EL FUTURO DEL SISTEMA INTERAMERICANO DE PROTECCIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS *

Sergio GARCÍA RAMÍREZ **

I. LA CIRCUNSTANCIA

Generalmente se entiende que el sistema interamericano de tutela de los derechos humanos está integrado por la Comisión Interamericana y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que conjuntamente constituyen el "escudo protector" de los derechos fundamentales en el continente americano. Sin embargo, en un sentido amplio -que conviene al conocimiento puntual de la materia- habría que reconocer que ese sistema se halla constituido por las diversas instancias, personas y organismos que participan en la tutela de los derechos humanos y que se hallan estrechamente relacionados entre sí, e incluso vinculados, funcionalmente, por las normas del procedimiento internacional de tutela de tales derechos.

Si nos atenemos a esa versión amplia, única que permite el conocimiento integral de este tema, habría que incorporar en ese "sistema continental" a los órganos jurisdiccionales de los países americanos -obviamente, los que forman parte de la Organización de los Estados Americanos, y más aún, los que son parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y han reconocido la competencia contenciosa de la Corte-, que tienen a su cargo la protección nacional previa a la tutela internacional (ésta, subsidiaria de aquélla), y también a los diversos organismos, públicos y privados que actúan en este campo, entre ellos los Ombudsman nacionales y las organizaciones no gubernamentales. Todos concurren a construir ese gran sistema americano, en sentido amplio.

Cuando nos preguntamos sobre el futuro de este sistema, habría que definir de qué porvenir estamos hablando. Una será la visión que tengamos -o la versión que sustentemos- si inquirimos por el futuro "necesario", que colme las deficiencias, los vacíos y las exigencias que aparecen en el presente; otra, si lo hacemos por el futuro "practicable", que tenemos a vista, conforme a las posibilidades y a las expectativas inmediatas; y otro más, si indagamos el futuro "deseable", que ciertamente sugeriría progresos y desarrollos que ambicionamos, pero que no necesariamente resultan accesibles, al menos en este momento.

Puesto que la Comisión y la Corte no se hallan desvinculadas de las realidades mundiales y continentales, ni de las condiciones y los desenvolvimientos de la Organización de los Estados Americanos, es preciso analizar la materia que ahora nos ocupa con una perspectiva orteguiana, si se me permite expresarlo de esta manera, a saber: la Corte y su circunstancia. Del mismo modo que en el pasado la Comisión y la Corte fueron el efecto de cierta circunstancia generadora, el futuro de ambos organismos -y, en general, de todos los que integran el sistema, lato sensu- dependerá de las circunstancias que concurran a conservarlo y transformarlo, si tal es el caso, o a contenerlo y reducirlo.

Habrá que tomar en cuenta los círculos concéntricos en que se despliega, dicho gráficamente, la circunstancia que rodea a la Corte Interamericana, organismo del que me ocuparé preferentemente a partir de este momento. Ahí figura, en primer término, el futuro mismo de la mundialización o globalización, con sus múltiples implicaciones y conexiones, que hoy opera en todos los órdenes y en todas las regiones -con acentos peculiares: en cantidad y en entidad- y que se proyecta en una cuádruple dimensión, relevante para el desarrollo institucional de la Corte Interamericana: a) derechos humanos, cuyo catálogo crece constantemente, en una doble dimensión: se añaden derechos y los previamente existentes adquieren mayor alcance y profundidad: b) derecho de gentes, que evoluciona con celeridad, consecuente con el desarrollo de las relaciones entre los Estados y el proceso de mundialización: c) soberanías nacionales, sujetas a reflexión o revisión: los datos de la nueva realidad nacional e internacional concurren a perfilar una noción de soberanía y unas aplicaciones de esa noción que ciertamente difieren de las existentes -nominalmente en algunos casos, es cierto- hace poco tiempo; y d) jurisdicciones internacionales, cuya evolución corre pareja a las transformaciones señaladas y a otros desarrollos de la vida moderna: tales, los casos del derecho comunitario y del derecho penal internacional. En suma, lo que suceda en esas vertientes se proyectará necesariamente sobre la organización y el quehacer de la Corte Interamericana.

Por otra parte, la mundialización trae consigo una creciente atención externa hacia la Corte, como hacia otros organismos cuya jurisdicción trasciende fronteras nacionales. La Corte Interamericana recibe el influjo de la valiosa jurisprudencia acuñada por otros órganos jurisdiccionales, pero también la influencia de la opinión pública y la opinión institucional dentro y fuera de América, que no pasan inadvertidas, como no pasarían en la actividad de cualquier órgano jurisdiccional llamado a valorar, a través de una interpretación progresiva -y una integración del mismo carácter, más intensa en el plano internacional que en el constitucional-, la conformidad de normas o actos de autoridad con las disposiciones de un orden jurídico superior que recoge bienes y valores fundamentales. Esta experiencia, bien sabida en el caso de los tribunales constitucionales, ciertamente no es extraña a los tribunales internacionales, cuya jurisprudencia es copiosa e innovadora.

Asimismo, será necesario considerar la circunstancia constituida por los países americanos. El futuro de éstos pesará decisivamente en el porvenir de la Corte. Me refiero a los Estados y a sus gobiernos, pero también a la nueva sociedad plural que ha surgido en aquéllos y que se halla en pleno desarrollo, con su consecuente emergencia de corrientes y actores. El dilema entre la democracia, que afirma los derechos humanos y saluda y acepta sus jurisdicciones, por una parte, y el autoritarismo, que solamente los tolera, o de plano los elude o los combate, por la otra, se proyectará en las tareas de un organismo que proviene de la convicción democrática, tierra fértil de los derechos humanos. No se trata de un tema resuelto en definitiva. Es evidente que las fronteras continentales entre el autoritarismo y la democracia siguen siendo inciertas y movedizas.

La voluntad de los Estados, uno a uno, como grupos o como gran conjunto, es factor y fortaleza de la Corte. Lo ha sido para su creación y paulatino desarrollo. Pero esa misma voluntad, cuando llega a ser adversa, será disuasiva o debilitadora de la jurisdicción interamericana. Este punto adquiere relevancia cada vez que se plantea o se acomete la reforma del sistema continental tutelar de los derechos humanos. Los analistas y los observadores se preguntan frecuentemente, a la luz -o a la sombra-, de las experiencias políticas nacionales, hacia dónde llevará la reforma. Esto explica el entusiasmo de algunos y la cautela, o incluso reticencia, de otros.

Otra circunstancia imperiosa, que viene al caso, es el futuro que tenga la Organización de los Estados Americanos, en cuyo seno laboran los órganos internacionales de tutela. La OEA -aunada a la determinación de los Estados- es y seguirá siendo el marco nutricio de la Corte. En este orden de ideas, hay que considerar la potencia y competencia de nuestra organización hemisférica, a título de órgano representativo y promotor del sistema interamericano. Será preciso establecer su futura actuación -ella misma dominada por las circunstancias- en el complejo equilibrio entre las regiones del planeta, pero también en el interior del hemisferio y en el juego cotidiano entre los intereses de cada Estado y los del conjunto que representa la Organización de Estados.

