SEGURIDAD CIUDADANA Y REFORMA DE LA JUSTICIA PENAL EN AMÉRICA LATINA

Mauricio DUCE *
Rogelio PÉREZ PERDOMO **

Palabras clave: seguridad pública,, justicia penal,, proceso penal,, policía., Descriptors: public security,, criminal justice,, criminal procedure,, police.

SUMARIO: I. Introducción. II. La reforma de la justicia penal en América Latina. III. Seguridad ciudadana e impacto de la reforma de la justicia penal. IV. Conclusiones. V. Bibliografía.

I. INTRODUCCIÓN

El propósito de este trabajo es discutir algunos aspectos de la relación entre la seguridad ciudadana o personal y la reforma de la justicia penal en América Latina. Tanto sobre seguridad ciudadana y sus problemas correlativos de delincuencia violenta y temor al delito, como sobre la reforma judicial, hay abundante bibliografía. Este ensayo, que se coloca en la tradición de derecho y sociedad o sociología del derecho, pretende plantearse las relaciones entre ambos temas, lo cual ha sido menos explorado.

La justicia penal, o más ampliamente el sistema institucional penal, es considerado generalmente como parte muy importante de la reacción social al delito o a la inseguridad. En una perspectiva didáctica tal esquema de relación puede estar justificado. Para el tema que vamos a analizar, plantearse que la reforma a la justicia penal es una reacción o respuesta a lo que está ocurriendo en materia de delincuencia sería una simplificación extrema y una negación de la complejidad de procesos sociales relativamente independientes. Nuestro postulado es que ambos son fenómenos sociales con una cierta dinámica propia. En otras palabras, justicia penal no es sólo derecho (principios, regulaciones), sino complejos procesos sociales y organizacionales; y la actividad delictiva no es enteramente un proceso social que pueda ser entendida sin refe-rencia a las regulaciones, procesos e instituciones del derecho.

El presente ensayo esta dividido en dos partes. En la primera analizaremos la situación del proceso penal en América Latina con anterioridad al proceso de reforma. Nos parece que para tener una comprensión del actual proceso de transformación de la justicia penal en la región, resulta indispensable tener una visión acerca de lo que es objeto de reforma. Luego daremos cuenta del estado actual del proceso de reforma y de sus principales componentes. Uno de los objetivos de esta primera parte es destacar el hecho que la reforma de la justicia penal no es una mera reacción a cambios en el dominio de la actividad delictiva. En la segunda parte presentaremos lo que sabemos sobre seguridad personal y analizaremos las posibilidades de la reforma de la justicia penal para resolver algunos de los problemas sociales vinculados con este tema.

II. LA REFORMA DE LA JUSTICIA PENAL EN AMÉRICA LATINA

Los juristas usualmente distinguen dos aspectos en el tema general de la justicia penal. Uno, que tradicionalmente ha concitado la mayor atención, es el llamado derecho penal, que estudia los principios y reglas que conciernen a los delitos y las penas. Su texto legislativo básico es el Código Penal y la producción intelectual o académica (que los juristas llaman doctrina) es muy abundante. El otro concierne al proceso o acciones que van desde el descubrimiento del delito a su castigo. Se llama a su estudio el derecho procesal penal. Su texto legislativo básico es el Código Procesal Penal, conocido también con otros nombres, como por ejemplo Código de Enjuiciamiento Criminal. En el ámbito académico (en nuestra tradición jurídica) el estudio de este tema ha sido tradicionalmente un pariente pobre del derecho penal.

Ambos códigos vienen de la tradición europea. La codificación en la forma moderna que hoy conocemos fue una tarea del siglo XIX y fue casi simultánea en Europa y América Latina. Los códigos penales europeos tuvieron una rápida repercusión en la América Latina y la conceptualización de delitos y penas siguió muy de cerca los cambios hasta el punto que el pensamiento penal puede considerarse común a ambos continentes.1 Como veremos luego, no ocurrió lo mismo con los códigos procesales penales donde puede hablarse de una dinámica completamente diferente a la europea, tema sobre el cual existe una persistente confusión de parte de la doctrina procesal tradicional en la región e incluso en los estudios comparados.

Para la perspectiva de este ensayo, la parte procesal del derecho es la más importante pues es la que se refiere al derecho en acción. Nuestra perspectiva nos lleva igualmente a poner atención a los elementos del proceso que no están en los documentos procesales (o expediente) o en lo que puede percibirse en las salas de audiencias. El proceso que nos interesa tiene una dimensión más amplia: tiene que ver con la criminalización que comienza con la acción policial y también con lo que ocurre después de la sentencia: la dimensión de tratamiento del delincuente. Por esto, cuando hablamos de reforma de la justicia penal nos referimos al proceso en el sentido amplio mencionado. El derecho penal, en el sentido de los principios y reglas que aparecen en el Código Penal o que han sido elaborados por los académicos o los más altos tribunales, tiene una importancia mucho menor que las acciones cotidianas de policías y jueces de primera instancia, que son las que definen lo que es delito en la práctica y cómo se trata a quienes se imputa un delito o quienes han sido definidos como delincuentes.

