MODELOS HISTÓRICOS Y PROYECTOS ACTUALES EN LA FORMACIÓN DE UN FUTURO DERECHO EUROPEO*

I. No tengo la más mínima duda de que el historiador hoy desempeña una función -de gran envergadura- en la formación de un futuro orden jurídico europeo, y ello por dos motivos esenciales.

En primer lugar, porque, como he escrito también recientemente, no es éste un tiempo de soledad para el jurista: el historiador del derecho no debe quedarse solo, encerrado en sí mismo, porque se arriesga a limitarse a representar el papel de un estéril erudito, pero tampoco debe quedarse solo el estudioso del derecho vigente. Para éste, el riesgo es todavía mayor, pudiendo quedar reducido a ser un simple exégeta de un texto normativo, con la perversa tentación de querer inmovilizar dicho texto, llegando a considerar su contenido como el único derecho posible o incluso el mejor de los derechos posibles.

Temo esta soledad: hoy es de hecho el momento idóneo para colaborar y contracambiar las aportaciones de las diferentes dimensiones culturales; nunca mejor que hoy el estudioso del derecho positivo, el historiador y el filósofo del derecho, el comparatista y el internacionalista, deben trabajar unidos, en el respeto de la labor específica de cada uno, para poder obtener un recíproco beneficio; nunca mejor que hoy los ambiciosos objetivos que persigue concretamente la ciencia jurídica imponen el abandono de un insatisfactorio observatorio exegético, la conquista de un mayor respiro cultural y fundamentos especulativos más sólidos. Solamente en esta dirección se podrá edificar un derecho común europeo, que no resulte ser la inútil adición de las diversas experiencias nacionales.

En segundo lugar, porque -de entre los participantes de la ciencia jurídica- el historiador del derecho, más que cualquier otro, es predictor del futuro y en el futuro proyecta su conocimiento.

Puede parecer paradójico calificar de esta manera a un científico, cuya mirada y cuyo análisis se dirigen al pasado, pero es una para-

doja que contiene una verdad viva: el jurista que estudia la actualidad tiende -como apenas mencionado- a inmovilizar el propio presente, provisto de un fuerte e incisivo contenido efectivo, tiende inevitablemente a un enfoque visual limitado al presente, aislándolo del contexto donde se halla situado y de donde tiene su origen. De la línea perenne, de la cual el presente constituye solo un fragmento, él percibe únicamente un punto; un punto que, una vez extraído y desarticulado de su contexto trans-temporal, pierde necesariamente su significado y, sobre todo, corre el riesgo de perder su natural proyección hacia el futuro. El punto y la línea: son dos observatorios de diversa índole.

En el ámbito de la comparación entre presente y pasado es el historiador quien profesionalmente posee un agudo sentido de la línea: la cual sólo ficticiamente llega hasta nuestros días, pero tiene una prepotente vocación de volverse futuro. El depositario (si bien imperfecto) de este sentido, es en particular manera el historiador, incapaz de limitarse a puntos aislados, e incluso siempre dispuesto -gracias a su natural inclinación hacia una dimensión trans-temporal- a entablar vínculos. Si en el ámbito de la sabiduría civil no es posible poder descubrir profetas, el único imperfectísimo, posible présago del futuro, es el historiador como investigador y perceptor de itinerarios y no de pasos fragmentados y aislados, como estudioso de un camino que ha sido ya recorrido pero que se encuentra todavía inacabado y siempre en continua evolución.

II. El sentido de la línea, hemos dicho; y es necesario hacer hincapié en ello, porque aquí es donde pueden anidar los errores más peligrosos. El historiador podría ceder ante dos tentaciones, ambas perversas, porque constituyen el preámbulo -como dirían los moralistas- de graves pecados.

La primera es el concebir la línea como un proceso en continua e incesante evolución: el ayer queda sepulto y condenado por un hoy mejor, y éste será a su vez -inevitablemente- enterrado y condenado por el mañana; es una concepción que aprisiona la historia en la espiral de un rígido y sofocante mecanismo evolutivo y que evidencia una valoración implícitamente negativa del pasado, de todo el pasado, sorprendido cual peldaño inferior en la escala de la evolución. Después de su apogeo, hace unos cien años, cuando toda Europa se disponía a danzar el baile "Excelsior", no creo que la misma encontrara hoy día adeptos entre los historiadores con un mínimo de conciencia metodológica. El riesgo de esta concepción es, por lo tanto, absolutamente abstracto.

