CULPABILIDAD EN EL CÓDIGO PENAL

Nos encontramos en la necesidad de no vivir corrigiendo la ley con la ley, sino de empezar a contribuir seriamente al progreso del derecho con la crítica científica, a la utilización y aplicación que de éste se hace a menudo por nuestros tribunales de jurisdicción penal, a través de sentencias que hacen formalmente jurisprudencia por su uniformidad y su número, pero que no la constituyen en su sustancia, sobre todo si suelen llegar a imponer un pensamiento que importa una abierta rebeldía a la ley. Sería tema de subido interés sociológico-jurídico la determinación de las causas de este fenómeno, ilustrado en esta breve contribución, a propósito y con ocasión del principio de culpabilidad.

El principio de culpabilidad se expresa simplemente en el apotegma de que no hay pena sin culpabilidad, y en el subsecuente de que la medida de la pena no puede exceder la medida de la culpabilidad. Hacerse cargo, según la bella expresión de Carrara, de que el delincuente, antes de violar la ley con sus manos, la ha violado en su corazón, es una de las premisas del derecho penal moderno.

En nuestra época se ha intentado basar el principio en alguno de los derechos fundamentales, y donde constitucionalmente se incorporan al orden jurídico positivo ciertos valores internacionalmente consagrados, se hace arraigar el principio de culpabilidad en el valor del "libre desarrollo de la personalidad" y en el de la "intangibilidad de la dignidad humana". Nos parece, como a muchos, que donde al menos la aspiración a un Estado de derecho derive de una carta magna que expresamente lo consagre, está inscrito en el Estado de derecho mismo el principio de culpabilidad como un derecho fundamental, aunque de él, según acontece en México, no haga expresa mención el texto constitucional.

Se proclama, como ha quedado implicado, que el principio de culpabilidad no requiere de fundamentación, pero que sí la requieren las limitaciones a la imputación o responsabilización que el principio envuelve.

La primera limitación corresponde al contenido del apotegma nullum crimen sine culpa, a saber: no hay pena si el hecho no se ha cometido a lo menos con culpa en sentido estricto; la segunda, a que no hay pena sin culpabilidad, propiamente hablando, lo que envuelve algo más que la proscripción de la responsabilidad sin dolo y sin culpa; y la tercera, que la medida de la pena no debe exceder la medida de la culpabilidad. Ese algo más, contenido en la segunda limitación, -esto es, la de que no hay pena sin culpabilidad-, importa considerar el estado o situación de imputabilidad existencial-mente condicionado por la madurez y por la salud mental: la ausencia de error relativo tanto a los elementos del tipo como a la prohibición, y la exigibilidad. Por lo que hace a la tercera limitación, que veda la imposición de una magnitud de pena que sobrepase el monto de la culpabilidad, las dificultades surgen cuando se pretende, sobre todo en México, por una arraigada y gravemente equivocada jurisprudencia, no sólo interferir en la culpabilidad, sino casi sustituirla por la peligrosidad en la determinación de la pena.

Si bien la primera Constitución federal y la de 1917 callaron sobre el principio de culpabilidad, el Código Penal de Martínez de Castro, que rigió hasta bien entrada la vigencia de la segunda, albergó en sus disposiciones un derecho penal de culpabilidad, a partir de premisas, más que clásicas, correccionalistas. No puede decirse con igual generalidad lo propio del llamado Código de Almaraz, donde comienza la perturbadora presencia legislativa de la peligrosidad, mantenida, pese a insinceras declaraciones en contrario, en el Código Penal de 1931. Es cierto que su sistema, aunque carente de una fórmula legal de la inimputabilidad, imponía a los enfermos de la mente, medidas que no eran penas, si bien de duración indeterminada, y que sometía la responsabilización de los imputables a normas que, en términos generales, correspondían a las bases de imputación penal existentes en su época, pero es igualmente cierto que la reincidencia merecía una punibilidad exorbitante, que la peligrosidad era un criterio a tenerse en cuenta para diversos fines y asumía una función prominente en la determinación penal. En una época en que a nuestro continente no llegaban con prontitud los ecos del pensamiento científico y de la evolución legislativa penal europeos, México contaba con un Código Penal técnicamente atrasado, en que una categoría de culpabilidad de estructura débil y deficiente aparecía expuesta a las demasías de la peligrosidad. Se explicaba, aunque no se justificaba, que la jurisprudencia se inclinara entonces con exceso a hacer prevalecer la última sobre la primera.

