1. Una vez más, en las primeras semanas del presente año, se ha sometido a reforma al Código Penal.
Ésta no es, empero, una más de las sesenta y una de que ha sido objeto su texto originario de octubre de 1931, modificado desde entonces a un promedio casi exacto de una vez por año, de modo que de sus cuatrocientos artículos, trescientos, esto es, sus tres cuartas partes, han experimentado alteraciones en este lapso, y de esos trescientos, una cuarta parte (setenta y cinco artículos), se han visto en el mismo periodo modificados tres o más veces, a menudo hasta cinco o siete.
No valdría mayormente la pena ocuparse de esta nueva reforma con algún detenimiento si se inscribiera en un fluir legislativo penal sin más fin que el de aquietar a una comunidad desasosegada por variadas amenazas contingentes, o el de sustituir por la cómoda actividad legiferante el esfuerzo más arduo de remover las causas sociales de tales amenazas, o el de disipar el desencanto por la escasa y pobre reformulación judicial de un derecho que, de ese modo, deja de adaptarse a las nuevas circunstancias.
No gira este conjunto de modificaciones al texto del Código Penal en el vórtice reformista que podría menguar el deseable ascendiente social de la legislación, ni poner a este país al borde de la provisionalidad y la precariedad institucionales. Es una reforma seria, elaborada coetáneamente a la de varios otros cuerpos legales y gestada en la necesidad de poner a tono el ordenamiento punitivo con precedentes alteraciones al texto constitucional. Por sus propósitos y por su extensión, se orienta en la línea de reformas anteriores, principalmente en la muy significativa, efectuada en el lapso de 1983 a 1985.
En este breve escrito no se trata de una dogmática de los textos afectados por la reforma, ni de su exégesis, y ni siquiera de su enjuiciamiento. Sólo se pretende exhibir el mero germen de una reflexión ulterior y ciertamente más profunda acerca de la evolución experimentada en los últimos sesenta y tres años por la política legislativa penal de este país.
2. Los códigos penales europeos del siglo XIX eran -cual más, cual menos- códigos retribucionistas, esto es, códigos en que la pena tenía esencialmente su fundamento moral en la justicia, en la compensación de la culpabilidad, y en que los inimputables (menores y enfermos mentales), incapaces de comprender el sentido de su acto ilícito, no podían consecuentemente sufrir la pena, por no poder discernir entre lo justo y lo que no lo es. Los enfermos mentales y los menores, en estricta consecuencia retributiva, quedaban al margen de la pena: para los primeros se disponía, según su hecho fuera más o menos grave, la reclusión en establecimientos destinados a los enfermos de aquella clase o a la consignación a su familia bajo fianza de custodia; para los segundos, el ingreso a centros educativos especiales o la entrega al cuidado de sus padres. La idea de retribución los ponía al margen de la pena, pero dejaba sitio a las expresadas providencias de signo evidentemente preventivo, que no se hermanaban a las penas en un sistema jurídico de sanciones, en sentido propio. No era, pues, el régimen de esos códigos aquello que más tarde se convendría en llamar régimen del doppio binarioo de la doble vía, surgido sólo a fines del siglo XIX, coetáneamente con la idea de prevención especial, y patrocinado tanto por correccionalistas, positivistas y seguidores de la escuela sociológica alemana de Franz von Liszt.
El régimen de la doble vía nace como sistema abiertamente dualista de pena, entendida como castigo retributivo de la culpabilidad, sin finalidad preventiva alguna, y de medida de seguridad, orientada por criterios de prevención especial a eliminar la peligrosidad a través del tratamiento. Es el régimen de la doble vía en su forma originaria.
Es sabido que el régimen dualista o de la doble vía ha sido objeto de críticas, especialmente cuando conduce a la imposición cumulativa, una tras otra, de la pena y la medida de seguridad, en lo que se ve "de hecho una duplicación del castigo impuesto" (Mir Puig); "si las medidas de seguridad también suelen privar de la libertad y otros derechos y son también sentidas como un mal, estaríamos frente a una estafa de etiquetas". A ello cabe agregar que si a las penas quiere, asimismo, infundirse en época más reciente un contenido resocializador, penas y medidas dejarían de diferenciarse en el plano de la ejecución.
