EL OFENDIDO EN EL PROCESO PENAL1

SUMARIO: I. Los ofendidos: sociedad e individuos.II. Origen y desarrollo de la persecución penal. III. Proceso y equilibrio.IV. Las expresiones del equilibrio en el proceso.V. Tendencias del proceso y participantes procesales.VI. La reforma procesal. El caso de México.VII. Tratamiento del ofendido en la ley reformada.VIII. El litigio penal. Proceso y composición.IX. Persecución oficial y particular.X. Condicionamiento de la acción. La querella.XI. Oportunidad y legalidad.XII. Figuras equivalentes.XIII. La impugnación del monopolio actor del Ministerio Público.XIV. Coadyuvancia del ofendido.XV. El derecho sustantivo del ofendido.XVI. Convergencia de intereses del infractor y el ofendido. XVII. Los derechos del ofendido en la Constitución.XIII. El ofendido como tema en el procedimiento.

I. LOS OFENDIDOS: SOCIEDAD E INDIVIDUOS

En la historia de la persecución penal hay dos personajes que se disputan, con buenos títulos, la calidad de ofendido. Son muchos más, en cambio, los que se atribuyen la condición de víctima. Unos y otros buscan, en todo caso, el castigo del culpable, y también pretenden la tutela social y el resarcimiento del daño que han sufrido.

Pueden ser ofendidos, y lo son de jure y de facto, la sociedad que se ve agraviada o amenazada por el hecho punible, y el individuo -o los individuos- y la persona colectiva -o las personas colectivas- que miran dañados o puestos en peligro sus intereses y sus derechos.

El delito es, por definición, un golpe con destino más o menos preciso. Aquí hay que establecer una frontera -borrosa, desde luego- entre el crimen tradicional y el delito moderno. Entre los datos que caracterizan al delito de siempre se hallan la identidad del agresor y del agredido, que entran en contacto personal, por el ataque que aquél emprende, por el enfrentamiento que compromete a ambos, por la malicia que alguien utiliza para obtener, de cierto individuo, determinada ventaja.

En cambio, el delito moderno puede golpear a un número indeterminado de sujetos y provenir de un número también indeterminado de agentes. No importa la identidad de aquéllos y éstos, que ni siquiera se conocen entre sí. Se trata, en consecuencia, de unos delitos con víctimas difusas, anónimas, dispersas.

En el punto al que llega el crimen, donde se concentra el resultado típico de la conducta, se hallan la sociedad, un agraviado genérico, con frecuencia inconsciente, desconocedor de la ofensa, y el agraviado específico, generalmente consciente y sabedor del daño que se le causa. Luego los agraviados se armarán para ejercer el contragolpe: la reacción punitiva y reparadora enderezada contra el autor del delito, y a veces contra quienes no han participado en la conducta reprobable, pero deben responder por ella, en forma lateral y subordinada.

De la manera como se ejerza ese contragolpe dependerá que los ofendidos se mantengan en las filas de los ciudadanos acreedores a la tutela, o que ingresen, a su vez, en el elenco de los delincuentes, merecedores de represión. Esto último sucede cuando hay exceso en la reacción admisible, o el contragolpe se convierte en venganza y corre por su propio cauce.

II. ORIGEN Y DESARROLLO DE LA PERSECUCIÓN PENAL

Sabemos que la persecución penal fue en el principio un suceso libre y colectivo, y acabó por constituir un acontecimiento regulado y concentrado. Este desarrollo de la persecución es también, hasta cierto punto, la historia del hipotético contrato social.

La persecución fue un suceso libre porque la persecución del infractor se dejó al ímpetu y a la capacidad -ambas con fronteras en sí mismas- de la sociedad agraviada o del individuo lesionado. Fue también un suceso colectivo, porque hubo la posibilidad de que alguno, algunos o todos -pero no apenas uno solo, con legitimación exclusiva- llevaran adelante al castigo.

Después la persecución fue un acontecimiento regulado, porque se canceló la libertad, se pusieron linderos a la conducta y se fijó, con detalle esmerado, el derrotero de la persecución: un iter persequendi, como consecuencia natural del iter criminis que llegó a su término. También se convirtió en hecho concentrado, porque la muchedumbre desapareció de la escena, para que ingresaran a ella -y la retuvieran en lo sucesivo- sólo algunos personajes con pase al proceso. Tal fue el origen de la competencia y de la legitimación. Así, devinieron competentes o legitimados el actor y el fiscal, más la sociedad, en un extremo; el reo y su defensor, en otro; el particular ofendido, en uno más, y el juzgador en el extremo restante.

De tal suerte se constituye el cuadrángulo del drama procesal en nuestros días. No desconozco que puede haber otra composición de los personajes de este drama, pero aquélla sigue siendo, al menos desde un punto de vista conceptual, la composición ordinaria y natural.

Andando el tiempo se establecería un deslinde entre los ofendidos por el delito. Uno de ellos, la sociedad, sujeto pasivo de todos los crímenes -porque de no haber una intensa lesión o un gravísimo peligro para la sociedad, no habría tampoco delito- dejó de verse y actuar como ofendido, aunque lo fuera, y asumió un papel característico en el proceso.

La sociedad sólo concurre en el proceso al través del actor popular o del fiscal. Aquél es un extraño en la controversia de fondo, convertido en protagonista del debate. Esto refleja una suerte de democracia representativa, en la que el pueblo interviene por medio de representantes surgidos de él mismo, no dispuestos por el gobernante. Pero no es ese el caso más frecuente. La sociedad se ha visto desplazada del jus puniendi y, en seguida, del ara judicial. Quedó más allá de la barandilla, e inclusive fuera del tribunal, convertida en espectadora o en opinión pública.

A cambio, esa sociedad recibió algunas compensaciones. Así, se le otorgó un representante formal, investido de grandes poderes: el Ministerio Público o fiscal, denominado con frecuencia, para recordar el origen y el sentido de su investidura, "representante social", aunque la verdadera representación social no se agota -ni debamos consumirla artificialmente- en el desempeño de la acción penal.

Por otra parte, ciertos principios procesales -así, la publicidad- acudieron a satisfacer la necesidad social de mirar por lo menos el desarrollo del proceso. Ya no se intervendría en él, pero se ejercería por ese medio una cierta supervisión y una innegable presión. En consecuencia, el pase de la sociedad al proceso reside en el principio de publicidad, garantía de la justicia y de la democracia. La tecnología moderna acentuó ambas cosas: la sociedad, a distancia, conoce del proceso al través de los medios de comunicación colectiva, y el tribunal, por esos mismos medios, sabe de la sociedad y de sus exigencias.

El otro agraviado siguió su propio camino. Reivindicó y obtuvo la designación exclusiva y excluyente de ofendido. Tuvo y tiene vida autónoma. Para reconocérsela, por el conducto de la legitimación procesal, se toma en cuenta que a diferencia de la sociedad, un agraviado demasiado abstracto, el ofendido individual resintió en carne propia el daño o el riesgo del delito: es su salud lo que declina cuando hay lesiones; su patrimonio lo que disminuye cuando hay robo; su honor lo que mengua cuando hay calumnia. Este impacto directo sobre un bien jurídico personal es el título que hace del individuo un ofendido, y del ofendido una parte procesal.

III. PROCESO Y EQUILIBRIO

De este modo se llega a la escena del proceso. Debo detenerme sobre este punto. El proceso, un dato de la ciencia y de la experiencia, es una institución jurídica que participa de los propósitos y proyectos inherentes al universo en el que está integrado: dar seguridad, valor funcional del derecho, y hacer justicia, valor final.

El orden jurídico quiere administrar los intereses de los individuos. Para eso se crea. Contempla el mundo, marco de enfrentamientos. Ahí entran en colisión las pretensiones numerosas de sus innumerables habitantes. En realidad, la colisión tiene un impacto histórico inevitable. En este choque no se comprometen solamente los individuos actuales. También figuran, al través de los intereses que han transmitido, los que ya no viven. Cuentan, asimismo, por medio de intereses futuros, los que luego vivirán. Así las cosas, todo el derecho procura manejar con equilibrio el enfrentamiento -actual e histórico- y resolverlo de la misma forma, es decir, equilibradamente.

El despotismo rompe el equilibrio en provecho del más fuerte. La anarquía, en la otra frontera del orden jurídico, también dispersa el equilibrio, que se consume en la interminable disputa de intereses, finalmente subordinados por un despotismo emergente, que se dice providencial.

Lo que llamamos derecho material o sustantivo -por encima de las diferencias que aquí pudieran existir- construye un sistema de equilibrio al través de la asignación de obligaciones y derechos. Esto implica un ensayo de seguridad y una versión de justicia. El mismo régimen sustantivo invoca la conveniencia, primero, y el castigo, después, para asegurar el acatamiento a su versión de la justicia.

A su turno, el derecho adjetivo o instrumental -de lado, también, las diferencias entre estas categorías- toma el mismo asunto bajo un supuesto diferente. Ha fallado la propuesta del sistema sustantivo y sus destinatarios están en pie de guerra. No digo que la acción procesal sea el derecho sustantivo en pie de guerra, como sostuvieron los antiguos procesalistas. Sólo describo la situación de contienda en que se hallan los sujetos de una relación sustantiva, convertidos en sujetos de una relación adjetiva. Uno de ellos -o ambos- entiende que se ha roto el equilibrio, y que en tal virtud es preciso restablecerlo con los actos del proceso, la razón de la sentencia y la fuerza de la autoridad que venga a ejecutarla.

El proceso es, en esencia, un método para restablecer el equilibrio perdido o menoscabado. Si tal es su objetivo, debe ser, él mismo, un espacio de equilibrio. Todo lo que se mira en el régimen sustantivo, vuelve a aparecer en el régimen procesal: la dignidad del individuo, los derechos del hombre, la paz pública, el bien y la defensa de la sociedad, la consideración política, etcétera, son otros tantos temas y problemas del sistema procesal.

