EN EL PARLAMENTARISMO. ALGUNOS COMENTARIOS GENERALES*

Alessandro PIZZORUSSO **

SUMARIO: I. El concepto de Parlamentarismo. II. Los problemas de la representación política. III. El Parlamento y otros poderes del Estado. IV. Problemas actuales del parlamentarismo.

I. EL CONCEPTO DE PARLAMENTARISMO

El vocablo "parlamentarismo" describe la evolución de una forma específica de gobierno adoptada por muchos países cuyos sistemas políticos se basan en el principio de la democracia. Como consecuencia de lo anterior, una o más asambleas electas logran una posición dominante en su organización constitucional.

En general, el nacimiento del parlamentarismo se ubica en Francia, cuando los Estados Generales, convocados por Luis XIV en 1789, adoptaron la prohibición de la regla del mandato imperativo. De esta manera, el vínculo entre los miembros de los Estados Generales y sus respectivos electores se transformó, de una relación de representación muy similar a la que se había desarrollado en el área del derecho privado (Vertreutung), a una relación de representación política en el sentido moderno de la expresión (Räpresentation).

Esta nueva tendencia desempeñó un papel fundamental en la estructuración de la interpretación moderna de la democracia, con el resultado de que las decisiones esenciales para la vida de una colectividad nacional deben ser adoptadas mediante procedimientos que respeten el principio de la soberanía del pueblo. De hecho, puesto que por obvias razones prácticas es imposible recurrir a las técnicas propias de la democracia directa -cuando menos en el caso de decisiones ordinarias-, las técnicas de representación política, cuando se aplican combinados el principio de la soberanía del pueblo y el principio de mayoría, permitieron que la democracia representativa fuese la forma de organización de los poderes públicos más aceptada y reconocida en las sociedades contemporáneas controladas por el Estado.

Sin embargo, dado que el llevar a la práctica estas técnicas rara vez se daba en circunstancias tales que permitieran una clara separación entre las instituciones preexistentes (generalmente inspiradas en principios típicos de la "monarquía absoluta") y las nuevas reglas, dio como resultado que éstas últimas se combinaran, de alguna manera, con las ya existentes, transformándolas gradualmente. Esto implicaba que en la mayoría de los países europeos bajo el sistema monárquico -en los cuales la única fuente de legitimación del poder estaba constituida por la investidura divina de la monarquía y por el título hereditario de la persona que la ostentaba- se cambiase a un sistema mixto. Así, coexistían dos diferentes fuentes de legitimación, una referida al Poder Ejecutivo, la otra, al Legislativo.

Esta solución dio lugar a la creación de formas de gobierno que conocemos como "parlamentarismo dual", sumamente inestables, y que, más aún, sufrieron subsecuentes transformaciones que desembocaron en el parlamentarismo "monista" (frecuentemente de tipo republicano, pero que de alguna manera debilitaba el papel político del rey, y a la Cámara de carácter no electivo, si la había). En su forma más pura, estas soluciones tendían a concentrar en el Parlamento la función de brindar opciones políticas fundamentales (indirizzo politico), tanto para satisfacer las exigencias del pueblo -con frecuencia muy vagas- que se habían manifestado a través de la elección de sus miembros, como para asignar un papel esencialmente ejecutivo en los fallos de leyes promulgadas por el Parlamento, e incluso, por órganos de la administración pública, y en otros, del Poder Judicial.1

Era sumamente raro que tuviese éxito el intento de reducir la función del gobierno a la simple ejecución de leyes y decretos emanados del Parlamento. De hecho, en la mayoría de los casos, el Poder Ejecutivo retuvo, cuando menos hasta cierto grado, aquellas prerrogativas que le eran inherentes en el régimen de parlamentarismo dual (en particular, con referencia al hecho de brindar opciones políticas fundamentales), y algunas veces, incluso, logró asignarse una parte considerable de las funciones normativas. Este logro condujo a que se fuese olvidando en forma paulatina el principio de separación de poderes -declarado previamente como uno de los pivotes de la democracia moderna- o a que, cuando menos, se le redujese a una mera fórmula con efectos muy limitados.2

Cuando se habla de parlamentarismo clásico, se le asocia a la relación entre la mayoría parlamentaria y el gobierno; en otros estudios sobre soluciones autoritarias o la revalorización de la democracia de los partidos, la legitimación del Ejecutivo se utiliza como referencia para justificar las opciones autocráticas, o bien los principios de la democracia ple-biscitaria, lo que llevó a resultados tales como el "bonapartismo", u otras posibilidades análogas (en cuanto a resultados, si bien no en cuanto a valores histórico-culturales.)

De hecho, lo anterior no ha sucedido en Estados Unidos, ya que tuvo un desarrollo diferente. Ello fue posible porque no existía un sistema constitucional previo que causase obstrucciones, y el sistema democrático asumió características particulares de la estructura federal del nuevo Estado. En este caso, el principio de separación de poderes asumió, en cambio, un papel preponderante en la estructura de la nueva organización constitucional, resultado de la yuxtaposición de un Poder Ejecutivo y una legislatura con funciones estrictamente separadas, a pesar de que ambas estaban igualmente legitimadas por elecciones populares, y con un Poder Judicial que era absolutamente independiente, dado que fue legitimado por su propia función como intérprete de la ley y garante de la Constitución, entendido esto último como la más refinada expresión de la voluntad del pueblo estadounidense.

Como resultado, un gobierno "presidencialista" o uno "parlamentario": son los dos polos obligados de los diversos sistemas que asumieron el principio de la soberanía del pueblo -esto es, el principio democrático- como la base de sus propias instituciones constitucionales. Sin embargo, en la rea-lidad, la distinción entre ambos modelos nunca ha sido tan clara como lo sugieren sus premisas teóricas. Así, no sólo se han dado formas mixtas -metafóricos parlamentos "a medias"-, conocidos como "gobiernos semi-presidencialistas" (por ejemplo, la República de Weimar, la V República Francesa), sino también, en el caso de países en los cuales la elección a favor de una de las dos formas de gobierno parece inequívoca, es posible observar que se ha tomado otra decisión, de manera espuria, determinada por contingencias, o, por lo menos, por remanentes parciales de viejas tradiciones.

