EN TORNO A LAS TRANSFORMACIONES DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA

Juan CANO BUESO *

SUMARIO: I. De la representación liberal a la representación del Estado social. II. De la democracia representativa a la democracia electrónica. III. El recurso de la vuelta a los clásicos. IV. Del ciudadano elector al elector consumidor. V. Ventajas e inconvenientes derivados de la futura generalización del sistema electrónico de votación. VI. Algunas experiencias de voto electrónico. VII. Bibliografía.

I. DE LA REPRESENTACIÓN LIBERAL A LA REPRESENTACIÓN DEL ESTADO SOCIAL

Cualquier científico social de nuestros días estaría en condiciones de afirmar que en los sistemas de gobierno parlamentario actuales no existe la clásica división de poderes. Ocurre que el principio de separación de poderes, teorizado como técnica para cuartear el absolutismo monárquico, dejó de tener vigencia en el parlamentarismo democrático hace más de cincuenta años. En el Estado constitucional de nuestros días, más que una separación o colaboración de poderes en equilibrio inestable, lo que existe es una división del trabajo, un reparto de papeles, una distribución de funciones, si se quiere, que el ente asociativo denominado partido político irradia desde la sociedad civil a las instituciones y, más en concreto, a los órganos constitucionales del Estado.

Resulta obvio que la implantación de la lógica de partidos en el Estado constitucional de nuestros días ha alterado los supuestos sobre los que se montaba la estructura del viejo Estado liberal. Así, en la nueva significación de la teoría de la división de poderes en el actual Estado democrático, hay que distinguir -con el fin de valorar su vigencia- entre el núcleo esencial que intenta articular El espíritu de las leyes, y la sistematización que Montesquieu utiliza para plasmar dicha idea. Y aunque su idea central, que no es otra que salvaguardar la libertad del ciudadano, continúa siendo válida en nuestros días, no sucede igual con las fórmulas organizativas para hacerla efectiva. Y es que la división de poderes no puede ser hoy entendida como estricta separación de órganos; en el sistema parlamentario de gobierno debe ser percibida, antes bien, como exclusiva atribución de funciones. Sin embargo, la idea de que el `el poder frene al poder' continúa vigente en el Estado constitucional actual, máxime en un Estado social cuyo carácter intervencionista necesita de un reforzamiento de los mecanismos de control, más que de los límites de su actuación.

La doctrina ha puesto de manifiesto con suficiente claridad cómo el principio democrático introducirá en la teoría liberal de la separación de poderes una nueva forma de entender el concepto de soberanía. En efecto, a diferencia de lo ocurrido en el constitucionalismo monárquico, donde la soberanía se encontraba repartida entre dos centros de poder, en el Estado constitucional democrático ésta se concebirá como poder único cuyo cometido principal -por no decir exclusivo- será el de actuar como poder constituyente encargado de aprobar la Constitución, desapareciendo una vez cumplido este cometido. La Constitución, en cuanto obra del soberano, se convierte en `ley suprema' de la que emanan todos los poderes públicos: crea órganos y asigna competencias, configura, en suma, los poderes constituidos que a partir de ese momento se relacionarán entre sí -o con los ciudadanos- precisamente a través de los mecanismos jurídicos previstos en la Constitución.1

Pero el principio democrático no sólo construye un nuevo concepto de soberanía que incluye la separación entre poder constituyente y poderes constituidos. También incorpora la noción de que, aun aprobada la Constitución, el pueblo sigue siendo la última ratio del poder y, por ende, la mayoría que en el mismo se conforma debe designar a los gobernantes. Surge así el principio mayoritario, o si se prefiere el gobierno de la mayoría y, con él, una extraordinaria contradicción entre el papel jurídico y la realidad política: la Constitución configura unos órganos diferenciados en su composición y funciones, pero en la realidad política la mayoría en las elecciones determina la composición y funcionamiento de los órganos del Estado.

La construcción de la representación política clásica nos ha venido mostrando el paradigma de que en el viejo Estado liberal el Parlamento se nutría de diputados que, dotados de status personal y reclutados por procedimientos censitarios o capacitarios, se consideraban representantes de la nación entera, encarnaban la `voluntad general' y tomaban sus decisiones con ilimitada libertad. Aquellos diputados, libres de disciplina y consignas, podían formar la voluntad estatal sin estar sujetos a la condición de delegados. En consecuencia, a través de la capacidad de convicción y persuasión, de la habilidad oratoria, en suma, deberían los parlamentos, mediante un libre intercambio de opiniones, producir el compromiso político que se expresaría en forma de mandato del legislador con carácter general y abstracto. En verdad, el funcionamiento de la institución fue siempre bastante más complejo, pues el mito de un Parlamento compuesto por personalidades independientes, que forjan su propio y racional juicio en un abierto intercambio de opiniones con los demás, "es una construcción ideológica que probablemente nunca se ha correspondido con la realidad".2

Pero acaeció que este Parlamento liberal representativo, concebido como un lugar de encuentro y de intercambio de opiniones entre la propia burguesía, fue perdiendo su misma base social con la irrupción de las masas obreras organizadas y la participación política de los desposeídos a través de la generalización del sufragio. La técnica de la representación, adecuada a una capa social homogénea -la burguesía-, se vio distorsionada como principio organizativo al tener que integrar intereses divergentes y aún opuestos a los inicialmente previstos. La disfuncionalidad se resolvió al postularse los partidos como elementos sustantivos de la acción social y política.

La transformación de la democracia liberal representativa en una democracia de partidos supondrá una mutación del papel del Parlamento. En efecto, el Parlamento decimonónico ejercía la función legitimadora del sistema plasmando instrumentalmente la soberanía y presentándose como el momento en que se concreta la racionalidad y universalidad burguesa. Pero, el siglo XX viene a conocer la plenitud de una realidad social diferente, estructurada sobre una nueva fundamentación económica y política, que supone una lógica institucional distinta y que termina por socavar los cimientos del parlamentarismo liberal-representativo (crisis del mandato representativo; crisis del carácter de generalidad y universalidad de la ley; crisis, en fin, de las funciones clásicas del Parlamento, especialmente de la legislativa y la de control). Todo ello en un contexto en que la tajante separación entre sociedad civil y Estado va a ser sustituida, de un lado, por un proceso de socialización del Estado (que pasa de mero espectador de los procesos económicos y sociales a Estado interventor en los mismos), y, de otro, por una estatalización de la sociedad por cuanto el ejercicio del poder se va a articular a través de partidos, sindicatos y asociaciones de todo tipo que vienen a sustituir a la clásica y desorganizada opinión pública burguesa.

La radical transformación estructural del Parlamento3 vendrá de la mano de la irrupción del partido político en la cámara, pues frente a aquella mitificación consistente en postular la presencia de diputados de carácter representativo que atendían al `interés general' sin más condicionamiento que su personal prestigio y su propia `conciencia', se contrapone el diputado elegido en las listas de un partido político, integrado en un organigrama reglamenta-do de grupo parlamentario y comprometido imperativamente con el programa electoral sometido al voto de los ciudadanos. La aparición del partido político como instancia de intermediación pone al descubierto dos monumentales ficciones: de una parte, el mito del mandato representativo mutado en imperativo como consecuencia del ejercicio de la disciplina parlamentaria; de otra, y en el terreno de las funciones, las dificultades para que la cámara ejercite la actividad de control (función que en lo sucesivo será ejercitada por la minoría) al existir una mayoría parlamentaria que apoya y soporta al gobierno. Ello se materializa en una flagrante crisis de la división de poderes que vendrá sustituida por una tensión entre mayoría y minoría.

No se precisa decir que este nuevo `Estado de partidos' nada tiene que ver con el viejo liberalismo cuya eficacia quedó cuestionada para resolver los complicados problemas de la sociedad industrial avanzada. El Estado liberal pivotaba sobre los valores de la libertad, la propiedad individual, la `igualdad jurídica' y la participación en la determinación de la voluntad estatal a través del sufragio. El individualismo en todas sus esferas y, como consecuencia de éste, el abstencionismo estatal y la justicia conmutativa eran sus señas de identidad. Pero la expansión capitalista y el desarrollo económico han producido una mutación estatal que, si bien se mira, no es sino una readecuación funcional que mantiene el sistema de producción pero modifica el de distribución.4 El tránsito del Estado liberal de derecho al Estado social de derecho supondrá que el sentido último de la Constitución pierda su sola cualidad de instrumento protector del individuo frente al poder para adentrarse en otras tareas de clara vocación transformadora de la sociedad.

Las consecuencias de esta nueva situación son evidentes: una creciente presencia del Poder Ejecutivo, el incremento de las técnicas de deslegalización y la traslación del lugar de la decisión del Parlamento a las instancias gubernamentales y administrativas. El Parlamento queda así desplazado de la dirección política tanto por la administración (que actúa en la sociedad desde el Estado) como por los partidos y asociaciones (que actúan en el Estado desde la sociedad) produciéndose desde aquélla un incremento desmesurado de la potestad reglamentaria, a la vez que el gobierno arrebata la función legislativa real al Parlamento, generando la práctica totalidad de los proyectos de ley que consigue aprobar sin dificultad en el Parlamento a través de la mayoría. La cámara -mejor dicho, la minoría en la cámara- continúa ejerciendo la crítica del gobierno, pero éste refuerza su posición institucional al contar con los gabinetes de expertos, la información suficiente y los mecanismos capaces de garantizar respuestas inmediatas y concretas a las demandas ciudadanas, recursos y respuestas lejos del alcance del Parlamento que se mueve con demasiada pereza en esta nueva dinámica institucional.

