PALABRAS PRONUNCIADAS POR SERGIO GARCÍA RAMÍREZ * EN LA PRESENTACIÓN DE "UNA BIBLIOGRAFÍA PARA LA TRANSICIÓN JURÍDICA"

Soy un investigador que no puede eludir su antigüedad. Este dato me confiere, hoy, la posibilidad de observar y comparar. Ciertamente lo que es y lo que hace nuestro Instituto es el fruto, la floración, de lo que hizo y lo que fue. Cada una de sus etapas previas, como las capas superpuestas de la tierra, es el fundamento de las que siguen. Éstas tienen firmeza por aquéllas. Por eso la obra no se conmueve aunque se anime la mecánica de suelos. Si todas son escalón, escalando llegamos a este día, fecha de presentación colectiva de un número importante e impresionante de publicaciones que tienen esas mismas características. Son importantes e impresiona su número y su calidad. Este Instituto ha encabezado, desde hace tiempo, la estadística editorial de nuestra Universidad. Y ahora confirma esa posición y ratifica esa vocación. Corresponden a su naturaleza.

No pocas de estas publicaciones -y acaso no pocos de los trabajos de investigación que alojan- son el producto de los úl-timos meses. Por lo visto, el Instituto se creció al castigo. Asombra que esta casa -iba a decir esta "casa editorial"- haya puesto en circulación decenas de nuevos títulos mientras velaba, ya se ve que laboriosamente, fuera de la Ciudad Universitaria. Las ediciones extramuros son otra línea novedosa. También se trabaja y se trabaja bien en la emergencia.

Por supuesto, una buena parte de esta cosecha se debe al acierto y entusiasmo -no diré febril- del director Diego Valadés, al talento y diligencia de los investigadores que rea-lizaron esos trabajos, a la eficiencia de Raúl Márquez y al desvelo y la pulcritud de quienes colaboran en el Departamento de Publicaciones. Ya se verá por qué necesita el Instituto esa camioneta que va proclamando, entre manifestaciones y embotellamientos, su notable misión: transporta publicaciones del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Al paso que vamos, la camioneta se convertirá en flotilla.

Me propuso el doctor Valadés -o mejor dicho, dispuso el señor director- una forma de presentación adecuada a esta circunstancia, que no podría ser la acostumbrada para la presentación de un libro en particular. Imposible analizar ahora cada título, encomiar a cada autor y aventurarse en cada tema de los muchos que abarca la nueva colección, con su flamante estilo editorial, que comienza por la figura pero no concluye ahí. Se trataría -quedamos- de traer a esta mesa, cada quien con su visión y su versión, el tema o los temas que libremente eligiera. Es evidente que la reciente bibliografía de nuestro Instituto, que procura abarcar mucho, aprieta sobre todo donde la vida aprieta más al país y a los juristas, particularmente a los jóvenes juristas, empeñados en desentrañar la elusiva realidad y administrarle algunos remedios por la vía del derecho, una vía socorrida pero difícilmente milagrosa.

Entre los asuntos de nuestros libros, hay uno que convoca la atención de varios autores y determina la denominación de este acto. Es la transición, con ese nombre directo o con alguno de sus seudónimos y allegados. Se podría decir que el Instituto comienza a crear una "biblioteca jurídica de la transición" o una "biblioteca de la transición jurídica" -que no son lo mismo, pero se reclaman-, a cambio de que otras instituciones hayan emprendido las suyas sobre el mismo tema primordial, desde sus propias perspectivas.

Si nos hubiéramos reunido aquí hace algunas décadas, habríamos hablado del "nuevo derecho"; un poco más tarde, del "derecho en transformación"; y en ambos casos hubiésemos aludido a la orientación social del derecho, que fue la novedad y proclamó la transformación. Hoy esa tendencia ha corrido la misma suerte del Estado en el que encarnó. Quizás por eso ya no solemos hablar de un "nuevo derecho" -que tendría viejas resonancias-, sino de un derecho en transición o de una transición jurídica. Este concepto supone mayor cautela. No se cifra en la novedad, como suceso, sino en la renovación, como proceso: la novedad se deposita en cada punto de la línea sin fin.