La segunda es la de concebir una línea dominada por algunos modelos insuperables. Y aquí el riesgo es mucho mayor, dado que es más concreto, porque lo vemos asomarse en el actual debate europeo, con gran resurgimiento, cuando las inyecciones historicistas del pasado nos querían contrariamente hacer creer que había sido definitivamente exorcizado. El modelo, como elemento comparativo cargado de intrínseca plenitud, es capaz de poder anular o por lo menos atenuar la efectividad de la comparación realizada, es un instrumento inadecuado sea para el historiador que para el comparatista, porque denota siempre una falta de respeto hacia el pasado, el presente y el futuro.

Querer proyectar en el presente, modelos del pasado, es una actitud de máxima presunción por parte de quien debería, por el contrario, ejercer la suprema virtud de la humildad. Humildad de quien respeta la evolución de la historia cual misteriosa concentración de tantos momentos maduros, humildad de quien renuncia a construir vanidosas cárceles que no consiguen más que sacrificar y empobrecer el misterio, pero también la riqueza de la historia; misterio indescifrable, -ciertamente- pero que es también una riqueza exuberante e incoercible.

A pesar de todo se trata siempre de cárceles, ya sea cuando queremos limitarla a un progreso continuo, ya sea cuando queremos fijar para la misma modelos positivos, en relación con los cuales poder medir la variedad expresiva de las diferentes épocas y experiencias, y que por lo tanto resultan ser modelos inmovilizadores. ¿Por qué no rendirse ante la elemental evidencia de que el cuerpo social es una realidad en continua transformación, en continuo crecimiento, pero sin estar marcada por desarrollos e itinerarios predeterminados? El modelo resulta ser para dicho cuerpo un vestido demasiado estrecho o demasiado ancho, en todo caso desgarbado e inadecuado para poder expresar todas las capacidades y satisfacer todas las exigencias; es más, seguramente es coartante.

Pensemos, por un momento, cómo ha sido pesadamente condicionante en la historia de la cultura la referencia que habitualmente se hace al arquetipo de "lo clásico", y en la historia del derecho a "lo romano", groseramente entendido como modelo arquetípico. Los daños han sido enormes, aunque si bien no irremediables, habiendo podido ser reparados con prontitud. Menciono dos ejemplos.

La mermante y falsa conclusión historiográfica que sorprende el gran fenómeno del ius commune, es decir el derecho de la unidad jurídica europea en la madura Edad Media, como ius romanum medii aevi, como `diritto romano ammodernato': conclusión que impide entender que la verdadera clave de esta gran realidad sapiencial no se halla en la fidelidad romanista de una casta de científicos, sino en su interpretación, entendida ésta como obra consciente de mediación entre ley antigua y exigencias reales de la sociedad de su tiempo, forzando sin escrúpulos la primera para que concuerde con la segunda. El derecho común medieval es el nuevo, complejo orden jurídico construido valientemente sobre la plataforma autoritaria ofrecida por el Corpus iuris justinianeo.

La igualmente mermante conclusión que en la edad moderna privilegia el hilo de la tradición romanista, sin llegar a comprender la consecuencia de que dicho hilo, a pesar de ser ciertamente relevante, se fundió con otros en la síntesis de aquel gran tejido que representa el derecho moderno,1 es una respuesta adecuada por parte de una multiplicidad de fuerzas y de culturas a preguntas exquisitamente modernas. Por lo que, seguir comparando los resultados de la experiencia jurídica moderna con arquetipos romanos, tiene como consecuencia el impedir una efectiva historicidad y una más fácil comprensión de "lo moderno"; a veces, si la comparación ha sido efectuada por un personaje mediocre, el resultado puede ser incluso grotesco, como es el caso del escalofriante ejemplo presentado por el romanista, y sutilmente historicista, Orestano, sobre un mediocre estudioso de derecho romano, Lando Landucci, el cual criticó vehementemente la ley italiana de 1926 (mil novecientos veintiséis) reguladora de la caza por no haber respetado el " diritto romano classico".2

III. El sentido de la línea, decíamos anteriormente. Ahora, después de lo expuesto, añadimos: se trata de una línea que no es recorrida por un movimiento evolutivo ni es interpretable en el sentido de una caja fuerte que contiene modelos trasplantables en el presente y en los que se inspira la acción de hoy; se trata de una línea que, en manos del historiador, no sóolo no disminuye su respeto y su total disponibilidad hacia el pasado y el presente, sino que solamente constituye riqueza y conciencia para sus ojos. Una línea discontinua compuesta por las experiencias de diferentes épocas, cada una de las cuales es capaz de ofrecer un mensaje digno de ser escuchado.