Así las cosas, será necesario poner atención en la prioridad que tome -en el discurso y en las acciones de la OEA- el interés político hacia los derechos humanos, que en este momento ocupa un buen lugar entre los pronunciamientos de la institución y de los Estados, o al menos de la mayoría de éstos. Por supuesto, siempre resultará indispensable cotejar el discurso con la realidad estricta, y finalmente observar la forma en que aquél se expresa y en que la prioridad se manifiesta en tres planos de los compromisos y las acciones institucionales: a) la promoción de los derechos humanos en las leyes y las prácticas nacionales, con todo lo que esto implica; b) la inducción a reconocer la jurisdicción, utilizar la vía y cumplir las resoluciones de la Corte, que son materia de constante preocupación en este campo; y c) el apoyo financiero para que aquélla cuente con los recursos materiales que necesita: no sólo para la operación actual del órgano de justicia, sino también -puesto que estamos hablando del futuro- para el cumplimiento razonable de sus tareas y la satisfacción de las legítimas expectativas que se han formado en esta materia, así se trate solamente del porvenir inmediato. Esta es, obviamente, una cuestión fundamental para el buen desarrollo del sistema.

II. EL TEMA DE LA CORTE

La materia que compete a la Corte, los derechos humanos, sea como asunto de su jurisdicción consultiva, sea como objeto de su jurisdicción contenciosa, no ha dejado de evolucionar -con particular diligencia, por fortuna- y todo hace suponer que se desarrollará intensamente en los próximos años. Nos hallamos ante un asunto "explosivo y expansivo". La explosión que presenciamos en los primeros años de la segunda mitad del siglo XX, con precedentes estimables, fue el producto de un trauma y un fervor que se mostraron al cabo de la Segunda Guerra Mundial: la experiencia de la violación sistemática de los derechos del ser humano produjo el trauma que motivaría el fervor por estos derechos y su tutela directa, al través de declaraciones, convenios y jurisdicciones. Ciertamente, América Latina contaba ya con su propia y amarga experiencia: sabía lo que es el genocidio -en su versión de etnocidio- y lo que son las violaciones a derechos de la llamada primera generación, sometidos a cotidiana demolición por parte de las numerosas dictaduras que han padecido los países de este continente.

La expansión iniciada a raíz de aquellos hechos, y que hoy prosigue vigorosamente, ha ocurrido: a) en la evolución de los derechos, que se difunden en el mundo entero -y adquieren modalidades específicas en diversas regiones y bajo distintas culturas-; b) en el progresivo enriquecimiento de los catálogos de libertades y derechos, hasta constituir un corpus juris universal, receptor de convicciones, principios y fórmulas jurídicas, que construye la estructura de la comunidad jurídica (el cuerpo) y señala el fin hacia el que ésta se dirige y la forma de alcanzarlo (el alma); y c) en la actuación y la competencia de las jurisdicciones internacionales. Baste citar, en el caso de la Corte Interamericana, la reciente vigencia del Protocolo de San Salvador, sobre derechos económicos, sociales y culturales, que amplía -por ahora, moderadamente- la competencia material de la Corte.

Hay que recordar, en este último punto, el señalamiento puntual de Bobbio: el problema filosófico de los derechos humanos quedó prácticamente resuelto a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (con la anticipación, agreguemos, que significó la correspondiente Declaración Americana), en tanto aquélla expresó un consenso que permite superar el debate sobre la existencia y las características de esos derechos. A partir de ese momento, quedaba pendiente -y ha sido atendido, pero no plenamente- el problema político: la dotación de garantías para asegurar la eficacia de los derechos declarados o convenidos. Enlaza esta reflexión con la recordada norma de la Declaración francesa de 1789: no hay Constitución (en otros términos, Estado de derecho) donde no existe separación de poderes y no están garantizados los derechos naturales del ser humano.

III. CULTURA DE LOS DERECHOS HUMANOS

Obviamente, la mera expresión de los derechos y la constitución de las jurisdicciones tutelares -que pudieran hallarse en un derecho internacional "semántico" o "nominal", para decirlo en los términos utilizados por Loewenstein a propósito de las Constituciones nacionales- no son, por sí mismas, baluarte suficiente para esos derechos. Se requiere, además, la "tierra donde aquéllos se siembran", es decir, la cultura de los derechos humanos. De lo contrario, prevalecerá la conspiración de los hechos contra las normas. Es cierto que las jurisdicciones concurren a transformar una parte de la realidad sobre la que actúan o de la circunstancia en la que operan, pero se requiere la otra parte de esa misma realidad: el punto en el que "se apoyará la palanca" para mover el mundo.

En diversas oportunidades me he referido al sentido y al alcance de esa cultura, que se integra con una variedad de datos coincidentes: culto y cultivo de la dignidad humana, y culto y cultivo del derecho. Lo primero implica la idea imbatible y arraigada -un culto, en suma- sobre la dignidad del ser humano, concebido como valor supremo de la existencia, razón de la sociedad y del Estado -y por ende, de la sociedad universal, la humanidad, y de la organización jurídico-política internacional-; y el cultivo de esa idea y de sus aplicaciones concretas: celebración y atención del ser humano, que conduce a una versión superior, casi heroica, de la constans et perpetua voluntas romana. Lo segundo -el culto y el cultivo del derecho-, implican la concepción de éste como medio para el reconocimiento y la firmeza de los intereses legítimos y el cultivo de la vía jurídica como instrumento para la expresión y concreción de esas convicciones. Esto último entraña una persis-tente "lucha por el derecho" -objetivo y subjetivo-, en los términos de Von Ihering, esto es, una "costumbre del derecho", natural ahí donde existe y prospera la cultura de la legalidad.

En fin de cuentas, la cultura de los derechos humanos es la tierra propicia para que éstos prevalezcan. ¿Cómo imaginar siquiera el éxito y el buen desarrollo del sistema interamericano, y específicamente de la Corte Interamericana, si todavía no arraiga en ciertos medios -o arraiga primero, y luego se extirpa, en cada crisis que ensombrece la democracia- la cultura de los derechos humanos y su impulsor consecuente: el poder de la opinión pública, tanto nacional como internacional? ¿Cuál sería, a falta de esa cultura y de esa opinión, el factor determinante para la admisión, por parte de los Estados, de la competencia contenciosa de la Corte y la disposición, en tal virtud, de cumplir la decisiones de la jurisdicción internacional? Poco puede la simple invocación de la regla pacta sunt servandaahí donde ésta -y el orden del que forma parte- carece de sustento político y social.

En este campo también es preciso examinar y denunciar el falso dilema que corroe el concepto público acerca de los derechos humanos y sus organismos tutelares, y que por lo tanto retira el "cimiento social" sobre el que debe elevarse el quehacer de la Corte (y asimismo, es obvio, la tarea de los órganos tutelares nacionales, jurisdiccionales o administrativos): derechos humanos o seguridad pública (también seguridad nacional, paz). Ese falso dilema ha intervenido en la revisión de normas sustantivas y procesales nacionales, que luego enfilan por el rumbo autoritario. La Corte ha debido salir al paso de los argumentos que emanan de aquel dilema: ni las exigencias de la seguridad justifican la derogación de los derechos esenciales (y ni siquiera la suspensión, como se ve en las disposiciones de la Convención Americana, que en este sentido tiene correspondencia precisa en otros instrumentos internacionales) ni el fin justifica los medios.

También se plantea un dilema inadmisible entre soberanía y justicia internacional, del que igualmente se ha ocupado la Corte. Se dice que la actuación de ésta constituye una insoportable injerencia en cuestiones soberanas, cuyo conocimiento se reserva a la jurisdicción doméstica, que puede ser, por cierto, la función en la que se han cometido las violaciones denunciadas. Ha sido preciso recordar que la suscripción y ratificación de la Convención y la operación de la cláusula facultativa -de la que deriva, en la especie, la jurisdicción internacional-, lejos de constituir una merma o renuncia a la soberanía, significa un ejercicio de ésta, que sustenta la asunción de obligaciones internacionales, y por ende, de responsabilidades de la misma naturaleza.