Desde hace tiempo nos desvelaba la transición, aunque no le diéramos este nombre. Venía ocurriendo, con y contra el viento y la marea, la lenta, larga e interesante transición, que implica, sencillamente, transitar, avanzar, caminar; un tránsito que podríamos calificar como importante o irrelevante, positivo o negativo, ominoso o alentador. Hoy decimos transición a la democracia, que supone un método y un objetivo. Y en eso hemos estado, generación tras generación, cada una con su tiempo y su estilo. En fin de cuentas, también la transición es orteguiana: es ella y su circunstancia. Debiera reconocerse en los manuales de estrategia y en las cartas de navegación.

Además, la transición no tiene dueño y ni siquiera actor central, aunque algunos aspiren al monopolio de las marquesinas. Hay cierta tentación a colocarse en el centro de la fotografía, con aire de precursor, aspirante al Oscar -si lo hay- de la transición. Sin embargo, esta es una obra de masas. No la podemos convertir en soliloquio. Cuando se escriba la extensa y verdadera historia de la transición en México, será difícil ponerle índice onomástico, a no ser que anexemos el censo de población. En consecuencia, habrá que renunciar a la tentación de paternidad y resignarse con la función de acompañamiento. Son muchos los padres de la patria. No conviene anticipar el monumento.

Nos hemos concentrado en los asuntos del poder, y por ahí hemos enfilado la transición. Esto nos ha llevado, además, a cierta manera de entender la reforma del Estado, en la que se quisiera depositar los hitos de la transición. Esa reforma está frecuente e inteligentemente considerada en las publicaciones del Instituto. Se mira desde México y se mira sobre México. Otras veces, con esta misma hospitalidad, hemos reflexionado sobre lo que es o debiera ser la reforma del Estado, si se quiere que el Estado sea, más allá de abstracciones y formalidades, esa asociación política cuyo fin es la conservación de los derechos humanos, como se sugirió hace poco más de doscientos años. Hoy se ha incrementado el catálogo de la histórica Declaración -que ahora nos parece modesta- y el Estado se enfrenta a un reto formidable. Su reforma es la nueva forma de recibir y atender el reto.

Por ello, la reforma del Estado -criatura de la transición- no se puede quedar en reforma administrativa. La vida no se agota en las ventanillas, aunque ahí se dilapide. Tampoco se puede concentrar en el trasiego de las atribuciones entre los órganos del poder formal: se corre el riesgo de suponer que el alegato de los poderosos, que reclaman en alta voz sus privilegios y libran un combate para prevalecer, es también el alegato del pueblo, que solicita más discretamente sus hipotéticos derechos y libra una oscura batalla para subsistir. Esto actualiza, por otra parte, la crisis de una experiencia de representatividad que discurre siempre -o a menudo- lejos de los representados. Por supuesto, siempre hubo minuciosas teorías para defender esta distancia y seguir hablando, no obstante, de democracia.

Toda la ingeniería constitucional en boga, la ingeniería del breviario, el compendio y el manual, no parece muy eficaz para resolver los problemas cotidianos de los autores y destinatarios de la Constitución, que se identifican tanto en el proemio de la vieja Constitución norteamericana como en los primeros párrafos de la más o menos nueva Constitución francesa: el pueblo, una expresión que muchos consideran equívoca y gastada. Sin embargo, cuando la usamos sabemos de qué estamos hablando. Esto también mueve a dudar de una reforma del Estado en abstracto. Lo que se reforma es el Estado en concreto.

Se podrá pensar que insinúo serias reservas sobre la versión mexicana -que por supuesto no es mexicana- de la reforma del Estado. En efecto, tengo mis reservas, aunque también tenga mis coincidencias. El tránsito por la democracia política, la aséptica democracia sin adjetivos, no nos compensa ni nos absuelve de la otra transición, que llevaría -pero no ha llevado- a la democracia con adjetivos. No digo que debamos olvidar la democracia política, en la que hemos tenido progresos notables, suficientemente acreditados. Puede ser -y quizás comienza a ser, con enorme reticencia- el ariete que abra las puertas de la justicia, además de abrir las de la democracia electoral.

