CONSTITUCIONAL DE LA TOLERANCIA

Diego VALADÉS *

SUMARIO: I. Problemas actuales de la tolerancia. II. Constitución y religión. III. Constitución y etnias. IV. Pluralismo
y tolerancia. V. Consideración final. VI. Bibliografía.

I. PROBLEMAS ACTUALES DE LA TOLERANCIA

La cuestión de la tolerancia se inscribe en el ámbito de las relaciones de poder. Adoptaré, por tanto, el esquema de esas relaciones elaborado por el admirado tratadista Manuel García-Pelayo.1 La modestia del título de su ensayo ("Esquema de una introducción a la teoría del poder") ciertamente no refleja la profundidad de su trabajo. Este estudio, conjugado con el denominado "Contribución a la teoría de los órdenes", representa una notable construcción teórica concerniente al poder. Ambos textos proveen de un instrumental muy valioso para encuadrar problemas específicos del poder.

Para establecer la función de la tolerancia en un sistema constitucional podemos utilizar el esquema de relaciones de poder trazado por García-Pelayo. Esas relaciones tienen dos expresiones: una asimétrica, de supra y subordinación, y otra simétrica, de cooperación o de antagonismo. Se entiende por relación asimétrica aquélla donde una de las partes se constituye en sujeto activo y es el único que dispone de medios de coerción que le permiten decidir y ordenar, mientras que la otra parte se convierte en sujeto pasivo y actúa conforme a la conducta prescrita por el primero. En esta relación la comunicación entre las partes es de mandato imperativo y acatamiento.

Las relaciones asimétricas son propias del poder del Estado. Por eso es relevante la aportación de García-Pelayo, en tanto que nos permite confirmar que la vinculación hipostática del poder civil y eclesiástico funcionó como precursora del Estado moderno.2

En las relaciones simétricas las partes están en igualdad de circunstancias ("cada uno de los términos está unido por la misma relación con respecto al otro o a los otros"). El autor identifica dos modalidades: una, de cooperación, que se produce cuando dos o más actores participan "con un quantum determinado de poder" a propósito de un objetivo común; otra, antagónica, cuando luchan entre sí "oponiendo sus respectivas capacidades de poder".

Un aspecto importante de la teoría de García-Pelayo es que las relaciones fluyen y se entremezclan, de manera que en la práctica pueden darse formas de relación que no sean absolutamente simétricas o asimétricas, y además es posible que alternativamente prevalezcan elementos característicos de una o de otra. Es aquí donde considero que tienen cabida las construcciones constitucionales que consagran principios de tolerancia, para lo que resulta particularmente útil el esquema de García-Pelayo. Configurar y garantizar relaciones simétricas es una función del constitucionalismo moderno y contemporáneo. Procurar, además, que las relaciones simétricas se realicen, en lo posible, de acuerdo con modalidades de cooperación, es una empresa complicada pero en ocasiones viable. Por lo menos se puede considerar que una estructura constitucional que establezca relaciones simétricas es funcional cuando limita el flujo a las modalidades de coordinación y antagonismo, pero excluye la transformación en relaciones asimétricas.

De la teoría de García-Pelayo es posible inferir que el carácter fluyente que las relaciones de poder tienen en la práctica reside en los niveles de tensión que en determinado momento se alcancen. De ahí que una relación simétrica de antagonismo esté más próxima a la ruptura del equilibrio que una de cooperación, y sea por ende más susceptible a transformarse en relación asimétrica. Aquí una vez más puede intervenir la construcción constitucional que, en el caso de estar adecuadamente concebida y operada, establecerá mecanismos para absorber las tensiones y consolidar los equilibrios.

En el dominio constitucional la tolerancia concierne a tres ámbitos: el de la conciencia, el cultural y el político. El primero está básicamente referido a las convicciones religiosas, el segundo a las cuestiones étnicas, lingüísticas y de identidad regional, y el tercero al pluralismo. De los tres, el primero que se planteó históricamente, y abrió paso a los otros dos, fue el concerniente a la conciencia.

Los problemas que se suscitan con motivo de la tolerancia no son, ciertamente, nuevos. Desde el siglo I a. J. C., Hillel había acuñado, entre sus Siete Reglas, la "ley de oro" del judaísmo: "no hagas a otro lo que no quieras para ti mismo".3 Esta máxima encierra la clave de la tolerancia. El sabio señalaba que sólo la observancia de tal principio permitiría la convivencia de creyentes y de no creyentes, de pobres y de ricos, de poderosos y de débiles.

Siglos después san Ambrosio, uno de los tres Doctores de la Iglesia, junto a san Jerónimo y san Agustín, fue un decidido defensor de los privilegios de la Iglesia naciente, mas no por ello dejó de reprobar los actos de intolerancia que se traducían en el sacrificio de vidas. En 390, el emperador Teodosio ordenó la masacre de Tesalónica que, según fuentes aceptadas por Bertrand Russell4 dejó siete mil víctimas en una sola jornada; el obispo de Milán calificó como una atrocidad utilizar el poder de las armas contra quienes protestaban inermes. Los razonamientos del santo de la Iglesia se apoyaron en buena medida en los principios del derecho romano.

Por su parte, Isidoro5 aseguraba que la ley no puede ser "dictada para beneficio particular, sino en provecho del bien común de los ciudadanos". Quedaba claro, así, que la norma no podía imponer excepciones discriminatorias. Sin embargo, el propio Isidoro6 ofrece una interpretación de cómo se integra la colectividad: "Iglesia", nos dice, procede del griego y se traduce como "asamblea"; "católica", agrega, procede de la misma lengua (katholon) y significa "universal", esto es, concluye, "de acuerdo con el total".

De ese concepto isidoriano se pasa al de "herejía". Es este un vocablo que también procede del griego, y quiere decir "elección", por lo que "cada uno, según su libre albedrío, elige qué ideología profesar o seguir".7 Pero es aquí donde el fundamento de la intolerancia aparece, sin que desde la lógica del sabio se quebrante el principio de universalidad de la ley. "A nosotros, dice, no nos está permitido elaborar creencia alguna siguiendo nuestro criterio; ni siquiera afiliarnos a lo que otro cualquiera haya concebido según sus propias especulaciones". De ahí que, quienes eligen un curso distinto al de la comunidad universal, constituyen "sectas", que derivan su nombre de "seguir" o "sostener".

