REFLEXIONES ACERCA DEL PROCESO DE FORMACIÓN DE UN ESTADO NACIONAL EN MÉXICO

SUMARIO: | I. El Estado-nación: la doctrina jurídica. | II. Caracterización del Estado-nación en el primer México independiente. | III. Elementos articuladores de un Estado nacional en México. | IV. La cuestión de la soberanía. | V. Los centros de poder y las tendencias centrífugas. |
VI. La desmovilización política. |


I. EL ESTADO-NACIÓN: LA DOCTRINA JURÍDICA

Antes de entrar en materia parece obligada una declaración de principios, y es que el examen del proceso de constitución de un Estado nacional, en cualquier parte del mundo de que se trate, no puede ser abordado desde una perspectiva exclusivamente jurídica.

Acerca de la relativización del texto constitucional como motor de los cambios políticos escribe Martínez Báez: "la lectura de los textos de las sucesivas Constituciones formales no puede ser suficiente para el conocimiento de nuestra historia política, la cual ha seguido un curso menos accidentado del que supondría el frecuente cambio de textos fundamentales" (Martínez Báez, Antonio, "El derecho constitucional", en Obras, vol. I, México, UNAM, 1994, pp. 41-57, p. 41).

Nos hallamos ante una cuestión compleja, que no admite soluciones reduccionistas.

El derecho político y el derecho constitucional tienen mucho qué decir a este respecto, pero no tienen la última palabra: en efecto, en palabras de Rubén Ontiveros, cualquier Constitución no es sino "la cristalización normativa -en forma de pacto o de compromiso- de un largo debate ideológico previo",

Ontiveros Rentería, Rubén, "Comentarios a las ideas jurídico-políticas del nacimiento del Estado mexicano", Jus, Durango, núm. 6, septiembre-octubre, 1992, pp. 15-20 (p. 19).

por lo que el estudio de las ideas políticas no puede ser marginado en ninguna investigación que pretenda comportar un mínimo de seriedad. Además, en último término, el análisis de la formación del Estado mexicano no puede extenderse sólo a las realizaciones de las clases gobernantes: ha de atender también a los gobernados; o, si se quiere, a los ingobernados.

No obstante, hechas estas advertencias previas, es preciso que, con la humildad de quien sabe que no posee la piedra filosofal, nos asomemos a la experiencia de la historia para contemplar -a grandes rasgos- cómo se puso en marcha este proyecto, inmediatamente después de que México alcanzara su independencia política.

Tal vez convenga, antes de emprender ese recorrido histórico, que tratemos de ponernos de acuerdo en algo fundamental: qué entendemos por Estado y qué configura un Estado nacional, y cuáles de esas características encontramos reproducidas en las primeras etapas de la independencia de México.

Entendido el Estado como "un proceso de diferenciación entre gobernantes y gobernados", explicación favorita del maestro Mario de la Cueva, quien, a su vez, la tomó de León Duguit,

Cfr. Cueva, Mario de la, La idea del Estado, México, UNAM, 1980, pp. 170 y 411. La superación del dualismo gobernantes-pueblo por una correlación entre las necesidades y derechos respectivos ha representado una constante entre los tratadistas políticos de los dos últimos siglos, particularmente después de las aportaciones de Bentham y de Austin: "y la única fórmula que hasta ahora ha conferido viabilidad a este objetivo es la del concepto de soberanía en el cuerpo político de una personalidad estatal que no sea ni un Estado ejecutivo físico ni una comunidad política física, sino el usuario de la noción de poder incorporado en una forma apropiada a cada caso: monarquía parlamentaria, Constitución, estatuto territorial o incluso [...] el pueblo o el Estado soberanos vagamente concebidos" (Hinsley, F. H., El concepto de soberanía, Barcelona, Labor, 1972, pp. 135-136).

surge en seguida la necesidad de proponer una explicación del hecho y de responder a la pregunta sobre la justificación del poder fáctico poseído por los gobernantes; porque nadie -ni siquiera el Estado-, por sí mismo, posee una potestad jurídica sobre los hombres, capaz de imponerse como estructura de mando sobre una comunidad y de implantar mecanismos coercitivos.

Cfr. Hinsley, F. H., El concepto de soberanía, pp. 21 y 199.

Weber indagó sobre la naturaleza del vínculo entre poder y legitimidad en el Estado moderno, y concluyó que aquél -al que caracterizaba por una "racionalidad" pura, desprovista de cualquier compromiso con valores determinados- recibía acatamiento por la creencia en la legalidad jurídica, de manera que el derecho era legitimans del poder en virtud de su carácter legal-racional; y de esa formalidad y racionalidad extraía la fuerza legitimadora, en cuanto que posibilitaban la deducibilidad interna de normas a partir de otras normas.

Cfr. Palombella, Gianluigi, "Legittimità, legge e Costituzione", Sociologia del Diritto, año XX, núm. 2, 1993, pp. 123-170 (pp. 123-128).

Tratadistas posteriores han rectificado parcialmente esa identificación entre legitimidad y legalidad puramente formal, y apuntado como criterio de legitimidad el liberal, que antepone los derechos fundamentales al arbitrio del poder. Así, Jürgen Habermas ha revisado los fundamentos de la legitimidad técnico-jurídica weberiana, y ha reivindicado para el Estado una legitimidad sustentada, sí, en la racionalidad del derecho; pero una racionalidad práctico-moral distinta de la autárquica, propia del derecho positivo, a que se refería Weber, e investida de la nota de "imparcialidad" en su fundación, su producción y su aplicación. La solución propuesta por Habermas implica, pues, la institucionalización de procedimientos jurídicos que se mantengan permeables a los discursos morales y se basen en un respeto racional al valor, referido a la abstracta adecuación normativa.

Cfr. Idem, pp. 124-125, 128-130, 132 y 162.

Puede concluirse de lo anterior que el carácter jurídico que confiere legitimidad a la autoridad suprema del Estado sobre los ciudadanos es la protección de sus derechos y la garantía de sus libertades individuales: la voluntad de los gobernantes adquiere valor sólo en la medida en que se ajusta a la regla de derecho y tiende a la solidaridad social,

Cfr. Martínez Báez, Antonio, "Ensayo sobre el gobierno constitucional", Obras, vol. I, pp. 3-14 (pp. 4-5).

y el ordenamiento legal sólo se autentica como herramienta para la realización de los fines que el texto constitucional enuncia como valores. "De esta forma queda establecida una íntima conexión entre ordenamiento y valores, con lo que ello supone de reconocimiento de la dimensión axiológica del derecho".

Fernández Segado, Francisco, "La teoría jurídica de los derechos fundamentales en la doctrina constitucional", Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 39, septiembre-diciembre 1993, pp. 195-247 (p. 199).

Por tanto, "la única justificación del Estado, quiere decir, del poder de hecho de los gobernantes, es su subordinación al derecho surgido, a su vez, del hecho de la solidaridad":

Cueva, Mario de la, op. cit., nota 3, p. 165. Ese acatamiento del orden jurídico por el Estado ha sido recalcado por Adolf Merkl en su Teoría general del derecho administrativo, en la que sobresale el concepto de "principio de juridicidad", que contradice la posibilidad teórica de una administración que exista y actúe al margen del derecho. "Esa separación de administración y derecho -comenta Rubio Llorente- es para Merkl un imposible lógico porque no cabe identificar como acción del Estado una actuación humana cualquiera si no existe un precepto que así lo establezca, sin una `regla de atribución'": Rubio Llorente, Francisco, "El principio de legalidad", Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 39, septiembre-diciembre 1993, pp. 9-42 (pp. 12-13).

de modo que nadie "puede atribuirse la titularidad del poder ni ejercer más atribuciones de las que le ha concedido el pueblo", fundamento único del orden jurídico. El Estado no debe ser más que la "suma de las jurisdicciones creadas por el pueblo o nación para la efectividad" de ese orden

Cueva, Mario de la, op. cit., nota 3, p. 133.

y para promover la integración del país a través del ejercicio de sus funciones de coacción social.

Cfr. Kaplan, Marcos, "El nacionalismo en América Latina: vicisitudes y perspectivas (1810-1980)", en VV. AA., El nacionalismo en América Latina, México, UNAM, 1984, pp. 33-73 (p. 38).

En consecuencia, afirma De la Cueva, "el Estado no puede ser un ente que exista en sí y para sí", porque -como sostuvo Goldschmidt-

Cfr. Goldschmidt, W., Introducción filosófica al derecho, Buenos Aires, Depalma, 1983, p. 543.

no posee más que una realidad accidental, ordenada como fin al bien de las personas individuales, que sí constituyen realidades en sí mismas. Esta noción del "Estado en sí", de inequívoca matriz hegeliana y que se equipara al "hombre en sí", apenas si resiste una serena reflexión por tratarse de una abstracción, "una sombra pálida de contornos imprecisos",

Cueva, Mario de la, op. cit., nota 3, p. 124.

y se contrapone al concepto liberal del Estado que le niega una personalidad y una entidad distintas a las de los individuos, que fueron quienes -al agruparse- dieron origen a la sociedad política: "de aquí la consideración de que la realidad en el Estado es el individuo".

Martínez Báez, Antonio, "El liberalismo como doctrina política", Obras, vol. I, pp. 15-21 (pp. 16-17).

Se entiende así el aprecio del maestro Mario de la Cueva por la obra de Hermann Heller, quien supo combatir con éxito el excesivo formalismo de la Escuela de Viena y cuestionó su teoría general del Estado, una disciplina ahistórica, incapaz de captar la mutabilidad de las instituciones y desconocedora de la continuidad del derecho con la política y la moral.

Cfr. Cueva, Mario de la, op. cit., nota 3, p. 412. Cfr. Palombella, Gianluigi, "Legittimità, legge e Costituzione", pp. 134-135.

En coherencia con esos planteamientos, De la Cueva sostiene que las comunidades humanas -caso del Estado- se configuran por seres vivos que actúan dentro de una organización, lo cual no significa que ese hecho real pueda "apostasiarse en un organismo".

Cueva, Mario de la, op. cit., nota 3, p. 130.

Existe, pues, el Estado, pero no como realidad sustantiva, sino como creación de la sociedad que, al transferirle poderes y atribuciones, busca su propio beneficio y trata de asegurar sus libertades.

Esa concepción del Estado al servicio de los ciudadanos y subordinado a los intereses solidarios parece chocar con su condición de titular de la soberanía, en cuanto ésta supone -en la tradición que arranca de Bodin- "una autoridad política final y absoluta dentro de la comunidad política", "el poder absoluto y perpetuo de una república", aunque limitado -de modo un tanto contradictorio con ese pretendido carácter absoluto- por el imperio del derecho natural y sobrenatural y por el derecho fundamental o consuetudinario de la comunidad política y el derecho de propiedad de sus ciudadanos.

Cfr. Hinsley, F. H., op. cit., nota 3, pp. 29 y 106-107.

Nos hallamos ante un dilema parecido al planteado por Rousseau, y analizado agudamente por Hannah Arendt, cuando se enfrentan al esfuerzo llevado a cabo por los diseñadores del Estado nacional para encontrar una forma de gobierno que coloque a la ley por encima de los hombres. ¿Qué razones puede invocar la norma constitucional del Estado, norma jurídica superior, de la que derivan en último término todas las leyes, para exigir una acatamiento incontrovertido?: porque, como observó Sièyes, los que se reúnen para constituir un nuevo gobierno actúan inconstitucionalmente. Los tratadistas políticos ilustrados, formados en las enseñanzas del derecho natural, los mismos que proponían emancipar la esfera secular de la influencia de las Iglesias, consideraron imprescindible la búsqueda de un absoluto, de una sanción trascendente de carácter religioso, un mundo futuro de recompensas y castigos. "No fue, ciertamente, ningún fervor religioso, sino un temor estrictamente político, suscitado por el enorme riesgo implícito en la esfera secular de los asuntos humanos, lo que les impulsó a fijarse en el único elemento de la religión tradicional cuya utilidad política como instrumento de go- bierno estaba fuera de toda duda".

