EL CONTROL NORMATIVO DE LA CONSTITUCIONALIDAD EN PERÚ: CRÓNICA DE UN FRACASO ANUNCIADO

Francisco FERNÁNDEZ SEGADO * 1

I. ANTECEDENTES HISTÓRICOS REMOTOS DEL CONTROL NORMATIVO DE LA CONSTITUCIONALIDAD

Al igual que en el resto de los países iberoamericanos, en Perú, los primeros esbozos del control normativo de la constitucionalidad responden a los rasgos propios del control político, consistente en facultar al Congreso para que lleve a cabo la custodia o salvaguarda de la Constitución, modalidad ésta de control que arraigaría pronto en los nuevos Estados independientes en gran medida por el influjo ejercido por algunas de las Constituciones francesas del periodo revolucionario, y también, quizá en menor medida, por la propia Constitución de Cádiz, vigente un determinado tiempo en el Perú.

Ya Simón Bolívar, en su conocido Mensaje al Congreso Constituyente de Bolivia, fechado en Lima el 25 de mayo de 1826,2 hizo alguna observación en torno a la necesidad de instaurar un sistema de control de la constitucionalidad de los actos del poder público, y con tal finalidad pensó en un órgano para salvaguardar la Constitución, órgano que había de ser la tercera Cámara del Legislativo, esto es, la llamada Cámara de Censores. En la mente del Libertador, en perfecta sintonía con un sector del pensamiento revolucionario francés, el control a que venimos refiriéndonos no podía ser otro que el control político.

El carácter extremadamente utópico de la primera Constitución del Perú, la Constitución de 1823,3 teñida de un exagerado liberalismo, orientado al fortalecimiento del Legislativo,4 casa a la perfección con el hecho de que la clara enunciación de la supremacía de la Constitución sobre el resto del ordenamiento jurídico tenga su correlato en el encargo al órgano legislativo del control de las infracciones de la Constitución, sin que ello lleve consigo la articulación de un procedimiento específico de control.

Las Constituciones que con posterioridad se sancionaron en el Perú, hasta la de 1920 (nueve en total: Constituciones de 1826, 1828, 1834, 1836, 1839, 1856, 1860, 1867 y 1920), hicieron suya la pauta sentada en el primer código constitucional de la República, no contemplando ningún mecanismo procesal que viabilizase el control de constitucionalidad, quizá porque como dice Blume,5 el andamiaje constitucional se asentaba en una concepción absolutamente dominada por la idea de que el Poder Legislativo era el primer poder del Estado, y como tal, las normas que él dictaba sólo podían ser interpretadas, revisadas y modificadas por él mismo. En el fondo latía, y creemos que aún late en una buena parte de la clase política peruana, una concepción jacobina del poder. Paniagua6 va mucho más allá en la crítica al afirmar que la Constitución sigue siendo en el Perú lo que fue en el pasado, un instrumento para encadenar a los hombres respetuosos de la ley y para permitir su persecución por quienes la atropellan y la menosprecian, reflexión que creemos es perfectamente válida para el fujimorismo.

La regla general a que acabamos de aludir convive con algunos tímidos intentos de vertebración de una suerte de control de la constitucionalidad. Podríamos recordar al respecto que la Constitución de Huancayo de 1839 iba a revitalizar la institución del Consejo de Estado, órgano que además de disponer de un conjunto de atribuciones consultivas en relación con el Poder Ejecutivo, asumía ahora la competencia de "velar sobre la observancia de la Constitución y de las leyes". Es a partir de tal premisa constitucional como puede explicarse que en el periodo que media entre 1839 y 1855, el Consejo de Estado parece asumir una función de control político de la constitucionalidad, suplantando con ello al propio Congreso de la República, que en la práctica no ejercía tal función. Y así, la praxis revela la existencia de algunos pronunciamientos constitucionales de tal órgano,7 que propiciarían su consideración en algún documento como el "guardián de la Constitución".8

Por otro lado, la Constitución de 1856, de vida fugaz, pues tan sólo estuvo vigente cuatro años, acogió un enunciado categórico que luego no se repitió en ninguna otra y que significó un avance frente a las cartas constitucionales precedentes. En efecto, en su artículo 10 especificaba: "es nula y sin efecto cualquier ley en cuanto se oponga a la Constitución". Establecía de esta forma el Constituyente un dispositivo que consagraba la primacía normativa de la Constitución y, por consiguiente, la nulidad de todo acto legislativo dictado en contravención de aquélla.

El debate constituyente que antecede a esta norma es revelador, como se ha significado,9 de una cierta preocupación entre los constituyentes por establecer un freno frente al Poder Legislativo, una suerte de control de constitucionalidad, pero sin desarrollar cómo efectuarlo ni a través de quién. Con todo, a juicio de un sector doctrinal,10 el artículo 10 de la Constitución de 1856 nos ofrece el embrión de un esbozo de justicia constitucional. Sin embargo, a nuestro modo de ver, la realidad desmonta tal supuesto control en cuanto que nos revela que la citada previsión constitucional permaneció en el puro plano teórico, no sirviendo de base para la creación de un específico procedimiento de control ni para la modificación del control político preexistente.

La Constitución de 1920 consagró por primera vez la garantía constitucional del habeas corpus (artículo 24) como instrumento de defensa en orden a la protección de la libertad personal, bien que este instituto personal ya tuviera presencia legal en el Perú por cuanto la Ley de 21 de octubre de 1897 ya lo había normativizado, conformándolo como un instrumento de defensa de la libertad personal. A partir de 1920, como constata García Belaunde,11 el habeas corpus se convirtió en uno de los cauces a través del cual, no sin evidente timidez, se ejercitaron algunas pautas de control difuso de la constitucionalidad.12

En 1923, la Comisión Reformadora del Código Civil procedió a deba-tir una iniciativa de uno de sus miembros, el señor Solf y Muro, quien propuso la inclusión en el título preliminar del proyecto de una cláusula del siguiente tenor: "Cuando haya incompatibilidad entre una disposición constitucional y una legal, se preferirá la primera".

Tras un prolongado debate en la sesión del 28 de febrero de 1923, quedaba consagrada la cláusula que trece años más tarde adquiriría carta de naturaleza normativa en el Código Civil de 1936. Este debate es revelador de la existencia de una clara conciencia en esta época de los años veinte, acerca de la trascendencia del control difuso de la constitucionalidad, circunstancia que explica la relevancia del debate surgido con ocasión del proceso constituyente que se abre en 1931.

La Junta de Gobierno presidida por David Samanez Ocampo, mediante resolución suprema de 7 de agosto de 1931, designaba una Comisión presidida por el notabilísimo constitucionalista Manuel Vicente Villarán e integrada, entre otros ilustres nombres, por Víctor Andrés Belaunde, Jorge Basadre y José León Barandiarán. A tal Comisión se encargaba la elaboración de un anteproyecto de constitución que habría de ser sometido al Congreso Constituyente convocado para fines de año.

La Comisión elaboró un documento constitucional considerado en nuestros días13 como el más importante de este siglo, tanto por las sabias lecciones de prudencia e historia políticas que encierra, como por sus provechosos asertos y recomendaciones.

En su exposición de motivos, la Comisión razonaba en el sentido de entender que aunque las Constituciones de 1860 y de 1920 no habían acogido una cláusula similar a la del artículo 10 de la Constitución de 1856, el principio que postulaba la nulidad de las leyes contrarias a la Constitución había de considerarse ínsito en la teoría y en la propia inspiración de los constituyentes de aquellas cartas, por cuanto en ambas se había dispuesto que quienes ejercían la función legislativa no podían transgredir los límites establecidos por la propia Constitución. Consecuentemente, habían de considerarse nulos los actos perpetrados por quienes usurparan las funciones públicas. A partir de tales refexiones, la Comisión consagraba en forma rotunda el principio de constitucionalidad. Recordemos algunas de sus formulaciones en torno al mismo:

La constitucionalidad como régimen político es la supremacía de la Constitución sobre la ley. La Constitución es ley para el legislador y no puede confiarse del todo en que el cuerpo legislativo, por estímulos morales y respeto a la opinión, guarde invariable respeto a las prohibiciones que la Constitución impone. Teóricamente es de toda evidencia la invalidez de las leyes que infringen la Constitución.14

En lógica sintonía con esta concepción constitucional, la Comisión plasmaría en el artículo 142 del texto del anteproyecto, el control difuso de la constitucionalidad. Varias serían las pautas a través de las cuales se canalizaba dicho control difuso:

1. Los jueces y tribunales eran habilitados para, con ocasión de su conocimiento de cualesquiera clase de juicios, inaplicar las leyes contrarias a la Constitución, en el entendido de que las sentencias de primera instancia que declararan que una ley se opone a la Constitución, habían de elevarse en consulta a la Corte Superior, si no existiere apelación en la forma ordinaria.

2. Las sentencias de segunda instancia dictadas en consulta o en apelación que declararen que una ley se opone a la Constitución, se habían de elevar en consulta a la Corte Suprema en Pleno, salvo que se interpusiere recurso de nulidad.

3. También se habían de someter a la Corte Suprema en Pleno las cuestiones sobre anticonstitucionalidad de una ley que se originaran en una Sala con ocasión del conocimiento de los recursos o juicios de competencia ordinaria de la Corte Suprema.

4. En las consultas anteriormente referidas se requeriría el voto de los dos tercios del Pleno de la Corte Suprema para que pudiera declararse la anticonstitucionalidad de una ley, supuesto en el que la declaración había de regir exclusivamente en el caso particular para el que hubiese sido dictada; dicho de otro modo, los efectos de la declaración de anticonstitucionalidad eran tan sólo inter partes e in casu.

5. Finalmente, se disponía que los jueces y tribunales no aplicasen los decretos y reglamentos del Poder Ejecutivo o de cualquier otra autoridad que entendiesen contrarios a la Constitución o a las leyes.

La Asamblea Constituyente, con una gran estrechez de miras, desechó la propuesta formulada en el punto que nos ocupa por la Comisión, optando una vez más, con olvido notorio de las pautas jurídico-constitucionales ya extendidas en los años treinta por buena parte de Latinoamérica, por la tradición peruana de encomendar al Congreso de la República el llevar a cabo un supuesto control político de la constitucionalidad. Con tal fin, el artículo 26 de la Constitución de 1933 se limitó a decir: "Pueden interponerse reclamaciones ante el Congreso por infracciones de la Constitución". Y en su artículo 123, al enumerarse las facultades del Poder Legislativo, se señalaba en su inciso cuarto: "(corresponde al Congreso) examinar las infracciones de la Constitución y disponer lo conveniente para hacer efectiva la responsabilidad de los infractores". Podría parecer a primera vista que el texto estaba pensado para las infracciones en el mundo fáctico y no en el mundo normativo, pero en la práctica se hicieron ambas cosas.

Quizá el más trascendental aporte de la Constitución de 1933, en el ámbito que centra nuestra atención, fuera la institucionalización de la llamada acción popular para la protección de la legalidad y constitucionalidad de decretos y resoluciones; esto es, de normas infralegales. De acuerdo con el artículo 133 de la Constitución: "Hay acción popular ante el Poder Judicial contra los reglamentos y contra las resoluciones y decretos gubernativos de carácter general que infrinjan la Constitución o las leyes, sin perjuicio de la responsabilidad política de los ministros. La ley establecerá el procedimiento judicial correspondiente".

