PALABRAS PRONUNCIADAS POR JOSÉ WOLDENBERG KARAKOWSKI* EN LA PRESENTACIÓN DE "UNA BIBLIOGRAFÍA PARA LA TRANSICIÓN JURÍDICA"

La política y la doctrina jurídica contemporáneas han entendido comúnmente por "transición política" la "salida" de un régimen autoritario hacia otro democrático. Los autores de referencia obligada, como Guillermo O'Donnell, Philippe Schmitter, Samuel P. Huntington o Albert O. Hirshman, por señalar sólo algunos, al hablar de "transición política" entienden, normalmente, varias cosas: en primer lugar un cambio paulatino, distinto al cambio que sobreviene por obra de una "revolución"; en segundo lugar un cambio negociado, es decir, gobernado o encauzado por acuerdos entre partes en conflicto, y en tercer lugar, a su vez, una negociación centrada en "las reglas del juego", en las modalidades que rigen o regirán su convivencia presente y futura.

La transición, más allá de las muchas y variadas características que los diferentes autores le han atribuido, significa un esfuerzo político por instalar instituciones democráticas y hacerlas funcionar en contextos que las desconocían o que las habían abandonado.

El esfuerzo no se traduce generalmente en cambios bruscos y radicales, sino en transformaciones actuadas en distintas velocidades, según sea el escenario político y social en el que se presentan. Las transiciones se operan normalmente a través de cambios graduales y sucesivos.

La exigencia de un cambio democrático aparece con toda fuerza una vez que el pluralismo social se consolida. La exis-tencia de múltiples intereses, visiones o formas de concebir los problemas de un país, se vuelve incompatible con un sistema político monocolor. Una sociedad compleja, como lo advertía hace mucho Lipjhart, "necesita" a la democracia. La democracia no es un proyecto de iluminados, ni un tipo ideal académico, ni el programa de algún líder o de un solo partido: la democracia es una necesidad de la convivencia en sociedades complejas y plurales.

Eso supone un acomodo histórico: remover formas, instituciones, costumbres, prácticas y culturas para instalar y poner en marcha otras. Y esto es lo que ha ocurrido en México en las últimas dos décadas.

Creo que la colección de libros que se presenta hoy, obliga a reconocer el cambio político de nuestro país, a reconocer que estamos embarcados en una transición histórica, de grandes dimensiones, y que necesitamos ajustar las visiones y las previsiones a una nueva realidad social y política que aparece y se despliega ante nuestros ojos.

Hay que repetirlo: México está viviendo un enorme cambio político. Gobierno, partidos, sociedad organizada, opinión pública, llevan varios años inmersos en ese proceso de transición democrática. Es un tiempo lo suficientemente largo -quizá veinte años- como para constituir en sí mismo un periodo histórico.

El tema de fondo es la profunda transformación de una sociedad que se modificó bajo el molde de un sistema político que no cambiaba con la misma rapidez: una vasta mo-dernización económica, social y cultural que no tuvo en el inicio y como contraparte, una modernización política. De modo que la tarea mexicana de los últimos años, sobre todo de los años noventa, fue la de ajustar las instituciones, las leyes y las prácticas políticas a la verdadera modernidad social. Nuestro país cambió, paulatina pero profundamente.

Frente a otras experiencias democratizadoras, como los casos latinoamericanos, asiáticos o de Europa del este, la situación mexicana tuvo la ventaja de contar con un marco republicano y constitucional que está vigente desde hace mucho tiempo, desde 1917 y aún antes. La pieza faltante en la maquinaria del sistema representativo era la pieza electoral: su organización, su marco jurídico, su institución reguladora. Dicha pieza debía cumplir dos funciones: por un lado, desterrar las prácticas fraudulentas que inutilizaban o distorsionaban el voto de los ciudadanos; por otro, permitir emerger sin cortapisas, sin restricciones artificiales, a la verdadera pluralidad política de la nación.

La presencia de partidos en plural, competitivos, con arraigo nacional es así, en buena medida, un acicate y una creación de la transición misma. Hoy México cuenta con partidos nacionales fuertes que se expanden y que expresan diferentes visiones y sensibilidades acerca de la realidad del país. La pluralidad es un hecho que constatamos todos los días, en todas las regiones y en todas las esferas de la vida nacional: en el Estado nacional, en la opinión pública y aun en la familia.

El voto expresa cada vez más esa diferenciación de sensibilidades y racionalidades. Vivimos una multiplicación de actores políticos, de intereses, de proyectos, y esa multiplicación, por fortuna, está encontrando un cauce civilizado, está encontrando en las elecciones un camino abierto y transitable.