Además de las sectas, Isidoro identifica a los "paganos" como originarios de las aldeas (pagus) atenienses donde los "gentiles" establecieron sus lugares sagrados y erigieron sus ídolos. Por eso se "denomina gentiles a quienes no conocen la ley".8 "Gentiles" y "étnicos" son, además, sinónimos, pues el griego ethnos corresponde al latín gens, del que deriva la voz "gentil".

Corresponde a Tomás de Aquino desarrollar el concepto isidoriano de ley.9 "La ley es instituida como regla y medida de los actos humanos". Pero ocurre que no todos los hombres, en todas las circunstancias, se encuentran en igualdad de condiciones. La ley, por ende, debe tomar en consideración las diferencias, "de aquí que también deban permitirse a los hombres imperfectos en la virtud muchas cosas que no se podrían tolerar en los hombres virtuosos". Hasta aquí parecería que el principio de la tolerancia no afecta al de universalidad de la Iglesia. Pero el teólogo precisa: "la ley humana trata de conducir a los hombres a la virtud, pero no de golpe, sino gradualmente. Por eso no impone de golpe a la masa de imperfectos aquellas cosas que son propias de los ya virtuosos, obligándolos a abstenerse de todo lo malo". Con lo anterior, santo Tomás deja abierta la posibilidad de una implantación gradual de los principios de la Iglesia universal, como lo había hecho Isidoro.

Por esto, más adelante10 sostiene que "el reino de Dios consiste principalmente en los actos interiores, pero también y como consecuencia, en todo aquello sin lo cual no pueden existir dichos actos. Por ejemplo, si el reino de Dios es justicia interior, y paz, y gozo espiritual, necesario es que todos los actos exteriores que repugnan a la justicia, a la paz o al gozo espiritual repugnen también al reino de Dios y, por tanto, hayan de ser prohibidos". La base dogmática de la intolerancia quedaba así inteligentemente establecida. Como señala Manuel García-Pelayo,11 tendría que aparecer Juan de París para reconocer "que las virtudes morales pueden ser perfectas sin las teologales". Sin proponérselo, algunos regalistas representaron el contrapunto de la doctrina de la intolerancia. La culminación argumental medieval favorable a la tolerancia se alcanzó en el siglo XIV con Marsilio de Pádova.12

Durante la baja Edad Media diversos símbolos fueron utilizados también como instrumentos de dominio. Jean Delumeau, por ejemplo, ha demostrado13 cómo el ascenso del "satanismo" estuvo directamente relacionado con las formas de control social adoptadas en el periodo de expansión del sistema feudal. La intolerancia, en este aspecto, está asociada a la concentración del poder y, por ende, a las relaciones asimétricas analizadas por García-Pelayo.

Por su parte, la Inquisición ha sido utilizada como ejemplo de los excesos de la intolerancia. Hay en esa apreciación buenas razones; pero, como se ha demostrado,14 esa institución obedecía, antes que a motivos religiosos, a intereses esencialmente políticos y socioeconómicos. Es cierto que la Inquisición participó de muchos horrores, y que aplicó el fuego como procedimiento de ejecución;15 pero el origen político de las sanciones es muy claro en numerosos casos. A manera de ejemplo, recuérdese la ejecución en 1642 de Guillén Lombardo, en México, a raíz de que se le encontró conspirando para independizar a la Nueva España poco después de que el duque de Escalona había sido destituido como virrey "por sospechas de inclinarse al partido del de Bragança".16

En 1542, cuando la vieja inquisición dominicana había entrado en crisis, a propuesta del cardenal Caraffa y del obispo de Toledo, el papa estableció la Inquisición general. Las reglas establecidas por Caraffa17 son terminantes. La cuarta de ellas decía: "Frente a los herejes, y especialmente frente a los calvinistas, no habrá lugar a ninguna tolerancia". Es claro el motivo político de la persecución.

Como respuesta, el siglo de las luces proveyó una amplia gama de argumentos favorables a la tolerancia. En Gran Bretaña se escucharon, entre otras, las voces de Adam Smith, quien identificó el concepto con el de "benevolencia".18 Anterior al suyo, sin embargo, fue el importante alegato doctrinario de Locke. Su Carta sobre la tolerancia sigue siendo una fuente de reflexión sobre la libertad de conciencia y la tolerancia religiosa.

En Francia se pronunciaron en términos vigorosos Montesquieu,19 Rousseau,20 La enciclopedia,21 y muy especialmente Voltaire.22 Sin mencionar a Kant por su nombre, Voltaire califica de absurdo su proyecto de una paz perpetua, "no en sí mismo pero sí en el modo en que ha sido propuesto". Para el filósofo francés "la sola paz perpetua que puede establecerse entre los hombres es la tolerancia".23 Con una simple pregunta, Voltaire sintetiza las ventajas de la tolerancia: "¿la libertad de conciencia será una calamidad tan bárbara como las hogueras de la Inquisición?".24

Más adelante, John Stuart Mill fue un innovador de los argumentos a favor de la tolerancia. A diferencia de Locke, que se preocupó sobre todo por la protección del individuo ante el poder del Estado y de la iglesia, Mill advirtió que también las prácticas sociales y políticas podían interferir el ejercicio de la libertad.25

Las tesis favorables a la libertad de cultos abrieron el paso a otros aspectos propios de la tolerancia. En Mill había un dejo de escepticismo cuando advertía que la persecución era una constante histórica, mientras que los episodios de tolerancia representaban sólo un accidente. El factor que no tuvo en cuenta era que el constitucionalismo, en proceso de desarrollo cuando él escribía, se consolidaría para convertirse en el soporte duradero de todas las formas de tolerancia. La Declaración de Derechos de Virginia de 1776, fue precursora en ese sentido. A continuación la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 178926 y la Constitución francesa de 179127 contribuyeron a poner las bases de una tendencia que se haría irreversible a lo largo del siglo XIX.

En las páginas que siguen aludiré, muy esquemáticamente, a las expresiones constitucionales iberoamericanas relacionadas con la tolerancia en materia religiosa, étnica y política.