Dicho de otra manera: para que se restaure el equilibrio más allá del juicio mismo, esto es, en la realidad posterior a la sentencia, es preciso que el proceso sea equilibrado y equilibrador. Esto debe ocurrir en el curso del juicio, que es la realidad anterior a la sentencia y el conducto para llegar razonablemente a ésta. Si se rompe el equilibrio en el proceso, será vulnerable la solución final. En consecuencia, el éxito en el método determina, también aquí, el éxito de la solución.

IV. LAS EXPRESIONES DEL EQUILIBRIO EN EL PROCESO

Hay tantas manifestaciones del trabajo equilibrador del proceso como ramas de la contienda procesal, derivada del conflicto material. El dato que permanece es el encuentro entre intereses y fuerzas. Los datos que cambian son el contenido de esos intereses y la identidad y el número de los personajes en pugna. También suele haber diferencia entre la naturaleza de los medios de recuperación de la paz previstos en la sentencia, y la trascendencia individual y colectiva de ellos.

El proceso civil aparece cuando se trata de un encuentro entre individuos, el más característico de la vida en común, que la sociedad contempla con relativa neutralidad. En esto también hay grados: desde el desinterés hasta el compromiso social. Aquí figuran el proceso privado típico, civil, ampliamente dispositivo, y el proceso privado evolucionado, familiar, con la doble tutela que proviene de la ley y de la injerencia del Estado. Entre uno y otro hay un extenso trayecto con numerosas estaciones, planteadas por lo que se ha llamado la corriente social del derecho, o en otros términos, derecho social.

El equilibrio debe existir, pues, entre deudor y acreedor, comprador y vendedor, prestamista y prestatario, comodante y comodatario, arrendador e inquilino, esposo y esposa, concubino y concubina, padre e hijo. La sola mención de estas categorías sugiere mucho acerca del trabajo de equilibrio procesal. Hay que poner o retirar gramos -o mucho más que eso- de la balanza que sostiene la figura de la justicia, para que haya equilibrio en el fondo (esto es, el derecho y el deber) y en la forma (es decir, el proceso).

Desde hace un siglo surgió otro género de enfrentamiento. Se trató del encuentro entre sectores, o bien, entre individuos que encarnan los intereses de un sector social y económico al través de los intereses propios. Este es el espacio de aquella corriente social del derecho en una de sus más fecundas expresiones. Si el derecho sustantivo del trabajo y del agro han tenido que reelaborar las categorías y la noción de equilibrio de la rama matriz, el derecho civil, eso mismo ha tenido que hacer el proceso social, laboral o agrario.

Se han requerido nuevos conceptos para el equilibrio entre capital y trabajo, o sea, empresario y trabajador, en el curso del enjuiciamiento. Lo mismo ha sucedido a propósito del terrateniente, por un lado, y el labriego, por el otro; o bien, del propietario y el demandante de la tierra. En estos casos el núcleo del equilibrio parece hallarse en un factor correctivo de la igualdad procesal: el principio de defensa material del menos fuerte. A partir de aquí se construyen otros correctivos de la desigualdad: verdad material, medidas precautorias, conciliación dirigida, representación por órgano público.

También se pretende hallar equilibrio en el encuentro entre el Estado y el individuo: o dicho de otra manera, entre el gobernante y el gobernado, la administración y el administrado, la autoridad y el ciudadano, expresiones, cada una, de otras tantas formas de entender la índole de la relación que se desenvuelve entre esas dos categorías subjetivas de la sociedad política.

Aquí se presentan, según la naturaleza de los derechos y atribuciones en juego, el proceso constitucional y el contencioso administrativo, cada uno con su variedad de proyecciones. En México éstas van, por lo que toca al tema constitucional, del amparo al ombudsman.

Por último, en esta serie de encuentros procesales destacaré el que ahora nos interesa particularmente. Tiene que ver con el crimen y el castigo, la infracción y la sanción, la culpa y el peligro. El hecho punible y la responsabilidad delictuosa determinan la necesidad de una solución satisfactoria peculiar. Esta es, sobre todo, la pena, con sus distintas finalidades coexistentes.

Aquí el encuentro procesal tiene mayor amplitud y profundidad que en los otros enjuiciamientos. Más amplitud, porque los personajes son más numerosos. Mientras en los casos anteriores hay tres actores en la escena, en éste hay cuatro, sin contar el acompañamiento de cada uno. Vuelvo a citar el cuadrángulo del que hablé: actor (acusador, sociedad), juzgador, ofendido e inculpado.

Es posible que dos de esos personajes coincidan en una sola esquina, pero también sucede que uno de ellos, el Estado, se desdobla entre el juzgador y el fiscal, ambos órganos públicos, comprometidos con la verdad material, activos en favor de la ley. Ninguno de éstos se halla vinculado con la idea y la pretensión de culpabilidad o de inocencia, ni siquiera el fiscal, parte sui generis o de buena fe, como se dice entre nosotros, queriendo decir, en rigor, que es un observante de la ley.

Más profundidad, digo también, porque la tiene uno de los temas del proceso. La controversia abarca asuntos de superficie, como son el hecho punible y la relación entre el supuesto agente del delito y el resultado típico. Pero también sucede que una vez zanjados estos puntos, como conditio sine qua non para los que siguen, aparecen otros asuntos que ya no se agotan exteriormente. Son puntos de intimidad, que convierten a un sujeto, por lo menos, en tema del proceso.

En esos planos descendentes y profundos se hallan la culpa, la peligrosidad (ahí donde ésta se invoca, bajo su nombre o con cualquier eufemismo), el diagnóstico de personalidad, el pronóstico de intimidación, recuperación, readaptación o rehabilitación, etcétera. Aún habría espacio para colocar aquí ciertos asuntos de la faz negativa del delito, como la inimputabilidad, el error de derecho, el miedo y el temor, y algunas manifestaciones de la no exigibilidad de otra conducta, por ejemplo. En este campo tiene también un lugar, sobre el que luego volveré, la víctima del delito.

A estos problemas, que son subjetivos y temáticos, deben añadirse otros que concurren a la complejidad y profundidad del proceso penal. Se trata de los bienes que se hallan en juego en el proceso mismo y después de la sentencia. Entre todos descuellan la vida, en los países que conservan, lamentablemente, la pena capital, y la libertad. El proceso penal se hila en torno a la libertad: se trata de establecer la retención, la alteración o la pérdida de este bien. Y para hacerlo, se traen a la escena medidas cautelares que giran alrededor de la libertad.

En ninguna rama del enjuiciamiento se va tan lejos ni tan a fondo, y en ninguna se agitan bienes tan esenciales. Ni en el proceso civil (con alguna salvedad en materia familiar), ni en el proceso social, ni en el constitucional o el administrativo, se proponen un debate sobre la libertad y un estudio a fondo de alguno de los participantes.

Al obrero, al campesino, se les mira como partes débiles en el proceso social, porque se les estima débiles en el proceso económico, pero esa consideración es automática, ope legis, sin intención ni interés en conocer y ponderar sus condiciones personales, más allá de las sectoriales o gremiales que les confieren título para la relación procesal. Tampoco se actualiza un interés de aquel carácter sobre los litigantes civiles ordinarios, ni sobre los sujetos de la relación pública Estado-particular, a no ser que este encuentro devenga penal, por obra de un abuso de poder tipificado.

V. TENDENCIAS DEL PROCESO Y PARTICIPANTES PROCESALES

Las grandes tendencias del proceso penal moderno revelan el concepto que se tiene acerca de los participantes y de la forma adecuada para generar equilibrio entre quienes contienden. El proceso puede acentuar la atribución punitiva del juzgador o el poder acusador del fiscal, como expresión de cierta idea sobre la seguridad pública y la defensa social. O bien, puede poner énfasis en los derechos del inculpado, su capacidad de audiencia y defensa, como manifestación de una idea humanista o democrática -como se prefiera- acerca de la posición del hombre ante el Estado y el vigor de sus derechos fundamentales.

También el proceso puede acentuar la función y la capacidad requirente del ofendido, como método para unir esas dos preocupaciones: la defensa social, concretada en defensa individual de uno de sus miembros, agraviado por la conducta reprochable, y los derechos fundamentales del hombre, particularizados en los derechos a la intangibilidad y al resarcimiento en favor del hombre afectado por un ataque injusto.

Aquí se ve que la promoción y la protección del ofendido constituyen una síntesis de las preocupaciones que recoge y actúa el proceso penal. Esto es así porque el ofendido guarda, al menos en teoría, una posición mejor que cualquiera de los otros sujetos procesales: no tiene ese monopolio de la fuerza que esgrimen el magistrado y el fiscal, ni corre con la atribución y la responsabilidad de infligir el castigo, y mucho menos ejecutarlo; y tampoco tiene la carga de la culpa que asedia al inculpado y lo presenta como reo de la justicia, enemigo social diplomado por el estigma de "responsable" de un delito.

El ofendido está a distancia de la autoridad y del criminal, lo cual equivale a estar alejado de la violencia, legítima o ilegítima, pero violencia al fin. Sólo se escuda en la razón de su derecho lesionado. En esa posición, el ofendido se dirige hacia ambos sujetos para reclamar de ellos la satisfacción de su pretensión de justicia, que tiene un contenido diferente al de la pretensión de justicia penal que movilizan el fiscal, por medio de la acción, y el procesado, por conducto de la excepción.

En el ejercicio de su pretensión, el ofendido exige del Estado una condena y del inculpado una reparación. En el fondo y en la forma demanda a los dos. Esto ocurre así, aunque no tenga acceso a la acción penal, como no la tiene en algunos sistemas, el mexicano entre ellos.

