SUMARIO: [ I. Introducción. ] [ II. Los supuestos. ] [ III. La "antijuridicidad" del delito. ]
[ IV. Las penas "privativas" de la libertad. ]
Es propósito del presente trabajo formular algunas reflexiones sobre dos temas que, desde hace muchos años, han ocupado nuestra atención. Nos referimos al que atañe a la definición que, al nivel de la doctrina penal, se hace del delito, considerándolo como "antijurídico", y el que concierne al común y tradicional concepto de "penas privativas de la libertad".
Ambas reflexiones se sustentan en los sólidos aportes que brindan a la ciencia jurídica tanto la filosofía como la teoría general del derecho, temiendo en cuenta que sus principios sirven de fundamento y son de aplicación a todo el ordenamiento jurídico si se tiene en cuenta que éste es unitario. Son estos principios básicos, en la actualidad de aceptación general, los que nos servirán de básico apoyo en el curso de las reflexiones que son materia de este artículo.
En definitiva, y tal como intentaremos demostrarlo en las páginas siguientes, tales reflexiones nos han conducido a considerar que el delito es una expresión de "lo jurídico", por lo que no se le puede definir, contrariamente, como "antijurídico". Por lo demás, lo antijurídico no pertenece a la esfera del derecho, al campo de lo jurídico.
De otro lado, estimamos que sobre la base del conocimiento que hoy se tiene del ser humano, no es posible continuar refiriéndose a penas capaces de privar al hombre de la libertad, la que es inherente a su propia naturaleza. Las penas sólo pueden limitar o restringir el ejercicio mismo de la libertad.
Con las consideraciones contenidas en este trabajo sólo pretendemos que los penalistas más inquietos, que encuentren en estas líneas un motivo suficiente de reflexión, se replanteen los temas que suscitan nuestra propuesta, dejando para ello de lado, con mentalidad abierta y humanidad científica, tanto el tremendo peso que significa la tradición para el derecho como la docta opinión de consagrados penalistas que merecen nuestro mayor respeto y gratitud por sus valiosos aportes a la ciencia jurídica. Sus importantes consideraciones no nos pueden detener en el tiempo sin congelar el libre discurrir de nuestro pensamiento que está, o debe estar, siempre abierto a las sugerencias que provienen de la realidad o a los desarrollos de la filosofía o de la ciencia. Del mismo modo, ni la tradición ni el respeto que nos merecen las opiniones consagradas por el tiempo pueden impedir el meditado cuestionamiento de algunos de tales aportes, ya que el inexorable destino natural de la ciencia es progresar y transformarse como resultado de las solicitaciones de la rea-lidad y los desarrollos de la creatividad propia de la imaginación y del pensamiento humano.
Nos sentiremos satisfechos, y estimaremos haber obtenido la finalidad propuesta al presentar esta ponencia, si las consideraciones que a continuación se exponen merecen la atención de los penalistas y motivan su inquietud para valorarlas, comprobarlas o desestimarlas.
Para el efecto de fundamentar nuestras proposiciones partimos de la base de que todo lo que sucede en la vida se refleja en el derecho desde que éste es, primariamente, vida humana social. De esta afirmación se deriva, como lógica consecuencia, que para conocer el derecho es necesario conocer al ser humano. No por nada es el hombre el único ser que vivencia valores y el que crea las normas jurídicas. Esta visión del derecho, que se centra en la vida humana y que nos acompaña desde casi medio siglo, va encontrando cada vez un mayor número de adeptos, en la medida en que los juristas, paulatinamente, se desprenden de los dogmas positivistas, atienden más a la realidad y a los supuestos filosóficos, al tiempo que desconfían de las meras construcciones conceptuales que no guardan sintonía con la realidad y los principios rectores del derecho. Por lo anterior nos causó gran alegría que en reciente trabajo, que data de 1994, una investigadora de la Universidad de Trieste concluyera un interesante trabajo sobre el daño existencial expresando con convicción que compartimos: es necesario un profundo cambio de mentalidad de parte de los hombres de derecho, "un cambio radical de perspectivas que obligue a profundos repensamientos acerca del rol del juez o, más generalmente, del jurista: ayer empeñado en revisar leyes y repertorios, hoy llamado a preguntarse, antes que nada, sobre qué cosa es el hombre". Ziviz, Patrizia, "Alla scoperta del danno esistenziale", Contratto e impresa, CEDAM, 1994, pp. 845-869.