Como nos recuerda Blume,15 en el debate constituyente en torno a la norma antes transcrita parece quedar relativamente claro el deseo de los constituyentes de articular un mecanismo procesal que salvaguardara la Constitución, que es, como entonces se dijo, "ley matriz de la República", y por ello mismo "debe ser celosamente defendida" de tal forma que ninguna norma reglamentaria que la infrinja tenga fuerza coercitiva. Ante estas reflexiones, el silencio guardado por los constituyentes respecto del control de las leyes se hacía aún más significativa. Los constituyentes seguían aún inspirados por una visión jacobina con arreglo a la cual la ley era todavía inexpugnable. No otra cosa significaba exclusión de la ley de las normas que podían ser controladas a través de la acción popular y la consiguiente reserva al propio Congreso de un control sobre la norma legal. Como bien dice García Belaunde,16 el control de la constitucionalidad por parte del órgano legislativo era en realidad ilusorio, pues es muy difícil, por no decir imposible, que un órgano se controle a sí mismo, y porque además, cuando lo hace, recurre al mecanismo de derogación o modificación de una norma, sin que necesariamente tenga que explicar la razón por la que así se hace. Sólo en 1945, el Congreso, en forma ostensible, efectuó ese control de constitucionalidad al sancionar la Ley número 10.334, derogando a la par de modo explícito la Ley número 8.929, que había sancionado diversas reformas constitucionales, violando el procedimiento que la misma Constitución establecía.

Por lo demás, no deja de ser igualmente paradójico que la acción popular constitucionalmente consagrada en 1933 hubiese de esperar una treintena de años, hasta 1963, para su operativización normativa. En efecto, sólo en 1963 se reglamentó la citada acción. No menos sorprendentemente, sería un gobierno militar el que desarrollase la acción popular. El decreto-ley número 14.605 de ese año 1963, del gobierno militar, también conocido como Ley Orgánica del Poder Judicial, disponía en su artículo 7o.: "La acción que concede el artículo 133 de la Constitución (o sea, la acción popular) se ejercitará ante el Poder Judicial y se sustanciará por la vía ordinaria como proceso de puro derecho, con intervención del procurador general de la República, en representación del Estado".

El debate a que en un momento precedente aludiéramos al referirnos a la Comisión Reformadora del Código Civil, debate acontecido en 1923, produciría finalmente sus frutos trece años más tarde, con ocasión de la promulgación del Código Civil. Una vez más nos encontramos ante algo que no deja de ser sorpresivo: es el Código Civil de 1936 la norma que posibilita, al fin, el control difuso de la constitucionalidad. Su artículo XXII del título preliminar, prescribirá que: "Cuando hay incompatibilidad entre una disposición constitucional y una legal, se prefiere la primera". Al fin encontraba cauce normativo el tantas veces reclamado control de la constitucionalidad, pero, al igual que había sucedido con la acción popular, la cláusula del Código Civil no fue desarrollada, y la ausencia de disposiciones procesales que marcaran el camino a seguir en orden a la objetivación de ese control se tradujo en la nimia operatividad, por no decir que nula vigencia práctica del citado artículo XXII del Código Civil.

Este vacío normativo propició que los intentos de verificar un control de constitucionalidad tropezaran la mayor parte de las veces con una serie de objeciones de muy diverso calado que, en último término, convergieron en orden al logro de imposibilitar la virtualidad de este control. Se adujo así que la cláusula que nos viene ocupando se trataba de un enunciado de carácter general que no había sido debidamente reglamentado. Se esgrimió asimismo que en todo caso se trataba de un principio de aplicación al estricto campo del dere-cho privado y no al del derecho público. Se opuso, en último término, que el principio del control había sido contemplado por una ley que podía ser modificada por otra ulterior. Con todo ello el principio fue desvalorizado e inutilizado. Y de igual forma que aconteciera con la acción popular, también aquí habrá que esperar al decreto-ley número 14.605, de 25 de julio de 1963, Ley Orgánica del Poder Judicial, para ver procesalmente desarrollado este control difuso de constitucionalidad.

El párrafo primero del artículo 8o. del citado decreto-ley dispuso al efecto lo que sigue: "Cuando los jueces o tribunales, al conocer de cualquier clase de juicios, encuentren que hay incompatibilidad entre una disposición constitucional y una legal, preferirán la primera".

El control de constitucionalidad en cualquier clase de litigios era ya una realidad. Los restantes párrafos del mismo artículo 8o. iban a seguir muy de cerca las reglas fijadas en el ya referido artículo 142 del Anteproyecto de Constitución elaborado por la Comisión presidida por Villarán en 1931. En efecto, la norma que nos ocupa establecía sucesivamente las siguientes reglas procesales: a)La necesidad de elevar en consulta a la Primera Sala de la Corte Suprema las sentencias de primera instancia en las que se aplicare lo previsto por el párrafo primero, esto es, aquellas sentencias en que se verificare el control de constitucionalidad; sólo cuando la sentencia en cuestión fuere apelada se haría innecesaria la elevación de la referida consulta a la Sala de la Suprema; b)La necesaria elevación, también en consulta a la Primera Sala de la Corte Suprema, de las sentencias de segunda instancia en las que se llevare a cabo el mismo control, salvo que se interpusiere recurso de nulidad, y c)La inaplicación por los jueces y tribunales de aquellos decretos y reglamentos del Poder Ejecutivo o de cualquier otra autoridad que se entendieren contrarios a la Constitución o a las leyes; previsión, esta última, que venía a complementar lo dispuesto por el propio decreto-ley en relación con la acción popular.

En definitiva, tras la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1963, el control de constitucionalidad en el Perú quedaba configurado como sigue:

a) Un control de las leyes que se canaliza a través de la vía abierta por el artículo XXII del Código Civil y procesalmente desarrollada por intermedio del artículo 8o. de la Ley Orgánica del Poder Judicial, control que se produce siempre a instancia de parte interesada y en vía de excepción.

b) Un control de la constitucionalidad y legalidad de las disposiciones infralegales que se lleva a cabo a través de la acción popular prevista por la Constitución de 1933 y reglamentada por el artículo 7o. de la Ley Orgánica del Poder Judicial, siempre a instancia de parte y en vía de acción.

c) Por último, un control de constitucionalidad y legalidad de las normas infralegales de oficio por parte del juez, de acuerdo con lo previsto por el artículo 12 de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

Este inicio tan tardío será además interrumpido al poco tiempo. El golpe de Estado del 3 de octubre de 1968, que condujo a las fuerzas armadas al poder, bajo la jefatura del general Velasco Alvarado, primero, y del también general Morales Bermúdez, más tarde, acabará con todo vestigio del control de la constitucionalidad. Habrá que esperar a la entrada en vigor de la obra diseñada por la Asamblea Constituyente formalmente instalada el 28 de julio de 1978, bajo la presidencia de Víctor Raúl Haya de la Torre, esto es, a la vigencia de la Constitución de 1979, para ver nuevamente restablecido dicho control.

Una reflexión final en torno a las peculiaridades de la gestación del control de la constitucionalidad de las leyes en el Perú se hace ahora necesaria. Llama poderosamente la atención el notable retraso con que dicho control ha sido recepcionado, en comparación con otros países latinoamericanos. Por lo general, a lo largo del siglo XIX ese control fue recepcionado en la mayoría de los países del área; ciertamente, algunos se retrasaron más: es el caso de Chile, que hasta la Constitución de 1925 no dio vía libre a ese control, o también de Uruguay, en donde hubo que esperar hasta 1934, siendo la Constitución de esa fecha la que viabilizó el procedimiento de control de la constitucionalidad. Pero ni tan siquiera en esos dos países, Chile y Uruguay, se llegó a un momento tan tardío como en el Perú, en donde, como ha quedado visto, la realidad es bien reveladora de cómo hasta 1963 no fue viable el control de la constitucionalidad, y ello además de modo extraordinariamente fugaz.

En la base de todo ello, quizá haya que ver una visión jacobina del poder, todavía hoy presente en determinados ámbitos: una visión que en el fondo trasluce una amplia desconfianza hacia la Constitución y hacia sus potenciales virtualidades transformadoras de estructuras sociales injustas e insolidarias.

Sólo así puede llegar a comprenderse el poco aprecio que los constituyentes de 1933 hicieron a las propuestas en esta materia rea-lizadas por la Comisión Villarán, en un momento además en el que prácticamente en todos los países, o por lo menos en los más desarrollados de América Latina, el control de la constitucionalidad era una realidad insoslayable.

A todo ello quizá haya que unir el funesto influjo que los gobiernos autoritarios que periódicamente agitan la vida política del Perú han ejercido. Es bien sabido que todo poder autoritario rechaza de una u otra forma todo tipo de control. Su periódica emergencia en la vida del Perú tiene sin duda bastante que ver con los sistemáticos fracasos de los intentos de institucionalizar ese tipo de control.

II. EL CONTROL DE LA CONSTITUCIONALIDAD EN LA CARTA DE 1979

Una de las más novedosas instituciones consagradas por la importante carta constitucional de 1979 es la del llamado Tribunal de Garantías Constitucionales, institución cuya denominación es tributaria de la análoga contemplada por la Constitución española de 1931, cuya implantación, como bien apuntó García Belaunde,17 obedeció a una clara motivación político-jurídica: la desconfianza que se tenía en el Poder Judicial, cuyo comportamiento institucional no había sido, en la inmediata experiencia anterior, ni audaz ni generoso en la labor protectora de los derechos fundamentales.

Quizá por ello los constituyentes procedieron a crear este "órgano de control de la Constitución", en la definición poco afortunada que del mismo daba el artículo 296 de la Constitución, conceptuación que debía ser entendida en el sentido de ver en este órgano la autoridad máxima, especializada y autónoma de la Constitución, y en especial de sus atributos vitales: los derechos humanos.18

El Tribunal fue reglamentado mediante la Ley número 23.385, Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales de 13 de mayo de 1992, uno de cuyos capítulos normaba la acción de inconstitucionalidad.

Una de las críticas más generalizadas entre la doctrina19 frente a este órgano vendría referida al muy limitado marco de atribuciones otorgado al Tribunal. Espinosa-Saldaña20 llegaría a apuntar que el estrecho margen de competencias previsto para el Tribunal junto a la limitada posibilidad permitida para accionar ante el mismo, eran los aspectos que más comprometían no sólo el mejor trabajo, sino la viabilidad misma del propio Tribunal.

Por nuestra parte, no compartimos esas críticas tan comunes. De las tres grundformen o formas fundamentales de la justicia constitucional: el control de normas, los recursos de amparo y los conflictos constitucionales, el Tribunal creado en 1979 asumía la competencia para conocer de las dos primeras. Por otra parte, una legitimación que habilitaba para la interposición de la acción de inconstitucionalidad al presidente de la República; veinte senadores -es decir, un tercio de los senadores-; sesenta diputados -un tercio asimismo del total de miembros de la Cámara baja-; la Corte Suprema de Justicia; el fiscal de la nación, y finalmente, a 50,000 ciudadanos; no podía en modo alguno, a nuestro entender, ser considerada restrictiva.

La acción de inconstitucionalidad podía interponerse frente a leyes, decretos legislativos, normas regionales de carácter general y ordenanzas municipales. Quiere ello decir que las normas objeto de control se contemplaban con cierta amplitud, amplitud que caracterizaba igualmente el plazo de interposición de la acción: seis años contados a partir de la publicación de la norma, plazo excesivo.

