LOS LÍMITES DE LA DEMOCRACIA

SUMARIO: I. Introducción. II. Límites clásicos de la democracia. III. La revisión de los precedentes clásicos. IV. Los modernos planteamientos de la democracia. V. Las propuestas del magisterio de la Iglesia. VI. Conclusión.

I. INTRODUCCIÓN

Desde mediados de la década de 1970, hemos venido asistiendo a un proceso que, iniciado en España, Portugal y Grecia, se extendió más tarde a la América hispana y a la Europa del Este, y se manifiesta en estos momentos, con las inevitables alternativas de avances y retrocesos, en el África subsahariana y en el ámbito árabe, y que ha llevado a un autor muy leído y controvertido en los últimos años, el norteamericano Francis Fukuyama, a anunciar una "tendencia común a la evolución de todas las sociedades humanas, es decir, algo así como una historia universal de la humanidad en marcha hacia la democracia liberal".1

Parecería lógico que, frente a distintas experiencias caracterizadas por el común denominador de la atribución de un poder limitado al Estado, que se ha traducido en toda clase de desmanes contra la libertad y la dignidad del hombre, las democracias, tanto las de larga trayectoria como las que se encuentran en fase de consolidación, empezaran a admitir sus limitaciones ante valores fundamentales. Sin embargo, hasta el momento, tales aspiraciones no han pasado de un plano teórico o se han expresado preferentemente en tonos de lamentación:2 por el contrario, el contagio a los sistemas democráticos de abusos de claro cuño totalitario, de los que los más patentes afectan al derecho a la vida, aconsejan la reflexión sobre cuáles deben ser las fronteras positivas de las capacidades concedidas a la autoridad política en unos sistemas de convivencia que dicen fundamentarse en el más profundo respeto a sus individuos, con el fin de que pueda plantearse eficazmente la superación de dichas anomalías.

II. LÍMITES CLÁSICOS DE LA DEMOCRACIA

La Grecia clásica creó el concepto de "democracia", si bien lo empleó, como está sobradamente demostrado, para designar una modalidad de régimen político que poco tenía que ver con nuestras democracias actuales. En efecto, ni en Atenas -cuyo régimen siempre ha sido considerado como prototipo del sistema- ni en ninguna otra de las polis helenas, se superó nunca el estadio de la desigualdad legal entre los mismos habitantes y, consiguientemente, la restricción a ciertas elites del pleno ejercicio de los derechos ciudadanos.

Todos los grandes pensadores de aquella época, por otra parte, compartieron la persuasión de que las formas de gobierno debían ser estudiadas y valoradas en función de si cumplían o no unos fines determinados por el bien de la comunidad y fundamentados en principios de justicia preestablecidos e inmutables.

Así, Platón, en su célebre tratado La República, consideraba los sistemas monárquico y aristocrático como los gobiernos idóneos, sin que advirtiera diferencias claras entre uno y otro, hasta el punto de que parecía considerar a la monarquía como una forma especial de aristocracia: "una manera de gobierno es aquélla de que nosotros hemos discurrido, la cual puede recibir dos denominaciones; cuando un hombre solo se distingue entre los gobernantes, se llamará reino, y cuando son muchos, aristocracia".3

La degeneración de ese sistema conduciría, en opinión de Platón, a la timocracia, o predominio de los guerreros, más preocupados por su honor que pendientes del bien común. La timocracia, a su vez, podría decaer y dar lugar a la oligarquía - "régimen lleno de innumerables vicios"-, donde el provecho de los ricos guía la vida política. El avance en el proceso de corrupción derivaría después hacia la democracia y, en último término, a la tiranía, "que aventaja a todos los demás en calidad de cuarta y última enfermedad del Estado".4 Desde esta perspectiva, la situación democrática se caracterizaría, según el discípulo de Sócrates, por un importante grado de pérdida de las virtudes colectivas: en especial, el sentido de los deberes cívicos, el respeto a los gobernantes y la reverencia por la tradición y por los mayores.5

No dejaba de reconocer Platón que la misma diversidad de caracteres que componen el régimen democrático podía inducir a algunos a pensar que se trata del "más bello de los sistemas";6 y que esa heterogeneidad de sus rasgos hacía de él "un régimen placentero, anárquico y vario, que concederá indistintamente una especie de igualdad tanto a los que son iguales como a los que no lo son".7 Pero, en lo sustancial, insistió en el rechazo de la democracia, generadora de confusión, y asimilada a la pretensión del vulgo de poder hablar de todo y de no reconocer ninguna ley.8 Éstas son las razones por las que Bobbio calificó a Platón de "escritor antidemocrático".9

Platón utilizó un significado ambivalente para referirse a la democracia en otra de sus obras, El Político. De un lado, distinguió tres modos de gobierno justos, a los que denominaba monarquía (o reino), aristocracia y democracia; y, de otro, les opuso sus respectivas formas de perversión: tiranía, oligarquía y -de nuevo, y esto es lo sorprendente- democracia.10 En cualquier caso, al analizar las diversas formas que podía adoptar el gobierno, siempre expresó su convicción de que la norma que garantiza la rectitud de cualquier régimen era su armonía con el orden universal, con independencia de cuál fuera el sistema que se estableciera.