II. CONSTITUCIÓN Y RELIGIÓN

En México, la tolerancia religiosa es uno de los principios que más tiempo y sufrimiento costó conquistar. Una guerra civil en el siglo XIX y otra en el XX, dan cuenta de las dificultades que fue necesario superar y del encono a que se llegó. La escisión segó vidas y mantuvo a la sociedad dividida por décadas. Este fenómeno, por lo demás, fue común en Iberoamérica y aún hoy sigue afectando a diversas comunidades nacionales.

En el mundo hay seis grandes religiones practicadas a través de numerosas iglesias, congregaciones, movimientos religiosos, sectas y ritos. Las fronteras geográficas entre ellas tienden a diluirse. En Europa y en Estados Unidos, las mayores áreas de destino migratorio del orbe, coexisten cristianismo, judaísmo, islamismo y budismo. Se repite, en ese sentido, el proceso que caracterizó los últimos años del imperio romano, permeado por las prácticas religiosas y jurídicas germanas, ante las que prevaleció una actitud tolerante.28 Algunos imperios antiguos y contemporáneos tienden a mostrarse muy receptivos y tolerantes en materia religiosa; otros, en cambio, como el español y el otomano, fueron muy intolerantes.

Actualmente, en la mayor parte de los lugares se ha encontrado un sistema de convivencia; la tolerancia tiende a prevalecer. Empero, hay casos donde la violencia subsiste o ha emergido como consecuencia de la intolerancia. Solamente en la última década del siglo XX se pueden identificar los casos de Irlanda del Norte, Bosnia, Kosovo, Sudán, Líbano, Palestina, Afganistán, Iraq, Timor Oriental, Myanmar, Sri Lanka, India,29 Tibet, Isla Bugainville, Armenia y Azerbaiyán, para sólo mencionar unos ejemplos.

En Iberoamérica el panorama ha evolucionado con relación a la intolerancia dominante al empezar la centuria. Hoy, sólo dos constituciones conservan la religión de Estado: Bolivia30 y Costa Rica;31 aunque otras diez (Argentina, Colombia, Ecuador, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú y Venezuela) invocan la inspiración divina en sus respectivos preámbulos. Así, a pesar de que únicamente seis de las dieciocho constituciones democráticas del hemisferio son absolutamente laicas, todas garantizan a los ciudadanos la libertad de creencias religiosas.

En el caso de México, la última reforma constitucional que se llevó a cabo en materia religiosa fue la de 1992. Comprendió los artículos 3o., 24 y 130; fue un avance institucional de gran magnitud que permitió superar reservas muy añejas. Para introducir esa reforma se hizo necesario superar muchas y grandes resistencias. No se trató, como en muchos casos del hemisferio, de suavizar los términos del compromiso religioso del Estado, sino de hacer más flexible la relación con las iglesias. Sobre todo con la católica, cuya doctrina profesa el 89% de la población nacional.32

Aunque no son tantos los años transcurridos desde 1992, sí es posible examinar sus primeros resultados. Esencialmente se pueden distinguir tres grandes actitudes: la que incumbe a la población en general; la que corresponde a la Iglesia; y la que concierne a los partidos. La tolerancia popular precedió a la legal; y los diferendos religiosos desde hace décadas dejaron de ser un tema dominante en la sociedad mexicana. Los problemas se centraban esencialmente en las limitaciones en cuanto a impartir educación religiosa, pero una aplicación laxa de la ley había llevado a una tolerancia de facto.

En cuanto a los dignatarios eclesiásticos, existe la percepción de que, a partir de la reforma, acentuaron la frecuencia y elevaron el tono de sus opiniones políticas. La realidad, sin embargo, no es esa. Los años, incluso lustros, que antecedieron a la reforma se caracterizaron por tensiones crecientes que daban lugar a que religiosos de todos los niveles expresaran opiniones muy ácidas en contra del orden constitucional mexicano. La encíclica Firmissimam constantiam de 1932 y diversas cartas pastorales, además de numerosas expresiones informales, son ejemplo de esa actitud. Es natural que en seguida de la reforma del año 92, que entre otras cosas otorgó a los ministros de los cultos el derecho activo de voto, se produjeran pronunciamientos acerca de las preferencias electorales de los eclesiásticos, pero en cambio amainaron las que cuestionaban el eje de la vida institucional mexicana: la Constitución.

Respecto a los partidos políticos, hay que observarlos con prudencia y no confundir las posiciones personales de algunos de sus miembros, con las corrientes dominantes en su interior. Entre los partidos de izquierda, el anticlericalismo se ha atenuado, y en el Partido Acción Nacional domina una corriente equilibrada.

En términos generales, el balance de la reforma de 1992 es positivo. Sin embargo, los riesgos de retroceder, en cualquier sentido, están presentes. Lo mismo hay quienes consideran que el clero se está excediendo en sus opiniones políticas, que quienes opinan que los avances son insuficientes y que es necesario implantar la educación religiosa en las escuelas, por ejemplo.

Por lo anterior, cuando en México se plantea la posibilidad de un cambio completo de la Constitución, se debe pensar en las implicaciones que tendría reabrir la discusión en esta materia. Existen muchos argumentos para preferir una reforma profunda de la Constitución, en vez de su sustitución. Las tensiones políticas se acentuaron año con año, en la última década del siglo XX, y todos los síntomas son en el sentido de que este proceso continuará en los años por venir. Tenemos a la vista ejemplos de que el tema religioso en cualquier momento de descuido se puede convertir en un nuevo elemento de disenso.

El orden jurídico internacional ofrece un marco de referencia que tiende a consolidarse. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre,33 la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre34 de 1948, y la Convención Europea de Derechos Humanos de 1950,35 consagran el principio de libertad religiosa. Su influencia no puede subestimarse. En el caso iberoamericano, por ejemplo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha pronunciado recomendaciones concernientes a la libertad religiosa respecto de Argentina, Guatemala y Cuba.36

III. CONSTITUCIÓN Y ETNIAS

La cuestión indígena ha estado presente en México a lo largo de su historia; en otros países, sin embargo, han adoptado soluciones más directas y categóricas que las mexicanas. Aunque los problemas de los indios mexicanos dieron lugar a una intensa polémica entre Las Casas y Ginés de Sepúlveda en el siglo XVI, fue apenas hasta 1992 cuando se decidió franquearles el acceso a la Constitución. Lo llamativo es que esto no ocurrió ni siquiera con motivo de una Revolución que hizo causa de las reivindicaciones sociales.