Cuando aparezcan en la escena de la justicia interamericana los derechos de la denominada segunda generación -que ya están a la vista- pudieran quedar a prueba, en condiciones más delicadas todavía, el sistema jurídico doméstico y las políticas públicas. Aquí el juicio se ejercería, de alguna manera, sobre éstos, no ya sobre alguna violencia concreta -supresión de la vida, desaparición forzada, tortura, por ejemplo- que la ley nacional generalmente reprueba.

IV. LAS GENERALIZACIONES PENDIENTES

Utilizo el término "generalización", no "universalización", porque me refiero al ámbito americano. En éste se hallan pendientes dos generalizaciones indispensables, o en todo caso sumamente benéficas, que integrarían, finalmente, la columna vertebral del sistema y, no menos, de la cultura de los derechos humanos en la que aquél reposa. Me refiero específicamente a la generalización de la Convención Americana y de la jurisdicción contenciosa de la Corte Interamericana, que en esta materia se mueve en un espacio más reducido que el de la Comisión Interamericana, cuyas funciones pueden alcanzar, en virtud de la Carta de la OEA, a todos los países que forman parte de ésta, aunque no sean parte de la Convención mencionada.

La universalidad -y, por supuesto, la generalidad- es una vocación y una apetencia natural de los derechos humanos. La manifestación de que éstos son verdaderamente fundamentales, radicales, irreductibles, se halla en su alcance universal -o general, en lo que atañe a una región del planeta-. Sólo hay un paso de aquí a la concepción del jus cogens que abarca derechos esenciales que debieran ser, por lo mismo, incuestionables: derecho a la vida, por ejemplo. Otro tanto se puede decir de los tribunales, depositarios de la jurisdicción, que son garantía de tales derechos. Una jurisdicción regular tiene sus propias condiciones de razón y de eficacia, a saber: potestad -con la correlativa subordinación- sobre todos, todo el tiempo, no apenas sobre algunos, en unos casos y en cierto tiempo.

La Convención Americana no rige en todos los Estados parte de la OEA. Echamos de menos, todavía, la presencia de los Estados Unidos de América, Canadá y países caribeños. Por ello, el sistema regional se halla permanentemente desintegrado, o dicho de otra manera, pendiente de integración en un tema sustantivo: los derechos humanos, esencia de la organización jurídica internacional, como se deduce de las cartas de las Naciones Unidas y de la Organización de los Estados Americanos. Esta situación, que sería inaceptable en el interior de un mismo país, así se trate de confederación o de federación -porque atañe a las cuestiones radicales-, tampoco resulta edificante, digamos, en el interior de una misma organización regional, e invita a cuestionar: ¿por qué no son plausibles los derechos contenidos en la Convención? Habría que revisar las respuestas nacionales sobre este asunto. El silencio es una de ellas.

Si es necesaria la generalización de los derechos -en el futuro del sistema interamericano- también lo es el carácter general de la jurisdicción correspondiente. Aunque la consultiva abarca a todos -y no compromete rigurosamente a nadie-, la contenciosa se halla, todavía, fuertemente limitada. No basta, lo hemos dicho, con que la Comisión Interamericana pueda desplegar algunas de sus benéficas atribuciones con base en la Carta de la Organización, porque permanece excluida la más importante o intensa de todas -desde la perspectiva jurídica-contenciosa-, esto es, el ejercicio de una acción procesal que conduzca a una sentencia.

En suma, la culminación de un sistema de esta naturaleza estriba en la posibilidad de que sus disposiciones sean efectivamente aplicadas de manera imperativa e inexorable, es decir, que exista acceso a la justicia y tutela efectiva. Hay quienes dicen que esto es indispensable en un orden normativo: no son suficientes las amigables composiciones, las indagaciones y las recomendaciones. También en este punto surge la interrogante: ¿por qué no es plausible o atendible la jurisdicción contenciosa de la Corte? Habrá que escuchar las respuesta nacionales. En todo caso, la falta de generalidad en normas y jurisdicción establece una discontinuidad que evita o altera el sistema. Por ello ha dicho Cancado Trindade que disponemos de un sistema interamericano, ma non tropo.

No podemos ignorar, en esta exploración del presente que nos conduce a la visión del futuro, algunos problemas pendientes. En estos casos se hallan la denuncia de la Convención a raíz de una diferencia sobre el procedimiento de tutela y sus efectos sobre los actos del Estado, en un caso, y el retiro unilateral de la competencia contenciosa de la Corte, sin denuncia de la Convención, en otro. Lo primero no ha motivado diferencias entre el Estado y la Corte a propósito de la eficacia jurídica misma del acto de denuncia; lo segundo las ha creado en cuanto a la eficacia que pudiera tener el acto de retiro: la Corte, "maestra de su propia competencia" (compétence de la compétence) ha rechazado el retiro unilateral. Sea lo que fuere de estos casos, lo cierto es que constituyen situaciones preocupantes que no favorecen la tutela de los derechos humanos ni fortalecen el sistema erigido para ese propósito.

V. RELACIÓN ENTRE EL ORDEN JURÍDICO INTERNO Y EL INTERNACIONAL

Si la revisión de las relaciones entre el orden jurídico interno y el orden jurídico internacional pudo parecer, hace tiempo -mucho tiempo, por cierto-, sacrílego o inútil, hoy es necesario y urgente. Constituye una de las cuestiones más relevantes a resolver en el derecho constitucional de los Estados y en el jus gentium, todo ello con fines prácticos que se traducen, cotidianamente, en la sumisión de casos ante la Corte y en la ejecución de las resoluciones de ésta, además de la atención a las recomendaciones de la Comisión Interamericana.

Se trata de un tema digno de análisis riguroso, con inmensa trascendencia. No pretendo abrir ahora el debate sobre la prevalencia de las normas, asunto siempre espinoso, que se halla en el fondo de la cuestión, ni acerca de la forma en que el jus cogens -recogido en el derecho internacional de los tratados- incide sobre el sistema jurídico general, en sus vertientes nacional e internacional. Ahora bien, por las razones estrictamente prácticas que antes dije, conviene que los Estados asuman este problema y lo resuelvan en el plano de su derecho doméstico, específicamente en el orden constitucional -como algunos lo han hecho-, para que las resoluciones internacionales a propósito de la responsabilidad estatal de este carácter, tengan eficacia incuestionable e inmediata. De lo contrario, esas resoluciones serían retórica, y devendría ilusorio el segmento del sistema que las produce. Este no puede ser el efecto deseado por quienes -los Estados- han establecido el sistema al aprobar la Declaración y la Convención que lo sustentan.

A este respecto también es preciso recordar, como lo ha hecho la jurisprudencia de la Corte Interamericana, que los compromisos contraídos a partir de la Convención atañen al Estado en su conjunto -que es la parte comprometida-, no sólo a un órgano o un poder de su estructura. Si la plenitud del deber estatal es aplicable a los problemas que suscita el régimen federal, con mayor razón lo es para afrontar los que pudiera suscitar la división de poderes que rige en el ámbito nacional.

La responsabilidad internacional que se localiza en el fundamento del régimen tutelar de los derechos entraña obligaciones para el Estado en su conjunto, que comparece como unidad ante la justicia internacional, como previamente lo hizo al suscribir la Convención o adherirse a ella. En suma, si estos puntos no se resuelven adecuadamente, podría quedar limitado, parcelado, esterilizado el sistema tutelar de los derechos, que se hallarían amparados en unas hipótesis y desamparados en otras, todo ello en función del sujeto que incurra en violación. Habría una extraña especie de "inmunidad" para algunos sectores del Estado, a cambio de la "justiciabilidad" de otros.