En consonancia con la enseñanza contenida en El Político, Aristóteles11 confirió a la democracia una primera acepción negativa. En efecto, después de enumerar los tres regímenes justos -monarquía, aristocracia y república (la voz griega original es politeia)-, les contrapuso tres degradaciones: "la tiranía de la monarquía, la oligarquía de la aristocracia, y la democracia de la república".12

En una observación más atenta y aguda, indicó como una primera característica de la democracia la exigencia de que los depositarios de la soberanía fueran los libres (en abierto contraste con lo que ocurre en el régimen oligárquico, donde son los ricos los que poseen la soberanía); y, en cambio, descartó la opinión, común entre sus contemporáneos, que apuntaba a reconocer como régimen democrático aquél "en el cual el elemento soberano es la multitud".13 Afinado ya el análisis en todos sus extremos, concluyó "que el régimen es una democracia cuando los libres y pobres, siendo los más, ejercen la soberanía".14

En último término, el que fuera maestro de Alejandro Magno tampoco mostró preferencia por ninguna de las tres opciones de gobierno, y reiteró la creencia -ya expresada por Platón- de que, por encima de todas ellas, existían condiciones generales que aseguraban un orden justo. La más esencial de todas ellas era la preocupación positiva por la virtud de los ciudadanos, que debía dirigir toda legislación, y que diferenciaba la polis de un simple convenio para la garantía mutua de los derechos.15

Conviene, en fin, resaltar la crítica de Aristóteles a aquella desviación colectiva en la que el pueblo suplantaba como soberano a la ley, bajo el influjo de los demagogos, y daba lugar a un despotismo comparable a la tiranía, cuyas consecuencias sufrían, en ambos casos, los ciudadanos virtuosos.16 Con particular agudeza señaló que:

la democracia resultó de creer los hombres que por ser iguales en un aspecto cualquiera son iguales en absoluto (porque todos son de un modo semejante libres, piensan que son iguales absolutamente), y la oligarquía de suponer que siendo desiguales en un solo aspecto, son por ello desiguales en absoluto (porque son desiguales en bienes suponen que son desiguales sin más). Después, los unos, creyéndose iguales, exigen una participación igual en todas las cosas; y los otros, creyéndose desiguales, procuran tener más que los restantes, porque el tener más es una desigualdad. Así, pues, todos tienen cierta justicia, pero en términos absolutos yerran.17

Algunos siglos más tarde, Cicerón asumió las enseñanzas griegas y las interpretó a la luz de la experiencia histórica, rechazando tajantemente que las decisiones populares, al igual que las de cualquier gobernante, pudieran asegurar sin más la justicia de las leyes, pues en tal caso, cualquier desafuero se convertiría en lícito una vez cumplido ese trámite. Por el contrario, para discernir la ley buena de la mala, sólo cabía acudir al sentido común, otorgado por la naturaleza, que se encuentra por encima de cualquier opinión humana.18

Tomás de Aquino mantuvo nuevamente que el recto ejercicio del gobierno se anteponía y legitimaba cualquier forma que pudiera asumir, ya fuera monárquica, aristocrática o democrática. La buena dirección de la empresa política se lograba mediante su concordancia con el orden natural, establecido por Dios, y que el hombre tiene que descubrir y respetar. El "doctor Angélico" mostró sus preferencias por un régimen que combinara elementos de los tres sistemas:

optima ordinatio principum est in aliqua civitate, vel regno, in qua unus preficitur secundum virtutem, qui omnibus praessit; et sub ipso sunt aliqui principantes secundum virtutem; et tamen talis principatus ad omnes pertinet; tum quia ex omnibus eligi possunt: tum quia etiam ab omnibus eliguntur. Talis vero est omnis politia bene commixta ex regno, inquantum unus praeest; et aristocratia, inquantum multi principantur secundum virtutem; et ex democratia, idest potestate populi, inquantum ex popularibus possunt eligi principes.19

Puede afirmarse, pues, que los grandes teóricos de la ciencia política de Occidente fueron haciendo madurar el concepto de democracia, a lo largo de un proceso que duró siglos, y que reconocieron en ella una forma de gobierno lícita y con posibilidad incondicionada de coexistencia con otras articulaciones. En su apreciación, la intervención popular en los asuntos públicos conocía dos clases esenciales de limitaciones: por una parte, el necesario cumplimiento de los fines de la comunidad, al que el cristianismo otorgó una naturaleza trascendente; y por otra, los equilibrios internos del propio sistema.

III. LA REVISIÓN DE LOS PRECEDENTES CLÁSICOS

La reacción antitomista del siglo XIV dio lugar a la aparición de los primeros signos de ruptura con la autoridad clásica. Así, Marsilio de Padua, después de apuntalar la fuerza de la ley en su racionalidad, en consonancia con las enseñanzas aristotélicas -sólo se ha de permitir el gobierno de un hombre que se funde en la razón; las leyes que se hacen de un modo justo son soberanas; la ley es la razón sin apetito-,20 emprendió un rumbo parcialmente novedoso. Fundado en una interpretación, al menos discutible, de la Política de Aristóteles, donde se definía la democracia como la residencia de la soberanía en el pueblo, afirmó que el origen de la ley estaba en la voluntad popular y no en la razón, como se afirmaba hasta entonces, y sustentó en la presencia de la ley el régimen de gobierno al que designó como "templado": una forma basada en la voluntad,elconsentimiento de los gobernados.21