Esto nos permite concebir la institución "Parlamento" como una unidad, y estudiar las diversas formas en las cuales esta institución se presenta en los sistemas democráticos contemporáneos de diversos países, como ejemplos diferentes de la misma especie, bien sea presidencial, semi-presidencial o parlamentaria (monista, dual, o de cualquier otra denominación). Esta variedad de sistemas constitucionales, cuyo respectivo análisis es materia para los estudiosos del derecho constitucional comparado, deben tomarse en cuenta y explicarse las razones de las diferencias y peculiaridades del sistema legal de cada país.

II. LOS PROBLEMAS DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA

Además de los problemas que la mayoría de los países tenían que enfrentar al intentar poner en práctica los principios de la democracia representativa, lo cual con frecuencia los obligaba a comprometerse con los seguidores del ancien régime (del cual todavía encontramos algunas huellas), el llevarlos a la práctica enfrentó y enfrenta todavía una serie de obstáculos intrínsecos a la idea de democracia representativa.

De acuerdo con las opiniones de aquellos que, basados en las ideas de la Ilustración, proveyeron las bases teóricas subyacentes en los cimientos prácticos, la representación en su forma más pura presupone la existencia de una sociedad constituida por individuos que se desempeñan, más o menos, con un perfecto acuerdo para lograr tal fin y, de manera automática, excluyen cualquier otra tendencia de la sociedad hacia grupos o sociedades en los diversos niveles "intermedios" entre el Estado y el ciudadano, o contra cualquier alianza entre grupos de ciudadanos de diferentes Estados que carecían de autorización o que estaban rígidamente controlados por los Estados mismos.

Más aún, la división del mundo en "Estados" se justificaba por el principio de nacionalidad y su correspondiente doctrina, de acuerdo con la cual los pueblos pertenecen a una pluralidad de "naciones", es decir, a grupos humanos distintos entre sí por su lenguaje, cultura y otras características similares, donde cada uno de ellos tiene el derecho de concederse una estructura de Estado diferente de los otros.

Este enfoque permite, por una parte, una rigurosa separación de los Estados nación singulares (cuyas relaciones están reguladas por el derecho internacional que evoluciona en un nivel fundamentalmente diferente, ya que sus sujetos no son personas físicas, sino sólo los Estados) y, por la otra, la uniformidad de sujetos que trabajan a las órdenes del Estado, destinados a asumir el papel de "electores" en forma individual y, en forma colectiva, el del "pueblo" (configurando uno de los "elementos" constitutivos del Estado), y cuya uniformidad debería ser, hasta cierto punto, igualmente rígida.

La separación entre los Estados también implica una clara distinción entre los ciudadanos y los extranjeros, lo cual tiene una influencia decisiva en la sistematización de las relaciones legales y políticas en aquellas áreas donde hay conflicto entre diversos pueblos. Específicamente, en cuanto a los problemas de representación política, esta distinción lleva, algunas veces, a la exclusión de colectividades de personas de su derecho al voto, ya que se les priva de la "ciudadanía" del Estado para el cual han trabajado, lo que nos lleva a una laguna, más o menos parcial, del principio de soberanía de los pueblos.

Retrocesos de este tipo no pueden ser abordados al nivel de relaciones de derecho internacional, el cual normalmente se inspira en el principio de unanimidad más que en el de mayoría, ya que la subjetividad se reserva a los Estados. Sin embargo, en el nivel de formas internas de organización, una situación análoga se advierte en referencia a los límites electorales, basados en el padrón o en cualquier otro instrumento. Es un hecho que durante el siglo XX las limitaciones de este tipo se obviaron y se logró el "sufragio universal".

Si bien es cierto que se han rebasado lentamente estas dificultades, o cuando menos se han vuelto manejables, se ha evidenciado cuán difícil es eliminar del desarrollo de un Estado a una sociedad formada por una pluralidad de comunidades cuyos miembros se han vinculado entre sí (y que a su vez, se distancian de otros ciudadanos) por factores sociológicos como la religión, el idioma, por aspectos culturales, ideológicos o características profesionales: factores que les permite reafirmar el hecho de que pertenecen a grupos sociales diferentes.

Desde otro punto de vista, también ha sido difícil conformar una organización político-administrativa firmemente unida (y, por tanto, centralizada en la "capital" del Estado). En oposición a este enfoque centralista, las soluciones federalistas frecuentemente proponían que se adoptaran formas de organización basadas en una administración descentralizada, o que se reconocieran unidades autónomas (territoriales o de otra índole), lo cual determinó diversos cambios en los patrones de la democracia representativa.

Las anomalías de la representación política, cuando ésta se aplicaba a Estados y formas regionales y federales que se habían desarrollado de acuerdo con otros niveles de autonomía, no fue, sin embargo, suficiente para socavar su funcionalidad, aun cuando sí desembocó en una serie de adaptaciones del modelo, mediante las cuales esta institución encontró su razón de ser más simple y coherente. Se pueden señalar, entre estas adaptaciones, el funcionamiento contemporáneo de una serie de asambleas de mayoría representativa, con uno o más vínculos con la colectividad nacional y con otras colectividades parcialmente similares, limitadas meticulosamente a los confines territoriales de un cuerpo autónomo (un Estado miembro de un Estado federal, región, provincia, municipalidad, etcétera), compuesto por ciudadanos domiciliados en esa área (que constituyen una especie de ciudadanía menor).

Los inquietantes efectos que causa la multiplicación de asambleas representativas, comparados con lo esencial del sentido de la representación política, se vieron disminuidos por la diferenciación de funciones a desempeñar de cada una de estas asambleas, de las cuales sólo las que funcionasen en el ámbito central y que se vincularan a la colectividad nacional, serían consideradas como investidas con funciones que podían ser descritas como políticas, en el más amplio sentido de la palabra. Así, la competencia de las asambleas locales se limitaba al ejercicio de funciones administrativas, o, en todo caso, a una división de competencias entre el Estado y los cuerpos locales, de acuerdo con lo cual sólo las funciones del Estado tenían evidente valor, independientemente de la idoneidad de los segundos (y por tanto, lo mismo ocurría cuando se trataba de funciones legislativas o alguna acción política en particular).