Quizá las mayores disfunciones del Tribunal provinieran, de un lado, de las previsiones legales relativas al procedimiento, y de otro, de la propia actitud, absolutamente tibia y displicente, de quienes integraron este órgano. En efecto, el artículo 8o. de la Ley número 23.385 exigía para resolver y adoptar acuerdos un mínimo de cinco votos conformes, salvo para la resolución de los casos de inconstitucionalidad o para la inadmisión de la acción, supuestos en los que el mismo precepto exigía seis votos conformes sobre un total de nueve miembros. Con ello, la Ley no sólo dificultaba exageradamente la estimación de la inconstitucionalidad, sino que al exigir con una desafortunadísima redacción seis votos conformes, en uno y otro sentido, para la resolución de los casos de inconstitucionalidad, vino de hecho a impedir los pronunciamientos del Tribunal. Y así puede constatarse que en el periodo que media entre 1983 y 1992, años de funcionamiento del Tribunal, de las quince acciones de inconstitucionalidad de que conoció el Tribunal, en cinco oportunidades no se alcanzó el número de votos necesario para dictar sentencia, algo que resulta realmente inconcebible. A tan pobre balance contribuyeron también los propios magistrados. Escudados en las exigencias del artículo 8o. de la Ley21 regidos en su interpretación por un hiperformalismo absolutamente alejado de lo que debe ser una interpretación valorativa, es decir regida por parámetros materiales de la Constitución y carentes de la más elemental consciencia de que todo tribunal viene obligado a dictar sentencia cada vez que a través de una acción es instado a ello por quien está dotado de legitimidad para recurrir; los magistrados del Tribunal de Garantías Constitucionales tuvieron buena parte de responsabilidad en el desprestigio en que se vio inmerso el Tribunal, por lo menos en su función de órgano llamado a ejercer el control normativo de la constitucionalidad de las leyes.22

A todo lo anterior se unió, como se nos ha recordado,23 un indebido apego de algunos de los magistrados a los órganos que los habían designado, el impacto de las influencias políticas, así como la debilidad frente a las presiones económicas y, finalmente, determinadas interpretaciones jurisprudenciales erróneas o de escaso contenido.

La resultante final de todo lo expuesto fue la más que decepcionante labor del Tribunal, muy particularmente en el ámbito del control normativo.24 Y es curioso constatar que el primer fallo del Tribunal desató los más elogiosos comentarios,25 abriendo notables expectativas, que pronto se iban a frustrar. El Tribunal pareció reactivarse bajo el mandato presidencial de Fujimori, circunstancia que está en la base de que el presidente lo clausurara con ocasión del autogolpe de Estado de abril de 1992, mediante el decreto-ley número 25.422.

El fracaso de este órgano no impide destacar la extraordinaria relevancia de las innovaciones que en el ámbito del control normativo de la constitucionalidad introdujo la Constitución de 1979. Como ya hemos visto, hasta ese momento la única modalidad de control reconocida en el Perú era el control difuso de corte norteamericano. A partir de la carta de 1979, el control concentrado coexistiría con el difuso.

Como ya dijimos, el Tribunal era competente para declarar, a petición de parte, la inconstitucionalidad parcial o total de leyes, decretos legislativos, normas regionales de carácter general y ordenanzas municipales. Si la declaración de inconstitucionalidad afectare a normas que no tuvieren su origen en el Poder Legislativo, entonces, la norma quedaría derogada, derogación que, obvio es decirlo, operaba con efectos erga omnes desde el día siguiente de la publicación de la sentencia en el diario oficial El Peruano. Por el contrario, si la inconstitucionalidad afectare a una norma emanada del Poder Legislativo, la derogación no se producía automáticamente, sino que había de ser el Congreso el que dentro del plazo de cuarenta y cinco días naturales, hubiera de aprobar una ley derogatoria de la norma inconstitucional. De no hacerlo así, el artículo 301 de la Constitución prescribía de modo taxativo que "se entiende derogada la norma inconstitucional". Una fórmula de este tipo, poco afortunada, como en otro momento tuvimos oportunidad de advertir,26 parecía traducir una cierta preocupación por salvaguardar la primacía del Congreso en lo tocante a la dación de normas legislativas, que en la mente del Constituyente se vería truncada de posibilitarse la derogación automática de la ley cuando mediara una sentencia declaratoria de la inconstitucionalidad. Sin embargo, esa derogación ex constitutione no debía entenderse como un indicio de la subordinación del Congreso al Tribunal de Garantías, sino como una prueba de la primacía de la Constitución sobre todos los poderes políticos, y por lo mismo sobre cualesquiera de las normas emanadas de ellos. Adelantemos que esta importante disfunción sería superada en la carta de 1993.

En un momento anterior, poníamos de relieve que en la Constitución de 1979, el control concentrado iba a coexistir con el difuso, dando vida a un modelo ciertamente original. En efecto, el artículo 236 de la lex superior determinaba que "en caso de incompatibilidad entre una norma constitucional y una legal originaria, el juez prefiere la primera". Ello significaba la habilitación de los órganos jurisdiccionales ordinarios para que pudiesen inaplicar las normas que, siendo de aplicación en una litis de la que estuvieron conociendo, fuesen consideradas inconstitucionales. Vivían así a coexistir de forma pacífica el modelo de control difuso junto al modelo de control concentrado. Tan sólo cuando hubiere casación de las resoluciones denegatorias de las acciones de habeas corpus y amparo intervendría también el Tribunal de Garantías, pero no para fallar sobre la materia objeto de la acción, sino para pronunciarse sobre la forma como se falló, remitiendo, en su caso, lo actuado a la Corte de origen para que enmiende su fallo. Aunque este sistema sería calificado por algún sector doctrinal27 como mixto, creemos preferible y más exacto, calificarlo con García Belaunde28 como sistema dual o paralelo, pues como él dice, no existe en realidad la mixtura ni el producto síntesis o mixto. Lo mixto supone una mezcla de dos o más elementos, que en el caso peruano no sólo no se mezclan sino que tampoco originan un tertium que sea distinto a sus dos fuentes de origen. Dicho de otro modo, la jurisdicción constitucional se iba a ejercer en el Perú a partir de 1979 en forma paralela por dos entes distintos, que nada tenían que ver entre sí, salvo la eventual coincidencia en aquellas garantías constitucionales que no fuesen acogidas por el Poder Judicial, y que entonces pasaban en casación al Tribunal de Garantías Constitucionales.29

El juicio final sobre el Tribunal de Garantías y la labor que desarrolló no es nada positivo. Eguiguren30 creemos que lo sintetiza a la perfección. A su modo de ver, existe relativo consenso en considerar que el Tribunal no logró alcanzar la gravitación y trascendencia en la vida nacional que se pretendió con su incorporación constitucional; su papel comenzó a percibirse cada vez más deslucido o diluido. Su papel fue poco relevante e incluso decreciente, con una casi imperceptible contribución al desarrollo de la constitucionalidad y la democracia en el país.

La quiebra constitucional de abril de 1992 impactó frontalmente sobre el Tribunal de Garantías. El decreto-ley número 25.422 de 9 de abril, cesó a todos sus magistrados, hecho al que no es ajeno el Tribunal, en sentencias de 29 de enero y 10 de marzo de ese mismo año, estimase parcialmente la inconstitucionalidad de sendos decretos legislativos, todo ello al margen ya de que todo control repugna a un poder autoritario.

La situación llegó a extremos inauditos, de verdadera sorna con la razón de ser de la jurisdicción constitucional en un sistema democrático, con el decreto-ley número 25.721, publicado el 15 de septiembre de 1992. Este decreto-ley vino a modificar el inciso segundo del artículo 298 de la Constitución, otorgando al desactivado Tribunal de Garantías la competencia para conocer en casación "de las resoluciones de las acciones de amparo en que el Estado es demandado". Dicho de otro modo, el Tribunal pasaba a conocer no sólo de las resoluciones denegatorias de amparo, como preveía la carta de 1979, sino también de aquellas otras en que la Corte Suprema declarara fundada una demanda de amparo en contra del Estado.

Como recuerda Abad,31 el decreto-ley se "justificaba" por el deseo gubernamental de suspender a través de la interposición del recurso de casación la ejecución de un fallo que le había sido desfavorable. En la práctica, significaba el "archivamiento" del caso hasta que el Tribunal de Garantías Constitucionales volviera a instalarse, lo que por otro lado no parecía que fuera a acontecer. El decreto-ley número 25.721 demostró con creces la actitud autoritaria del gobierno. No bastaba con la desactivación del Tribunal de Garantías para evitar cualquier posible fiscalización jurisdiccional, sino que además se quisieron congelar aquellos posibles fallos jurisdiccionales en que se reconociera la existencia de lesiones de derechos constitucionales por parte del Estado, declarando fundada una demanda de amparo; en tales casos, bien extraños por lo demás, dada la depuración a que fue sometido el Poder Judicial, bastaba interponer un recurso de casación para suspender en forma indeterminada y por un periodo indefinido los efectos del fallo. La norma en cuestión estuvo en aplicación hasta la entrada en vigor de la Constitución de 1993, si bien no fue formalmente derogada sino por la Ley número 26.435, Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, publicada el 10 de enero de 1995.

III. EL CONTROL DE LA CONSTITUCIONALIDAD EN LA CONSTITUCIÓN DE 1993

El proceso constituyente que habrá de culminar en la carta de 1993 tenía como finalidad primigenia legitimar constitucionalmente la reelección presidencial. Si a ello unimos la patente vocación autoritaria de la estructura de poder fujimorista, puede comprenderse perfectamente que para el Congreso Constituyente Democrático, controlado por la agrupación oficialista "Nueva Mayoría-Cambio 90", una artificiosa agrupación política al servicio de la vocación cuasi-dictatorial del presidente, el Tribunal de Garantías creado en 1979 se presentase como un incómodo estorbo del que había que prescindir.

No es de extrañar por todo lo expuesto que en el inicial anteproyecto hecho público el 20 de enero de 1993 en El Peruano se eliminara al Tribunal en cuestión, otorgando sus atribuciones a la Sala Constitucional de la Corte Suprema; una Corte Suprema, no se olvide, que había sido depurada un año antes por el fujimorismo, y que por lo tanto se presumía proclive al oficialismo. En la sesión del Congreso Constituyente del 13 de abril se aprobó conformar a la Sala Constitucional de la Corte Suprema como el órgano de control de la Constitución. A ello había de añadirse que la tercera versión del texto del anteproyecto de Constitución prescindió igualmente del control difuso de constitucionalidad, al suprimir la norma de la carta de 1979 (artículo 236) que habitaba al juez ordinario para, en caso de incompatibilidad entre la norma constitucional y la norma legal ordinaria, preferir la primera. Ello significaba retornar a la posición constitucionalizada en 1933.

Estos intentos de retroceder a la noche de los tiempos en materia de jurisdicción constitucional tendrían su contrapunto en una serie de iniciativas de diferentes prestigiosas instancias jurídicas y académicas orientadas a lograr un cambio de rumbo por parte del Congreso Constituyente. El Centro de Estudios Constitucionales de Lima y el Colegio de Abogados de la misma ciudad elaborarían sendos textos en los que se contemplaba la figura del Tribunal Constitucional, instando al Congreso Constituyente a que reconsideraba su posición en este aspecto.

En la exposición de motivos del texto elaborado por el Colegio de Abogados de Lima se acogían algunas atinadas reflexiones al respecto. Y así, se aducía que el mantenimiento de las competencias del antiguo Tribunal de Garantías Constitucionales dentro del nivel del Poder Judicial (pues, obviamente, la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema se hallaba integrada en la misma) implicaba tanto desconocer la realidad del mismo, como recalentar innecesariamente los circuitos de la relación de dicho Poder con control de constitucionalidad que no habría de hacer de modo efectivo, y que en último término afectaría innecesariamente al curso natural de su función de administrador de justicia.

El restablecimiento de la institución que nos ocupa se produjo en el debate del Pleno del Congreso Constituyente celebrado el 12 de agosto de 1993, por iniciativa del congresista Carlos Ferrero, ponente del título de la Constitución relativo a las garantías constitucionales. Las tesis de los sectores más autoritarios del fujimorismo, entre los que destaca de modo especial Enrique Chirinos Soto, caracterizado por sus repetidos intentos de vestir con un supuesto "ropaje constitucional" lo que no es sino "una vuelta a la caverna", fueron derrotadas, pero fue una pírrica victoria de los verdaderos, y no muy abundantes, demócratas del no sin cierto sarcasmo autodenominado Congreso Constituyente "democrático", dadas las irregularidades de todo tipo que rodearon su elección. La constitucionalización del Tribunal Constitucional iría seguida de inmediato de la búsqueda por el oficialismo de los mecanismos idóneos para desactivar al Tribunal, dejándolo convertido en una figura meramente decorativa, algo que, a la postre, se conseguiría plenamente.