Por otra parte en el Estado social, junto al derecho individualizado de los ciudadanos a la participación, aparecen los grupos y asociaciones de intereses propios del tejido de la sociedad organizacional que tienen como función mediatizar las decisiones políticas y económicas de gobierno a través de un fluido diálogo con las tecno-burocracias correspondientes. Estamos, así, en presencia de una extraparlamentarización de la información, la negociación y el diálogo entre las organizaciones que representan intereses sectoriales y/o de clases, de un lado, y el poder político, de otro. Esta nueva situación no sólo afecta al prestigio de las instituciones, sino que altera el propio principio democrático, pues la actividad negocial, llevada a cabo en la privacidad, entre los vértices de las organizaciones representativas de concretos intereses y las burocracias gubernamentales sin sujeción a control parlamentario, arroja como resultado determinadas decisiones políticas. A ellas se llega tras una progresiva relegación de los representantes de los ciudadanos por parte de los `expertos' formalmente neutrales que, bajo la cobertura de la complejidad técnica de los asuntos, se han autoinvestido de la capacidad de adoptar decisiones de gobierno o, en todo caso, de condicionar decisivamente las mismas. De esta manera, la actividad de las asociaciones y grupos de presión se desenvuelve en la antesala parlamentaria y queda sustraída al control político. Y aun cuando las demandas traspasan los umbrales de la cámara, sus impulsos no se dirigen ya al Parlamento, en tanto que institución representativa, cuanto al partido político, única instancia capaz de resistir el neocorporativismo atomizado y la desagregación social a que la sociedad de nuestros días propende.

El sistema de producción de normas legales de la llamada "democracia de negociación" es en nuestros días, primordialmente, una instancia de participación y entendimiento, sólo que éste acaece muy principalmente fuera de los muros del Parlamento. Por ello, uno de los graves problemas de la actual dinámica institucional consiste, entonces, en recuperar al Parlamento como locus -inevitablemente compartido con el gobierno- donde concurren los sujetos para la composición de sus intereses. Ante carencias más importantes, lo que menos importa al momento legislativo es el rigor técnico o la depuración del ordenamiento jurídico. Lo verdaderamente relevante en sede parlamentaria es la recuperación de la participación, la materialización del pluralismo político, la legitimidad del producto resultante. Todo ello en consonancia, precisamente, con la búsqueda de la utilidad y eficacia política de la norma, tanto en su proceso de gestación paccionada como en su resultado de instrumento regulador de relaciones económicas y prestaciones sociales de todo tipo. No conviene, pues, olvidar que la ley del Estado social está necesitada de un cierto consenso en su proceso de gestación en aras de su eficacia; es decir, de su posterior efectividad y factibilidad.

Que los partidos siguen siendo hoy los verdaderos motores de la vida política es algo sobre lo que no vale la pena detenerse. En efecto; en el terreno ideológico, son los partidos quienes agrupan a los militantes atendiendo a las afinidades políticas; en el campo de la sociología electoral, ellos son también quienes tienen organización y recursos para afrontar con éxito una campaña electoral; por su parte, la legislación electoral es a ellos a quienes reconoce -junto a las agrupaciones de electores- capacidad jurídica para presentar candidaturas; en la vertiente institucional, en fin, el líder del partido es el candidato para formar gobierno y la mayoría parlamentaria que le inviste tiene como principal función sostener y apoyar al gobierno, provocando, por derivación, la unificación -dentro de la diversidad- de la oposición política como entidad contrapuesta.

Importa señalar, por consiguiente, que la ficción de la representación sigue funcionando en unas circunstancias que poco tienen que ver con las que conformaron la concepción liberal de la representación en los albores del Estado constitucional y con base en el dogma de la soberanía nacional. Con todo, lo llamativo de la situación actual es que aún tengamos que preguntarnos, como Burke, en nuestra calidad de asistentes a una sesión parlamentaria, ¿qué tipo de razón es ésta en la cual la determinación precede al debate? ("Speech to the electors of Bristol"), justamente como si hubiésemos desempolvado en el tiempo el Parlamento anterior a la revolución liberal. Lo que sorprende, cuanto menos, es el hecho de que dos siglos después del famoso discurso a los electores de Bristol, parecidas palabras podrían esgrimirse hoy si se tratara de poner de manifiesto esta gran ficción heredada del parlamentarismo burgués: el mito del mandato representativo, mutado en imperativo a virtud de la disciplina organizada por el grupo parlamentario, expresión del partido en el Parlamento. En concordancia expresa o tácita con la mayoría de las constituciones extranjeras y, desde luego, asumido también por nuestros Estatutos de Autonomía, el artículo 67,2 de nuestra Constitución establece la prohibición del mandato imperativo. Si se tratara de ejemplificar la falta de adecuación de una norma constitucional a la realidad política subyacente, acaso no exista un ejemplo más palmario en los textos fundamentales que esta construcción histórica del mandato representativo.

Puesto que los diputados son hoy menos representantes del pueblo que mandatarios de los partidos, el problema se desplaza a que el partido interprete correctamente la voluntad de los ciudadanos y sus demandas sociales, para que a través de éste, quien tome cuerpo y gobierne sea verdaderamente el pueblo. El partido ha quebrado la relación representativa del liberalismo burgués partiendo en dos la antigua relación representante-representado: El resultado final de esta fractura es la relación partido-diputado, de una parte, y, de otra, la relación partido-elector. El diputado, por tanto, ha dejado en gran medida de responder ante el elector para hacerlo ante el partido, que es, a fin de cuentas, a quien debe su acta y su posible reelección. La auténtica relación representativa ha quedado circunscrita hoy a la relación partido-elector. Por ello se ha podido decir que nos encontramos ante una escandalosa contraposición entre realidad política y realidad jurídica.5

En tal estado de cosas, el problema consiste en adaptar aquella clásica conceptualización del representante a una teorización democrática de la representación política. Por cuanto el pueblo -como titular de la soberanía- es real en su existencia y plural en su conformación, resulta necesario dotar de contenido democrático a la relación representativa y encontrar los mecanismos jurídicos que garanticen su existencia. Ello nos llevaría a postular de alguna manera, la implantación de ciertos límites a la libertad del representante para mantener la congruencia de que, lejos de representar al todo, la lista de diputados de un partido concreto representa a sus electores, opción cuya dificultad estriba en que la misma debe diseñarse sin violentar el texto constitucional.

Supuesta como válida la hipótesis de que cada representante -o grupo de ellos- lo es de sus electores, congruente resulta que aquél actúe la voluntad de éstos, aunque la decisión final del órgano sea la resultante de la aplicación del principio de la mayoría. Pero tal libertad del representante colisiona frontalmente con el principio de la prohibición del mandato imperativo y el derecho de permanencia en el cargo al margen de la voluntad del partido y, eventualmente, del elector. Conocida la controversia entre el representante y el partido en cuyas listas fue elegido,6 ya sabemos que el Tribunal Constitucional reconoce el derecho fundamental del representante a permanecer en el cargo al margen de la voluntad del partido: "Lo propio de la representación.... es el establecimiento de la presunción de que la voluntad de los re-presentantes es la voluntad de los representados, en razón de lo cual son imputados a éstos en su conjunto.... los actos de aquél".

En tales circunstancias suscribimos la afirmación de que

las limitaciones a la independencia del representante y, en su caso, el debilitamiento de su derecho de permanencia derivarían más bien de su confrontación con otro derecho fundamental, cuyo titular es el ciudadano y que es, obviamente, el derecho a participar mediante representantes, no entendido como derecho al voto, sino como derecho a que su voluntad, expresa en el voto, se haga presente en el órgano, por medio de un representante que cumple con la esencia de su función de representación, haciendo efectiva la participación del ciudadano.7 Estaríamos entonces, quizás, ante una colisión de derechos fundamentales y, sobre todo, ante un conjunto de límites a la libre actuación del diputado, impuestos por diversas exigencias derivadas del principio democrático.

Aun siendo evidente que "la sustitución del individuo por el grupo y del debate público y abierto por una negociación reservada produce una desvitalización inevitable del Parlamento",8 no es menos lo cierto que, hoy por hoy, los partidos políticos, con todas sus deficiencias y carencias, siguen siendo instancias de conexión de voluntades, instrumentos imprescindibles de participación y de creación de opinión pública cuya suprema expresión se concreta en las elecciones periódicas como manifestación del pluralismo político. Los reglamentos de las cámaras, la legislación sobre partidos políticos y el derecho electoral tienen mucho que aportar a una construcción avanzada de la representación política democrática que el Estado constitucional de nuestros días exige.