Lo electoral fue el gran tema del debate político. El resultado fue la creación de instituciones totalmente nuevas, como el Instituto Federal Electoral, encargado de la ejecución y administración profesional de las elecciones federales en México, y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

Creo que este es el auditorio adecuado para subrayar esto: que la reforma de 1996 culminó un edificio jurídico muy amplio, complejo, funcional y, sobre todo, productor de innumerables elementos de certeza. A partir de 1996 el Tribunal encargado de dirimir las controversias legales sufrió importantes modificaciones, expresión innegable de la transición jurídica -y ello está recogido en el tomo Justicia electoral en el umbral del siglo XXI, fruto del III Congreso Internacional de Derecho que por cierto organizaron el Instituto de Investigaciones Jurídicas, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y el IFE-.

La iniciativa y las propuestas de los magistrados que lo componen ya no corre a cargo del presidente de la República, sino que fueron votados en la Cámara de Senadores a propuesta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; fue instaurado el control de constitucionalidad para que todas las leyes electorales del país quedaran ceñidas a los principios y los objetivos que enumera la carta magna. Fue reforzado también el control de legalidad; es decir, los actos de nosotros, la autoridad administrativa, pueden ser corregidos por el Tribunal en caso de duda o impugnación de alguno de los partidos, agrupaciones o ciudadanos.

Por otro lado, el Tribunal ya no estuvo limitado a atender los problemas de índole federal, sino que pudo ser recurrido por causa de conflictos locales; se trató de extender, sin cortapisas, el control de constitucionalidad a los actos de todas las autoridades electorales estatales, sin excepción. La calificación presidencial es plenamente jurisdiccional. Y finalmente, la ley agregó nuevos procedimientos de defensa, nuevas vías legales para encauzar los reclamos político-electorales tanto para los ciudadanos como para los partidos políticos.

La propia competencia electoral, las disputas entre los partidos, las elecciones cada vez más cerradas, los cada vez más agudos litigios postelectorales, revelaron con claridad la necesidad de remozar y establecer en definitiva un amplio, nacional, sistema de justicia electoral.

Lo que quiero subrayar es que el edificio jurídico electoral de México no sólo extendió como nunca antes las facultades y el poder de la institución encargada del contencioso y la justicia electoral, sino que también decidió dar un giro radical, incorporándola al Poder Judicial, ampliando sus capacidades y sus posibilidades como institución de última instancia, garante de la legalidad. Lo que tenemos hoy es la obra más completa y también la más drástica, porque rompió con una tradición de casi dos siglos que optaba por sustraer al Poder Judicial de los asuntos electorales y que prefería una calificación política a una calificación rigurosamente jurídica.

Pero quizás eso no sea lo más importante. Hay otro elemento, menos visible, pero igualmente virtuoso en la reforma jurídica de 1996: su oportunidad.

Los últimos cinco años han sido los años de la democratización mexicana en su fase más intensa. Ha sido el momento de despegue de la competencia y disputa electoral: a partir de 1994 se ha expandido la presencia local y nacional de los partidos políticos en plural; en una magnitud nunca antes vista ha quedado de manifiesto un conjunto de realidades locales que habían evolucionado en forma muy diferenciada. Se ha puesto de relieve el nuevo papel que juegan las elecciones locales y se ha consolidado el poder de los partidos a lo largo y ancho de todo el sistema político: en el Congreso de la Unión, en los gobiernos locales, en las legislaturas estatales.

Los viejos mecanismos que resolvían, o disolvían, los diferendos electorales serían absolutamente incapaces de asimilar y encauzar esta nueva, amplificada, vida pluralista. En un mundo con clara mayoría en los órganos de representación y en el órgano calificador de las elecciones, esos mecanismos solían ser funcionales y podían absorber los conflictos. Pero en un mundo con órganos divididos, esos mismos mecanismos estarían condenados al fracaso. Quiero decir: la reforma a las instituciones encargadas del contencioso electoral en 1996 llegó a tiempo.

El ejemplo más elocuente es, por supuesto, el del Colegio Electoral, es decir, la calificación de la elección presidencial en la Cámara de Diputados. Este mecanismo ya de por sí resultaba conflictivo y disruptivo. Pero con la permanencia de una mayoría electoral pudo, no obstante y todo, resolver las difíciles calificaciones a los cargos de diputados y presidente que se le presentaron.

Sin embargo, el México de fin de siglo ya no es el reino de un tronco mayoritario, sino el de mayorías relativas. Ese es el desafío mayor de la política pluralista mexicana, y tiene un correlato natural, de imprevisibles consecuencias, en el caso de que la calificación siguiera corriendo a cargo de esos congresos, ahora sin mayorías absolutas previsibles.