No han faltado sectores doctrinales para los que la regulación del Tribunal llevada a cabo en 1993 ha mejorado respecto a 1979.32 Ciertamente, el número de sus competencias se incrementa y también se amplía la legitimación para recurrir en vía de acción de inconstitucionalidad, reconociéndose de igual forma que al día siguiente de la publicación de una sentencia declaratoria de la inconstitucionalidad de una norma, dicha norma queda sin efecto, no diferenciándose por consiguiente entre que la norma sea legal o infralegal. Estos aspectos podían ser juzgados positivamente, pero como Landa advierte,33 la creación del Tribunal por el Constituyente se llevó a cabo sin la fuerza normativa que se dio a otras instituciones u objetivos constitucionales predilectos, algo que ya denotaba una tendencia a minusvalorar el papel de la jurisdicción constitucional.

En otro orden de consideraciones, cabe significar que la carta de 1993 mantiene el modelo dual o paralelo de jurisdicción constitucional que ya estableciera el Código constitucional de 1979. En efecto, de un lado, el artículo 20 de la carta de 1993, reiterando la calificación que del Tribunal de Garantías hiciera la Constitución de 1979, caracteriza al Tribunal Constitucional como el "órgano de control de la Constitución" fórmula escasamente afortunada por cuanto, como es obvio, el Tribunal no controla la Constitución, sino la constitucionalidad de las normas, con el fin de garantizar la primacía de la Constitución y de posibilitar la depuración del ordenamiento jurídico de toda norma constradictoria, en su letra o en su espíritu, con los postulados de la carta constitucional.

Pero de otro lado, el artículo 138, en su párrafo segundo, dispone que: "En todo proceso, de existir incompatibilidad entre una norma constitucional y una norma legal, los jueces prefieren la primera. Igualmente, prefieren la norma legal, sobre toda otra norma de rango inferior". Es decir, por una parte, el Tribunal queda facultado para controlar con carácter abstracto, es decir, al margen de su aplicación en un supuesto concreto, una norma con rango de ley, cuando sea instado a ella por quien se halle legitimado para interponer una acción de inconstitucionalidad, resolviendo con efectos erga omnes; por otra, los órganos jurisdiccionales integrantes del Poder Judicial quedan habilitados para inaplicar, in casu y con efectos inter partes, aquella norma legal que interpreten incompatible con la norma suprema.

IV. EL CONTROL DE LA CONSTITUCIONALIDAD EN LA LEY ORGÁNICA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL 1. La génesis de la Ley

El origen de la vigente Ley número 26.435, Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, se encuentra en el proyecto de Ley Orgánica del propio órgano número 1419/94, presentado por los congresistas César Fernández Arce y Carlos Ferrero Costa, sujeto a dictamen de la Comisión de Justicia del Congreso Constituyente, conjuntamente con el proyecto de ley número 1421/94, presentado por el congresista Antero Flores-Aroz, que proponía la derogatoria del citado decreto-ley número 25.721, que sería subsumido en la anterior ley orgánica.

La Comisión de Justicia entendería que debía aprobarse el referido proyecto de ley conforme al texto sustitutorio propuesto por la misma. De este texto hemos de destacar algunas de sus previsiones en relación con la cuestión que venimos abordando:

a) En primer término, aún reconociendo en su exposición de motivos que el legislador es el intérprete más asiduo y constante de la Constitución, toda vez que es el encargado de dictar las normas inmediatas a través del cual se le da vida, se precisaba de inmediato que el Tribunal Constitucional es "el intérprete supremo" porque es capaz de revisar la interpretación del legislador como comisionado del poder constituyente, y puede por tanto declarar la inconstitucionalidad de una norma con rango de ley sometida a su jurisdicción. A partir de este razonamiento, el primer párrafo del artículo 1o. del texto sustitutorio disponía: "El Tribunal Constitucional, como órgano de control de la constitucionalidad, es el intérprete supremo de la Constitución." Quiere ello decir que no sólo se contemplaba con términos más exactos y precisos la función del Tribunal: "órgano de control de la constitucionalidad", sino que, con muy buen criterio, se le concebía como el "intérprete supremo de la Constitución".

b) En segundo lugar, el artículo 4o., en su último párrafo, determinaba que en ningún caso podría dejar de resolver el Tribunal, previsión con la que se intentaba impedir el funesto precedente del Tribunal de Garantías Constitucionales que, como ya vimos, dejó de fallar en varias oportunidades.

c) En tercer término, el propio artículo 4o. del texto en cuestión establecía en cinco miembros el quórum del Tribunal.

d) Finalmente, por circunscribirnos tan sólo a aspectos especialmente controvertidos en la redacción final de la ley, en el mismo artículo 4o. se disponía que el Tribunal había de resolver y adoptar acuerdos por mayoría simple de los votos emitidos, regla general que encontraba como única excepción la relativa a la resolución de la inadmisibilidad de la demanda de inconstitucionalidad o la sentencia que declarara la inconstitucionalidad de una norma con rango de ley, casos en los que se exigían cuatro votos conformes, esto es, la mayoría absoluta.

La Comisión de Constitución y de Reglamento pasaría a continuación a conocer del proyecto sustitutorio aprobado por la Comisión de Justicia, tomando en consideración al mismo tiempo los proyectos presentados por los señores congresistas Ferrero Costa y Florez-Araoz. En su dictamen se iban a introducir una serie de modificaciones que resultarían decisivas en el fracaso final del Tribunal Constitucional en el cumplimiento de su tarea de control normativo de la constitucionalidad. Nos referiremos a algunas de estas innovaciones:

1o. Se elimina la controvertida calificación del Tribunal como "intérprete supremo de la Constitución", en busca -se dice- de lograr el mayor consenso.

2o. Se establece que los acuerdos del Tribunal para resolver sobre la inadmisibilidad de una demanda de inconstitucionalidad o sobre la inconstitucionalidad de una norma con rango de ley, se adopten con el voto aprobatorio de seis de sus miembros, cambio que se justifica con el propósito de garantizar que los fallos sobre estos temas tengan un respaldo significativo de los integrantes del Tribunal. Como complemento necesario de lo anterior y con finalidad similar se propone que el quórum de las sesiones de este órgano sea de seis miembros.

Conviene recordar que aunque la Ley número 23.385 (de la Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales) ya estableció una exigencia de mayoría cualificada para las sentencias declaratorias de inconstitucionalidad (seis votos sobre un total de nueve magistrados), el personaje en cuestión era notablemente más reducido que el exigido ahora, cercano al 86 por 100. Más aún, en cuanto el propio artículo 4o. exige para sesionar un quórum de seis de los magistrados, es evidente que si alguno no asiste a la sesión, la declaratoria de inconstitucionalidad presupone la unanimidad de los magistrados presentes en la sesión, punto completamente disparatado.

La exigencia de este requisito tan desproporcionado revela el nulo deseo del Congreso Constituyente Democrático de vertebrar un mecanismo efectivo de control de la constitucionalidad de las leyes. Sólo en el último momento se avino el Congreso Constituyente a contemplar en la norma suprema la figura del Tribunal Constitucional, y ello se hizo sin el convencimiento necesario por parte de la mayoría fujimorista de dar vida a un auténtico cauce de control. Quizá ello contribuya decisivamente a explicar la razón por la cual la recién nacida institución del Tribunal Constitucional estaba llamada a fracasar estrepitosamente en su futura andadura jurídica.

2. El Tribunal Constitucional como intérprete supremo de la Constitución

Hemos tenido la oportunidad con anterioridad de aludir a algunas de las vicisitudes por las que atravesó el intento de definir al Tribunal Constitucional como "intérprete supremo de la Constitución", con ocasión del debate de su propia ley orgánica en el seno del Congreso Constituyente. La discusión venía a reiterar otra ya acontecida con ocasión del propio debate constituyente, en el que el congresista Carlos Ferrero propuso34 la conceptuación de este órgano en el sentido expuesto; intento que fracasó ante la oposición del también congresista Enrique Chirinos, quien, con la falta de rigor científico que caracteriza a sus reiterados posicionamientos oficialistas, rechazó tal definición, tesis que finalmente prosperó.

Ya hemos puesto de relieve que la Ley número 26.435 ignoró esa definición, lo que, como dice Abad,35 no revela sino el profundo desconocimiento existente acerca de la naturaleza del Tribunal.

Ahora bien, justo es reconocer que la Ley número 26.435, a diferencia de la Ley número 23.385, del anterior Tribunal de Garantías Constitucionales, sienta unas determinaciones que, sin atisbo alguno de duda, permiten concluir que el Tribunal es el "intérprete supremo de la Constitución", tesis, por lo demás, ampliamente sustentada por la doctrina.36

Varias son las normas en que puede sustentarse la precedente interpretación:

a) En primer término, la disposición general primera de la ley, siguiendo muy de cerca lo establecido por el artículo 5o. 1 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1o. de julio del Poder Judicial, dispone que: "Los jueces y tribunales interpretan y aplican las leyes o toda norma con rango de ley y los reglamentos según los preceptos y principios constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos". Una determinación de este género muestra con claridad que el Tribunal Constitucional actúa como intérprete supremo de la Constitución de manera que su interpretación de los preceptos constitucionales, es decir la definición de la norma, se impone a todos los poderes públicos, y también por ello a los jueces ordinarios. Por lo mismo, el Tribunal Constitucional español ha podido afirmar37 que, en el ámbito general de sus atribuciones, le corresponde afirmar el principio de constitucionalidad, entendido como vinculación a la Constitución de todos los poderes públicos.

El Tribunal Constitucional es el "intérprete supremo" y precisamente en esa definición queda claro que no es el único intérprete, sino precisamente sólo el "supremo". Es obvio que no sólo el Tribunal aplica los preceptos constitucionales; también los jueces y tribunales ordinarios los aplican. Ahora bien, la interpretación que efectúe el Tribunal Constitucional, dado su carácter de "intérprete supremo", debe imponerse con carácter vinculante a los órganos integrantes del Poder Judicial. En tal dirección debe interpretarse la disposición general primera.

b) En segundo lugar, el artículo 48 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, en su párrafo segundo, dispone que cuando se promueva un conflicto constitucional con motivo de una disposición, resolución o acto cuya impugnación estuviese pendiente ante cualquier juez o tribunal, éste suspenderá el procedimiento hasta la resolución del Tribunal Constitucional. Esta previsión se ubica en la misma línea que la anterior, corroborando todo nuestro razonamiento precedente.

c) Por último, el artículo 39 de la misma Ley número 26.435 dispone, en su párrafo primero, que "los jueces deben aplicar una norma cuya constitucionalidad haya sido confirmada por el Tribunal", para añadir en el siguiente párrafo que "los jueces suspenden la tramitación de los procesos de acción popular sustentados en normas respecto de las cuales se ha planteado demanda de inconstitucionalidad ante el Tribunal, hasta que éste expida su resolución".

Este precepto es el correlato, en su segundo párrafo, de lo dispuesto por el artículo 48; éste en relación con los conflictos constitucionales, y aquél respecto de la acción popular. Todo ello, desde luego, en perfecta sintonía con esa naturaleza de "intérprete supremo" que asume el Tribunal Constitucional. Ahora bien, la previsión del párrafo primero del artículo 39 puesta en conexión con el primero de los párrafos del artículo 4o. -que exige del voto de seis de los miembros del Tribunal para dictar una sentencia declaratoria de la inconstitucionalidad- y también con el segundo párrafo del propio precepto -que dispone que de no alcanzarse la mayoría calificada requerida para declarar la inconstitucionalidad de una norma, el Tribunal resolverá declarando infundada la demanda de inconstitucionalidad de la norma impugnada- conduce a consecuencias realmente perversas.