Esta materia tiene algunas proyecciones especialmente complejas o delicadas. No hay duda -o no se ha planteado- en lo que atañe a los actos de autoridades ejecutivas o administrativas -o bien, particulares autorizados o tolerados por éstas, mediante acción u omisión deliberada-, pero existe en lo que atañe a otras autoridades, sea por actos propios, estrictamente, sea como consecuencia o reflejo de actos complejos, en cuya secuencia ha intervenido el Ejecutivo: iniciador de una ley o promotor de un proceso. Conviene traer a colación en este punto los deberes del Estado parte del Convenio -establecidos en los artículos 1o. y 2o.- sobre el respeto a los derechos enunciados en ese instrumento internacional, la garantía de su observancia y la adopción de medidas en tal sentido.

La primera de esas proyecciones atañe al Poder Judicial, a través de sus tribunales, cuya jurisdicción se manifiesta en resoluciones que pudieran entrañar violación de derechos humanos, acerca de las cuales se pronuncia la Corte Interamericana. Aquí aparecen las interrogantes: dicha Corte ¿es tribunal de casación de sentencias nacionales, o bien, integra una tercera o cuarta instancia -según corresponda, tomando en cuenta la estructura jurisdiccional nacional- frente a la escala de los tribunales domésticos? La respuesta suscita controversia.

Más que resolver a favor o en contra alguna de esas preguntas, ateniéndonos a los términos en que suelen plantearse, hay que rescatar el carácter imperativo de las sentencias de la Corte Interamericana sobre las resoluciones de los tribunales nacionales, porque éstas son actos del Estado comprometido -en la Convención- e internacionalmente responsable -por el acto violatorio-. Para que esta conclusión opere en el orden interno, que es donde debe adquirir eficacia, es preciso que haya un procedimiento que lo permita. Esta conclusión, que se atiene al propósito mismo de una jurisdicción internacional de derechos humanos, no necesita articularse sobre los conceptos tradicionales de tercera o cuarta instancia o casación doméstica.

La segunda proyección que corresponde tomar en cuenta ahora atañe al Poder Legislativo, autor de normas que pueden vulnerar derechos reconocidos en la Convención Americana. Si éstas quedan sujetas a conocimiento y sentencia de la Corte, ¿se convierte el tribunal interamericano en un superlegislador, capaz de echar por tierra, anulándolas o limitándolas -más todavía: disponiendo su emisión y su sentido- las leyes expedidas por el legislador nacional?

La respuesta a esta difícil pregunta pudiera ser similar a la que se aporte acerca de una sentencia nacional que declara la inconstitucionalidad de una ley, bajo el régimen del control concentrado de la constitucionalidad, materia en la que, como dice bien Rubio Llorente, el juzgador ha "destronado" al legislador. De nueva cuenta, esto no implica casación ni ulterior instancia, sino "constitucionalidad" -un proceso singular, característico de la actual etapa en la evolución del Estado de derecho, que ciertamente tiene equivalente internacional-, como conformidad con una normativa superior en la que residen valores esenciales para la nación o la república, si se prefiere. En seguida se podría hablar, sobre la mis-ma línea, de una "internacionalidad" como conformidad con cierta normativa superior en la que residen valores esenciales para la humanidad.

El problema examinado en el párrafo anterior sube de punto cuando viene al caso alguna disposición de la ley suprema nacional, porque entonces la resolución internacional se plantearía -o plantearía- nada menos que frente al Constituyente Permanente o al poder revisor de la Constitución, si no es que ante el propio Constituyente originario. Todo esto pone de manifiesto la necesidad de que las Constituciones nacionales resuelvan el conflicto de normas -a partir del concepto de prelación o a partir de la idea de interpretación-, con decisiones a la altura de nuestro tiempo, que de otra suerte podría recibir soluciones encontradas: una desde la perspectiva del derecho internacional, otra desde el ángulo del derecho constitucional. El conflicto resultante sólo tendría una consecuencia: mellar la tutela de los derechos humanos, cuya defensa interesa a los dos planos del orden jurídico moderno.

VI. LEGITIMACIÓN PROCESAL. LA VÍCTIMA

Hay inquietud a propósito de la legitimación procesal, esto es, de la capacidad de promover, con eficacia jurídica, el conocimiento formal de los asuntos que competen a la Comisión y a la Corte Interamericanas, en sus respectivas atribuciones. Esta inquietud ha crecido sobre todo a partir de dos acontecimientos: las reformas de 1996 al Reglamento de la Corte -ya superadas por nuevas reformas del año 2000, que evolucionaron dentro de la misma tendencia recogida en aquéllas- y el Protocolo 11 de la Convención Europea, que suprimió la Comisión Europea y abrió la puerta para la comparecencia directa de los particulares ante la Corte de Estrasburgo.

Hasta el momento, pueden plantear quejas o denuncias ante la Comisión cualquier persona o grupo de personas, o bien, una organización no gubernamental reconocida en algún Estado parte en la Convención Americana. En definitiva, esta relación de legitimados se reduce a una sola categoría, como lo ha hecho ver la Corte: cualquier persona. En cambio, para actuar ante la Corte -esto es, para ejercitar la acción procesal e iniciar el proceso correspondiente- sólo se hallan legitimados la Comisión Interamericana, que es quien ha ejercitado la acción regularmente, o un Estado parte en la Convención.

La generosa previsión del artículo 44 de la Convención Americana, que perfila la competencia ratione personae para el quehacer de la Comisión, en la que a su turno se fundará el despliegue de la jurisdicción contenciosa de la Corte -que llegó mucho más lejos que el ordenamiento europeo- se aproxima a la figura de una actio popularis; no lo es todavía, sin embargo, porque se trata sólo de una amplia facultad de denuncia -un requisito de procedibilidad, por lo pronto- cuyo titular puede y suele ser distinto de la víctima en sentido material, pero no llega a ser un poder de acción: legitimación para plantear pretensiones de fondo -un extremo del litigio- al conocimiento del tribunal a través de una acción procesal.

El tema de la víctima provoca dos cuestiones que animan a los estudiosos y prácticos del sistema. Por una parte, se inquiere quiénes son partes en el proceso internacional; por la otra, cuál es el papel de la víctima, y antes, quién puede ser considerado como víctima para los fines de la declaración que se hace en la sentencia de fondo y de la restitución -más otros efectos- que se resuelve en la sentencia de condena, en su caso. La primera cuestión atrae un punto de lógica jurídica, que se esclarece en función de la naturaleza misma de las cosas. La segunda llama un punto de política jurídica, que se decide en virtud de la mayor o menor conveniencia político-jurídica, desplegada asimismo como derecho del individuo y factor de utilidad procesal.

En el proceso internacional hay partes en sentido formal y material, conforme a la noción establecida por Carnelutti y ampliamente compartida en el derecho procesal contemporáneo. Cier-tamente la Comisión -que es a un tiempo Ombudsman continental, fiscal investigador y actor- constituye parte en sentido sólo formal; el Estado lo es en sentido material y formal: se le atribuye la violación del deber y la consecuente responsabilidad internacional, que tienen carácter sustantivo, y acude al juicio en calidad de demandado; y la víctima lo es en sentido material, por ser titular del derecho afectado por la violación, pero no en sentido formal: ni actúa como demandante ni figura como demandado.

Se puede hablar, y se habla cada vez más en la jurisprudencia de la Corte, de víctima directa, que es ese titular del derecho inmediatamente afectado por la acción o la omisión del Estado (es decir, del agente del Estado), y de víctima indirecta, que es el titular de un derecho asimismo afectado, aun cuando la afectación no proviene, en este caso, de la acción u omisión inmediatas del agente, sino de la vulneración del derecho de la víctima directa, que repercute necesariamente sobre los bienes jurídicos de quien así resulta ser víctima indirecta.