3. Al estudiar los cambios de orientación impresos al derecho penal mexicano, aparece claro, al menos desde que existe en este país una legislación sustantiva de alcance federal, que la doble vía caracterizada de modo tan tajante como una coexistencia de pena retributiva y medida de seguridad preventiva, ha distado de darse siempre en toda su pureza. Un código como el de Martínez de Castro, puesto en vigencia en 1871, es decir, antes de hacer su aparición en Italia la Escuela Positiva y en Alemania la Escuela Sociológica capitaneada por Von Liszt, no exhibe los rasgos de un clásico código penal retribucionista, sino, como se ha dicho con acierto, "una marcada tendencia pragmática utilitarista con acento correccionalista". Y puesto que el pragmatismo utilitarista está evidentemente mucho más cerca del positivismo que el retribucionismo, no resulta demasiado sorprendente, según hemos dicho en otro lugar, que el positivismo haya seguido campeando en el derecho penal mexicano hasta época recientísima. No discurriremos aquí conforme lo han intentado algunos, en torno del grado en que en esto puedan haber tenido remoto influjo claras inclinaciones comtianas, identificables en el pensamiento filosófico mexicano de cierta época (Zaffaroni).
Pero el positivismo penal, al menos el italiano, de tanta influencia en México, no se satisfacía, como se sabe, con un régimen de doble vía; aspiraba a un monismo sustentado en la peligrosidad, no a un dualismo en que, por su parte, la pena se apoyara en la culpabilidad. Ese monismo quería llegar a una sola consecuencia jurídica, que ostentara las características de la medida de seguridad, y que de este modo viniera a reemplazar a la pena. Es el monismo del Proyecto Ferri de 1921, de la primera legislación penal soviética y del Código de Defensa Social cubano de los años treinta, como, asimismo, el que llegó a campear por muchos años, desde luego en los Estados Unidos, a través de la sentencia indeterminada, hoy día objeto de repudio.
Ya había postulado Almaraz ese monismo para su Código de 1929, proclamando enérgicamente: "[...] no habrá intervención penal cuando exista temibilidad en el agente, cuando en él no se compruebe estado peligroso alguno". Otra cosa era que obstáculos insalvables opuestos por la Constitución le hubieran impedido prescindir hasta del apotegma nullum crimen nulla poena sine lege, como habría sido su designio, y que se hubiera visto forzado a una transacción en que un sistema de sanciones (extrañamiento, apercibimiento, caución de no ofender, multa, arresto, confinamiento, segregación y relegación), dirigidas a prevenir los delitos, reutilizar a los delincuentes y eliminar a los incorregibles (artículo 68 del Código de 1929), más las muy variadas sanciones reservadas a los menores, y las diversas especies de reclusión para los "delincuentes" enfermos mentales, los toxicómanos y los sordomudos -sanciones todas ellas de duración indeterminada-, no afectaran a todo el universo posible de los transgresores a la ley penal, pues coexistían con las conminadas para quienes no se hallaban en las expresadas situaciones, y que eran y son la mayoría. Se daba, pues, en el Código Almaraz, lo que alguna vez he calificado de base asimétrica de imputación, esto es, un régimen de doble vía de acusada tendencia monista en torno del polo de la peligrosidad, régimen aceptado, por cierto, a regañadientes por José Almaraz y demás que lo diseñaron.