En efecto, como ya vimos, la Constitución de 1993 opta por un sistema dual o paralelo de justicia constitucional. En el párrafo primero del artículo 39, la ley establece una especie de instrumento de conexión entre el control difuso que puedan llevar a cabo los órganos jurisdiccionales ordinarios y el control concentrado del Tribunal Constitucional. En abstracto, la norma parece razonable, pues si el Tribunal Constitucional es "intérprete supremo", su interpretación debe ser vinculante para los jueces ordinarios, pero al conducir el artículo 4o., de facto, a imposibilitar el control de constitucionalidad, se estará al unísono impidiendo el control difuso. Bastará con que dos jueces constitucionales afectos a la mayoría parlamentaria voten contra la declaratoria de la inconstitucionalidad para que, al entender confirmada la constitucionalidad de la norma impugnada, pese al voto proclive a la inconstitucionalidad de cinco de los magistrados, los jueces ordinarios ya no puedan verificar control de inconstitucionalidad alguno. En tal caso, la perversidad de la norma es patente.

Se tergiversa así la labor del Tribunal, que de ser un órgano de control de la constitucionalidad pasa a ser, o corre el serio peligro de pasar a serlo, un órgano llamado a impedir tal control. Piénsese en que sólo dos jueces constitucionales complacientes con el Poder Ejecutivo pueden impedir no sólo el control del Tribunal sino también el que pudieran llevar a cabo, al hilo de su facultad de inaplicar las normas que entiendan contrarias a la Constitución, los jueces y tribunales ordinarios. Y como ha aseverado Stein,38 un Tribunal Constitucional que sólo es la prolongación y un instrumento complaciente del Poder Ejecutivo no sólo desacredita su propia imagen, sino también a la Constitución.

3. La demanda de inconstitucionalidad contra el artículo 4o. de la Ley número 26.435 y el pronunciamiento del Tribunal

Cuando un Estado de derecho funciona con jurisdicción constitucional, la última palabra está en poder del Tribunal Constitucional, que sólo podrá desarrollar plenamente su función cuando en un quórum realista pueda declarar la inconstitucionalidad y subsiguiente nulidad de las normas legales. En tales términos se pronuncia Stein39 en lo que constituye ciertamente una doctrina generalmente admitida. Como en el mismo sentido lo hace Brage,40 no tiene el menor sentido exigir mayorías cualificadas para emitir sentencias estimatorias de la inconstitucionalidad, no pudiendo esgrimirse como justificación el principio de presunción de la constitucionalidad de las leyes, presunción que puede y debe jugar su papel en otros ámbitos o momentos, pero no, desde luego, en lo relativo a la mayoría requerida para la adopción por el Tribunal de una resolución estimatoria.

Y como ya hemos tenido oportunidad de significar, el artículo 4o. de la Ley número 26.435 no sólo dificulta seriamente el funcionamiento del Tribunal Constitucional, sino que, como señala Lüsing,41 éste corre el peligro de convertirse en una "institución de convalidación" de leyes inconstitucionales.

En este ámbito doctrinal, muy crítico frente a este punto de Ley, pronto surgirían voces en el sentido de entender que el Tribunal no sólo podía pronunciarse sobre la constitucionalidad de determinados aspectos de su norma reguladora, sino que podía declarar, aún de oficio, la inconstitucionalidad de la previsión del referido ar-tículo 4o.42

Sagués se ocuparía con detalle del problema, cuestionándose si el régimen super calificado de mayorías para declarar la inconstitucionalidad de una ley acogido por el artículo 4o. respetaba la regla de razonabilidad (o del "debido proceso sustantivo") que toda nor-ma legal debe satisfacer para ser reputada conforme con la Constitución.43

Entre otros varios argumentos, recurre el citado autor a la doctrina de los llamados implied powers o poderes implícitos, que son los necesarios para que un órgano del Estado pueda ejercitar de modo eficaz los que expresamente la Constitución le confiera. Paralelamente, la doctrina de los poderes constitucionales inherentes, esenciales o resultantes (resulting powers) añade que todo poder del Estado posee facultades "suyas", "propias", que surgen "de la naturaleza de las cosas" y que son indispensables para que él realice los fines que la Constitución le encomienda. Proyectando esta argumentación al caso del Tribunal peruano, entiende Sagués que el derecho-deber de conocer de la acción de inconstitucionalidad y de dictar una sentencia involucra la atribución de decidir dinámicamente según el orden natural de las cosas, vale decir por mayoría simple (a lo más, absoluta). Una solución como la adoptada por el artículo 4o. implica desvirtuar la voluntad mayoritaria del propio Tribunal.

Finalmente, considera el autor argentino que el objeto natural de la Ley número 26.435 es instrumentar al Tribunal para que cumpla los papeles que la Constitución le asigna, y entre ellos tal vez el más relevante sea el control de constitucionalidad de las leyes. Y es precisamente en ese quehacer donde el artículo 4o. de la ley perjudica los fines constitucionales del órgano que debe reglamentar. La ley viene, pues, a obstaculizar, en lugar de funcionalizar, el proceso de control de constitucionalidad, y al hacer prevalecer la voluntad de dos magistrados sobre la de cinco, logra los efectos diametralmente opuestos a la misión de control. En definitiva, para Sagués,44 el artículo 4o. más parece un mecanismo de autoprotección legislativa que un medio para afianzar la supremacía de la Constitución sobre las leyes inconstitucionales.

La conclusión es inequívoca: la inconstitucionalidad del artículo 4o. no sólo es manifiesta a la vista de su falta de razonabilidad, sino que puede ser declarada, aún de oficio, por el mismo Tribunal Constitucional, ya que el Congreso ha interferido en las competencias constitucionales implícitas e inherentes de aquél.45

Debemos efectuar una serie de reflexiones en torno a los argumentos anteriormente aducidos. Ante todo, concordamos con Sagués en la conveniencia de acudir a la regla de la razonabilidad (en sus diversas vertientes: normativa, técnica y axiológica) con el propósito de verificar la conformidad (o disconformidad) constitucional de la norma legal. No tenemos duda en torno a la vulneración de dicha regla por la cláusula del artículo 4o. de la ley que venimos comentando. De ahí no creemos, sin embargo, que deba inferirse, de acuerdo con el "orden natural de las cosas", que la declaratoria de inconstitucionalidad debe llevarse a cabo por mayoría simple o absoluta. Que el Tribunal descendiera a este nivel de concreción sería tanto como que invadiera funciones más propias del legislador que de un órgano de la jurisdicción constitucional.

De otro lado, no podemos estar de acuerdo con Sagués en la proyección de la doctrina de los poderes implícitos al Tribunal Constitucional, y aún menos en la forma como el citado autor lo hace: admitiendo que tal doctrina posibilita una intervención de oficio del Tribunal. En la jurisdicción constitucional concentrada que ejerce un órgano ad hoc como es el Tribunal Constitucional, éste no sólo está sometido a la Constitución, sino también a su propia ley reguladora. Así lo prescribe por lo demás el párrafo primero del artículo 1o. de la Ley número 26.435, siguiendo literalmente lo prescrito por el artículo 1o. 1 de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional español. Precisamente porque es independiente, el Tribunal está sujeto sólo a la ley. La independencia, en cuanto concepto jurídico, ha de entenderse como ausencia de subordinación jurídica; dicho de otro modo, la independencia supone que en el ejercicio de su función los jueces y magistrados no están sujetos a órdenes o instrucciones de nadie; se encuentran sometidos únicamente al imperio de la ley. De ahí, en definitiva, que el ejercicio de la potestad jurisdiccional de forma independiente sea tanto como su ejercicio en atención tan sólo a las previsiones, a los parámetros que el ordenamiento jurídico en su conjunto le proporciona.

Ahora bien, admitido que el Tribunal Constitucional pueda controlar la constitucionalidad de su propia ley reguladora, el sometimiento a la misma presupone que la forma procesal de su actuación debe ajustarse tanto a las previsiones constitucionales como a las previstas por la propia norma ordenadora.

De esta forma, el Tribunal Constitucional no tiene derecho a iniciativa propia; su intervención es rogada y está limitado a los procedimientos y recursos constitucionalmente enumerados, debiendo acomodar su actuación a los términos que la ley establece.46

De cuanto se ha expuesto con anterioridad se desprende, a nuestro entender, de un lado, que el Tribunal peruano no puede actuar de oficio, pues se trata de una instancia rogada, y de otro, que aunque puede verificar la conformidad constitucional de las normas de su propia Ley Orgánica, su enjuiciamiento deberá ajustarse a los parámetros legales, no pudiendo admitirse, consecuentemente, un quórum para sus votaciones distinto al establecido por el artículo 4o. de la ley, llegado el caso de controlar alguna norma de esta misma ley. Entender otra cosa sería tanto como habilitar al Tribunal para que actúe como un verdadero legislador, desnaturalizando por entero el ejercicio de su función y, por lo mismo, su peculiar naturaleza jurisdiccional.

Consecuentemente con todo lo anterior, el Tribunal no podía por propia iniciativa proceder al enjuiciamiento constitucional del artículo 4o. de su propia Ley reguladora, aunque sí podía hacerlo si era instado a ello por quien estuviera legitimado para presentar una demanda de inconstitucionalidad, como sucedería con la demanda interpuesta el 20 de septiembre de 1996 por 36 congresistas de la República. De otro lado, aún considerando inconstitucional la cláusula que nos ocupa -algo evidente a nuestro entender- la declaración de inconstitucionalidad debía llevarse a cabo por el voto de seis de los magistrados, esto es, de acuerdo con lo previsto por la propia norma legal, norma vinculante para el mismo Tribunal hasta que éste no la declarase disconforme con la norma suprema.

La complejidad de la situación y la incómoda postura de inequívoco rechazo a una absurda y constrictiva cláusula de su propia ley ordenadora en que se encontraban varios magistrados, se reflejaría con nitidez en la primera sentencia del Tribunal de 29 de octubre de 1996, por la que se declaraba parcialmente fundada la demanda de inconstitucionalidad interpuesta por el Colegio de Abogados de Arequipa y por la Junta Nacional de Decanos de los Colegios de Abogados de la República contra un conjunto de disposiciones de la Ley número 26.623.47

El Tribunal estimaría la inconstitucionalidad de algunas de las normas recorridas, si bien, respecto de algunas otras, se declararía infundada la demanda al no lograrse el voto de seis magistrados, sino tan sólo de cinco de ellos. Esta situación provocaría un voto singular del magistrado Aguirre Roca en el que éste ya se pronunciaba contrario a la tantas veces referida cláusula del artículo 4o., manifestando que en casos en que se lograra una clara mayoría de cinco votos en favor de reconocer la inconstitucionalidad de la norma impugnada, se reservase el pronunciamiento hasta tanto se resolviese la demanda ya en trámite ante el Tribunal, por la que se solicitaba la declaración de inconstitucionalidad de la regla procedimental del artículo 4o. Parece obvia la improcedencia de este pronunciamiento ante una cuestión aún no sometida a la deliberación plenaria del Tribunal. Sin embargo, el mismo hacía presagiar la tormenta jurídico-política, tránsita de despropósitos por todos los intervinientes, que poco tardaría en desatarse.

En este contexto, el 20 de septiembre de 1996, treinta y seis congresistas presentaban ante el Tribunal Constitucional una acción de inconstitucionalidad contra el tantas veces mencionado artículo 4o. de la Ley número 26.435, considerando que el mismo restringe irrazonablemente el ejercicio del control constitucional al exigir seis votos para declarar inconstitucional una norma con rango de ley e imponer, en caso de no alcanzarse la referida mayoría, que el Tribunal declare infundada la demanda.