La reacción se produjo sólo con las importantes reformas introducidas al Código Penal en las postrimerías de 1983, y que entraron a regir el 12 de abril de 1984. Entonces se incorporó al Código una fórmula legal de la inimputabilidad, se ofrecieron definiciones claras del dolo, la culpa y la preterintención y, lo que es decisivo en el tema que nos ocupa, se franqueó la entrada al derecho penal positivo mexicano del error de prohibición con efecto exculpante. Poco importa que ante tan claras muestras de haberse afirmado definitivamente el derecho penal mexicano como un derecho penal de culpabilidad, se haya suscitado discusión sobre el alcance del precepto relativo al error de prohibición, máxime si sobrevivía otro precepto que daba margen al debate. Lo que cabe lamentar es que esta iniciativa de hacer atravesar de parte a parte el sistema penal sustantivo por la idea de culpabilidad, no haya conllevado la eliminación del término "peligrosidad" de todos los ámbitos del libro I en que se le utilizaba. Ello fue suficiente, sobre todo por su pervivencia en el texto, en materia de determinación judicial de la pena, para que la jurisprudencia siguiera ateniéndose tercamente -como luego se dirá-, al juicio de probabilidad de delinquimiento futuro y no al juicio de certeza sobre el delinquimiento pasado, para conmisurar el monto de la pena que se va a imponer.

Y llegamos así a la última reforma -la última, por cierto, en lo que atañe a la culpabilidad-. Aquélla se da a comienzos de 1994. Por su virtud, el término "peligrosidad" desaparece total y definitivamente del Código y hacen su aparición, en numerosos pasajes del libro I, los términos "culpabilidad" y "culpable", en sentido moderno. Se los emplea, desde luego, a propósito de la participación, pero sobre todo en materia de conmisuración penal, donde se ordena perentoriamente tener en cuenta el "grado de culpabilidad del agente" junto a la "gravedad del ilícito", para fijar la penalidad que se estime justa y procedente dentro de los límites fijados por la ley. Pero esto no es todo. Además de retocarse, otorgándole mayor precisión y propiedad, la fórmula de la imputabilidad, la regla y los efectos exculpantes o minorantes del error de prohibición, según sea invencible o vencible, se enuncia una fórmula abierta de no exigibilidad, de una rotundidad que acaso no posea en ningún código del mundo, y ello en estricta concordancia con el sentido acordado a la culpabilidad en la conmisuración penal, donde al respecto se trata de ponderar las condiciones especiales y personales en que se encontraba el agente en el momento del hecho, siempre y cuando sean relevantes para determinar la posibilidad de haber ajustado su conducta a las exigencias de la norma (artículo 52, fracción VII).

Esto sólo basta para mostrar la plena medida en que la culpabilidad campea en el Código Penal, e indirectamente el ocaso casi completo de la peligrosidad.

Vayamos ahora a la escasa o nula medida en que la jurisprudencia utiliza y da aplicación, no ya a estos preceptos considerados aisladamente, sino al sistema de imputación que ellos dejan claramente delineado.

No sólo en el largo periodo de vigencia del Código antes de su importante modificación de 1984, no sólo en el decenio subsiguiente a ésta, sino también en el tiempo transcurrido desde la reforma de comienzos de 1994, ha declarado la jurisprudencia que la determinación de la pena se asienta en la peligrosidad, mas no en la culpabilidad.