El artículo 4o. de la carta fundamental mexicana fue reformado en 1992. Desde entonces, el primer párrafo de este precepto reconoce la naturaleza pluricultural de la nación, "sustentada originalmente en sus pueblos indígenas". Además, adopta dos importantes disposiciones: la protección y el desarrollo de las lenguas indígenas, de sus culturas, usos, costumbres, recursos y formas de organización social, por una parte; y, por otra, el "efectivo acceso a la jurisdicción del Estado", incluyendo la garantía de que en los juicios agrarios se tomarán en cuenta "sus prácticas y costumbres jurídicas".

Aunque con esa reforma se llenó una laguna constitucional, vale la pena ver cómo han abordado este mismo asunto otros sistemas constitucionales, para que podamos apreciar qué tanto se avanzó o qué tan atrás quedó la Constitución en cuanto al tratamiento de los indígenas. Aclaro que utilizo la voz "indígena" como sinónimo de "natural" o de "indio", a pesar de que se sabe que "indígena" propiamente dicho es toda persona originaria de un lugar determinado.

Argentina y Uruguay son los países con menor densidad de población indígena de nuestro hemisferio. La Constitución uruguaya no hace alusión a los indígenas, y es comprensible, pero la argentina sí,37 y es laudable. Sobre todo porque además de reconocer la preexistencia étnica y cultural de los indígenas, va más allá que la nuestra en dos aspectos: garantiza el derecho a la educación bilingüe e intercultural, y asegura a los indígenas su participación en la gestión de sus recursos naturales.

En Brasil, la Constitución dedica un capítulo38 completo a los indios. De manera aun más precisa que la argentina, la norma brasileña establece39 que los recursos hidráulicos y minerales pertenecen a la nación,40 pero los localizados en las tierras de los indígenas41 sólo pueden ser aprovechados con autorización del Congreso nacional, y dando a los indígenas una participación en el producto que se obtenga. En caso de afectación de sus derechos, corresponde al Ministerio Público42 defender los derechos e intereses de las poblaciones indígenas ante los tribunales federales.43 En cuanto a educación, también se garantiza44 que se utilizarán las lenguas maternas, conforme a "procesos adecuados de aprendizaje".

En Colombia, la fuerte tradición política del país llevó a establecer45 una circunscripción nacional especial integrada por indígenas para elegir dos senadores. En materia de justicia se reconoció46 que las autoridades de los pueblos indígenas ejerzan funciones jurisdiccionales de acuerdo con sus propias normas y procedimientos, en "coordinación" con el sistema judicial nacional.

La organización territorial de Colombia está basada en entidades. Estas entidades son los departamentos, los distritos, los municipios y los territorios indígenas.47 Todas las entidades gozan de autonomía, pueden gobernarse por autoridades propias y participan en las rentas nacionales.48 La ley precisa los requisitos para que una comunidad indígena adquiera el carácter de entidad.49 El gobierno de esas entidades corresponde a concejos formados conforme a los usos y costumbres de las comunidades.50 Entre sus funciones se incluyen las de aplicar las normas de uso del suelo y poblamiento, formular planes y programas de desarrollo acordes con el programa nacional, promover inversiones públicas, y percibir y distribuir recursos. En cuanto al aprovechamiento de los recursos naturales, se garantiza que además de participar en los productos, no se afecte la integridad cultural, social y económica de los indígenas.

En Ecuador51 se reconoce explícitamente el quechua, el shuar "y los demás idiomas ancestrales", como de uso oficial de los pueblos indígenas. Por lo demás, la Constitución reconoce52 los derechos de los pueblos indígenas y negros o afroecuatorianos, entre los que incluye la protección de los lugares rituales y sagrados. Los pueblos indígenas tienen derecho a ser consultados sobre planes y programas de explotación y recursos no renovables que se hallen en sus tierras y que "puedan afectarlos ambiental o culturalmente", a recibir las indemnizaciones que procedan por esa afectación y a participar en los beneficios que resulten.

En Guatemala, la Constitución53 pone un especial énfasis en los temas sociales. Asegura a los indígenas, además de los derechos convencionales concernientes a la identidad, que recibirán asistencia crediticia y técnica preferencial para estimular su desarrollo, y protección especial en materia laboral cuando tengan que trasladarse fuera de sus comunidades.

Honduras54 es el único país donde la Constitución apenas alude, sin aportaciones de trascendencia, a los indígenas. En Perú55 la Constitución también es muy lacónica, aunque reconoce la autonomía de las comunidades nativas.

En Nicaragua, en cambio, se prevé56 que las comunidades de la Costa Atlántica disfrutarán de un régimen de autonomía que les permitirá contar con su propia organización social, administrarán sus asuntos locales y elegirán libremente sus autoridades y diputados. Para otorgar concesiones de explotación de los recursos naturales, será necesario contar con la aprobación del Consejo Regional Autónomo Indígena.

En Panamá, la Constitución57 orienta sus preceptos a la protección de la propiedad indígena (rasgo común con las demás constituciones mencionadas aquí), y subraya los aspectos culturales, particularmente el estudio, conservación y difusión de las lenguas nativas. Por su parte, la más relevante aportación de la norma suprema paraguaya58 consiste en el compromiso del Estado para defender a la población indígena "contra la regresión demográfica".

La Constitución venezolana de 1999, a diferencia de la precedente de 1961, dedica un amplio capítulo a los derechos de los pueblos indígenas.59 Esta Constitución incluye el reconocimiento a las religiones profesadas por los pueblos y comunidades indígenas, y la defensa de sus lugares sagrados y de culto, así como las prácticas propias de una economía basada en el trueque. Se garantiza, además, la representación indígena en la Asamblea Nacional y en los cuerpos deliberantes de las entidades federativas. En cuanto al aprovechamiento de los recursos naturales correspondientes a los lugares de asentamiento de esos pueblos y comunidades, se prescribe que el Estado lo hará sin lesionar su integridad cultural, social y económica, y previa información y consulta a los indígenas.