Otra solución que se adoptó con frecuencia para conciliar las exigencias del federalismo, regionalismo, etcétera, con los principios de la democracia representativa, fue instalar al lado de la Cámara elegida por todos los miembros de un Estado estructurado federal o regionalmente, otra Cámara compuesta por representantes de los Estados miembros, regiones, etcétera, nominados por los órganos constitucionales de estos mismos, o bien, elegidos localmente para esta función específica de representación.

Así, si bien se puede decir que el desarrollo del Estado sobre una base autónoma federal, regional, etcétera, no desembocaba necesariamente en dificultades insuperables -en cuanto correcto funcionamiento de una institución de democracia representativa-, los impedimentos empezaron a surgir en forma importante cuando se hizo evidente que la idea de eliminar cualquier forma de asociación personal en el Estado sería virtualmente imposible. Esto sucedió, sobre todo en algunos países en particular, cuando las organizaciones políticas y sindicales empezaron a descollar tanto como para sobrepasar el poder oficial del Estado.

Esto se puso de manifiesto, sobre todo, como resultado del hecho de que los partidos y los sindicatos se volvieron esenciales, tanto para el desarrollo democrático de las instituciones políticas como para que hubiese un marco más balanceado en las relaciones económicas. El concebir al pueblo como a un grupo de sujetos uniformes -considerados como meros individuos, sin vínculo alguno entre ellos- originó un grave riesgo de ingobernabilidad y desviaciones hacia el autoritarismo. De hecho, es imposible para millones de electores elegir representantes capaces de desempeñar sus funciones adecuadamente, si no se reúnen antes en grupos para presentar candidatos, desarrollar plataformas electorales, etcétera. De ahí el papel fundamental de los partidos políticos y los grupos parlamentarios.3 Señalamientos análogos pueden hacerse con respecto al papel de los sindicatos respecto a las relaciones entre patrón y empleados, y en organizaciones religiosas, culturales, etcétera, en su campo particular de acción.

Empero, es sobre todo la función de los partidos políticos la que se ha considerado como necesaria para que las instituciones democráticas se desarrollen satisfactoriamente, así como contraria a algunos de los supuestos que sustentan las bases teóricas de la representación política.4 De aquí surgen los debates familiares: de la compatibilidad de la prohibición del mandato imperativo con la organización del Parlamento en grupos vinculados a partidos, o en admitir la "línea" del partido, como grupo, que siguen en forma individual algunos de sus miembros, etcétera.

No es mi intención reexaminar los debates ni las soluciones aportadas que hayan surgido en diversos países como resultado de lo anterior. Baste decir que la regla que establece la prohibición del mandato imperativo todavía se puede encontrar en muchos textos constitucionales contemporáneos, y también como característica de algunos sistemas políticos inspirados en los principios del parlamentarismo. Esta es la situación, si bien la gama que cubre se ve limitada por la necesidad de conciliar estos principios con el papel que las Constituciones, en forma creciente y explícita, adjudican a partidos y a otras formas sociales en las cuales los individuos expresan la personalidad que los distingue de otros.5

Esto ha llevado a un desarrollo del concepto original de parlamentarismo, aun cuando esto no debe hacernos creer que el núcleo original del concepto haya perdido algo de su fuerza. Por el contrario, hoy en día puede y debe afirmarse que las democracias parlamentarias constituyen la mejor solución jamás inventada para dotar a las sociedades humanas de una estructura política. El hecho de que se enfrenten dificultades, en parte, resultado del desarrollo tecnológico que ha convertido la dimensión del Estado en algo inadecuado y que le imprime una fecha en tanto criterio para la organización de estructuras políticas y legales, y en parte, por la creciente importancia que han adquirido los individuos en organizaciones políticas que no son parte del Estado, ha conducido a una progresión por parte de las instituciones que fueron originalmente concebidas como apropiadas para la implantación de la democracia parlamentaria. El siguiente capítulo está dedicado al estudio de este desarrollo.

III. EL PARLAMENTO Y OTROS PODERES DEL ESTADO

Al tratar las dificultades que implica la búsqueda de un marco coherente para las instituciones de democracia representativa, deben añadirse las que se encuentran al intentar delimitar el respectivo marco coherente para las relaciones entre los "poderes tradicionales" del Estado.

Si partimos, en aras de la simplificación, de los tres poderes señalados en el trabajo clásico de Montesquieu, lo primero que enfrentamos es la dificultad de conciliar la necesidad de hacer un balance entre los poderes mismos con la necesidad de garantizar, a la vez, la soberanía del pueblo. Cuando los órganos de uno solo de los tres poderes se elige directamente por el pueblo, este poder debe desempeñar un papel más importante que el de los otros dos, como es el caso de aquellos países en los cuales la forma de gobierno se ha inspirado en los principios de un gobierno parlamentario monista.

Si a pesar de ello, la solución se adopta rigurosamente, puede suceder que el principio de separación sea inexistente, como ocurrió en aquellos países en los cuales se adoptaron los principios constitucionales aplicados en Rusia, tras la Revolución de l917, con la consecuente supresión de la función de garantía que debe adjudicarse al Poder Judicial y que perjudicó severamente la eficiencia de la administración pública. Cuando se examina el papel que los partidos desempeñan en la elección de asambleas representativas y en el interior de los grupos parlamentarios, puede observarse la facilidad con que varía de propósitos un sistema que declara que su meta es prohijar con rigor el principio de la soberanía del pueblo, en tanto un pequeño grupo de políticos se posesionan de todos los niveles de poder, erigiendo un régimen autoritario, absolutamente análogo a aquellos que en teoría se inspiran en principios diametralmente opuestos a los de la democracia.