Por eso digo que la reforma fue oportuna. Sustraer la calificación presidencial de cuerpos políticamente divididos fue un acierto, una verdadera anticipación, un ancla legal, en las elecciones de 1997, en las venideras, las del año 2000 y las que ocurrirán después. De ahí la centralidad del Tribunal del Poder Judicial de la Federación.

Los partidos, las agrupaciones, los ciudadanos tienen la posibilidad de recurrir al Tribunal para corregir un dictamen, una decisión, de la autoridad electoral. De tal suerte que los actores políticos, para defender sus derechos, se ven obligados a echar mano de los argumentos jurídicos, de las rutinas procedimentales, de las armas de la ley, y ya no sólo de descalificación o la movilización.

Esto ha venido ajustando las conductas, ha abierto una ruta para el aprendizaje democrático de todos los actores. Ha inyectado certeza, porque la materia que dio origen al litigio específico se delibera en múltiples espacios, se le examina en todas sus aristas, se argumenta y se contraargumenta, genera amplias discusiones públicas y cuenta con la última palabra, especializada, del Tribunal Electoral.

Por la existencia de este mecanismo el IFE no es omnipotente, y puede ser corregido. En varias ocasiones el Tribunal ha enmendado algunas decisiones del Consejo General; un partido cuyas argumentaciones habían sido derrotadas en los circuitos internos del IFE, recurre, argumenta y puede demostrar nuestro error ante el Tribunal. En otras muchas ocasiones el Tribunal confirma las iniciativas del IFE. Otras, merecen sólo una enmienda. Es decir: las decisiones de la autoridad administrativa están sujetas a un juego de pesos y contrapesos que multiplica la certidumbre y la protección de derechos de todos.

Esa claridad en los procedimientos, esa separación de competencias, esa alternativa legal con la que cuentan los partidos, es parte esencial del edificio democrático.

El segundo aspecto: la jurisdicción que este Tribunal adquirió en los procesos electorales locales. Es una garantía crucial. Con esta nueva atribución es posible corregir y adecuar las decisiones de las autoridades locales a los principios y al cuerpo coherente de la Constitución y de la ley.

Puedo decirlo incluso de una manera personal. El aprendizaje que he adquirido en cada uno de este complejo sistema de equilibrios, de los diversos episodios de interacción, deliberación e intercambio con el Tribunal, es este: la autoridad electoral no debe buscar ni puede encontrar victorias políticas; por el contrario, debe aspirar a obtener, sólo, victorias legales, triunfos del derecho.

Estoy convencido que la suma de ambas instituciones, del IFE y del Tribunal Electoral, brinda un cúmulo de garantías, aseguran la certeza jurídica y la confianza política en cada fase del desarrollo electoral.

Este es sólo un ejemplo: el cambio político ha tenido traducción en múltiples cambios legales, y ha generado una renovada y vigorosa vida política que se refleja en la gran movilidad que presenta la participación institucionalizada de los ciudadanos. Hoy, además de tener un escenario en el que aparecen muchos nuevos partidos (actualmente existen once partidos políticos con registro), la pluralidad política del país encuentra en más de cuarenta agrupaciones políticas una vía de expresión inusitada hace apenas algunos años.

De la misma manera, en el pasado era impensable la diversidad y el equilibrio entre los diversos actores que caracteriza nuestra representación nacional. A partir de 1997, como ya lo ha dicho el diputado Paoli, en la Cámara de Diputados es imposible la conformación de una mayoría parlamentaria sin la colaboración de al menos dos de los partidos representados en dicho órgano. Y es que la mecánica del cambio es precisamente esta: la presencia cada vez mayor de una diversidad de partidos políticos empuja cambios en la legislación electoral, lo cual genera escenarios de mayor competitividad, colocando a los partidos en condiciones cada vez mejores en la arena política y en el edificio del Estado, lo que los lleva a nuevas exigencias y a la introducción de nuevos cambios.

La centralidad que ocupó el aspecto electoral es comprensible y justificable si tomamos en cuenta el enorme rezago que acusábamos en esta materia; suelo decir que no partíamos de cero sino de menos diez. Sin embargo, este enorme acento en lo electoral oscureció, por mucho tiempo, otros temas importantes que deben colocarse en los primeros lugares de la agenda política, precisamente en virtud de que el litigio en torno a la legislación electoral empieza a solucionarse: el papel revitalizado del Congreso, el proceso legislativo, los mecanismos constitucionales para el control político entre los diversos poderes, la gobernabilidad democrática, la justicia, entre otros. Asuntos todos que en el contexto de otras transiciones habrían tenido desde el principio una indiscutible prioridad.

No obstante, todos esos cambios que ha traído la transición se han plasmado invariablemente en reformas legales. Por eso en el estudio de la transición es necesaria una atención particular a los cambios jurídicos: las transiciones políticas implícitamente implican transiciones jurídicas.