En varios argumentos centrales se sustentaría la demanda:

a) En primer término, al calificar la Carta de 1993 al Tribunal como el "órgano de control de la Constitución" (artículo 201), el legislador, llegado el momento de desarrollar el procedimiento a seguir en una acción de inconstitucionalidad, no puede desnaturalizar tal mecanismo, limitando o entorpeciendo irrazonablemente el ejercicio de aquel control, como hace el artículo 4o., desencadenando consecuentemente la inconstitucionalidad de la norma en cuestión.

b) El objetivo de ejercer el control de la constitucionalidad de las leyes casa mal con la exigencia de una mayoría calificada tan alta como la requerida por el artículo 4o., con lo que bien puede decirse que el legislador, en este caso, ha actuado con violación del principio de proporcionalidad, pues no resulta estrictamente necesario exigir una mayoría tan severa para declarar la inconstitucionalidad. El derecho comparado no hace sino revelar con claridad lo desproporcionado de la norma.

c) El artículo 4o., se dice en la demanda, afecta la autonomía del Tribunal Constitucional, pues le impone una decisión sobre el fondo a la que no se habría llegado si el legislador no lo hubiera establecido así. En efecto, se le impone al Tribunal un pronunciamiento que declara infundada la demanda, es decir, que reputa constitucional la ley, lo que no ha sido, probablemente, sino una decisión de la minoría.

d) En cuarto término, se entiende que en cuanto el artículo 4o. permite que una minoría que vota en contra, conformada por dos magistrados, se convierta por mandato legal en una mayoría que impone su criterio sobre los demás, viene a desnaturalizar, hasta llegar al absurdo, el concepto mismo del voto particular, pues ahora dicho voto corresponde a la mayoría.

La demanda concluye postulando el ejercicio por el Tribunal del control difuso con el fin de no requerir del quórum hiper-calificado exigido por la ley para admitir la inconstitucionalidad de la norma legal impugnada. Tal dislate se trata de fundamentar con base en dos argumentos: de un lado, el Tribunal, al igual que los órganos jurisdiccionales ordinarios, también puede disponer la inaplicación de una ley al caso concreto "cuando se percate que una norma viola la Constitución y ello es determinante para la solución del caso llegado a su conocimiento"; de otro, la Ley Orgánica del Tribunal requiere tan sólo de seis votos para decidir con ocasión del control abstracto de normas, pudiendo resolver el Tribunal por mayoría simple en el ejercicio de sus restantes competencias. Como consecuencia de esta doble argumentación, se insta al Tribunal a que ejerza el control difuso y decida la inconstitucionalidad de la norma por mayoría simple.

Antes de entrar a comentar la sentencia de 19 de diciembre de 1996,48 por la cual el Tribunal declaró infundada la demanda de inconstitucionalidad contra el artículo 4o. de su propia ley ordenadora, creemos necesario efectuar algunas reflexiones en torno a este requerimiento de la demanda de que el Tribunal llevara a cabo una suerte de control difuso.

Hace ya treinta años que Calamandrei49 sistematizó con notable nitidez las diferencias existentes entre los modelos difuso y concentrado de control de constitucionalidad. Mientras el primero podrá ser caracterizado como incidental, especial y declarativo, el segundo era connotado como principal, general y constitutivo.

Bastará con fijarnos en la legitimación de la propuesta y en la extensión de los efectos para captar en toda su amplitud las divergencias entre uno y otro modelo. En cuanto a la legitimación, el carácter incidental del sistema difuso entraña que únicamente la parte, en un caso concreto, puede plantear la respuesta de inconstitucionalidad en vía prejudicial. Por contra, el carácter principal del modelo concentrado significa que puede proponerse como demanda principal sin atender a una litis o controversia concreta. En cuanto a la extensión de los efectos de la sentencia estimativa, el carácter especial propio del sistema difuso significa que la sentencia invalida sólo en el caso concreto, produciendo inaplicabilidad, mientras que el carácter general de los efectos, como es lógico, entraña que la invalidación es con efectos erga omnes.

En definitiva, como bien señala Quiroga,50 la justicia constitucional concentrada que corresponde al Tribunal Constitucional es un ejercicio constitucional, mental y metodológico absolutamente opuesto al modelo de la judicial review, esto es, al modelo difuso. Estamos ante conceptos antitéticos, por lo menos en un primer momento, aunque ahora haya que reconocer su progresiva aproximación.

García Belaunde51 ha puesto de relieve cómo el continente americano ha sido un campo profundo para los diversos modelos de jurisdicción constitucional, no sólo porque creó uno de ellos y lo desarrolló ampliamente, sino porque a partir de este modelo ha avanzado muy lejos, anticipando el tardío modelo europeo y creando además dos categorías derivadas, pero no menos importantes: la mixta y la dual o paralela. El modelo dual sería aquel que no realiza una síntesis de ambos sistemas, sino una yuxtaposición de los dos modelos clásicos.

Pues bien, en Perú, como nuevamente sostiene García Belaunde,52 no puede hablarse en rigor de un sistema mixto, pues lo mixto supone una mixtura, una mezcla de dos o más elementos, que en el caso peruano no sólo no se mezclan sino que tampoco originan un tertium que sea distinto a sus dos fuentes de origen.

Las reflexiones precedentes dan pie para sustentar de modo inequívoco algo que se nos antoja claro: el Tribunal Constitucional no es un órgano llamado a ejercer el control difuso. El Tribunal, como dice el artículo 1o. de su ley reguladora, es el órgano de control de la constitucionalidad, por lo tanto es competente para conocer de los procesos que contempla el artículo 202 de la Constitución (párrafo primero del artículo 2o. de la Ley número 26.435), precepto cuyo número 1 atribuye al Tribunal el conocer, en instancia única, la acción de inconstitucionalidad. Y esta atribución poco o más bien nada tiene que ver con el ejercicio del control de constitucionalidad a través del modelo difuso que, como ya advertimos, posibilita el párrafo segundo del artículo 138 de la Constitución en referencia directa a los jueces, esto es, a los órganos jurisdiccionales que integran el Poder Judicial, objeto de un capítulo ubicado en un título diferente de aquel que regula el Tribunal Constitucional.

Por todo lo expuesto se puede concluir que el Tribunal desbordaría flagrantemente sus atribuciones constitucionales y legales si intentara controlar la constitucionalidad de una norma legal por una vía propia del modelo difuso. Es pues, una evidencia elemental que el Tribunal Constitucional no puede ejercer una suerte de judicial review cuando es instado a intervenir por intermedio de una acción de inconstitucionalidad, supuesto en el que debe sujetar su actuación al procedimiento contemplado por el título II de la Ley número 26.435, a la que, no se olvide, se encuentra sometido, como prevé el párrafo primero del artículo 1o. de tal norma legal.53

¿Cuál fue el fallo del Tribunal en la demanda de inconstitucionalidad interpuesta contra el artículo 4o. tantas veces citado, plasmado en la sentencia de 19 de diciembre de 1996? Anticipemos ya que la misma declarará infundada la demanda con el voto de cuatro de los siete magistrados, formulando los tres discrepantes un voto particular (suscrito por los señores Aguirre Roca y Rey Terry, y por la señora Revoredo de Mur) que declara fundada en parte la demanda.

La mayoría del Tribunal, con una notable pobreza argumental, rechaza que la polémica determinación del artículo 4o. viole la Constitución. En su fundamentación, la sentencia acoge reflexiones harto discutibles, cuando no de todo punto inadmisibles. Así, manifiesta que "para declarar la inconstitucionalidad de una norma legal, es necesario que en la Constitución exista una disposición que la contravenga en forma precisa y no a base de interpretaciones o deducciones controvertibles". No podemos concordar con tan discutible reflexión. La inconstitucionalidad es un juicio de contraste entre dos normas al que subsigue una consecuencia jurídica. Los vicios materiales de inconstitucionalidad pueden manifestarse de modo bien dispar, pudiendo enumerarse al efecto los siguientes criterios: violación frontal de precepto constitucional, aplicación indebida de dicho precepto, interpretación errónea, inconstitucionalidad por irracionalidad de la norma, inconstitucionalidad por "desviación de poder"..., etcétera. De todo ello queda claro que la contravención de la Constitución no sólo se producirá por una oposición frontal de una norma legal con una constitucional, dicho de otro modo, por una oposición en la literalidad de cada una de las dos normas. Es posible que tal choque frontal no se produzca y la interpretación conduzca a la convicción de que la norma legal contraría el espíritu de la norma constitucional.

Muy peregrino es asimismo el argumento aportado por el Tribunal para rechazar el control difuso: "Tampoco procede -razona el Tribunal- que mediante el control difuso se pueda declarar la inaplicabilidad de la norma impugnada, porque ese control se aplica para resolver cuestiones litigiosas respecto de las cuales existe incompatibilidad manifiesta, y no simples interpretaciones entre una norma legal y una constitucional". De lo antes expuesto se desprende que la incompatibilidad no tiene que ser manifiesta para existir, y en cuanto que a través de la interpretación se sospeche tal contradicción, será perfectamente legítimo que un juez, al amparo del artículo 138 de la Constitución, proceda a realizar un control de constitucionalidad de la norma que ha de aplicar, pudiendo finalmente inaplicarla al considerarla incompatible con la Constitución. Son los rasgos bien diferenciados de uno y otro modelo de control de constitucionalidad y las previsiones constitucionales y legales que no contemplan la mixtura de ambos modelos: las razones que impiden al Tribunal recurrir al control difuso cuando conoce de una acción de inconstitucionalidad. Y eso es precisamente lo que silencia o ignora el propio Tribunal.

Digamos finalmente que el Tribunal recurrirá, como punto de apoyo fundamental de su sentencia, al principio de presunción de constitucionalidad de las normas legales, principio que, a nuestro juicio, no ampara una cláusula procesal como la del artículo 4o. de la ley. Ciertamente, como ha significado García de Enterría,54 este principio implica algo más que la simple afirmación formal de que cualquier ley se tendrá por válida hasta que sea declarada inconstitucional; y así materialmente presupone, de un lado, una confianza otorgada al Legislativo en la observancia y correcta interpretación de los principios constitucionales; y de otro, que una ley no pueda ser declarada inconstitucional más que cuando no exista "duda razonable" sobre su contradicción con la Constitución. Ahora bien, esta certeza indubitada acerca de la contradicción constitucional de la norma legal, debe entrañar el inequívoco convencimiento de cada juez constitucional respecto a la contradicción con la ley suprema de la norma impugnada, pero no ha de traducirse en la exigencia de un quórum tan elevado que convierta en irreal todo posible control de constitucionalidad; que es, en definitiva, lo que hace la Ley número 26.435.

Frente a la sentencia comentada, los magistrados Aguirre Roca, Rey Terry y Revoredo de Mur formularían, como antes dijimos, un voto particular conjunto en el que no sólo se postula la inconstitucionalidad de la norma impugnada, sino que se considera que la determinación del artículo 4o. no puede ser aplicada con anterioridad a la adopción de la decisión acerca de si es o no constitucional, "pues de hacerlo se incurrirá en el círculo vicioso de considerar resuelto lo que, precisamente, se trata de resolver". Ya nos pronunciamos anteriormente en torno a este asunto, y ahora no hemos sino de reiterar lo antes dicho: el Tribunal está sujeto a la Constitución y a su propia ley ordenadora, y esta última premisa no cederá sino hasta tanto la cláusula legal sea declarada disconforme con la Constitución.

Por lo demás, no queremos finalizar esta alusión al voto particular, sin aludir críticamente a otro argumento que los magistrados discrepantes del fallo del Tribunal consideran básico, y que transcribimos a continución:

Conviene recordar que si bien, como lo sostiene la parte demandada, la exigencia de los seis votos, en sí misma, no es irracional ni inconstitucional, lo que sí lo es, es que en sede jurisdiccional -que no es política ni discrecional- se pretende medir con una vara al demandante y con otra al demandado, al exigir a aquél no menos de seis votos, y a éste, sólo uno o dos, pues el uso de este doble standard, no sólo vulnera el principio constitucional de la igualdad ante la ley... sino que conculca la grave prohibición señalada en la última parte del artículo 103 de la misma, en el que se fulmina el abuso del derecho.

