FERNÁNDEZ RUIZ, Jorge, Derecho administrativo. Contratos , México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas-Porrúa, 2000, 563 pp. *

Desconozco qué motivos -acaso razones- pudo tener el profesor Jorge Fernández Ruiz, mi distinguido colega en el Instituto de Investigaciones Jurídicas, para invitarme a comentar su obra Derecho administrativo. Contratos. A su arrojo en solicitar mis comentarios correspondo con moneda del mismo curso, pero con denominación más grave: temeridad en aceptar, a sabiendas de que el tema de la obra no figura entre los que he cultivado -si puedo emplear esta voz agronómica- en los últimos años. Lo que si he cultivado, en cambio, es la amistad de don Jorge, de la que recibo excelente cosecha. Y a eso puede deberse la invitación, como también, probablemente, a razones de paisanaje, a preocupaciones compartidas, a visiones comunes sobre el derecho, que es algo, y sobre México, que es todo. Dejo aquí la deliberación sobre sus motivos y razones, y paso a ocuparme del autor y de su obra, o acaso mejor, de sus obras, a las que hoy se agrega este libro excelente de contratos administrativos, cuya lectura ha tenido la virtud de enseñarme cosas que no sabía y recordarme otras que no debiera haber olvidado.

Fernández Ruiz, administrativista, conoce bien el tema sobre el que escribe: la administración pública. No sabe de ella por referencias, o por padecerla -como todos, a título de sufrido ciudadano, mejor que dócil administrado-, o por haber leído a otros practicantes y estudiosos. La administración, para él, no es el tema de unas fichas, sino de muchos días, de muchos meses, de muchos años de ejercicio voluntarioso. Ha dedicado, siempre con honor, buenos años de su vida al servicio público, lo mismo en la Federación que en su Estado natal -que es también el mío-, Jalisco. Comienzo por decir todo esto para traer a cuentas una frase que ahora viene de perlas: "Conozco al monstruo; he vivido en sus entrañas". Ahí ha vivido Fernández Ruiz -que hoy tiene, por lo tanto, diploma de sobreviviente-, para bien de las dependencias y entidades a las que prestó sus servicios, y de la disciplina a la que dedica, desde hace varios lustros, su talento de investigador y su vocación de catedrático.

Hoy, que pretendemos reformar el Estado, no sobrará saber de qué se trata eso que aguarda nuestra prudente reforma. Otras veces he dicho, aquí mismo, que la verdadera reforma del Estado no se reduce al cuerpo de este personaje estrepitoso: si no modifica su alma, no andará en el rumbo que interesa, aunque su estructura responda a los catálogos más exigentes. Ahora bien, tampoco será exitosa la reforma si el torrente de amables intenciones -cada una de ellas buena noticia, buena nueva para el ser humano, que no es politólogo, ni jurista, sino apenas persona- no se instala en un cuerpo, en unas normas, en unos procedimientos y en unas costumbres que sirvan para lo que se quiere y que quieran aquello para lo que sirven. Este es el tema de la administración, cuyos iniciados son Fernández Ruiz y sus colegas, los administrativistas. Él guarda buena memoria y hace re-ferencias abundantes de quienes en estas armas han enriquecido las letras jurídicas en México: con frecuencia invoca a Gabino Fraga, entre los ausentes, y a Andrés Serra Rojas, entre los presentes.

Fernández Ruiz tiene, además de aquel ejercicio práctico, una base académica excepcional. Es licenciado en derecho por la Universidad de Guadalajara y doctor por nuestra Universidad asediada. También licenciado en economía, graduado en el Instituto Poltécnico Nacional, y maestro en administración pública, por el Instituto de Estudios Superiores de esta especialidad. Todo esto le permite, seguramente, mirar el tema de su predilección desde varias perspectivas aleccionadoras. Cada una bastaría, pero todas juntas proporcionan un plano terráqueo de la administración y un plan de viaje por sus laberintos, que garantizan buenos desembarcos. De ellos hay ejemplos numerosos en su biografía: como tratadista, como profesor y como investigador universitario.

Agregaré otros títulos -en el amplio sentido de la palabra- que también forman filas entre sus obras, aunque se refieran a temas distintos, no necesariamente distantes: sus estudios histórico-biográficos sobre Valentín Gómez Farías, su ilustre paisano, y Benito Juárez, paisano de todos. Dos hombres vinculados con desarrollos de la administración en la etapa, primero incierta, de transición hacia el Estado laico, con lo que ello representa para la asunción de servicios públicos a partir de funciones que se hallaban también, de alguna manera, en el inventario de las manos muertas. Aquí entra otra vertiente de don Jorge, que también fertiliza su quehacer académico: la del historiador. Así concluye el poliedro.