Pensó también que esa afirmación de la voluntad de los ciudadanos como fuente de la ley, quedaba suficientemente probada mediante el recurso a la experiencia: " una legge fatta mediante l'ascolto e il consenso di tutta la moltitudine, anche se fosse meno utile, sarebbe prontamente osservata e sostenuta da ogni cittadino, perché ciascuno riterrebbe di essersela imposta da sé, e quindi non avrebbe ragione di protestare contro di essa, ma dovrebbe piuttosto sopportarla di buon animo".22

Según Marsilio de Padua, la función legisladora y la tarea de elegir, corregir e incluso deponer a los gobernantes podían corresponder al conjunto de los ciudadanos, o bien a lo que denominaba su pars valentior o "parte prevalente" -coincidente con la que en otro pasaje de su obra llamaba la "parte judicial" o "parte deliberativa"-, compuesta por hombres prudentes, y encargada de enmendar y reducir a la igualdad o a la justa proporción los excesos de los actos de las otras partes de la sociedad.23

Al glosar las formas de gobierno, que agrupó en templadas y viciadas, subrayó como característica de la primera clase la exigencia de que se gobierne para el beneficio común, de acuerdo con la voluntadde los súbditos; y, congruentemente, expresó su convicción de que el género de gobierno electivo era superior al que no se fundaba en elección.24

Y al tratar de la democracia, forma viciada de la politia-conforme a la clasificación aristotélica (véase supra)-, la definió como un gobierno en el que la masa (vulgus) o la muchedumbre de los indigentes, establece el gobierno y gobierna por sí misma, ajena a la voluntad de los otros ciudadanos y no preocupada del todo por la ventaja común, según la justa proporción.25 No obstante esas afirmaciones, el paduano se esforzó en refutar la tesis de quienes restringían a unos pocos la capacidad para elaborar leyes, y consideraban inútil que " più uomini facciano ciò che possono fare anche pochi".26 Para ello recurrió a Aristóteles, quien testificaba acerca de la imposibilidad fáctica de que queden en minoría quienes buscan el sostenimiento de la politia, por lo que forzosamente habría de prevalecer el número y la opinión de los que buscan en la ley la defensa de los intereses ciudadanos:27 " il popolo o la moltitudine composta di tutti i gruppi della politia o città presi insieme, è maggiore di ogni parte considerata separatamente, e [...] di conseguenza il suo giudizio è più sicuro di quello di ognuna di queste parti".28

Hasta aquí el análisis de la obra de Marsilio de Padua que, como se dijo, representa un auténtico parteaguas en la apreciación de la democracia como forma de gobierno. Pueden notarse algunos aspectos singularmente originales, que se manifiestan de modo ostensible en el olvido del examen de las posibles desviaciones democráticas. Indudablemente, quedaba abierto así el camino para los postulados sobre la primacía absoluta de la voluntad general, que triunfarían siglos más tarde con las revoluciones liberales.

IV. LOS MODERNOS PLANTEAMIENTOS DE LA DEMOCRACIA

Los pensadores de la Ilustración procedieron a una reelaboración global de las construcciones teóricas previas sobre el origen y el ejercicio del poder por el pueblo. Concretamente, Juan Jacobo Rousseau puso los cimientos de una corriente política de influencia capital en los tiempos contemporáneos, al definir el principio de la primacía de la voluntad general, que siempre debe ser acatada por los miembros del cuerpo social.29 Su enfática insistencia en la definición de la democracia pura como una identidad de gobernantes y gobernados,30 que provenía de la necesidad de "exhibir una carencia de contenidos específicos y presentarla como una forma de organización",31 falta de substrato material, condujo a la explotación de la democracia por tendencias políticas heterogéneas, incluidas las antiliberales.32

Cuando, ya bien entrado el siglo XIX, la evolución ideológica estableció el sufragio universal33 como cauce necesario de la representación política, la democracia dejó de ser, como hasta entonces, una mera expresión doctrinal para convertirse en la forma de gobierno, fundada en la competencia y la emulación,34 y precisada de un marco de conductas colectivas que asume sus valores y principios,35 que un extenso haz de opciones partidistas considera la única posible para el momento histórico actual.36

Dentro de estos nuevos planteamientos, ¿continúan reconociéndose límites de algún tipo al ejercicio del poder democrático o, por el contrario, prevalece la opción de que su naturaleza justifica la ausencia de todo género de barreras? Debe admitirse que las manifestaciones de la segunda tendencia no son excesivas, y suelen aparecer ligadas a circunstancias de exaltación de los espíritus, tales como las que enmarcan el pensamiento de uno de los principales definidores de la Revolución francesa, Sieyès, en su famoso ensayo ¿ Qué es el Tercer Estado?: la nación "existe ante todo y es el origen de todo. Su voluntad es siempre legal; es la ley misma".37

Juan Jacobo Rousseau, en El contrato social, pareció abonarse a una valoración próxima a la de Sieyès, cuando contemplaba la magnitud de la tarea a que debían enfrentarse aquéllos que tenían la osadía de instituir un pueblo: en palabras del filósofo de Ginebra, habían de "sentirse en condiciones de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana; de transformar cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del cual recibe en cierta manera la vida y el ser".38