Procesalmente, la víctima ha sido o podido ser titular de un interés jurídico (que no es el único interés encauzado en el procedimiento internacional: existe, por supuesto, un interés general, que trasciende al individual) y espectadora del proceso en el que se resuelve sobre aquel interés. También, coadyuvante de la Comisión Interamericana, a la que aporta elementos valiosos para la prueba y el debate. Igualmente, hasta hace poco, ha sido participante en el proceso, lejos todavía de ser parte en sentido estricto, al menos en el conflicto de fondo -en torno al cual giran las cuestiones preliminares y los temas de la reparación-, aportadora de elementos y titular de pretensiones en materia de reparación. Hasta aquí se había llegado en el reglamento y la práctica de la Corte hasta noviembre de 2000. Era notoria, pues, la tendencia del tribunal y de sus integrantes a extender el concepto de víctima y el papel procesal de ésta.

En lo último -la extensión del desempeño procesal- coincidió la propia Asamblea General de la OEA al formular una interesante recomendación a la Corte, del 5 de junio de 2000, en consecuencia de

la solicitud (de ésta) de recibir ideas y sugerencias sobre el proceso de reforma y en el marco de las normas que regulan sus competencias y de su autonomía reglamentaria establecida por la Convención Americana de Derechos Humanos en lo que se refiere a los procedimientos seguidos en la tramitación de casos individuales.

Esa recomendación tuvo dos planteamientos, uno sobre la víctima y otro sobre la diligencia del procedimiento y la eficacia de algunos actos procesales. En el primer caso, la Asamblea sugirió al tribunal

considere la posibilidad de: a) Permitir la participación directa de la víctima, en calidad de parte, en los procedimientos seguidos, a partir del momento que el caso es sometido a su competencia, teniendo en cuenta la necesidad tanto de preservar el equilibrio procesal, como de redefinir el papel de la CIDH en dichos procedimientos (locus standi) -AG/RES.1701 (XXX-A/00), 5 junio 2000-.

Fue en el XXIV Periodo Extraordinario de Sesiones-XLIX Periodo Ordinario de Sesiones (12 a 25 de noviembre del 2000), que la Corte revisó su Reglamento y resolvió un importante desarrollo en el papel procesal de la víctima, sin entrar, en el texto normativo, a distinciones entre las exploradas categorías de víctima directa, indirecta o potencial. Con ello, la víctima ha pasado a tener una actuación muy semejante a la que se asigna a las partes tradicionales: Comisión y Estado.

El nuevo emplazamiento de la víctima se inicia desde la relación del significado de los términos que utiliza el Reglamento, en el artículo 2o. de este mismo. Aquí la voz "partes en el caso" significa "la víctima o la presunta víctima, el Estado y sólo procesalmente, la Comisión". Distinguir entre los dos términos mencionados, en primer lugar, obedece al hecho de que el participante de que se trata sólo adquiere la condición de víctima cuando hay sentencia (generalmente, la declarativa de violación) que lo manifieste; antes, sólo es presunta víctima, del mismo modo que sólo se alude a presuntas violaciones. La acotación de que la Comisión es víctima "sólo procesalmente" no resulta verdaderamente necesaria, puesto que el Reglamento no es el lugar para aclarar cuestiones teóricas o doctrinales. Sin embargo, contribuye a establecer que, como lo ha enseñado la citada doctrina carneluttiana, la víctima -presunta o probada- y el Estado son partes en la doble extensión: material y procesal; la Comisión, evidentemente, no lo es en el primer carácter, sino sólo en el segundo.

El Reglamento añade categorías aledañas, para fines procesales: familiares y representantes. Desde luego, la categoría de los familiares pudiera resultar excesivamente amplia y abarcar más de lo que debiera, desde el ángulo del proceso internacional. De ahí que en el mismo catálogo de definiciones se advierta -con el valor normativo que tiene la advertencia, y que se proyecta sobre el sistema entero de solicitudes, argumentos, pruebas y alegatos- que dicho término "significa los familiares inmediatos, es decir, ascendientes y descendientes en línea directa, hermanos, cónyuges o compañeros permanentes, o aquellos determinados por la Corte en su caso". Esta última ampliación sirve al propósito de personas que no se hallen ligadas con la víctima por una estrecha relación consanguínea o conyugal, pero tengan con ella una relación real que permita llamarlas a juicio y designarles el carácter de partes en éste.

En lo sucesivo, la presunta víctima o la víctima, así como sus familiares y representantes, pueden formular solicitudes, formular argumentos y presentar pruebas en las diversas etapas del proceso, ya no solamente en la de reparaciones -como podía la víctima, hasta antes de la reforma reglamentaria de 2000-, y para ello deben ser convocadas y escuchadas por el tribunal. Falta todavía -en virtud de la Convención, que fija las fronteras insalvables del Reglamento- la capacidad, esencial en una parte plena, de instar, a través de la acción, la apertura del proceso jurisdiccional, aunque pueda iniciar la del procedimiento previo ante la Comisión.

En el futuro puede haber otro situación: la víctima como parte plena, en sentidos formal y material, que promueve, a título de actor, la incoación del proceso. Tendría, pues, un locus standi pleno, con acceso directo a la Corte, sin perjuicio de que la Comisión apoye sus actuaciones y se desempeñe, si es pertinente, como actor subsidiario. Esta situación no parece cercana. Por ahora resulta indispensable, o en todo caso muy útil, la presencia de la Comisión en calidad de actor. La elevación de la víctima al papel de actor -único o principal- haría necesaria la adopción de un Protocolo o la reforma directa de la Convención.

Soy partidario de ampliar el papel procesal de la víctima -directa o indirecta- en el procedimiento ante la Corte, pero no desconozco, ni creo conveniente soslayar, el problema real que reviste el acceso de aquélla a la justicia internacional, en la que crecen notablemente los problemas que ya plantea el acceso a la justicia nacional. En efecto, el trámite mismo de los casos ante la internacional, en el doble plano de la Comisión y la Corte, resulta complejo y oneroso, difícilmente accesible para una típica víctima de violaciones a la Convención.

De ahí que la actuación en estos procesos quede sujeta, en buena medida, a la bienhechora intervención de organizaciones no gubernamentales con alcance internacional, no apenas nacional. Esta función intermediaria ha servido extraordinariamente a la operación del sistema: Comisión y Corte. Acaso convendría enriquecer el sistema con alternativas de naturaleza pública, como serían los Ombudsman nacionales. Evidentemente, pienso en la inmensa mayoría de las víctimas en los países americanos -y seguramente en todos-, que no se hayan dotadas de recursos económicos importantes; no en los escasos victimados que disponen de amplios medios para llevar en forma directa la promoción de sus intereses y el reconocimiento de sus derechos.

Por otra parte, la conciencia sobre este problema ha movido el rumbo de la reciente jurisprudencia de la Corte a propósito de las costas procesales, que se sujetan, sin embargo, por obvias razones, a criterios de racionalidad. En este sentido, la jurisprudencia ha requerido comprobación oportuna, atención a las circunstancias del caso concreto y respeto a las características del procedimiento internacional sobre derechos humanos, que posee rasgos diferentes de los relativos a otros procesos nacionales e internacionales. No se trata, en fin, de cuestiones corporativas o comerciales, en las que prevalece el interés económico de los contendientes y, por lo tanto, de sus patrocinadores.