Arendt, Hannah, Sobre la revolución, Madrid, Alianza Editorial, 1988, p. 198.

Este recurso a la trascendencia venía complementado por el carácter auto-evidente de los presupuestos de los nuevos programas políticos, cuya conveniencia se imponía por sí misma.

El primer liberalismo, que enfatizaba la palabra "nación", apenas si concedía atención al Estado: porque los miembros de esta generación "amaban la libertad, no habían podido concebir la existencia de un ente colocado por encima de la nación y de ellos".

Cueva, Mario de la, op. cit., nota 3, p. 115.

Significativamente, como observó De la Cueva, en la Constitución francesa de 1791 no aparece empleada la palabra "Estado" en ninguna de sus disposiciones fundamentales; "sólo accidentalmente, como por descuido, se menciona el estado".

Idem, p. 115.

La misma omisión se constata en la Constitución republicana de 1793.

En contraste con lo anterior, el aprecio por la teoría utilitarista que, en el caso de Bentham, uno de los pensadores políticos más influyentes en este periodo de la historia de México, venía asociado a una afinidad con el estatismo, en nombre de la centralización y racionalidad administrativa, indujo a los liberales mexicanos -Mora, entre ellos- a adoptar una mentalidad que privilegiaba la noción de Estado y relegaba la de Nación.

Cfr. Hale, Charles A., El liberalismo mexicano en la época de Mora, 1821-1853, México, Siglo XXI, 1972, pp. 163-164.


II. CARACTERIZACIÓN DEL ESTADO-NACIÓN EN EL PRIMER MÉXICO INDEPENDIENTE

Los tratadistas clásicos coinciden en señalar varios rasgos distintivos, que permiten reconocer la existencia de un Estado nacional: un territorio, una población, un gobierno o régimen de derecho, una lengua y una cultura comunes. Veamos a continuación, de forma sumaria, cuáles de esos rasgos son perceptibles en los primeros años de independencia de México y cómo se intentan resolver en el nuevo Estado los problemas del desarrollo constitucional.

En una primera aproximación, las referencias al territorio resultan menos problemáticas, pero no dejan de plantear algunas dificultades si se atiende al proceso de integración en el México independizado por Iturbide de regiones que, bajo la administración española, estaban adscritas a otras demarcaciones territoriales -caso de varias provincias dependientes hasta entonces de la capitanía general de Guatemala- o si se repara en los conflictos derivados de la fijación de los límites territoriales con los Estados Unidos de América y en los tempranos intentos separatistas de Texas.

Cfr. Tornel y Mendívil, José María, Breve reseña histórica de los acontecimientos más notables de la nación mexicana desde el año de 1821, México, Imprenta de Cumplido, 1852, p. 158.

En agosto de 1821, Chiapas asumió la incorporación a México sobre las bases del Plan de Iguala, aunque más tarde -en 1823- se planteó la posibilidad de agregarse a la independizada Guatemala,

Cfr. Acta Constitutiva de la Federación. Crónicas, México, Secretaría de Gobernación, Cámaras de Diputados y de Senadores del Congreso de la Unión, Comisión Nacional para la Conmemoración del Sesquicentenario de la República Federal y del Centenario de la Restauración del Senado, 1974, p. 144, y Constitución Federal de 1824. Crónicas, México, Secretaría de Gobernación, Cámaras de Diputados y de Senadores del Congreso de la Unión, Comisión Nacional para la Conmemoración del Sesquicentenario de la República Federal y del Centenario de la Restauración del Senado, 1974, pp. 670-671.

por lo que los redactores del Acta Constitutiva decidieron omitir su mención entre las provincias que integraban la Federación.

Cfr. Acta Constitutiva de la Federación. Crónicas, pp. 95-96, 238 y 373-374.

En Guatemala, en cambio, la opinión se hallaba muy dividida, aunque en un primer momento prevaleciera la opción unionista, para evitar el riesgo de una posible guerra civil. San Salvador, donde había cundido el temor por la incorporación de Guatemala a México, decidió constituirse como Estado independiente. Nicaragua y Honduras proclamaron su independencia respecto de España y de Guatemala, sin que en un principio prosperase tampoco la idea de unirse a México.

En enero de 1822, la presión ejercida por Iturbide y las circunstancias externas contribuyeron a la integración de Centroamérica en el Imperio mexicano, aunque San Salvador persistiera en su rechazo. La comisión de Relaciones Exteriores del Congreso mexicano recomendó, en julio, la organización de gobiernos separados en las intendencias de cada provincia y el establecimiento de audiencias y diputaciones provisionales donde fueran necesarias; y aconsejó que se atrajera a San Salvador pacíficamente, procurando limitar el uso de la fuerza sólo al caso extremo de que perseverara en su rebeldía.

Cfr. Mateos, Juan A., Historia parlamentaria de los congresos mexicanos de 1821 a 1857, vol. I, México, Vicente S. Reyes Impresor, 1877, pp. 652-653, y 656-657.

A fin de mes se dio lectura en el mismo Congreso de un escrito de la Junta Gubernativa de San Salvador, donde se reafirmaba en la resistencia armada a los proyectos anexionistas de México, para defender la "opinión pública".

Idem, p. 710.

La situación permanecía estacionaria en abril del año siguiente, cuando la cuestión centroamericana volvió a cobrar estado parlamentario a través de las propuestas de Carlos María Bustamante y, posteriormente, de otros siete diputados, que defendían el derecho de esas provincias para decidir con entera libertad su vinculación con México, y de la lectura del acta de separación de Guatemala, promovida por el general Vicente Filisola.

Cfr. Diario Liberal de México, 5 y 19-IV-1823, y López Betancourt, Raúl Eduardo, Carlos María de Bustamante, legislador (1822-1824), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1981, pp. 143.

De nuevo en junio volvió a ocuparse el Congreso de la voluntad guatemalteca de separarse de México, anunciada en abril,

Cfr. Bustamante, Carlos María de, Diario histórico de México. Diciembre 1822-junio 1823, t. I, vol. I, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1980, p. 223.

y otra vez Bustamante insistió en sus puntos de vista manifestados dos meses atrás.

Cfr. Águila Mexicana, 5-VI y El Sol, 17-VI-1823, y López Betancourt, Raúl Eduardo, Carlos María de Bustamante, legislador (1822-1824), p. 164.

En fin, el 1 de julio de 1823, una asamblea constituyente proclamó la independencia de Guatemala bajo el nombre de Provincias Unidas del Centro de América,

Cfr. Bocanegra, José María, Memorias para la historia de México independiente 1822-1846, vol. I, México, Instituto Cultural Helénico, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana y Fondo de Cultura Económica, 1986 (edición facsimilar de la de México, Imprenta del Gobierno Federal en el ex-Arzobispado, 1892), pp. 19-31 y 220; Anna, Timothy E., El imperio de Iturbide, México, Alianza Editorial y Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1991, pp. 57-59, y López Betancourt, Raúl Eduardo, Carlos María de Bustamante, legislador (1822-1824), pp. 143, 164-166.

que sólo fue reconocida por el Congreso mexicano el 20 de agosto del siguiente año.

Cfr. Constitución Federal de 1824. Crónicas, pp. 670-671.

El caso de Yucatán, también en posición periférica con respecto a los órganos centrales del poder, incide en análogas peculiaridades a las observadas en el antiguo reino de Guatemala, y corrobora el carácter "pactado" de su integración en el Estado mexicano. Después de que la capitanía general de Yucatán se hubiera unido al Imperio mexicano -noviembre de 1821-, en abril de 1823 se formó una Junta Provisional Gubernativa, a instancias de su Diputación Provincial, con objeto de asegurar el imperio de la ley y evitar así el peligro de anarquía subsiguiente al vacío de poder desencadenado por el proceso de reconstitución nacional que siguió al Plan de Casa Mata y a la momentánea desaparición del Poder Ejecutivo, a causa de la abdicación de Iturbide.

Cfr. Águila Mexicana, 14-V-1823, y Zavala, Lorenzo de, Ensayo histórico de las revoluciones de México, México, Porrúa, 1969, pp. 94-95.

Sin embargo, como destaca Barragán, el Ejecutivo nacional ya estaba formado cuando se redactó el manifiesto por el que se hizo pública la constitución de la Junta; y difícilmente era desconocida aquella noticia en la península yucateca, bien comunicada a través de Veracruz; como también era relativa la ausencia de autoridad. Por eso cabe pensar en una motivación de mayor calado: "dicha Junta marca el inicio de la autodeterminación soberana y libre del Estado de Yucatán".

Cfr. Bocanegra, José María, op. cit., nota 30, p. 137.

Éste es también el sentir de Bocanegra quien, al referirse a aquellas actuaciones de la diputación yucateca, sostiene que "de este modo Yucatán se separó de hecho de la obediencia de México, antes que las demás provincias; aunque después reconoció al congreso y poder ejecutivo".

Idem, p. 213.

El Acta de la Junta General de las Corporaciones, Jefes y Electores de Partido, convocada para precisar las competencias que debieran otorgarse a sus representantes en el segundo Congreso Constituyente, abundaba en esa persuasión de que Yucatán poseía la plenitud de la soberanía, en uso de la cual -y supuestas ciertas condiciones- acataba al gobierno de México:

Yucatán jura, reconoce y obedece al Gobierno Supremo de México siempre que sea liberal y representativo, pero con las condiciones que siguen: que la unión de Yucatán será la de una República federada y no en otra forma, y por consiguente tendrá derecho a formar su constitución particular y establecer las leyes que juzgue convenientes a su felicidad.

Cit. en Barragán Barragán, José, Introducción al federalismo (la formación de los poderes 1824), México, UNAM, 1978, p. 139. Cfr. también El Sol, 13-VI y Águila Mexicana, 21-VI-1823.

La integración de Yucatán en el Estado mexicano no dejaría de plantear ulteriores problemas, relacionados con la persistencia de una honda corriente española, la lejanía geográfica de la península -explotada por algunos de sus líderes políticos para reclamar el derecho de separación- y los perjuicios económicos que las rémoras al tradicional comercio con Cuba causaron a los mercaderes avecindados en Yucatán. El separatismo yucateco, del que son expresión los conflictos bélicos civiles y la guerra de castas, culminó en la Revolución de 1839 a 1843, impelida en nombre del federalismo y en contra de la República central.

Con respecto a la delimitación de fronteras con los vecinos del Norte, bastaría recordar las maquinaciones de Poinsett, representante de los Estados Unidos, que en 1827 -de acuerdo con las instrucciones de su gobierno- persiguió la firma de un tratado de límites que equivalía a reducir en casi la mitad el territorio de México. La propuesta norteamericana fue rechazada por el Congreso mexicano después de las decisivas intervenciones de Manuel Crescencio Rejón y de Juan José Espinosa de los Monteros, que defendieron la subsistencia de los acuerdos "celebrados por el Gobierno de Madrid, el año [18]19, con el de Washington, sobre los límites de los territorios de las dos partes contratantes".

Rejón, Manuel Crescencio, Discursos parlamentarios (1822-1847), México, Ediciones de la Secretaría de Educación Pública, 1943, pp. 12-13.

También en relación con el territorio sobresale el hecho de que, con la importante salvedad de Ramos Arizpe y de algunos de sus compañeros de la comisión que preparó el Proyecto de Acta Constitutiva,

Además de Ramos Arizpe, integraban esa comisión Miguel Argüelles, diputado por Veracruz; Rafael Mangino, diputado por Puebla; Tomás Vargas, diputado por San Luis Potosí, y José de Jesús Huerta, diputado por Jalisco. Más tarde se incorporaron Cañedo y Rejón, diputados por Jalisco y Yucatán, respectivamente.

la opinión mayoritaria de sus contemporáneos mexicanos se inclinaba por considerar a la nación constituida por la simple "reunión de los habitantes", sin aludir a la ocupación de un territorio. En esos términos se expresaron diputados tales como Covarrubias y Gordoa, que anteponían la "reunión de habitantes" a la pura territorialidad por considerar que de ese modo la nación abarcaba también a los transeúntes.

Cfr. Acta Constitutiva de la Federación. Crónicas, pp. 238-239.