Y, sin embargo, el propio Rousseau sostenía en la misma obra la necesidad de una perfecta adecuación entre las relaciones naturales y las leyes, de modo que "si el legislador, equivocándose en su objeto, toma un camino diferente del indicado por la naturaleza de las cosas [...] se verán las leyes debilitarse insensiblemente, la Constitución alterarse y el Estado no cesar de estar agitado hasta que, destruido o modificado, la invencible naturaleza haya recobrado su imperio".39 El pensador ginebrino se inscribía así en la línea trazada por Montesquieu, que había consignado en El espíritu de las leyes que "las leyes, en su más amplia significación, son relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas [...]. Decir que no hay nada justo ni injusto, sino lo que ordene o prohíban las leyes positivas, equivale a decir que, antes de que se hubiese trazado un círculo, los radios no eran iguales",40 por lo que no dudaba en afirmar, invocando expresamente la autoridad de Montesquieu, que el fundamento de la república venía proporcionado por la virtud; aunque, convencido de la baja condición de la naturaleza humana, llegara a la amarga conclusión de que un sistema de gobierno tan perfecto como el democrático no convenía a los hombres.41

En efecto, la reivindicación de la virtud, como fundamento de la república democrática, constituye uno de los puntos capitales en la filosofía política del ilustre girondino: virtud entendida como amor a la república, puro sentimiento y no una " suite de connaissances", asequible, pues, tanto al último hombre del Estado como al primero.42 Referencia a la virtud, que encuentra su complemento en el horror al despotismo: nunca la ley puede concebirse como un acto de poder, sino que ha de contribuir a salvaguardar el respeto a la dignidad del hombre y a garantizar la libertad, en la medida en que es expresión de la razón humana y persigue establecer preceptos sobre el bien.43

Es muy oportuno recordar estos precedentes para comprobar que uno de los más destacados escritores liberales de nuestro siglo, el norteamericano Walter Lippmann, admite que

existe una ley que, tanto si parte del mandato divino, como de la razón humana, resulta trascendente. Se reconoció asimismo que esta ley no era sólo el fruto de la decisión de algunos hombres. No obedecía a la fantasía, a los prejuicios de la voluntad o a la experiencia de algunos individuos. Esta ley existe objetivamente, no subjetivamente. Puede ser descubierta y es preciso observarla.44

Otra prueba de que la postura restrictiva de los ilustrados no ha perdido actualidad, es que se encuentra plenamente asumida por Carl J. Friedrich, desde una perspectiva acorde con las peculiaridades de nuestro tiempo:

muchas veces pasa inadvertido para las personas que existen grandes zonas en las que una decisión [...] no es cuestión de la voluntad, sino de la comprensión. Una decisión justa presupone la verdadera comprensión de la situación sobre la que hay que decidir. Esto es evidente en cuanto se aclara con un ejemplo muy sencillo. A ninguna corporación legislativa se le ocurriría votar una ley según la cual todas las personas deberían andar sobre la cabeza. Como no se puede hacer, la ley no surtiría ningún efecto [...]. También hay puntos límites para el legislador democrático, que resultan de la naturaleza de las cosas y del hombre y que ninguna mayoría, por violentamente que se comportara, puede anular.45

Ferrando Badía, por su parte, cuando analiza los elementos de la vida política dentro de la dinámica democrática, apunta como objetivo el logro del pleno desarrollo de la personalidad humana: "los que mandan y los que obedecen deben colaborar a la realización del interés general, considerado como el conjunto de las condiciones sociales necesarias para el desarrollo integral de la persona y de los grupos sociales en los que el hombre se halla inserto".46

Hechos como los que dieron lugar a la implantación del nazismo en Alemania, en 1933, o del comunismo en Checoslovaquia, en 1948, conducen frecuentemente al interrogante sobre la posibilidad de que los cauces democráticos puedan ser aprovechados por corrientes contrarias a su mantenimiento, con el fin de establecer estructuras totalitarias. Evidentemente, esta eventualidad, por remota que fuese, exigiría la colocación de alguna clase de barreras a la dinámica habitual de las libertades políticas.

No era otro, el riesgo acerca del cual había prevenido Carl Schmitt -enemigo, ciertamente, del liberalismo pluralista, pero comprometido a su manera con la democracia-, al advertir el peligro de que los métodos democráticos pudieran servir para procurar la destrucción de la democracia, cuando "los demócratas están en minoría y la mayoría vota por políticas antidemocráticas".47

Max Weber retomó algunos puntos de vista rousseaunianos al negar que la democracia poseyera un valor por sí misma. Sí la defendió como medio adecuado para garantizar las condiciones institucionales que faciliten el desarrollo de otros valores.48 En continuidad con ese planteamiento, Hans Kelsen habría de apuntar a la garantía de las libertades como principio vital de la democracia, llamada a facilitar los cauces institucionales para la promoción del pluralismo liberal y de la tolerancia política;49 y en esa línea, claramente circunscrita en el marco del positivismo jurídico, proclamó el papel decisivo de la legalidad en la democracia y, consecuentemente, la primacía de la seguridad jurídica sobre la justicia, siempre problemática en su estimación.50

Raymond Aron vio en la concurrencia libre de los partidos, así como en la concentración de las normas para la elección de los gobernantes y para el ejercicio de la autoridad, las mejores garantías frente a la degeneración del régimen.51

El que fuera presidente de la República francesa, Valéry Giscard d'Estaing, advirtió que en las democracias más avanzadas, todas las alternativas que integran el espectro político, coinciden en la aceptación y la defensa de un modelo de sociedad fundamentado en el pluralismo, al tiempo que recalcó la conveniencia de un consenso general -que calificó de "irreversible"- respecto a la conservación de las instituciones democráticas, a la necesaria neutralidad de las instancias judiciales, militares, educativas y administrativas y, en definitiva, a unas estructuras de convivencia y de organización que a nadie excluyeran.52 Pese a que estos juicios estaban referidos a la realidad gala, pueden ser considerados con un alcance mucho más amplio.

