EL ESTADO DEL BIENESTAR: REFLEXIONES PARA UN ESTADO POSTSOCIAL

SUMARIO: I. Introducción.II. Algunas bases del Estado social.III. Crisis y críticas al Estado social.IV. Para un Estado postsocial. V. Con- clusiones.

I. INTRODUCCIÓN

Albert O. Hirschman1 siguiendo a T. H. Marshall distinguió las dimensiones civil, política y social de la ciudadanía, que son también las dimensiones de la democracia y que corresponden, en parte, a las distintas generaciones de los derechos humanos. En efecto, en el siglo XVIII y principios del XIX, la preocupación de los ideólogos de la Revolución Francesa fue la de rescatar los derechos de propiedad, de seguridad, y principalmente el derecho de libertad negativa frente a los abusos de la autoridad, creando para ello cuerpos de seguridad, tribunales y registros públicos. El Estado generado por los teóricos del contrato y por los intereses económicos de la burguesía fue el Estado gendarme o mínimo que en este siglo ha sido justificado, entre otros, por Milton Friedman, Robert Nozick, y Friedrich Hayek, y en su versión política contemporánea ha tenido entre sus realizadores a Margaret Thatcher y Ronald Reagan.

En la formación del Estado Liberal la atribución de derechos era consecuencia de un estatus previo, es decir, el contenido de los derechos, si bien político, se apoyaba en la garantía de cierta autonomía económica, para confirmarlo bastaría con recordar la existencia del sufragio censitario.

En la parte final del siglo XIX, la cuestión social, el nacimiento de los partidos de masas, y el desarrollo del sindicalismo, hicieron que el motivo de las luchas políticas y sociales consistiera en la extensión del sufragio a lo varones, y en la inclusión de los partidos obreros en los parlamentos. Las reivindicaciones obreras y la fuerza de los partidos de izquierda lograron que en países como Inglaterra o Suecia, desde entonces, comenzará a ser incuestionable la aparición de los modernos Estados de partidos. Sin embargo, en esta etapa y en mejoría respecto a la anterior, los derechos humanos siguieron siendo los de la primera generación pero ampliados a la universalidad de los varones en el caso particular de los derechos políticos de participación. Lo que fue muy importante, pues si a primera vista los derechos sociales no se recogieron en las constituciones o en las leyes de manera generalizada, los partidos obreros en el parlamento, y los sindicatos en su arena negociadora y reivindicadora, comenzaron una larga lucha por el reconocimiento de estos derechos en los países en donde estos partidos tenían acceso a las instituciones del Estado, y en donde los sindicatos fueron reconocidos jurídicamente.

La tercera etapa es la de la dimensión social de los derechos, con antecedentes importantes en las revoluciones del siglo pasado, principalmente la de París de 1848, en donde se estableció la fórmula "estado democrático y social" por primera vez en las publicaciones de Louis Blanc. La fórmula tenía un contenido concreto e iba referida al derecho al trabajo que entonces fue configurado como un derecho fundamental. Dicha fórmula desapareció por largo tiempo de la historia europea y reapareció con el resurgir del movimiento obrero. En cuanto a su contenido fue retomada tanto por los partidarios de Lasalle como por el círculo de Eisenach y por los marxistas o los socialdemócratas, teniendo en cuenta que en todos los países hasta antes de la Primera Guerra Mundial el movimiento obrero y en general los de izquierda fueron movimientos de oposición, sin esperanza concreta de acceder al poder político.2 Por eso, las primeras políticas y normas sociales provinieron de los sectores de derecha cercanos al poder y sirvieron como instrumento para reducir la conflictividad social, ejemplo de ello fueron las reformas sociales de Bismarck. Ya en este siglo diversas constituciones consagraron derechos sociales como la Constitución Mexicana de 1917 y la de Weimar de 1919. Más tarde, a finales de la Segunda Guerra Mundial, con el informe Beveridge y la consolidación en Europa de los Estados sociales de derecho,3 los derechos y políticas socioeconómicas del bienestar se plasman casi universalmente en el constitucionalismo y la práctica administrativa.