Es preciso destacar la tendencia a incorporar en el proceso internacional las consecuencias procesales de un régimen de defensa material -no sólo defensa formal- vinculada con la debilidad de la víctima. Así, en una opinión consultiva, la OC-11, acerca de excepciones al agotamiento de recursos internos para acceder al procedimiento internacional, la Corte excluyó ese requisito procesal cuando se trate de víctimas en estado de indigencia, que por esto mismo no pueden agotar su defensa ante la jurisdicción nacional. La buena voluntad de la opinión consultiva es manifiesta; empero, quien no puede acceder, por carencias económicas, a la justicia en su propio país, difícilmente tendrá las fuerzas necesarias -salvo que las supla una organización no gubernamental- para recurrir a la internacional.

VII. INTEGRACIÓN Y DESPACHO DE LA CORTE

La Corte ejerce una jurisdicción subsidiaria de la nacional, complementaria de ésta, de ninguna manera primordial o sustitutiva, que se ocupa sobre todo de casos paradigmáticos, aun cuando todavía no existe definición precisa -y debiera haberla- sobre las características de los asuntos que deben ser sometidos al conocimiento del tribunal. Este debe ser capaz, tomando en cuenta los recursos de que disponga, de atender con suficiencia los asuntos que se le someten. No sobra recordar que la Corte Interamericana despliega su jurisdicción en un continente en el que no escasean las violaciones a los derechos humanos.

La atención que se reclama y espera de ese tribunal ha de ser suficiente y oportuna, so pena de comprometer la imagen del órgano, y con ésta la del sistema interamericano de tutela de los derechos humanos, así como todo el ideario y las expectativas subyacentes. Si se piensa en que los derechos humanos y su tutela son piezas esenciales del sistema democrático, será este mismo lo que se halle en tela de juicio cuando resulte ineficiente el aparato concebido para garantizar la observancia de los derechos fundamentales. Conviene examinar este asunto desde la perspectiva del acceso a la justicia, que no implica solamente una proclamación nominal, sino una verdadera posibilidad de llegar ante las instancias jurisdiccionales y cumplir ahí las dos pretensiones del acceso: formal, que se traduce en audiencia y defensa, y material, que se concreta en la sentencia justa.

Una de las cuestiones más frecuentemente planteadas en controversias sobre derechos humanos -en Europa, por ahora; pronto en América- es el plazo breve y razonable para administrar justicia, además de la solución plena de las cuestiones propuestas. Recordemos, a este respecto, que la actuación de la Corte llega sólo en el tercer nivel de la búsqueda de la justicia: primero viene al caso la vía nacional; después, el recurso a la Comisión Interamericana; finalmente, la actuación de la Corte. Ante ésta -pero más precisamente, ante el conjunto de los eslabones de esta cadena, que son, como dije al principio, otras tantas piezas del "sistema interamericano"- debe actualizarse el derecho del individuo a ser oído dentro de un plazo razonable, como establece la propia Convención Americana.

La Corte Europea de Derechos Humanos cuenta con cuarenta y un jueces, sesiona de manera permanente, en salas o cámaras, y dispone de cien abogados distribuidos en cuatro unidades o secciones, para apoyar a diez jueces en cada caso. Pese a esto, tiene un rezago importante -dieciséis mil casos, según información suministrada por jueces de la Corte Interamericana que visitaron recientemente a sus colegas europeos- y recibe semanalmente alrededor de seiscientos asuntos.

En cambio, la Corte Interamericana dispone de siete jueces, sesiona en pleno, de manera discontinua -generalmente, cuatro periodos de sesiones cada año- a los que brindan asistencia cuatro abogados conducidos por una secretaría general que labora en forma permanente. Para ponderar la situación del conjunto vinculado a la OEA, hay que tomar en cuenta que la Comisión Interamericana se integra, asimismo, con siete comisionados, que trabajan en pleno y celebran varios periodos de sesiones cada año. Llama la atención que la Corte Interamericana conserve la composición que tuvo en su primera etapa -es decir, siete jueces-, cuando se ocupaba solamente de opiniones consultivas y de muy contados asuntos contenciosos, cuyo número creció sólo al cabo de varios años.

En este punto cabe reflexionar sobre la figura del juez ad-hoc, nacional del Estado al que se impute la violación de un derecho, cuando ninguno de los jueces titulares tiene esa nacionalidad. En concepto de algunos, este juzgador se asemeja a los llamados jueces-defensores, en la terminología procesal de Alcalá-Zamora. Sin embargo, éstos son más bien integrantes de órganos paritarios, como los tribunales del trabajo. En todo caso, los motivos implícitos en la designación de jueces ad hoc invitan a pensar en que éstos pudieran asumir una posición favorable al Estado que los designa, lo cual implicaría una confusión lamentable entre el agente del Estado, que representa a éste en el proceso, y el juzgador ad-hoc, que se integra al tribunal como miembro imparcial e independiente. En mi propia experiencia dentro de la Corte sólo he conocido jueces ad-hocque honran su encomienda, servida con profesionalismo y autonomía. Empero, no es fácil su posición bajo la mirada de sus connacionales.

VIII. ALGUNOS TEMAS RELEVANTES PARA LA JURISDICCIÓN INTERAMERICANA

El desempeño de la jurisdicción de la Corte se ha visto enriquecido, en los últimos años, con temas que se agregan a los tradicionalmente conocidos en esta jurisdicción y contribuyen a construir una jurisprudencia esclarecedora y moderna, que abre nuevos rumbos al derecho de gentes en el hemisferio. Esto corresponde tanto a los asuntos atendidos a través de las opiniones consultivas -de las que es ejemplo reciente la OC-16, acerca del derecho del detenido extranjero a disponer de la asistencia del cónsul del Estado cuya nacionalidad ostenta-, como a través de resoluciones y sentencias sobre medidas provisionales, excepciones preliminares, fondo y reparaciones en asuntos contenciosos. En seguida me referiré, brevemente, a algunos temas que pudieran atraer la creciente atención de la Corte Interamericana.

1. Derechos económicos, sociales y culturales

A diferencia de la Corte Europea, que ha ingresado en un amplio espacio de derechos humanos, la Corte Interamericana ha destinado su jurisdicción, generalmente, al conocimiento de casos relativos a derechos civiles y políticos de la naturaleza más radical: así, violaciones al derecho a la vida, a la integridad personal, a la libertad, en casos de ejecución extrajudicial, desaparición forzada, tortura, etcétera. En el futuro se halla el conocimiento de casos atinentes a derechos económicos, sociales y culturales, sobre todo bajo el Protocolo correspondiente, que reconoce la jurisdicción de la Corte en algunos temas laborales y educativos. Estas cuestiones, pospuestas hasta ahora, con algunas salvedades de fechas muy recientes, deberán subir a la escena para acreditar el carácter integral de los derechos de la persona: tan relevantes los políticos y civiles como los sociales, económicos y culturales, cuyo conjunto integra, armoniosamente, el escudo protector de la persona humana y concurre a establecer la efectividad del Estado de derecho.

Será interesante el criterio que sostenga la Corte, ocupada en estas cuestiones, a propósito de la obligación de los Estados de adoptar medidas conducentes a la efectiva vigencia de los derechos de segunda generación, y en torno a las particularidades que reviste el carácter progresivo de éstos, que se establece -como es frecuente en los instrumentos convencionales- tanto en la Convención Americana como en el citado Protocolo de San Salvador.

2. Responsabilidades individuales

En el futuro se habrá de analizar con mayor profundidad el impacto de las resoluciones de la Corte Interamericana sobre la responsabilidad individual de los infractores de la Convención. Es obvio que esa Corte se eleva sobre la responsabilidad internacional de los Estados, conoce de la vulneración de los derechos humanos y emite condenas (y declaraciones; tal es la naturaleza, en general, de las sentencias de fondo) sobre aquéllos. En otros términos, no constituye un tribunal penal, ni se pronuncia sobre responsabilidades individuales ni aplica sanciones a los sujetos que pudieran haber incurrido en éstas. No hay duda sobre esto, que es ampliamente sabido y aceptado.