VI. LA REFORMA PROCESAL. EL CASO DE MÉXICO

En los últimos años el derecho procesal mexicano ha caminado un largo trecho. En el origen de las frecuentes reformas aparecen tres factores que con frecuencia he señalado para explicar este género de movimientos legislativos. Hay innovaciones que son el producto de la evolución natural del sistema normativo. Vivo, como el mundo social al que se dirige -sea que lo encauce, sea que lo reciba-, este sistema debe aceptar modificaciones que lo pongan al día: más aún, que lo hagan encabezar el cambio, en vez de ser, como alguna vez se dijo, un obstáculo opuesto al desarrollo.

En otros casos, la reforma legislativa sale al paso de la crisis. Trátese de una crisis generalizada, un estado insoportable de las relaciones sociales y del derecho que las recoge, trátese de una crisis localizada en cierta región de la vida colectiva. Aquello, una explosión que domina todo el horizonte, produce un derecho nuevo, revolucionario, que pone término a cierto orden de cosas y proclama el nacimiento de otro. Lo segundo abre la puerta a novedades localizadas, merced a errores, abusos, ineficiencias que se reducen a determinado sector del orden social y jurídico.

Esto sucedió cuando las comisiones de derechos humanos -principalmente la comisión nacional, establecida en una situación de verdadera emergencia- vinieron a deshacer los entuertos que habían consumado los órganos de constitucionalidad y legalidad previstos en la Ley Suprema: el Ministerio Público y la policía judicial federales.

Finalmente, hay movimientos normativos que provienen del prurito reformista, un furor legiferante, que se mueve por modas, arrebatos o vanidades. En estos casos llegan copiosas reformas a nuestras leyes, tan abundantes como desconcertantes. Aquí vienen a cuentas los cambios de palabras, o el relevo de figuras jurídicas bien acuñadas en el derecho patrio, por otras advenedizas y problemáticas. Sucedió en la reforma constitucional precipitada en 1993, cuando fue sustituido el concepto de cuerpo del delito por la noción de elementos que integran el tipo penal.

Las reformas han calado en el régimen de los participantes en el procedimiento y de los actos procesales, tanto del procedimiento principal como de los cautelares. En el régimen ejecutivo se conserva, casi milagrosamente, la Ley de Normas Mínimas sobre Readaptación Social de Sentenciados, de 1971, que no naufraga todavía, pese al acoso de tirios y troyanos.

En la última década hubo modificaciones en el cuadrángulo que recoge la intervención procesal del juzgador: el actor y la sociedad, el inculpado y el ofendido. Sólo me ocuparé ahora en el caso del ofendido.

VII. TRATAMIENTO DEL OFENDIDO EN LA LEY REFORMADA

El derecho mexicano, oriundo de reformas que se originaron -me refiero a las más importantes y significativas- en 1971, se acentuaron en 1983, prosiguieron en 1990 y desembocaron -por ahora- en la modificación constitucional de 1993, no acaba de fijar el término que prefiere o que debe. Por eso habla, indistintamente, de ofendido y de víctima. Usa ambas voces como sinónimos, sin que lo sean. Empero, esto no pone ni quita en la regulación positiva.

El errático manejo de los términos puede obedecer a un propósito omnicomprensivo de los personajes que se pudieran refugiar en la idea de sujeto pasivo del delito. El concepto amplio, que abarca también a los dependientes del inculpado, quedó en los ordenamientos de ayuda a la víctima del delito, encabezados por el primero que hubo en nuestro país: la Ley para el Auxilio a las Víctimas del Delito, del Estado de México, expedida en 1969.

La tendencia del derecho mexicano es favorable al ofendido. Se reacciona contra una situación de abandono relativo de la víctima, generalmente explicado -no diré que justificado- con el argumento de que la asunción estatal del jus puniendi, la prevalencia del principio de oficialidad estricta, con todas sus consecuencias, naturales o artificiosas, conducía a destacar el papel de la sociedad y del Ministerio Público; y a menoscabar el papel procesal del ofendido, bien representado -se seguía diciendo- por el acusador público.

Quienes adquirimos las nociones del procedimiento penal bajo el apogeo de aquellas ideas, recordamos la expresión de uno de nuestros antiguos procesalistas, Carlos Franco Sodi, cuando señaló que el ofendido es un "nadie" en el proceso penal. No lo decía para favorecer esta solución impertinente, sino para denunciarla. Empero, así continuaron las cosas durante mucho tiempo.

VIII. EL LITIGIO PENAL. PROCESO Y COMPOSICIÓN

Antes de proseguir, es útil hacer referencia al litigio penal y a los medios de solucionarlo. Carnelutti definió al litigio como un conflicto de intereses, caracterizado por la pretensión de un sujeto y la resistencia de otro. Hay litigio penal, desde luego: es la contienda entre los titulares de los intereses que concurren al proceso; la sociedad y el ofendido, por una parte, y el inculpado, por la otra.

Alcalá-Zamora hizo ver que el litigio puede ser resuelto al través de la autocomposición, la autodefensa y el proceso. La autocomposición es característica de los casos en que las partes pueden disponer de los intereses en pugna. Aquí la conciliación es el camino para acceder al convenio. Con éste queda zanjada la disputa, generalmente al través de expedientes patrimoniales que se sustentan en la transacción pactada por los litigantes o en la cesión que hace uno con respecto a la exigencia del otro.

Concentrada en el poder público la potestad de perseguir los delitos, la autocomposición quedó excluida, generalmente, de los asuntos penales. En este campo el proceso ha sido medio natural y obligado para disponer la suerte del inculpado y restablecer la paz. Sin embargo, una serie de factores milita en favor de la composición. Entre ellos figuran el beneficio del inculpado y el ofendido, y el bien de la justicia misma.

La administración de justicia, cargada con exceso, no es necesariamente el mejor vehículo para que la sociedad y el ofendido -éste más que aquélla- obtengan la satisfacción que merecen. En tal virtud, se abre campo, cada vez más ancho y transitado, la solución autocompositiva de los asuntos penales. La opción por remedios más benévolos tiene que ver, por fin, con la regla de mínima intervención penal del Estado. Sin embargo, esa mínima intervención -la pena como último remedio- conduciría más bien a la destipificación de conductas cuya gravedad es relativamente pequeña.

Sobre esto puede haber diversas opiniones, que informan la política penal del Estado. Se hace ver, en contra de esa tendencia, que la autocomposición deja al ofendido débil a merced de la presión o el abuso -un nuevo golpe, tras el delito- del infractor audaz o poderoso. Luego volveré sobre este punto. También se observa que la composición altera los fines del sistema penal. Diré dos palabras sobre este asunto.

El propósito del sistema penal, según el artículo 18 de nuestra Constitución política, es la readaptación social del infractor. Otros objetivos -u otras consecuencias, si se prefiere decirlo así- tiene también la sanción, porque son inherentes a su naturaleza -y por ello insuprimibles, mientras las sanciones sean lo que son, nos plazca o nos disguste-, o porque así los propone y los acepta la sociedad. Esta, al través del ejercicio de la opinión, califica o descalifica a un sistema penal, siempre comprometido y ponderado bajo los índices de la eficacia, no de las buenas intenciones. Esos otros propósitos son, en el concepto de muchos, la retribución y el ejemplo. Hay quienes añaden la expiación.

Podemos preguntarnos, pues, por la eficacia de la solución autocompositiva del litigio penal para alcanzar esos objetivos, y en todo caso los de correspondencia -que es, a mi modo de ver, consustancial a la pena- y readaptación social, que constituye la guía jurídica-constitucional del sistema penal.

Esa misma pregunta deben hacerse los políticos, juristas y legisladores que estatuyen los tipos penales y las consecuencias del comportamiento ilícito. Pero esta otra parte del problema no tiene que ver directamente con el punto que ahora analizamos. En otras palabras: ¿es posible alcanzar los objetivos de retribución -aunque sea extraño invocar el castigo en tiempos de renovación humanista de las penas-, disuasión y readaptación al través de la composición?

Recientemente, el derecho penal y procesal penal mexicano ha experimentado una evolución interesante. Este progreso se mira en la supresión de tipos innecesarios -sin perjuicio del ingreso de figuras necesarias, por nueva formulación de ciertas conductas o por introducción de calificativas-, la modificación razonable de numerosas penas -autónomas o sustitutivas-, el favorecimiento de beneficios procesales y ejecutivos -que aparejan verdaderos derechos para el procesado y el ejecutado-, la opción por penas alternativas entre la prisión y alguna otra no privativa de la libertad, el aumento de los casos de persecución por querella y, finalmente, una notable ampliación del perdón particular y judicial.

IX. PERSECUCIÓN OFICIAL Y PARTICULAR

Lo que llevo dicho sugiere que la construcción y reforma del sistema de persecución penal se atiene a la solución que se prefiera entre dos extremos. Uno deposita la acción en el ofendido -o en quivis de populo-, y otro lo encomienda a un órgano del Estado. Lo primero genera un sistema procesal acusatorio típico. Lo segundo puede construir un régimen inquisitivo, si el perseguidor es el mismo órgano de conocimiento, o un sistema mixto -se sostiene-, si la persecución queda en el Ministerio Público.

La evolución regular del derecho mexicano hubiera llevado a un mayor relieve del ofendido, de no ser por los extravíos y abusos en que incurrió el juez instructor, que en su descrédito exaltó al Ministerio Público, hasta convertirlo en figura central del proceso, y desvaneció a la víctima.

Vale recordar que la figura actual del Ministerio Público mexicano -que ha iniciado un penoso retraimiento- no es el producto de la evolución natural de las instituciones jurídicas, y tampoco de la impaciencia reformista o la moda advenediza. Es el resultado de conflictos en el seno del sistema de justicia, y de la forma en que los señaló la Revolución mexicana y quiso corregirlos la Constitución revolucionaria de 1917. Se trata, pues, de una respuesta política a un problema político, que llegó al Constituyente en el cuaderno de reclamaciones de los revolucionarios. En ese momento la dialéctica favoreció al Ministerio Público y sepultó al juez instructor.

