el 63 se refiere a la representación del presidente de la República.

Conviene destacar que la demanda "deberá estar firmada por cuando menos el treinta y tres por ciento de los integrantes de los correspondientes órganos legislativos", y que la parte demandante -se alude a legisladores, no al procurador- "deberá designar como representantes comunes a cuando menos dos de sus integrantes, quienes actuarán conjunta o separadamente durante todo el procedimiento y aun después de concluido éste". Si no se designa a estos representantes comunes, el nombramiento lo hará el presidente de la Suprema Corte. Los representantes, a su vez, pueden acreditar delegados "para que hagan promociones, concurran a las audiencias y en ellas rindan pruebas y formulen alegatos, así como para que promuevan los incidentes y recursos previstos en la ley" (artículo 62).

Seguramente se pensó en la actual distribución de los grupos opositores en los cuerpos legislativos, cuando se hizo referencia a la designación de "dos" representantes comunes. Hoy día, ese treinta y tres por ciento de legisladores, que constituyen la parte demandante, sólo se integra con la suma de los militantes del Partido Acción Nacional, tan activo y exitoso en el proceso de las reformas judiciales, y del Partido de la Revolución Democrática. De ahí, quizás, que se hable de "dos" representantes comunes. Pero surge la preocupación cuando se indica que esos representantes podrán actuar conjunta o separadamente. Esto puede llevar a inconsecuencias y desviaciones en el manejo de la posición procesal de los impugnadores. Vale la pena recordar que aun cuando éstos son muchos -más de ciento cincuenta diputados, por ejemplo-, la posición procesal de demandante es una sola, y debe cumplir su papel en el juicio de manera inequívoca y congruente.

El segundo párrafo del artículo 62 comienza diciendo: "La parte demandante... deberá designar como representantes comunes..."; no: "Los demandantes.... deberán..." La figura de la representación común, conocida en otros órdenes procesales, no significa que existan discrepancias o diferencias entre quienes se consolidan como parte procesal, sino que hay varios asistentes jurídicos de ésta, cuyo comportamiento debe conducirse en forma unitaria y ordenada: por ello el representante común actúa a la cabeza de los abogados o defensores.

No hay disposición específica acerca del procurador de la República. La legitimación proviene de su cargo. Debe intervenir personalmente en los juicios de inconstitucionalidad, sin perjuicio de la delegación que proceda para actos procesales específicos. También aquí resulta singular el desempeño del procurador -como ya indiqué al hablar de las controversias constitucionales-, en tanto debe constituirse en actor, si así lo juzga pertinente, para impugnar un ordenamiento, o en todo caso ha de manifestar opinión, a requerimiento del instructor (artículo 66). El procurador ya no es consejero jurídico del gobierno, pero sigue siendo funcionario del Poder Ejecutivo y el Ministerio Público interviene cuando la Federación es parte en un juicio.

Los artículos 65 y siguientes, en el capítulo II del título tercero de la ley, gobiernan el procedimiento a partir de la demanda. Hay prevenciones para la aclaración del escrito de inicio oscuro o irregular. El ministro instructor da vista a los órganos Legislativo y Ejecutivo para que aduzcan lo que estimen conveniente en favor de la validez de la norma general impugnada o contra la procedencia de la acción de inconstitucionalidad. No existe suspensión de la norma cuestionada (artículo 64).

En las acciones de constitucionalidad -rectius, en los procedimientos o juicios-, el instructor "podrá" aplicar las causales de improcedencia o de sobreseimiento que se establecen a propósito de las controversias constitucionales. En realidad, el ministro instructor "deberá" aplicar dichas normas. No es posible que se abstenga de considerar, a su criterio, un factor de improcedencia o de sobreseimiento, y haga seguir adelante un proceso que carece de sustento o de materia. Recuérdese, por lo demás, que el desistimiento o el convenio no operan para sobreseer en las controversias constitucionales, cuando se trata de normas generales, ni deben tener esa eficacia en los procedimientos de constitucionalidad, que se refieren, precisamente, a actos de aquella naturaleza.