4. Y llegamos así al Código vigente y sus sucesivos cambios de rumbo político-criminales.
Las personas comisionadas para redactar el Código, a pesar de sus declaraciones en contrario, no estuvieron en disposición de cortar del todo las amarras con que querían dejarle un grado importante de vinculación al texto precedente. No es una audacia sostener que hasta la importante reforma que entrara en vigor el 12 de abril de 1984, el sistema de compromisos político-criminales adoptado por el Código de Almaraz, vio reproducidas sus líneas esenciales en el de 1931. Dos de sus redactores más prominentes, en una importante obra aparecida tres años después de la promulgación del Código, se pronunciaron en favor de la idea de responsabilidad social; contrapusieron a menudo lo que llamaban "criterio clásico" al positivista de responsabilidad social, que tuvieron -son sus palabras- por el "menos malo". Desde luego, las aspiraciones monistas se perciben en el Código mismo, inter alia, en la enumeración indistinta de penas y medidas de seguridad contenida en el artículo 24, donde se incluyen varias consecuencias jurídicas del delito que el artículo 68 del precedente Código de Almaraz, como se ha visto, tenía por sanciones encaminadas a "prevenir los delitos, reutilizar a los delincuentes y eliminar a los incorregibles", es decir, por medidas de seguridad en el amplio ámbito de la prevención especial; se percibe, en seguida, en la ausencia de una fórmula legal de la inimputabilidad, en la referencia genérica a "sanciones" al ocuparse de los enfermos mentales y de los sordomudos y, last but not least, amén de la severísima represión reservada a los reincidentes y habituales en nombre tácito de la defensa social, en la reiterada invocación de la peligrosidad bajo el anticuado e impropio nombre garofaliano de "temibilidad". Esta invocación a un juicio de probabilidad con vistas al futuro se hace en desmedro del juicio de realidad vuelto al pasado que es el de culpabilidad, y ello, así se trate de una imputación conducente a la pena o a la medida de seguridad. El desalojo de la culpabilidad por la peligrosidad aparece paladinamente del contexto de las reglas atinentes a la determinación de la pena, tomadas en lo esencial del Código Penal argentino, aquejado de parecido mal; no hay en esas reglas mención alguna a la culpabilidad, mientras la peligrosidad campea como contenido conceptual decisorio del significado mensurador de los elementos o factores de que la ley echa mano para la importante tarea de determinar la pena. La nostalgia monista a que estamos refiriéndonos encuentra también expresión en el modo de concebir la pena propiamente dicha: la de prisión, que es regla en el arsenal punitivo del Código, no alcanza el monstruoso máximo de medio siglo a que ha llegado más tarde y se mantiene en treinta años, límite superior siempre excesivo, si de tratamiento rehabilitador se trata, ni se alza por sobre el límite inferior de tres días, mínimo irrisorio, imposible de concebir en referencia a resocialización alguna. Es una muestra más de inclinación monista en un régimen que, con todo, exhibe las características preponderantes de un dualismo orientado a agregar importantes criterios de prevención especial a una pena que no deja de ser tal y que se orienta básicamente, si no a la retribución, como en el sistema que diremos clásico del doppio binario, al menos a la prevención general.
5. El Código se mantuvo en ese sistema dualista, con los notorios devaneos monistas de que se ha dado cuenta, por espacio de muchos años. Pero el régimen de doble vía evolucionaba, entre tanto, y llevaba a algunos a proponer su transformación en un monismo de signo contrario al pugnado por los positivistas; en lugar de desplazar su eje hacia lo que conceptualmente es la medida de seguridad, debería hacerlo hacia la pena, tratando de transfundir a ésta las características de la medida de seguridad, por obra del ocaso de la retribución y de la creciente preferencia por la prevención especial, que comenzaba a impregnar por doquier todo el arsenal de recursos punitivos. Es el momento de gloria del tratamiento. Por virtud de esa gloria, la medida de seguridad pierde, no obstante, terreno, y mientras en el dualismo de propensiones monistas positivistas, varias de las consecuencias jurídicas del delito, señaladas entre las penas, se calificaban sin dificultad de medidas de seguridad, como lo hizo, verbigracia, el Código de Almaraz, se percibía ahora que algunas de esas consecuencias, irónicamente, se querían concebir como penas: a un movimiento de expansión de las medidas de seguridad sucedía, por la tendencia a entender la pena como una herramienta de prevención especial, uno de retracción; éstas devienen una excepción en los códigos penales.
Es en esta etapa de la evolución del derecho penal de nuestro tiempo donde se da la reforma al Código Penal mexicano llevada adelante entre 1983 y 1985, y que, en obsequio a la brevedad, solemos denominar, tal vez impropiamente, "reforma de 1984", por haber entrado a regir el 12 de abril de ese año, y haber sido sólo complementada en 1985.
En el clima mexicano de reforma penal de aquellos años destacábanse propósitos como la contracción de la intervención penal, la consagración del principio de la responsabilidad por la culpabilidad y el nuevo carácter y función de la reacción penal. De ese programa, enarbolado por el Anteproyecto de 1983, no pudo una reforma parcial como la de 1983-1985 hacerse cargo íntegramente. Sin embargo, entre los rasgos que, para los efectos que nos ocupan, definen la política legislativa penal en ella reflejada, cabe poner especialmente de resalto el rescate de la culpabilidad como principio esencial de la responsabilidad. El derecho penal ha vuelto desde entonces a ser en México un derecho penal de culpabilidad.