Esta tercera fase -la del Estado social- sostiene que el concepto de ciudadanía debía extenderse también a la esfera de lo social y de lo económico, reconociendo que condiciones mínimas de educación, salud, bienestar económico y seguridad social son fundamentales para la vida de un ser civilizado así como para el ejercicio significativo de los atributos civiles y políticos de los ciudadanos. Es más, algunos sostienen que junto al reconocimiento formal, la ciudadanía comprende una demanda sustantiva: su refrendo constitucional es una plataforma capacitadora para el desarrollo de un programa igualitario de derechos, para la materialización de la ciudadanía como provisión de oportunidades;4 sin embargo, este carácter universal se encuentra siempre en tensión con el problema de la exclusividad de la ciudadanía. Cuestión que se produce a escala nacional pero también a nivel mundial: la universalización de las demandas de ciudadanía democrática han de hacer frente a barreras materiales, legales e institucionales que la limitan e incluso llegan a anularla. En efecto y, por ejemplo, los movimientos migratorios internacionales han venido a acentuar las diferencias de estatus entre los ciudadanos plenos y los no-ciudadanos con referencia a los derechos y a las provisiones. Durante décadas después de la Segunda Guerra Mundial la gobernabilidad de las democracias occidentales, y esto corresponde a la fase de la que hablamos, la gobernabilidad de las democracias occidentales se apoyó en un balance entre las demandas originadas en la sociedad y los servicios o respuestas suministradas por el Estado. El esquema del Estado social entró en crisis como veremos más adelante, inicialmente por razones económicas que han derivado más en contradicciones políticas y sociales a nivel nacional y mundial, que por motivaciones estrictamente económicas.5

II. ALGUNAS BASES DEL ESTADO SOCIAL

Las bases filosóficas y teóricas del Estado social han sido elaboradas por un sinnúmero de juristas, filósofos y economistas. En el plano filosófico dispares teorías han pensado fundamentos y argumentos a favor de diferentes concepciones del Estado social. Habría que recordar simplemente a la doctrina social de la Iglesia católica, por no mencionar teorías en este momento en desgracia, como el socialismo científico, de muy diferente signo a la primera, pero también se podría enumerar a las doctrinas social-demócratas y a distintas versiones del humanismo que se apoyan en autores como Georges Gurvitch, Laski, y posiblemente hasta en un autor tan fuera de sospecha como Jacques Maritain. El núcleo argumentativo de teorías tan heterogéneas sostiene que sin una igualdad aproximada entre los seres humanos es imposible hablar de que todos tienen derecho a la libertad, por no señalar el argumento fuerte del marxismo-leninismo que condenaba y criticaba a los derechos de la primera generación por su formalismo y por ser la reproducción de los intereses de la clase detentadora de los medios de producción, lo que exigía la lucha de clases y la toma del poder por el proletariado para instaurar la dictadura de los obreros, y dar paso a un Estado socialista sin clases. Versiones menos maximalistas que la marxista, sin embargo, adujeron y aducen la imperiosa necesidad de obtener una igualdad más allá de la igualdad ante la ley para hacer posible el acceso de todos a las libertades o, al menos, a la gran mayoría de los ciudadanos. Igualdad que también resulta necesaria para crear condiciones simétricas para el diálogo público y democrático, según lo ha apuntado uno de los más importantes respresentantes de la escuela de Frankfurt: Jürgen Habermas.6 De este modo, mientras que el Estado tradicional se sustentaba en la justicia conmutativa, el Estado social se fundamentó en la justicia distributiva; mientras que el primero asignaba derechos sin mención de contenido, el segundo intentó distribuir bienes jurídicos de contenido material; mientras que el Estado decimonónico era fundamentalmente un Estado legislador, el social, fue básicamente, un Estado gestor a cuyas condiciones habían de someterse las modalidades de la legislación misma; mientras que uno se limitaba a asegurar la justicia legal formal, el otro se extendió a la justicia legal material; mientras que la adversaria de los valores burgueses clásicos era la expansión de la acción estatal y para limitarla se instituyeron mecanismos como los derechos individuales, el principio de legalidad, la división de poderes, en el Estado social, lo único que podía asegurar la vigencia de los valores sociales era la acción del Estado, para lo cual se desarrollaron los adecuados mecanismos institucionales; en el Estado liberal se trataba de proteger a la sociedad del Estado, en el social, se trató de un Estado que se realizó por su acción en forma de prestaciones sociales, dirección económica y distribución del producto nacional.7