No se trata de modelos necesariamente cargados de plenitud, si bien de algo muy diferente: de momentos dialécticos que hay que poner en contacto y conexión con el patrimonio del que somos portadores. Momentos dialécticos que desean simplemente, en la relatividad de su mensaje, conseguir que la conciencia del jurista de hoy se vuelva más complicada y, por lo tanto, más rica.

El pasado no conserva arquetipos trasplantables, dado que en la historia de los cuerpos sociales, los rechazos son mucho más violentos que no en los cuerpos físicos. El pasado conserva el testimonio de una vida vivida enteramente, desarrollada y madurada plenamente, y, por lo tanto, merecedora de ser comparada con ese muñón incompleto de vida, que estamos viviendo en nuestro tiempo. Además, no se trata de una sola experiencia, sino de muchas, cada una de ellas con un semblante típico, cada una de ellas con soluciones propias y que, en su conjunto, consiguen agudizar la vista crítica de quien las contempla con disponibilidad. Observándolas con atención, se robustece dicho proyecto para la construcción del futuro.

Con otras palabras, nosotros no podemos hacer otra cosa que edificar nuestro presente con base en nuestras exigencias, gracias a nuestras fuerzas, manteniendo nuestros valores, es decir, respetando la madurez de nuestro tiempo. Pero ésta adolece de un grave defecto ante nuestros miopes ojos: dado que se trata de la madurez que estamos viviendo, nos es consecuentemente difícil de objetivar críticamente entre otras cosas por el hecho de hallarse inacabada. El agua donde nos encontramos sumergidos -si se me permite una imagen- se encuentra todavía agitada por nuestra viva y convulsiva presencia, y tardará todavía en esclarecerse. Son necesarios apoyos, son necesarios momentos que establezcan dialécticamente una aproximación, y momentos más sosegados que la historia se ha dedicado a ponderar y consolidar.

Permítanme un ejemplo de lo expuesto para poder concretizar un planteamiento que de otra manera correría el riesgo de ser demasiado vago, un ejemplo que recojo de la experiencia jurídica medieval, que es la que mejor conozco.

¿De qué manera el mensaje de dicha experiencia puede constituir un momento dialéctico para el jurista actual? y ¿de qué manera dicho mensaje puede llegar a enriquecer al jurista que está edificando, piedra sobre piedra el futuro derecho europeo?

Quisiera empezar con el relato de una experiencia personal, únicamente por ser significativa: a finales de enero de este año, recibí una invitación de parte de la Universidad Católica de Milán y, a mitad de marzo, de parte de la Universidad de Bari, para discutir una de mis recientes obras, dedicada a esquematizar el orden jurídico medieval. El aspecto significativo -el único por el cual dichas invitaciones son dignas de mención en este contexto- es por el hecho que fueron enviadas no por parte de historiadores del derecho, sino por politólogos de la Facultad de Ciencias Políticas en Milán y por civilistas de la Facultad de Derecho en Bari; es decir, por personas a nivel profesional con los pies bien plantados en el presente; el caso de Bari es el más significativo, donde mi invitación formaba parte del programa anual de un curso de perfeccionamiento en "derecho común europeo".

Al politólogo le llamó la atención la idea expuesta en mi trabajo, de un poder político que nunca llega a convertirse en Estado durante toda la Edad Media, de mi consecuente decisión de considerar inservible la noción de soberanía, y de adoptar por el contrario la noción de autonomía, por ser más adecuada, para caracterizar la convivencia y co-vigencia de múltiples ordenamientos jurídicos en una misma esfera política. Se trata de un momento dialéctico fuerte para el estudioso de las ciencias políticas, que contempla hoy la decadencia de los Estados soberanos y que debe encaminarse hacia nuevas vías para crear el nuevo contexto político europeo, sobre nuevos fundamentos ius-publicistas.

Al civilista culto y sensible, por el contrario, le atrajo la idea central, enfatizada en mi obra, de un derecho sin Estado, de un derecho de la vida cotidiana (de lo que hoy podríamos llamar derecho privado) extraño a las atenciones brindadas por el poder político, no regulado sino mínimamente por leyes, y confiado a la elaboración de una ciencia jurídica que se abastece a manos llenas de una rebosante plataforma consuetudinaria.