II. DE LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA A LA DEMOCRACIA ELECTRÓNICA

Auspiciado por el gran pacto social que supone el llamado Estado social, se ha producido en el último tercio del siglo XX un desarrollo industrial y una innovación tecnológica como jamás había soñado la humanidad en fechas precedentes. Como consecuencia de los optimismos y de las incertidumbres que esta nueva situación genera y con esta preocupación por bandera, durante los años sesenta y setenta florece entre los politólogos una impresionante bibiliografía sobre este penúltimo estadio de la civilización caracterizado por una nueva estructura de producción y una no menos novedosa realidad social. Bell, Berger, Brzezinsky o Marcuse, entre otros muchos, son buena prueba de ello. En el marco de la llamada `civilización tecnológica' podemos considerar a la tecnocracia como "un subproducto de la civilización dominante en nuestra época" a la que se ha denominado con diversos nombres: civilización técnica, científica, post-industrial, tecnológica, tecnetrónica o científico-técnica. Inevitablemente, esta nueva cultura va a suponer la adaptación de las instituciones y del propio proceso político a las exigencias y posibilidades de las nuevas tecnologías y la introducción de técnicas de gestión y decisión más sustentadas en la competencia técnica que en el rigor jurídico.9

Nominalismos al margen, es lo cierto que en el último tercio del siglo XX se ha producido una revolución tecnológica cuya proyección sobre la vida cotidiana e impacto sobre nuestra dimensión pública de ciudadanos no es posible desconocer. El avance de la informática y el despliegue de la cibernética han modificado nuestros hábitos de trabajo y facilitado los procesos productivos. Las autopistas de la información nos sumergen en un mundo de inabarcables conocimientos cuya real dimensión se escapa de nuestras propias posibilidades. Y con la misma facilidad y puntualidad, los grandes especuladores financieros, sin abandonar su despacho de trabajo, realizan transacciones de capitales y valores en bolsas y mercados progresivamente globalizados cuando no mundializados.

Apoyados en las conquistas de la revolución tecnológica y cibernética, los itinerantes flujos monetarios del capitalismo financiero transitan por los centros bursátiles del planeta, constituyendo lo que se viene a conocer como la mundialización de la economía, en cuyo marco se produce el doble y contradictorio proceso de ensanchamiento de los espacios económicos y sociales a la par que se registra una evidente reducción de los ámbitos donde la persona se desenvuelve como ser político.10

Ahora bien; sin negar las virtualidades funcionales que las nuevas tecnologías suponen para los procesos productivos y especulativos y para la dimensión del conocimiento humano, la traslación de estas sofisticadas tecnologías al marco de la relación representativa y al proceso político de toma de decisiones debe ser recepcionada críticamente e implantada con las debidas cautelas, so pena de convertir lo que pueden ser válidos elementos instrumentales, en todo caso auxiliares, en mediatizaciones y condicionamientos que terminen por subvertir principios capitales del sistema constitucional de gobierno y el orden de valores ínsito a toda democracia política.

Por ello, hay que ser extremadamente prudente con la penetración de la cibernética en la relación jurídico representativa y en el despliegue práctico del derecho fundamental a la participación política. Máxime si de lo que se trata es de salvaguardar las garantías que deben rodear a la emisión del sufragio como elemento culminante del momento de la participación, pues el problema de la formación de la voluntad del cuerpo electoral es el problema central de la democracia política. La telemática y el voto informatizado, bien para su utilización en elecciones periódicas de representantes políticos, bien para evacuar consultas refrendatarias permanentes sobre concretos asuntos, constituye una innovación que conviene utilizar de manera precavida y circunspecta, si nos queremos socavar algunos de los dogmas y ritos en los que descansa la democracia política. Por tanto, el acercamiento a estas nuevas posibilidades técnicas debe moverse en el centro de dos actitudes extremas: ni miedo a lo desconocido ni aceptación acrítica de lo novedoso sin explorar previamente las distorsiones que los nuevos procedimientos engendran.

En el momento presente, la mayoría de los técnicos y expertos en consultas electorales coinciden en que, dentro de poco tiempo, el acto de votación ya no consistirá en introducir papeletas en las urnas. Según se dice, la papeleta electoral, como símbolo tradicional de democracia y de participación ciudadana, tiene los días contados. El voto a través de Internet se acerca como una realidad ya posible. Por su parte, los candidatos y partidos presentan sus programas en flamantes páginas web y las propias Juntas Electorales, como autoridades jurídicas en la materia, se preparan para cambios legislativos que se presentan como inaplazables. De hecho, sin validez legal alguna, en los últimos años se vienen realizando experiencias electorales con voto informatizado. En estas condiciones, si la tecnología está disponible y la voluntad política existe, sólo restaría acometer los necesarios cambios legales para instalarnos definitivamente en el `voto virtual'.

Así las cosas, conviene no perder de vista que, por cuanto la democracia es un régimen de opinión pública, el intercambio libre de libres opiniones debe desenvolverse en el espacio de `lo público'. Y no es posible desconocer que el `voto cibernético', llevado hasta sus últimas consecuencias, puede terminar devorando el sentido colectivo de `pueblo' y de `comunidad política', a la vez que termina destruyendo, cuando no `privatizando', el régimen de opinión pública como espacio de debate y discusión política.

Se ha escrito que, por ejemplo, Internet puede mejorar la relación y comunicación entre ciudadanos y responsables políticos, potenciando la participación en el debate que precede a la adopción de una decisión política; y se ha explicado cómo a través de los denominados forums los internautas pueden expresar su opinión sobre un asunto público de manera meditada y a través de los chats producir una tertulia en tiempo real con intervenciones precisas con sus correspondientes réplicas.11 También se ha dicho que Internet posibilita organizar movimientos de opinión, reacciones populares ante acontecimientos recientes, campañas de sensibilización, debates múltiples, todo ello compatible con el sistema de partidos y con la democracia representativa.12 En definitiva, que estas "comunidades virtuales"13 a través de las cuales fluye la comunicación interactiva tienen un prometedor futuro político como instrumentos de progreso de la vida democrática.

Ahora bien, es lo cierto que la implantación del voto electrónico, sea para elecciones periódicas, sea para consultas refrendatarias, plantea un problema esencial de control del proceso, que pasa de manos de las Juntas Electorales (garantía jurídica), de los ciudadanos y de los representantes de los partidos (garantía política) a ser tutelado por los técnicos informáticos, con grave riesgo de que el control se traslade desde el ámbito democrático al inescrutable reducto tecnocrático.

De no observarse las debidas cautelas al respecto, y llevado el proceso a sus últimas consecuencias, bien podría suceder que la telemática plebiscitaria, cotidianamente ejercida por los gobernantes y asumida por los electores, pueda ser la tumba de la democracia representativa tal como la venimos conociendo desde la revolución francesa hasta nuestros dias. Y porque el invento ya existe y la tentación tecnocrática también, conviene precaverse contra lo que no dejaría de ser una gran ironía del destino; justamente aquélla que consiste en que, por causa de la revolución telemática, en la confrontación histórica entre democracia directa y democracia representativa, entre Rousseau, por un lado, y Montesquieu y Sièyes por otro, terminara imponiéndose la tesis del primero a la de los segundos por virtud de la innovación tecnológica.

Aquélla permitiría que cada ciudadano, abstracción hecha de la mayor o menor entidad del problema, fuese consultado directamente por el gobernante para la toma de decisiones diarias: dónde ubicar un hospital o por donde trazar una carretera, si debe implantarse la pena de muerte o declarar la guerra a una país vecino, son consultas posibles de evacuar de manera inmediata con sólo instalar una terminal de ordenador en todos y cada uno de los domicilios. De esta manera, el referendum electrónico permanente desembocaría en la democracia de la identidad domésticamente ejercitada a través de una terminal de ordenador. En tales circunstancias, el sistema bien podría tener la tentación de prescindir de todo tipo de representantes e intermediarios entre el consultado y el consultante, entre el elector habilitante y el ejecutivo habilitado, convertido en un mero gestor de decisiones previamente refrendadas.

En semejante situación no se acierta a adivinar qué papel jugaría el Parlamento representativo ni el ejercicio de la actividad política en el sentido noble del término; tampoco se despeja en qué marco de desenvolvería la función agregativa de intereses, el principio de publicidad parlamentaria, la presencia de las minorías en el procedimiento, la explicitación, en suma, del valor superior del pluralismo político. Todo ello no son retóricas cuestiones que constituyan enigmas gratuitos sino preguntas ineliminables pendientes de contestación.

En el mismo plano, tampoco se atisba la función que en este nuevo marco político debieran cumplir los elegibles, pues se corre el riesgo cierto de hacer inútil la tarea de amortiguación y modulación de opiniones que ejercen los representantes parlamentarios y, en general, la llamada clase política dirigente, convirtiendo en estéril y supérflua su presencia en el proceso de adopción de decisiones. A esta apocalíptica situación podría llegarse si lo que es un mero instrumento simplificador de operaciones accesorias termina convirtiéndose en un condicionante de los usos y ritos que forman parte indisociable de la cultura participativa y democrática.

Necesario resulta, entonces, emitir una voz de alarma a favor de que la profundización de estas técnicas de democracia directa sean complementarias de la democracia representativa, que las consultas sean simplemente informativas y no vinculantes y, por último, que se mantenga integramente las funciones moduladoras y amortiguadoras de los representantes políticos. De no ser así, y con los inmensos medios tecnológicos disponibles, bien podría cederse a la tentación de sustituir la democracia representativa por una suerte de "teledemocracia o ciberdemocracia",14 una nueva Atenas de corte claramente elitista, introduciendo por esta vía una novedosa variante de sufragio `capacitario' que rompe el dogma de la igualdad y universalidad del sufragio, que no garantiza tampoco el secreto del voto emitido ni la libertad de obrar de quien lo emite y que, a mayor abundamiento, ubica el control del proceso, no en manos del derecho ni del pueblo, sino a merced de los técnicos y expertos en sistemas informáticos.