1. El proceso penal en Latinoamérica antes de la reforma

El proceso penal latinoamericano tradicionalmente ha sido definido como proceso inquisitivo. Este apelativo se refiere al diseño general del sistema y particularmente al papel del juez en el mismo: éste no sólo es encargado de juzgar sino que también de dirigir la investigación que busca esclarecer la verdad de los hechos delictivos.2 En el proceso penal inquisitivo hay dos personajes claves: la persona a quien se le imputa un delito (imputado o reo), que es el objeto de persecución penal, y el mismo juez. Otros roles importantes son los de la policía, que se concibe como un colaborador del juez en la investigación, y los del fiscal del Ministerio Público. Este es un personaje teóricamente independiente que representa a la sociedad. Su papel es acusar o hacer cargos, es decir, calificar el delito, si considera que el imputado lo ha cometido, y solicitar una pena. Finalmente, el otro personaje importante es el defensor del reo. Sin embargo, en el proceso inquisitivo el papel de la defensa es limitado. El imputado es concebido como un objeto del proceso más que como un sujeto de derechos. Así, la investigación (o sumario) es secreta, aún para el procesado. Éste puede ser detenido e interrogado, aunque no se le informe cuál es el delito que se le imputa. El tiempo de la detención está limitado y la investigación tiene que terminar con un auto de procesamiento, que puede denominarse auto de detención si el juez ordena la llamada detención preventiva.

En el procedimiento inquisitivo de la tardía Edad Media y del llamado Antiguo Régimen en Europa, la tortura se usaba corrientemente como método de obtener información fidedigna, y el juez podía llegar a dictar sentencia sin que el imputado tuviera una oportunidad real de defenderse.3 Esa oportunidad fue establecida luego en una etapa del proceso en el que se le informa al imputado los motivos de la detención, se le hacen cargos, y se le permite presentar sus argumentos y pruebas. Esta segunda fase del proceso, donde supuestamente se desarrolla el juicio o un debate, ha sido llamada plenario. A diferencia del sumario, es pública. Sin embargo, en la práctica tal publicidad se ha reducido a que el procesado tiene acceso limitado a los documentos del proceso. Además, salvo excepciones, el público puede asistir a los actos procesales y revisar las actas y documentos del expediente. Esta etapa del proceso, en muchos países de la región, está constituida por un conjunto de actos escritos en donde no existe una confrontación real entre las partes con presencia del juez o en donde ellas no tienen la posibilidad real de examinar y contraexaminar testigos. En la mayor parte de los países de América Latina no ha existido un juicio oral en los términos en que modernamente se entiende tal concepto.4

La tradición procesal penal anglosajona fue bien distinta. Ellos no conocieron el proceso inquisitivo que fue una innovación en Europa a partir del siglo XIV. El proceso que se desarrolló en Inglaterra se ha denominado acusatorio. Originalmente dicho proceso comienza con una acusación de una persona privada, sin embargo, hoy también de un representante de la sociedad, que se ha llamado fiscal. El juez actúa como un director o árbitro del proceso oral, público y contradictorio, y la decisión corresponde a un jurado. Nótese que el fiscal tiene un papel muy importante: genera el proceso con la acusación y tiene a su cargo proveer las pruebas.

A raíz de la Revolución francesa y los cambios liberalizantes en Europa de comienzos del siglo XIX, el proceso penal europeo continental introdujo cambios importantes, garantizando mejor el derecho de defensa, creando al Ministerio Público moderno, estableciendo un juicio oral y contradictorio como etapa central del procedimiento e instituyendo el jurado para un número importante de casos. Por eso se habló de un proceso mixto, con elementos inquisitivos y acusatorios. Los elementos inquisitivos fueron predominantes en la etapa de investigación y los acusatorios en la etapa de juicio.

En América Latina los códigos procesales penales, no obstante haber sido adoptados por la mayoría de los países durante la segunda mitad del siglo XIX, es decir, después de la reforma producida en Europa, permanecieron más vinculados a la tradición inquisitiva anterior. En la mayor parte de los países de la región, el fiscal tiene (o tenía) un papel muy poco importante. Le corresponde presentar los cargos, pero el juez no está limitado por éstos. También puede promover nuevas pruebas, pero el juez también puede hacerlo, pues no pierde sus facultades de buscador de la verdad. El limitado rol del fiscal en el contexto del sistema inquisitivo latinoamericano llevó a Chile a suprimir tal institución (1927) y entregar a un mismo juez el peso total de investigación, calificación y decisión del caso. En otros países, la existencia de fiscales no pasó de ser algo más que una simple formalidad.5

En varios países, como Chile, Paraguay, Uruguay y Venezuela no se distinguió siquiera entre el juez instructor, que conduce la investigación, y el juez que decide en sentencia, una distinción que se consideró muy importante en Europa para efectos de separar funciones y asegurar mejores condiciones para la imparcialidad del tribunal.6 Sólo muy pocos países han conocido el jurado de manera más o menos permanente (República Dominicana entre ellos), aunque varios lo han tenido, o han tenido la legislación que los prevé por determinados periodos de tiempo. Estos elementos han generado una concentración de funciones en la persona del juez del crimen que difícilmente puede encontrar parangón en otras regiones.