La fórmula final del artículo 21 constitucional dijo que la persecución de los delitos corresponde al Ministerio Público y a la policía judicial, bajo la autoridad y el mando de aquél. No se incurría en tecnicismos procesales que los diputados constituyentes dejaron de lado. Sólo se quería arrebatar la averiguación al juez instructor, sobradamente conocido, y entregarla al Ministerio Público, perfectamente desconocido. Nació, pues, la ilusión del Ministerio Público.

Esta solución política a un problema político enlazó fácilmente con otra idea en boga: la persecución penal compete al Estado, si no se quiere regresar al sistema de venganza, que siempre se desliza en los laberintos psicológicos de la pena. El vínculo entre ambas preocupaciones generó un Ministerio Público sui generis, dotado con potestades muy amplias. El ofendido quedó al garete. Lo recogería el Ministerio Público, marginalmente, como un incómodo y pequeño compañero del camino.

Aquella expresión del artículo 21, que no hablaba de monopolio -aunque lo aparejara-, ni detallaba las características y los alcances de la persecución mencionada, tuvo en la doctrina, en la jurisprudencia y en la ley una sola interpretación dominante, que rigió desde 1917 y concluyó en 1994.

Se postuló que el Ministerio Público es depositario de las tres potestades que integran verdaderamente el monopolio de la acción, a saber: la facultad de investigar los delitos y las responsabilidades penales, la facultad de resolver sobre la pertinencia de la acción penal (bajo principio de legalidad, no de oportunidad), y la facultad de sostener la acción ante los tribunales, desde el acto de incoación hasta la emisión de sentencia definitiva.

X. CONDICIONAMIENTO DE LA ACCIÓN. LA QUERELLA

En la ley y en los hechos se ha buscado y encontrado la forma de acotar las extensas atribuciones del Ministerio Público. Así se hizo en beneficio de la justicia, revestido como beneficio del ofendido. Esto se ha desplegado al través del condicionamiento de la acción. Existen diversos medios para evitar que el Ministerio Público persiga el delito o para detener y concluir la averiguación, el proceso y hasta la ejecución de la sentencia. Sólo en fecha más o menos cercana, este condicionamiento se ha asociado explícitamente a la necesidad y ventaja de desjudicializar la solución de los litigios penales.

La primera oportunidad de condicionamiento radica en la exigencia de querella para la persecución. Esto no se confunde con el tema penal del consentimiento que legitima la conducta del agente y lo releva de imputación delictuosa. El consentimiento penal y la voluntad relevante del ofendido en el campo procesal son diversas expresiones de un solo fenómeno: la prevalencia del interés del individuo sobre el posible interés contrario de la sociedad, y la libertad individual para asumir decisiones cuando están en juego bienes disponibles. El examen de estos temas permite deslindar entre bienes de interés social predominante -cuya incolumidad es apreciada como importante o indispensable para la vida social- y bienes de interés individual preponderante -que el legislador deja a la disposición particular, porque no considera que revistan importancia determinante para la vida colectiva.

En este punto me refiero a la querella como requisito de procedibilidad, no como equivalente de la acción. Es decir, no aludo a la acción en manos de particulares, en los supuestos de delitos privados que algunas legislaciones reconocen. La Constitución mexicana ha establecido las bases para la emisión de la orden judicial de captura. La jurisprudencia entendió que estas bases lo son de la averiguación previa misma: se excluyen la pesquisa y la delación y se acreditan la denuncia y la querella, más la acusación, que es, en este punto, apenas una forma de referirse a la querella.

Existente el condicionamiento que representa la querella, sigue precisar la amplitud que se dará a este régimen, a costa del sistema que en derecho mexicano se denomina de oficio, es decir, de persecución oficial previa denuncia.

Se requiere, en suma, ver cuánto y cuándo conviene que el aparato punitivo proceda por instancia del ofendido, que así se convierte en personaje determinante -no sólo protagonista penal, sino también protagonista procesal-, o bien, cuánto y cuándo conviene que actúe el Estado, en defensa obligada de la sociedad, con lo cual el ofendido deviene personaje marginal o secundario. Sigue siendo protagonista penal, es cierto, pues no puede haber delito sin sujeto pasivo, pero no es ya protagonista procesal, dado que puede haber proceso, y lo hay, sin iniciativa e impulso, del ofendido.

XI. OPORTUNIDAD Y LEGALIDAD

La admisión de la querella en la ley procesal implica una incorporación del principio de oportunidad en la persecución del delito. En virtud de la oportunidad, queda a consideración de cierta persona, órgano, instancia, resolver si es conveniente -en otras palabras, oportuno- llevar adelante la persecución. Aquí hay una valoración política, reservada al juicio de esa instancia o persona. En cambio, la persecución bajo el principio de legalidad, implica que una vez producida -real o aparentemente- determinada conducta delictuosa, el Estado deberá perseguir inexorablemente.

La exigencia de querella significa, en el fondo, que la decisión de política criminal contenida en la norma incriminatoria es imperfecta. Para que se perfeccione es preciso que otra voluntad concurra, ya no con un acto legislativo o jurisdiccional, sino con uno aplicativo o no aplicativo de la legislación. De esta forma, el poder público, representado por el legislador, debe coincidir con el poder privado, encarnado en el ofendido, para que la determinación general de sancionar determinado tipo de conductas -digamos, un abuso de confianza, una calumnia-, tenga continuación y eficacia en el caso particular.

Conforme al principio de legalidad, la consideración sobre oportunidad o conveniencia persecutoria se concentra en el legislador: éste resuelve en la ley misma, sin que su decisión quede sometida a un análisis posterior para verificar la pertinencia de perseguir, en aras de un interés superior o más atendible o apremiante. Esto mismo ocurre cuando una amnistía cancela la persecución, pero en tal caso es nuevamente el legislador quien vuelve sobre sus decisiones generales.

La incorporación de la oportunidad en manos de particulares refuerza la privatización del delito y de la persecución penal. Ya no es cosa pública solamente, por encima de apreciaciones y voluntades particulares. Lo público queda sometido o condicionado.

En otro trabajo he sostenido que cuando la norma hace depender de la voluntad privada la persecución de la conducta ilícita, pero no el contenido de esa persecución, nos encontramos ante una institución jurídica de carácter mixto, a media vía entre el derecho público y el privado. Tal sucede en el supuesto de la persecución por querella de particulares.

Si ocurriese que los victimados en delitos perseguibles por querella -o los individuos legitimados para formular ésta- llegasen a un acuerdo, tácito o expreso, de no querellarse, la consecuencia sería que las normas incriminadoras correspondientes quedarían permanentemente inaplicadas, es decir, la costumbre de no querellarse habría suprimido, en la realidad, el valor de la disposición incriminadora que expresaba el más grave rechazo social de ciertas conductas.

No sobra observar que a través de esta vía, la indiferencia, la incompetencia, la intimidación, el abuso del poder (no me refiero sólo al poder público, sino también a los poderes informales de la sociedad: los más vigorosos, astutos, opulentos), pueden paralizar la acción punitiva del Estado, que es también, vista desde otro ángulo, una acción preventiva y protectora de la sociedad y de sus integrantes.

Por ello, el Estado debe observar con atención el uso que se hace de la querella, con el fin de precisar si la abstención obedece a una decisión informada y libre, o es el resultado de la ignorancia o la presión. De ser así, habría que supeditar el ejercicio o no ejercicio de la querella a la apreciación de una autoridad pública, que pueda resistir, en nombre y beneficio del ofendido, la acción disuasiva del delincuente.

Existe remedio para este género de problemas cuando el ofendido es un incapaz. En efecto, al través de la distinción entre ofendido y legitimado para querellarse, otra persona -generalmente el custodio legal del incapaz- asume la función de presentar la querella. Esto mismo, con las características que correspondan, debiera considerarse para el caso de que la presión indebida frene el ejercicio de la querella por parte de un individuo formalmente capaz, pero materialmente incapaz de comprender o de resistir.

Otra reforma de la ley procesal trajo consigo un nuevo favorecimiento de los derechos del ofendido. Si el Ministerio Público advierte la existencia de un delito perseguible por querella, debe ponerlo en conocimiento del ofendido -esto es, del legitimado para querellarse- con el fin de que, conociendo el derecho que le asiste, pueda hacerlo valer. El proyecto iba más lejos: sostenía el requisito de que el ofendido expresara su decisión. No se advirtió el objetivo tutelar de la propuesta, y por ello se suprimió ese requisito en los casos de injerencia privada, conservándolo sólo cuando se trata de delitos perseguibles mediante un acto de autoridad que condiciona la apertura del procedimiento.

La querella, expediente preventivo del proceso, tiene correspondencia en el perdón, una especie de expediente curativo. Si la querella lo abre, el perdón lo cierra con el efecto definitivo que apareja el sobreseimiento. En este extremo también interesa ponderar la conveniencia de favorecer el perdón, ampliando los supuestos y la oportunidad procesal para que se produzca con eficacia conclusiva del proceso y de la ejecución. En este sentido ha marchado la ley mexicana.

XII. FIGURAS EQUIVALENTES

Hay una figura equivalente a la querella en el ámbito de atribuciones de la autoridad, o de las facultades de otras personas, como son los representantes de gobiernos extranjeros. Esa figura se iguala a la querella porque constituye un acto necesario para emprender la persecución penal, es decir, un requisito de procedibilidad. Se denomina de diversas formas -excitativa, declaratoria, por ejemplo- y está sujeta a un régimen específico que puede introducir elementos diferentes de los que corresponden a una querella.