Si nos atenemos a los aportes de la filosofía de la existencia, que florece en el periodo comprendido entre las dos guerras mundiales que asolaron el mundo en el presente siglo XX, comprobables por lo demás a través de nuestra propia experiencia personal, el hombre es ontológicamente libertad, entendida ésta como capacidad de decisión creadora; justamente, lo que diferencia al hombre de los otros animales de su especie, es decir, de los mamíferos, no es sólo su racionalidad sino, fundamental y básicamente, su ser libertad. De ahí que actualmente, la clásica definición formulada por Boecio en el siglo VI, que ha pasado de generación en generación, se considere insuficiente para describir al ser humano. Para este filósofo, el hombre era sólo una "substancia indivisa de naturaleza racional", sin considerar que como sustento ontológico de ella, que pertenece a la esfera sicosomática, se encuentra el yo, que es libertad.
La libertad es la connatural capacidad de la decisión de que está dotado el ser humano, lo que lo distingue no sólo de los otros seres de la naturaleza sino también de los robots. Para el extraordinario filósofo hispano Xavier Zubiri, la libertad es "la situación ontológica de quien existe desde el ser", Zubiri, Xavier, Naturaleza, historia, Dios, Buenos Aires, Editorial Poblet, 1948, p. 390 mientras que el egregio Jean Paul Sartre, lúcido y agudo, expresa con la máxima claridad que la libertad "no es una cualidad sobrecargada o una propiedad de mi naturaleza, es muy exactamente la tela de mi ser". Sartre, Jean Paul, El ser y la nada, Buenos Aires, Editorial Iberoamericana, 1977, p. 18.
A nadie escapa que la libertad absoluta es un mito. Ella no se da en la experiencia humana. Por el contrario, la libertad se encuentra tremendamente condicionada tanto por nuestro propio mundo interior como por el ambiente en el cual nos desarrollamos, es decir, por las "cosas" y por los "otros". Este condicionamiento, que surge a partir del genoma humano, hace posible que muchos hombres pasen por la vida sin tener conciencia de su propia libertad, mientras que otros, como es normal, sólo la descubran en el instante en que se deben adoptar las más importantes decisiones a las que nos enfrenta nuestra existencia. Y estas ocasiones son escasas en el discurrir de la vida. Sin embargo, pese a todos los condicionamientos que agobian al ser humano, ello no niega su propia calidad ontológica de ser libre. Se es libre o no se es.
Durante años, al influjo del positivismo formalista, se sostenía, sin mayor análisis, que el esclavo no era persona pues carecía de libertad. A la altura de nuestro tiempo esta tesis ha quedado descartada, ya que el problema de la esclavitud no es un problema de libertad -que jamás la pierde el esclavo mientras vive- sino de restricción, más o menos intensa, en el ejercicio de esa libertad o, como también se puede sostener, en el ejercicio de los derechos subjetivos que como ser humano le deberían corresponder.
Por lo expuesto acerca de los condicionamientos a que está sujeta la libertad, es que en su obra El concepto de la angustia ese precursor filósofo de la mitad del siglo XIX que se llamó Sören Kierkeggard, al sostener que la libertad es el ser mismo del hombre, aclara a continuación, en expresión propia de su tiempo, que la liberad no es "el alcanzar esto y aquello en el mundo, de llegar a rey a emperador y a vocero de la actualidad, sino la libertad de tener en sí mismo la conciencia de que él es hoy libertad". Kierkegaard, Sören, El concepto de la angustia, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1943, p. 118. Casi un siglo después, ese fino pensador que fue Emmanuel Mounier sostiene, en el mismo sentido, que la libertad absoluta es un mito, ya que se encuentra limitada por las múltiples necesidades que la constriñen y por los valores que la urgen. Mounier, Emmanuel, El personalismo, Buenos Aires, EUDEBA, 1962, p. 36. A mayor abundamiento, el propio Sartre percibe, como es natural, que ser libre no signica "obtener lo que se quiera" sino "determinarse a querer (en su sentido amplio de elegir) por sí mismo". Sartre, Jean Paul, El ser y la nada, t. III, p. 82.