Si se constata la referencia al territorio y a la población como partes constituyentes de la nación mexicana en el Catecismo político de la Federación mexicana, una obrita divulgativa publicada en 1831, donde se resumen los principios políticos del régimen asentado por la Constitución de 1824, que Martínez Báez atribuye a José María Luis Mora.

Cfr. Mora, José María Luis, Catecismo político de la Federación mexicana, en VV. AA., Los derechos del pueblo mexicano. México a través de sus constituciones, vol. I, México, Porrúa, 1978, pp. 541-584 -p. 546- (al editarse el Catecismo por la Imprenta Galván de México, en 1831, no se hizo figurar el nombre del autor. Antonio Martínez Báez, apoyado en el testimonio de José Bernardo Couto, atribuye su paternidad a Mora).

No se conocen con precisión las cifras demográficas de México correspondientes a la época que estudiamos.

A las estimaciones de Humboldt en su Ensayo político sobre la Nueva España siguieron el estudio realizado en 1820 por Navarro y Noriega y el censo acometido por el Congreso en 1825, que cifraba en más de seis millones el total de habitantes de México. No obstante, debe advertirse acerca de la escasa fiabilidad de estos cálculos, afectados por la casi imposible cuantificación de la población rural, muy dispersa y deliberadamente al margen del control que pretendían ejercer los centros de poder. El establecimiento por Alamán de un departamento de Estadística dotó de mayor crédito al censo de Valdés, fundado sólo en el número de familias, y al que se verificó en 1836, que evaluaba la población mexicana en cerca de ocho millones de personas.

En cambio, sí nos constan las fuertes contradicciones que existían entre los habitantes del territorio incorporado al primer Estado mexicano. Su población era analfabeta en su gran mayoría y se sentía desvinculada absolutamente de unos acontecimientos políticos cuyo sentido se le escapaba;

Cfr. Reyes Heroles, Jesús, "Rousseau y el liberalismo mexicano", en VV. AA., Presencia de Rousseau, México, UNAM, 1962, pp. 293-325 (pp. 310-311), y Valadés, José C., Orígenes de la república mexicana. La aurora constitucional, México, UNAM, 1994, pp. 25-26, 28 y 32.

pero se veía afectada por incómodas medidas de gobierno, tales como la sujeción a los impuestos de capas de población hasta entonces excluidas de esta carga,

Al acceder los indios a la condición de ciudadanos no sólo entraban en disfrute de los derechos a ella inherentes: también debían atender al cumplimiento de nuevos deberes, entre los que figuraba el pago de contribuciones. Por lo demás, la casi general supresión de impuestos virreinales decidida en los primeros momentos de independencia, con objeto de mostrar de un modo palpable los beneficios de la autonomía y de soslayar cualquier afrenta al espíritu público, no pudo compensarse con el recurso a empréstitos y fue causa de quebrantos grandes para la hacienda nacional. Cuando al cabo del tiempo el ministro del ramo, Esteva, trató de reimponer un procedimiento impositivo obligatorio en sustitución de la ruinosa práctica de los préstamos, la resistencia con que su proyecto tropezó en el Congreso le obligó a claudicar.

o el alistamiento militar, sin que se beneficiara de las ventajas que hubiera reportado un sistema judicial eficaz, que tardó mucho en organizarse.

Cfr. Costeloe, Michael P., La primera República Federal de México (1824-1835) (Un estudio de los partidos políticos en el México independiente), México, FCE, 1975, pp. 26-27.

En palabras de un prestigioso historiador hispano-francés, "el Estado moderno no tenía ante él más que comunidades indígenas o campesinas todavía coherentes, haciendas y enclaves señoriales, clanes familiares, redes de lazos personales y de clientelas; en fin, una multitud de cuerpos fuertemente jerarquizados, pequeños y grandes; uno de ellos gigantesco: la Iglesia, como estamento, todavía omnipresente, vista como piedra angular de todo el anterior edificio sociopolítico y considerada como el enemigo número uno por los autores de la Constitución [de 1857]".

Guerra, François-Xavier, México, del Antiguo Régimen a la Revolución, vol. I, México, FCE, 1988, prefacio de François Chevalier, pp. 10-11.

Añadíase a ese cuadro la falta de grupos dirigentes de una cierta entidad en las diversas ramas de la vida social y económica -comercio, agricultura, política, artes, economía, educación-, que impedía la creación de las condiciones necesarias para "hacer una nación".

Cfr. Valadés, José C., op. cit., nota 41, pp. 182-183.

En notable discrepancia con esos juicios, José María Luis Mora fundamentó el derecho del pueblo mexicano a constituirse como nación independiente en su madurez histórica, que le concedía "bastante fuerza para subsistir por sí mismo, no necesitado ya del apoyo que le había prestado su metrópoli". Y, al definir las rémoras que incapacitaban a los pueblos para el acceso a la autonomía -lastres de los que, según Mora, México se había desprendido-, precisaba: "su debilidad, un terreno muy limitado, la falta de industria ó de capitales, las producciones del país desconocidas ó todavía no apreciadas en el resto del globo; pero mas que todo su despoblación y escasez de luces". A los ojos de Mora, la sazón de México en 1810 no desembocó en la independencia, porque el "poder moral" -"el convencimiento de las ventajas de la independencia y el deseo de obtenerlas"- no era todavía sino patrimonio de unos pocos. Se hizo precisa la espera hasta 1821 porque "entonces aun la clase ínfima del pueblo conocía, apreciaba y deseaba los bienes consiguientes á la independencia".

Mora, José María Luis, Catecismo político de la Federación mexicana, p. 545.

Poco consciente políticamente, después de derribado el iturbidismo y asentada la República federal, el pueblo -menos juicioso de lo que suponía Mora- otorgó plena credulidad a las promesas de los yorkinos, que explotaban en beneficio propio el pretexto que parecía más "nacional": acabar de sacudir el yugo de los gachupines.

Cfr. Costeloe, Michael P., op. cit., nota 43, p. 138.

El oportunismo y la hábil implementación de resentimientos viejos al servicio de fines partidistas acertó a identificar el verdadero patriotismo con el rechazo a los españoles.

En cuanto al gobierno o régimen de derecho, "víctima de los embates de la ambición de los grupos en pugna y de los intereses en juego de las potencias imperantes"

Torre Villar, Ernesto de la, "El origen del Estado mexicano", Estudios de historia jurídica, México, UNAM, 1994, pp. 359-391 (p. 375).

-conformadores de esa "sociedad fluctuante" de que hablara Reyes Heroles-, no parece temerario afirmar que, durante la primera mitad del siglo XIX, México careció de un Estado de derecho -al menos en el sentido en que hoy lo entendemos-, "debido a la desorganización social existente, y a que las corporaciones eclesiástica y militar subsistieron durante esos años con más fuerza de la que tuvieron en tiempos coloniales".

Galeana, Patricia, "El liberalismo, la Iglesia y el Estado nacional", Estudios Políticos, vol. 8, núm. 4, octubre diciembre 1989, pp. 10-17 (p. 11).

Tampoco sería razonable omitir la mención de la trágica disyuntiva centralismo-federalismo y de los caudillismos militares, que marcan de un modo indeleble la historia de México. Como también se ha de recordar la permanencia de las prácticas caciquiles, que constituyeron un instrumento de comunicación entre sociedades tradicionales y pueblo político, sustentado en lazos personales, familiares y comunitarios, típicos del Antiguo Régimen y, por tanto, disonantes en una sociedad que se quería articular en función de los principios del Nuevo Régimen.

Desde luego, no puede afirmarse que los mexicanos en su conjunto, inmediatamente después de su acceso a la independencia, compartieran una cultura homogénea que les permitiera participar en la política en el marco de una legislación admitida y reconocida por todos. "La sociedad no estaba organizada en forma de Estado y el gobierno no logró consolidar sus instituciones".

Galeana, Patricia, "El liberalismo, la Iglesia y el Estado nacional", p. 10.

Aunque formalmente incorporadas las castas a la plenitud de derechos civiles y políticos, seguían prevaleciendo profundas diferencias culturales, muy difíciles de superar en el contexto de un país donde el acceso a la educación era patrimonio de unos pocos.

Otra importante peculiaridad, perceptible ya desde que se inició la revuelta de Hidalgo, es la fe en el constitucionalismo y en el régimen parlamentario como instrumentos para elevar el derecho sobre el poder, instaurar el Estado y prevenir el abuso de autoridad:

Cfr. Cueva, Mario de la, "La Constitución de 5 de febrero de 1857", en VV. AA., El constitucionalismo a mediados del siglo XIX, México, UNAM, Publicaciones de la Facultad de Derecho, 1957, p. 1221; Reyes Heroles, Jesús, "Rousseau y el liberalismo mexicano", pp. 310-311, y Valadés, José C., Orígenes de la República mexicana, pp. 25-26, 28 y 32.

baste recordar las propuestas de aquel caudillo, que abogaba por la convocatoria de un congreso; los esfuerzos de Ignacio López Rayón para dotar al país de una Constitución política; el anuncio del Congreso de Chilpancingo en 1813, o el Decreto Constitucional de Apatzingán de 1814. En palabras de Manuel González Oropeza, "la elaboración de una Constitución fue identificada con el nacimiento del Estado mexicano y se deseaba tanto una Constitución como la consolidación de nuestro Estado Nación".

González Oropeza, Manuel, "Comentario", en González, María del Refugio (ed.), La formación del Estado mexicano, pp. 83-88 (p. 84).

Charles Hale, en su espléndido trabajo sobre el liberalismo mexicano en la época de Mora, ha destacado la profunda influencia de Benjamín Constant y de Jovellanos en ese impulso de las teorías constitucionalistas en el México de la primera década posterior a la independencia. Complementariamente, "fue la tradición borbónica española la que proporcionó el modelo más adecuado a la reforma anticorporativa en México".

Hale, Charles A., op. cit., nota 21, pp. 307-308.

Valadés, por su parte, llama la atención sobre el ascendiente que en la entrada de México en la vida constitucional tuvo el pensamiento bolivariano.

Cfr. Valadés, José C., op. cit., nota 41, p. 134.

La necesidad de remitir a una norma superior incontrovertible explica que los primeros trabajos constitucionales de México no pudieran prescindir de la referencia a la Constitución española de 1812, que gozó de un prestigio casi mítico, y que se mantuvo en vigor en muchos aspectos sustanciales durante todo el periodo iturbidista. La rápida sucesión de textos constitucionales durante el siglo XIX, que respondían a modelos de Estado enfrentados entre sí, acabó privando a la Constitución de su carácter originario e incontrovertible; y, al convertirla en instrumento de partido, la desposeyó del primigenio respeto reverencial.

Mora conservó al menos hasta 1827 esa "fe en la magia de las constituciones" y en la eficacia de las instituciones para pilotar la transición de la Colonia a la independencia y evitar incurrir en los extremos de la anarquía y del despotismo.

Cfr. Hale, Charles A., op. cit., nota 21, pp. 80-81.

Con posterioridad a aquella fecha, los errores acumulados empañaron el optimismo de Mora y de tantos otros que habían depositado una confianza casi ciega en la operatividad del sistema constitucional.

Después de 1830, el pensamiento y la experiencia concretamente franceses perdieron, respecto a los problemas a que se enfrentaba Mora, la pertinencia que habían tenido en la década de 1820. Mora pretendió completar sus escritos históricos con una exposición de la "revolución constitucional [de México] comprendida entre los años que han transcurrido desde el restablecimiento de la Constitución española en 1820 hasta fines del 35". Por desgracia, Mora se encontró que la característica principal de esta "revolución constitucional" era la fragilidad de la constitución formal frente a la realidad política mexicana.

Idem, pp. 150-151, y Mora, José María Luis, Méjico y sus revoluciones, vol. I, México, Instituto Cultural Helénico y Fondo de Cultura Económica, 1986 (edición facsimilar de la de París, Librería de Rosa, 1836), pp. VIII-IX.