III. EL RECURSO DE LA VUELTA A LOS CLÁSICOS

Como es bien conocido, el modelo de la democracia de identidad confrontado al sistema de la democracia representativa se encuentra en la génesis misma de la problemática de la representación política moderna. Por ello, no es ocioso acudir a los clásicos en cuyos pensamientos encontramos con frecuencia la raíz y la explicación de fenómenos sólo aparentemente actuales. Y es que, como ha señalado Pedro de Vega, al reflexionar sobre los problemas atinentes al tiempo y al espacio en el derecho constitucional, "es ante este contradictorio y confuso panorama ante el que la vuelta a Rousseau empieza a ser una necesidad urgente para el Derecho Constitucional y la Teoría de la Constitución, a fin de poder operar el definitivo rescate histórico y espacial del principio democrático". Con tal fin, el citado profesor considera necesario recuperar tres ideas hoy abandonadas y que, sin embargo, deberían estar en la base del actual derecho constitucional: la idea de libertad política, la idea de cuerpo social o Estado y la idea de internacionalismo o cosmopolitismo.15

Retrocediendo, por consiguiente, hasta nuestros clásicos, es menester tener en consideración las brillantes formulaciones de los iusnaturalistas ingleses, en particular las de Locke y Hobbes acerca de la renuncia a la propia libertad del individuo en beneficio de una instancia común, ideas que, en cierta forma, inspirarán la conceptualización contractualista de Rousseau. Pues bien, decía este último autor en su conocida obra El contrato social:16

La soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede ser enajenada; consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no se representa; o es ella misma, o es otra cosa: no hay término medio. Los diputados del pueblo no son, por tanto, ni pueden ser sus representantes, no son más que sus delegados; no pueden concluir nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no haya ratificado es nula; no es una ley. El pueblo inglés se piensa libre; se equivoca mucho; sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; en cuanto han sido elegidos, es esclavo, no es nada. En los breves momentos de su libertad, el uso que hace de ella bien merece que la pierda.

Es conocido, también, cómo el genio ginebrino terminará aceptando a regañadientes la estructura de la representación política, condicionada siempre a que estos representantes sean jurídicamente mandatarios y a que el pueblo refrende las decisiones políticas transcendentales. En suma, los intentos por configurar una democracia directa no serían sino la aspiración de los ciudadanos de hacer coincidir en tiempo y acto la titularidad y el ejercicio del poder. Respondería, por tanto, a la vieja aspiración de Lincoln de cualificar a la democracia como "gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo".

Bastante tiempo después (1927), Carl Schmitt, el pensador que pasa por ser, acaso, el mejor conocedor del funcionamiento del Estado liberal (y también su más corrosivo crítico) afirmaba:17

pueblo es un concepto que sólo adquiere existencia en la esfera de lo público. Pueblo y cosa pública existen juntos; no se dan el uno sin la otra. Sólo el pueblo presente, verdaderamente reunido, es pueblo y produce lo público. En esta verdad descansa el certero pensamiento, comportado en la célebre tesis de Rousseau, de que el pueblo no puede ser representado.

De manera que para esta corriente de pensamiento la democracia pura es la democracia de identidad. En esta línea de argumentación se parte de la idea de que la democracia representativa liberal burguesa ignora al pueblo, al soberano, y, por tanto, no es democracia. Para Schmitt, el sufragio secreto encuentra su justificación en "influjos electorales ilícitos del Gobierno pertenece a la ideología del individualismo y contradice el principio político de la Democracia liberal". Para este autor, el voto secreto transforma al ciudadano, al hombre político, en un individuo privado, que desde su esfera privada manifiesta su opinión y emite su voto.

La realidad es que en las modernas democracias las leyes electorales garantizan el secreto del sufragio mediante una serie de mecanismos protectores (urnas, sobres, papeletas, cabinas etcétera). Y ello se orienta a la salvaguarda de la libertad del votante y a liberarle de presiones o imposiciones que pudieren torcer su voluntad. La participación en libertad se alza así como el valor esencial, a cuyo servicio se consagran instrumentos y procedimientos que la hagan posible.

Seguramente fue el propio Schmitt el primero en vislumbrar la futura trascendencia del voto electrónico y la posibilidad de desembocar en la `democracia domiciliaria', cuando tan tempranamente escribía:

En los Estados Unidos de América y en otros países anglosajones se han inventado complicadas máquinas con registros y teclas para, no sólo garantizar institucionalmente el secreto del sufragio, sino darle garantías mecánicas. Podría imaginarse que un día, por medio de inventos apropiados, cada hombre particular, sin abandonar su domicilio, pudiera dar expresión continuamente a sus opiniones sobre cuestiones políticas, y que todas estas opiniones fueran registradas automáticamente por una central donde sólo hiciera falta darles lectura. Eso no sería una democracia especialmente intensa, sino una demostración de que el Estado y lo público se habían privatizado en su integridad. No sería opinión pública, porque no resulta opinión pública ni aun de la opinión concorde de millones de personas; el resultado es sólo una suma de opiniones privadas. Así, no aparece ninguna voluntad general, ninguna `volonté générale', sino sólo la suma de todas las voluntades individuales, una `volonté de tous'.

De acuerdo con la teoría clásica de la representación, el pueblo es origen y titular supremo del Poder y la `voluntad general' o voluntad del pueblo la única fuente de legitimidad del Poder. Pero, la voluntad del pueblo sólo surge cuando éste actúa como "unidad" o "entidad colectiva", que "no es la simple suma o agregación de las voluntades particulares de cada uno de los ciudadanos".18 Por cuanto el liberalismo político es un régimen de opinión pública, es de esencia a sus esquemas estructurales que sin opinión pública no hay democracia posible. Y es evidente que de la adición de particulares aislados no puede surgir una opinión pública consciente.

En Rousseau se encuentra, por consiguiente, la razón última del pacto social. Dado que el pueblo no puede ser representado por cuanto es soberano y la soberanía es inalienable, el pueblo sólo se obedece a sí mismo mediante el ejercicio directo del poder político. De ahí sólo cabe extraer la conclusión de que la única forma de democracia auténtica es la democracia directa o de la identidad. Vista la inviabilidad organizativa de ésta en aquel tiempo y en aquellos espacios, hubo necesidad de acudir al expediente de la democracia representativa y con ella a la inevitable escisión entre representantes y representados, entre gobernantes y gobernados. Razones de tipo técnico, sociológico y de división del trabajo impusieron que el pueblo encomendase a representantes elegidos actuar la voluntad de éste. Pero, paradojas del destino, dos siglos después la técnica nos suministra, al menos desde la perspectiva instrumental, la posibilidad de revitalizar las ideas de Rousseau en estado químicamente puro. Sin embargo, habituados como estamos a la cultura política de la representación liberal regida por el sufragio universal, más tarde afectada por la aparición de los partidos políticos como nuevos sujetos de la representación, postular acríticamente formas representativas que traspasan la propia democracia de identidad, que invitan a un referendum diario sobre cualquier asunto, constituye un cambio estructural de nuestra concepción política que no conoce, acaso, precedentes en la historia, a menos que cupiese invocar aquí a la Grecia clásica. Así prevenidos ante semejante innovación, debemos convenir que el voto por ordenador es un camino sembrado de minas que conviene analizar detenidamente, al hilo del proceso de transformación del Estado y del propio mecanismo de selección de elites políticas.

IV. DEL CIUDADANO ELECTOR AL ELECTOR CONSUMIDOR

¿Se está convirtiendo la democracia norteamericana en una democracia electrónica? A esta pregunta formulada en 1984 en una obra denominada Elecciones por ordenador, Roland Perry contestaba ya afirmativamente, previendo las potencialidades que la informática podía aportar a los procesos electorales, no sólo en el ejercicio del derecho de sufragio y en el posterior escrutinio sino también en la indagación indiciaria y en la averiguación de las posibilidades de triunfo de uno u otro candidato o una u otra fuerza política.

Es cierto que las elecciones, en cuanto procedimiento para designar a los representantes políticos, siguen reguladas en la actualidad por principios y disposiciones esencialmente iguales a las que estaban vigentes en la época en que se introdujo el sufragio universal en los países democráticos más avanzados. Y, sin embargo, los nuevos elementos que intervienen y condicionan hoy el proceso electoral hacen que éste se encuentre afectado por fenómenos hasta hace poco tiempo desconocidos que impactan sobre el viejo esqueleto y las no menos viejas técnicas de selección de elites políticas por procedimientos democráticos.

Desde hace cuarenta años, nuevos escenarios y nuevas formas de incidencia sobre los procesos electorales se han ido abriendo paso acreditando una efectividad insospechada hasta esos momentos. Así, por ejemplo, la utilización de la televisión como elemento de movilización y de influencia en las preferencias electorales condicionó en la campaña presidencial norteamericana de 1960 la elección de Kennedy frente a Nixon. Desde entonces, la llamada "telecracia" ha venido modificando el comportamiento y el mensaje de los líderes, sabedores de que ese potente medio de comunicación de masas se mueve por unas técnicas escénicas y estéticas que impactan sobre el discurso político. Frente al progresivamente desmovilizador escenario del mitin, la televisión penetra en los hogares y los líderes nos transmiten en tono confidencial e íntimo sus esperanzas y proyectos para el país.