Las teorías jurídicas que dieron vida al Estado social de Derecho, tal como hoy lo conocemos, parten de la distinción entre un Estado fundado en la subordinación, léase Estado gendarme, de un Estado construido sobre la integración y por ello democrático. Un Estado de este género pretendía una sociedad democrática en donde las relaciones de subordinación no existieran en la forma del anterior tipo de Estado, y hubiese perfecta conexión entre la organización social y la comunidad no organizada subyacente. Para realizar esta perfecta adecuación era necesario que el hombre no fuera considerado como un ente abstracto, sino en sus muchas y variadas actividades sociales y, por tanto, no sólo como hombre, sino como productor, consumidor, colono, etcétera. Cada una de estas actividades sociales encontraría su integración en una sociedad en la que debía desarrollarse libremente en su dirección funcional junto a las otras, y en el ámbito de una sociedad superfuncional como la nacional y la internacional, sin que entre ellas existieran interferencias o superposiciones que generaran un régimen de dominio e hicieran imposible la llegada de la democracia. El tipo de derecho que reclamaba un Estado y una sociedad así, fue el pluralismo jurídico con importantes antecedentes en el pensamiento de Santi Romano, Hauriou, Gierke, y Georges Gurvitch, aunque se podría citar también a Norberto Bobbio. El pluralismo jurídico produjo el derecho social. El derecho social simbolizó jurídicamente y encarnó en sí la idea de autogobierno colectivo con base en la igualdad y la libertad. En el Estado social, por su parte, se entendió que la sociedad era plural y que en ella deberían existir la limitación recíproca y el equilibrio de los grupos, por lo que el centro duro del Estado, que es el gobierno, la administración y el derecho, debían contar con normas e instituciones capaces de lograr los equilibrios, procurar la igualdad, y estimular mecanismos y procedimientos jurídicos tendentes al bienestar general y colectivo para que las condiciones de participación y de vida fueran lo más igualitario que fuera posible.8 Las constituciones de la postguerra como la Ley Fundamental de Bonn de 1949 claramente postularon y formalizaron al Estado social, igual que otras más recientes como la española, la portuguesa o la griega; algunas expresamente contemplaron una cláusula que reflejara un orden distinto, otras que no contemplaron una cláusula semejante, establecieron en su cuerpo normativo distintos derechos sociales para la protección tanto de individuos como de colectivos: tal fue el caso de la Constitución mexicana de 1917.

El Estado social, por tanto, implicó un trastocamiento de los elementos tradicionales del Estado de Derecho tradicional, por ejemplo, añadió los derechos sociales, económicos y culturales; transformó el concepto de división de poderes, pues ya no se entendió éste como respuesta a una racionalidad axiológica unilateralmente orientada donde el máximo valor era la libertad, sino que la libertad se concibió como un valor que para ponerse en práctica debía ir articulado a otros como la seguridad económica, lo que sólo se podía lograr a través de la intervención concertada y no separada de los poderes; modificó el principio de legalidad en el sentido que la legislación ya no giraría sólo en torno a valores jurídicos, ni siguiendo sólo una dialéctica jurídica, sino que podía convertirse en instrumento auxiliar para la realización de otros valores y adaptarse a la dialéctica de éstos, y la ley, pasara a ser un instrumento para la ejecución de decisiones de distinta especie, dándose el caso, de que algunas perspectivas ignoraron completamente el derecho para considerar como elemento central del Estado el de decisión; y finalmente, la legislación aumentó en cantidad destruyendo en muchas ocasiones la certeza proporcionada por el orden jurídico.

En el plano económico se ha justificado el Estado social con el argumento de que el Estado es el equilibrador de los desajustes del mercado. El Estado social tiene lugar como consecuencia de las disfunciones que crea el desarrollo del sistema capitalista y su finalidad es compensarlas y reestablecer el equilibrio en sociedades cada vez más diferenciadas y potencialmente conflictivas. Esta explicación tiene dos tendencias según se considere que el factor desencadenante es el desarrollo económico o el desarrollo político. La primera se origina a partir del optimismo que el proceso de acumulación que la segunda postguerra mundial produce en la teoría económica. Se va ha sostener que el capitalismo ha superado la fase cíclica y que su prosperidad es estable. El problema ya no es el de escasez sino el de la distribución adecuada de la abundancia. Porque la verdadera problemática de esta supuesta sociedad opulenta es que el desarrollo económico y la modernización con los procesos subsiguientes que se desencadenan, tales como los movimientos migratorios, el urbanismo, etcétera, generan desajustes, nuevos riesgos y necesidades de manera que el Estado es el instrumento adecuado para compensarlos haciendo posible la compatibilidad entre capitalismo y bienestar general. La segunda tendencia insiste más en el desarrollo político pues entiende que el progresivo peso político que alcanzan las clases más desfavorecidas en el Estado social obliga por conveniencia a la élite política y económica a otorgarle cada vez mayores privilegios o beneficios a la clase trabajadora, de donde se sigue que los beneficios serán mayores en donde esta clase se encuentre más organizada y con más conciencia de sí. Las dos tendencias mencionadas contribuyeron pues a sostener que la participación del Estado es fundamental en la economía para compensar los desequilibrios del Estado, para invertir en sectores donde la iniciativa privada no lo hace y que son necesarios, y en términos más marxistas, para reproducir los recursos y la fuerza de trabajo a través de las prestaciones de sanidad, seguridad social, vivienda, pero también para cualificar a la fuerza de trabajo a través de las distintas formas de la enseñanza pública.9 Finalmente, toda esta exposición redunda en la legitimación del Estado: el Welfare State es el "Estado de todos" y lo logra a través de un trato de favor a los más necesitados.