Charles Hale ha observado el cambio mental que se operó en Mora a partir de entonces, cuando empezó a reconocer la existencia de una dicotomía entre el orden constitucional y el estado de la sociedad: ante esa fractura, Mora se preguntaba por las causas de la inestabilidad política de México, comparable a la de las demás repúblicas americanas, y creía encontrar la respuesta en la pervivencia de los hábitos del viejo absolutismo, que relegaban al sistema representativo a una estructura puramente formal, no arraigada en el orden social.

Cfr. Hale, Charles A., op. cit., nota 21, p. 108.

Por eso llegó a la conclusión de que se imponía revisar las metas liberales en función de las cuales se quería construir el México independiente: "el problema ya no consistía en garantizar la libertad individual mediante la limitación constitucional del poder arbitrario, sino en reformar la sociedad mexicana de manera que el individualismo pudiese tener algún sentido".

Idem, p. 114.

Parecido es el tenor de unas reflexiones de Lorenzo de Zavala, en las que establecía el agudo contraste y el continuo choque entre las avanzadas teorías políticas asentadas en México en la cuarta década del siglo XIX"

Desde el año de 1808 hasta 1830, es decir, en el espacio de una generación, es tal el cambio de ideas, de opiniones, de partidos, y de intereses que ha sobrevenido, cuanto basta a trastornar una forma de gobierno respetada y reconocida, y hacer pasar siete millones de habitantes desde el despotismo y la arbitrariedad hasta las teorías más liberales" (Zavala, Lorenzo de, Ensayo histórico, p. 22). Ante los obstáculos que se interponían en el camino del México independiente, el diputado yucateco llegaba a la conclusión de que "en realidad no hay ni puede haber tal democracia". Y "¿cómo podría haberla, preguntaba, cuando de los 200 mil habitantes del estado en edad de votar dos terceras partes no sabían leer, una mitad estaba desnuda, una tercera parte no sabía español y tres quintas partes eran instrumento del partido del poder?" (Hale, Charles A., op. cit., nota 21, p. 127).

y unas costumbres y modos de vida completamente ajenos al nuevo orden de cosas, que desafiaban al carácter normativo de la Constitución, asimilada a un catálogo de principios y desconocida como norma vinculante de modo inmediato.

Cfr. Fernández Segado, Francisco, "La teoría jurídica de los derechos fundamentales en la doctrina constitucional", pp. 211-212.

El vicio de la anticonstitucionalidad, que acabó con los sueños de Mora y de tantos otros, arraigó definitivamente en el sistema a raíz de los disturbios que siguieron a la presidencia de Victoria, cuando los partidarios de Guerrero rechazaron la elección que el Congreso había hecho de Gómez Pedraza como presidente de la República y se levantaron en armas para sostener a su candidato. Cuando en enero de 1829 los diputados del Congreso declararon insubsistente la designación que meses atrás había hecho la Cámara en favor de Pedraza, comprometieron la constitucionalidad con el alzamiento e instauraron en su lugar una "constitucionalidad consuetudinaria que trataba de resolver la sucesión con la costumbre y no con la pureza de la idea democrática",

Valadés, José C., op. cit., nota 41, p. 131.

en la creencia de que el preciosismo de una Constitución escrita debía plegarse a las circunstancias de lugar y de tiempo. La caída de Guerrero, derrotado por los hombres del "partido del orden" en diciembre del mismo año, sancionaba el triunfo de la teoría del alzamiento sobre la Constitución y las leyes.

Cfr. Valadés, José C., op. cit., nota 41, pp. 161-164 y 74-81.

A las alturas de 1840 José María Gutiérrez Estrada se hacía eco del desencanto colectivo sobre la virtualidad del texto constitucional para organizar la nación mexicana y de los temores que infundía el inmediato futuro: "una Constitución, por más sabia que sea, es un documento muerto, si no hay hombres que sepan, quieran y puedan poner en práctica sus benéficas disposiciones".

Gutiérrez Estrada, José María, Carta dirigida al Exmo. Señor Presidente (cit., en Valadés, José C., Orígenes de la república mexicana, p. 294).

Asentado ya el valor otorgado a la Constitución como pilar que sustentaba la estructura estatal, y sin entrar en el complejo iter del constitucionalismo mexicano durante el siglo XIX, vale la pena anotar la inicial pugna entre monarquía y república y la contraposición mucho más duradera entre federalismo y centralismo, notoriamente más relevante desde los planteamientos actuales.

La preferencia por el régimen republicano sólo empezó a manifestarse de modo mayoritario en los primeros meses de 1823, con ocasión de la marejada que la publicación del Plan de Casa Mata provocó en las provincias. Y aun entonces, si acabó imponiéndose a la forma monárquica, "se adoptó por ser el complemento indispensable a la Federación, por la que clamaban las provincias, y no por el procedimiento inverso, es decir, aceptada la República se le atribuyó la forma federada".

Rabasa, Emilio O., El pensamiento político del Constituyente de 1824, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1986, p. 127.

Además, hay que tener en cuenta que la adopción del régimen federal (una forma de Estado) representaba una transformación mucho más honda que la conversión de la monarquía en república (una forma de gobierno); y es que, como subraya el profesor Rabasa, "el federalismo se encuentra, sobre todo, asociado a la idea de Estado, concepto éste mucho más moderno que el de República".

Idem, p. 131.

De todos es sabido que el sistema federal instaurado en la Constitución de 1824 era deudor del federalismo angloamericano y de la anterior experiencia administrativa de la Nueva España: las intendencias y, desde 1812, las diputaciones provinciales creadas por los constituyentes de Cádiz; como también es conocido que el federalismo venía favorecido por "una dolorosa experiencia interna que arrancó del centralismo colonial y que culminó con el fraccionamiento mismo de la República",

Gamas Torruco, José, El federalismo mexicano, México, SEP, Col. Sep / Setentas, núm. 195, 1975, p. 47.

y por las mismas características económicas y geográficas de México hasta el último tercio del siglo XIX.

"En la época de fundación republicana, características medievales configuraban aún el marco geográfico: falta de vías de comunicación y límites imprecisos entre provincias y regiones aislaron internamente a los distintos países; las comunicaciones con el exterior eran difíciles en exceso; la población, como consecuencia, se polariza en el altiplano y en las costas y amplias regiones están totalmente deshabitadas [...]; el viaje de la capital de México a Ciudad Real de Chiapas duraba cuarenta y cinco días. Difícil sería en extremo mantener la autoridad del gobierno central, con una población tan extendida; lógicamente esta situación [...] favorecía la descentralización del poder, propició autonomías autosuficientes, haciendo imposible un gobierno central suficientemente fuerte, favoreció los caciques locales desplazando el poder político de la autoridad formal a los propietarios de la tierra, los caciques regionales [...]" (García Laguardia, Jorge Mario, "Comentario", en González, María del Refugio (ed.), La formación del Estado mexicano, pp. 73-81 -p. 76-). Cfr. también Reyes Heroles, Jesús, "Rousseau y el liberalismo mexicano", pp. 312-313, y Valadés, José C., op. cit., nota 41, pp. 334-337 y 348-349

Ese debate en torno al federalismo se convirtió durante un siglo en la cuestión candente, capaz de generar divisiones políticas de larga duración, en la medida en que los problemas abordados se contemplaban desde una perspectiva más política que jurídica.Cfr. Reyes Heroles, Jesús, El liberalismo mexicano, vol. III, México, UNAM, Facultad de Derecho, 1957-1961, pp. 337-339.

Se explica así que haya habido autores que han creído reconocer en esas posiciones antagónicas las irreconciliables diferencias entre conservadores y liberales; y, sin embargo, Josefina Vázquez se ha puesto en guardia ante esa presunta contraposición entre conservadores-centralistas y liberales-federalistas, comúnmente aceptada en la historiografía:

la visión tradicional se ha empeñado en agrupar las opciones políticas de las primeras décadas de la República dentro de la dicotomía partidista de liberales y conservadores, definida más tarde. Los liberales en el mundo hispánico, en su mayoría unitarios, se habían dividido en exaltados y moderados; en México se convirtieron en federalistas y centralistas, éstos no necesariamente conservadores, pues hubo centralistas liberales. Además hubo federalistas que abogaron por un centralismo de transición para fortalecer al nuevo Estado.

Vázquez, Josefina Zoraida, "El federalismo mexicano, 1823-1847", en Carmagnani, Marcello (coord.), Federalismos latinoamericanos: México / Brasil / Argentina, México, El Colegio de México, Fideicomiso Historia de las Américas y Fondo de Cultura Económica, 1993, pp. 15-50 (p. 16).

Sí resulta comprobable, en algunos casos determinados, que actuaciones políticas de caracterizados exponentes del federalismo alejaron a personalidades que habían apoyado con entusiasmo, en un primer momento, a la República federal. Fue el caso de Juan Cayetano Portugal, enfrentado con Francisco García, gobernador de Zacatecas que, en su lucha para hacer prevalecer el poder civil sobre el eclesiástico, promovió un decreto sobre reglamentación y distribución de los diezmos, que indignó a Portugal y le movió a ingresar en las filas centralistas.

Cfr. Valadés, José C., op. cit., nota 41, p. 83.

El constitucionalismo, como principio jurídico-político, no es separable de la ideología liberal, que lo sustenta y que se halla en la base de los nuevos Estados nacionales. La pugna entre las fuerzas apegadas a la tradición y las que optaban por el nuevo régimen liberal conforman la historia de México durante varios decenios. Será preciso esperar hasta el acceso de Juárez al poder para ver definitivamente triunfante el proyecto liberal.

El éxito político de Juárez no comportó, sin embargo, la resolución de las contradicciones latentes en México desde su acceso a la independencia. Si en Europa occidental resultó traumática la introducción del liberalismo, ¿qué dificultades no habría de encontrar esta nueva concepción del hombre y de la sociedad en un país, como México, que había conocido una trayectoria independiente tan breve? Desde entonces hasta nuestros días, el Estado mexicano se resiente de análogas dificultades a las experimentadas por los países europeos occidentales. Si tomamos como ejemplo el caso español, los paralelismos durante las primeras etapas de regímenes parlamentarios son todavía más estrechos: divorcio entre pueblo y elite gobernante; insatisfactorios cauces de representación política; contraposición radical entre los programas de gobierno de los partidos, que imposibilita las transacciones y el pacífico turno en la posesión del poder; oposición entre la ideología que impregna las estructuras políticas y las creencias religiosas de la población; pugna entre el Estado y la Iglesia, preocupadas ambas instituciones por asumir la educación ciudadana y por delimitar las respectivas esferas de influencia, y enfrentadas por los programas secularizadores de la vida pública propug- nados por los liberales.


III. ELEMENTOS ARTICULADORES DE UN ESTADO NACIONAL EN MÉXICO

En la busca de las raíces de un proyecto de Estado nacional para México cabe rastrear precedentes lejanos: sin forzar las cosas, podríamos remontarnos al siglo XVIII. Asistimos entonces a transformaciones muy profundas en el virreinato de la Nueva España, que son consecuencia de la política reformista de los Borbones, particularmente audaz en la segunda mitad de la centuria. Pensemos en la creación de un ejército permanente (1761), la declaración de libre comercio (1778), o la implantación del régimen de intendencias (1786). No fue ajena a ese hondo cambio la agudización del conflicto entre peninsulares y criollos, agravado por el nuevo estilo de gobierno de Carlos III y por los puntos de vista expresados en la gestión política y en los informes oficiales de algunos de sus principales ministros, como el influyente José de Gálvez, que encontraron réplicas tan elocuentes como la expresada por Rivadeneira y Barrientos en 1771.

Cfr. Brading, David A., Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, México, FCE, 1993, pp. 503, 509-520.

El ejército así formado, aunque encabezado en los cargos principales por peninsulares,

Idem, p. 514.

se convirtió en seguida en un instrumento de cohesión de los criollos, que cobraron conciencia de su propia fuerza y asumieron la responsabilidad de la defensa de la patria.

Cfr. Torre Villar, Ernesto de la, "El origen del Estado mexicano", p. 364.