Este aserto se fundamenta principalmente en que el ordenamiento jurídico-penal positivo aparece desde entonces provisto de una fórmula legal de la inimputabilidad; en que el error de prohibición con efecto exculpante ha encontrado amplia acogida, y en que el estado de necesidad excluyente de la culpabilidad ha seguido anidando entre las disposiciones que, en sentido amplio, indican los supuestos de ese modo de exclusión de la responsabilidad penal. Todo esto comporta una fundamental mudanza de las bases de la imputación penal, que debería haber resonado, en la jurisprudencia y la práctica judicial, en todas las partes del sistema punitivo e influido en la intelección de sus preceptos. A ello no podía obstar la pervivencia en el libro I del Código, de algunas menciones a la peligrosidad, confinada, al menos en materia de determinación de la pena, a una función limitada.
Si hasta 1984 la peligrosidad compartía distributivamente el basamento de la responsabilidad con la culpabilidad, desde entonces no parecía poder discutirse que la responsabilidad era responsabilidad por la culpabilidad, y que, desprovista la peligrosidad de la condición de principio fundante de tal responsabilidad, era menester mantenerla en el sitio relativamente reducido que pasaba a corresponderle, no otro que el de un correctivo, legitimado por razones de prevención especial, de la magnitud de una sanción previamente determinada sobre la base de la magnitud del injusto y de la magnitud de la culpabilidad, y, por otra parte, de un presupuesto de las medidas de seguridad. Así pues, cada vez que pudiera colegirse de la letra del Código que el quantumde la responsabilidad había de terminar de fijarse de acuerdo con el grado de la peligrosidad, ello presuponía que el juzgador ya había establecido el monto de la responsabilidad conforme al del injusto y al de la culpabilidad.
Debido a que, no obstante lo dicho, este Código, que pasó a ser un código de culpabilidad, no eliminó de sus preceptos la mención a la peligrosidad, expresada por el término "temibilidad", ésta siguió gravitando en el quehacer de la justicia. Fue principalmente en torno a la faena decisiva de la determinación de la pena, donde los factores a tenerse en cuenta siguieron rutinariamente referidos a la temibilidad, y donde no sólo la práctica sino también la jurisprudencia volvieron la espalda al concepto de culpabilidad, dotado por la reforma de una función directriz.
En efecto, al determinar el monto de la pena, los juzgados han echado mano primeramente, por cierto, de las líneas directrices trazadas por la fracción I del artículo 52 para la ponderación de la ilicitud. La culpabilidad, sin embargo, no ha sido objeto de una operación análoga. Si no ha mediado una causa de exclusión de ésta, los jueces, por supuesto, la han tenido por establecida, pero no han hecho de ella mención alguna en la sentencia. Se comprende, pues, que haya resultado del todo extraño a su razonamiento el que haya podido haber lugar a medirla. Lo que se ha medido en la sentencia es la peligrosidad, y ello por una intelección estrictamente literal del artículo 52. Los antecedentes de que ese artículo hace mención expresa, han pensado, conciernen al establecimiento de una mayor o menor temibilidad, único criterio para completar la tarea de cuantificación de la pena aplicable. El monto de ésta, por tanto, se ha fijado mirando al futuro más que al pasado. Para hacerlo se han basado, primeramente, en informes de personalidad emanados de órganos que no están materialmente en condiciones de fundamentarlos en un examen global de la persona, realizado con el detenimiento debido. Han servido en buena medida, con todo, para fijar un grado de temibilidad. A falta de ellos, la carencia de antecedentes penales se ha tenido en cuenta para afirmar un grado mínimo de peligrosidad, y su concurrencia un grado máximo. Se ha discurrido después un grado medio de peligrosidad, situado en el término medio aritmético de la pena asignada por la ley al delito. Y todavía, entre los grados mínimo y medio y entre los grados medio y máximo se han concebido grados equidistantes de peligrosidad, cuyo nivel corresponde al término medio aritmético de los grados entre los cuales, por su parte, se sitúan. Una práctica tan arraigada, sancionada por la jurisprudencia, ha culminado en la autorización a recurrir contra la sentencia si la fijación del monto de la peligrosidad y, por tanto, de la pena no se ha atenido a las bases que se conviene en admitir para determinar los grados respectivos.