En 1982, es decir, pronto hará veinte años, Fernández Ruiz publicó su primera obra bajo el sello editorial de nuestro instituto. La dedicó a un tema que entonces se hallaba de moda, aunque fuese una moda tardía: "El Estado empresario". Cuando éste llegaba al cenit en México -al menos un cenit aparente que también podía ser espejismo-, había comenzado su declinación acelerada en otros países. Estos dejaban de lado la tierra en que se siembra la empresa pública, el Estado de bienestar. México, en cambio, sostenía la presencia empresarial del Estado con aire de cruzado; tenía mucho de decisión política y económica, es cierto, pero una y otra se refugiaban en una especie de convicción teológica, a la que algunos llaman mitología y sustituyen, acto seguido, por otra flagrante mitología.

Sucedía -y sucede-, sin embargo, que esa religión laboriosa tenía un gran número de feligreses: los marginados, ante todo, y luego los que se hallan en la víspera de serlo, Sospecho que esa feligresía no ha decrecido. Hasta se dice que ha proliferado. Desde luego, no se piense que reprocho a don Jorge por haber cifrado muchos desvelos en ese tema que se hallaba al borde del ocaso. Mi reproche, si lo tuviera, sería para el ocaso. También he sido su colega en el examen de estas cuestiones. En aquellos años me ocupé del mismo tema, entrañado en el desarrollo de México y arraigado en una lógica nacional que justificaba su existencia y sigue justificando su esforzada supervivencia en las dos o tres macroempresas públicas que todavía se resisten a la modernidad económica y a la codicia del mercado, quizás porque no saben gran cosa de globalofilia.

En el libro al que me he referido, Fernández Ruiz pasa revista a la dialéctica que ocurre en el quehacer del Estado, una veces Leviatán, que viaja en aguas profundas, y otras sardina, que divaga en aguas someras. La línea de su pensamiento sugiere una ley del péndulo; se pasó del liberalismo a ultranza al intervencionismo estatal más animoso; pudiera seguir la marcha, si no creemos haber llegado al final de la historia; y hay muchos síntomas que sugieren que la historia, empecinada, quiere abrir nuevos capítulos. Obviamente, no serán los que ya vivimos, pero tampoco el que estamos viviendo. Enhorabuena por ambas cosas. En la revisión que se hace sobre lo que el autor denomina el "marco burocrático" desfilan pensamientos y tratadistas. En la misma fila en que se forman Marx y Engels, Max Weber, Von Mises y Merton, aparece de pronto Laurence Peter con su catálogo de principios famosos. Aquí se aplican a los empleados públicos, pero pueden extenderse a las corrientes económicas y políticas. Las hay que alcanzaron hace tiempo el techo de su competencia, lo sepan o lo ignoren.

En 1995, el derecho administrativo se benefició con un libro mayor del doctor Fernández Ruiz, sobre servicios públicos, cuya edición formalizaron nuestro Instituto y la Editorial Porrúa. Escribe don Andrés Serra Rojas, prologuista, que "es una magnífica y útil contribución al estudio y reflexión de uno de los temas más importantes del Derecho administrativo". El examen de este tema permite al autor volver sobre el Estado: su pasado, su presente, su porvenir. Reconoce el retroceso del Estado intervencionista y augura el desgaste del neoliberal, que indudablemente ha comenzado. Debe buscarse el justo medio -escribe Fernández Ruiz- entre el solidarismo desmesurado y el laissez faire, laissez passer. Ese medio justo se establece, indica el autor, a la luz del cabal desarrollo personal, esto es, en la medida de una relación funcional entre el Estado, como creador o promotor de condiciones, y el individuo, como beneficiario de ellas.

El estudio de los servicios públicos tiene una doble eficacia: vale como revelador de la evolución y el rumbo del Estado en su trato con el ciudadano, y vale también por su propio mérito y para sus propios fines. El primer problema que aquí florece es la definición del servicio público, que va ligada a otro género de definiciones, menos técnicas, más políticas. La pregunta que domina y conduce es: ¿hasta dónde quiere y acepta llegar el poder público en sus compromisos con el gobernado? Porque los servicios públicos son, en esencia, una forma práctica y directa de asumir esos compromisos y ponerles nombre y contenido. Es en este punto que Fernández Ruiz recuerda el anteproyecto de artículo 3o. constitucional presentado en 1934 por el Comité Ejecutivo Nacional del PNR al Bloque Revolucionario en la Cámara de Diputados, que atribuía a la Federación, los Estados y los Municipios "la función social de impartir, con el carácter de servicio público, la educación en todos sus tipos o grados". Esta pretensión coincide con la definición de servicio público que elabora el autor: "actividad técnica destinada a satisfacer una necesidad de carácter general, cuyo cumplimiento uniforme y continuo deba ser permanentemente asegurado, reglado y controlado por los gobernantes... en beneficio indiscriminado de toda persona".