III. CRISIS Y CRÍTICAS AL ESTADO SOCIAL

Las anteriores teorías y argumentos, así como la realidad de las economías y sociedades donde hubo Estado social, mantuvieron esta forma particular de Estado durante cerca de treinta o cuarenta años. En los años setenta, tanto en su realidad como en su justificación, el Estado social entró en crisis múltiple, aunque para algunos condensable en una crisis de legitimación, pues el Estado asistencial era incapaz de satisfacer las demandas crecientes de la sociedad, pues al asumir tareas de coordinación y de dirección, crecía su necesidad de legitimación y disminuía la posibilidad de que pudiera librarse de sus crecientes tareas sin provocar con ello fuertes conflictos de intereses que se volvían contra él mismo. La crisis fiscal que los países desarrollados vivieron en los setenta fue sólo una de las manifestaciones de tal impotencia.10 Las críticas al Estado social como veremos, provinieron de la derecha y de la izquierda, pues era evidente que más allá de la ideologización, en el Estado de la procura asistencial había muchos aspectos que no funcionaban bien, y que ponían en entredicho la viabilidad de sus estructuras.

Uno de sus primeros críticos, Friedrich Hayek, sostuvo que el Estado social era altamente antidemocrático, puesto que muchos ciudadanos no compartían las tareas y el intervencionismo del Estado social. La libertad en el Estado social, según Hayek, desaparece a favor de la planeación que se propone y después se aplica, la que no es el resultado de una deliberación democrática que tome en serio los derechos de todos y cada uno.11 Hayek exponía que la defensa de la sociedad libre dependía de la adecuada comprensión de tres principios fundamentales que nunca habían sido debidamente identificados: El primero de ellos subraya la necesidad de distinguir entre el orden espontáneo y el de organización, dado que dichos órdenes producen dos modelos distintos con normas diferentes; el segundo principio señala que la justicia social o distributiva sólo tiene sentido en el contexto del modelo de la organización pero es totalmente incompatible con el orden espontáneo que Adam Smith denominó "gran sociedad" y Karl Popper calificó como "sociedad abierta"; y, el último principio, especifica que el modelo institucional que predomina en el Estado social había de producir necesariamente la gradual transformación del orden espontáneo y libre, en un sistema totalitario sometido a las veleidades de alguna coalición de intereses.12

Desde la izquierda, James O'Connor en su famosa obra La crisis fiscal del Estado apuntó que el Estado social era imposible porque no podía hacer compatibles, al mismo tiempo, dos funciones antagónicas: la "función acumulativa" preocupada por satisfacer los intereses del capital y la "función de legitimación" encargada de proporcionar a la población patrones de consumo, salud, y educación. Para O'Connor cumplir con las dos funciones era irracional desde el punto de vista de la coherencia administrativa, la estabilidad fiscal y la acumulación de capital potencialmente provechosa.13 La crisis fiscal se veía además agravada por la existencia de un sinnúmero de intereses particulares-corporatistas que demandaron del Estado el desvío de fondos públicos para sus fines privados. Igualmente se acrecentaba con las reivindicaciones de tipo social que no respondían a las leyes del mercado, sino a la dinámica de la lucha política. O'Connor se preguntó por las opciones existentes para resolver la crisis fiscal, a su juicio eran tres: a) deflacionar el conjunto de la economía mediante una recesión controlada; b) introducir y hacer respetar controles de precios y salarios; y, c) la cooperación entre el sector social y corporatista para incrementar la productividad en el sector privado con el fin de reducir los costes y aliviar la crisis en el sector estatal. Para él, la más viable era esta tercera solución, y para implementarla, era necesario que se dieran cambios drásticos en las relaciones entre el capital y los sindicatos, sacrificios por parte del capital competitivo y de determinadas industrias del sector monopolista, cambios en el sistema tributario, y modificaciones en las relaciones políticas entre las clases sociales y al interior de cada una de ellas.14