En los países de Europa Occidental estas consecuencias extremas se han evitado mayormente, a pesar de que las soluciones de compromiso adoptadas no se han detenido ahí, deteriorando seriamente el papel de garante del Poder Judicial (al cual la dignidad de "Poder" se le ha negado frecuentemente, como ocurre tradicionalmente en Francia), y a una excesiva subordinación de las actividades de la administración pública a las exigencias de políticos, "políticos" en el peor sentido de la palabra (como ha sucedido sobre todo en Italia, en los últimos años). La variedad de partidos políticos en estos países disminuye el riesgo de una degeneración de los sistemas fundados en la soberanía del Parlamento. Sin embargo, de ninguna manera elimina totalmente los riesgos, como puede observarse en los hechos que dieron lugar a la creación de regímenes autoritarios que se han apoderado de muchos de estos países durante el siglo XX, así como en los que originaron la reciente crisis italiana (a pesar de que éstos se han caracterizado por muy diversos elementos respecto de aquellos que conducen a la instalación de regímenes autoritarios).

Incluso la variedad territorial que se deriva de la organización de los poderes públicos federales o regionales, rara vez constituye una garantía efectiva contra esta clase de riesgos, como quedó demostrado por el fracaso de la resistencia de los Land Preussen, contra el incipiente movimiento nazi en Alemania, o el caso de diversas regiones españolas autónomas que lucharon contra el arribo al poder del general Franco.

De hecho, la reacción contra estos casos -de una muy sencilla conquista del poder por movimientos autoritarios que, haciendo uso de instrumentos democráticos para derrocar a la democracia misma-, originó, en Europa, el surgimiento de una tendencia hacia la "racionalización del poder" mediante la introducción de garantías más sólidas para la defensa de las instituciones democráticas. A éstas siguió el inicio de la revisión judicial de la legislación y otros correctivos del principio de soberanía parlamentaria en muchos países.

Sin embargo, las soluciones alcanzadas son todavía, a nivel de principios, de naturaleza arbitraria, dado que no se basan en la identificación de un límite preciso del poder de los sujetos políticos que han obtenido su legitimación a partir de una investidura democrática. Específicamente, en general han fallado los intentos hechos para determinar si la investidura democrática derivada de resultados electorales es válida o si se ha visto afectada por la demagogia, la corrupción, violencia o cualquier otro factor perverso de manera tal que se pueda denunciar que quienes se han aprovechado de esta situación, se vean privados de sus derechos.

Aun cuando los abusos de asambleas parlamentarias no acarreen necesariamente al establecimiento de gobiernos autoritarios, el retroceso que se deriva de asumir funciones reservadas a otros poderes no es deleznable (como puede ser observado en casos de legislaciones excesivas o en aquéllos en los cuales la ley se usa como instrumento administrativo o como correctivo de decisiones tomadas), y han dado lugar a múltiples protestas ineficaces.

En las relaciones entre el Poder Legislativo y el Judicial se puede poner coto a todo lo anterior cuando un sistema de garantías para la independencia del Poder Judicial toma en cuenta la necesidad de asegurar el carácter "amplio" de este poder (y, por tanto, garantiza la independencia de los magistrados, incluso entre ellos mismos, es decir, garantiza su independencia "interna"). De esta manera, como la experiencia italiana nos lo demuestra, incluso si el poder político se las arregla para mantener bajo su control a ciertos magistrados, basta que cierto número de ellos pueda escapar a tal control para que la función de válvula de seguridad de este poder sea segura.

El problema principal en las relaciones entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo es la necesidad de conciliar el ejercicio de funciones técnicas esenciales, que conforman la parte fundamental de la administración pública, con el ejercicio de funciones directivas, las cuales, de acuerdo con el principio de la soberanía del pueblo, deben dar seguridad a los sujetos políticos que son los titulares de la investidura democrática.

En algunos países cuyos sistemas constitucionales practican formas de gobierno parlamentario, más o menos de clara tendencia monista, se ha logrado un determinado balance en el sentido que el personal político que trabaja en el Parlamento y en los más altos puestos del Poder Ejecutivo, ejerce cierta moderación que induce a respetar el ámbito de competencia de los funcionarios administrativos. Este balance se ha logrado de manera relativamente fácil, sobre todo en aquellos países en los cuales la burocracia tiene un alto nivel de profesionalismo y eficiencia. En otros casos, por el contrario, el personal político ha decidido compensar las fallas, reales o imaginarias, de la administración pública, lo que desemboca en un apoderamiento indeseable de funciones administrativas por parte de personas que no tienen la preparación adecuada, bien sean secretarios de Estado, u otro puesto similar, o miembros del Parlamento.

En contraste con los países que tienen formas de gobierno parlamentarias o semi-presidenciales, está el sistema de gobierno de Estados Unidos que practica el principio de separación de poderes, incluso entre el Legislativo y el Ejecutivo. Uno de los aspectos más valiosos de este sistema es la oportunidad que concede al reconocer el trabajo de personas técnicamente competentes, incluso en puestos legislativos y parlamentarios, al brindar apoyo decidido en la organización del trabajo de los miembros del Parlamento, y, en lo que se refiere a las actividades del Ejecutivo, el apoyo que brinda al sistema de investidura directa del más alto nivel, el cual (gracias también a la estructura de los partidos políticos norteamericanos) puede emplear equipos de personal competente en sus diversos sectores.

A pesar de estas ventajas, incluso el sistema presidencial no parece emplear un modelo capaz de satisfacer todas las exigencias. Es evidente, sobre todo en las relaciones con el Poder Judicial, considerado como un todo, y cuya organización no podía ser más irracional y cuyas funciones (que son muy satisfactorias si lo vemos como un todo) parecen depender más de la fuerza de ciertas tradiciones, típicamente anglosajonas, que de la existencia de garantías legales eficientes; por ende, la justificación del papel algunas veces político que ejerce, termina por plantear preguntas similares a aquellas que discuten sus pares europeos.6

Sin embargo, el balance entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo, derivado de la doble investidura democrática que los pone en un mismo plano, no es enteramente racional si uno de ellos refleja el hecho de que es un balance precario debido a la carencia de una posibilidad real de arbitraje (que sólo puede llevarla a cabo la Suprema Corte en circunstancias muy particulares).