Es necesario observar que los particulares son jueces de sus intereses disponibles. A ellos concierne, con exclusión de injerencias extrañas, examinar su conveniencia personal, apreciarla libremente y actuar en consecuencia. En otras palabras, a ningún particular se impone la obligación de querellarse, como tampoco se le priva de la facultad de dar marcha atrás a su decisión persecutoria, al través del perdón.

No sucede lo mismo en el caso de las autoridades. Éstas tienen a su cargo determinadas atribuciones, que han de cumplir en bien de la sociedad, no en bien suyo. Por ende, su capacidad de resolver libremente sobre los intereses -públicos- que se les encomiendan, se encuentra apreciablemente restringida. Para asegurar el buen ejercicio de sus atribuciones y prevenir el despacho caprichoso, malicioso o negligente, existen sistemas de impugnación, responsabilidad, control externo (de los poderes Ejecutivo o Legislativo), calificación política, etcétera, además de lo que se denomina el "escrutinio de la opinión pública", propio de una sociedad democrática, que a su vez se traduce en actos con trascendencia jurídica o política.

No es posible suponer -y legislar en consecuencia- que las autoridades facultadas para formular actos equivalentes a la querella, puedan hacerlo con entera libertad, como si se tratase de una decisión sobre asuntos de su absoluta y personal incumbencia. Aquí el ofendido no es el funcionario público, sino la autoridad de la que está investido, la persona pública que encarna o concurre a integrar: la nación, la república, el gobierno, el Estado, la cámara legislativa, los tribunales.

Por ende, la ley mexicana ha resuelto que cuando el Ministerio Público tenga conocimiento de la comisión de un delito que se debe perseguir mediante acto de una autoridad, ha de ponerlo en conocimiento de ésta -es decir, convertirse en una especie de denunciante ante el ofendido de un delito perseguible por querella-, para que dicha autoridad manifieste, en acto formal por escrito, si ejercitará o no su atribución persecutoria. De esta manera quedará expuesta la conducta de la autoridad. Esta se verá en la necesidad de cuidar sus determinaciones y acreditar que han sido consecuentes con el buen despacho de los intereses públicos.

XIII. LA IMPUGNACIÓN DEL MONOPOLIO ACTOR DEL MINISTERIO PÚBLICO

Ya señalé que en México se instaló el monopolio del Ministerio Público sobre el ejercicio de la acción penal. Esto trajo consigo la colocación del ofendido en un claroscuro procesal, agravado por el concepto de que la reparación del daño es una pena pública, según indicaré adelante. En el debate académico se objetó ese monopolio, tenido por inconveniente para los fines de la punición debida, o bien, desde otro ángulo, para reducir la impunidad. En la posición contraria se mantuvo la idea de concentración del jus puniendi en el Estado, con todas sus consecuencias y proyecciones.

En un momento de esta controversia se propuso un falso dilema: monopolio e impunidad, de una parte, y no monopolio y punición debida, por la otra. Este dilema es insostenible y conduce a más reformas legales, en lugar de insistir en las reformas a las instituciones y a la conducta de los funcionarios públicos. No es posible que la desconfianza en los órganos de la justicia se traduzca en la desaparición o la alteración de éstos, en vez de obligar al mejoramiento de los servicios.

Recientemente fue suprimido el monopolio de la acción penal, aunque no se haya manifestado así por los promotores y analistas de la reforma de 1994 -con aciertos y errores- que se dirigió al Poder Judicial y al Ministerio Público. En la iniciativa de reforma constitucional se consultó la posibilidad de impugnar por vía jurisdiccional o administrativa las determinaciones de no ejercitar la acción penal o desistirse de ese ejercicio, que generalmente han tenido, en general, efectos definitivos. En el examen parlamentario del proyecto se suprimió la alternativa: son impugnables esas determinaciones en vía jurisdiccional, esto es, ante una autoridad judicial.

El hecho de que no se haya manifestado claramente que la reforma constitucional suprimió el monopolio del Ministerio Público obedece, probablemente, a la equivocada consideración de que ese monopolio se integra sólo con la exclusividad para llevar a cabo la averiguación previa y sostener la pretensión en el proceso. De esta suerte se olvida que para que exista monopolio es también necesario -como sucedió todo el tiempo, hasta la modificación constitucional de 1994- que sea el Ministerio Público quien resuelva el ejercicio o no ejercicio de la acción.

La nueva norma apareja errores y problemas, en mi concepto. Entre ellos, el error de incluir el desistimiento de la acción penal, ignorando que éste fue suprimido de la legislación federal en 1983. A partir de ahí, se ha extraído de la legislación secundaria. En todo caso, lo que ahora importa observar es que parece haberse modificado la posición procesal del ofendido, ya que probablemente le corresponderá impugnar, como sujeto legitimado para hacerlo, la abstención del Ministerio Público en la persecución penal. Quizás podrá impugnar también la petición de sobreseimiento que aquél formule, y acaso hasta las conclusiones no acusatorias que presente, si se llega a estimar que estos actos son, en esencia, un desistimiento de la acción penal. Esto consumará un relevo parcial, pero de enorme importancia, del Ministerio Público por el juez.

Será interesante ver qué medio se utiliza para la referida impugnación: uno especial, como parece aconsejable, o el juicio de amparo, lo que traería consigo, probablemente, un cambio importante en la técnica del amparo. En efecto, siempre se ha entendido que éste se sustenta en la existencia de un agravio, es decir, el desconocimiento o menoscabo en un derecho individual, que ahora vendría a ser, nada menos, el derecho al castigo del supuesto infractor.

Otra cosa, que no me compete examinar ahora, es la posibilidad -de facto, no de jure- de que el juez que recibe una consignación por mandato de otro juez, estime, sin embargo, que no hay elementos para librar orden de aprehensión o de comparecencia, o para dictar auto de formal prisión o de sujeción a proceso.

Un punto más, que tampoco analizaré aquí, es la posibilidad -también de facto, con evidentes consecuencias de jure- de que el Ministerio Público sostenga con eficacia la acción en el proceso, no obstante considerar que no está integrado el tipo penal o que no existe responsabilidad del inculpado.

XIV. COADYUVANCIA DEL OFENDIDO

La imposibilidad de que el ofendido penetre en el proceso penal, derivada del monopolio al que me he referido y de la consideración del resarcimiento como pena pública, más la imposibilidad de mantenerlo ajeno al proceso, en la situación en que se hallaría un extraño al litigio penal, condujo a establecer ciertas instituciones procesales. Así, el ofendido es un coadyuvante del Ministerio Público, cuando se trata de reclamar el daño al inculpado, sin perjuicio de que sea un verdadero actor cuando lo reclama a un tercero civilmente responsable.

Esta coadyuvancia se aparta de la figura del mismo nombre en el proceso civil. Quien coadyuva no tiene acción principal, y ni siquiera adhesiva. Su función es auxiliar, heterónoma.

Pero también aquí la realidad se ha sublevado y ha conducido a nuevas versiones jurídicas de la coadyuvancia. Éstas, inconsecuentes con el monopolio, abrieron el camino para una más intensa intervención del inculpado en el proceso, aunque nominalmente no sea parte en éste. En efecto, primero se dispuso que el ofendido pudiese presentar al juez directamente, sin la intermediación del Ministerio Público, los elementos probatorios de que dispusiera. Más adelante se resolvió que el ofendido podría allegar al tribunal las pruebas sobre el cuerpo del delito, hoy los elementos que integran el tipo penal, y la probable responsabilidad del inculpado.

Es comprensible que el ofendido posea tan amplia facultad probatoria. La reparación que reclama tiene como fuente un delito y una responsabilidad, que son los títulos jurídicos en los que se sostiene el deber de resarcimiento. No se podría exigir éste si no se acredita su fuente. Sin embargo, al proceder de este modo precisamente ante el tribunal, el ofendido está haciendo lo mismo que hace el Ministerio Público: probando y alegando para que se dicte sentencia condenatoria a cierta pena, que en la especie es la reparación del daño, conforme al derecho mexicano. De este modo, el ofendido se ha convertido, tras un camino sinuoso y discreto, en un cuasiactor penal.

Otra cosa -más consecuente con el viejo monopolio público de la acción persecutoria- sería que el acusador oficial acreditase el delito y la responsabilidad, además de solicitar la aplicación de las penas respectivas, entre ellas la reparación de daños y perjuicios, y el ofendido se concentrara en la prueba sobre el monto del resarcimiento.

La fragilidad de esta posición sólo estriba en que el ofendido no puede iniciar por sí mismo la acción y depende del seguimiento que el Ministerio Público imprima a ésta. No puede instalarse como coadyuvante si no hay acción previamente, o el actor se retira de ella. Empero, esa fragilidad ha decrecido y acaso desaparecido del todo, en cuanto el ofendido ya puede combatir judicialmente los actos del Ministerio Público que impedirían su entrada o permanencia en el proceso, y por lo mismo su aptitud para desarrollar una conducta procesal prácticamente idéntica a la del actor oficial.

XV. EL DERECHO SUSTANTIVO DEL OFENDIDO

Si la legislación niega al ofendido el derecho al castigo, ¿qué derecho le reconoce? En otras palabras, ¿sobre qué base se instala en el cuadrángulo del proceso? No hay duda de que el delito ocasiona con frecuencia un daño privado, además del daño o el peligro sociales. Aquél es el quebranto del derecho privado del ofendido, que debe ser reparado.

El derecho del agraviado se concentra, pues, en el resarcimiento patrimonial, y en ocasiones moral. Sin embargo, la sociedad no lo percibe así, y mucho menos el propio agraviado. Es decir, en el terreno que ahora exploramos existe una versión jurídica estrecha y una versión social, distinta y hasta opuesta, sumamente amplia. Se sostiene en datos psicológicos semejantes -pero no idénticos- a los que sustentan figuras tales como la legítima defensa, el estado de necesidad y el ejercicio de un derecho.