Los teóricos políticos de la derecha, por ejemplo, los de la Comisión Trilateral señalaron que el Estado del bienestar era ingobernable porque se le "sobrecargaba" con tantas demandas sociales y económicas que era casi imposible obtener niveles aceptables de respuesta gubernamental. Uno de los representantes más notables de la Comisión Trilateral, Samuel Huntington, opinaba que la vitalidad de la democracia del Estado social aportaba demandas y presiones crecientes que pesaban sobre las estructuras políticas existentes y poco institucionalizadas, dando como resultado el "decaimiento político" y los golpes militares.15

Otro argumento dirigido en contra del Estado benefactor, y esa es la postura de George Stigler, pensaba que los gastos públicos por deficiencias institucionales del Estado del bienestar no se dirigían para beneficio de los pobres sino que, básicamente, beneficiaban a las clases medias y se financiaban con impuestos que pagaban los pobres y los ricos, lo cual resultaba tremendamente inequitativo.16 Una línea de pensamiento por este tenor, mantenía que el gasto social generaba mayor pobreza y desigualdad puesto que no estimulaba la participación de los pobres en la economía, y paulatinamente los orillaba a mayor marginalidad y pobreza. También se trató de demostrar que la empresa privada podía tener cometidos sociales y podía satisfacer áreas económicas que los teóricos del Estado social habían excluido dogmáticamente de la esfera privada.17 y que las empresas públicas no necesariamente persiguen fines sociales, porque en ocasiones son dirigidas con criterios políticos.

En la real politik, la llegada al poder en países tan importantes como Estados Unidos o Inglaterra fueron un acicate para incorporar todas las teorías neoliberales en sus programas económicos, desmantelando en parte las instituciones del Estado social. Esta situación se vio fortalecida porque gobiernos socialistas, como los de Francia y de España, aplicaron teorías neoliberales rechazando los modelos económicos de la segunda postguerra por considerarlos ineficientes, populistas y poco propicios para gobiernos con déficit público.

IV. PARA UN ESTADO POSTSOCIAL

Hoy, después del auge y la crisis del Estado social, cabe preguntarse qué queda de él, y si es aún un proyecto político, social y moralmente válido. Para contestar una pregunta de tales dimensiones, habría que decir, que la cuestión del Estado social ocupa aún un lugar fundamental en la reflexión y la vida de muchas personas. Por lo que el estudio del Estado social y sus implicaciones no son una cuestión inútil. Igualmente sería oportuno acercarnos a esta discusión, en la medida de lo posible, sin el peso de los dogmatismos. No es plausible sostener, por ejemplo, que el Estado social no puede recibir crítica alguna, cuando históricamente entró en crisis en los años setenta, en gran parte por sus propias debilidades e ineficiencias. Lo anterior nos debería llevar a replantearnos el papel de la economía de mercado, del Estado, del derecho y por supuesto de la democracia. Tales tareas son realmente titánicas y aquí se va intentar explorarlas mínimamente. Sin embargo, antes es preciso decir, que en el Estado postsocial sean cuales fueren sus contenidos, no puede prescindir del entorno internacional, de sus cuestionamientos y de sus retos globales, pero analizar estos condicionamientos implica una tarea que rebasa el objetivo de este pequeño ensayo, que como ha podido observase está circunscrito a las fronteras del Estado nacional.18

Sin ser la panacea que muchos piensan, la economía de mercado parece que a nivel mundial, regional y nacional es la opción realista. La economía planificada del socialismo real se colapsó, y hoy por hoy, no nos provee de referentes, ni teóricos ni prácticos. Sostener esto no implica una sobrevaloración al mercado ni una confianza excesiva en sus bondades. El mercado es imperfecto y sólo sería perfecto en condiciones ideales, las que son ajenas en este momento a nuestras vidas. No obstante, el mercado, mientras no inventemos o descubramos otra cosa, es con lo que contamos. Él produce y reproduce riqueza y es para muchas personas un medio que estimula sus potencialidades y en donde hacen valer sus derechos. No es que el mercado equivalga a sociedad civil, pero ciertamente es una de las esferas de la sociedad civil. El mercado sigue requiriendo como siempre de la intervención del Estado para equilibrar las disfuncionalidades que genera. Una cuestión que surge en el caso de latinoamérica, es cómo lograr equidad y crecimiento. En este punto, Jorge Castañeda alude a la obra del economista chileno Fernando Fajnzylber, que planteó el dilema latinoamericano, consistente en que las naciones del área se ven impedidas para lograr el crecimiento y la equidad; menciona que el crecimiento económico puede entenderse cuando existe un incremento promedio anual del PNB per capita de 2.4 porciento o más, es decir, la tasa anual en que crecieron los países avanzados en las dos décadas y media pasadas, y la equidad también es definida en función de los niveles de los países desarrollados. Los resultados son totalmente deprimentes en nuestro sub-continente porque de 1965 a 1986 ningún país logró satisfacer los dos requerimientos, pues las políticas tendentes a impulsar el crecimiento promovieron la injusticia y la desigualdad, mientras que aquéllas decantadas a favor de la equidad impidieron el crecimiento, en buena medida porque resultaron inflacionarias y externamente insostenibles.19 Una línea para resolver la paradoja expuesta indudablemente tiene que ver con los equilibrios propios del Estado postsocial que aquí se analiza: ni un Estado, enorme, costoso ni despilfarrador, ni tampoco un mercado que se niegue a determinadas regulaciones jurídicas, principalmente en las áreas de la política fiscal, presupuestaria y monetaria. Lo anterior nos lleva de la mano a la segunda cuestión, que implica que la intervención estatal no puede ni ser ineficiente, ni irresponsable, ni antidemocrática.