Amén del distanciamiento de la ley en la determinación de la pena y del escamoteo de la culpabilidad, ¡he aquí la insensible sustitución del arbitrio judicial por un sistema de penas tasadas, de que en su hora quiso conscientemente escapar el legislador mexicano!
6. Esta cuenta un tanto tediosa de un divorcio entre ley y judicatura no pretende, en manera alguna, erigir tal divorcio en motivo principal de la reforma que entró en vigencia en febrero último, y a que debemos ahora referirnos. Sólo pretende invitar al estudio de un fenómeno que tal vez consista en la callada oposición que la persistencia de una política legislativa penal determinada crea en los órganos encargados de aplicar reformas que tienden a desviarse seriamente de esa línea, fenómeno que, por cierto, parece no darse sólo en el área del derecho punitivo. La última reforma será un verdadero banco de prueba de esta hipótesis.
Esta reforma última, se efectúa en el momento de acentuarse la tendencia a hacer prevalecer un monismo, como decíamos, erigido en torno de la pena dotada ahora de contenido preventivo, y no retributivo. Se tiende a legitimarla en la prevención general, pero al mismo tiempo, como ha sido el caso en México, tras la reforma del artículo 18 de la Constitución, a conceder, sobre todo a la pena privativa de la libertad, una función de readaptación social del delincuente sobre la base del trabajo y de la capacitación para el mismo. Esta evolución se vincula, por otra parte, con la afirmación creciente del principio de proporcionalidad, que rechaza la conminación penal abstracta y la inflicción penal concreta carentes de toda relación valorativa con el hecho, contemplado en la globalidad de sus aspectos (Silva Sánchez). El principio es perceptible en la prohibición del código mexicano de imponer medidas de seguridad por sobre el límite de duración de la pena asignada al hecho correspondiente. A terminar la caracterización de esta tendencia contribuye la afirmación impetuosa de los derechos humanos a partir de la segunda posguerra.
Son muchos los preceptos del Código Penal, tanto del libro I como del II, afectados por la reforma del presente año. Un tratamiento dogmático de las modificaciones introducidas empezaría acaso por precisar el contenido general que preside, por ejemplo, en el libro I, la reforma a preceptos relativos a la omisión, a la tentativa, a la punibilidad de la participación stricto sensu,al dolo y la culpa, al régimen de castigo de ésta, a la incorporación de conceptos como el de tipo, atipicidad y consentimiento del ofendido y a la reformulación de la obediencia debida y el caso fortuito; a la remodelación del estado de necesidad, a la inclusión de una amplia formula de no exigibilidad, a la supresión del castigo de la reincidencia, a la ampliación de la obligación de reparar el daño, a las alteraciones a las reglas para determinar la pena, a la afectación del perdón del ofendido y de la prescripción penal, etcétera. Esta sola enumeración, por cierto incompleta, y hecha aquí con propósito meramente ilustrativo, muestra la extensión en que el Código ha sido modificado. Pero aquí sólo haremos caudal, por supuesto, de los principales cambios que perfilan la política legislativa penal de la reforma.
a) La reafirmación del principio de culpabilidad debe, a nuestro juicio, destacarse antes que ninguna otra materia en la caracterización de esa política. Cabe inteligir esa reafirmación, por vía positiva, en el precepto agregado como párrafo penúltimo del artículo 13, en que se prevén las diversas formas de intervenir en el hecho. Reza así: "Los autores o partícipes a que se refiere el presente artículo responderán cada uno en la medida de su propia culpabilidad". El precepto representa un elemento indispensable en punto a individualización de responsabilidades entre los concurrentes a un delito. Vuelve el Código reformado a poner énfasis en la exigencia de la culpabilidad al retocar ligeramente la fórmula vigente de la inimputabilidad y los preceptos relativos al error, donde se incluye el de prohibición, atinente a la culpabilidad, y se deroga el artículo 59 bis, que regulaba contradictoria, impropia e inequitativamente los efectos del expresado error. Pero eso, con ser bastante, no es todo. El precepto sobre el estado de necesidad contiene ahora la referencia al balanceamiento de bienes, y con ello, la explícita inclusión del estado de necesidad exculpante diferenciado del justificante en sus extremos, mas no en su efecto excluyente de la responsabilidad. En fin, el Código termina por alinearse al lado de los de varias unidades federativas en cuanto a acoger una fórmula expresa de inexigibilidad de otra conducta, destinada a declarar penalmente irresponsables a quienes, debiendo elegir "entre la perdición y el crimen", como decía Soler, no viven la emergencia, por virtud de una situación de conflicto en que se den precisamente los extremos abarcados por la fórmula del estado de necesidad. Y digamos todavía que el término "culpabilidad" emerge en el ámbito de la conmisuración penal, como criterio, junto al injusto, de la determinación judicial de la pena, materia a cuyo respecto haremos adelante algunos alcances específicos.