Norberto Bobbio, tras situarse frente a la posición ambigua de quienes plantean la modificación de un sistema de libertades, sin precisar la extensión de sus propósitos, cuando la coherencia de la configuración democrática impide la renuncia a ninguna de sus conquistas parciales, se preguntó cuáles podrían ser los límites admisibles en cualquier alteración, para que no pueda hablarse de un cambio de régimen, y concluyó por recalcar la imposibilidad de disociar en una democracia las reglas del juego -el sufragio universal periódico- de los actores, que serían los partidos políticos. No cabría, pues, aspirar a sustituir uno de dichos factores y mantener el otro.53

Uno de los creadores intelectuales que con más detenimiento ha abordado la cuestión de la democracia desde una posición católica, Jacques Maritain, participaba indudablemente de la preocupación que hemos expuesto, al rechazar el postulado de Rousseau acerca de la alienación de la capacidad política del pueblo, en la llamada voluntad general.54 Afirmaba, por el contrario, que la transferencia de atribuciones que el pueblo efectúa a sus gobernantes, no implica ningún tipo de renuncia, si bien puede apreciarse una restricción voluntaria de los derechos populares en favor de los elegidos. Se consideran estas dos premisas indispensables, para prevenir la desviación de la democracia hacia la tiranía, en el primer caso, y hacia la anarquía, en el segundo.55

Cabe recapitular que las exigencias ligadas a la naturaleza humana y a los valores superiores del sistema democrático, son las fronteras más generalmente admitidas para impedir que el desenvolvimiento de la forma de gobierno originada en el pueblo llegue a degradarse. Sin que estas propuestas sean, en principio, rechazables, se nos antojan insuficientes por su falta de concreción, consecuencia lógica de la carencia de un acuerdo suficientemente amplio sobre la definición exacta de dichos obstáculos. Su afianzamiento sobre unos principios de entidad moral garantizaría plenamente la armonía entre los logros históricos del sistema democrático y la dignidad humana,56 y subsanaría el excesivo protagonismo de la evidencia sociológica en la teoría democrática contemporánea.57

V. LAS PROPUESTAS DEL MAGISTERIO DE LA IGLESIA

Desde que, a finales del siglo XIX, se inició la generalización de la democracia, el magisterio de la Iglesia, por medio de las orientaciones de los sumos pontífices, ha seguido una línea que ha compaginado adecuadamente la claridad y la firmeza con la capacidad de comprensión ante las circunstancias de gran complejidad que se han suscitado a lo largo del último siglo.

León XIII reconoció en su encíclica Diuturnum illud la licitud de la elección popular de los gobernantes; y recordó, no obstante, que por medio de tal acto se designaba únicamente al encargado de ejercer el poder, pero no se otorgaba el poder en sí, cuyo origen sólo es Dios.58 A su vez, en Libertas praestantissimum y en Inmortale Dei dejó constancia de la aprobación de la Iglesia a cualquier forma de gobierno -por tanto, también la de origen popular- capaz de garantizar el bien común y los legítimos derechos eclesiásticos.59 El mismo pontífice, en Annum ingressi, señaló los peligros que entraña para la comunidad una legislación basada exclusivamente en la voluntad de los ciudadanos.60

La continuidad con esta postura llevó a Pío X a desautorizar en Notre charge apostolique las actitudes excesivamente radicales emprendidas en Francia, en torno a la revista Le Sillon, por cuanto contradecían las tradicionales enseñanzas católicas sobre la conciliación de la autoridad y libertad, y mostraban preferencia absoluta por la democracia sobre cualquier otra opción política.61

En 1944, en unas horas de especial trascendencia para Europa, Pío XII fijó en su radiomensaje navideño, conocido como Benignitas et humanitas, importantes directrices ante la eventualidad, inminente en aquellos momentos, de que un gran número de católicos tuviera que vivir bajo regímenes democráticos. Se reiteraba en dicho discurso la tradicional neutralidad de la Iglesia en cuanto a preferencias entre las distintas estructuras políticas capaces de garantizar la utilidad pública. Reconocía que el gobierno democrático parecía a muchos como una exigencia derivada de la razón; y señalaba los requisitos esenciales para que pudiera reputarse como verdadero y sano el respeto a la opinión de todo ciudadano: su posibilidad de expresión y su efectividad para ser tenida en cuenta en la determinación de la gestión pública y, en definitiva, en la conformación del bien común. Precisaba, asimismo, otras exigencias: que esas propuestas se fundaran sobre los principios inmutables de la ley natural y de la Revelación; que asumieran la realización del orden querido por Dios, y que tuvieran como finalidad el bien común. La ausencia de estas condiciones implicaba la instauración de un sistema absolutista. El hombre debía ser sujeto, fundamento y fin de la democracia.62