El Estado postsocial que renazca debe ser eficiente, responsable y democrático. Eficiente, porque cuando se decida a intervenir en cualesquier asunto social o económico, sus funcionarios deberán analizar previamente y a posterioriel costo/beneficio de cada medida, institución y norma, con varios propósitos: a) Para informar a los ciudadanos cuánto cuestan sus instituciones, b) Para determinar si no hay alternativas más baratas, c) Para que el ahorro que generen estos cálculos pueda destinarse a otras tareas de contenido social. Responsable en el sentido de que debe buscar la eficacia, es decir, el cumplimiento de los objetivos de las normas y de las instituciones legalmente vigentes, y debe satisfacer no las demandas sociales que le dicten las presiones coyunturales, sino las que tiene encomendadas por el marco jurídico. Debe ser democrático, lo que equivale a que sus instituciones y sus gobernantes sean el resultado de elecciones equitativas y transparentes, pero también, que genere mayores controles institucionales mediante los cuales los ciudadanos, las minorías y las oposiciones, puedan impugnar decisiones, supervisar la realización de los cometidos, y sobre todo pedir constantemente cuentas de las actividades sociales. Un Estado democrático significa que el ciudadano debe saber a quién se beneficia, por qué, cuánto cuesta, si los servicios son buenos, y si el dinero se emplea adecuadamente.

El derecho en este Estado postsocial deberá basarse en una legalidad fuerte, lo que implicará la reformulación de las normas e instituciones que inciden en la economía y en los gastos sociales.20 Se requiere de mejores órganos de control del gasto público, garantías efectivas a la equidad vertical y horizontal en materia de impuestos, federalismo fiscal cooperativo, un marco jurídico que haga transparentes las transferencias intergubernamentales, profesionalización de los cuadros administrativos y jurisdiccionales para una aplicación moderna y eficiente de las normas jurídico económicas, etcétera. En lo social, los diseños tienen que ver con la política y normas financieras tanto impositivas como de gasto, con la exis- tencia de burocracias eficientes que atiendan los distintos aspectos de la política social, con instituciones y mecanismos jurídicos que armonicen el desarrollo de las regiones, con órganos de supervisión y control del gasto social, etcétera. Además, dicha legalidad fuerte debe tomar en serio la división de poderes, el sometimiento de los políticos a la ley, pero principalmente debe establecer las reglas de acceso al poder y la distribución del mismo con imparcialidad. La legalidad fuerte del Estado postsocial deberá coincidir con la realidad, por lo que establecerá mecanismos eficaces que eviten el divorcio histórico entre norma y realidad.21 De esta manera, la constitución tiene que ser la forma auténtica del poder, y no sólo el cuerpo caracterizado y definido por las normas que la integran; la constitución debe estar definida en cuanto a sus funciones, y la más importante de éstas es la de dar forma al poder, esto es, crearlo. Es evidente que toda constitución implica racionalización y limitación del poder, pero una constitución no puede ser definida por referencia sólo a esa función porque con ello se afirma la existencia de un poder anterior a la constitución e independiente de ella y se pierde de vista que la constitución es el origen del poder. Esto no quiere decir que el poder como fenómeno social no surja de las relaciones existentes, lo que significa es que el poder político no es el de las relaciones fácticas. El poder político está indisolublemente ligado al derecho y a la ética; el poder debe imponerse no en razón de su capacidad para doblegar la voluntad ajena, sino de acuerdo con su capacidad para pretender la obediencia de los ciudadanos de manera legítima. La constitución es, o debe ser, como lo señala el profesor Rubio Llorente "forma del poder porque es su pretensión de legitimidad. Por eso no son constituciones auténticas los documentos que sirven de simple cobertura semántica a unas relaciones de poder puramente fácticas, sino sólo aquellas que fundamentan efectivamente el poder [...] Para que se mantenga la unidad entre titular y objeto del poder, entre fuente y destinatario de las normas, es necesario, como fácilmente se entiende, que el poder esté configurado de tal forma que se mantenga abierta para todos la posibilidad de ocuparlo; que no predetermine en absoluto el contenido de las decisiones, aunque sí el límite absoluto de las decisiones posibles".22