El principio de culpabilidad, ya explícitamente consagrado en la importante reforma de 1983-1985, termina, pues, por asentarse, con el nombre que le corresponde, en el Código Penal mexicano. Pero hay más: expulsa definitivamente del texto a la peligrosidad, al menos en referencia a la pena, y aquélla deja de figurar en el vocabulario del Código. Esta expulsión es un factor decisivo para caracterizar la política legislativa reflejada en su texto después de esta reforma.
b) Tras el afianzamiento de la culpabilidad en lugar de la peligrosidad, otra materia de superlativa importancia para definir la política criminal emergente del código reformado es la supresión de los efectos agravatorios de la reincidencia. La reincidencia como circunstancia agravante es, según se sostiene mayoritariamente, violatoria del principio non bis in idem. Como tal, por otra parte, ha figurado en las legislaciones desde época ciertamente anterior a la aparición del positivismo. Es la enormidad del efecto agravatorio que le acordaba el Código mexicano la que ha llevado a la exposición de motivos de la presente reforma a asociarla con los postulados defensistas de aquella escuela de pensamiento. Resulta, pues, acertado tener la reincidencia como un criterio más en la determinación de la pena. El Código mantiene así consecuencia con la Constitución y ciertos instrumentos internacionales ratificados por el país, y se pone en concordancia con los ordenamientos penales de varias entidades federativas, que ya habían legislado en tal sentido.
c) Recojamos todavía otra materia reveladora de la política legislativa penal a que obedece esta reforma: el régimen de las medidas de seguridad.
Las medidas de seguridad, decíamos, podrían haberse reconocido en buen número en el viejo artículo 24 de la primera versión de este Código de 1931, tan modificado. Ese número dependería de la visión que el intérprete tuviera de las líneas maestras del texto. Quien más tarde, tras la reforma de 1983-1985, al comenzar notoriamente la culpabilidad a desalojar del Código a la peligrosidad, hubiera tratado de discernirlas en el recordado artículo, habría reconocido menos medidas de seguridad entre las providencias previstas en el artículo 24. Ya entonces, por otra parte, se habría topado con la novedad de que el tratamiento dispuesto para el inimputable (medida de seguridad curativa por antonomasia) no podía exceder la duración correspondiente a la pena aplicable al delito, con lo cual, sea por el principio de proporcionalidad, o por el respeto debido a los derechos del hombre, o por lo que fuere, esta medida de seguridad resultaba de algún modo parificada a la pena y al sistema de garantías de que su conminación e imposición aparecen rodeadas.
La presente reforma ha ido más lejos en cuanto a medidas de seguridad, o, al menos en cuanto a esta medida de seguridad consistente en el tratamiento, y ello al legislar sobre la consecuencia jurídico-penal que deba seguir al hecho cometido por el sujeto que ha delinquido en situación de imputabilidad disminuida, en el contexto de la fracción VII del artículo 15.
Este sujeto no es inimputable sino imputable, y a él, obsérvese bien, se impondrá, a juicio del juzgador, hasta dos terceras partes de la pena que correspondería al delito cometido, o la medida de seguridad de tratamiento, o ambas. Esto significa que, reducidas como han venido quedando en número las medidas de seguridad, ellas avanzan un paso más en su aplicación a sujetos imputables; un paso más, decimos, pues eso era ya posible respecto de los delincuentes imputables toxicómanos. Significa, además, que esta irrupción de las medidas de seguridad curativas en el círculo de los delincuentes imputables abre, por disposición legal expresa, el camino a la aplicación cumulativa de penas y medidas de seguridad, con resultados nefastos, según la experiencia mundial, o a su aplicación vicarial. ¿Cabrá reconocer en todo esto una muestra de la tendencia monista de nuevo cuño a que hemos venido aludiendo? Dejamos por el momento abierto el interrogante.
d) Y llegamos así a la última de las materias en que, por hoy, buscamos orientarnos relativamente a la política legislativa inferible de la reforma de enero pasado: la determinación de la pena.