Empero, el proceso sobre derechos humanos no puede librarse, lógicamente, de la apreciación de conductas individuales: en éstas encarna el comportamiento del Estado, que no tiene entidad propia, sino se traduce en agentes a su servicio y otros sujetos vinculados a él. Por ello, debe acreditar participaciones individuales en hechos ilícitos, que son el sustento fáctico de la responsabilidad internacional del Estado. Si no existe una atribuibilidad de la acción o la omisión, necesariamente individual o individualizable, no sería posible emitir declaración sobre violación de derechos humanos ni resolver la condena del Estado.

En tal virtud, la sentencia sobre derechos humanos involucra también una condena implícita o contiene un cargo cierto. Por otra parte, la resolución de la Corte Interamericana puede -y suele- condenar a la investigación, procesamiento y sanción de los responsables individuales, señalados en el cuerpo de la sentencia (aunque no en los puntos resolutivos). El asunto concluye y se cierra cuando se ha cumplido lo que establece la condena a reparaciones, que puede involucrar esa otra condena -implícita- de los sujetos penalmente responsables.

En fin de cuentas, lo que quiero destacar es que la resolución del tribunal de derechos humanos difícilmente podría seguir siendo estéril o inocua en relación con las jurisdicciones nacionales, por lo que respecta a las responsabilidades penales de los transgresores de la Convención, cuando su conducta sea penalmente típica. No parece fácil atribuir a esas resoluciones el carácter de condenas penales ejecutorias en el fuero doméstico, ni está cercano el momento en que eso suceda. Pero tampoco es razonable negarles cualquier eficacia sobre la calificación de los hechos y de sus autores, confinándolas a constituir apenas el título para la apertura de una investigación ordenada por la Corte, que no llevará a las conclusiones que ésta recogió en el cuerpo de su sentencia.

3. Libertad de la presunta víctima

Un asunto interesante en la futura jurisprudencia de la Corte, que ha comenzado a examinarse en sentencias de los últimos años, es la posibilidad de que el tribunal internacional emita órdenes de libertad directamente. Esta disposición no correspondería solamente a los pronunciamientos de fondo (e incluso a sentencias interlocutorias), sino también a las resoluciones sobre medidas provisionales. Efectivamente -se ha dicho-, el menoscabo de la libertad arroja siempre un daño irreparable, porque nunca se podría "recuperar el tiempo perdido" como consecuencia de una reclusión ilegal. En este orden, la decisión de la Corte se asemejaría a la determinación que corresponde al recurso de habeas corpus, a la libertad provisional -que no censura el acto privativo de la libertad, ni prejuzga sobre el cargo formulado- o a la anticipación de un criterio en cuanto al fondo de la causa, lo que ciertamente no sería admisible si ocurre fuera y antes de la sentencia de fondo.

4. Alcance de las medidas provisionales

Es importante precisar el alcance de las medidas provisionales, tema relacionado con el que mencioné en el párrafo precedente. La regla de especificación puede enfrentarse a la necesidad de generalización, cuando un número previamente indeterminado de sujetos se encuentre en la misma situación o hipótesis de hecho y requiera, por ello, la misma provisión jurídica, como ocurre en el supuesto de intereses difusos o riesgos colectivos. Ya se vislumbra una evolución del criterio de la Corte en este sentido, siempre sujeto a las condiciones determinantes de la medida: extrema gravedad, urgencia y necesidad de evitar daños irreparables a las personas.

Al respecto, debo mencionar que la Corte dio últimamente un importante paso adelante en la tutela de miembros de comunidades en peligro, aun cuando no sea posible individualizar nominalmente a los beneficiarios, en forma inmediata, a condición de que existan datos que permitan, en su hora, llevar adelante la precisión. Expuse mi parecer favorable a esta ampliación, realista y razonable, de las medidas provisionales, que es pertinente a la luz del principio pro homine, en sentido extenso. Reproduzco en seguida, en lo pertinente, las consideraciones que hice en el voto razonado concurrente que emití -conjuntamente con el juez Alirio Abreu Burelli- en el caso de medidas provisionales a propósito del caso de la Comunidad de San José de Apartadó (Colombia), en el que la decisión de la Corte avanzó más allá de lo que se había hecho, por resolución del 18 de agosto de 2000, en el de haitianos y dominicanos de origen haitiano en la República Dominicana.

Es verdad -se afirma en el voto concurrente- que en la mayoría de los casos resulta posible identificar, de manera individual, a las víctimas potenciales de la violación que se pretende impedir. Sin embargo, hay otros supuestos en que resulta difícil, al menos temporalmente, esa identificación precisa. Piénsese, por ejemplo, en la hipótesis en que la amenaza real e inminente se cierne sobre un amplio número de individuos que se hallan en determinada circunstancia o supuesto común, que los expone al riesgo. En tales situaciones es necesario proveer a protección de los derechos que se hallan en peligro, aunque de momento no se pueda individualizar nominalmente a los sujetos de la tutela provisional, que es siempre, por definición, una tutela urgente.

En el caso de la Comunidad de San José:

se fija con claridad un criterio de protección que extiende razonablemente el ámbito subjetivo de las medidas provisionales y sirve con mayor intensidad a los propósitos preventivos de este género de medidas, con evidente reconocimiento de lo que implica, en amplio sentido, su naturaleza cautelar.

5. Eficacia procesal de las diligencias ante la Comisión Interamericana

También es necesario establecer con claridad, pertinencia y suficiencia la eficacia que las diligencias practicadas en el procedimiento ante la Comisión pueden y deben tener en el proceso ante la Corte. Este asunto hace recordar el debate y las soluciones normativas que han suscitado las actuaciones realizadas por el Ministerio Público que se elevan, una vez abierto el proceso, a la consideración de un tribunal. El tema se desarrolla, sobre todo, en dos espacios: uno, las decisiones de la Comisión a propósito de la apertura del procedimiento; otro, el valor de las diligencias probatorias. En ambos casos la posibilidad de realizar nuevas actuaciones sobre materias anteriormente abordadas por la Comisión, posibilidad que tiene explicación procesal, puede acarrear -como en efecto ocurre- reiteraciones dispensables y demoras evitables.

A este respecto hay que tomar en cuenta, pues, el conocimiento que corresponde a la Comisión Interamericana y las resoluciones que adopta en lo concerniente a los requisitos de procedibilidad, que se despliegan en temas de competencia y admisibilidad. Actualmente, esas actuaciones y determinaciones siguen siendo revisables in toto por la Corte. Aquí habría que deslindar entre las decisiones acerca de la competencia misma del tribunal, que sólo pueden ser adoptadas por éste, y otras decisiones, que podría absorber la Comisión. Empero, hay campo abierto para la reflexión sobre posibles distinciones según la naturaleza del tema que venga al caso; quizás habría supuestos en que pudiera adquirir firmeza, para la Corte misma -con excepciones bien meditadas-, una decisión emitida por la Comisión.