Esta argumentación resulta, según nuestro entender, por entero improcedente, pues presupone el entendimiento del control abstracto de inconstitucionalidad que refleja la acción de inconstitucionalidad como una suerte de procedimiento litigioso con partes enfrentadas por intereses contrapuestos, con ignorancia de que el control abstracto de normas no se origina en función de un conflicto de intereses concretos, sino simplemente por una discrepancia abstracta sobre la interpretación del texto constitucional en relación con su compatibilidad con una ley singular. Es debido a lo anterior por lo que en la doctrina alemana se habla de un "proceso objetivo" en el que los órganos que lo han iniciado no adoptan, en su calidad de titulares de intereses políticos, la posición procesal estricta de recurrentes, actuando en cierto modo como defensores de la Constitución. A este respecto, Soehn55 ha señalado que estamos ante un procedimiento unilateral, no de contienda; es decir, se trata de un procedimiento sin partes o litigantes.

4. La recta final de la quiebra del control normativo de constitucionalidad: las sentencias de 3 de enero de 1997

El 28 de mayo de 1997 culminaba el lento pero inexorable proceso de degradación del Tribunal Constitucional con la destitución de tres de los magistrados que más críticamente se había manifestado frente al poder del presidente de la República y de su entorno parlamentario. Antes y después de esa circunstancia, esos mismos magistrados han sido amedrentados y hostigados de muy diversa forma, con gravísima violación de su independencia.

Durante el primer año de funcionamiento, hasta la abrupta destitución de tres de sus magistrados, el Tribunal resolvió dieciséis acciones de inconstitucionalidad, siendo lo más significativo de sus fallos, como dice Landa,56 el escaso desarrollo de un sistema constitucional conceptual apropiado para realizar su obra jurisprudencial constitucional, a lo que habría que añadir el reiterado manejo de un tradicional positivismo constitucional que se expresa en la orfandad de fundamentos teórico-constitucionales y de métodos de interpretación constitucionales.

Los acontecimientos se iban a precipitar a raíz de la demanda de inconstitucionalidad interpuesta por el Colegio de Abogados de Lima contra la Ley número 26.657, denominada de "interpretación auténtica", que interpreta el artículo 112 de la Constitución en el sentido de posibilitar la reelección del presidente Fujimori en los comicios presidenciales a celebrar el año 2000.

No es fin de este trabajo entrar a analizar el fondo del asunto, sino circunscribirnos a mostrar la sucesión ininterrumpida de errores que por una y otra parte se iban a cometer al hilo de la tarea asignada al Tribunal, de controlar la constitucionalidad de las normas legales.

La acción de inconstitucionalidad iba a desencadenar dos sentencias bien dispares: en una de ellas, suscrita tan sólo por los tres magistrados que más tarde serían destituidos a partir de una decisión improcedente y sin apoyo constitucional alguno, de aplicar el "control difuso" y no el "control concentrado", se declaraba inaplicable la citada ley interpretativa número 26.657, para el caso concreto de una nueva postulación a la Presidencia de la República, en el año 2000, del actual jefe de Estado. Creemos innecesario reiterar lo ya expuesto en torno a la ineludible necesidad de separar el control difuso del concentrado. Como dijera García Belaunde,57 en realidad esta resolución es una valiosa y honorable expresión de tres magistrados sobre la inaplicabilidad, pero nada más. Se trata de un documento de indudable fuerza moral, revelador de una encomiable independencia de criterio, pero sin valor jurídico.

La segunda sentencia, suscrita por los magistrados del "fujimorismo" señores Acosta Sánchez y García Marcelo, declaraba infundada la demanda al no haberse alcanzado la mayoría calificada de seis votos conformes, prevista por el artículo 4o. para declarar la inconstitucionalidad de la Ley número 26.657, debido a que cuatro magistrados constitucionales se habían abstenido por haber adelantado opinión sobre el fondo de la cuestión controvertida, dos a favor y dos en contra.

Concuerdo una vez más con García Belaunde58 en que tampoco este pronunciamiento puede considerarse sentencia ni opinión emitida válidamente con carácter vinculante. Y es que, en este caso, no hay otra fundamentación que una sucesión -creemos que absurda- de referencias a las circunstancias por las que los magistrados se han abstenido. Y ello reclama una reflexión adicional. El Tribunal Constitucional es un órgano jurisdiccional; obvio es decirlo, y sin embargo resulta necesario recordarlo cuando el comportamiento de algunos magistrados más parece regirse por los parámetros políticos propios de los parlamentarios, que por los que caracterizan a los jueces de todo orden. Un Tribunal Constitucional es una instancia rogada que interviene cuando es instado para ello por quien se halle legitimado, por lo cual consecuentemente está obligada a resolver. En sintonía con ello, evitando una de las mayores fallas del Tribunal de Garantías Constitucionales, el último párrafo del artículo 4o. de la Ley número 26.435 dispone que: "En ningún caso el Tribunal Constitucional puede dejar de resolver". Y ello no es un formalismo carente de contenido, sino que debe entenderse en el sentido de que en ningún caso puede dejar de entrar a conocer el Tribunal del contenido de la demanda. Y esto es lo que no hace el Tribunal en esta segunda sentencia. Y no lo hace con base en unas razones que nos atreveríamos a considerar pueriles y vulneradoras de la obligación que les asiste de resolver conforme al derecho de las demandas que les sean presentadas. Dicho de otro modo, un magistrado constitucional no puede ni debe abstenerse. Viene obligado a pronunciarse en uno u otro sentido cuando el órgano que integra sea requerido para ello. La dinámica de un órgano jurisdiccional colegiado nada tiene que ver con la de un órgano representativo. Y si los miembros de un órgano representativo pueden votar a favor, en contra, o abstenerse ante una determinada propuesta, los jueces vienen obligados a pronunciarse ante una demanda. Solo excepcionalmente, cuando se incurra en una causal de abstención legalmente predeterminada, podrá el juez constitucional abstenerse de conocer. Y es evidente que estas causales deberán ser bien excepcionales. Desde esta perspectiva, se nos antoja irrelevante, respecto a la abstención, pronunciarse en torno al tema con anterioridad a la presentación de la demanda, en la propia cátedra universitaria, y aún más incongruente nos parece que los dos magistrados que se han abstenido por esta sola circunstancia, sean los dos únicos que procedan a firmar la sentencia que venimos comentando. Por lo demás, no se nos oculta que la facultad que a los jueces, en general, y a los magistrados constitucionales, en particular, reconoce el artículo 313 del Código Procesal Civil, norma aplicable supletoriamente al amparo del artículo 63 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, de abstenerse de emitir pronunciamiento cuando entiendan que existe algún motivo perturbador de su imparcialidad, motivo que, por ejemplo, puede ser el de anticipar opinión sobre el fondo de la cuestión controvertida en una acción de inconstitucionalidad, puede convertirse en cómodo cauce a través del cual soslayar las responsabilidades propias de todo pronunciamiento.

La culminación de este amplio elenco de despropósitos, cuyo origen, desde luego, se encuentra en la desafortunada cláusula del artículo 4o., se producirá con el proceso de destitución de los tres magistrados citados.

Un recurso de aclaración del Colegio de Abogados de Lima dirigido a los tres magistrados que habían suscrito la sentencia por la que se declaraba la inaplicabilidad de la Ley número 26.657 al actual jefe del Estado -y en el que se solicitaba que se agregara al fallo, en coherencia con el mismo y con lo solicitado por la demanda (la declaración de la inconstitucionalidad de la ley), que carecía de objeto pronunciarse respecto a la petición contenida en la misma demanda-, sería resuelto el 21 de enero de 1997 por los tres magistrados ya citados. Un día después, el vicepresidente del Tribunal, Acosta, denunciaba ante el presidente la supuesta usurpación por los tres magistrados de la representación del Tribunal, circunstancia que sería finalmente la causa de la destitución.

Paradójicamente, serían una serie de denuncias formuladas por la magistrada Revoredo, las que darían lugar a la constitución de una Comisión en el Congreso encargada de esclarecerlas. La Comisión, de modo sorprendente, trastocaría su misión tras el informe formulado por el magistrado García Marcelo. Así las cosas, finalmente, la Comisión Hildebrandt solicitaba de la Presidencia del Congreso la admisión a trámite de la denuncia constitucional contra los magistrados Nugent, presidente del Tribunal; Aguirre Roca, Ray Terry y Revoredo, es decir, prácticamente, contra todos los no afectos al "fujimorismo". La caza de brujas se había iniciado.

La acusación se formalizaba por violación del artículo 201 de la Constitución al "tomar para sí (los tres magistrados) facultades que corresponden al Tribunal conforme al artículo 201, por presentar una simple ponencia como si fuera una sentencia discutida y aprobada por el Pleno del Tribunal", además de proceder a resolver pers se el recurso de aclaración formulado por el Colegio de Abogados de Lima, sin que dicha resolución fuera materia de convocatoria y deliberación del Pleno. Y en cuanto al presidente Nugent, era acusado de infringir la Constitución al facilitar la actuación ilegal de los tres magistrados anteriores.

El 24 de mayo, al amparo, supuestamente, del artículo 99 de la Constitución, que habilita a la Comisión Permanente del Congreso para acusar ante éste por infracción de la Constitución, entre otros, a los miembros del Tribunal Constitucional; la citada Comisión acordaba acusar ante el Pleno a los tres magistrados más incómodos para el oficialismo. Como diría ante el Pleno del Congreso el señor Paniagua Corazao, destacado constitucionalista y uno de los abogados defensores: con la referida acusación se pretendía dar a una institución pretendidamente constitucional un alcance que todo lo que pretendía era convertir en ley la arbitrariedad, el arbitrio y el capricho.

Días después el Congreso condenaba a los tres magistrados, lo que llevaba aparejado su sustitución. Se consumaba así uno de los mayores atropellos de un sistema regido por el arbitrarismo, y desde luego una de las mayores quiebras del Estado de derecho en el Perú de los últimos años. Al oficialismo nunca le había resultado cómodo el control de la constitucionalidad, como se demostró con la actuación presidencial contra el antiguo Tribunal de Garantías tras el "autogolpe" de Estado. Se avino, forzado por las circunstancias, a constitucionalizar tal control en la carta de 1993, creando un Tribunal Constitucional. Se intentó -y consiguió- neutralizar dicho control mediante el artículo 4o. de la Ley Orgánica del Tribunal, y ahí residió la causa de todos los desajustes ulteriores: facilitados, desde luego, por la falta de rigor de los tres magistrados destituidos en el manejo de las categorías propias de la jurisdicción constitucional. Tras todo ello, la Ley número 29.954 habilitaba al Tribunal a modificar el quórum previsto para el funcionamiento del Tribunal, reduciéndolo a tan sólo cuatro magistrados, para que el citado órgano siguiera conociendo de sus atribuciones con la sola salvedad del conocimiento de la acción de inconstitucionalidad; indiscutiblemente, el mecanismo de control más incómodo para el oficialismo. El fracaso no sólo se había consumado, sino, más aún, normativizado.