Puede ofrecerse como conclusión de esta selección de problemas relativos a las relaciones del Parlamento con otros poderes del Estado, que en ningún caso los principios constitucionales ofrecen reglas absolutamente definitivas para resolverlos. Incluso en los sistemas políticos inspirados en el principio de soberanía del Parlamento se deben, de hecho, reservar espacios para que los jueces cuenten siempre con un área de trabajo independiente, al igual que para las actividades técnicas de la administración pública, so pena de correr el riesgo de derivar hacia formas autoritarias, o cuando menos de deterioro, debidas a la ineficiencia o a la corrupción. Sin embargo, incluso en los sistemas inspirados en la separación de poderes, la atribución de funciones -tan diversificadas como sea posible- entre los distintos grupos de organismos públicos, no implica que los problemas no se presenten, en cuyo caso, la solución se deja al equilibrio de las partes y a su habilidad para superar desavenencias mediante acciones políticas.

IV. PROBLEMAS ACTUALES DEL PARLAMENTARISMO

Hemos visto, si bien brevemente, qué difícil es justificar lógicamente la corriente actual de las instituciones parlamentarias, y como es igual de complicado imaginar innovaciones que proporcionen mayor solidez a las bases racionales de la democracia representativa tal y como la encontramos en áreas del globo con el más alto nivel de desarrollo económico y cultural. Por otra parte, es innegable que el sistema democrático -en aquellas de sus modalidades representadas por gobiernos parlamentarios y presidencialistas- se considera universalmente como el menos adecuado para los seres humanos, y para un mejor desarrollo económico y cultural de la sociedad.

Lo anterior implica que el grado de aprobación o desaprobación de las reglas de acuerdo con las cuales funciona el Parlamento, más que a su coherencia intrínseca, se debe al grado de capacidad que acreditan para satisfacer las aspiraciones de sus ciudadanos, de ahí su conveniencia para asegurar la paz internacional, el orden interno, el desarrollo económico, el progreso cultural, etcétera.

Desde este punto de vista, los problemas reales del parlamentarismo contemporáneo no son los que se derivan de una mayor o menor racionalidad de las reglas observadas en diversos países, sino los que provienen de la ineficacia que existe en los niveles políticos, económicos, culturales, etcétera. Desde esta perspectiva, los problemas que normalmente afligen a la humanidad se refieren a las estructuras del Parlamento (y en particular, a los sistemas electorales mediante los cuales se integran las cámaras), a cómo se regulan las relaciones entre el Parlamento y el gobierno (en particular, los métodos de que se valen para resolver las crisis gubernamentales), y a la delimitación de funciones del Parlamento con el propósito de maximizar su función orientadora en las actividades ciudadanas mediante una constante actualización de la legislación en vigor.

1. La composición de asambleas parlamentarias

El problema que plantea la composición de asambleas parlamentarias se enfoca, principalmente, a los casos en los cuales éstas se forman después de una competencia electoral que abarque al país entero, y que, por tanto, asumen el carácter de una opción política básica capaz de indicar la tendencia política preferida por el mayor número de electores, e, igualmente -si se aplica el principio de mayoría- del pueblo, considerado como el que ostenta la soberanía.

De menor importancia son aquellos casos en los cuales, de un sistema bicameral, una de las cámaras tiene una estructura hereditaria, y, por tanto, sus miembros no ha sido elegidos, o bien lo fueron de una manera indirecta para llevar a efecto la representatividad de diversos cuerpos territoriales que componen el Estado (como sucede específicamente en el caso de los Estados federales o regionales, en los que debe precisarse que cada uno de estos dos tipos da lugar a diferentes procesos).

Normalmente las cámaras de este tipo asumen un papel diferente en el contexto de dos cámaras no iguales, de la que ha sido elegida directamente por el pueblo; así, pueden retrasar las decisiones de la Cámara electa, a pesar de que no pueden, en general, evitar que una decisión particular se apruebe en forma definitiva.

Las elecciones generales de la Cámara electa (o de ambas, en sistemas en los cuales ambas tienen el mismo poder, aun cuando esto es sumamente raro) tienen, en cambio, una función que va más allá de asignar curules en el Parlamento; esto es, determinan el papel que deben asumir los partidos políticos que presentan candidatos para las elecciones con miras a gobernar el país. Es entonces cuando en estas elecciones generales, en algunos países, se les dan a algunos partidos roles relativamente fijados de antemano, para ser desempeñados durante el tiempo que dure la legislatura, como es el caso del partido de la mayoría o de la oposición; en tanto que, en otras situaciones, el juicio de los electores -que no han sido muy específicos en sus perfiles- logra de alguna manera dar una idea de las expectativas del partido, estableciendo cuando menos un aumento o una disminución en la esfera de influencia de cada uno de ellos, lo que es muy importante para formar alianzas a nivel parlamentario y/o gubernamental.

Esta función, en la cual los partidos participan, es típica de elecciones generales, y es sólo parcialmente compartida por otras formas de consulta electoral (como en las elecciones administrativas o regionales, elecciones complementarias o, en el caso de los Estados de la Unión Europea, el Parlamento de Estrasburgo). Estas elecciones se ven influenciadas, algunas veces, por otros factores que no son meramente la competencia entre partidos, y, en general, no desembocan en un compromiso total; por ello, son ligeramente menos eficaces para evaluar el desempeño del país.

El alto grado de importancia que tienen las elecciones generales en la vida política de un país implica que las reglas de acuerdo con las cuales se llevan a cabo las elecciones tienen una gran importancia, no menos importante que el momento en el cual deben llevarse a cabo. Tal momento se determina por una regla de tiempo límite en la Cámara que debe ser renovada, a pesar de que diversos hechos frecuentemente nos llevan a prever la posibilidad de adelantar o retrasar dicha fecha bajo ciertas circunstancias. Las razones para la posposición se circunscriben, por lo general, a aquellos casos que van más allá del control de cualquiera, como en el caso de una guerra. Aquellos países que logran que se celebren las elecciones se estudian desde otro punto de vista, de acuerdo con la forma de gobierno de cada país en particular; gobiernos que, de hecho, tienen como elemento característico la posible disolución prematura de la asamblea parlamentaria.