Podríamos concluir que, en mérito a lo anteriormente expuesto, cabe distinguir, teóricamente, la libertad ontológica que, en cuanto ser del hombre es capacidad de decidir creadoramente, del ejercicio de la libertad. El primer tramo de la libertad es el simple pero radical y subjetivo poder de decisión, mientras que su ejercicio supone su transformación en conductas, en comportamientos. Es decir, estamos en este caso frente a la aparición de la libertad en el mundo exterior. Es el instante de la fenomenalización de la libertad.
La libertad, como se ha puesto de manifiesto por los pensadores que en este siglo se han ocupado del tema, es indemostrable. Cada ser humano tiene o deja de tener una propia experiencia sobre su libertad. Cada persona descubre su libertad para elegir sus proyectos existenciales, para poder ser "ella misma" y no otra, o simplemente ignora su calidad ontológica radical. La libertad, por no ser exterior al hombre, se capta desde adentro y de raíz, mediante un movimiento de interiorización. Es descubrimiento de la libertad que somos, como está dicho, sólo es posible cuando nos encontramos en aquellos pocos instantes de la vida en los que se han de adoptar decisiones de trascendencia, que comprometen el futuro de la persona. En estos esquivos momentos el ser humano, como lo describen filósofos de la talla de Heidegger o Sartre, es presa de una "angustia existencial", que compromete todo el ser, y que surge frente a la responsabilidad de elegir, de tomar una importante decisión. La libertad, como acertadamente anota Mounier, "se vive, no se ve". Mounier, Emmanuel, op. cit, p. 35.
Como síntesis de lo hasta aquí sucintamente expuesto cabe sostener que si la libertad constituye el ser mismo del hombre sólo se le puede privar de ella con la muerte del ser humano.
Es precisamente la dimensión coexistencial del ser humano la que interesa al derecho, en la medida en que éste, luego de una valoración de conductas humanas intersubjetivas, procede a su regulación normativa. El mundo de las conductas subjetivas es, en cambio, el propio de la moral, aunque el derecho deba asomarse a veces a él luego de la primera valoración de conductas humanas intersubjetivas.
En conclusión, lo social no es una calidad exterior al ser humano. Por el contrario, pertenece a su estructura ontológica. El que el ser humano sea social permite que, en comunión con los demás seres humanos, constituya la sociedad. Sociedad que son todos y cada uno de sus integrantes.
Es comprensible, luego de la exposición que antecede, que el derecho participe de la estructura humana en cuanto ésta es social. El derecho, en cuanto regulación valiosa de conductas humanas intersubjetivas, es una exigencia existencial. Es inconcebible la vida humana social sin normas valiosas reguladora de la intersubjetividad que en ella se presenta.
I. INTRODUCCIÓN
1. El ser libertad
II. LOS SUPUESTOS
Estamos conscientes que de la validez de los supuestos jusfilosóficos y de la fidelidad que se sepa guardar con la realidad de la vida depende el acierto o desacierto de un planteamiento a nivel de la dogmática jurídica. Las construcciones conceptuales carentes de aquellas sólidas bases están expuestas, más tarde o más temprano, a su cuestionamiento y revisión para su debida adecuación a tales requerimientos. Por ello, todo serio planteamiento a nivel de la ciencia jurídica debe formularse cuidando que tales supuestos no admitan dudas de ningún género.
2. La bidimensionalidad del ser humano
El ser humano, sin dejar de ser unitario, tiene dos dimensiones. La primera está referida a su individualidad, a su singularidad exis-tencial, a su originalidad, al ser idéntico a sí mismo. La segunda está dada por su calidad de ser social, por su coexistencialidad. En efecto, el ser humano, sin dejar de ser un individuo, que se pierde o se gana según expresión cara a Heidegger, es simultáneamente un ser social. Esta dimensión permite que el ser humano requiera indefectiblemente de los otros seres, con quienes constituye la sociedad, para realizar su vida. El ser humano hace su vida necesariamente con los "otros". Es inimaginable concebir un ser humano aislado, incomunicado, autosuficiente, encerrado exclusivamente sobre sí mismo, prescindiendo de los demás.