Este es un rápido repaso de los elementos más sobresalientes del constitucionalismo iberoamericano con relación a la cuestión indígena. Se trata, sin embargo, de soluciones que atienden a las particularidades de cada país. Esto no quita que las experiencias ajenas sean útiles cuando se trata de resolver un problema que en varios lugares, como es el caso de México, está poniendo a prueba la flexibilidad de las instituciones, la funcionalidad de la política y el valor de la tolerancia.

IV. PLURALISMO Y TOLERANCIA

En México, a partir de 1977 los derechos de los partidos políticos tienen naturaleza constitucional. Culminó así un proceso lento de reconocimiento de los partidos, iniciado con la ley electoral de 1911. De manera progresiva se han ido ampliando los derechos y de alguna manera las obligaciones de los partidos. El pluralismo, como expresión de tolerancia, o como "valor de la convivencia política", en palabras de García-Pelayo,60 ha encontrado en el reconocimiento constitucional de los partidos una tendencia generalizada a partir de la segunda posguerra.

La democracia tiene dos momentos: la elección de los titulares de los órganos del poder, y el ejercicio del poder por parte de los elegidos. Si la elección se lleva a acabo mediante elecciones libres, secretas, universales y directas, no puede ser cuestionada. El criterio de equidad en las elecciones es, en cambio, discutible. Al partido que ocupa el poder le puede favorecer su posición de influencia, pero también le puede afectar el desgaste que resulta del hecho de tomar decisiones. Quien compite por conservar el poder tiene ciertas ventajas con relación a quien lucha por desplazarlo, pero también quien busca alcanzar el poder cuenta a su favor con la fuerza de la esperanza y, sobre todo, que no tiene cuentas que rendir. En esta medida, a pesar de las relaciones desiguales en la contienda, los factores pueden compensarse. De ahí que en toda democracia sea común la derrota del poderoso a manos del débil.

El otro aspecto: el ejercicio del poder, es la parte más importante de la democracia constitucional. No se trata de un episodio electoral, por definición efímero y usualmente precedido de desbordamientos emocionales y de promesas hiperbólicas, sino de la fase duradera, estable, donde las afirmaciones se ponen a prueba y se muestra que además de hablar se sabe actuar y que además de decir se puede pensar.

Para gobernar en una democracia se requieren tres elementos: un sistema de normas que sirva como referente a gobernantes y gobernados; un sistema de atribuciones políticas que establezca los márgenes de acción de los gobernantes, y un sistema de libertades que permita a los ciudadanos y a sus organizaciones representativas controlar al poder. En este sistema de libertades se inscriben los derechos de la oposición, todavía en fase de desarrollo.

La segunda posguerra trajo consigo la constitucionalización de los partidos políticos.61 Se quería conjurar la posibilidad de otra catástrofe como la representada por el ascenso del fascismo al poder. Más adelante se vio que la sola incorporación de los partidos a la Constitución dejaba cabos sin atar, y se abrió espacio al problema que desde principios del siglo XX había apuntado premonitoriamente Max Weber: la financiación de los partidos.62 Este problema ha sido abordado como parte de la legislación electoral, para introducir elementos mínimos de control en el flujo de recursos que utilizan los partidos. Quedan pendientes dos importantes cuestiones: la democracia en la vida interna de los partidos y los derechos de los partidos de oposición. Este último problema está directamente vinculado con los principios de la tolerancia.

La concepción clásica de democracia estaba basada en el gobierno de la mayoría, a tal punto que en determinado momento fue posible aludir a una democracia plebiscitaria. La experiencia llevó a que, desde hace algunas décadas, se comenzara a hablar -y en cierta forma a practicar- la democracia consensual. Mediante esta forma de ejercicio del poder se pueden superar muchas de las tensiones que resultan de la lucha política. El sistema parlamentario se presentó como el instrumento por excelencia de esa forma de entender la democracia. Los sistemas presidenciales, sin embargo, han ido adoptando mecanismos de composición política que también les permiten absorber las duras presiones que en numerosas ocasiones ha desencadenado la ruptura de las democracias.

Pero en el constitucionalismo contemporáneo ha aparecido una figura que contribuye a subrayar la naturaleza tolerante del pluralismo político: el derecho de la oposición a participar en el proceso del poder. Además de la presencia electoral de los partidos, del acceso a los medios de comunicación y a las fuentes de financiamiento, y de sus posibilidades de formar coaliciones para gobernar, hoy se advierte una tendencia que confiere a los partidos nuevos derechos y, por ende, responsabilidades. Un buen ejemplo es el ofrecido por la Constitución de Portugal de 1977, que reconoce expresamente el derecho de las minorías a ejercer la oposición democrática.63 Esto implica que los partidos de oposición tienen derecho a ser informados por el gobierno, de manera "regular y directa", acerca de los principales asuntos de interés público.

Las constituciones de Colombia y Ecuador contienen ya disposiciones análogas. La ecuatoriana64 señala que los partidos y los movimientos políticos que no participen en el gobierno tienen garantías para ejercer "una oposición crítica". Con esto se acoge a una parte de lo dispuesto por el texto portugués. En Colombia,65 además de la función crítica de la oposición, se le garantiza el acceso a la documentación e información oficiales.

Para una democracia constitucional estos nuevos derechos representan una considerable ventaja. La libertad de acción de los partidos se ve acompañada, además, por la responsabilidad de compartir información oficial. Los partidos tienen facultades para criticar al gobierno y para proponer orientaciones y decisiones políticas, pero en el ejercicio de esas tareas cuentan asimismo con el derecho a disponer de información oficial oportuna. La información deja de ser, por ende, una de las claves para favorecer al partido o a los partidos en el poder. Los asuntos de interés público salen de la esfera patrimonial hasta ahora reservada a la mayoría y pasan a formar parte del dominio colectivo. Es una concepción que reafirma la naturaleza pública del poder político.