Lo que ocurre es que mientras se advierte la vuelta de ciento ochenta grados entre las costumbres políticas con las que iniciamos, proseguimos y consolidamos la vida de la república en el curso de dos siglos, y las que tenemos ahora, no se mira con la misma claridad una vuelta similar en otros órdenes de la vida social. Evidentemente, el asombro de Humboldt en el primer tercio del siglo XIX podría reproducirse, apenas con algunas palabras de más o menos, en el pórtico del XXI: en México prevalece una gravísima desigualdad; en esto, es país de abismos, no de planicies; y el abismo no cesa, sino crece; somos fabrica de pobres, se dice. ¿Cómo entusiasmar con la transición si se ha conservado, cuando no profundizado, la distancia entre la indigencia y la opulencia, si es que -como se sospecha- una mitad de la población está agobiada por la pobreza, y una cuarta parte hundida en la miseria? ¿Cuándo se emprenderá, también en esa vía estrecha del tren, la transición que estamos acelerando en la vía ancha de las normas y las prácticas electorales? No cabe duda que la realidad sí existe, y ahora nos lo viene a gritar. Dígalo Chiapas; dígalo esta misma Universidad.

A la transición se asocia el tema de la gobernabilidad, que también nos tiene atentos y a veces preocupados. Ya sé que la religión oficial es el optimismo, y en esas creencias confío. Es la entraña de nuestra teoría de la existencia. Entre sus anécdotas figura la frase de Federico Gamboa, dicha en el alba de este siglo, pero, por lo visto, repetible y repetida: "Por ahora, los mexicanos somos felices". Ahora bien, los pesimistas -con los que, por supuesto, no convengo para nada- no han dejado de prevenir sobre la posibilidad de que la demanda social coloque en un brete la capacidad oficial de ofrecer respuestas, con el doble mérito que se necesita: oportunas y suficientes. Y la aceleración de la velocidad, sumada a la infinita provisión de agravios pendientes, distancias crecientes y revanchas anunciadas, pudiera poner a la máquina en el riesgo de descarrilar.

No parece que tengamos, ahora mismo, los remedios constitucionales a la mano, que sólo serían seguros y funcionales -es decir, verdaderos remedios- si también dispusiéramos de medios sociales y políticos para que operen con fluidez. La imaginación constitucional pone el cauce; pero el agua que corra en éste no puede ser también un producto de la imaginación. Dicho de otra manera, nos hace falta un pacto social para el futuro, que ocupe el espacio del pacto social del pasado. En la etapa actual de la transición, éste ha comenzado a fallar y aquél no ha comenzado a operar. Ni aludo solamente a un pacto partidista, sino a un acuerdo social, ni me refiero, necesariamente, a una nueva Constitución, que parece improbable y quizás -a estas horas- inoportuna. Sólo digo que la transición con acuerdo social nos tranquilizaría mucho más que la transición impredecible y explosiva que todo el tiempo viaja en la frontera del precipicio. No podemos vivir con el síndrome de montaña rusa.

Ya recordé que transitar es, en cierto modo, construir. Se va caminando y se va construyendo. Sin embargo, nuestra más flamante obsesión viaja en otro sentido: tiene el encargo de destruir. De ahí el oficio más socorrido: el espectáculo, que exige carpa, protagonistas, audiencia y trompetas. Corremos el riesgo de convertir la transición en sucesión de escándalos, que rasguen, todavía más, el tejido social. Si es así, también éste transitaría: de capa a sudario. El pacto hipotético bajo el roble primitivo, que todavía proyecta sombra, dio seguridad a los contratantes. La batalla sin medida, la suprime.

Quisiera referirme -ojalá que brevemente- a un capítulo en el manual de la transición. En ésta tiene un papel la administración de justicia. De ser el Poder Judicial uno "en cierta manera nulo", y el juez apenas "la boca que pronuncia las palabras de la ley", conforme a las sabidas expresiones de Montesquieu, se ha pasado a la hora del activismo judicial. El arco iris tiene una inmensa curvatura: de la judicial review a la operación de "manos limpias", aunque igualmente ha tenido -y no hay que olvidarlo- estaciones sombrías: una fue el "sano sentimiento popular", que también puede prosperar en el trópico húmedo. Ya no es el judicial, en consecuencia, el menos temible de los poderes, como pensaba Hamilton en el alba del constitucionalismo norteamericano. Este asunto figura también en la excelente biblioteca jurídica de la transición, que nuestro Instituto pone en las manos de los lectores.