Es indisputable que en un derecho penal como el mexicano no basta el injusto para sentar la responsabilidad, sino que al efecto es también necesaria la culpabilidad. Recibe él, pues, el principio de culpabilidad. Si en el proceder del agente no se da ninguna de las fallas o fallos, como quiera decirse, que suprimen o disminuyen la culpabilidad por sí, cabe afirmar el principio de que a mayor cantidad de injusto corresponde mayor cantidad de culpabilidad, y a la inversa. Esto no releva al juez, sin embargo, de indicar en su sentencia el hecho injusto y su magnitud, y la culpabilidad del sujeto y su magnitud. En la fisonomía actual de la ley punitiva mexicana no procede dar por sentada la presencia de la culpabilidad con la de la normalidad externa de la personalidad del sujeto, su aparente imputabilidad, y con la presupuesta referencia de la persona a su hecho, en forma de dolo o en forma de culpa. La culpabilidad es hoy día un conjunto menos simple de presupuestos de la pena, y se apoya en un trípode que no cuenta al dolo o la culpa como una de sus patas, y sí a la posibilidad de conocer el carácter injusto del hecho y a la exigibilidad, junto con la imputabilidad. Es éste el análisis que debe llevar adelante el juez, con su correspondiente pronunciamiento, por lo que al sujeto concierne. Se torna necesario insistir en que, así como la ley formula directrices expresas para medir el monto del injusto, las contiene también para precisar la magnitud de la culpabilidad. Respecto de uno y de otra se trata de juicios de certeza, no de probabilidad, y recaen sobre un hecho del pasado, no sobre uno futuro.

Y es esto, precisamente, lo que parece quantité négligeablea la jurisprudencia penal mexicana. En torno de la culpabilidad se ha erguido por largo tiempo la peligrosidad. A ella, es cierto, se refirió la ley en una larga época de infatuación positivista, y un desarrollo escaso de la dogmática del delito, pudo explicablemente conducir a una suplantación indebida de la culpabilidad por la peligrosidad. Pero ya desde 1984 la situación legislativa es otra. Si la inmanencia al orden jurídico de un Estado de derecho del principio de culpabilidad prohibía ya, a partir de 1984, volver la espalda a la culpabilidad, puesto que la culpabilidad había notoriamente pasado a regir la responsabilidad penal en el plano subjetivo, mucho más grave ha llegado a ser la persistencia, tras la reforma de 1994 al Código Penal, en revivir el fantasma de la peligrosidad, expresamente expulsada del ordenamiento penal positivo, como fundamento y medida de la responsabilidad.

Esta forma impropia de proceder consiste en la ponderación de la ilicitud conforme a los criterios que al efecto propone la ley en las pertinentes fracciones del artículo 52, y no hace a la culpabilidad, sin embargo, objeto de operación análoga. Si no media una causa que la excluya, los jueces la tienen por establecida sin analizarla, y no la mencionan en modo alguno en la sentencia. Es completamente extraño a su razonamiento que pueda haber lugar a medirla. Lo que, curiosamente, se sigue hasta el día de hoy midiendo en la sentencia es, contra legem, sólo la peligrosidad, único criterio para completar la tarea de cuantificación de la pena aplicable.

El procedimiento penal mexicano concede al juez, no obstante su enorme recargo de trabajo, la oportunidad de tomar directo conocimiento del sujeto. En el último tiempo se ha abierto para él la posibilidad de hacerse de informes de personalidad provenientes de órganos imposibilitados materialmente de fundamentarlos en un examen global de la persona, realizado con el detenimiento debido. Esos informes suelen servir en buena medida para fijar un grado de peligrosidad. A falta de ellos, se tiene en cuenta la carencia de antecedentes penales para afirmar un grado mínimo de peligrosidad, o la concurrencia de los mismos para dar por sentado un grado máximo. Aparte estos grados, se ha ido admitiendo un grado medio, situado en el término medio aritmético de la pena asignada por la ley al delito. Pero esto, con ser mucho, todavía no es todo. Entre los grados mínimo y medio, y entre los grados medio y máximo se han concebido, en su turno, grados equidistantes de peligrosidad, cuyo nivel corresponde al término medio aritmético de los grados entre los cuales, por su parte, se sitúan. Se llega al extremo de autorizar un recurso contra la sentencia, si la fijación del monto de la peligrosidad, y, por tanto, de la pena, no se ha atenido a las bases indicadas para determinar los grados respectivos.

La jurisprudencia ha vuelto, pues, la espalda a la ley en esta materia. El arbitrio judicial se ha visto de esta manera insensiblemente sustituido por un sistema de penas tasadas, de que en su hora quiso conscientemente escapar el legislador mexicano. Es tiempo de agregar este problema a los muchos que ya concitan la reflexión y la acción en materia tan delicada como la de la justicia penal.

Y parece oportuno, además, abogar por una jurisprudencia observante de la ley positiva.

Álvaro BUNSTER