La libertad de comercio, expresión de la mejor comprensión de la naturaleza de la actividad económica que tuvieron los Borbones,

Cfr. Brading, David A., op. cit., nota 71, p. 504.

permitió el desarrollo de centros de intercambio y de intereses económicos en las áreas periféricas. Y el establecimiento de las intendencias dotó a las regiones de polos de poder político y administrativo y de una relativa autosuficiencia económica, que favoreció el sentimiento autonomista de las provincias.

Ya en el nuevo siglo, el concepto de patria fue perfilándose cada vez con mayor nitidez, en contraposición a la metrópoli, que empezaba a ser considerada sólo como cabeza del poder y sede del gobierno. La auténtica patria no podía ser España: para unos sería América; para otros, la propia provincia. Y pronto empezó a generalizarse la convicción de que esa patria respondía al nombre de México: así lo entendió Hidalgo cuando proclamaba que los dirigentes de la insurgencia habían sido "nombrados por la nación mexicana para defender sus derechos" y así "recuperar los derechos sacrosantos e imprescriptibles de que se ha despojado a la nación mexicana".

Cit., en Torre Villar, Ernesto de la, "El origen del Estado mexicano", p. 369.

Pero sólo después de la declaración de insubsistencia del Plan de Iguala y de los Tratados de Córdoba y, más propiamente aún, tras la caída de Iturbide, la aspiración nacional fue adquiriendo contornos definidos, al empezar a desarrollarse el sentimiento de autonomía jurídica y política de México: "por primera vez un cuerpo legislativo no estaba atado a ofrecimientos anteriores y podía seleccionar cualquier forma de gobierno. Esto ya era un verdadero constituyente".

Rabasa, Emilio O., El pensamiento político del Constituyente de 1824, p. 127. Se entiende así la valoración que en la misma obra hace Rabasa de las estipulaciones de Iguala y de Córdoba: "en México, aun cuando el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba se han tomado como las fechas en que concluyó la dominación española, no significaron en sí y desde un punto de vista político-jurídico, documentos revolucionarios, pues mal que bien pretendían una prolongación de la monarquía española" (idem, p. 82).

El protagonismo del ejército regular en el proceso independentista de 1820-1821 -un ejército que todavía en 1825 continuaba organizado con los restos del realista-

Cfr. Valadés, José C., op. cit., nota 41, pp. 182-183.

dotó de características peculiares al Estado que nació tras los acuerdos entre Iturbide y O'Donojú. Desaparecida la autoridad española y ausentes una nobleza y burguesía capaces de ejercer el control del nuevo aparato político, los héroes del ejército victorioso se convirtieron en árbitros de la nueva situación:

Cfr. Bazant, Jan, "México", pp. 111-112, y Hernández, Octavio A., "La lucha del pueblo mexicano por sus derechos constitucionales", en VV. AA., Los derechos del pueblo mexicano. México a través de sus constituciones, vol. I, México, Porrúa, 1978, pp. 63-301 (pp. 70-73).

un papel que sólo de modo ocasional les fue disputado tímidamente y sin ningunas perspectivas de éxito por elementos del clero, alentadores durante un tiempo del espíritu conspirativo que dio vida a proyectos tan alocados como el del Padre Arenas.

Ya antes, como puso de manifiesto el maestro De la Torre Villar, refiriéndose a los sucesos de 1808 que culminaron en la deposición del virrey Iturrigaray, "el sistema de cuartelazo contra la actividad parlamentaria instauróse en nuestra patria en ese infausto año de 1808 y a partir de entonces va a marcar nuestro desarrollo político de un tono sangriento".

Torre Villar, Ernesto de la, "El origen del Estado mexicano", p. 368.

Con el tiempo, sobre todo desde 1829, el aparato militar acabó adquiriendo un valor estratégico clave en la resolución de los nudos políticos.

En diciembre de 1832, a raíz de la firma del Convenio de Zavaleta, la institución militar quedó confirmada como sostén del sistema republicano representativo, popular y federal (cfr. Valadés, José C., op. cit., nota 41, pp. 193-194).

Además, la presión de la "empleomanía" -las demandas de designación y promoción en las filas del ejército- generó siempre constantes incertidumbres sobre la lealtad de los insatisfechos, y representó un gasto exorbitante, que rebasaba con mucho las posibilidades siempre modestas de los fondos gubernamentales.

El movimiento de Iturbide no entrañó sólo el acceso de los militares al poder político y, consiguientemente, sus intrusiones en la actividad de los congresos; significó, asimismo, la consagración de los criollos como grupo hegemónico, que se dispuso a tomar el relevo a los españoles y a preservar la estructura económica y social, "sustento de su posición y base de su existencia como clase privilegiada".

Ontiveros Rentería, Rubén, "Comentarios a las ideas jurídico-políticas del nacimiento del Estado mexicano", p. 19.

El exclusivismo criollo acabó relegando a la población indígena, convirtió en puro artificio literario la aspiración de Carlos María Bustamante de resucitar el antiguo imperio del Anáhuac, y redujo a mera especulación teórica el recuperado interés por la antigua grandeza mexicana, que había alentado varias publicaciones y excavaciones arqueológicas.

Cfr. Valadés, José C., op. cit., nota 41, p. 117.

De acuerdo con aquel concepto privativo de la nacionalidad, los reformadores de la década que arrancó en 1830 hicieron caso omiso del indio y cifraron las esperanzas de futuro en la nueva clase de propietarios burgueses, fortificada por europeos inmigrantes.

Cfr. Hale, Charles A., op. cit., nota 21, p. 253.

No parece que la marginación del indígena respondiera a un propósito deliberado; e incluso es reconocible una preocupación de los legisladores por suprimir las barreras raciales, en consonancia con el artículo 12 del Plan de Iguala (tal la orden del 17-IX-1822),

Esa disposición legislativa prohibía la clasificación de los ciudadanos mexicanos por su origen (cfr. Dublán, Manuel y José María Lozano, Legislación mexicana ó Colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República, México, Imprenta del Comercio, a cargo de Dublán y Lozano, Hijos, 1876, vol. I, núm. 313, pp. 628-629).

o por fomentar la integración del indio en el proyecto nacional promoviendo la traducción de los textos legales al "idioma mexicano".

Puede recordarse la propuesta de Bustamante para que se tradujera el Acta constitutiva, con objeto de que fuera leída por los párrocos los días festivos, y para que se utilizara en las escuelas como texto donde los niños aprendieran a leer (cfr. López Betancourt, Raúl Eduardo, Carlos María de Bustamante, legislador (1822-1824), p. 198).

Pero esas iniciativas no pasaban de deseos bienintencionados e ineficaces, que ni siquiera restituyeron a los indígenas al status de que disfrutaban en el mundo de la Colonia donde, al menos, estaban excluidos del pago de impuestos.

La apropiación por los criollos del proyecto nacional relegó las reflexiones de los jesuitas humanistas del siglo XVIII, que apuntaban a la reivindicación del mestizo como heredero de dos grandes culturas distantes y diferentes y como aglutinante posible de un nuevo sentimiento de nacionalidad cuyo futuro no podía consistir en el regreso a los orígenes en busca de lo indígena o de lo hispánico, sino en la conciliación de esas distancias y diferencias a través de una profundización en lo específicamente mexicano.

Además, como ya se ha indicado, esa atribución no dejaba de entrañar una paradoja, al menos desde la perspectiva de las enfáticas declaraciones de muchos escritores y políticos en el sentido de una recuperación del devenir histórico mexicano, interrumpido por la conquista española. En efecto, la reiterada insistencia en que México había recuperado el ejercicio de su soberanía significaba "saltar toda la época colonial y entroncar con el México pre-colombino. Ahora bien, los que realizaron la independencia son justamente criollos, es decir, descendientes de los conquistadores españoles [...], y mestizos aculturados que comparten los valores culturales de estos criollos".

Guerra, François-Xavier, México, del Antiguo Régimen a la Revolución, vol. I, p. 196.

Por eso no es extraño que el punto de vista de quienes enfatizaban el retorno a los orígenes prehispánicos encontrara sus contradictores: Alamán, por ejemplo, que combatió "la idea absurda que tanto ha propagado aquel escritor [Carlos María Bustamante], y que tan hondas raíces ha echado aun entre la gente literata, de considerar á la actual nación mejicana como heredera de los derechos y agravios de los súbditos de Moctezuma".

Alamán, Lucas, Historia de México. Desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, México, vol. V, Jus, 1942, p. 187.

En cambio, otro historiador del siglo pasado -Víctor José Martínez-, que no advirtió el peligro de inconsecuencia de la tesis de Bustamante, se abonó a su interpretación de la independencia. Más aún, estableció que la causa primaria de las revoluciones mexicanas era: "México debe ser independiente porque ha sido conquistado". Ahora bien, como observa Jorge Adame, si se admite este punto de partida, en el caso de una nación -como México- donde ya no había conquistados ni conquistadores, necesariamente se dedicaba a la guerra de castas, que sólo podía tener como fin "la subsistencia exclusiva y dominante de una de las castas". Tal parece haber sido la intencionalidad de la generación revolucionaria de 1810, cuyos integrantes buscaron "la independencia y el nuevo orden de cosas, fundados única y exclusivamente en el rompimiento de la historia, la tradición y los recuerdos": una quiebra que indefectiblemente había de conducir al "caos y la anarquía filosófica, política y social". En cambio, los hombres de 1821 habían procurado "a todo trance conservar unidos el pasado y el presente" y "conservar la unidad de creencias, opiniones y acciones fundamentales".

Adame Goddard, Jorge, El pensamiento político y social de los católicos mexicanos 1867-1914, México, UNAM, 1981, pp. 42-43. La obra de Víctor José Martínez a que se refiere el texto es Sinopsis histórico-filosófico y política de las revoluciones mexicanas, México, Imprenta Tipográfica, 1884.

La lucha entre las dos posiciones presentadas por Martínez se resolvió a la larga con el triunfo de la opción perseguida por la primera generación independentista, que se plasmó en la doctrina constitucional de 1857. En cambio, los hombres de 1821 dejaron pasar su oportunidad y perdieron sus títulos de legitimidad cuando incurrieron en el error político de otorgar el trono a Iturbide. Para colmo, cuando los conservadores -a quienes cabe considerar sus herederos políticos- accedieron al poder y ejercitaron el gobierno, se vieron desasistidos por parte de los grandes propietarios y personas influyentes que, previsiblemente, habían de constituir su principal sostén.

Cfr. Adame Goddard, Jorge, op. cit., nota 88, pp. 42-43.


IV. LA CUESTIÓN DE LA SOBERANÍA

El concepto de soberanía -del pueblo o de la nación: vid. infra- constituyó una de las ideas más aireadas durante la revolución insurgente en la Nueva España: cfr. López Cámara, Francisco, La génesis de la conciencia liberal en México, México, UNAM, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, 1969, pp. 238-244; Barragán Barragán, José, Temas del liberalismo mexicano, México, UNAM, 1978, pp. 31-48, y Ferrer Muñoz, Manuel, La Constitución de Cádiz y su aplicación en la Nueva España (Pugna entre Antiguo y Nuevo Régimen en el virreinato, 1810-1821), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1993, pp. 50-56. También es recomendable la lectura de Gaxiola, F. Jorge, La crisis del pensamiento político y otros ensayos (el federalismo. Austin y el Acta Constitutiva de 1824. Emilio Rabasa, etcétera), México, Librería de Manuel Porrúa, 1956, y Cueva, Mario de la, "La idea de soberanía", Estudios sobre el decreto constitucional de Apatzingán, México, UNAM, 1964.