Finalmente, es evidente que los déficit democráticos del Esta- do social de la postguerra han sido responsables de su crisis. El Estado social no logró avances cualitativos porque fue un Estado de élites, alejado de los ciudadanos, paternalista, asistencial, pero no responsable y cogestionario. Es decir, se primó excesivamente a los mecanismos de democracia representativa, al juego entre los partidos, pero poco se hizo por fortalecer los mecanismos de democracia directa y los órganos de control que evitaran que los partidos y las élites se repartieran el poder político como botín. Lo que se precisa es profundizar en la democracia o democratizar la democracia ahí donde existe, y en donde no, crearla. Para la primera cuestión se precisa de una amplia reforma institucional que vaya más allá de los órganos del Estado, que afecte a las principales organizaciones del mundo contemporáneo: sindicatos, partidos, organizaciones empresariales, empresas para democratizar esos ámbitos. Para la segunda, y en el plano de la transformación de un régimen no democrático a otro democrático, debe advertirse que el éxito dependerá de las condiciones y circunstancias de cada país. Para México, hay quien propone vías para lograrlo, algunos empiezan por el arreglo entre élites y el cambio de las reglas políticas,23 otros demandan la modificación de las actuales relaciones socio-económicas, o al menos un acuerdo que asegure la recuperación y precise sus contenidos sociales para moderar las desigualdades.24 En cuanto a los tiempos,25 existen diferentes escenarios, desde el camino armado y rupturista a mecanismos de negociación pacífica, aunque aquí también existen asimetrías en cuanto a la velocidad: gradualismo o pacto más o menos definitivo para una nueva y diferente convivencia política.26 En todo caso, lo fundamental estriba en ver a la ciudadanía como origen y objetivo del Estado, o en otras palabras, establecer las bases institucionales para generar una ciudadanía democrática.

V. CONCLUSIONES

De estas últimas reflexiones se puede colegir que el Estado postsocial que se propone debe ser distinto al actual. Tendrá que ser eficiente, eficaz, y sujeto a mayores controles democráticos que los que están en vigor. La maquinaria estatal o núcleo duro del Estado -derecho y burocracia- seguirá siendo compensadora y equilibradora de las deficiencias del mercado, y actuará en áreas donde a los miembros de la iniciativa privada no les interese o éstas sean consideradas democráticamente estratégicas. No obstante, cuando el Estado intervenga y gaste, lo deberá hacer con criterios distintos a los que han prevalecido hasta hoy, tal como algunos de lo que aquí se han enumerado: de eficiencia, de eficacia, y de justicia. Los ciudadanos junto con el gobierno deberán, mediante diseños institucionales novedosos, tener más participación para estar mejor informados y fiscalizar adecuadamente a las élites políticas, con la intención de evitar la tentación recurrente de éstas de gobernar con enorme separación de la población y sin responsabilidad. Por otra parte, la burocracia deberá ser más capacitada y profesional, se deberá contar con métodos más eficaces y democráticos de control a la actividad de estos funcionarios, las decisiones deben ser establecidas a través de un análisis de costo/beneficio, y la aplicación de las mismas deberá generarse por medio de servicios descentralizados y con atención preferente a las regiones pobres o capas sociales marginadas. La finalidad del gasto público debe ir más allá de lo asistencial o paternalista y al menos se debe informar al ciudadano lo que cuesta cada servicio o atención practicada. Es preciso establecer mecanismos de estímulo e incentivos para aquéllos funcionarios y agencias gubernamentales que mejor realicen sus funciones, y en fin, políticas públicas encaminadas al involucramiento de los ciudadanos con sus instituciones.