Es evidente que el comportamiento de los partidos de oposición adecuadamente informados tiende a ser más responsable. La información deja de ser un instrumento de dominación y se convierte en un elemento de consolidación de la democracia. Es un proceso que apenas comienza a abrirse paso en el constitucionalismo contemporáneo, pero de su adopción no pueden resultar sino beneficios para los sistemas democráticos. Por definición, la democracia es un sistema abierto. Al ampliar los derechos de la oposición, los ciudadanos cuentan con mejores instrumentos para consolidar la democracia. La mayoría tiene derecho a gobernar pero la minoría tiene el derecho a ser bien gobernada.

La consecuencia más relevante del reconocimiento de los derechos de la oposición es consolidar la democracia en los términos que propone García Pelayo: "el Estado democrático y libre es un Estado neutral en el sentido de que no está vinculado existencialmente a un determinado partido".66 Conforme a esta certera afirmación, el Estado no puede ser parte de un partido; el Estado tiene órganos, algunos de cuyos titulares son elegidos entre candidatos de diversos partidos, pero el triunfo de un partido y de sus candidatos no hace al partido dueño del órgano del poder.

La función del partido es diferente de la que lleva a cabo un congreso. El partido controla pero no es controlado, el congreso controla y es controlado; en el partido se carece de fuero, en el congreso se disfruta de fuero; el partido no ejerce funciones de soberanía, el congreso legisla; el partido no dispone de un mandato, el congreso es una asamblea de mandatarios; el partido no es representativo, el congreso sí lo es; los partidos minoritarios apenas comienzan a tener derechos específicos, mientras que en los congresos las minorías tienden, cada día en mayor medida, a ser titulares de derechos que atienden precisamente a su condición minoritaria, sobre todo en materia de control. En todo caso, la acción conjugada de partidos y congresos, así en los sistemas parlamentarios como en los presidenciales, supone la consolidación de normas y prácticas que garantizan la tolerancia política.

En 1861, John Stuart Mill publicó una obra que se convertiría en clásica: Consideraciones sobre el gobierno representativo. Ahí define a la democracia como el "gobierno del pueblo y por el pueblo", que sin duda habrá influido en el célebre discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln. En cuanto al sistema democrático, Mill apuntó67 el riesgo de convertir el sistema representativo de todos, en el sistema representativo de la mayoría. Encontraba, ahí, una amenaza para la libertad y, por consiguiente, para la tolerancia. Su argumento sigue vigente y la respuesta constitucional a ese ya añejo planteamiento está en el reconocimiento de los derechos a la oposición.

V. CONSIDERACIÓN FINAL

Manuel García-Pelayo decía68 que el derecho constitucional comparado se puede abordar desde cuatro perspectivas diferentes. Una de ellas es la "reducción de las constituciones de los Estados particulares a grupos colectivos", de manera que se adviertan las "singularidades colectivas", o "notas similares o afines" de los sistemas constitucionales. Este ha sido el propósito de este trabajo, tomando como referente el problema de la tolerancia.

He querido abordar el tema de la tolerancia por varios motivos. El primero consiste en subrayar que la tolerancia es el eje del constitucionalismo. La tolerancia es el resultado de dos convicciones: garantizar la libertad y racionalizar la vida colectiva. En esa medida, el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 es axiomático: toda sociedad en la que no estén garantizados esos derechos, carece de Constitución. Mientras que la razón democrática se orienta en el sentido de hacer valer la decisión mayoritaria, la razón constitucional se caracteriza por hacer respetar el derecho de todos. Por esto, en nuestro tiempo la Constitución y la democracia son complementarias. Este es el signo distintivo del constitucionalismo contemporáneo.

Pero también me interesa precisar otra cuestión, ya advertida aunque no desarrollada por Mill. La tolerancia no significa indiferencia. No se puede traducir en una forma de desinterés por el diferente, en términos de "puedes comportarte como quieras, en tanto que no me afectes". Con toda razón Berlin señala69 que aunque Mill es reconocido como el gran constructor del liberalismo moderno, los fabianos "lo proclamaron como antecesor". Esto tiene relación con la posición de Mill, en el sentido de que comprender no equivale a compartir. Precisamente el compromiso social es opuesto al desinterés por la colectividad, o por algunos de sus miembros.

¿A qué viene lo anterior? En este breve repaso de algunas instituciones concernientes a los derechos de las minorías en el constitucionalismo iberoamericano me he preocupado por destacar las disposiciones adoptadas dentro de lo que puede identificarse como una tendencia para ampliar el ámbito de la tolerancia. Me identifico con esa corriente de pensamiento, pero sin que esto signifique que acepte, en cuanto a las minorías, en todos los casos, su inmutabilidad. Esto es particularmente significativo en materia cultural.

Los derechos de las minorías deben contar con la garantía constitucional de su defensa eficaz. En materia de conciencia no debe haber, en ningún caso, acciones que puedan ofender o afectar la plena libertad de creer. Otro tanto puede decirse por lo que atañe a las diferencias de naturaleza política. Pero en cuanto a los aspectos culturales me adhiero al principio de Mill: permitir no es compartir.

Respetar y garantizar el derecho a la identidad no puede hacerse equivalente a admitir que haya grupos a los que se deje a la vera del desarrollo con el pretexto de que así lo han decidido ellos mismos. Si se reconoce el derecho a la diferencia, no se le puede negar a los diferentes también el derecho de optar. Si la preservación de las tradiciones de un grupo incluye a los curanderos, no se le puede privar de los cirujanos; si se reconoce su derecho a la lengua original, no se les puede confinar en el monolingüismo. En otras palabras, la tolerancia no es sinónimo de indiferencia.

Los argumentos conservadores se acogen en una hipotética defensa del derecho a la integración nacional de los grupos minoritarios, sobre todo en el orden cultural. Como consecuencia se les niega el derecho a la diferencia. Por eso creo que en lugar de actuar en sentido negativo, se debe partir del reconocimiento de este derecho, sin que por ello se les prive de conocer y decidir libremente acerca de su incorporación al contexto predominante. El reconocimiento de los derechos culturales de las minorías es una forma de tolerancia que, en ningún caso, implica desentenderse de esos grupos. Si así se hiciera, la tolerancia se convertiría en una forma elíptica de segregación: "ni me entrometo en tus asuntos ni te inmiscuyes en los míos"; "te quedas con lo que tienes y yo conservo cuanto poseo". Esto sería una inversión del concepto de tolerancia, y en su nombre se erigirían nuevas y más duraderas barreras entre los supuestos tolerantes y tolerados.