La sociedad percibe que existe un derecho del agraviado al castigo de quien lo lesionó. En su manifestación extrema, recuperadora de las antiguas expresiones de autojusticia, aquél deviene un derecho a castigar: ya no como legítima defensa (que es una oposición canceladora o reductora de la ilicitud), sino como venganza. De la legitimación de la defensa se pasa insensiblemente, por conductos oscuros que no ilumina la crítica, a la legitimación (o admisión indiferente, por lo menos) de la venganza.

Es cierto que la sociedad ve con naturalidad, por encima de tecnicismos, la actuación del ofendido en el proceso. También lo es que con esa misma naturalidad observa -aunque esta posición no se haya generalizado ni oficializado, por así decirlo- que el ofendido haga por sí lo que el Estado no hace para protegerlo y reivindicarlo. A este respecto existe una evidente toma de posición social, confesada o no, que se muestra y glorifica en dramas sobre vengadores personales (autovindicadores) o populares (heterovindicadores, que resultan ser héroes altruistas).

En la historia del proceso penal mexicano ha existido una curiosa evolución del derecho del ofendido, con propósitos tutelares que desembocaron en soluciones diferentes y a menudo ineficaces. Primero se aceptó, como sucede en la mayoría de los regímenes procesales, que el ofendido podía reclamar, a título de actor, la reparación del daño, entendida como una consecuencia civil de un hecho penal. En la legislación de 1929, continuó esta versión de la naturaleza del resarcimiento -civil- y se adoptó la posibilidad de que para tal fin contara el ofendido con una acción principal facultativa, y el Ministerio Público con otra subsidiaria forzosa. Tal fue, proba- blemente, la mejor solución hallada hasta ahora en nuestro derecho.

Por último advino el sistema vigente: la reparación del daño exigible al inculpado es pena pública, y por ello debe ser reclamada por el acusador oficial en el cauce de la acción penal. Así se quería favorecer a la víctima, desvalida o mal valida para actuar con éxito por sí misma. Pero el éxito que no tenía el ofendido tampoco lo ha tenido el Ministerio Público.

En este trance se planteó, como era lógico que ocurriera, la pregunta sobre la suerte que correría la pretensión de resarcimiento, esto es, el interés jurídico del ofendido, cuando no se llevaba adelante la acción penal o sobrevenían una sentencia absolutoria o un sobreseimiento. Se pudo resolver el asunto mediante la elaboración jurisprudencial y doctrinal, pero pareció más conveniente zanjar de una vez por todas el problema -bien conocido en el derecho comparado-, resolviendo que el ofendido acuda a la vía civil cuando no pueda obtener satisfacción por la penal, en virtud de inactividad del Ministerio Público, absolución o sobreseimiento.

Esta conclusión es plausible. Reconoce la subsistencia de un derecho civil donde no existe uno penal, porque advierte que la absolución en este fuero -y su equivalente relativo, hasta ahora, el no ejercicio de la acción- no implica que sea lícita la conducta del agente. Puede operar una excluyente de culpabilidad que determine la absolución, pero no cancele la injusticia (civil) de la conducta típica.

Me ocuparé en el alcance de la obligación reparadora, que es, visto desde otro ángulo, el ámbito del interés tutelado del ofendido, es decir, la dimensión del derecho que le reconoce el Estado, a la luz de una observación sobre el mal que le ocasiona el delito. Es necesario que la satisfacción del interés del ofendido, debidamente acreditado, sea completa. Por eso se alude a la reparación del doble daño posible: el material y el moral, cuantificado en términos económicos, sin perjuicio de otras formas practicables según la naturaleza del bien afectado, como sucede con la publicación de sentencia cuando el delito lastimó el honor -es decir, la fama, el prestigio, el concepto público- del sujeto pasivo.

Cuando se trata de afectaciones materiales, el daño no es el único menoscabo posible en el patrimonio del sujeto. Además del daño existe, con alguna frecuencia, un perjuicio que reparar. Éste consiste, según la noción civilista tradicional, en el "lucro cesante", es decir, el provecho que no se obtuvo del bien quebrantado o perdido. En ocasiones la cuantía del perjuicio supera a la del daño. Por eso, la reforma más relevante de las últimas décadas al derecho penal mexicano -la más trascendente, porque varió de raíz las principales instituciones del orden punitivo, abriendo un camino que recorrerían más tarde otras reformas-, practicada en 1983, introdujo en el Código Penal el concepto de perjuicio al lado de la noción de daño, ambos como referencias para el resarcimiento. Este avance sería entorpecido por la precipitada reforma constitucional de 1993, como adelante señalaré.

XVI. CONVERGENCIA DE INTERESES DEL INFRACTOR Y EL OFENDIDO

Algunas de las más recientes novedades jurídicas para favorecer al ofendido, establecen la convergencia de su interés con el interés del inculpado. En este sentido, podemos llamar figuras de convergencia a los casos en que el ejercicio de un derecho del inculpado se encuentra subordinado o vinculado con la garantía de un interés jurídico del ofendido. Así se alienta la satisfacción de la víctima mediante prohibiciones, limitaciones o condiciones que pesan sobre derechos del procesado o del condenado.

Aquí fue necesaria la formulación de requisitos más razonables y practicables, con el fin de no impedir el acceso del reo a beneficios recomendables por una política criminal avanzada, como son la libertad provisional, antídoto de la cárcel preventiva, y las medidas en libertad y la prelibertad, antídoto de la prisión punitiva.

En este orden de cosas, el otorgamiento de la libertad provisional con garantía patrimonial se vinculó a la existencia de una caución que asegure el resarcimiento del daño y, más recientemente, del perjuicio. Así se hizo, con creciente -y hasta excesiva- amplitud en las normas sobre libertad caucional contenidas en la fracción I del artículo 20 de la Constitución mexicana. Por ello se ha dicho que esta norma no sólo consagra una garantía del inculpado, sino también una del ofendido. La observación, que algunos elevaron para impugnar ese precepto -porque iba más allá de su propósito, se dijo, y sujetó la libertad de uno a la seguridad del otro-, contribuye más bien a destacar el acierto de la ley suprema, que fija una garantía de doble vertiente.

La reforma constitucional de 1993 redujo la satisfacción patrimonial del ofendido, y con ello retrajo un avance histórico, porque ignoró el perjuicio, a cambio de incorporar la caución para garantizar el pago de la multa. Esto implica que se protege mejor al fisco que al ofendido, pese a que ha sido éste, no aquél, quien experimentó un deterioro patrimonial inmediato y directo.

La regresiva reforma constitucional informó normas secundarias que reducen la protección al interés patrimonial del ofendido en el supuesto de la libertad caucional. Se ha querido justificar esto aduciendo que la presunción de inocencia que favorece al inculpado excluye la imposición de condiciones mayores para que éste obtenga la libertad provisional. No pretendo entrar ahora en el examen de la prisión preventiva, una antigua institución cargada de injusticias y paradojas. Sin embargo, no puedo ignorar que aquel argumento no sólo justificaría la reducción de garantías favorables al ofendido, en aras del interés preponderante del inculpado, sino justificaría la supresión absoluta de cualquier caución asociada a la reparación de daños.

En las otras formas de libertad provisional que recoge el derecho mexicano se ignora el interés del ofendido. Tales son los casos de la libertad bajo protesta y de la libertad sin garantía -creación deplorable, esta última, de la apresurada reforma legal de 1993, secuela secundaria de la reforma constitucional, aunque muchas de las modificaciones y adiciones a los códigos procesales nada tuvieron que ver con los temas abordados por aquélla.

La tutela al ofendido se vio reducida en la medida en que se abrió el ámbito de aplicación de la libertad bajo protesta y se creó una posible liberación sin garantía alguna, a costa de la aplicabilidad de la libertad caucional. El reformador, preocupado -con razón- por la suerte del inculpado, no ha tomado en cuenta la suerte del ofendido, que no debió desdeñar.

También hay figuras de convergencia de intereses en el momento de la sentencia y en la etapa de ejecución de la condena. Aquél es el caso de los sustitutivos de la pena privativa de libertad, con que innovó la reforma penal de 1983 -antes lo había hecho el código veracruzano de 1980- porque la sustitución sólo opera cuando se garantiza la reparación de daños y perjuicios. Otro tanto ocurre en la institución sustitutiva por excelencia, la condena condicional o suspensión condicional de la ejecución de la condena. En la fase ejecutiva, se condiciona igualmente el otorgamiento de la libertad preparatoria y de la remisión de la pena.

En este punto hay que tomar en cuenta el compromiso que significó la primera reforma penal amplia al código de 1931, realizada en 1971. Se necesitaba favorecer la libertad del sentenciado al través de la condena condicional y la libertad preparatoria, y también era necesario que en esas mismas circunstancias se procurase asegurar la satisfacción jurídica del ofendido. Se obtenía esto, pero no aquello -en un medio donde son numerosos los reos insolventes-, cuando se exigía del solicitante de libertad la Constitución de una garantía patrimonial en el estricto sentido de la palabra.

Para acercar los intereses que nuevamente entraban en conflicto, se dispuso que el aspirante a liberado garantizara razonablemente que resarciría los daños causados al ofendido. Esto permitió vincular la garantía honoraria a una posible afectación de cierta parte de los productos del trabajo, por ejemplo.

Por otro lado, se sostuvo la idea de que el respeto de los intereses legítimos del ofendido es un dato que expresa la readaptación social, concepto que, a su vez, determina la libertad preparatoria y la remisión de la pena. Se trata, obviamente, de puntos discutibles, pero en todos los casos esas normas y esos criterios obedecieron a la idea de mejorar la suerte del ofendido.