Juan XXIII, en su encíclica Pacem in terris, tras admitir la compatibilidad entre el origen de la autoridad en Dios y las instituciones gubernamentales populares, rechazó, como ya hiciera León XIII, que la voluntad de los gobernados pudiera ser la única sustentación del poder.63

Por los mismos años, la constitución pastoral Gaudium et spes definió la postura del Concilio Vaticano II sobre la configuración de la comunidad política, y dejó sentado, en primer lugar, que estaba basada en la naturaleza humana y en el orden previsto por Dios: en consecuencia, el ejercicio de la autoridad debía ajustarse siempre al orden moral, con el fin de que pudiera procurarse el bien común. Es de destacar que, a renglón seguido, el mismo texto resaltó la conformidad entre la expresada doctrina y los cauces participativos de la democracia moderna.64

La nueva coyuntura mundial que encaramos a partir de 1989, inaugurada por el derrumbamiento de la mayor parte de los regímenes comunistas, ha llevado a Juan Pablo II a recalcar con llamativa firmeza las exigencias que pesan en todo caso sobre la opción democrática en unos tiempos en que su grado de valoración puede conducir fácilmente a olvidar sus limitaciones. Así, en Centesimus annus, tras considerar inaceptable la postura de quienes niegan credibilidad democrática a los que se adhieren a la verdad, afirmó que: "si no existe una verdad última -la cual guía y orienta la acción política- entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible, o encubierto, como demuestra la historia".65

La encíclica Veritatis splendor insistió nuevamente en las mismas pautas, al denunciar los peligros del "riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad".66

VI. CONCLUSIÓN

De estas breves reflexiones, podemos extraer la consecuencia de que reconocer unos límites morales a la democracia no conlleva, en ningún caso, la negación de los logros aportados por ese sistema sociopolítico. Por el contrario, esas barreras proporcionan garantías imprescindibles para evitar deslizamientos hacia sistemas totalitarios, y para aprovechar las posibilidades que aún ofrece la democracia para la preservación de la dignidad humana.

La inquietud que expresamos no pertenece en exclusiva a ninguna corriente de opinión. Sí ha sido formulada desde una perspectiva que valora las aportaciones de los grandes pensadores políticos y sintoniza con los principios generales de la llamada doctrina social del magisterio de la Iglesia católica.