6. Admisibilidad y eficacia de las pruebas

En materia de pruebas, también será útil llevar adelante el examen sobre la admisibilidad y la eficacia. En este orden será decisivo el peso de tres principios ligados a la prueba:

a) Búsqueda de la verdad material o histórica, que amplía extraordinariamente las potestades investigadoras del tribunal (pero pudiera hallar fronteras en casos de suplencia inadmisible de los errores de una parte, probablemente sólo el Estado: he aquí una vena más para que fluya la jurisprudencia de la Corte).

b) Inadmisibilidad de pruebas contrarias a derecho o recabadas por medios ilícitos o dudosos: nuevamente hay que afirmar que en este orden, como en muchos otros, el "fin no justifica los medios"; en contraste, éstos legitiman el fin que se pretende: un sustento razonable y legítimo de la sentencia.

c) Ninguna prueba puede quedar sustraída a la crítica de las partes, tanto la que ofrece aquélla como la que pudiera resultar perjudicada: persiste la necesidad de contradicción, inherente a las mejores formas del proceso acusatorio.

El carácter no vinculante -para la Corte- de los resultados que tiene la actividad probatoria ante la Comisión, deriva del principio de inmediación procesal, una regla preciosa para la administración de justicia, y de la necesaria formación de certeza judicial para resolver una controversia. En efecto, el juez debe llegar a una convicción propia sobre los hechos, que le permita construir responsablemente la consecuencia jurídica de éstos. Ningún órgano de justicia es "ojos y oídos" del tribunal, salvo este mismo, ni podría la Corte privarse de su capacidad de revisar, repetir y asegurar. Empero, la naturaleza y las características de las pruebas, en el caso concreto, pudiera sugerir soluciones más expeditas, sin mengua de su adecuado fundamento, como veré en el párrafo siguiente.

En el Reglamento aprobado en noviembre de 2000 y vigente a partir del 1 de junio de 2001 se avanza en la solución de este asunto, abarcado en la Recomendación 1701 de la Asamblea General de la OEA, a la que antes me referí. En ésta se mencionó la posibilidad de

desarrollar disposiciones reglamentarias que prevengan la duplicación de procedimientos, en los casos sometidos a... competencia (de la Corte), en particular la producción de la prueba, teniendo en cuenta las diferencias de naturaleza entre la Corte y la Comisión.

La pertinencia de evitar duplicaciones innecesarias en el procedimiento probatorio se refleja en el nuevo artículo 43.2 del Reglamento del tribunal, que previene: "Las pruebas rendidas ante la Comisión serán incorporadas al expediente, siempre que hayan sido recibidas en procedimientos contradictorios, salvo que la Corte considere indispensable repetirlas". Así, habrá la posibilidad de que adquiera eficacia en el proceso judicial internacional una prueba no objetada en el procedimiento ante la Comisión, y además desahogada con intervención contradictoria del Estado y el denunciante, que pudieron intervenir críticamente para el debido control sobre la prueba. Queda a salvo, en su esencia, el sistema contradictorio, y también la potestad del tribunal de ejercer su poder de inmediación, repitiendo la diligencia, si lo considera indispensable.

7. Jura novit curia

También es importante proseguir el análisis de la regla jura novit curia, que posee, en alguna de sus manifestaciones, gran eficacia para avanzar en la defensa material a la que anteriormente me he referido. No se trata, por supuesto, de suplir los hechos, sino de valorarlos jurídicamente aunque las partes no invoquen los datos necesarios para ese fin. Las preguntas que aquí se elevan son, entre otras: ¿cuál es el alcance del principio y cuáles son sus límites? ¿Se proyecta sobre ambas partes, o solamente sobre la víctima -lo que implicaría, formalmente, a quien actúa en el proceso, la Comisión- y no sobre el Estado, sujeto a una regla de estricto derecho, que sólo permitiría tomar en cuenta sus alegaciones, pero no integrarlas con razonamientos favorables a su posición, que pudiera desprende la Corte del proceso mismo?

8. Justicia y seguridad pública

Igualmente se halla en el futuro próximo de la jurisprudencia de la Corte el examen más fino, con todas sus consecuencias, de un punto que ya ha surgido en resoluciones del tribunal, a saber: la armonía o el equilibrio entre la justicia y la seguridad pública, a partir de la idea -expuesta en varias sentencias- de que "el sistema procesal es un medio para realizar la justicia... y ésta no puede ser sacrificada en aras de meras formalidades". Este criterio fue acogido por el tribunal para resolver cuestiones de procedimiento, evitando rigores formalistas, pero al mismo tiempo previniendo peligros relevantes, que no serían admisibles, para la seguridad jurídica. Este asunto se puede proyectar fuertemente sobre la estructura entera del procedimiento.

9. Reparaciones

Entre los temas importantes de la jurisprudencia en formación, que ya ha incursionado en asuntos de tan subida relevancia como el proyecto de vida y las autoamnistías, figura la sistematización del régimen de reparaciones, a partir de lo que pudiera denominarse una "teoría general del agravio y de sus consecuencias naturales". De aquí provienen diversas categorías; algunas ampliamente examinadas por la Corte, otras en proceso de elaboración:

a) Garantía actual y futura, que es una suerte de "reparación previsora", valga la paradoja que se deduce de los propios términos de la Convención: se repara la inseguridad o vulnerabilidad resultante de una violación cometida.

b) Indemnización, que abarca daño material y moral, así como precisión sobre los beneficiarios -que enlaza con el concepto de víctima, directa e indirecta, pero también con la noción de derechohabiente, externa a aquel concepto-, integridad de la indemnización y costas procesales.

c) Daño al proyecto de vida, que ya mencioné.

d) Medidas de derecho interno, que tienen que ver con actos de cualesquiera autoridades: ejecutivas, legislativas y judiciales, además de la actividad imputable a los órganos autónomos.

e) Deber de justicia penal: esencialmente, investigación, procesamiento, sanción y ejecución.

f) Satisfacciones: de carácter honorífico.

g) Otras medidas: así, la disposición de beneficios sociales que pudieran alcanzar a las víctimas y a otros sujetos.

10. Cumplimiento de las resoluciones de la Corte

Concluyo esta breve relación de temas de la justicia interamericana sobre derechos humanos con la referencia a uno de sus puntos más delicados, de indispensable consideración. Me refiero al cumplimiento de las resoluciones de la Corte. Ese cumplimiento, asociado a la supervisión pertinente, forma parte regular de la juurisdicción: correspondería a la coertio y a la executio de la idea clásica de la jurisdicción.

Empero, el proceso ejecutivo plantea problemas específicos en el plano internacional y trae consigo la posibilidad de un déficit de cumplimiento que podría poner en grave riesgo la operación del sistema, y a la postre su propia existencia. Este asunto reclama una atención política esmerada y eficiente. Excede las posibilidades de la Corte Interamericana. Se halla, más que en el proceso judicial, que pronto agota sus posibilidades, en la política, y por ende mejor en la Organización de los Estados Americanos, entidad política, que en la capacidad de la vertiente jurisdiccional del sistema.

Por lo anterior, se ha planteado considerar algo más que la norma contenida en el Estatuto de la Corte, que permite a ésta -y además le ordena- informar a la Asamblea de la Organización sobre el incumplimiento de las resoluciones judiciales; acaso será necesario trabajar de nuevo esta materia y localizar el producto de ese trabajo reflexivo en normas nuevas o en un protocolo de la Convención, precisamente para asegurar a tiempo lo que tanto conviene asegurar: el futuro del sistema interamericano de tutela de los derechos humanos.

* Versión ampliada de la intervención del autor en el II Curso Interamericano: Sociedad Civil y Derechos Humanos, Instituto Iberoamericano de Derechos Humanos, San José, Costa Rica,, 13 de noviembre de 2000. En este texto, se ha tomado en cuenta el nuevo Reglamento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, aprobado el 24 de noviembre de 2000 durante el XLIX Periodo Ordinario de Sesiones de aquella, celebrado del 16 a 25 de noviembre de 2000 y que entrará en vigor el 1 de junio de 2001 (art. 66).
** Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas y Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México.