XVII. LOS DERECHOS DEL OFENDIDO EN LA CONSTITUCIÓN

Veamos ahora las estipulaciones derivadas de la reforma constitucional de 1993, hecha con gran premura y escaso análisis, que trajo consigo avances y desaciertos. Para esto, obsérvese que en la evolución de los derechos del inculpado, que han merecido el mayor interés en la legislación mexicana -como en otras, por tratarse del personaje penal y procesal más desvalido-, existen dos planos de consideración: primero, los derechos estatuidos en la Constitución, que configuran el núcleo irreductible de las facultades del individuo, cuya formulación general data de 1917, con escasas reformas hasta 1993; y segundo, los derechos recogidos en la legislación secundaria, que aumentaron apreciablemente en los recientes lustros, y ciertamente mejoraron la situación del inculpado. Ciertos derechos introducidos primero en la ley secundaria se han convertido -principalmente en la reforma de 1993- en garantías constitucionales.

Las numerosas modificaciones que ha sufrido la Constitución -sobre todo en este orden de cosas-, derivan de un prurito reformista debido a la escasa creatividad de la jurisprudencia, que debió ser más influyente y dinámica, y a las resistencias, a veces deplorables, que las novedades inscritas en la ley secundaria despertaron en algunos juzgadores. Por supuesto otros factores actuaron también en la génesis de las reformas.

Las mejoras en la situación jurídica del inculpado por obra de la ley secundaria, no de la Constitución misma, se sustentaron en el indiscutible principio -que algunos, sin embargo, discutieron-, de que la declaración constitucional de derechos sólo contiene el catálogo mínimo de las garantías del individuo, pero de ningún modo el catálogo máximo. Por ende, las leyes subordinadas a la Constitución pueden ampliar los derechos del inculpado, sin necesidad de que previamente se reforme la Constitución para reconocer nuevas garantías.

Lo que aconteció en el caso del inculpado ha ocurrido también en el del ofendido. Hasta antes de 1993, la posición jurídica de éste avanzó en la legislación secundaria. En la norma constitucional se protegió al ofendido al través de las disposiciones sobre garantía patrimonial de la libertad provisional, que establecieron la garantía de doble vertiente a la que antes me referí. En 1993 se abrió paso la idea de establecer en la ley suprema misma un número de derechos del ofendido. Algunos de éstos implican prestaciones inmediatas del Estado. Otros aparejan la creación de condiciones que permitan, a la postre, la satisfacción de esos derechos.

En el primer párrafo del artículo 20 se manifestaba que ese precepto contenía las garantías del acusado en el juicio del orden criminal. El texto suscitaba reparos desde el ángulo de la técnica procesal, y desde la perspectiva de la evolución de las voces penales. En efecto, ese precepto postula derechos subjetivos que es posible reclamar -por su propia naturaleza- desde que el inculpado se halla a disposición del juzgador. Por ende, reconoce facultades que no corresponden solamente al acusado, si se aplica esta designación al individuo sujeto a proceso -como suele manifestarlo la doctrina mexicana- desde el momento en que el Ministerio Público formula conclusiones acusatorias.

Por otra parte, la expresión juicios del orden "criminal" es anticuada en el uso mexicano, que abandonó este calificativo -traído del derecho francés- para referirse a juicios del orden penal. Finalmente, el "juicio" es solamente una parte del proceso, o bien, es sinónimo de sentencia, o lo es de reflexión o raciocinio del juzgador para tomar sus determinaciones. De ahí que la palabra "proceso" exprese mejor lo que la Constitución quiere decir. Sin embargo, ni la legislación, ni la jurisprudencia, ni la doctrina mexicanas se "ahogaron en un vaso de agua": siempre quedó bien establecido lo que se debía entender por acusado y por juicios de orden criminal.

Sería pueril revisar todo el texto constitucional para ajustar sus voces a las denominaciones, matices, referencias, convenciones que hoy estimamos adecuadas, o que parecen serlo a la luz de ciertas corrientes de pensamiento. Poner al día la Constitución, en lo que respecta a este género de cuestiones, es la misión natural de la interpretación jurisdiccional. Pudimos ahorrarnos una reforma constitucional.

Hoy día, el primer párrafo del artículo 20 señala que "en todo proceso del orden penal, tendrá el inculpado las siguientes garantías: [...]". En consecuencia, el propio precepto anuncia su contenido. Empero, luego abarca otros dos asuntos. Primero se refiere a las garantías o derechos del individuo sujeto a averiguación previa, que es un inculpado en sentido amplio, aunque no se halla sometido, todavía, a un proceso del orden penal. Sin embargo, parece natural que el mismo precepto que alude al procesado recoja las garantías del indiciado, sobre todo si lo hace, como ocurre, mediante una remisión a diversas fracciones del mismo artículo. En el último párrafo, el artículo 20 habla de los derechos del ofendido. Éste es ya un personaje diferente del inculpado, e incluso antagónico. No obstante, quizás hubiera sido excesivo agregar un artículo 20-bis a la ley suprema.

Las garantías o derechos que la Constitución reconoce al ofendido son garantías mínimas, como en el supuesto del inculpado -y en todos los supuestos de tutela jurídica de particulares-, que la ley secundaria puede extender indefinidamente. Vale decirlo, para salir al paso de discusiones desconcertantes como las que se plantearon cada vez que el legislador secundario añadió derechos a los previstos por la Constitución, como sucedió en los casos de libertad provisional, defensa y auto de formal prisión, entre otros.

Sería absurdo pretender que nuevas mejoras en la situación del ofendido requerirían, en lo sucesivo, de una reforma constitucional. Tal vez por ello el Poder revisor de la Constitución creyó adecuado decir al cabo del artículo 20, una vez enumerados los derechos específicos que la ley suprema reconoce al ofendido, que éste tendrá también "los demás que señalen las leyes". Ahora bien, es obvio que el ofendido puede tener otros derechos, y que éstos serán estipulados en leyes. Sería curioso que el artículo 20 dijera, a propósito del inculpado, lo que dice acerca del ofendido, esto es, que aquél también tendrá los demás derechos que las leyes le atribuyan.

Señalé que entre los derechos del ofendido los hay que son exigibles al Estado en forma inmediata y directa, en tanto que otros implican una contrapartida diferente. Esto lleva a replantear el sentido de los preceptos constitucionales: algunos como normas jurídicas en el más riguroso e inmediato sentido de la palabra, creadoras de derechos oponibles a obligados concretos, que a su turno tienen deberes precisos, directos, frente al derechohabiente; otros, como disposiciones programáticas que señalan grandes objetivos generales u obligan a establecer determinadas condiciones y medios en bien de los sujetos cuyos derechos proclama la norma. 1. Asesoría jurídica

La primera garantía en favor del ofendido, fincada por la reforma de 1993, es el "derecho a recibir asesoría jurídica". Adviértase que el sistema de asistencia ante los tribunales se ha dividido, tradicionalmente, en dos direcciones. Por una parte se alude a la defensoría gratuita y forzosa -a falta de defensor particular- del inculpado, y por la otra se hace referencia a defensorías tutelares, generalmente gratuitas, pero no obligatorias, en favor de integrantes de determinados sectores o clases -así, obreros, ejidatarios, comuneros-, o de personas desvalidas, como es el caso de la defensoría de oficio para asuntos civiles y familiares.

En este último marco pudo alojarse la asistencia jurídica para ofendidos, de ser el caso, a título de acreedores a determinada prestación económica de naturaleza civil, con fuente en el hecho ilícito, cuando esa prestación fuera reclamable a un tercero civilmente responsable.

En hipótesis, la referida asesoría jurídica puede ser brindada por órganos directos o descentralizados del Estado, o por particulares, a condición de que los servicios que éstos aporten tengan las mismas características de suficiencia, competencia, oportunidad y gratuidad que mencionaré adelante. De nueva cuenta se echa de menos la colegiación obligatoria, que sería un canal idóneo para asegurar, al menos en parte, un régimen adecuado de asistencia jurídica.

La reforma quiso mejorar la posición del ofendido, o en todo caso destacarla, y por ello recogió el derecho a la asesoría jurídica dentro del propio texto constitucional. Pero si se desea suministrar al ofendido una asistencia equiparable a la que se da a otros sujetos, no basta con aludir a la asesoría, que es consejo, orientación, absolución de consultas. Es menester hablar de asistencia jurídica o defensa, representación en juicio, verdadero compromiso funcional del Estado con las víctimas de los delitos. Así el apoyo brindado por el poder público -que no ha tenido éxito en la prevención del delito y en la protección de un ciudadano frente al embate delictuoso- deviene suficiente, y no parcial o limitado, para alcanzar por la vía jurisdiccional la satisfacción de una lesión jurídica que no se pudo impedir por la vía preventiva. En este sentido, debiera marchar la legislación secundaria como soporte de la actividad que emprenda luego el poder público.

En mi concepto, es deseable que el apoyo que brinde el Estado al ofendido no sea inferior -no tendría por qué serlo, e incluso pudiera estimarse justa y razonable una solución contraria- al que brinda al inculpado. Desde luego, no pretendo que se imponga esta asesoría al ofendido, como se hace en el caso del inculpado.

Ahora bien, se ha establecido en favor del inculpado el principio de la "defensa adecuada" (fracción IX del artículo 20 constitucional), que es una defensa competente, al través de la actividad profesional efectivamente encauzada, según sus características, a la salvaguarda de los intereses jurídicos del reo. Lo mismo se puede requerir de la asistencia jurídica al ofendido: que sea un trabajo competente, a cargo de personas preparadas e integrado por actos idóneos para el fin propuesto.