José Lino FEO ARTILES
Manuel FERRER MUÑOZ

Notas:
1 Fukuyama, Francis, El fin de la Historia y el último hombre, Buenos Aires, Planeta, 1992, p. 88.
2 Por no multiplicar citas, remitimos a un artículo publicado recientemente que expresa muy bien el desengaño difundido en algunos países iberoamericanos, por los insatisfactorios logros de los regímenes liberal-democráticos. Su autor, Ignacio Mejía Velázquez, llega a expresarse en términos tan críticos como éstos: "la democracia que hemos tenido durante dos siglos no sirve, a mi entender, para gobernar los pueblos en este tiempo, pero menos para proyectarlos hacia el futuro porque se ha conver-tido en un lastre para su desarrollo y no en un medio dinámico para realizarlo", Mejía Velázquez, Ignacio, "Ética y democracia", Revista Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, núm. 93, 1993, pp. 203-217.
3 Platón, La República, trad., notas y est. prel. por José Manuel Pabón y Manuel Fernández Galiano, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1949, libro IV, vol. II, 445, p. 110.
4 Idem, libro VIII, 544, vol. III, pp. 50-51 y libro IX, 587, vol. III, p. 131.
5 Cfr. idem, 555-561, vol. III, pp. 70-83.
6 Idem, 557, vol. III, p. 74.
7 Idem, p. 76.
8 Cfr. Platón, Las leyes, trad., notas y estudio preliminar por José Manuel Pabón y Manuel Fernández Galiano, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1960, libro III, 701, vol. I, p. 120.
9 Bobbio, Norberto, El futuro de la democracia, México, FCE, 1994, p. 66.
10 "En cuanto a la democracia, sea por la fuerza, sea de grado, como ejerza el pueblo su mando en los hacendados y ya observe exactamente las leyes, ya no, en todo caso su nombre nadie suele cambiarlo": Platón, El Político, introd., texto crítico, trad. y notas de Antonio González Laso, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1955, 292, p. 59.
11 Una crítica global de la filosofía política de Aristóteles y de sus contradicciones con la moderna ciencia política, en Friedrich, Carl J., Gobierno constitucional y democracia. Teoría y práctica en Europa y América, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1975, vol. I, pp. 32-35.
12 Aristóteles, Política, trad. por Julián Marías y María Araujo; introd. y notas de Julián Marías, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970, libro VI, capítulo 2, 1.289, p. 168.
13 Idem, capítulo 4, 1.290, p. 171.
14 Idem, p. 172.
15 Cfr. Aristóteles, Política, libro III, capítulo 9, 1.280, p. 84.
16 Cfr. idem, libro VI, capítulo 4, 1.292, p. 176.
17 Idem, libro VII, capítulo 1, 1.301, p. 204.
18 Cfr. Cicerón, Marco Tulio, Las leyes, trad., introd. y notas por Álvaro D'Ors, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1953, libro I, 16, 43-45, pp. 91 y 93.
19 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, 1a. y 2a., q. 105, art. 1. La edición que se ha manejado es d'Aquin, Saint Thomas, Somme théologique, La loi ancienne, París, Descleé et Cie., 1971, t. II. Una correcta traducción de este texto al español puede encontrarse en la clásica edición que de esa obra hizo la Biblioteca de Autores Cristianos en 1956, vol. VI, p. 486: "la mejor constitución en una ciudad o nación es aquélla en que uno es depositario del poder y tiene presidencia sobre todos, de tal suerte que algunos participen de ese poder y, sin embargo, ese poder sea de todos, en cuanto que todos pueden ser elegidos y todos toman parte de la elección. Tal es la buena constitución política, en la que se juntan la monarquía -por cuanto es uno el que preside a toda la nación-, la aristocracia -porque son muchos los que participan en el ejercicio del poder- y la democracia, que es el poder del pueblo, por cuanto éstos que ejercen el poder pueden ser elegidos del pueblo y es el pueblo quien los elige".
20 Cfr. Marsilio de Padua, Il difensore della pace, a cura di Cesare Vasoli, Italia, Tipografía Torinese, 1960, discurso I, capítulo XI, 4, p. 163.
21 Idem, discurso I, capítulo VIII, 3 y capítulo IX, 5, pp. 143 y 149.
22 Idem, capítulo XII, 6, p. 175.
23 Cfr. idem, capítulo V, 7, pp. 127-128; capítulo VII, 1, p. 139; capítulo VIII, 1, p. 141; capítulo XII, 3, 5 y 6, pp. 169-175, y capítulo XV, 2, p. 195.
24 Idem, capítulo VIII, 3, p. 143, y capítulo IX, 7 y 9, pp. 150 y 151.
25 Idem, p. 143.
26 Idem, capítulo XIII, 1, p. 178.
27 Idem, 2, pp. 178-180.
28 Idem, 4, p. 182.
29 Cfr. Suárez-Íñiguez, Enrique, "Consideraciones sobre El contrato social de Rousseau", Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, año XXXVIII, nueva época, núm. 152, abril-junio de 1993, pp. 51-67 y 54-59.
30 Según Rousseau, "la voluntad dominante del príncipe no es o no debe ser sino la voluntad general o la ley": Rousseau, Juan Jacobo, El contrato social, introd. de Raúl Cardiel Reyes, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Dirección General de Publicaciones, 1969, libro III, capítulo I p. 78.
31 Gil Villegas M., Francisco, "Democracia y liberalismo en la modernidad: una perspectiva teórica", Foro Internacional, México, vol. XXXIII, núm. 4, octubre-diciembre de 1993, pp. 684-715.
32 Bobbio, conocedor de esa posibilidad, ha insistido en la interdependencia de Estado liberal y Estado democrático: "es improbable que un Estado no liberal pueda asegurar un correcto funcionamiento de la democracia, y por otra parte es poco pro-bable que un Estado no democrático sea capaz de garantizar las libertades fundamentales", Bobbio, Norberto, El futuro de la democracia, pp. 15-16. Las mismas ideas aparecen más extensamente desarrolladas en Bobbio, Norberto, Liberalismo y democracia, México, FCE, 1992, pp. 45-48.
33 Giuseppe Ugo Rescigno, en un estudio sobre la relación entre principio mayoritario y democracia, sostiene que "il suffragio universale attivo e passivo è un elemento necessario, in assenza del quale comunque sussiste un regime non democratico": Rescigno, Giuseppe Ugo, "Democrazia e principio maggioritario", Quaderni Costituzionali, Padua, año XIV, núm. 2, agosto, 1994, pp. 187-233.
34 Cfr. Mejía Velázquez, Ignacio, "Ética y democracia", op. cit., p. 206.