El civilista culto y sensible es consciente de que en la construcción de un futuro derecho común europeo, un papel propulsor, por ser un papel unificador, lo está desempeñando la ciencia, mucho más libre que cada uno de los legisladores de los condicionamientos políticos de las diversas esferas nacionales; y es de hecho, gracias a la ciencia, que ya existen aquellos "principios comunes" que en ámbitos específicos del derecho privado predeterminan un futuro derecho común: nuestro pensamiento se dirije a las recientes iniciativas en el campo del contrato que consisten en la predeterminación de esquemas uniformes que más tarde serán adoptados por los privados o por los Estados, según su libre albedrío.3 He aquí también un momento dialéctico fuerte que el civilista descubre en el viejo derecho común medieval.

Los ejemplos podrían multiplicarse. Pero quisiera mencionar tan sólo uno más en un nivel de comparación ya no vertical sino horizontal: se trata de la dialéctica entre valores jurídicos del common law y los del civil law continental, entre dos historias jurídicas diferentes: la una, bajo la insignia de la continuidad entre "medieval" y "moderno", la otra bajo la insignia de la discontinuidad entre dos diferentes maneras de concebir la producción del derecho y la relación entre derecho y poder político, entre dos diferentes funciones que deben desempeñar el legislador y la casta de los juristas.

El actual jurista europeo necesita dirigir su mirada más allá de su limitado horizonte, abarrotado de códigos y de leyes. Preguntándose críticamente si el proceso de unificación se desarrollará "mediante la ley o sin ella",4 no puede dejar de fortalecer su conciencia, ya sea vertical u horizontalmente, gracias a comparaciones, dirigiendo su mirada -para seguir con los ejemplos mencionados-, más allá de lo moderno hacia el planeta medieval y más allá del canal de la Mancha hacia el planeta del common law. No tendría sentido pensar que pudiera descubrir con ello modelos trasplantables; el jurista debe observar más allá, debe abastecerse a manos llenas en territorios ajenos, pero sin dejar nunca de olvidar la admonición de la antigua sabiduría: omnia tempus habent, cada cosa a su tiempo.5

A las experiencias ajenas, sobre todo a las caracterizadas por una intensa alteridad, no le pedirá modelos; de frente a éstas no renunciará a ser un hombre del presente e inmerso en el presente. Si desea ser también un hombre del futuro, tendrá en todo caso que lavar sus ojos de las muchas escorias que el presente ha ido depositando en su convulsiva vida, en las vicisitudes cotidianas de la misma.

Para esto sirven los momentos dialécticos fuertes: por ejemplo, los ofrecidos por la historia del derecho. Basta una sana sacudida para poderse quitar de encima unos fardos demasiado pesados y liberar la vista de anteojos unilaterales. La comparación histórica servirá no para adquirir un modelo más o para ganar un modelo sustitutivo, sino, en todo caso para liberarse del modelo oprimente que ofrece el presente en este aparente mundo jurídico perfecto. La historia (y la comparación por lo general) como roce entre momentos profundamente dialécticos representa una contribución esencial para poder construir libremente un futuro, un verdadero futuro.

Paolo GROSSI

NOTAS:
1 Esto es lo que he destacado en la reseña de la segunda edición de la, no obstante, culturalmente importante "Introduzione allo studio del diritto romano" de Riccardo Orestano. Cfr. Grossi, P., "Storia di esperienze giuridiche e tradizione romanistica", Quaderni Fiorentini per la storia del pensiero guiridico moderno, núm. 17, 1988, pp. 533 y ss.
2 Orestano, R., "Della `esperienza giuridica' vista da un giurista", Diritto. Incontri e scontri, Bologna, Il Mulino, 1987, p. 529.
3 Me refiero, en concreto, a dos iniciativas que han obtenido recientemente resultados relevantes y tangibles. Cfr. Un codice internazionale del diritto dei contratti: i principi Unidroit dei contratti commerciali internazionali, Milán, Giuffrè, 1995; The Principles of European Contract Law, ed. O. Lando-H. Beale, Dordrecht, Nijhoff, 1995.
4 Gandolfi, G., "L'unificazione del diritto dei contratti in Europa: mediante o senza la legge?", Rivista di Diritto Civile, t. II, 1993.
5 Qoèlet (Ecclesiastes), 3, 1.