Un asunto destacado en este libro es la situación jurídica del usuario del servicio público, en la que se refleja, por cierto, la situación general que, desde otras perspectivas, tiene el individuo en la sociedad de la que forma parte y frente al Estado, pero también, con realismo, frente a los gobernantes. Correctamente asegura Fernández Ruiz que ninguna de las teorías acuñadas sobre la situación jurídica del usuario del servicio público y la naturaleza de su relación con el prestador de éste -teorías contractual, reglamentaria y de la situación jurídica- puede aplicarse indiscriminadamente a todos los servicios públicos, habida cuenta de la gran variedad de éstos y de sus elementos característicos. En lo que puede haber unidad -incluso cuando la prestación no se realiza directamente por el Estado- es en la versión de ciudadano que surge de la regulación y la actuación efectiva de los servicios. Estos transparentan, una vez más, la idea que existe y, más todavía, la idea que se practica sobre las personas, a las que llamaré, de nuevo, ciudadanos, mucho mejor que clientes, como quiere una visión demasiado mercantil y gerencial sobre las actividades del Estado y las expectativas del individuo.

La obra más reciente, con la que ya se integra una serie de títulos sobre derecho administrativo, que acaso crecerá en la medida en que sus grandes temas lo requieren y la diligencia del autor lo augura, se concentra en los contratos administrativos. Nuevamente figuran el Instituto de Investigaciones jurídicas y la Editorial Porrúa. En este, como en otros casos, las preocupaciones del tratadista desbordan los textos normativos. Más allá, observa su origen, primero, y su trascendencia, luego. Hay mucha tela de donde cortar en esta materia. El régimen de los contratos, que abarca un buen número de figuras, se asocia con el control de los actos de la administración, por una parte, y con el evolutivo sistema de los trabajos del Estado, por la otra, que propone un amplio abanico de implicaciones. Un Estado nuclear no tendría tantos afanes en este rubro: apenas los necesarios para abastecer los servicios elementales y proveer a la seguridad pública, que hoy tiene al público tan inseguro. El Estado moderno, en cambio, prolifera en atenciones, que cubre a través de una extensa -cada vez más extensa y compleja- red de servicios y contratos, que son los temas del tratadista.

Un punto central en estas reflexiones es la pureza, el orden, la limpieza o la transparencia, como se prefiera decir, de la administración pública. Desde luego, el acotamiento no excluye la necesidad de que las haya también en otras funciones o estructuras del Estado. Por aquí comienza la obra:

la corrupción administrativa -señala el autor-... es uno de los graves males endémicos y universales que amenaza de manera permanente y constante el correcto desempeño de todo poder público y de su correspondiente administración... independientemente del tipo y de la ideología del sistema político en que se encuentren inmersos.

Y a menudo se trata -glosemos- de unas amenazas cumplidas. Por eso se ha construido tan espeso sistema de control administrativo, evaluación, supervisión y corrección, y por eso mismo el combate contra la corrupción ha dejado de ser un asunto de cada país para convertirse en un tema de todos y depositarse, inclusive, en normas internacionales que acreditan la extensión y gravedad del mal, otra forma de crimen organizado: de carpetas, no de metralletas.

En el libro se pasa revista a una historia de pocos años -relativamente-, pero de mucho esfuerzo, por ejercer controles adecuados sobre la marcha administrativa, sobre todo en dos extremos inquietantes: las obras públicas y las adquisiciones. Ley tras ley y secretaría tras secretaría se han incorporado a estos quehaceres. De ellos provino, en buena medida, la inicial Secretaría de Bienes Nacionales e Inspección Administrativa, sucedida por la Secretaría del Patrimonio Nacional. Alguna vez, como subsecretario del ramo -denominación curiosa y esquiva- tuve a mi cargo las direcciones encargadas del azaroso control de las entidades paraestatales y de las adquisiciones y obras del sector público, en su conjunto: un infinito mar de sobresaltos, donde los pescadores echan sus redes. En aquel tiempo, había una especie de triángulo del control -así lo llamaban los administradores profesionales-, que algunos comparaban a otro triángulo: el de las Bermudas, integrado -aquél, no éste- por las secretarías del Patrimonio, Hacienda y Crédito Público y Programación y Presupuesto. Sobre ese trípode se montaba la esperanza del control de la administración pública.