35 Cfr. Miró Quesada-Rada, Francisco, "Estado, democracia y participación popular: el Estado democrático de derecho", Revista de Derecho y Ciencias Políticas, Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, vol. 50, 1993, pp. 175-190.
36 La democracia es reivindicada, incluso, desde posiciones nada liberales. Así, hemos oído hablar de la "democracia popular", como denominación adoptada en los Estados comunistas, y de "democracia orgánica" o "democracia autoritaria" en regímenes dictatoriales de matiz conservador. El mismo Benito Mussolini llamó al fascismo "la forma más pura de la democracia". La dottrina del fascismo, Florencia, Vallechi Editore, 1936, p. 17.
37 Sieyès, Emmanuel-Joseph, ¿Qué es el Tercer Estado?, en Pantoja Morán, David (comp.), Escritos políticos de Sieyès, introd., est. prel. y comp. de David Pantoja Morán, México, FCE, 1993, pp. 129-176. En honor a la verdad, es preciso añadir que el propio Sieyès admitía, en ese mismo pasaje, la subordinación de la voluntad nacional al derecho natural.
38 Rousseau, Juan Jacobo, El contrato social, libro II, capítulo VII, p. 53.
39 Idem, capítulo XI, p. 70.
40 Montesquieu, Charles de Secondat, Barón de, De l'esprit des lois, París, Garnier Frères, 1949, primera parte, libro I, capítulo I, vol. I, pp. 5 y 6.
41 Cfr. Rousseau, Juan Jacobo, El contrato social, libro III, capítulo IV, pp. 87-88. Una contundente crítica a esa conclusión radical, en Friedrich, Carl J., La democracia como forma política y como forma de vida, Madrid, Tecnos, 1966, p. 30.
42 Cfr. Montesquieu, Charles de Secondat, Barón de, De l'esprit des lois, primera parte, libro V, capítulo II, vol. I, p. 46. De acuerdo con el mismo Montesquieu, se trata de una virtud política que consiste, en primer lugar, en el civismo, que lleva a anteponer siempre el interés público al propio, y se manifiesta en el amor a las leyes y a la patria. Esa virtud implica también igualdad y frugalidad: cfr. Prélot, Marcel, "Montesquieu et les formes de gouvernement", en VV. AA., La Pensée politique et constitutionelle de Montesquieu. Bicentenaire de l'Esprit des lois 1748-1948, París, Recueil Sirey, 1948, pp. 119-132, y Montesquieu, Charles de Secondat, Barón de, De l'esprit des lois, primera parte, libro V, capítulo IV, vol. I, pp. 47-48.
43 Cfr. Puget, Henri, "L'apport de l'Esprit des lois à la Science Politique et au Droit Public", en VV. AA., La Pensée politique et constitutionelle de Montesquieu, pp. 25-38; Vallet de Goytisolo, Juan, Montesquieu: leyes, gobiernos y poderes, Madrid, Civitas, 1986, pp. 168-171, y Montesquieu, Charles de Secondat, Barón de, De l'esprit des lois, primera parte, libro I, capítulo III, vol. I, p. 10, y quinta parte, libro XXVI, capítulo II, vol. II, p. 169.
44 Lippmann, Walter, La crisis de la democracia occidental, Barcelona, Editorial Hispano-Europea, 1956, p. 196.
45 Friedrich, Carl J., La democracia como forma política y como forma de vida, pp. 88-89.
46 Ferrando Badía, Juan, Democracia frente a autocracia. Los tres grandes sistemas políticos. El democrático, el social-marxista y el autoritario, Madrid, Tecnos, 1989, p. 169.
47 Gil Villegas M., Francisco, "Democracia y liberalismo en la modernidad: una perspectiva teórica", op. cit., p. 700.
48 Cfr. idem, p. 709.
49 Cfr. Kelsen, Hans, Esencia y valor de la democracia, Barcelona, Guadarrama, 1977, pp. 141-142, y Gil Villegas M., Francisco, "Democracia y liberalismo en la modernidad", p. 710.
50 Idem, pp. 143-144.
51 Cfr. Aron, Raymond, Democracia y totalitarismo, Barcelona, Seix Barral, 1968, pp. 62-66.
52 Cfr. Giscard d'Estaing, Valéry, Democracia, Esplugas de Llobregat, Barcelona, Plaza y Janés, 1976, pp. 192 y 194-195. En la opinión del presidente francés, se percibe un indudable eco de su compatriota Alexis de Tocqueville, quien en el siglo pasado expuso que "sin ideas compartidas no hay acción colectiva, y sin acción colectiva aún hay hombres, pero no un cuerpo social. Para que haya sociedad, y con mayor motivo para que esa sociedad prospere siempre, es preciso, pues, que todos los ciudadanos reúnan su juicio y lo conserven mediante algunas ideas principales", La democracia en América, Madrid, Alianza Editorial, 1980, vol. II, p. 14.
53 Cfr. Bobbio, Norberto, El futuro de la democracia, pp. 51-54.
54 Algunos autores alertan ante el peligro de "estadolatría" implícito en esa traslación, que deriva de la identificación de la sociedad con el Estado: cfr. Mejía Velázquez, Ignacio, "Ética y democracia", op. cit., pp. 211 y 214-215. De un tenor semejante eran las advertencias de Tocqueville, formuladas en La democracia en América: "existen hoy muchas personas que se acomodan fácilmente a esta especie de compromiso entre el despotismo administrativo y la soberanía del pueblo, y que creen haber garantizado suficientemente la libertad individual al entregarla al poder nacional. Para mí, esto no basta. La naturaleza del amo me importa bastante menos que su existencia": Tocqueville, Alexis de, La democracia en América, vol. II, p. 267.
55 Cfr. Bars, Henri, La política según Maritain, Barcelona, Nova Terra, 1966, pp. 50-51 y 116-117.
56 Creemos necesario anticipar que la preocupación por la limitación ética del gobierno democrático, no es exclusivamente católica. Resulta un excelente ejemplo, al efecto, la obra de Nelson, William H., La justificación de la democracia, Barcelona, Ariel, 1986.
57 Cfr. Gil Villegas M., Francisco, "Democracia y liberalismo en la modernidad: una perspectiva teórica", op. cit., p. 684.
58 Cfr. Doctrina pontificia. Documentos políticos, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1958, p. 20.
59 Idem, pp. 79 y 191.
60 Idem, pp. 354-355.
61 Idem, pp. 410-412.
62 Idem, pp. 371-374.
63 Cfr. Nueve grandes mensajes, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1986, pp. 225 y 233.
64 Cfr. Documentos del Vaticano II, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1985, pp. 275-276.
65 Juan Pablo II, Centesimus annus, Madrid, Ediciones Paulinas, 1991, p. 81.
66 Juan Pablo II, Veritatis splendor, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1993, p. 121.