Fue también en estas elecciones presidenciales de 1960 la primera ocasión en que se utilizaron los ordenadores a través de un modelo informático que estaba en condiciones de predecir el resultado de los comicios. Desde entonces la "telecracia" ha supuesto una manera distinta de generar confianza en el electorado. Desde entonces hasta nuestros días, la imagen y la voz es determinante para la captación de sufragios. Las campañas electorales se han, descaradamente, mercantilizado. Lo importante es `vender el producto', ofertar lo que el mercado electoral demanda. El mensaje ha de consistir en un eslogan publicitario breve, claro, sencillo y directo, con el fin de que incida eficazmente sobre el elector-consumidor. Todo esto, supervisado y preparado por los nuevos `magos del consumo' que no son otros que los asesores de imagen y de marketing político. No importa lo que se diga sino cómo se transmita. En tales circunstancias, el discurso ideológico no sólo no tiene valor alguno sino que se alza como un obstáculo para atraer al elector. La mercadotecnia política trata las distintas opciones electorales como marcas comerciales que deben competir por el voto. Tan es cierto que en las recientes elecciones generales celebradas en España el pasado 12 de marzo de 2000, una importante audiencia de más de tres millones de espectadores visualizó los espacios gratuitos de publicidad electoral en televisión. Ello explica la importancia que conceden los partidos a esta actividad publicitaria, por cuanto en España (como sucede, por ejemplo, en el Reino Unido) la Ley Orgánica 2/1988, de 3 de mayo, reguladora de la publicidad electoral en emisoras de televisión privada, prohíbe contratar espacios televisivos de publicidad con fines políticos.

De esta manera, la batalla por la diferenciación de los productos de consumo ha invadido la comunicación de los partidos. El marketing político aplicado a las campañas electorales trata las distintas opciones políticas como marcas comerciales que deben competir por el voto. La lucha por la `cuota de pantalla' y la `cuota de voz' lleva a las organizaciones políticas a utilizar en sus videos electorales estrategias sobradamente validadas por los grandes anunciantes. Se trata de crear un código propio basado en el uso sistemático del color, la tipografía, la música, la identificación con el prototipo ideal de votante y una retórica basada en la reiteración obsesiva del mismo mensaje. Todo ello acerca el hecho político de votar a lo que los técnicos publicitarios llaman `intervenir en el proceso de compra'.

Situados en esta perspectiva, y como se deseaba ensanchar la base electoral de la concreta fuerza política, en paralelo a la "telecracia" surgió también la "sondeocracia", es decir, la participación permanente de los ciudadanos a través de sondeos de opinión a cuyos dictados se van modificando los programas de los partidos políticos, y los estrategas de campaña van perfilando el discurso y la imagen del candidato. En tal sentido, Ronald Reegan pasa por ser el primer político "programado" para ganar la presidencia de los EUA en 1980, repitiendo con éxito en 1984. De esta manera, el programa político se va vaciando del inicial contenido -suponiendo que lo tuviera- y adaptando permanentemente a las "demandas" de los ciudadanos. Se trataría de algo parecido a la construcción de la idea de interés general o "voluntad general" a golpe de estudio de opinión pública. Un remedo o sucedáneo de "democracia directa" mediante el chequeo permanente de las preferencias de los electores. El programa ideológico tradicional cae en desuso y viene a ser sustituido por un concepto importado del derecho privado: el "contrato" con los ciudadanos.

Si unimos a la creciente importancia de los medios de comunicación de masas (y a la concentración monopolística de los mismos) la influencia de la "telecracia" y de la "sondeocracia" como elementos moldeadores de la "oferta" política, el siguiente eslabón en la degeneración de la democracia puede venir, definitivamente, de la mano de la telemática, es decir, a través del conjunto de técnicas y servicios en los que interviene la telecomunicación y la informática. Se trata de que personas no especializadas tengan la posibilidad de acceder a sistemas de comunicación e información antes sólo reservados a especialistas, lo que se consigue mediante el acceso generalizado a potentes redes de telecomunicaciones conectadas a centros de servicios que ponen a disposición de los usuarios bancos de datos, mensajes o programas específicos. El usuario tiene acceso a la red a través de terminales y pantallas de visualización.

A partir de estas posibilidades, fácilmente se comprenderá la tentación plausible de dar un salto cualitativo en orden a la participación política, lo que podría venir de la mano, sencillamente, de la conversión del domicilio convenientemente informatizado en una permanente cabina electoral. Si la revolución tecnológica recluye al individuo y suplanta a la tertulia política, a la libre formación de la opinión pública, a la amplitud de criterio y de juicio, el individuo aislado de sus conciudadanos, preso entre cuatro paredes, es un elector sólo aparentemente libre, pues estará prisionero del cordón umbilical que le une al acceso a la información. Dependerá para la formación de su juicio de las redes de comunicación que bien podría suministrarle una realidad por completo virtual, cuando no deformada o censurada. Cuestión, por cierto, ya denunciada en su momento por Habermas, cuando advertía de la precariedad del ámbito de la privacidad invadido por la industria de los medios de comunicación y de la propaganda comercial regida por las técnicas de la public relations, determinantes para entender lo que el teórico alemán denomina la "refeudalización" de la sociedad industrial avanzada. La gran ficción consistiría en aparentar que los electores son tratados como ciudadanos y no como consumidores, que el único norte que guía a estas agencias de socialización es la búsqueda y persecución del interés general, cuando la realidad enseña que el marketing nos regresa a formas preburguesas de la representación política, donde el momento de la racionalidad, forjada a través de la opinión pública, se ve sustituido por la aclamación plebiscitaria de una masa que previamente ha visto invadida y destruida su intimidad y privacidad. El deterioro creciente del proceso de creación de `opinión pública' que se produce en el marco del Estado social es evidente respecto del Estado burgúes de derecho donde "la emisión del voto era considerado tan sólo como el acto de conclusión de una disputa pública y continuadamente mantenida y compuesta de argumentos y contraargumentos".19

Así las cosas, no es posible desconocer que la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, en tiempos de la revolución tecnológica y cibernética, ofrece posibilidades ilimitadas pero también riesgos inconmensurables. Las vicisitudes no se extienden sólo a la participación de los ciudadanos en las elecciones periódicas para elegir a sus representantes. Si así fuera, el problema se presentaría, al menos, en gran medida acotado. Pero resulta que con los sistemas informáticos disponibles nada impediría adentrarse en un proceso político en que los electores fuesen permanentemente consultados para decidir cuestiones de la gobernación ordinaria a través de una suerte de referéndum permanente. De esta forma, podría entenderse alcanzado un viejo paradigma democrático: la participación inmediata y permanente de los ciudadanos en los asuntos públicos y, por tanto, la democracia directa hecha realidad. La vieja utopía de Rousseau se habría cumplido al fin. Los gobernantes consultan cuantas decisiones estiman pertinentes y conocen con inmediatez y exactitud la voluntad del cuerpo electoral. Este plebiscito cotidiano haría realidad una permanente reactualización del viejo "contrato social". La tarjeta magnética y el voto electrónico habrían convertido a la vivienda en una urna de cemento y habrían sustituido a la democracia representativa por la `democracia domiciliaria'. En tales condiciones quizás no sea un atrevimiento decir, con el premio Nobel de Biología sir MacFarlane Burnett que "el ordenador es la mayor conquista del espíritu humano desde la invención de la escritura".

V. VENTAJAS E INCONVENIENTES DERIVADOS DE LA FUTURA GENERALIZACIÓN DEL SISTEMA ELECTRÓNICO DE VOTACIÓN

El momento de la votación es el acto soberano de expresión democrática a través del cual los ciudadanos electores manifiestan sus preferencias políticas. En términos procesales constituye la fase intermedia del procedimiento que se inicia con la convocatoria de las elecciones y culmina con el escrutinio y la proclamación de electos. Como supremo acto y rito de la democracia, la votación es una operación de transcendencia inigualable. De aquí, que se alce como imprescindible garantizar los elementos esenciales de esa operación, muy particularmente la personalización, la universalidad, la igualdad, la libertad y el secreto del sufragio, como piezas determinantes de la legitimidad del procedimiento.

En orden a cumplimentar estos requisitos, todas las garantías serán pocas por cuanto el voto es el elemento central y preeminente de la toma de decisiones en el proceso democrático, sea en el momento procedimental de la formación de la voluntad del órgano colegiado, sea en el momento de elegir representantes o se trate, en fin, de responder en referéndum a una consulta de especial transcendencia política.

Que el método de votación electrónica que se viene utilizando en las asambleas legislativas no es infalible ha quedado acreditado claramente en nuestra propia experiencia parlamentaria, al utilizarse esta modalidad para la formación de la voluntad de la cámara. Al margen de las no infrecuentes averías mecánicas y los inexplicables errores para el profano, el procedimiento puede prestarse a manipulación y alteración de la voluntad del órgano. Baste citar en este punto ciertas votaciones fraudulentas acaecidas en nuestras Cortes Generales, donde parlamentarios de diversos partidos han podido votar por sí mismo y por su compañero de escaño ausente. Se trata de una práctica realizada por todos los grupos en aras de encubrir una cruda realidad: la del ausentismo parlamentario.