Los teóricos del Estado postsocial deben hacer un balance sobre el derecho para ajustarlo a las nuevas necesidades. Ese acomodamiento de piezas no puede darse sin un plan previo y coherente, que asuma las distintas vertientes del Estado: la económica, la social y la propiamente política. Si la construcción del nuevo Estado de Derecho se hace por partes, seguramente tendremos un orden jurídico que desarrollará múltiples contradicciones y disfuncionalidades. Se atacarán ciertos problemas o necesidades pero se dejarán pendientes otros. Además, la elaboración de un modelo jurídico para un Estado postsocial debe identificar el tipo de régimen concreto. Si se trata de un Estado democrático habrá que establecer los mecanismos institucionales para democratizar esa democracia, si por el contrario, lo que tenemos es un régimen no democrático necesitaremos de una agenda para la transición que desde mi punto de vista requerirá iniciarse a partir de la reforma a la institucionalidad política, para en ulteriores etapas abordar los aspectos sociales y económicos. De no contar con un marco jurídico constitucional previo, la transición a la democracia seguramente fracasará.

Jaime F. CÁRDENAS GRACIA

Notas:
1 Hirschman, Albert O., Retóricas de la intransigencia, México, Fondo de Cultura Económica, 1991.
2 Abendroth, Wolfgang, "El Estado de Derecho democrático y social como proyecto político", El Estado social, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1986, pp. 14-17.
3 Abendroth, Wolfgang y otros, op. cit.
4 Dahrendorf, Ralf, Oportunidades vitales, Madrid, Espasa Calpe, 1983, pp. 65 y ss.
5 Rosales, José María, "Ciudadanía en democracia: condiciones para una política cívica", Revista Sistema, Madrid, número 122, 1994, pp. 5-23.
6 Ver Habermas, Jürgen, "La legitimidad hoy", Revista de Occidente, Madrid, julio de 1976; Habermas, Jürgen, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1973; Habermas, Jürgen, La reconstrucción del materialismo histórico, Madrid, Taurus, 1981; Habermas, Jürgen, Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus, 1990, 2 t.
7 García Pelayo, Manuel, Las transformaciones del Estado contemporáneo, Madrid, Alianza Editorial, 1987, pp. 26-30.
8 Reflexiones como las expuestas pueden encontrarse en Bobbio, Norberto, El tiempo de los derechos, Madrid, Editorial Sistema, 1991, pp. 27-35.
9 Cabo Martín, Carlos de, "Democracia y derecho en la crisis del Estado social", Revista Sistema, Madrid, marzo de 1994, núms. 118-119, pp. 63-77.
10 Ver Offe, Claus, Contradicciones en el Estado del bienestar, México, Alianza Editorial, 1990.
11 Hayek, Friedrich, A., The road to serfdom, Chicago, University of Chicago Press, 1976.
12 Hayek, Friedrich A., Derecho, legislación y libertad, Madrid, Unión Editorial, t. I, pp. 19 y 20.
13 O'Connor, James, La crisis fiscal del Estado, Barcelona, Ediciones Península, 1981.
14 Idem, pp. 73-89.
15 Huntington, Samuel, Political order in changing societies, New Haven, Yale University Press, 1968.
16 Stigler, George, "Director's law of public income distribution", Journal of Law and Economics, 13 de abril de 1979, pp. 1-10.
17 Stiglitz, Joseph E., El papel económico del Estado, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1993, pp. 50-58.
18 Icaza, Carlos A. de y Rivera Banuet, José, El orden mundial emergente, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994.
19 Fajnzylber, Fernando, Unavoidable Industrail Restructuring in Latin America, Durham, Duke University Press, 1990, capítulo I, citado por Castañeda, Jorge, La utopía desarmada. Intrigas, dilemas y promesas de la izquierda en América Latina, México, Joaquín Mortiz-Planeta, 1993, p. 465-466.
20 Un planteamiento semejante lo he desarrollado en Cárdenas, Jaime F., Transición política y reforma constitucional en México, UNAM, 1994, pp. 145-170.
21 Un importante estudio sobre el tema de la relevancia constitucional puede verse en Nino, Carlos S., Fundamentos de derecho constitucional. Análisis filosófico, jurídico y politológico de la práctica constitucional, Buenos Aires, Astrea, 1992, p. 503.
22 Rubio Llorente, Francisco, La forma del poder (estudios sobre la constitución), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, pp. XXVI y XXVII.
23 Cárdenas Gracia, Jaime F., Transición política y reforma constitucional en México, UNAM, 1994.
24 Castañeda, Jorge, op. cit., pp. 425-463.
25 Sobre el factor tiempo en la política, ver Linz, Juan J., El factor tiempo en un cambio de régimen, México, Instituto de Estudios para la Transición Democrática, 1994.
26 Camacho Solís, Manuel, Cambio sin ruptura, México, Alianza Editorial, 1994.