Adelantábamos que la regulación de esta materia había experimentado cambios de importancia. Curiosamente, se ha conservado sin modificar todo el texto del artículo 51, que se abre con la declaración de que el juzgador determina la pena con la facultad, dentro de los límites señalados por la ley, de aplicar las sanciones conminadas teniendo en cuenta las circunstancias exteriores de ejecución y las peculiares del delincuente. Y decimos curiosamente, porque el artículo reformado que sigue restringe los términos de esta última alternativa, remplazándola por la de la gravedad del ilícito y el grado de culpabilidad del agente.
La crítica que formuláramos a la práctica y a la jurisprudencia gestadas en torno del precedente tenor de este artículo, nos permite ser ahora más breves. Los factores que autorizan graduar la gravedad del ilícito están ordenada y claramente indicados en las cuatro primeras fracciones del artículo, y los atinentes a la culpabilidad en las que siguen, salvo la VII. Estas últimas se parecen en el enunciado a las del texto objeto de reforma, pero deben ser entendidas, fuera de toda duda, aunque aparenten fundamentar una culpabilidad por la conducta de la vida y no una culpabilidad por el acto, como "relevantes para determinar la posibilidad de haber ajustado [el agente] su conducta a las exigencias de la norma", según previene la fracción VIII. Concebida como continente de un factor más entre varios, asume adecuadamente el carácter de un enunciado general caracterizador de la culpabilidad como una exigibilidad en sentido lato.
Lo dicho parece suficiente, por ahora, para mostrar el servicio que prestan las actuales reglas de determinación de la pena a la correcta visión de la política legislativa que hoy inspira al Código Penal. Mas, para esos fines, cabe considerar todavía un problema, generado por estas nuevas reglas de determinación de la pena, y que reviste, a nuestro juicio, gran importancia. Es el alcance que debe darse al encabezamiento del artículo 52, en cuanto declara que no sólo para la fijación de la pena sino también para la determinación de la medida de seguridad, ha de atenerse el juzgador, además de a la gravedad del ilícito, al grado de la culpabilidad. Dicho en otros términos: se trataría de una declaración del Código en el sentido de admitir, dentro del carácter general del enunciado, medidas de seguridad para personas imputables.
En nuestro entender, la cuestión debe resolverse a partir del principio nulla poena sine legeen su alcance moderno, comprensivo tanto de la pena como de la medida de seguridad. De ese principio deriva que, sean muchas o pocas las medidas de seguridad comprendidas en el elenco de penas y medidas del artículo 24, no está en el arbitrio del juzgador escoger una de esas medidas para aplicarla al agente de una acción u omisión típica, sin que esa medida haya sido engarzada de antemano por la ley al tipo correspondiente, a título de consecuencia jurídica penal de esa acción u omisión. Y si este aserto no se formulara como inferencia obligada del apotegma latino mencionado, derivaría de la declaración emitida en el pórtico del artículo 52, que ordena fijar las penas y medidas de seguridad "dentro de los límites señalados para cada delito", lo que significa que la pena, y la medida de seguridad en su caso, cuyo monto en concreto se trata de fijar, deben estar abstractamente asignadas por la ley, en sus límites mínimos y máximos, al tipo correspondiente.
Tras lo dicho, el problema que nos está ocupando ve apreciablemente reducidas sus dimensiones. Aunque personalmente creemos que las medidas de seguridad admitidas por el Código no pasan de ser las aplicables, llegado el caso, a las personas jurídicas; la de tratamiento en internamiento o en libertad; la de tratamiento para toxicómanos, y las providencias adoptables para los menores, todas medidas posibles, en principio, debida a la comisión de cualquier injusto, no sería motivo de gran preocupación que se reconociera la condición de medidas de seguridad en otras más, incluidas en el catálogo del artículo 24, que sólo podrían imponerse a imputables si estuvieran previstas de antemano, como se ha dicho, para el tipo en que hubieren incurrido con su acción u omisión esos imputables. Aun en tal caso, trataríase, como podrá advertirse, de un universo reducido.