En el caso concreto de México, el análisis de la pugna existente en el seno del Congreso entre partidarios de Iturbide y sus opositores políticos, primero, y entre centralistas y federales, después, acarrea una profundización en determinados aspectos de la teoría del Estado y de la sociedad, particularmente perceptibles en los discursos que giran alrededor de cuestiones como la voluntad general y la soberanía popular. A pesar de que -como observa Rabasa-

Cfr. Rabasa, Emilio O., El pensamiento político del Constituyente de 1824, pp. 132-133.

se hablara a veces de soberanía "popular", para diferenciarla de la tradicionalmente poseída y ejercida por el rey, la ideología liberal sustentadora del proyecto nacional mexicano propugna la soberanía en la nación y no en el pueblo, entendidas ambas nociones en el sentido que se especifica en el apartado V) y asumido el concepto de pueblo desde una perspectiva de mayor alcance revolucionario. Ésa es la razón que aduce el autor citado para esclarecer por qué el primer Constituyente optó por la denominación de soberanía nacional, "más acorde con la monarquía que se proyectaba, en tanto que la popular ya hubiera sido en cierto modo antagónica a la misma forma de gobierno".

Idem, p. 132.

En plena continuidad con el camino recorrido por los constituyentes de Cádiz, después de asentarse el principio de que el poder derivaba de la nación,

En 1824, los redactores del Acta Constitutiva de la Federación explicitaron que "la soberanía reside radical y esencialmente en la nación" (Tena Ramírez, Felipe, Leyes fundamentales de México 1808-1975, México, Porrúa, 1975, p. 154), con lo que se retomó el adverbio "radicalmente", propuesto sin éxito por Guridi y Alcocer ante las Cortes de Cádiz, cuando pretendía que la Constitución que se estaba elaborando en esa ciudad española hablara de una soberanía que radical y originariamente residía en la nación, "de manera que exprese que la nación no dejará de ser nación porque lo deposite [el poder] en una persona o en un cuerpo moral". Como puso de relieve el conde de Toreno en su réplica, entrañaba esto una connotación distinta de la implicada por el adverbio esencialmente: concebida como poder originario o radical, la soberanía era susceptible de ser traspasada a las personas designadas para el gobierno, en tanto que -como ya queda dicho- lo esencial resulta inalienable. Estas fueron las palabras de Toreno ante las Cortes: "Radicalmente u originariamente quiere decir que en su raíz, en su origen, tiene la nación este derecho, pero no que es un derecho inherente a ella; y esencialmente expresa que este derecho co-existe, ha co-existido y co-existirá siempre con la nación mientras no sea destruida; envuelve, además, esta palabra esencialmente la idea de que es innegable y cualidad de que no pueda desprenderse la nación, como el hombre de sus facultades físicas (intervención del conde de Toreno en la sesión del 28-VIII-1811: Actas de las Cortes de Cádiz. Antología -dirigida por Enrique Tierno Galván-, Madrid, Taurus, 1964, 2 vols. p. 572). El discurso de Guridi y Alcocer está en Actas de las Cortes de Cádiz, pp. 565-566.

el Congreso se apresuró a declarar que la soberanía residía en él: en consecuencia, y admitido también el postulado de la división de poderes, el órgano de representación nacional delegó interinamente el Poder Ejecutivo en la Regencia.

En la primera sesión del Congreso Constituyente que sucedió a la Junta Provisional Gubernativa, el 24 de febrero de 1822, a instancias de José María Fagoaga se aprobó la siguiente proposición: "aunque en este Congreso constituyente reside la soberanía, no conviniendo que estén reunidos los tres poderes, se reserva el ejercicio del Poder Legislativo en toda su extensión, delegando interinamente el Poder Ejecutivo en las personas que componen la actual regencia, y el judiciario en los tribunales que actualmente existen ó que se nombraren en adelante, quedando uno y otros cuerpos responsables á la nación por el tiempo de su administración, con arreglo á las leyes": Actas constitucionales mexicanas (1821-1824), vol. II, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1980 (edición facsimilar de la de México, Imprenta Imperial de D. Alexandro Valdés, 1821), pp. 8-9 (24-II-1822).

Esa apropiación de la soberanía nacional por el Congreso ha sido cuestionada por Burgoa, quien juzga "francamente aberrativo que la soberanía nacional, es decir, de la nación, no radique en el pueblo, sino en un organismo legislador";

Burgoa, Ignacio, Derecho constitucional mexicano, México, Porrúa, 1982, p. 606. Este punto de vista es criticado por Barragán: cfr. Barragán Barragán, José, Introducción al federalismo, pp. 51 y 66.

y éste fue también el criterio de un grupo de diputados del segundo Congreso Constituyente, que consideraron un insulto al "pueblo soberano del Anáhuac" atribuir la autoría de la Constitución al Congreso: "¿pues qué, por el nombre que tienen de representantes, ya pueden destruir la voluntad del pueblo? [...] El Congreso es a quien los pueblos manifiestan enérgicamente su voluntad: precisamente los representantes hacen aquello y no otra cosa".

Cfr. Miranda, José, "El influjo político de Rousseau en la Independencia mexicana", en VV. AA., Presencia de Rousseau, pp. 259-291 (p. 288).

En cambio, Mier no veía contradicción entre la soberanía de la nación y la que residía en sus representantes:

¿Y este Congreso no lo es también [soberano]? Sí, porque la nación mexicana, en quien reside esencialmente la soberanía, sin que nadie haya podido restringir su poderío, nos ha delegado sus poderes plenos, cuales son necesarios para constituirla. Este es un Congreso constituyente, soberano de hecho, como la nación lo es de derecho.

Actas constitucionales mexicanas (1821-1824), vol. III, p. 501 (16-VIII-1822).

En el pulso, que no tardó en presentarse, entre Iturbide y el Congreso, ambos pretendieron afirmar la primacía de su autoridad. Aquél se presentaba como el instrumento de que se había servido la nación mexicana para afirmar su derecho a una existencia política independiente, articulada en torno a las bases de Iguala, que aspiraban a convertirse en expresión del querer de todo un pueblo y, consecuentemente, en algo incontrovertible a lo que quedaba condicionado el mismo Congreso: por eso, precisamente porque la nación entera se había adherido a Iguala, había de prevalecer "la ley de la voluntad general", personalizada en Iturbide, en cuanto superior a "toda autoridad" (léase el Congreso), evitándose así el peligro de "poner la suerte [de la nación] al arbitrio absoluto de una reunión de individuos que, perteneciendo á la especie humana, son participantes de todas sus miserias, y no exentos de las pasiones que acompañan al poder ilimitado".

Discurso de Iturbide en la instalación de la Junta Nacional Instituyente: Actas constitucionales mexicanas (1821-1824), vol. VII, pp. 3-5 (2-XI-1822). Cfr. también Miranda, José, "El influjo político de Rousseau en la Independencia mexicana", pp. 278-279.

Lógicamente, el Congreso, que insistía en su condición de depositario de la soberanía nacional, se desenvolvía cada vez con mayor incomodidad dentro de los límites fijados por el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, que debió aceptar como parte de la herencia transmitida por la Junta Provisional Gubernativa. Ésta había recogido en el Reglamento sobre Libertad de Imprenta que aprobó el 14 de diciembre de 1821 unas bases constitucionales, que fueron adoptadas por el Congreso Constituyente apenas entró en funciones: "las Bases consignaron como voluntad del Congreso los que habían sido compromisos entre Iturbide y O'Donojú relativos a la intolerancia religiosa, a la monarquía constitucional y a la sucesión de los Borbones. De este modo el Congreso, en su carácter de único órgano jurídicamente autorizado, declaraba como voluntad del pueblo lo que hasta entonces sólo había sido voluntad presunta".

Tena Ramírez, Felipe, Leyes fundamentales de México, 1808-1975, p. 121. En la sesión de la Junta Gubernativa del 5 de diciembre de 1821, Espinosa había advertido que Iturbide "obró en el Plan de Iguala y Tratados de Córdova con la voluntad presunta de la Nación; pero que posteriormente ya la misma Nación la expresó": Actas constitucionales mexicanas (1821-1824), vol. I, p. 134 (5-XII-1821).

La proclamación de Iturbide como emperador que, a primera vista, parecía consagrar su hegemonía, vino a explicitar la subordinación de sus actuaciones a la Constitución y a las leyes que elaborara el Congreso: en el juramento que prestó el emperador ante el órgano legislativo el 21 de mayo de 1822, limitaba sus poderes, se comprometía a respetar y observar aquellas normas y aceptaba que cualquier cosa que hiciera contraria a las promesas que se le requerían sería nula y sin validez. En efecto, la fórmula juratoria preparada por una comisión del Congreso puntualizaba que Agustín era emperador "por la Divina Providencia, y por nombramiento del congreso de representantes de la nación", y lo obligaba a "guardar la Constitución que formare dicho congreso" y "asimismo las leyes, órdenes y decretos que ha dado y en lo sucesivo diere".

Alamán, Lucas, Historia de México, vol. V, p. 560.

Ya antes de la jura, en la sesión extraordinaria del Congreso del 19 de mayo, un grupo de diputados había realizado un intento desesperado por resistir la imposición del nombramiento de Iturbide como emperador. Sus argumentos se centraron en la limitación de los poderes que les habían sido concedidos por las provincias: partiendo del principio de que "la soberanía reside radicalmente en el pueblo americano", observaban que éste no se componía sólo de los habitantes de México -cuya inclinación en favor de ese llamamiento al trono se exteriorizaba ruidosamente en las mismas tribunas del Congreso-, y que era preciso oír la voz de las provincias, de la que no se podía prescindir: por este motivo solicitaban que "suspenda V. M. su resolución, hasta que a lo menos, dos terceras partes de las provincias hayan ampliado sus poderes, y dado una instrucción sobre la forma de gobierno que se ha de aceptar".

Proposición presentada por los diputados José de San Martín, José Ignacio Gutiérrez, Manuel Terán, José Mariano Anzorena y Francisco Rivas. Actas constitucionales mexicanas (1821-1824), vol. II, p. 284 (19-V-1822).

La argumentación, por más que fuera desechada "en medio de un debate interrumpido y ruidoso", no carecía de enjundia: sólo la nación soberana, a través de sus legítimos representantes en el Congreso, se hallaba cualificada para decidir sobre la forma de gobierno del Estado: Iturbide, por tanto, no podía pretextar la presión ejercida por las masas populares capitalinas, para desatender la voluntad general, que sólo se expresaba por medio de los diputados del Congreso en quienes se había delegado el ejercicio de la soberanía.

Mayor complejidad entrañaba la aplicación del principio de soberanía en el marco de un Estado federal, como el que proyectó el segundo Congreso Constituyente. Por eso no está de más incluir aquí unas breves reflexiones para llamar la atención sobre la aparente incompatibilidad entre la interpretación tradicional de soberanía y la República federal: considerada la nación por los centralistas como un ente único e indivisible, rechazaban como incongruente la posibilidad de varias soberanías autónomas.

En efecto, la discusión de los principios federales se asociaba de modo necesario a la cuestión de la titularidad de la soberanía y tenía sus implicaciones a la hora de delimitar lo que debía ser entendido como nación. Así, cuando Lucas Alamán arremetía contra la implantación de un régimen federal en México que, a su juicio, privaba a las autoridades centrales de medios para hacerse obedecer, extraía la conclusión de que "con `Estados libres, soberanos é independientes', no puede haber hacienda, ni ejército, y en suma, ni nación".

Alamán, Lucas, Historia de México, vol. V, p. 817.

Por contraste, desde unos planteamientos federalistas, "el diputado de Jalisco, Juan de Dios Cañedo, que se consideraba representante de su estado, como lo habían sido los de los estados ante la Confederación de los Estados Unidos, denunciaba el uso de nación como contradictorio de Federación e insistía en la concepción tradicional de la indivisibilidad de la soberanía. Para él, no había duda de que la titularidad de la soberanía pertenecía a los estados, que delegaban ciertos atributos a la Federación, a la manera que lo había hecho la confederación norteamericana".

Vázquez, Josefina Zoraida, "El federalismo mexicano, 1823-1847", pp. 23-24. Cfr. también Barragán Barragán, José, Introducción al federalismo, pp. 188-189 y 202. La intervención de Cañedo en el Congreso se recoge en Acta Constitutiva de la Federación. Crónicas, p. 270.

Vélez y Rodríguez, también federalistas, se esforzaron por compatibilizar la soberanía parcial, correspondiente a cada estado, y la general, propia de la Federación: la primera -sostenía Vélez- "consiste en el uso de los derechos que este [el Estado] se ha reservado, y la segunda [...] consiste en los derechos que cada uno ha puesto á disposición de la confederación para que pueda subsistir ella y los estados que la componen".