Independientemente de los devastadores efectos pedagógicos y del pésimo ejemplo que supone el fraude electoral cometido en el `templo de la libertad', esta actividad perversa supone una violación frontal del artículo 79.3 de nuestra Constitución ("El voto de Senadores y diputados es personal e indelegable") propiciada, precisamente, por el uso de la votación electrónica convertida en modalidad de votación ordinaria, y que sería imposible de perpetrar de realizarse la votación con el procedimiento tradicional de `levantados' y `sentados' o con el nominal por llamamiento. El hecho es aún más irritante si se piensa que, frente a la ausencia de tipicidad para semejante conducta en los reglamentos parlamentarios del Congreso y del Senado, el artículo 142 de la Ley 5/1985, Orgánica del Régimen Electoral General, "castiga con las penas de prisión menor en grado mínimo, inhabilitación especial y multa de 30.000 a 300.000 pesetas a los ciudadanos que voten dos o más veces en la misma elección o quienes voten dolosamente sin capacidad para hacerlo".

Asumida ya por las prácticas parlamentarias la votación electrónica como ordinaria y habitual en las cámaras, conviene examinar sucintamente las posibilidades de utilización del voto electrónico en elecciones generales.

Aludiendo, en concreto, a este sistema, el clásico texto de W. J. M. Mackenzie (Elecciones libres) ya indicaba que una de las formas posibles de emisión de sufragios era la votación por sistema automático en una máquina accionada por el elector. En esta modalidad de votación se sustituye el soporte papel de la papeleta y sobres electorales por la actividad manual que el elector realiza accionando un mando de una computadora que graba el sentido del voto. Naturalmente, con carácter previo el elector ha debido identificarse ante el presidente de la mesa electoral u órgano similar encargado de recibir el voto. De esta forma, la técnica impacta sobre el proceso electoral automatizando el modo de expresión del sufragio y el de los votos, sustituyendo a todo un ritual montado en soporte papel que ha venido simbolizando el acto tradicional de la votación por papeletas.

Al hilo de la innovación tecnológica tantas veces mencionada, el proceso de votación automatizada se ha ido generalizando en los Estados Unidos de América, no en el nivel federal, aunque sí en los diversos estados de la unión, gran parte de los cuales lo implantan en las diversas elecciones de naturaleza política y administrativa que se celebran simultáneamente en la misma fecha y en el mismo territorio. Mackenzie nos describe con sencillez el sistema de votación referido: la máquina se divide en columnas en cuya parte superior se indica claramente el objeto de la elección; en la parte inferior existen varios pulsadores que corresponden a cada uno de los candidatos que se presentan. El elector pasa a una cabina, debidamente aislada, y tras poner en funcionamiento la máquina, acciona los mandos de cada columna hasta que los indicadores señalan los nombres de su preferencia (si desea la abstención, no accionará ninguno); por fin, pulsa de nuevo el mando principal para dejar registrado el voto. Los votos se van contabilizando en la máquina a medida que se van emitiendo, de forma que para conocer la suma final basta levantar los precintos y leer el resultado.

Con posterioridad se ha abierto camino el sistema de perforación de tarjetas en las que se incluyen las diversas candidaturas, que son introducidas en máquinas computadoras que efectúan electrónicamente el recuento. En los últimos años, con el avance tecnológico, se han implantado nuevas técnicas más complicadas y también más accesibles, cuyo funcionamiento se asimila al de los `cajeros automáticos'. Estos aparatos están dotados de una pantalla sensible en la que van apareciendo las instrucciones y las diversas opciones de voto susceptibles de ser seleccionadas. El proceso fluye de la siguiente manera: el elector se identifica; el presidente de la mesa le entrega y valida la tarjeta de voto; el elector penetra en una cabina dentro de la cual existe una pantalla (lector-grabador) que se acciona con la tarjeta. Inmediatamente aparecen en pantalla las listas de candidatos que concurren a la elección; el elector selecciona el voto en una pantalla mediante un lápiz magnético, apareciendo después la opción de confirmación o anulación de la votación. La tarjeta saldrá del aparato de forma automática. Confirmada su selección, vuelve a la mesa para depositar la tarjeta de voto en la urna electrónica, que posee un contador que facilita en cualquier momento el porcentaje de participación. Para concluir la votación y efectuar el escrutinio, el presidente y otro miembro de la mesa teclean códigos secretos y se da por finalizada la votación. Transcurridos 30 segundos, la pantalla conectada a la urna muestra los resultados, que se pueden obtener impresos, además de ser transmitidos al centro de proceso de datos, a la vez que se levanta acta de la votación.

Las ventajas del procedimiento electrónico de votación son, en opinión de los partidarios del sistema, meridianamente claras:

1o. Sencillez para el elector en la forma de votación, que se efectúa a través de tarjeta con banda magnética.

2o. Autenticidad del voto, al garantizar que el sufragio que emite el ciudadano es completamente privado y personal.

3o. Máxima exactitud y rapidez en la información a la ciudadanía de los candidatos elegidos, mediante el escrutinio electrónico y la transmisión telemática de los resultados electorales de cada mesa.

4o. Menor carga de trabajo en el escrutinio de la votación para el personal que interviene en las operaciones electorales.

5o. Garantía del sistema en cuanto a la confidencialidad y a la seguridad.

6o. Modernización del sistema de votación, aproximando y familiarizando a los ciudadanos en la utilización de tecnologías nuevas.

7o. Escrutinio, exacto y en tiempo mínimo.

8o. Eliminación de todos los problemas derivados de la validez de sobres y papeletas.

Pero, no todo son ventajas en este nuevo sistema, pues existen ciertos riesgos en orden a la salvaguarda de alguno de los elementos clásicos que son inherentes al ejercicio del derecho de sufragio activo, como son el secreto, la igualdad y universalidad a que nos hemos referido más arriba, además de la seguridad y certeza de las operaciones.

Por lo que se refiere a la garantía del voto secreto, preciso es que se arbitren los mecanismos de control que disipen toda duda al respecto. Hasta ahora, instalado como ceremonial en nuestra cultura dominante, el ciudadano contemplaba cómo su papeleta, personalmente elegida o confeccionada, quedaba depositada en su presencia en la urna transparente de cristal. Los apoderados e interventores de las diversas fuerzas políticas controlan en representación del votante la pureza del escrutinio y cuidan de que su voto emitido a favor de una candidatura concreta quede debidamente contabilizado. Desde el momento que esta operación se confía a una máquina, imprescindible para la legitimidad de las elecciones resulta garantizar el secreto y la pureza del escrutinio, transmitiendo seguridad y confianza al elector, cuestión de índole ritual y cultural que, desde luego, no se conseguirá insertar en la mentalidad del elector común en un periodo breve de tiempo.

Por ello la introducción de esta modalidad de votación debe hacerse con mesura. De lo contrario, por esta vía estaríamos propiciando una suerte de sufragio `capacitario' y expulsando del sistema electoral a los ciudadanos que, instalados en las pautas culturales del comportamiento electoral clásico, se muestran reticentes a la utilización de la nueva tecnología. Ello supondría un grave quebranto del principio de igualdad del sufragio. De ahí que resulte imprescindible que durante un buen lapso convivan simultáneamente los dos sistemas de votación. Sobre todo cuando las experiencias habidas hasta la fecha en España enseñan que la aceptación del sistema de voto electrónico decrece a mayor edad del elector.

Desde el punto de vista técnico, y aunque ello no constituya un problema insoluble, pueden subsistir limitaciones en las operaciones automatizadas. Por ejemplo, la imposibilidad de añadir nuevos nombres de candidatos o la dificultad de adaptación para tipos de elecciones especialmente complejas, aunque, ciertamente que en estas facetas la innovación tecnológica superará -si no lo ha hecho ya- de inmediato estos obstáculos.

Por otra parte, el material es inicialmente caro (equipos, técnicos, almacenaje etcétera) y precisa, además, que en cada colegio electoral exista personal cualificado para garantizar el funcionamiento del sistema. Sin embargo, en buena medida hay que considerar, también, que no es escaso el ahorro susceptible de alcanzarse, pues sería innecesario la impresión de sobres y papeletas, incluido el mailing electoral, así como los gastos derivados del escrutinio.

A la postre, el problema más importante que subsiste -y a él ya nos hemos referido- es el control de las operaciones electorales, que deja de ser jurídico y democrático para convertirse en invisible y tecnocrático. En nuestra opinión es evidente que la implantación del sistema de voto electrónico no impide que siga siendo imprescindible la autoridad receptora y escrutadora de los sufragios (la mesa electoral u órgano similar) que identifique al elector, le permita el acceso a la cabina, cuide de la correcta utilización de los instrumentos técnicos y certifique el escrutinio.