Entre las soluciones adoptadas, salvo aquellas que excluyen la posibilidad de disolución para evitar cualquier atentado contra la soberanía del voto electoral (o aquellas que sólo permiten la "disolución técnica", esto es, una forma de auto-disolución, en la cual están de acuerdo todas las fuerzas políticas), los casos en los cuales la disolución sólo puede proceder sobre la base de suposiciones que han sido objetivamente verificadas por una autoridad neutral o que, cuando menos, está diferenciada hasta cierto punto de aquellos en los cuales la disolución, en cambio, se concibe como cierto tipo de ventaja otorgada al gobierno (y, por extensión, al partido o a los partidos que lo han invocado o apoyan, y a la sección correspondiente de las alianzas parlamentarias).

Ejemplos de esto último se basan en el modelo de la tradición inglesa, donde el líder del partido gubernamental puede elegir a discreción el momento en el cual convocar -con la anuencia del soberano- a una nueva elección después de la disolución de la Cámara de los Comunes (aun cuando el soberano no tiene, en la realidad, poder para oponerse a la petición del primer ministro). Las soluciones aportadas por diversos sistemas constitucionales con gobierno parlamentario se oponen a ello. En estos casos, el ejercicio del poder de disolución presupone la existencia de causas objetivas, tales como la imposibilidad de formar un gobierno que tenga mayoría en el Parlamento o porque hayan habido profundas modificaciones en la orientación y consistencia del cuerpo electoral. Esta forma de solución -bien de acuerdo o en forma exclusiva con el jefe del Ejecutivo-, se atribuye al jefe del Estado, concebido como un órgano muy por encima de otras posturas diferentes (tales como la cabeza del Ejecutivo o el líder de la mayoría parlamentaria o de un partido político).

De acuerdo con la concepción clásica de un gobierno parlamentario, el poder gubernamental de disolución debe servir para contrarrestar el poder parlamentario de "desafío" al gobierno, con lo cual brinda en dicha instancia un árbitro al cuerpo electoral. Sin embargo, es inusual que el modelo se aplique en toda la extensión de sus posibilidades lógicas. Por tanto, hay varias etapas intermedias en las cuales el poder de disolución permite el uso de elementos discrecionales que no son sólo de carácter técnico sino también político, que se pueden vincular a las exigencias de un uso no arbitrario del poder mismo, como pasa en los sistemas que ostentan formas de gobierno semi-presidencial en particular. Por el contrario, la disolución está absolutamente excluida como posibilidad en los sistemas que tienen formas presidenciales de gobierno, donde no hay sujeto alguno que pueda ser aceptado como poder interventor en las relaciones entre el gobierno y el Parlamento.

Aunado a los problemas relativos a la determinación del momento en el que deben convocarse elecciones generales, se deben considerar también los relacionados con la fijación de las reglas de acuerdo con las cuales dichas elecciones deberán celebrarse y ser evaluados los resultados. En esto consiste el punto toral del problema de elección del sistema electoral a utilizar, y es aun más importante que la determinación del tiempo de elecciones, dado que tales reglas no son neutrales en lo absoluto, y que modificarlas puede influir en los resultados de manera determinante.

Si bien no puede haber duda que existe una serie de principios generales que no pueden ser ignorados, si no se quieren ver deterioradas las libertades fundamentales relativas a este tema y la idea de democracia per se (igualdad, personalidad y secreto del voto, respeto al principio de mayoría, cuando menos en lo esencial, etcétera), tampoco cabe duda alguna que las soluciones prácticas que se adopten -tanto para la organización del conteo público de votos de los electores como para regular la asignación de curules- pueden llevar a resultados electorales inesperados. Dado que la selección de estas soluciones cae bajo la discreción del legislador (dentro de los límites de la garantía constitucional de los derechos fundamentales) existe un amplio margen que permite que las fuerzas políticas con mayoría en el Parlamento puedan utilizar esto a su favor para mantener su presencia mayoritaria.

En este punto, sin entrar a un análisis comparado de los sistemas electorales en concreto usados en diferentes países, es suficiente recordar que se diferencian sobre todo si intentan privilegiar alguna de las alternativas de la selección hecha por los electores y la composición de las cámaras, como sucede en los sistemas "proporcionales"; o bien, si el interés mayor reside en asegurar la composición de una Cámara que les permita configurar una mayoría unificada capaz de garantizar un gobierno estable (este problema concierne claramente sólo a aquellos países que tienen sistemas constitucionales inspirados por los principios de gobierno parlamentario, ya que, generalmente, no habría razón para preocuparse de ello en los gobiernos presidencialistas). Entre ambos extremos, muchos otros factores indicarían que se adoptaron soluciones intermedias.

2. La solución de crisis gubernamentales

La soluciones que se den a las crisis en el gobierno son particularmente problemáticas para aquellos sistemas constitucionales inspirados en los principios del gobierno parlamentario, ya que en caso de gobiernos presidencialistas, el jefe del Ejecutivo es elegido para un mandato limitado que le asegura la permanencia hasta que éste expire.

En cuanto a los primeros tipos, en los cuales el jefe de gobierno es nombrado por el jefe del Estado o elegido por el Parlamento, es posible recurrir a reglas que por lo general son claramente estrictas, con lo cual el resultado de las elecciones automáticamente determina la posibilidad de formar gobierno con el líder del partido de la mayoría, esto es, las reglas remiten a la discreción del jefe de Estado (concebido como un órgano eminentemente neutral) la tarea de nombrar -sujeto a consulta y, si es necesario, a negociaciones entre las fuerzas políticas- a la persona más indicada para desempeñar tal cargo.

Las reglas de este primer tipo funcionan atingentemente, en particular en aquellos casos en los cuales, como resultado de la legislación electoral -adoptada o espontánea- se establece un sistema dual. Es menos funcional, sin embargo, cuando no hay una clara mayoría parlamentaria, y se advierte que habrá que adoptar ciertas soluciones, evitando hasta donde sea posible cualquier elección discrecional (como, por ejemplo, en el caso de la Constitución griega, artículo 37).