Pues bien, a la luz del Código tal como ha quedado conformado, para quienes entendemos que los imputables pasibles de medidas de seguridad pueden ser sólo los toxicómanos y los sujetos de imputabilidad disminuida, la política legislativa penal mexicana no ha dejado de caracterizarse como un sistema en que la pena se destina a los imputables y, a la medida de seguridad, a los inimputables. Es comprensible que para los imputables, esclavos de una toxicomanía, y para los sujetos de imputabilidad disminuida, por efecto de parcial incapacidad psíquica de culpabilidad, haya prevenido la ley, por la especial índole de aquellos casos, una medida de seguridad junto a la pena. Para quienes adolecen de parcial incapacidad psíquica de culpabilidad, la pena es de determinación discrecional, con un límite máximo de la que debe imponerse al respectivo imputable, y de hecho puede llegar a ser muy baja, aparte de que la ley no ordena infligirla cumulativamente con la medida, y nada obsta, nos parece, a imponer primero la medida de seguridad con descuento ulterior de su duración de la de la pena, imponible con posterioridad. Todo esto hace de la medida de seguridad, para los inimputables, un asunto que importa ruptura de la simetría: pena para los imputables; medida de seguridad para los inimputables. A tal simetría escaparía la medida de tratamiento de los toxicómanos. Pero "una golondrina no hace verano".
7. Es hora de pronunciarnos sobre el perfil político-criminal que exhibe el Código Penal tras la última reforma.
Si prescindimos de penas exorbitantemente severas, de marcos penales de mínimos irrisorios, con frecuencia muy distantes de sus máximos, y de muestras de draconiano rigor para conductas que lo comportan sólo por contingentes reacciones emotivas del legislador, el Código Penal mexicano es ajeno al principio de retribución, se sustenta en el de prevención general, en la medida en que es ésta inmanente a toda sanción, y opera como instrumento de una política de prevención especial. Esta política se vale de un sistema de doble vía en que, en principio, la pena deriva de una necesidad de prevención general que tiene a la culpabilidad por presupuesto y a la prevención especial resocializadora por finalidad, y en que la medida de seguridad no se apoya sobre prevención general alguna, tiene a la peligrosidad por presupuesto y persigue una finalidad terapéutica.
Lo anterior importa rechazar la pretensión de alguna de hacer del derecho penal contemporáneo, esencialmente dualista, un sistema monista en torno del polo de la pena y no de la medida de seguridad. La pena, como sanción jurídica que es, lleva implícita la prevención general; la medida asegurativa, no; aquélla, como expresión de una necesidad preventivo-general (y también preventivo-especial, no hay duda, si se atiende a cuanto ha puesto de realce este texto y a las muchas providencias e instituciones preventivo-especiales, introducidas al Código Penal mexicano, al menos los últimos diez años) no puede verse reducida mientras tal necesidad subsista; la medida de seguridad, despojada como está de una necesidad de prevención general, puede verse reducida, en cambio, cuando cesa la peligrosidad, que es su presupuesto. En intento de hacer de este régimen, esencialmente dualista, un régimen de un solo polo, la pena, no debe, pues, prosperar. El dualismo que presidió el Código en 1931, sigue presidiéndolo, aunque con sentido diferente, hoy.
De esta posición no puede movernos el llamado fracaso de la resocialización, aunque México no se cuente entre los países con mayores recursos para llevar adelante esa resocialización, y aunque no siempre se la haya emprendido en este país, según diversos testimonios, con la seriedad debida. El llamado "neoclasicismo", que renuncia a la política del tratamiento e instaura establecimientos de reclusión, en que el personal a cargo de ese tratamiento es reemplazado por una dotación de gendarmes, representa un retroceso en el pensamiento y la acción ante el fenómeno delictivo. La sustitución de la peligrosidad por la culpabilidad en la atribución de responsabilidad a las personas psíquicamente capaces de enfrentarla, la inclusión de nuevas instituciones de prevención especial y la ampliación de garantías a la persona penalmente imputada, no han hecho del derecho penal mexicano un derecho penal neoclasicista, sino un mejor derecho penal resocializador. Ahora, es menester tomar conciencia de los ingentes deberes que genera el esfuerzo por hacer posible su efectivo imperio.
Álvaro BUNSTER