Es importante que la asistencia jurídica se proporcione al ofendido desde el momento en que convenga al buen patrocinio de sus intereses. Esto significa oportunidad en el disfrute efectivo del derecho que la Constitución estatuye. El inculpado puede disponer de defensor desde el inicio de la averiguación, si se trata de indiciado, y desde el inicio del proceso, si se trata de procesado. El ofendido requiere idéntico apoyo. En efecto, sus intereses, lesionados por el delito, quedan pendientes de la conducta de las autoridades desde el momento en el que éstas tienen conocimiento del delito. Es entonces cuando resulta necesario adoptar medidas precautorias, entre otras, para asegurar los derechos de la víctima.

Por otra parte, si la asistencia es gratuita para el inculpado, debiera serlo también para el ofendido, y abarcar todas las instancias del proceso -y todas las variedades de juicio- en que pueda intervenir la víctima en demanda de satisfacción jurídica. En este punto conviene traer a cuentas, una vez más, la conveniencia de que el Estado articule todos sus trabajos destinados a la asistencia, orientación y representación jurídica de los ciudadanos, dentro de un amplio servicio de "seguridad social jurídica", semejante a la que se provee a los asegurados en sistemas médicos, crediticios, jubilatorios, etcétera. 2. Reparación del daño

Otra garantía constitucional del ofendido por el delito es el "derecho [...] (que éste tiene) a que se le satisfaga la reparación del daño cuando proceda". Ya señalé que ha olvidado la Constitución -reformada de prisa, sin reflexión suficiente- el resarcimiento del perjuicio. Como se trata de la facultad de un particular que afecta a otro particular, no es ocioso preguntar si el inculpado podría negarse a la reparación del perjuicio, aunque la legislación secundaria la dispone, por cuanto la Constitución sólo instituye una reparación de daño.

Se dirá, como antes señalé, que la ley secundaria puede ampliar los derechos del ofendido, porque la carta constitucional contiene el mínimo irreductible, no el máximo posible. Pero a esto se podría responder que así ocurre cuando el espacio para la ampliación está disponible, en tanto no se invaden derechos de tercero. No es lo que sucede en el presente caso, porque la satisfacción del ofendido, consistente en el resarcimiento de perjuicios, afecta el interés patrimonial del inculpado. Éste se atiene, en lo que le perjudica y en lo que le beneficia, a los términos precisos de la ley suprema.

Inclusive, el inculpado puede advertir que la Constitución ha suprimido la reparación de los perjuicios, en cuanto la reforma de 1993 a la fracción I del artículo 20 desvinculó la idea de perjuicio, no así la de daño, de la garantía patrimonial que otorga quien disfruta de libertad provisional. En su descargo, el inculpado dirá que esta supresión en la fracción citada, más una omisión del mismo carácter en el párrafo final del artículo 20, no pudieron deberse sólo a un descuido, aunque el cuidado no haya sido una de las virtudes de la reforma constitucional de 1993.

No nos hallamos aquí ante un derecho del particular a cierta abstención o prestación concreta por parte del Estado. No es éste quien va a satisfacer el daño causado, salvo en el supuesto de que el Estado deba reparar el daño causado por alguno de sus servidores. En tal virtud, el deber del Estado es crear un régimen jurídico para el resarcimiento del daño causado por el delito.

No es afortunado el giro que utiliza el artículo 20 cuando dice que el ofendido tendrá derecho a la reparación del daño "cuando proceda". Todos los derechos se actualizan cuando se perfeccionan las condiciones de las que dependen su goce y su ejercicio. Por ende, es ocioso el señalamiento del artículo 20. De lo contrario, habría que entrar en una pintoresca serie de precisiones, como decir que los ciudadanos tienen derecho a manifestar sus ideas cuando tengan ideas que manifestar, o que lo tienen a votar cuando haya elecciones en las que puedan hacerlo, o que pueden recurrir en amparo los actos de autoridad cuando haya actos de autoridad que los agravien, y así sucesivamente. 3. Coadyuvancia con el Ministerio Público

El ofendido tiene también "derecho [...] a coadyuvar con el Ministerio Público". La fórmula constitucional es insuficiente por partida triple: porque no indica en qué consiste, cuándo se presenta y a qué finalidad sirve esa coadyuvancia. Hasta hoy se ha entendido -ya me referí a este asunto- que la coadyuvancia es la actividad que despliega el ofendido durante el proceso, conducente a aportar al juzgador, directamente o por conducto del Ministerio Público, elementos destinados a acreditar su derecho a reparación de daños y perjuicios.

Si se quiere -como parece conveniente- ampliar el ámbito de la coadyuvancia, es posible entender que ésta puede anticiparse al proceso y formalizarse durante la averiguación previa. De tal suerte se recogerían, bajo el concepto de coadyuvancia, los actos del ofendido que ya figuran, dispersos, en los ordenamientos procesales. Es claro que difícilmente podría instalarse como coadyuvancia con el Ministerio Público cualquier facultad que tenga o pudiera tener el ofendido para impugnar, ante otras autoridades, los actos o las omisiones del propio Ministerio Público. 4. Atención médica

Finalmente, el texto agregado en 1993 al artículo 20 constitucional reconoce al ofendido el "derecho [...] a que se le preste atención médica de urgencia cuando la requiera". En este punto, cabe observar que el derecho a la atención médica es apenas una expresión particular del más amplio derecho a la protección de la salud, que establece el cuarto párrafo del artículo 4 constitucional. El mismo derecho tiene, por idéntico título, el agente del delito.

Por otra parte, no es posible restringir esta prestación a la atención médica "de urgencia". El derecho a la salud va más allá. Abarca tanto la atención médica de urgencia o emergencia, como la atención del mismo carácter que necesite el paciente una vez que la urgencia ha pasado. En la especie, el Estado resulta obligado directamente a brindar la multicitada atención en los centros de salud de que disponga.

Cuando se alude a la atención que "requiera" el sujeto, esa voz puede referirse a "requerir" en el sentido de necesitar, en virtud de la alteración de la salud que padece el sujeto, o a "requerir" como solicitud, petición o demanda que formule el paciente. Es debido entender que cuando el paciente no solicite atención médica, por no estar en condiciones de hacerlo, pero objetivamente la necesite, el Estado deberá suministrársela.

XVIII. EL OFENDIDO COMO TEMA EN EL PROCEDIMIENTO

La persona y las características o circunstancias del inculpado han sido siempre un tema del procedimiento, desde que éste comienza. En su hora, se transforman en tema del proceso, por cuanto interesan para fines vinculados con la incriminación -en relación con el tipo o con la responsabilidad-, y en tanto importan para el más complejo y delicado ejercicio que la ley encomienda a la jurisdicción penal: la individualización de las sanciones.

Luego esa persona devendrá tema único de la ejecución penal, si ésta se halla presidida por la idea de readaptación, que apareja consideraciones de personalidad mucho más finas y constantes que cuando la pena sólo se somete a las nociones del castigo o el ejemplo aleccionador.

Algo semejante sucede con el ofendido. Dentro de ciertos límites, también es tema en el procedimiento, en la medida en que se le debe conocer y valorar para diversos propósitos. Puesto en otras palabras, el ofendido no es apenas un proveedor de la notitia criminis y de la voluntad de proceder, en los delitos perseguibles a instancia de particulares, y un medio y objeto de la prueba en esos mismos casos y en todos los demás, sino también entra a la escena del enjuiciamiento bajo otros títulos relevantes.

Determinadas características o circunstancias del ofendido, que atañen a su persona, a su situación social, a su conducta in genere o a su comportamiento en el momento del delito, pueden ser determinantes en el marco del tipo legal. Así se mira, por ejemplo, cuando se habla de mujer encinta para efectos del aborto punible, o de provocador o provocado en la modalidad de riña vinculada a los delitos de lesiones y homicidio, o cuando se acredita que el ofendido estaba inerme y desvalido, o por el contrario, bien armado y prevenido, a propósito de las calificativas de alevosía y ventaja, etcétera.

Estos datos pueden tener determinado contenido ético o sentimental, revestir cierta coloración que se conecta con el valor de la conducta. En efecto, no es lo mismo ser provocador armado que provocado inerme.

Todo esto es diferente de la mera alusión inerte e incolora al sujeto pasivo para referir calidades de género o de profesión, como sucede cuando el tipo requiere que el ofendido sea mujer, o servidor público, o custodio de valores. Aquí se trata de sexo o actividad profesional, pero no existe, en esa misma circunstancia, alguna resonancia moral. La tiene, en cambio, el hecho del parentesco: define el tipo invocable (el antiguo parricidio o el infanticidio, hoy abarcados bajo un solo título delictuoso, calificado en función de la relación de parentesco), eleva la pena e inevitablemente influye en el juzgador, como factor para una decisión punitiva más severa dentro de los límites, de suyo agravados, previstos por la ley.

En el procedimiento también se apreciará al ofendido como acreedor potencial a una satisfacción económica. Para ello se revisará su vínculo jurídico con el agente y con los bienes afectados. De este asunto ya me ocupé con amplitud.

Por último, el ofendido será punto de referencia para otros propósitos, incluso la ponderación de la gravedad del delito y la definición de la pena individualizada. En este último caso es importante el estudio de la personalidad del ofendido, o al menos, el conocimiento de los puntos más importantes de esa personalidad -y de sus proyecciones o exteriorizaciones útiles para entender y comprender el suceso criminal-, que pudieran influir en la apreciación conducente a la individualización de las sanciones.

Esto puede recogerse tanto en las conclusiones del Ministerio Público, que no debieran soslayar la individualización penal, como, por supuesto, en la sentencia definitiva. También puede examinarse el punto en las conclusiones del inculpado, si la defensa lo juzga pertinente para el interés de éste, y en los alegatos del ofendido, así se trate solamente, en tal caso, de acreditar la fuente y las características del daño.

Sergio GARCÍA RAMÍREZ

Notas:
1 Conferencia en el 50o. Curso Internacional de Criminología, sobre "Justicia y atención a víctimas del delito", México, 6 de abril de 1955.