Me parece indispensable acompañar el proceso de cambio político con estudios que permitan comprender y orientar el rumbo de ese cambio. El estudio de nuestra transición no es algo de lo que hayamos carecido en nuestro país, pero esos trabajos nunca serán exhaustivos, de una vez por todas mientras nuevos cambios y nuevos temas sean planteados en nuestro proceso de reforma política. Es por ello que siempre serán necesarios, además de bienvenidos, trabajos que nos ayuden a comprender los sinos de nuestra transformación.

Los libros que hoy se presentan bajo el título genérico de "Bibliografía para la transición jurídica" abarcan muchos y variados aspectos de los cambios legales que han acompañado a nuestra transición. La Memoria del II Congreso Internacional de Derecho Electoral que se articula en cuatro tomos: Democracia y representación en el umbral del siglo XXI; Administración y financiamiento de las elecciones en el umbral del siglo XXI; Justicia electoral en el umbral del siglo XXI; y Ética y derecho electoral en el umbral del siglo XXI, recoge los muchos trabajos que fueron presentados en dicho acto realizado en marzo de 1998, en Cancún, Quintana Roo, en el cual, muchos de los más destacados especialistas a nivel internacional abordaron los más diversos aspectos de la materia electoral.

Hay que destacar, por supuesto, el texto del maestro español Manuel Arango Reyes, un alegato brillante contra algunas tesis de moda y en el que explica la necesidad, las dimensiones y las implicaciones de la democracia representativa.

El tema de las transiciones políticas es abordado en el libro de José María Serna de la Garza, La reforma del Estado en América Latina: los casos de Brasil, Argentina y México, y en el trabajo colectivo coordinado por los doctores María del Refugio González y Sergio López Ayllón, Transiciones y diseños institucionales. En el primero, el autor, que hoy nos acompaña en esta mesa, retoma el método comparativo que ha caracterizado a muchos de los trabajos enfocados a las transiciones políticas, y analiza desde la perspectiva político-constitucional tres de los casos más emblemáticos de transiciones en América Latina. En el segundo texto los varios trabajos contenidos analizan el tema de la transición desde su punto de vista conceptual, histórico, comparativo, constitucional y en relación con las perspectivas que desde el punto de la globalización y de la legitimidad enfrenta el Estado nacional.

Al tema del cambio constitucional está dedicado el texto colectivo Hacia una nueva constitucionalidad, fruto de un seminario del mismo título organizado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas en febrero de 1999. En esta obra los muchos autores reflexionan en torno a la necesidad o no de reformar nuestro texto constitucional a la luz de los cambios que ha sufrido el país en los últimos años.

Destacan entre las publicaciones que hoy se presentan los dos primeros números de Cuestiones Constitucionales, publicación semestral que desde 1999 se ha convertido en uno de los principales referentes de los estudiosos del derecho constitucional.

En el contexto de los equilibrios constitucionales se inscriben dos interesantes trabajos: Mecanismos constitucionales para el control del poder político, de la doctora Carla Huerta Ochoa, y El control del poder, de nuestro anfitrión esta noche, el doctor Diego Valadés. La primera de estas obras aborda el tema del control que ejercen los poderes del Estado entre sí desde un punto de vista de teoría constitucional, mientras que el segundo de estos trabajos analiza este tema tanto desde su perspectiva constitucional como política. Cabe destacar de la obra del doctor Valadés el análisis realizado del "control como proceso" desde su perspectiva comparada de los casos de España, Estados Unidos y México.

En un contexto más genérico se inscribe La ciencia del derecho durante el siglo XX, obra que compila los trabajos de reconocidos académicos de talla internacional que analizan de manera específica las características de las varias áreas del derecho en el siglo XX y sus previsiones para el futuro.

Por último, el tomo El derecho de Estados Unidos en torno al comercio y la inversión, fruto de la colaboración entre el propio Instituto de Investigaciones Jurídicas y el National Law Center for Inter-American Free Trade, representa un importante testimonio del análisis conjunto de dos sistemas jurídicos que, en el ámbito comercial, y dados los retos de la globalización, cada día interactúan con mayor intensidad.

En resumen, la bibliografía que hoy presentamos representa una parte muy importante del bagaje académico necesario para comprender nuestra cambiante realidad y para fijar, de alguna manera, el rumbo deseado. Los aspectos que la misma abarca son, como hemos visto, múltiples. Todos ellos son, sin duda, textos muy relevantes para comprender, desde un punto de vista prevalentemente jurídico, lo que hemos llegado a ser, el cambio y el lugar al que hemos arribado. Felicidades y muchas gracias.

* Presidente del Consejor General del Instituto Federal Electoral.