Vivimos la transición en la administración de justicia. No se trata, sin embargo, de un tema pacífico. Pudiera estar ocurriendo una transición que deje fuera a la inmensa mayoría de los mexicanos, cada quien con sus cuitas intactas. Y esto ya no corresponde totalmente a la idea de la transición democrática en un ámbito donde la democracia tiene exigencias muy intensas, muy específicas y muy individuales. Si es importante quién es mi presidente y cómo me preside, quién mi diputado y cómo me representa, lo es mucho más quién es mi juez y cómo me juzga. La vieja antinomia sobre el gobierno de las leyes y el gobierno de los hombres tiene en este punto una de sus mejores encarnaciones. Aquí la arquitectura no debe esmerarse tanto en la construcción de catedrales, como en el tendido de puentes.

El poder judicial de la democracia se concreta, simbólicamente, en los jueces de Berlín, que daban al molinero de Postdam la certeza de que habría justicia aunque tuviera como adversario al emperador. Cuando Calamandrei recuerda este episodio -real o ficticio-, no deja de observar, sin embargo, que para obtener justicia de este perfecto tribunal, el molinero tendría que resolver primero un arduo problema: cómo llegar a Berlín. Al tema del transporte agreguemos otros, colindantes, que podrían arruinar la ilusión justiciera del buen molinero: licencia para viajar, tiempo para litigar, pruebas para convencer, asistencia para alegar, recursos para resistir. Hay que poner el puente, como se mira, para que el justiciable tenga juzgador.

La transición democrática en este caso -el de noventa y cinco millones de molineros mexicanos- sólo tiene una fórmula: acceso universal a la justicia. Lo demás es lo demás. También me he ocupado de este asunto en otras ocasiones, y vuelvo a la carga. En la economía, las cifras opulentas iluminan las mesas vacías. Esto nos ha convertido en peritos sobre la diferencia que existe entre la macro y la microeconomía. Huelga decir que nosotros somos unidades microeconómicas y llevamos muchos años tratando de cruzar la frontera entre las promesas de aquélla y las realidades de ésta, pero cada vez lo impide una celosa patrulla fronteriza.

En el orden que ahora menciono, la anunciada gran reforma -que efectivamente fue una reforma grande- se concentró en la "macrojusticia". Una verdadera transición hubiese atendido además la "microjusticia". También huelga decir que los ciudadanos somos justiciables de ésta, mucho más que de aquélla, en la que ni siquiera tenemos legitimación procesal: la que hay está en el patrimonio de los notables, llámense legisladores, llámense partidos. Una cosa es subir -generalmente como turista- la solemne escalinata de la Suprema Corte de Justicia, flanqueada por Otero y Vallarta, y otra discurrir en los cotidianos laberintos donde pudieran flanquearlos otros personajes: Ariadna, Virgilio y Eurídice. La pregunta salta: ¿en cuál de esos caminos debe esmerar su paso la transición democrática?

Si terminara aquí este comentario, una vez formuladas las citas que hice, faltaría a un deber elemental hacia quienes alentaron mis reflexiones -pero no son culpables de ellas- y nutrieron nuestra biblioteca de la transición, mis admirados colegas que hoy están en la vanguardia del derecho mexicano. Ensayé una relación de nombres, que resultó -por fortuna- bastante larga, si en ella incluimos, como debemos hacerlo, los de quienes son autores de una obra individual bajo el sello editorial del Instituto, y los de quienes figuran en memorias y en obras colectivas, como la Memoria del III Congreso Internacional de Derecho Electoral, Transiciones y diseños institucionales, Hacia una nueva constitucionalidad, y El Gobierno en América Latina. ¿Presidencialismo o parlamentarismo? Como en las películas heroicas, la relación de reconocimientos sería muy larga. No me arriesgo a ser omiso o prolijo. Por eso los abarco a todos cuando me refiero, como autor de la colección, al Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

* Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.