En el caso anterior, la tolerancia podría convertirse en una discriminación encubierta y ser meramente retórica. Llevada a extremos demagógicos (o "populistas", como se prefiere desde la posguerra, para desacreditar implícitamente al socialismo), la tolerancia lejos de corresponder a los objetivos constitucionales de garantizar la libertad y racionalizar el poder, serviría para construir una realidad encubierta.

Ahora bien, si se ha visto que la tolerancia, como elemento constitucional que garantiza la libertad y la racionalidad en el ejercicio del poder, no es sinónimo de indiferencia, es oportuno distinguirla también de la lenidad. Desde Voltaire se ha dicho que el límite de la tolerancia está en la intolerancia. Popper70 sustenta que "si admitimos la pretensión nomológica de la intolerancia a ser tolerada, entonces destruimos la tolerancia y el Estado de Derecho. Este fue el sino de la República de Weimar".

Popper asocia el problema de la tolerancia con la ética. De ahí desprende una serie de reglas entre las que incluye una que resulta central: debemos aprender de nuestros errores. Esto supone admitir el error propio y el ajeno; la opción inversa es no hacerlo y, en tal caso, impedir la corrección del error. Pero Popper va más allá: en tanto que nadie puede saberlo todo, nadie está libre del error, por lo que a nadie se debe proscribir ni censurar por cuanto crea o afirme.71

La posición de Popper guarda relación con la de Voltaire: el límite de la tolerancia está ahí donde comienza la intolerancia para la tolerancia misma. El proceso deliberativo que permite la corrección del error no puede alcanzar el punto en el que se admita que alguien asegure estar libre del error e imponga como única verdad la suya propia.

El tema es relevante para la Constitución, al punto que el propio filósofo austríaco alude al fracaso de la República de Weimar porque su régimen constitucional carecía de las defensas adecuadas y permitió que por encima de ella surgiera un poder político que se ostentaba como dueño de la verdad total.

La lección de Weimar es relevante. Un sistema constitucional que se bloquea a sí mismo y que construye una serie de controles que limitan la garantía de su defensa, está llamado a sucumbir como ocurrió en el caso del ejemplo invocado por Popper. La Constitución, como instrumento de garantía de la tolerancia, no puede a su vez quedar expuesta a sucumbir ante la intolerancia. Esto tiene que ver con los derechos de libertad que la Constitución garantice, pero también con la organización y el funcionamiento de los órganos del poder que ella misma establezca.

Todas las constituciones prevén casos extremos, denominados estados de excepción, que permiten suspender algunas de las libertades para hacer frente a amenazas para la vida constitucional. En el constitucionalismo contemporáneo, estas disposiciones están redactadas con el mayor cuidado posible, para evitar distorsiones en su aplicación que hagan nugatorio al sistema constitucional mismo.

Adicionalmente, algunos textos constitucionales contienen disposiciones específicas en cuanto a la salvaguarda de los principios constitucionales. La Carta de Bonn72 faculta a todo alemán para ejercer el derecho de resistencia, cuando no exista otro medio, "contra quienquiera que intente eliminar el orden constitucional". La Constitución italiana73 dispone que todos los ciudadanos deberán ser fieles a la República y observar la Constitución. En el caso de Alemania se tuvo en cuenta el fracaso de la norma de Weimar, y en ambos países fue objeto de preocupación evitar el resurgimiento de organizaciones políticas adversas al orden democrático. Así lo corroboran la prohibición expresa de reorganizar el partido fascista en Italia,74 y la proscripción en Alemania75 de los partidos "que por sus objetivos, o por el comportamiento de sus afiliados, se propongan menoscabar o eliminar el orden constitucional liberal y democrático".

En Estonia, el texto supremo contiene un señalamiento76 del mayor interés: son compatibles con la Constitución incluso las libertades a que ella no alude directamente, siempre que sean compatibles con su contenido democrático. Por su parte, la Constitución sudafricana, que hace de la tolerancia una de sus mayores preocupaciones, establece77 como contraria a ella toda conducta incongruente con la dignidad humana, con el no racismo y con el no sexismo.

Un caso especial de subsistencia de intolerancia constitucional es el de Turquía (preámbulo), donde se declara que no son objeto de protección constitucional las ideas y opiniones contrarias al interés del país. Aquí no se trata de la salvaguarda de los principios del constitucionalismo democrático, sino de un interés nacional muy abstracto. El origen de esta decisión está en los procesos de fragmentación representados por diversos grupos étnicos, y por las tensiones políticas con países vecinos, especialmente con Grecia.

En América Latina, la Constitución mexicana78 asocia la idea de libertad del pueblo con la vigencia de la Constitución, aunque no llega a plantear el derecho a la resistencia, como en el caso alemán. En Honduras79 todo ciudadano, investido o no de autoridad, debe colaborar al mantenimiento o restablecimiento del orden constitucional. Esta disposición había sido tomada de la venezolana de 1961,80 que conserva la de 1999.81

Esa relación entre libertades y poder, para cuya valoración resulta tan útil la teoría de García-Pelayo a que hice referencia al inicio, adquiere especial importancia cuando se está ante un proceso de consolidación constitucional. En tanto que el constitucionalismo se caracteriza por ser un sistema normativo que asegura las libertades, la consolidación constitucional se refiere a la positividad de la Constitución y al sentimiento constitucional o, en otras palabras, a su aplicación puntual y a la adhesión colectiva a los valores que ella representa.

Los ejes del constitucionalismo y de la consolidación constitucional convergen en un punto llamado tolerancia. La tolerancia es a la vez requisito del sistema de libertades, del sentimiento constitucional y del cumplimiento del orden constitucional. La tolerancia recorre todo el camino que va desde la concepción de la norma hasta su aplicación, pasando por convicción generalizada de su validez. Por eso Constitución y tolerancia son conceptos que se implican y explican mutuamente.