Las reglas del segundo tipo dan lugar a enormes dificultades, en parte debido al tiempo que se lleva ponerlas en práctica, y en otra, por la falta de balance en la cual desembocan con frecuencia. Entre los recursos técnicos que se pueden usar para atemperar estas desventajas, el más conocido es la moción de censura constructiva (konstruktives Misstraeuvotum) del artículo 67 de la Constitución de Alemania. A pesar de que esto puede conferir cierto grado de estabilidad al gobierno en el poder, no puede conformar el primer gobierno después de una elección general, y no puede, en ningún caso, impedir cualquier crisis eventual "extraparlamentaria".

Sería, por ello, correcto concluir que las reglas constitucionales que se pueden adoptar para resolver crisis gubernamentales -en sistemas de gobierno parlamentario- pueden, hasta cierto punto, contribuir a la estabilidad del gobierno, pero no pueden nunca garantizarlo absolutamente, como tampoco lo logran los retrasos y las ineficiencias que son frecuentemente la consecuencia inevitable del recurso de acuerdos conjuntos entre diversas fuerzas políticas. Donde se estima que el objetivo a conquistar es la estabilidad gubernamental a costa de ciertas reducciones en el grado de re-presentación de las instituciones parlamentarias, las soluciones adoptadas para compensar la carencia de la conformación espontánea de una mayoría absoluta consiste, por tanto, en la elección de un sistema electoral de mayoría.

3. El ejercicio de la actividad legislativa

Entre las funciones de los parlamentos contemporáneos, aquellas que consisten en la aprobación de nuevas normas jurídicas destinadas a regular la vida social del Estado que viene al caso, han adquirido preeminencia con respecto a otras. Esto es más cierto aun en algunos países que en otros (de acuerdo con el grado de quehacer legislativo que se le atribuya); sin embargo, el papel preponderante de la "norma legislativa" se admite hoy en día incluso referido a países que usan el common law, con respecto a lo cual se puede afirmar que, desde el punto de vista teórico cuando menos, los precedentes legales y no las leyes constituyen la más importante fuente de derecho.7

La función de controlar el gasto público, que en el pasado tenía un papel destacado, ha perdido gran parte de su importancia por el empleo de sistemas fiscales basados en el pago obligatorio de impuestos de la mayoría de los ciudadanos, tanto así que los gobiernos actuales son los que rechazan propuestas de sus cámaras, más que viceversa.

La función de elaborar directrices básicas (indirizzo politico), todavía fundamental en países con gobiernos parlamentarios, surge sobre todo en el momento de formar gobierno, ya que éste una vez nombrado debe responder, más que al Parlamento en sí, a los partidos que le dieron la mayoría y que lo han apoyado fuera del Parlamento. Naturalmente es posible que haya casos en los cuales, al elaborar directrices, no se cuestione el compromiso permanente del gobierno, pero generalmente no tienen suficiente peso, a menos que lleven a un menor grado de la confianza parlamentaria, lo cual implica su caída.

Las funciones de control de la administración, en particular mediante encuestas parlamentarias y las funciones cuasi-legales de las que con frecuencia están investidas las cámaras (en relación con crímenes del jefe de Estado, o de los ministros, o de algunos de sus componentes), también tienen un papel que puede ser muy importante, pero que usualmente sólo se manifiesta en circunstancias excepcionales.

En cambio, es la función legislativa que se desarrolla de forma constante en el periodo de su legislatura, la que asume, con frecuencia y en forma creciente, las características de un instrumento gubernamental, ya que a través de la ley se fijan la mayoría de los objetivos políticos. Esto es cierto no sólo para las áreas más apegadas tradicionalmente a la ley, sino en cuanto a las políticas económicas, la salvaguarda del orden público y una serie de problemas que conciernen a una variedad de sectores que afectan la vida social del país. Es necesario distinguir entre la actividad legislativa "ordinaria" y la reforma constitucional, que también forma parte de los deberes parlamentarios, pero que se caracteriza cuando menos por una situación de excepción parcial, y la actividad reguladora "interna", que abarca una función mucho más circunscrita.

Esta tendencia ha ocasionado nuevas dificultades que se pueden resumir al hacer referencia a las quejas, característica usual contra el exceso de normas y la baja calidad de la capacidad técnica para visualizar las dificultades contra las cuales se enfrentan, al aplicar y emplear tales normas, tanto los ciudadanos como la administración pública y los jueces.

Estas dificultades se resumen muy brevemente en lo incierto de las leyes, producto de una escasa familiaridad con la legislación que se ha inflado artificialmente, y la dificultad de dar un sentido coherente y definido a las reglas hechas para resolver problemas particulares, sin tomar en cuenta la situación general; es decir, reglas que se han acordado con prisa y de manera confusa, evidenciando que no se les ha estudiado adecuadamente.8

Al lado de estas dificultades generales, que son evidentes en diversos grados en muchos países, es necesario describir otras dificultades que se derivan de una multiplicación de los tipos de fuentes. Además de la ley estatal ordinaria, considerada hasta fecha muy reciente, sustancialmente como la única fuente de derecho, hay ahora muchas otras fuentes normativas, algunas de las cuales se desempeñan también a nivel internacional. Más aún, en muchos Estados, la actividad normativa de los cuerpos locales y de las instituciones autónomas ha aumentado (en relación con los Estados de carácter federal, regional, o simplemente con los Estados descentralizados), y es reconocida en grados diversos por el Estado. Finalmente, la actividad normativa del Ejecutivo ha adquirido una enorme importancia, y tiene su propio lugar en el sistema de fuentes; también se ha dado una creciente importancia al derecho en los países de civil law a diferentes formas de leyes creadas por decisión judicial (especialmente después de la introducción de sistemas de revisión judicial de la legislación).9

En vista de tal desarrollo, las exigencias que indujeron en particular a los países europeos continentales a adoptar la estricta regla de subordinar la regulación normativa de la ley a la actitud más adecuada de publicarla, ha obligado a los juristas contemporáneos a ceder un tanto en el espíritu del principio ignorantia iuris non excusat, con lo cual se amplían las posibilidades de cometer errores evidentes en leyes que sus predecesores habían intentado limitar a una hipótesis totalmente marginal.10

También se ha discutido ampliamente la función de los códigos, protagonistas del importante periodo dominado por las doctrinas jurídicas alemanas del siglo XIX, y que sólo han logrado sobrevivir, con gran dificultad, al alud de leyes de aplicabilidad específica y particular (leggine), leyes interpretativas, leyes indemnizatorias, etcétera.