Acta Constitutiva de la Federación. Crónicas, pp. 216 y 342.

Francisco García, tal vez uno de los más inteligentes federalistas, se esforzó por encontrar respuesta al interrogante sobre la posibilidad de una soberanía efectiva de los estados dentro de la Federación. Definida la soberanía como el derecho de un territorio a gobernarse por sí mismo, que es relativo a varios objetos, el ejercicio de unos derechos podía pertenecer a las autoridades centrales, y el de otros a las entidades estatales; por tanto, "nada impide que estas fracciones se llamen soberanas con una soberanía relativa; esto es, con respecto a los derechos que se reserven, y sobre los cuales tienen una inspección absoluta é independiente".

Cfr. Reyes Heroles, Jesús, op. cit., nota 68, pp. 396-397.

Desde unas perspectivas antagónicas, Paz expresaba su aprensión de que cada sector nacional quisiera ser tan soberano como todo el país, y rogaba a los miembros del Congreso que recordaran que no representaban a las provincias que los habían elegido, sino a toda la nación;

Cfr. Águila Mexicana, 5-XI-1823.

Teresa de Mier subrayaba el carácter de representantes de la nación que correspondía a los diputados enviados al Congreso por las provincias;

"La soberanía reside esencialmente en la nación, y no pudiendo ella en masa elegir sus diputados, se distribuye la elección por las provincias; pero una vez verificada, ya no son electos diputados precisamente de tal ó cual provincia, sino de toda la nación [...] todos y cada uno de los diputados lo somos de toda la nación": Bustamante, Carlos María de, Continuación del Cuadro Histórico. Historia del emperador D. Agustín de Iturbide hasta su muerte, y sus consecuencias; y establecimiento de la república popular federal, México, Instituto Cultural Helénico y Fondo de Cultura Económica, 1985 (edición facsimilar de la de México, Imprenta de Cumplido, 1846), p. 204, y Acta Constitutiva de la Federación. Crónicas, p. 283.

Mangino defendía un concepto de soberanía como "reunión de los estados que componen la nación mexicana", y proponía una concentración de poder en las instancias federales;

Acta Constitutiva de la Federación. Crónicas, p. 108.

Carpio impugnaba el artículo 6o. del proyecto de Acta Constitutiva,

"Sus partes integrantes [de la nación mexicana] son estados libres, soberanos é independientes en lo que esclusivamente toque á su administración y gobierno interior..." (Acta Constitutiva de la Federación. Crónicas, p. 101).

"persuadido de que la soberanía no puede residir en los estados tomados distributivamente, sino en toda la nación",

Acta Constitutiva de la Federación. Crónicas, pp. 112 y 344-347.

mientras Castorena, Martínez y Cabrera sostenían la indivisibilidad de la soberanía como atributo que debía reservarse en exclusiva a la nación.

Acta Constitutiva de la Federación. Crónicas, pp. 215, 342-343 y 357-364.

Ya en la siguiente década, Mora aportó claridad doctrinal y vías de solución a las dicotomías y paradojas que habían proliferado cuando se trataba de definir la naturaleza del Estado mexicano; y caracterizó como sistema federativo al integrado por un gobierno general y los gobiernos particulares de los estados, unos y otros soberanos porque en todos se ejercen "aunque sobre distintos puntos los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, que constituyen la soberanía".

Cfr. Mora, José María Luis, Catecismo político de la Federación mexicana, pp. 546-547.

Tal vez la clave para resolver la aparente contradicción entre soberanías que recalcaban los centralistas estribe, como sugiere Rabasa,

Rabasa, Emilio O., El pensamiento político del Constituyente de 1824, p. 133. Barragán, en su obra tan citada sobre el federalismo mexicano, enuncia la diversidad de concepciones acerca de la soberanía entre los partidarios de las tesis federalistas: cfr. Barragán Barragán, José, Introducción al federalismo, pp. 196-197 y 202-203.

en que éstos entendían la soberanía en sentido estrictamente nacional: es decir, considerando a la nación como la sociedad total políticamente organizada; en tanto que los federalistas -aun utilizando el término de "nación"- trataban de designar con esa denominación al pueblo no configurado todavía en lo político.

El maestro Gamas Torruco proporcionó una interesante explicación del ejercicio de la soberanía en los regímenes federales, al precisar la distinción entre estado federal y confederación de estados: mientras en el primero la soberanía es una cualidad de la totalidad de la organización, quedando restringidas las entidades federativas a una zona de autonomía determinada constitucionalmente, en el marco de la confederación cada unidad componente preserva su derecho de absoluta e irrestricta autodeterminación.

Cfr. Gamas Torruco, José, El federalismo mexicano, p. 95.

En cualquier caso, el debate no dejaba de plantear serias dificultades, como lo patentizan los esfuerzos realizados posteriormente por los tratadistas políticos para intentar dilucidar la naturaleza jurídica de los estados federales: desde la insatisfactoria teoría de la co-soberanía divulgada por Tocqueville,

Gaxiola previene ante el manifiesto error de esa interpretación, que incurre en el olvido de que la soberanía, como tal, es indivisible y no puede compartirse esencialmente (cfr. Gaxiola, F. Jorge, La crisis del pensamiento político, p. 54).

a las doctrinas de Borel y Le Fur, que fijan su esencia -también de un modo insatisfactorio-

"Es inconcuso que la teoría de Le Fur arrojó mucha luz en el problema que venimos estudiando, pero no podemos estimar [...] que la participación directa o indirecta de las entidades federativas en la expresión de la voluntad nacional, constituya el signo específico de la naturaleza jurídica del Estado federal" (Gaxiola, F. Jorge, La crisis del pensamiento político, p. 61).

en la participación de las entidades federativas en la formación de la voluntad nacional y en la pluralidad de representantes y de órganos de soberanía, o la explicación de Kelsen, que aproxima en exceso los conceptos de descentralización y de Estado federal.

Por supuesto, y aparte los considerandos teóricos a que se ha hecho referencia, quedaba el hecho indudable -realzado por Prisciliano Sánchez en el Pacto Federal del Anáhuac-

Sánchez, Prisciliano, Memoria sobre el estado actual de la administración pública del estado de Jalisco leída por el C. Gobernador del mismo [...] seguida del Pacto Federal de Anáhuac, Guadalajara, Poderes de Jalisco, 1974. Un excelente análisis del Pacto, en Reyes Heroles, Jesús, op. cit., nota 68, pp. 382-389.

de que el Estado federal se había constituido por querer expreso de las provincias; por tanto, el Congreso -en cuanto representación de la soberanía nacional- había de acatar la voluntad de las provincias y a ella estaba subordinado. Esa precedencia de las provincias era compatible en la mente de este autor con el reconocimiento del carácter soberano de la nación, cuyos "intereses generales los administra la autoridad central". Sólo por analogía podía hablarse de soberanía de los estados: "cada estado es independiente de los otros en todo lo concerniente a su gobierno interior, bajo cuyo respecto se dice soberano de sí mismo", sin que esa recíproca independencia de los estados debilitara la fuerza nacional.

Sánchez, Prisciliano, Memoria, pp. 55 y 64.


V. LOS CENTROS DE PODER Y LAS TENDENCIAS CENTRÍFUGAS

A la vista de las ambigüedades en que se desenvolvió el primer México independiente,

José C. Valadés defiende la tesis de que el Ejército Trigarante que hizo su entrada triunfal en México en septiembre de 1821 no puede ser calificado con propiedad como "mexicano", "puesto que no existen documentos que indiquen el reconocimiento preciso de un espíritu de nacionalidad, y sí el nacimiento de un partido oportunista que conociendo el hartazgo producido por una guerra de diez años, dio fin a los juegos de las aventuras y de la pólvora cuando lo estimó a propósito y conveniente"; y, más adelante, abunda en la misma idea al referirse a los dislates del iturbidismo, una "parcialidad que no era española ni mexicana; pero sí antiborbonista". Aunque no deja de apreciar la existencia de un "concepto de Estado, y de Estado nacional, así como de nacionalidad" entre los caudillos y lugartenientes de la insurgencia, que configuró "una mexicanía absoluta a la que no correspondió el iturbidismo" (Valadés, José C., op. cit., nota 41, pp. 20, 22 y 23).

se desprende la débil realización en el país de los elementos configuradores de un Estado moderno y el apelativo de "era de desintegración nacional" con que algunos autores se refieren al periodo que se extiende hasta 1880;

Cfr. Anna, Timothy E., El imperio de Iturbide, p. 252.

y eso a pesar de que, como sostiene José C. Valadés, el horizonte de una nacionalidad no se hallara muy distante de los mexicanos del primer tercio del siglo: "la república intuía -y sólo intuía- la nacionalidad".

Valadés, José C., op. cit., nota 41, p. 133.

Nada tiene de extraño el trágico testimonio de Mariano Otero en 1847, después de la derrota ante los Estados Unidos y de las revueltas indígenas de Yucatán y la Huasteca: "en México, no hay ni ha podido haber eso que se llama espíritu nacional, porque no hay nación".

Cit., en Hale, Charles A., op. cit., nota 21, p. 35.

Llegamos así a plantearnos la cuestión de la identidad nacional, que hacemos preceder de unas breves precisiones en torno a los conceptos de nación y de pueblo. Según Ignacio Carrillo, que sigue de cerca al maestro Mario de la Cueva, el primero implica connotaciones de tipo conservador, y apunta más bien al "pasado de una comunidad humana, con sus glorias y sus derrotas; con su cultura derivada del pensamiento filosófico, científico, moral y estético de los maestros y escritores que pasaron por la vida difundiendo su enseñanza; y con sus instituciones políticas y jurídicas, que han servido de cauce al desarrollo de la comunidad". Pueblo, por contraste, contradice esta concepción estática y reivindica el derecho al cambio en nombre de la libertad humana y del deseo connatural al hombre de búsqueda de la felicidad.

Carrillo Prieto, Ignacio, La ideología jurídica en la constitución del estado mexicano 1812-1824, México, UNAM, 1986, pp. 142-143.

En las líneas que preceden se ha dado prioridad al concepto de nación sobre el de pueblo: porque era inevitable que los forjadores del México moderno dirigieran la mirada hacia el pasado "nacional", más preocupados por entroncar con unos precedentes verosímiles que por delinear un futuro para el "pueblo" mexicano que escapaba tal vez a su capacidad de previsión. La ficción de la nación y, en menor medida -por los motivos que se acaban de apuntar-, la del pueblo, acabaron marcando toda la realidad mexicana contemporánea y confirieron a las elites su doble misión: "construir una nación y crear un pueblo moderno".

Guerra, François-Xavier, México, del Antiguo Régimen a la Revolución, vol. I, p. 194.

¿Cuáles iban a ser los perfiles definitorios del nuevo Estado?, ¿cuál era el proyecto nacional que se deseaba confiar a la custodia de ese Estado?, ¿cómo unificar a elementos tan variopintos, aglutinados antes por la dominación española? Éstas fueron preocupaciones constantes de Iturbide que, al igual que Morelos, entendió que las diferencias sociales, raciales o culturales habían de ser superadas para lograr la unificación nacional. El primero estaba persuadido de que el Plan de Iguala constituía la única base auténtica de consenso en México para construir una nación-Estado. El problema estriba en que no llegó a arbitrar los medios para alcanzar ese objetivo; más aún, su política de mano tendida a los españoles que desearon integrarse en el nuevo Estado independiente le atrajo desconfianzas entre quienes veían en esa actitud la amenaza de una traición que les podía devolver a la dominación española: "para él, preservar el orden era útil para México, aun cuando también sirviera al rey de España".

Anna, Timothy E., El imperio de Iturbide, p. 51.

Las acusaciones de despotismo con que los enemigos políticos de Iturbide trataron de acorralarlo en el verano de 1822 procedían precisamente de los diputados de las provincias periféricas, temerosos de que los intereses de sus representados pudieran verse dañados por las supuestas pretensiones de Iturbide de absorber todo el poder público.