Nos fuimos modernizando, y las dependencias tradicionales pasaron sus atribuciones a una nueva secretaría, que concentró la esperanza: Contraloría General de la Federación, hoy más desenvuelta y con un nombre más ambicioso, porque asume dos pretensiones monumentales: Contraloría y Desarrollo Administrativo. A esta historia habría que agregar los capítulos que conciernen al Poder Legislativo y que van planteando, cada vez más, la lucha territorial entre aquél y el Ejecutivo, en aras de la vigilancia, pero también -se dice- de la democracia. Este es el ojo escrutador para ver, desde la cima, lo que se hace en la sima, y a veces no tan abajo.

En definitiva, la enseñanza que deja la experiencia es que ningún sistema -y hay que poner alguno en operación, bien y en serio- vale lo que vale la selección del personal que tendrá en sus manos la operación administrativa. No es que queramos elegir alguno de los términos de la alternativa clásica: hombres o leyes; es que no podemos convertir la opción en conflicto: hombres contra leyes. Todo esto viene al caso, obviamente, porque lo primero que existe, para que haya contrato, es un par -o algo más- de contratantes. Lo demás interesa, pero mucho menos. No en balde el propio Fernández Ruiz menciona, entre las citas aleccionadoras, una de Sáinz de Robles: pactos de caballeros y pactos de sinvergüenzas. De la madera que sean los interlocutores, serán los contratos que celebren, con sus naturales consecuencias.

Antes de entrar en el estudio de los contratos en especie, el autor se plantea temas de ingreso. Uno, el pacto mismo; otro, la noción de contrato administrativo. En el primer caso, revisa la evolución de los acuerdos de voluntades, con su flor acreditada, el contrato. La historia ha sido larga y circular, según parece: del auge del poder, que excluye o reduce el consentimiento, al auge del consentimiento, que reduce el poder o lo elimina; y luego de nuevo: erosión del contrato y recuperación de un sistema de potestades, ya que no de una sola, concentrada y absoluta. Fernández Ruiz estudia, por eso, el llamado ocaso del contrato; no es tal -sostiene- sino una crisis, al ser vulneradas la libertad contractual, que incluye aún la de contratar o no, y la voluntad de las partes como ley suprema del contrato. Ahora bien, lo que las voluntades pierden por un lado, lo ganan por el otro, aunque en formas, dimensiones y alcances muy diversos. El pactismo, que estaba muerto, está más vivo que nunca, y revoluciona las instituciones y las costumbres de la política. Y el contrato, cada vez más parecido a sí mismo, retorna al derecho social, que lo había expulsado o transformado: pasó en el orden agrario y pasará -según los empeñosos y ominosos vaticionios- en el régimen del trabajo.

Para el jurista tiene especial interés la discusión sobre la figura del contrato administrativo; algunos dirían: del "llamado" contrato administrativo. Fernández Ruiz milita entre quie-nes afirman su existencia, bajo ese nombre y con esa naturaleza. Analiza sus características y propone una definición que lo entiende como "el celebrado entre un particular, o varios, y la administración pública, en ejercicio de función administrativa, para satisfacer el interés publico, con sujeción a un régimen exorbitante del derecho privado". Esa definición, como suele ocurrir, cierra una discusión y emprende otras, que el autor desarrolla. Una, formal e histórica, tendría que ver con el concepto de "función administrativa", condición del contrato; otra, no menos intensa, tendría que dilucidar -no sólo en abstracto; también en concreto- la satisfacción del interés público, objetivo del contrato.

Algunos capítulos de esta obra se destinan al método para la celebración del contrato. Se trata de las horcas caudinas que establece, por una parte, la conveniencia pública, y por la otra, la desconfianza privada. Me refiero al régimen de licitaciones, como método para despejar el camino que lleva al contrato. Una vez más, el fin no justifica los medios, como no sea en casos excepcionales. La licitación es el medio, tan exigible y exigido que tiene nicho constitucional, perfeccionado en 1982, bajo el empuje de ideas moralizadoras. Evidentemente, las condiciones de la economía, que no son extrañas a las circunstancias de la política, operan siempre sobre los licitadores. En hipótesis, lo son todos; cada ciudadano es un licitador en ciernes; en la realidad, es un puñado, cada vez más reducido. Pasa lo mismo que con tantas abstracciones jurídicas, que proponen paraísos imposibles. Fernández Ruiz explora las ventajas y las desventajas del sistema de licitación, además de estudiar sus variedades. Considera, con razón, que las ventajas son muy superiores. La desventaja es una -además, digamos, de los costos y de ciertos riesgos característicos-: la lentitud del procedimiento. Las cosas en palacio van despacio.