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* Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Notas:
1 García-Pelayo, Manuel, Idea de la política y otros escritos, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, pp. 187 y ss.
2 Cfr. Tourbet, Pierre, "Eglise et Etat au XIe. siècle: le signification du moment grégorien pour la genèse de l'Etat moderne", en varios autores, Etat et Eglise dans la genèse de l'Etat moderne, Madrid, Casa de Velázquez, 1986; así como Verger, Jacques, "Le transfert des modèles d'organisation de l'Eglise a l'Etat à la fin du Moyen Age", idem. En el mismo sentido se orienta el ya clásico estudio de Maier, Hans, L'Eglise et las démocratie. Une histoire de l'Europe politique, París, Criterion, 1992, especialmente pp. 67 y ss.
3 Eliade, Mircea, Dictionnaire des religions, París, Plon, 1990, p. 238.
4 Russell, Bertrand, A history of western philosophy, N. York, Simon and Schuster, 1972, p. 339.
5 Isidoro de Sevilla, Etimologías, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1993, capítulo V, párrafo 21.
6 Ibidem, capítulo VIII, párrafo 1.
7 Ibidem, capítulo VIII, párrafo 4.
8 Ibidem, capítulo VIII, párrafo 10.
9 Tomás de Aquino, Suma de Teología, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1997, libros I y II, capítulo 96, a. 2.
10 Ibidem, libros I y II, capítulo 108, a. 1.
11 García-Pelayo, Manuel, El reino de Dios, arquetipo político, Madrid, Revista de Occidente, 1959, p. 224.
12 Marsilio de Pádova, Le défenseur de la paix, París, J. Vrin, 1968, libro I, capítulo vi.
13 Delumeau, Jean, El miedo en Occidente, Madrid, Taurus, 1989, especialmente pp. 361 y ss.
14 Véase Netanyahu, Benzon, Los orígenes de la Inquisición, Barcelona, Crítica, 1999.
15 Voltaire señala que la razón de quemar a los herejes consistía en que "Dios los castigaba de este modo en el otro mundo". Voltaire, Comentario sobre el libro De los delitos y de las penas por un abogado de provincias, en Beccaria, Cesare de, De los delitos y de las penas, Madrid, Alianza, 1968, p. 119.
16 Medina, José Toribio, Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de México, Santiago de Chile, Imprenta Elzeviriana, 1903, p. 296.
17 Ranke, Leopold von, Historia de los papas en la era moderna, México, Fondo de Cultura Económica, 1943, p. 125.
18 Smith, Adam, La teoría de los sentimientos morales, Madrid, Alianza, 1997, pp. 409 y ss.
19 Montesquieu, De l'Esprit des lois, París, Gallimard, 1995, libro XXV, capítulos ix y x.
20 Rousseau, J. J., "Du contrat social", Oeuvres politiques, París, Classiques Garnier, 1989, t. IV, p. viii.
21 La voz fue desarrollada por Romilli, M., "Tolérance", en varios autores, Encyclopedie ou dictionaire raisonné des sciences, des arts, Neufchastel, S. Faulche, 1765.
22 Voltaire, Tratado sobre la tolerancia, Obras completas, Valencia, M. Senent, 1894.
23 Voltaire, La moral religiosa, Barcelona, F. Granada Editores, s. f., pp. 9 y ss.
24 Voltaire, Diccionario filosófico, Obras completas, Valencia, M. Senent, 1894, p. 789.
25 Mill, John Stuart, On liberty and other essays, Oxford, Oxford University Press, 1991, pp. 32 y ss.
26 Artículo 10.
27 Título 1, párrafo 2.
28 Pirenne, Henri, Mahoma y Carlomagno, Madrid, Alianza Universidad, 1997, pp. 29 y ss.
29 En diversos escenarios: Bombay, Tamil Nadú, Ayodhya, Cachemira, Punjab, Karnataka, Utar Pradesh.
30 Artículo 3o.
31 Artículo 75.
32 Véase Fix-Zamudio, Héctor, "La libertad religiosa en el sistema interamericano", en varios autores, La libertad religiosa, México, UNAM, 1996; Pacheco Escobedo, Alberto, "La libertad religiosa en la legislación mexicana de 1992", idem; y Soberanes, José Luis, "De la intolerancia a la libertad religiosa en México", idem.
33 Artículo 18.
34 Artículo II.
35 Artículo 9o.
36 Fix-Zamudio, Héctor, art. cit., varios autores, op. cit., nota 32, pp. 505 y ss.
37 Artículo 75.17.
38 Capítulo VIII, del título VIII.
39 Artículo 232.
40 Artículo 176.
41 Artículo 20-XI.
42 Artículo 129-V.
43 Artículo 109-XI.
44 Artículo 210-2.
45 Artículo 171.
46 Artículo 246.
47 Artículo 286.
48 Artículo 287.
49 Artículo 329.
50 Artículo 330.
51 Artículo 1o.
52 Artículos 83-85.
53 Artículos 66-70.
54 Artículo 346.
55 Artículos 69 y 149.
56 Artículos 5o., 180 y 181.
57 Artículos 84, 86, 120 y 123.
58 Artículo 66.
59 Artículos 119 y ss.
60 García-Pelayo, Manuel, El reino de Dios, arquetipo político, Madrid, Revista de Occidente, 1959, p. 204.
61 García-Pelayo, Manuel, El Estado de partidos, Madrid, Alianza, 1986, pp. 47 y ss.
62 Weber, Max, Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1964, pp. 1086 y ss.
63 Artículo 117.
64 Artículo 117.
65 Artículo 112.
66 García Pelayo, Manuel, El Estado de partidos, Madrid, Alianza, 1986, p. 86.
67 Stuart Mill, John, Considerations on representative Government, On liberty and other essays, Oxford, Oxford University Press, 1991, pp. 302 y ss.
68 García-Pelayo, Manuel, Derecho constitucional comparado, Madrid, Alianza Universidad, 1984, p. 20.
69 Berlin, Isaiah, Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza, 1988, p. 254.
70 Popper, Karl, Sociedad abierta, universo abierto, Madrid, Tecnos, 1997, p. 142.
71 Popper, Karl, All life is problem solving, Londres, Rutledge, 1999, pp. 81 y ss.
72 Artículo 20.4.
73 Artículo 54, fracción XVIII.
74 Fracción XII.
75 Artículo 21.2.
76 Artículos 10 y 11.
77 Artículo 2o.
78 Artículo 136.
79 Artículo 375.
80 Artículo 250.
81 Artículo 333.