Esta tendencia ha suscitado diversas reacciones importantes: en muchos países se han formado grupos de juristas para estudiar la mejor forma de racionalizar el sistema de fuentes; de regresar al derecho a su función original de regla abstracta normalmente general; de reevaluar la función de los códigos, o cuando menos, unificar textos, para racionalizar los sistemas de publicación de actas normativas y tratar de editar colecciones de todas las leyes legislativas en vigor (posiblemente acompañadas por una ley de abrogación para toda ley en vigor anterior al momento de la publicación).11 Se han creado importantes instituciones para esto en diversos países; por ejemplo, la Law Commission en Inglaterra; en tanto en otros, instituciones ya existentes se han echado esta tarea a cuestas, como el Conseil d'État en Francia. Sin embargo, y a pesar de lo anterior, todavía estamos lejos de llegar a un punto satisfactorio, sobre todo en ciertos países.

De hecho, debemos mencionar que es sumamente raro que se hayan respetado las exigencias que deben tomarse en cuenta para lograr una mejor técnica para legislar cuando se revisan las reglas que reforman la organización del Parlamento. Por el contrario, la necesidad de garantizar respeto para los principios de la democracia representativa encuentra franca oposición -como si fuera tabú- contra cualquier propuesta de una reorganización racional que desembocase en una solución más funcional de sus necesidades.

Ahora bien, ninguno de los teóricos de la "ciencia de la legislación" cree que al respetar la necesidad de funcionalidad que hemos mencionado requiera que las asambleas parlamentarias deban convertirse en organismos técnicos, dejando de lado su adaptabilidad o la necesidad de representar la voluntad del pueblo. Sin embargo, es sumamente difícil comprender por qué no sería posible conciliar las exigencias contrarias una vez que se ha probado que el marco actual conduce a desventajas obviamente mayores. Los problemas científicos que podrían ser formulados, si los pasos dados en esta dirección fueran los apropiados, implicarían una regulación más racional del sistema de fuentes de derecho, y en particular del sistema de publicación de las actos normativos, así como ciertos aspectos de la estructura de las cámaras a cargo de la aprobación de las leyes y su influencia.

En lo que respecta a la composición en un sentido estricto, no cabe duda que la aprobación de leyes sectoriales y no sistematizadas se ve favorecida por la pletórica composición de las cámaras, muchos de cuyos miembros no tienen la posibilidad de ejercer un papel político importante que los lleve a velar por los intereses de sus electores, de tal manera que no es provechoso para los intereses generales del país. Otro problema importante es el de los servicios parlamentarios, que deberían proveer la asistencia necesaria para crear leyes técnicamente idóneas, y que deberían ser igualmente obligatorios para los miembros del Parlamento que prefieran recurrir a soluciones de aficionado.

Sería necesario que para obtener resultados claros se introdujeran reglas que impusieran límites al orden procesal de la actividad legislativa de cualquier Parlamento, como las que evitan que ciertos tópicos no sean derogados explícitamente, los que prescriben la codificación de otros (por ejemplo, cómo debe hacerse el derecho penal, que en algunos países se ha visto deteriorado por innumerables "leyes penales especiales" que dejan mucho qué desear acerca de la eficiencia de esta importante área del derecho).

Sin mencionar, obviamente, la oportunidad de regular el funcionamiento de un Estado de derecho de una manera clara y definida, junto con las leyes internacionales (y, en Europa, con las leyes de la Comunidad), las leyes locales y las leyes de instituciones autónomas (por ejemplo, el derecho del deporte).

*Traducción de Eugenia Lizalde y revisión técnica de Miguel Carbonell, investigadores del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

** Profesor de la Universidad de Pisa, Italia.

Notas:
1 A este respecto, confrontar las nociones de "Parliamentary Sovereignity" descritas en el conocido trabajo de Dicey, A. V., An Introduction to the Study of the Law of the Constitution, 10a. ed., Londres, MacMillan, l967, pp. 39 y ss.
2 Marshall, G., Constitutional Theory, Oxford, Clarendon Press, l971, pp. 97 y ss.
3 Cfr. Pizzorno, A., I soggetti del pluralismo. Classi Partiti Sindicati, Bolonia, Il Mulino, 1980; Beyme, K. von, Partaien in westlichen Demokratien, Münich, Piper, l984.
4 En consecuencia, el papel de los partidos políticos ha encontrado aprobación en el artículo 138A del Tratado Económico de la Comunidad Europea, ya visto como artículo G41 en el Tratado de Maastricht.
5 Cfr. Zanon, N., Il libero mandato parlamentare. Saggio critico sull' articolo 67 della Costituzione, Milán, Giuffrè, 1991.
6 Cfr. en particular Ely, J. H., Democracy and Distrust. A Theory of Judicial Review, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1980; Tribe, L. H., Constitutional Choices, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1985, pp. 3 y ss.
7 Calabresi, G., A Common Law for the Age of Statutes, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1982.
8 Cfr. el conocido "Renton Report": The preparation of Legislation. Report of a Committee Appointed by the Lord President of the Council, presented to Parliament in May 1975, Londres, Sweet & Maxwell, l975.
9 Cappelletti, M. (ed.), New Perspectives for a Common Law of Europe, Leyden, Sithoff, l978; Gorla, G., Diritto Comparato e diritto comune europeo, Milán, Giuffrè, l98l.
10 Palazzo, F., "Culpability and `Ignorantia Legis' in the Italian Legal System: A Dual Concept in Evolution", en varios autores, Italian Studies in Law, l994, t. II, pp. 179 y ss.
11 Cfr. Viandier, A. (ed.), Recherches de légistique comparée, Berlín, Springer Verlag, l988.