Un último obstáculo del voto por ordenador lo constituye la posible violación del principio de universalidad del voto. Por cuanto sólo cabe expresar el mismo mediante la personación del elector ante la mesa electoral, no existe, en principio, posibilidad de delegación ni de voto por correo, de forma que los enfermos, impedidos o ausentes, entre otros, podrían quedar automáticamente excluidos de su derecho de sufragio activo, salvo que la generalización de las redes informáticas puedan poner a su disposición una terminal de votación. Con base en lo anterior, el elemento ritual que culturalmente aparece ligado al momento determinante del funcionamiento del Estado democrático, cual es el acto tradicional de votación por papeletas que por este conducto desaparece, al margen de las dudas que pueden subsistir para el lego acerca de la pureza, transparencia y veracidad del escrutinio, pues la Junta Electoral, como autoridad encargada de tales menesteres, no reúne, según hemos dicho, los conocimientos necesarios para, por sí, velar por los principios rectores del proceso. El mundo de la ciencia sustituiría al mundo de la garantía que ofrece el derecho y hasta el sistema de recursos jurídicos se haría enormemente dificultoso.

Y no resultan en absoluto desdeñables, en fin, los elementos atinentes a la seguridad del sistema informático y los eventuales sabotajes que podría sufrir. Piénsese que si un `virus informático' (por ejemplo, el conocido como I love you, acaecido a primeros de mayo de 2000) puede paralizar millones de ordenadores en todo el mundo y penetrar en las mismas entrañas de la NASA, no hay razón para creer que la seguridad del sistema está garantizada. Antes al contrario, hay que cerciorarse de que la relativa fragilidad de la protección de las redes informáticas suministra los elementos de seguridad jurídica necesarios para la legitimidad de los resultados electorales.

VI. ALGUNAS EXPERIENCIAS DE VOTO ELECTRÓNICO

1. La experiencia comparada

Como ha sido posible estudiar,20 independientemente del caso de Estados Unidos de América ya citado, en Europa las primeras experiencias de voto electrónico se han registrado en Bélgica, Francia y Holanda. En Bélgica se experimentó por primera vez en las elecciones legislativas y provinciales de 24 de noviembre de 1991 en dos pequeños cantones, y desde entonces se ha ido extendiendo a otros 21 de los 208 cantones belgas. El siguiente momento experimental lo constituyeron las elecciones al Parlamento Europeo de 12 de junio de 1994 y el tercero las elecciones comunales y provinciales de 9 de octubre de 1994. En ellas se pudo constatar que un buen sector del electorado no termina de asumir culturalmente las nuevas técnicas empleadas. Sin embargo, tras la celebración de las elecciones legislativas y de consejos regionales de 21 de mayo de 1995, parecen, en principio, haberse superado buena parte de estas suspicacias respecto al uso del sistema de tarjeta con banda magnética.

En Francia, el sistema electrónico se utilizó por vez primera con ocasión del referéndum de septiembre de 1992, de ratificación del TUE, en el municipio de Santeny, de 2800 electores, repitiéndose la experiencia un año después, en marzo de 1993 en el municipio de Caen para las elecciones legislativas, en todo caso a modo estrictamente experimental y compatibilizando el sistema electrónico con el tradicional.

En Holanda la opción entre elegir el sistema de voto tradicional o el de utilización de máquinas de votar corresponde a las autoridades municipales competentes. Parece plausible estimar que alrededor del 50% de los electores utilizan máquinas de votar en cualquier modalidad de elecciones, mediante un sistema de tablero electrónico. El Consejo Electoral, como autoridad suprema en la materia, ha evacuado un informe favorable al sistema de voto electrónico utilizado en Bélgica, con lo que es de prever la sustitución del tablero electrónico por la tarjeta con banda magnética.

En otras continentes, y en concreto en América, se ha experimentado también el voto electrónico. El sistema utilizado con éxito en las últimas elecciones presidenciales de Venezuela responde al siguiente esquema: el votante, papeleta en mano, la introduce en una máquina y no en una urna. La máquina `lee' lo que el elector ha marcado a mano y transmite la información al centro de proceso de datos. Este país ha incorporado ya a su legislación electoral la previsión del voto por computador.

Brasil es uno de los Estados que ha explorado este procedimiento a modo de prueba entre los años 1994 a 2000. El sistema de voto electrónico se utilizó por primera vez en las elecciones municipales de 3 de octubre de 1996, afectando a todas las capitales del Estado y a las municipalidades de más de 200,000 electores, que a su vez representaban al 30% del conjunto del cuerpo electoral. La modalidad elegida realiza las siguientes operaciones: el votante, en su colegio electoral, se enfrenta a una pantalla táctil que, a toque de índice, le va presentando las diferentes opciones. Al igual que en el sistema venezolano, el proceso de los datos es automático

Recientemente, el voto en Internet fue el gran protagonista de las primarias demócratas de Arizona, celebradas el 11 de marzo de 2000, y en las que la participación duplicó el récord anterior en ese Estado. En esta pionera experiencia mundial de participación política a través de los mecanismos de la revolución digital, casi la mitad de los 76,000 sufragios expresados circularon por el `ciberespacio'. El experimento de Arizona había concitado un enorme interés, al constituir la primera vez que se utilizaba el sistema de voto a través de Internet en unas elecciones tradicionales. La experiencia fue autorizada judicialmente, al no estimarse la reclamación de un grupo de ciudadanos que entendía que tal modalidad de votación podía discriminar a las minorías raciales y culturales, con menos conocimientos y posibilidades para el acceso a la red. De los 76,000 electores demócratas registrados que emitieron su voto, 35,000 aproximadamente lo hicieron a través de la red. De ahí han deducido los partidarios del sistema que su utilización incrementará la participación ciudadana en el proceso democrático. Con todo, hay que dejar constancia de que en la votación de Arizona hubo ciertos problemas técnicos menores y saturación de las conexiones en alguna ocasión. En los momentos de mayor participación, los electores emplearon hasta diez minutos en depositar electrónicamente su voto, aunque -como señalaron en su momento los partidarios del experimento- ese tiempo es mucho menor que el exigido para el desplazamiento a un colegio electoral.

A pesar de esta experiencia positiva de las elecciones presidenciales norteamericanas, es lo cierto que la población -más, cuanto más atrasado es el país en su desarrollo democrático- desconfía del proceso a partir del momento en que pierde el control convencional del escrutinio. En tal sentido puede entenderse cómo en las últimas elecciones a la Presidencia de la República de Perú, celebradas en abril-mayo de 2,000, la oposición al presidente en funciones, Alberto Fujimori, denunció la falta de fiabilidad del sistema de cómputo junto a sofisticadas modalidades de fraude electoral, como la supuesta capacidad del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) de interferir y manipular los datos transmitidos, vía satélite, al centro de cómputo de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE).

2. La experiencia española

Por lo que se refiere a la experiencia española es conocido cómo la normativa electoral, tanto la preconstitucional21 como la aprobada en desarrollo de la Constitución, en concreto la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General (LOREG), no establecían ningún tipo de disposiciones en orden a la posibilidad de autorizar la votación por sistema electrónico. Es más, el inciso final del artículo 86.1 de esta última norma establece que "dentro de la cabina el votante podrá elegir las papeletas electorales e introducirlas en los correspondientes sobres", que entregará al presidente de la mesa para su depósito en la urna correspondiente.

Por su parte, el artículo 70 de la LOREG establece la competencia de las Juntas Electorales Provinciales para aprobar los modelos de papeletas y sobres electorales correspondientes a su circunscripción, asegurando la disponibilidad de ambos y garantizando que las papeletas y sobres confeccionados por los grupos políticos que se presentan a las elecciones se ajusten al modelo oficial.

Por otro lado, la Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, de regulación de las distintas modalidades de referéndum, establece en su artículo 16.1 que "La votación se realizará por medio de papeletas y sobres ajustados a modelo oficial y contendrá impreso el texto de la consulta". Y, finalmente, tampoco, con carácter general, las leyes electorales que regulan las elecciones a las asambleas legislativas de las distintas comunidades autónomas han establecido prescripciones al respecto, pudiendo haberlas efectuado por cuanto los artículos 86, 2, 3 y 4 no son de aplicación a las elecciones de los parlamentos territoriales.

Ahora bien, al calor de las experiencias comparadas, la inexistencia de regulación (salvo en el caso del País Vasco) no ha impedido que en el ámbito autonómico se hayan impulsado modalidades de votación electrónica, previa autorización pertinente de la Junta Electoral Central (JEC) y sin más valor que el del puro ensayo. Siguiendo básicamente el estudio de E. Arnaldo y A. D'Ambrosio expondremos las principales experiencias al respecto.

En tal sentido, fue Cataluña la que realizó la primera experimentación con motivo de las elecciones al Parlament de 1995, bajo los auspicios de la Consejería de Gobernación, y circunscrita a dos colegios electorales: uno de ámbito urbano (Barrio del Ensanche de Barcelona) y otro de ámbito rural (municipio de Anglés en Girona). La JEC autorizó la votación electrónica siempre que se cumpliesen una serie de condiciones: carácter voluntario, garantía del secreto del voto, realización posterior a la votación tradicional y valor meramente experimental. La administración electoral estuvo en todo momento informada de los trámites efectuados, velando por la información debida a los electores de las mesas afectadas y a las fuerzas políticas que en ellas se presentaban, todo ello en aras de preservar los principios de objetividad y transparencia electoral así como el debido respeto al principio de igualdad entre los electores. El sistema, en síntesis, se contraía a las siguientes operaciones: identificación del elector ante el presidente, entrega al elector de una tarjeta magnética, el votante accede a un lector-grabador situado en una cabina, aparecen en pantalla las candidaturas, selección con lápiz óptico de aquella a la que se otorga el voto, validación de la operación o rectificación si hay error e introducción de la tarjeta en una urna electrónica. Finalizada la votación, y a través de un código secreto, el presidente y la mesa proceden al escrutinio, que se transmite al centro de recabación de datos a la par que se levanta el acta correspondiente.