*

Notas:
1 Catédratico de derecho constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela.
2 Bolívar, Simón, Doctrina del libertador, Sucre, Biblioteca Ayacucho, 1976, pp. 230-241.
3 Puede verse en García Belaunde, Domingo, Las Constituciones del Perú, Lima, Ministerio de Justicia, Walter Gutiérrez Editor, 1993, pp. 95 y ss.
4 García Belaunde, Domingo, "Los inicios del constitucionalismo peruano (1821-1842)", Pensamiento constitucional, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, vol. IV, núm. 4, 1997, pp. 233 y ss.; en concreto pp. 241 y 242.
5 Blume Fortini, Ernesto, "El Tribunal Constitucional peruano como supremo intérprete de la Constitución", Derecho PUC, Lima, núm. 50, diciembre de 1996, pp. 125 y ss.; en concreto p. 140.
6 Paniagua Corazao, Valentín, "La Constitución Peruana de 1993", Direito, Revista Xurídica da Universidade de Santiago de Compostela, Santiago, vol. IV, núm. 2, 1995, pp. 9 y ss.; en concreto p. 50.
7 Podría recordarse el pronunciamiento del Consejo de Estado de 14 de marzo de 1853, en la consulta al mismo por el presidente de la Corte Suprema. La consulta versaba en torno a cómo debía interpretarse una norma del Código Civil de 1852. Entendería el Consejo de Estado que en la aplicación de la ley civil la Corte debía atenerse a la disposición constitucional "en cuyo único sentido debía explicarse el Código Civil". Ninguna norma -añadía después el Consejo de Estado- puede en sentido alguno enervar la naturaleza y esencia del artículo constitucional, "y cualquier disposición en contrario sería írrita e insubsistente". El dictamen puede verse en Registro Oficial, núm. 12, sábado 19 de marzo de 1853, pp. 95-96. Queremos hacer constar aquí nuestro agradecimiento al profesor de la PUC del Perú, Daniel Soria Luján, quien viene investigando sobre esta materia y tuvo la gentileza de facilitarnos copia del documento original.
8 En tales términos se dirigiría al Consejo de Estado el propio gobierno, requiriéndole su informe en torno a la expatriación del consejero de Estado don Pedro de la Quintana, en 1854. En ese documento se señala que el Consejo de Estado "no es un juzgado o tribunal que exige documentos sino el guardián de la Constitución". Puede verse en Oviedo, Juan, Colección de leyes, decretos y órdenes publicadas en el Perú desde el año 1821 hasta el 31 de diciembre de 1859, Lima, Felipe Bailly editor, 1861, t. 2, pp. 119-124.
9 Blume Fortini, Ernesto, op. cit., nota 4, p. 142.
10 Quiroga León, Aníbal, "Una aproximación a la justicia constitucional: el modelo peruano", en Quiroga León, Aníbal (comp.), Sobre la jurisdicción constitucional, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1990, pp. 147 y ss.; en concreto p. 175.
11 Cfr. García Belaunde, Domingo, El habeas corpus interpretado, Lima, Instituto de Investigaciones Jurídicas, PUC del Perú, 1971.
12 Es bien conocida la sentencia de 6 de agosto de 1920, dictada con ocasión del habeas corpus interpuesto por Cecilia Althaus de Pardo, en la que se acogen afirmaciones como la que sigue: "A la ley suprema fundamental se encuentran fatalmente subordinadas todas las demás, siempre secundarias... Aún la soberanía del Congreso para el ejercicio de sus funciones legislativas está sujeta a sus preceptos, cuyas reformas requieren la intervención de dos legislaturas... Si bien la Corte Suprema no tiene la facultad de observar las leyes anticonstitucionales, al ejercer jurisdicción en asuntos contenciosos no puede menos de apreciar, lo mismo que los tribunales inferiores, el alcance infractorio de las declaraciones de la carta que impusiere alguna ley común o de excepción... En la administración de justicia carecen de aplicación las leyes anticonstitucionales".
13 García Belaunde, Domingo, El constitucionalismo peruano en la presente centuria, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1990, colección Temas de derecho público, p. 44.
14 Comisión Manuel Vicente Villagrán, Anteproyecto de Constitución de 1931, Lima, P. C. Villanueva, 1962, pp. 77, cit. por Blume Fortini, Ernesto, art. cit., op. cit., nota 4, p. 144.
15 Blume Fortini, Ernesto, art. cit., op. cit., nota 4, p. 146.
16 García Belaunde, Domingo, "El control de la constitucionalidad de las leyes en el Perú", Ius et praxis, Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Lima, Lima, 1989, núm. 13, pp. 145 y ss., en concreto p. 147.
17 García Belaunde, Domingo, "El primer fallo del Tribunal de Garantías Constitucionales", Ius et praxis, Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Lima, 1984, núm. 4, pp. 115 y ss.; en concreto p. 116.
18 Pelaes Bazán, Mario, El Tribunal de Garantías Constitucionales, 2a. ed., Lima, Vicente Ramos Solsol, 1980, p. 12.
19 Este es el caso, entre otros, de Cárdenas Quirós, Carlos, "El Tribunal de Garantías Constitucionales y la Constitución Política del Perú de 1979", Revista del Foro, Lima, Colegio de Abogados de Lima, julio-diciembre de 1981.
20 Espinosa-Saldaña, Eloy, El tratamiento del control de la constitucionalidad en el Perú: balance y perspectivas, texto mecanografiado, p. 29.
21 Buen ejemplo de ello lo constituyen las tesis de Aguirre Roca, Manuel, "Los fallos del Tribunal de Garantías Constitucionales ante la crítica", Themis, Revista de Derecho, 2a. época, año I, núm. 3, pp. 20 y ss.
22 Quiroga León, Aníbal, con buen criterio, a nuestro juicio, llegó a señalar que la falta de los pronunciamientos requeridos por parte del Tribunal determinaba que sus miembros incurrieran en la responsabilidad funcional a que de alguna manera aludía el artículo 17.5 de su propia ley orgánica,"El Tribunal de Garantías Constitucionales ante el dilema de ser o no ser", Themis, Revista de Derecho, 2a. época, 1986, núm. 4, pp. 40 y ss.
23 Abad Yupanqui, Samuel B., "La jurisdicción constitucional en la carta peruana de 1993: antecedentes, balance y perspectivas", Una mirada a los Tribunales Constitucionales. Las experiencias recientes, Lima, núm. 4, septiembre de 1995, pp. 191 y ss.; en concreto p. 196.
24 De los quince pronunciamientos del Tribunal, en cinco procesos no se alcanzó el número de votos necesario para dictar sentencia; dos se resolvieron mediante autos de inadmisibilidad; en un tercer proceso, un extremo de la demanda fue resuelto, declarándose infundado, mientras que el otro no pudo serlo por no reunir los votos necesarios; hubo dos sentencias que declararon infundada la demanda, y otras cinco, por último, en que se declaró fundada la pretensión de inconstitucionalidad.
25 Este es el caso de García Belaunde, Domingo, "El primer fallo del Tribunal de Garantías Constitucionales", op. cit., nota 16, p. 120.
26 Fernández Segado, Francisco, "El Tribunal de Garantías Constitucionales del Perú: una aproximación", Ius et praxis, Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Lima, núm. 14, 1989, pp. 13 y ss.; en concreto pp. 14 y 15.
27 Es el caso de Quiroga León, Aníbal, art. cit., op. cit., nota 9, p. 184.
28 García Belaunde, Domingo, art. cit., op. cit., nota 15, pp. 152 y 153.
29 García Belaunde, Domingo, La jurisdicción constitucional y el modelo dual o paralelo, texto monográfico, p. 7.
30 Eguiguren Praeli, Francisco, Los retos de una democracia insuficiente, Lima, Comisión Andina de Juristas, 1990, pp. 60-64.
31 Abad Yupanqui, Samuel, op. cit., nota 22, pp. 199-201.
32 Zevallos Zevallos, Smila E., "El Tribunal Constitucional y la facultad de interpretación", Revista del Foro, año LXXXII, núm. 1, pp. 117 y ss., en concreto p. 120.
33 Landa, César, "Balance del primer año del Tribunal Constitucional del Perú", Pensamiento constitucional, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, año IV, núm. 4, 1997, pp. 245 y ss., en concreto p. 249.
34 Comisión de Constitución, sesión número 43, 13 de abril de 1993.
35 Abad Yupanqui, Samuel, op. cit., nota 22, p. 217.
36 Es el caso, entre otros, de Blume Fortini, Ernesto, op. cit., nota 4, pp. 167 y ss.; Ortega Villena, Víctor J., Jurisdicción y procesos constitucionales, 2a. ed., Lima, Rodhas, 1996, p. 227; Revoredo Marsano, Dalia de, "Los retos actuales del Tribunal Constitucional", La Constitución de 1993. Análisis y comentarios, Lima, 1996, t. III, pp. 153 y ss.; en concreto pp. 155 y 156; Danós Ordóñez, Jorge, "Aspectos orgánicos del Tribunal Constitucional", La Constitución en 1993. Análisis y comentarios, Lima, 1994, t. I, pp. 283 y ss., en concreto pp. 285 y ss.
37 Sentencia del Tribunal Constitucional español 1/1981, de 26 de enero, fund. jur. 2o.
38 Torsten, Stein, "Criterios de interpretación de la Constitución", La Constitución de 1993..., op. cit., nota 35, t. III, pp. 131 y ss., en concreto p. 132.
39 Torsten, Stein, "Tipos de sentencias constitucionales", op. cit., nota 37, pp. 143 y ss., en concreto p. 151.
40 Brage Camazano, Joaquín, La acción de inconstitucionalidad, México, UNAM, 1998, p. 218.
41 Lüsing, Norbert, "Los retos del Tribunal Constitucional en América Latina", La Constitución de 1993..., op. cit., nota 35, t. III, pp. 159 y ss., en concreto p. 166.
42 Es el caso, entre otros, de Abad Yupanqui, Samuel, op. cit., nota 22, p. 239.
43 Sagués, Néstor Pedro, "Los poderes implícitos e inherentes del Tribunal Constitucional del Perú y el quórum para sus votaciones", La Constitución de 1993..., op. cit., nota 35, t. III, pp. 103 y ss.
44 Ibidem, p. 110.
45 Ibidem, p. 111.
46 Lúsing explica que el Tribunal Constitucional guatemateco resolvió por propia iniciativa declarar la inconstitucionalidad de las resoluciones con las que el ex presidente Serrano intentó sustentar su autogolpe en 1993, lo cual constituyó una excepción que no hace sino subrayar que el arma de los jueces constitucionales es la razón. Lüsing, Norbert, art. cit., op. cit., nota 40, p. 168.
47 Puede verse la sentencia en El Peruano, 6 de noviembre de 1996, pp. 144-180 y ss.
48 Puede verse en El Peruano, 22 de diciembre de 1996, pp. 145-382 y ss.
49 Calamandrei, Piero, "La illegitimita constituzionale delle leggi nel proceso civile", Opere giuridiche, Napoli, Morano, 1968, vol. III, p. 350.
50 Quiroga León, Aníbal, "Control `difuso' y control `concentrado' en el derecho procesal constitucional peruano", Derecho. PUC, núm. 50, diciembre de 1996, pp. 207 y ss., en concreto p. 221.
51 García Belaunde, Domingo, "La acción de inconstitucionalidad en el derecho comparado", Lecturas constitucionales andinas, Lima, Comisión Andina de Juristas, núm. 1, 1991, pp. 183 y ss., en concreto p. 196.
52 García Belaunde, Domingo, La jurisdicción constitucional y el modelo dual o paralelo, texto mecanografiado, p. 7.
53 Del mismo criterio es Quiroga León, Aníbal, art. cit., op. cit., nota 49, p. 222.
54 García de Enterría, Eduardo, La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, Madrid, Cívitas, 1981, p. 96.
55 Soehn, H., "Die abstrakte Normekontrolle", Bundesverfassungsgericht und Grundgesetz (Homenaje al Tribunal Constitucional Federal alemán con motivo de su XXV aniversario), Tubingen, 1976, t. I, p. 304, cit. por García de Enterría, E., op. cit., nota 53, p. 140.
56 Landa, César, op. cit., nota 32, p. 251.
57 García Belaunde, Domingo, "Dos a cero", Expreso, 21 de febrero de 1997.
58 Idem.