El examen de los contratos en especie es amplio, detallado y competente. Varios capítulos se ocupan en la obra pública y el contrato que la tiene por objeto. Por su desarrollo, su frecuencia y la cuantía de su materia, es el contrato público por antonomasia. Sigue en importancia, aunque no demasiado lejos -y menos todavía en las actuales circunstancias-, la adquisición de bienes muebles: también las conexiones o colindancias en el arrendamiento ordinario y el arrendamiento financiero. El autor analiza igualmente los contratos de prestación de servicios y de empréstito, el empleo público y la concesión, y se detiene en una figura escasamente explorada en la doctrina jurídica mexicana, como él mismo advierte, que es el contrato de suministro cuando la administración pública es quien suministra. Destaca la importancia del asunto si se toma en cuenta cuáles son los sectores -cada vez menos- en los que se requiere esa provisión de un bien indispensable. El caso más notable, del que se vale Fernández Ruiz para el desarrollo del tema, es el suministro de energía eléctrica, que todavía no se ha deslizado, dentro del torrente, a la energía de las grandes empresas transnacionales.

Los temas que trata con maestría el profesor Fernández Ruiz han sido materia de buen número de ordenamientos. Aquí hemos tenido otra de esas selvas legislativas que pueblan nuestro planeta: el mexicano, simplemente. Cada etapa del desarrollo de la administración pública ha buscado sus propias leyes o, en todo caso, sus propias reformas, muchas de ellas plenamente justificadas. Por ellas viaja el autor, llevando nuestro interés de la mano. Desemboca en novedades frescas, de este mismo año, que relevaron leyes de hace menos de una década; la Ley de Adquisiciones, Arrendamientos y Servicios del Sector Público, y la Ley de Obras Públicas y Servicios Relacionados con las mismas, iniciadas el 5 de noviembre de 1988 y publicadas el 4 de enero del 2000.

Estos ordenamientos disocian lo que antes se hallaba concentrado en una sola Ley de Adquisiciones y Obras Públicas, "expedida con afanes codificadores". El cambio -hoy que estamos asediados por esta necesidad y este concepto- es medalla de doble cara. El autor glosa cada una. En su faz positiva, la nueva legislación "tiene la enorme virtud de acabar con el cúmulo de disposiciones administrativas que, a falta de reglamento de la ley anterior, pretendieron -sin mayor éxito- aclarar, precisar y explicar la norma legal". En su otra faz, esa legislación suscita este comentario: ha sobrevivido, en lo fundamental, la inmensa mayoría de los preceptos de la legislación anterior; las innovaciones de fondo son reducidas, y "no en todos los casos resultan convenientes", lo que "nos mueve a preguntarnos -sigue diciendo- si en rigor se requería de las nuevas leyes, o si hubiera sido preferible reformar la anterior". Es obvio que la pregunta del autor podría difundirse por otras vertientes del quehacer legislativo, que en ocasiones se esmera -dicen los críticos- en expedir leyes que no se necesitan, a cambio de no expedir las que se requieren.

Fernández Ruiz conoce que ni la legislación se agota ni su aplicación se reduce al coloso federal, aunque ahí se encuentren las obras públicas y las adquisiciones mobiliarias más voluminosas y, por ende, los contratos más jugosos. Hay que ir a las entidades federativas, que tienen, cada vez más -y quizás mucho más, todavía, en el futuro cercano: producto del federalismo y del personalismo- su propia manera de organizar estos asuntos. Una buena muestra representativa, que el autor estudia, se integra con ordenamientos del Distrito Federal, el Estado de México y Jalisco. También hay oportunidad para reflexionar sobre normas municipales, que son el otro plano, creciente, de la administración pública.

Dejo aquí mis comentarios, que he querido cifrar, primero, en la personalidad del tratadista, como académico y como funcionario, a la que agrego el elogio que merece el hombre de bien, cualidad infrecuente; y segundo, en su producción madura, útil, orientadora, que es el resultado de aquella de condición generosa, buen cimiento de la meditación jurídica. Saludo la aparición del nuevo libro, aguardo la del que sigue y agradezco a don Jorge Fernández Ruiz su deferencia amistosa y valiente al encomendarme estos apuntes, que son muy poca cosa para lo que él y su trabajo merecen, pero son lo que yo he podido.

Sergio GARCÍA RAMÍREZ

*Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.