Idem, pp. 112-113.

El proceso que arrancó del Plan de Iguala no acertó a producir un nacionalismo, y ese fracaso tiene mucho que ver con la incapacidad en que acabaría encontrándose Iturbide para crear un sistema estatal centralizado con que afrontar el desafío planteado por las crecientes demandas de autonomía regional, estimuladas por la confusa división territorial del país en aquellos momentos.

Idem, p. 60. Esa confusión tardó mucho en disiparse, como lo demuestran los debates en torno al artículo 7o. del borrador de Acta Constitutiva, donde se enumeraban los estados que inicialmente configuraban la Federación. Las manifestaciones que hizo el diputado Cabrera el 20 de diciembre ilustran sobre el desconcierto imperante entre los miembros de la comisión redactora, por falta de elementos de juicio. Alegó que había motivos para suspender la discusión en cuanto á todos los estados, porque no siendo posible que la comisión haya tenido los datos estadísticos necesarios para una arreglada división, se deben suplir con las noticias y observaciones que hagan las mismas provincias y adquieran sus diputados (cfr. Acta Constitutiva de la Federación. Crónicas, p. 374).

La Junta Provisional Gubernativa no consideró "asunto del momento" la división provincial y decidió la susbsistencia de diputaciones provinciales donde ya estuvieran establecidas y su constitución en las intendencias donde no las hubiera. Ya en diciembre de 1821, se previó la organización del Imperio en seis Capitanías generales; y Alcocer propuso que se encargara a las juntas provinciales y ayuntamientos la "división del terreno y partidos".

El Primer Congreso Constituyente obró también con premiosidad en esta materia, a pesar de que en una fecha tan temprana como el 22 de marzo de 1822 el diputado Valdés formulara una consulta -reiterada el 17 de abril y el 10 de mayo- sobre la división del territorio del Imperio.

Cfr. Actas constitucionales mexicanas (1821-1824), vol. I, pp. 89, 134 y 173 (11-XI, 5 y 24-XII-1821), y vol. II, pp. 98, primera foliatura, y 49 y 199, segunda foliatura (22-III, 17-IV y 10-V-1822).

La comisión de legislación del Congreso, a la que correspondía estudiar la propuesta de Valdés, se limitó a sugerir que "se exite al gobierno á fin de que nombre una junta de ciudadanos inteligentes que entiendan en la división política y geográfica del territorio del imperio". Quedó señalado el 4 de junio como fecha para la discusión de ese dictamen.

Cfr. Actas constitucionales mexicanas (1821-1824), vol. II, p. 361, segunda foliatura (31-V-1822).

Pero el tiempo siguió corriendo sin que esas exhortaciones, renovadas el 12 de agosto,

Cfr. Actas constitucionales mexicanas (1821-1824), vol. II, p. 450, segunda foliatura (12-VIII-1822).

condujeran a ninguna solución práctica. La estructura provincial del Imperio seguía, pues, sin articularse. Así, como atinadamente observa Timothy Anna, "el Plan de Casa Mata sólo tuvo que tocar este manantial de interés regional, para inundar al caudillo".

Anna, Timothy E., El imperio de Iturbide, p. 60.

Por eso resultan altamente significativas unas palabras pronunciadas por Iturbide en vísperas de su elección como emperador. Después de ponderar las dificultades de toda índole que obstruían la acción gubernamental -ejército insuficiente, carencia de liquidez en la tesorería, falta de separación de poderes y de reconocimiento exterior-, se interrogaba: "¿este país puede llamarse apropiadamente una nación?".

Cit., en Roberston, William S., Iturbide of Mexico, Durham, N.C., Duke University Press, 1952, pp. 170-171.

Parecida pregunta cabe formularse cuando se contempla la oposición que las oligarquías provinciales plantearon a las tendencias centralizadoras del poder a partir de 1824, aunque ya empezaran a patentizarse desde los primeros meses del año anterior. Bastaría ojear muchas de sus intervenciones en el Congreso para advertir que, de un modo no infrecuente, atentaban contra la formación del Estado-nación. Esa tendencia al fraccionamiento del poder político derivaba del plan operativo que siguió a Casa Mata, en virtud del cual cada provincia "adquiría de facto la calidad de unidad política autónoma que comenzó a organizarse a través de las diputaciones provinciales y de los jefes políticos",

San Juan Victoria, Carlos, "Las utopías oligárquicas conocen sus límites (1821-1824)", p. 94.

y se reflejó en las limitaciones impuestas por las provincias a sus representantes en el segundo Congreso Constituyente.

Cfr. Barragán Barragán, José, Introducción al federalismo, pp. 163-169.

Los vaivenes experimentados por la Primera República Federal responden en buena medida a la carencia de un proyecto nacional entre algunos de los políticos que manejaron los resortes del poder. En relación con la tragedia protagonizada por Guerrero en 1829 y con la aversión que hacia él profesaba el ministro Facio, Valadés atrae la atención sobre el antagonismo profesado por el partido a que pertenecía Facio al propósito de "renacimiento de la mexicanía",

Ese "renacimiento de la mexicanía", que implicaba la búsqueda de una nueva integración nacional, se inspiraba en elementos socioculturales de origen supuestamente anterior a la conquista española.

en nombre de un voluntad meramente "autonomista" y de una concepción del país como un artefacto construido en el siglo XVI y no como resultado de la acción de los hombres que, en la decimonovena centuria, aspiraban a articular un nuevo designio político.

Cfr. Valadés, José C., op. cit., nota 41, p. 175. En otro lugar del mismo libro, Valadés explicita más su pensamiento cuando se refiere a los enemigos políticos de Guadalupe Victoria: "tal partido se ocultaba bajo muchos faldones. El más peligroso de ellos estaba entre quienes, sin ser realistas ni iturbidistas, pretendían una mágica estructura política que fuese la continuación [...] del Estado virreinal, o lo que era lo mismo: la equivalencia del Estado histórico, puesto que suponían que la Independencia no era una restauración nacional, sino una mera y explicable revolución autonomista dentro de un México instaurado por las huestes de don Hernán Cortés" (idem, p. 35). Parecido es el juicio de Reyes Nevares, cuando se refiere al deseo de perpetuar el anterior estado de cosas, que "fue uno de los grandes motivos del conservadurismo mexicano": Reyes Nevares, Salvador, "Las Cortes de Cádiz y las ideas políticas en México", en VV. AA., Los derechos del pueblo mexicano. México a través de sus constituciones, México, Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, LII Legislatura, 1985, pp. 263-316 (p. 312).

Pero si los federalistas invocaron reiteradamente el nacionalismo mexicano, lo hicieron con una intencionalidad partidista, en la medida en que les procuraba un arma para combatir a los centralistas, a los que acusaban de servir a los intereses de España.

Cfr. Bazant, Jan, "México", en Bethell, Leslie (ed)., Historia de América Latina, vol. VI, Barcelona, Crítica, 1991, pp. 105-143 (p. 112).

Ciertamente, las penurias a que venimos refiriéndonos, que difirieron el desarrollo de una estructura estatal que respondiera a un concepto definido de la nación, no son privativas de México: tanto la idea nacional como el proyecto de un Estado sólido conservan, en todo el ámbito iberoamericano, un carácter de abstracción e inoperancia. Por decirlo con palabras del maestro Marcos Kaplan, "se difunden y concretan de modo lento e incompleto; no encuentran el sustento sociopolítico los cuadros territoriales y demográficos que necesitan para materializarse. La independencia es realizada y usufructuada por personalidades, pequeños grupos y comunidades de tipo urbano".

Kaplan, Marcos, "El nacionalismo en América Latina", p. 34.

La actuación política de los intereses locales, a menudo descuidada por la historiografía, resultó decisiva en la década posterior a 1824 y reforzó las tendencias disgregadoras. Se comprende así la recomendación de Carlos San Juan, cuando insistía en la necesidad de ahondar en su estudio, que debe ser acometido con la mayor diligencia.

Cfr. San Juan Victoria, Carlos, "Las utopías oligárquicas conocen sus límites (1821-1824)", en González, María del Refugio (ed.), La formación del Estado mexicano, pp. 89-120 (pp. 95-96).


VI. LA DESMOVILIZACIÓN POLÍTICA

Después de lo referido en el capítulo II a propósito de las características de la población que se incorporó al Estado mexicano, no ha de extrañar la apatía y la indiferencia de las masas ante las luchas políticas que en seguida hicieron su aparición: si algunos estratos de la sociedad pudieron sentir como propia la guerra por la indepen-dencia, nunca experimentaron el más mínimo interés por las luchas partidistas que iban a representar una constante a partir de entonces. La desmovilización política de los habitantes y su posición al margen del sistema de gobierno constituyeron pesadas lacras para el nuevo proyecto de Estado, que tan sólo era compartido por unos pocos.

Cfr. Valadés, José C., op. cit., nota 41, pp. 232-233.

Se explica así que en una sociedad tradicional, no identificada todavía con los nuevos dirigentes políticos, la relación entre éstos y el pueblo hubiera de concertarse a través del recurso a los caciques, que sustentaban su autoridad local en lazos personales, familiares y comunitarios, que en nada diferían de los existentes durante el Antiguo Régimen.

Guerra, François-Xavier, México, del Antiguo Régimen a la Revolución, vol. I, p. 13.

Por los mismos motivos no resultan carentes de fundamento las acusaciones lanzadas contra las diputaciones provinciales, en la primavera de 1823, por algunos miembros del Congreso contrarios al protagonismo asumido por aquellas instituciones a raíz de Casa Mata: al negarles el refrendo popular, las despreciaban como facciones aristocráticas.

Esa apatía popular persistió a lo largo de varios decenios. Sólo de esta manera se explica la indiferencia con que fue seguido el fusilamiento de Guerrero en 1829, sin que apenas se disparase un tiro: "aunque los ejércitos adversarios sumaban miles de soldados, de hecho, sólo unos cientos estarían enterados de las razones políticas del conflicto o preocupados por ellas [...] La mayoría de la población permanecía, como siempre, pasiva y desinteresada".

Costeloe, Michael P., op. cit., nota 43, p. 247.

El testimonio de un español contemporáneo de la época que estudiamos, religioso dominico, expulsado por el gobierno mexicano en 1826, ilustra con elocuencia sobre las simpatías hacia España y, consiguientemente, sobre el rechazo hacia las autoridades mexicanas de numerosos habitantes del país: "la IndiadaGente bajay Artesanos en lo General, inclusa la Grandeza por que a los últimos los han dejado sin empleos títulos y armas de las puertas de sus casas, están por el Rey".

Delgado, Jaime, España y México en el siglo XIX, vol. III, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1950, Apéndice documental (1820-1845), p. 121, Documento XXV, "Relación que da del estado de México y Guatemala el P. Fr. Antonio Álvarez Religioso Dominico Europeo, hijo de la Provincia de Oaxaca, y desterrado por el Gobierno Mexicano el 21 de noviembre de 1826".

Análogas convicciones compartía el autor de una exposición dirigida al rey de España por las mismas fechas:

deberá contar igualmente V. M. con que el Comerciante, el Labrador, el Minero y todos cuantos tienen que perder anhelan por el Gobierno de V. M., extendiéndose esta circunstancia a la plebe é Yndios, que hasta ahora han sido solo unos espectadores de la rebolución; y aun muchos y muy utiles militares hijos del pais que han servido bajo las banderas de V. M. ansian por reunirse a ellas. El Clero, Señor, es también una Columna que sostiene en todos tiempos el Altar y el Trono, mayormente el de Vuestro Reyno de Mejico, en quien debe V. M. contar un apoyo, particularisimamente en las actuales circunstancias que sufre constantes vejaciones, ultrajes y todo cuanto mas se pueda imaginar contrario á un instituto y decoro, que en tiempos más felices gozaba bajo el Patronato de V. M.

Delgado, Jaime, España y México en el siglo XIX, vol. III, p. 149, Documento XXVIII, "Exposición de don Juan Bautista Íñigo".

Manuel FERRER MUÑOZ