El segundo experimento de voto electrónico acaeció con motivo de las elecciones al Parlamento de Galicia de 19 de octubre de 1997. La operación se realizó en dos mesas diferentes y sometiendo a prueba dos sistemas diversos de votación electrónica, uno francés y otro japonés. La diferencia entre ambos estriba en la urna, pues mientras en el sistema francés ésta dispone de un lector que graba el voto y lo envía a la memoria, en el sistema japonés en la urna se deposita la tarjeta pero la lectura de la votación la realiza el mismo aparato que graba. Para la experimentación se seleccionaron dos colegios de Santiago de Compostela y los datos de comportamiento electoral y el resultado de la empresa han sido suficientemente estudiados por E. Arnaldo y A. D'Ambrosio en el trabajo citado.

La tercera experiencia se produce en el ámbito de la comunidad autónoma del País Vasco, donde el voto electrónico se introduce en la última reforma electoral aprobada. En efecto, la Ley 15/1998, de 19 de junio, modifica la Ley 5/1990, de 15 de junio, de Elecciones al Parlamento Vasco. La reforma introduce un innovador capítulo X al título V que regula el procedimiento de votación electrónica a través de un nuevo artículo 132 bis. En síntesis, los elementos del sistema de voto electrónico que se incluyen son la tarjeta con banda magnética de votación, la urna electrónica, la pantalla de votar, la cabina electoral y el programa informático electoral. El programa deberá contener las especificaciones que en la Ley se establecen (fecha de las elecciones, denominación, siglas y símbolos de las candidaturas etcétera). Con el propósito de garantizar la transparencia y objetividad de la votación y del escrutinio de cada mesa corresponde a la Junta Electoral de la Comunidad Autónoma aprobar la validez del funcionamiento del programa informático.

Las disposiciones finales de la reforma legal establecían expresamente que el sistema de votación electrónica no sería de aplicación para las elecciones al Parlamento Vasco de 1998, especificándose que su utilización en posteriores comicios se declararía por el Parlamento Vasco, a propuesta del gobierno, quien determinará las circunscripciones, municipios o secciones en que haya de aplicarse la compatibilidad entre el sistema convencional por papeletas y el sistema electrónico, estableciéndose, en su caso, la progresiva implantación de éste. Sin embargo, la falta de consenso general en el Parlamento sobre el uso de la innovación legal introducida ha imposibilitado hasta la fecha la práctica del voto electrónico.

La exposición de motivos del Proyecto de Ley Vasco de Reforma Electoral sorprende por la contundencia de sus afirmaciones y el optimismo generalizado ante el nuevo procedimiento. En efecto, considera el legislador que "en los albores del siglo XXI, la investigación y el estudio comparado de los procedimientos más avanzados de votación regulados en el derecho electoral europeo conducen al reto de la implantación del voto electrónico en el actual sistema electoral autonómico". Y ello desde la firme creencia de que el voto electrónico "constituye una innovación en el proceso electoral deudora del progreso tecnológico". Por ello, "las nuevas tecnologías deben encontrar aplicación en la acción pública no solamente como tecnologías de control, sino, además, como tecnologías que favorezcan la libertad". El legislador va aún más lejos el otorgar al voto electrónico

un importante efecto educativo al aproximar a los ciudadanos la utilización de tecnologías que encuentran cada vez mayor aplicación en los más diferentes ámbitos de la vida... El establecimiento del voto electrónico... es la primera respuesta que al desafío de las nuevas tecnologías y sus implicaciones en el proceso democrático se da desde la Comunidad Autónoma del País Vasco. Es por tanto un primer paso en este proceso de modernización de la vida política, mejorando los procedimientos electorales anteriores y educando a la población en la utilización de las nuevas tecnologías, que abren unas perspectivas e interrogantes de gran transcendencia en el desarrollo de las formas de participación democrática.

Pero, el legislador vasco no sólo encuentra ventajas en el nuevo sistema desde la familiarización con las nuevas tecnologías. En otro plano entiende también que el voto electrónico

favorece la claridad y objetividad de los procedimientos electorales y la autenticidad del voto, al obligar al ciudadano a emitir su voto de forma personal, impidiendo los condicionamientos que en la emisión del voto se pueden derivar de la inexistencia de la obligación de realizar la selección de la papeleta de voto de forma secreta y personal. Asimismo, el voto electrónico -continúa el legislador vasco- garantiza plenamente el carácter secreto y libre del derecho de sufragio activo... Por otra parte, la menor carga de trabajo en el desarrollo de la votación para los miembros de las mesas electorales, la previsible ausencia de conflictos electorales en el escrutinio de los votos, la significativa reducción del tiempo empleado en las operaciones de escrutinio... así como la máxima exactitud y prontitud en la información a la ciudadanía... configuran el voto electrónico como un sistema más eficaz, por su privacidad, seguridad, sencillez, rapidez y modernidad.

Un último ejemplo podemos mencionar en el ámbito de la Comunidad Autónoma de Valencia, donde se puso en marcha una experiencia piloto de votación electrónica virtual en la totalidad del municipio de Villena (24,791 electores). Ello acaeció en la convocatoria de elecciones a las Cortes Valencianas de junio de 1999. La novedad de esta operación, previamente autorizada por la Junta Electoral de la Comunidad Autónoma, residía en que por primera vez la votación se hacía extensible a la totalidad del censo electoral de un municipio de tipo medio, especialmente equipado desde el punto de vista electrónico. La iniciativa se englobaba dentro del Programa Infoville, en cuanto orientación estratégica dirigida a facilitar el tránsito de esa Comunidad Autónoma hacia la sociedad de la información. Naturalmente se trató de una prueba sin validez legal alguna, con carácter voluntario y paralela a la realizada por el sistema convencional de papeletas. Un nuevo estudio, en suma, de cara a su eventual implantación en futuros procesos electorales.

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*Catedrático de derecho constitucional de la Universidad de Almería. Consejero Consultivo de Andalucía. Letrado del Parlamento de Andalucía (e. e.).

Notas:
1 Vega, P. de, La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente, Madrid, Tecnos, 1988, p. 20; Balaguer Callejón, F., Fuentes del derecho. Ordenamiento general del Estado y ordenamiento autonómico, Madrid, Tecnos, 1992, t. II, p. 34.
2 Rubio Llorente, F., La forma del poder, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, p. 203.
3 Leibholz, G., Problemas fundamentales de la democracia moderna, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1971, pp. 26 y ss.
4 García Pelayo, M., Las transformaciones del Estado contemporáneo, Madrid, Alianza Editorial, pp. 26-27.
5 Vega, P. de, "Significado constitucional de la representación política", Revista de Estudios Políticos, núm. 44, marzo-abril, pp. 37 y ss., y Garrorena, A., Apuntes para una revisión crítica de la teoría de la representación, pp. 46 y ss.
6 SSTC. 5/1983 y 10/1983, por todas.
7 Portero Molina, J. A., "Sobre la representación política", Revista del Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985, p. 112.
8 Rubio Llorente, F., op. cit., nota 2, p. 205.
9 García Pelayo, M., Burocracia y tecnocracia, Madrid, Alianza Editorial, pp. 34-35.
10 Vega, Pedro de, "Mundialización y derecho constitucional: la crisis del principio democrático en el constitucionalismo actual", Revista de Estudios Políticos, núm. 100, abril-junio de 1998, p. 13.
11 Pau i Vall, F., "Democracia e Internet", Anuario de Derecho Constitucional y Parlamentario, Universidad de Murcia, Asamblea Regional de Murcia, núm. 100, 1998, p. 200.
12 Martín Mateo, R., "Democracia directa, democracia virtual", Corts. Anuario de Derecho Parlamentario, Corts. Valencianes, 1998, núm. 6 extraordinario, p. 238.
13 Castell, M., La era de la información, Madrid, Alianza Editorial, 1998.
14 Pau i Vall, F., op. cit., nota 11, p. 208.
15 Vega, Pedro de, "Mundialización...", cit., nota 10, p. 53.
16 Rousseau, J. J., El contrato social, Madrid, Alianza Editorial, 1986, libro III, cap. XV, p. 98, fechada en 1762, al hablar sobre los diputados o representantes.
17 Schmitt, C., Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza Editorial, 1982, pp. 238 y ss.
18 Rubio Llorente, F., "El Parlamento y la representación política", Jornadas de Derecho Parlamentario, Madrid, Congreso de los diputados, 1985, vol. I, p. 148.
19 Habermas, J., Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública, 3a. ed., México, Ediciones G. Gili, 1986, p. 238.
20 Arnaldo Alcubilla, E. y D'Ambrosio i Gomariz, A., "El voto electrónico: algunas experiencias recientes", Cuadernos de Derecho Público, núm. 4, mayo-agosto de 1998, pp. 164 y ss.
21 Real Decreto-Ley 20/1977, de 18 de marzo y Ley de Elecciones Locales 39/1978, de 17 de julio.