Es importante subrayar que las causas de improcedencia por litispendencia o cosa juzgada, establecidas en las fracciones III y IV del artículo 19, "sólo podrán aplicarse cuando los supuestos contemplados en éstas se presenten respecto de otra acción de inconstitucionalidad" (artículo 65). Tal vez se optó por esta solución en vista del intenso contenido político-partidista de las acciones de inconstitucionalidad, porque, en puridad, ninguna otra razón habría para excluir la improcedencia cuando la pendencia o la cosa juzgada ocurran a propósito de una controversia constitucional y no de una acción de inconstitucionalidad. Los partidos que actúan en estos casos a través de sus legisladores -porque eso es lo que en realidad ocurre, por encima de ficciones jurídicas- podrían inconformarse con decisiones que provengan de juicios en los que ellos no han tenido injerencia alguna.

En el procedimiento que aquí examino se ha querido reducir la potestad indagatoria del magistrado instructor -que debe ser muy amplia-, en cuanto no se le atribuye la facultad de disponer diligencias para mejor proveer. Sólo se dice que "podrá solicitar a las partes o a quien juzgue conveniente, todos aquellos elementos que a su juicio resulten necesarios para la mejor solución del asunto" (artículo 68). En el régimen de las controversias constitucionales se habla de requerimiento a las partes y de diligencias para mejor proveer. Estas pueden deslizarse, no obstante el propósito restrictivo del legislador, en esa posibilidad de solicitar "a quien juzgue conveniente" los elementos necesarios para la mejor solución del asunto.

Cabe la acumulación, dispuesta por el presidente de la Suprema Corte de Justicia, de dos o más acciones de inconstitucionalidad cuando en ellas se impugne la misma norma. La conexidad se resuelve en los términos, que ya mencioné, de los artículos 37 y 38 de la ley.

Por lo que hace a recursos, únicamente se alude al de reclamación, que "procederá en contra de los autos del ministro instructor que decreten la improcedencia o el sobreseimiento de la acción" (artículo 70).

En su sentencia, que implica una visión amplia y veraz del tema de constitucionalidad propuesto, la Suprema Corte no queda vinculada por las consideraciones jurídicas que esgriman las partes. En tal virtud, por un lado, ese tribunal "deberá corregir los errores que advierta en la cita de los preceptos invocados y suplirá los conceptos de invalidez planteados en la demanda"; y por otro, el propio tribunal "podrá fundar su declaratoria de inconstitucionalidad en la violación de cualquier precepto constitucional, haya sido o no invocado en el escrito inicial" (artículo 71).

V. DISPOSICIONES TRANSITORIAS

En los preceptos transitorios se dispone que el decreto que contiene la nueva ley entrará en vigor treinta días después de su publicación (artículo primero); que las controversias constitucionales y ordinarias pendientes de resolución cuando aquello ocurra, se tramitarán y resolverán bajo las disposiciones vigentes cuando se iniciaron (segundo); que se derogan los párrafos segundo a cuarto del artículo 12 de la Ley de Coordinación Fiscal, así como cualesquiera disposiciones que se opongan a la nueva ley (tercero); y que "en tanto entra en vigor el presente decreto, la Suprema Corte de Justicia de la Nación dictará los acuerdos generales necesarios para la debida aplicación de esta ley" (cuarto), lo cual es jurídicamente inadmisible, porque esos acuerdos, actos de autoridad, deberán estar fundados en una norma vigente cuando se expiden, y no en una norma por venir, que no rige aún. Sólo se trata de previsiones útiles para la futura aplicación de una ley.

Sergio GARCÍA RAMÍREZ

Notas:
1 La ley reglamentaria de las fracciones I y II del artículo 105 constitucional.