Otro rasgo del proceso penal latinoamericano es su carácter escrito. Los actos procesales son ocasiones formales y frecuentemente en ellos simplemente se leen o se consignan los documentos que las partes o el juez han preparado. De esta manera, las actas procesales son el eje del proceso y en la práctica se da muy poco contacto entre el procesado y el juez. De hecho, muchos actos que deben ser presididos por el juez, conforme al código, no lo son, sino que se realizan ante un empleado del tribunal. Luego el juez lo firma, como si hubiera estado presente. Esto es lo que se conoce como delegación de funciones judiciales y ha sido tradicionalmente uno de los problemas del proceso inquisitivo más extendidos en América Latina.7 Este rasgo escrito le da un carácter extremadamente formalista al proceso. Si el juez no llega a firmar el acta, el acto es nulo; pero que el juez no haya estado presente no afecta para nada su validez (siempre que esté firmado por éste).8 El proceso está asociado con enormes pilas de documentos escritos (el expediente), no con actos orales. Ya hemos indicado que, por regla general, en América Latina no ha existido un juicio oral, público y contradictorio, incluso en la supuesta etapa de juicio. Esto marca una diferencia fundamental con el proceso reformado europeo que comenzó a aplicarse en dicho continente a partir del siglo XIX.

Un último rasgo que conviene destacar es la posibilidad de apelación de numerosas decisiones dentro del proceso. En cierta medida, esto es una forma de balancear el poder del juez que conoce la causa, fortaleciendo el poder de otros jueces que están jerárquicamente supraordenados. Para las decisiones más importantes, y aunque las partes no apelen, la intervención del juez superior es obligatoria, mediante un mecanismo llamado consulta. Esta característica es igualmente típica del proceso inquisitivo más tradicional e implica un deseo de control jerárquico de los jueces por parte de sus superiores, enfatizando así el carácter piramidal y jerárquico de la organización de la justicia en la región.

Una pregunta inevitable es por qué los países de América Latina permanecieron más vinculados a la tradición inquisitiva y no adoptaron las innovaciones que se realizaron en los países europeos que frecuentemente fueron sus modelos y, en particular, fueron sus modelos para el derecho penal sustantivo. La diferencia estaba, como hemos visto, en una mayor garantía de los derechos de defensa, en una relativa limitación del poder del juez, en la introducción del juicio oral y la regulación del jurado o participación ciudadana en el procesamiento.

La respuesta puede ser matizada según los países, pero pareciera que por regla general, la diferencia muestra la menor importancia o impacto que el Código Penal tiene en los procesos de criminalización en la práctica del castigo. Por ejemplo, Perú en 1924 adoptó el Código Penal suizo, el más innovativo y liberal de Europa. Naturalmente las sociedades eran diferentes. En particular, Suiza no tenía tantos indígenas analfabetos como el Perú (que el Código clasificó en salvajes, semicivilizados y civilizados para los efectos de la responsabilidad penal), ni el Perú podía ni tenía la disposición de hacer inversiones importantes para el tratamiento de los penados, como lo hizo Suiza. La consecuencia es que el Código Penal, tal como ha sido entendido y aplicado en el Perú, resultó mucho más represivo que como ha sido leído y aplicado en Suiza.9

En el caso de los códigos procesales, los proponentes en varios países expresaron explícitamente que dado el estadio civilizatorio de nuestras sociedades no podían acogerse las innovaciones que eran frecuentes en Europa. ¿Cuál era esa diferencia civilizatoria? Básicamente era una: la composición social hacía que la pequeña elite europeizada sintiera que demasiadas garantías para la defensa de los imputados, que en su mayoría iban a ser personas de los grupos sociales con menor educación y más susceptibles de indisciplina, podrían ser contraproducentes para garantizar el orden social. De la misma manera, instituir jurados en la cual gente común, eventualmente de bajo nivel educativo y propensos a la indisciplina ellos mismos, juzgaran a lo procesados, hacía temer que no fueran lo suficientemente severos con quienes hubieran cometido delitos. Las múltiples posibilidades de apelación o consulta también reflejan el deseo de controlar aún a los jueces, para evitar que se desvíen de la norma. Estas razones se disfrazaron de varias maneras: por ejemplo, en Chile se argumentó que la pobreza del país y el aislamiento de vastas porciones de su territorio no permitían la aplicación de un sistema más civilizado.

Es importante destacar ahora dos aspectos. En primer lugar, el esquema básico del sistema inquisitivo adoptado por los países latinoamericanos durante el proceso de codificación en el siglo XIX representa un modelo de continuidad respecto al sistema aplicado durante el periodo colonial. En segundo término, este sistema ha regido sin mayores modificaciones en la región hasta el actual proceso de reforma en donde se han introducido cambios sustanciales, según veremos más adelante. La causa de esto no se encuentra en una pura inacción u olvido. De hecho, la mayoría de los países de la región han realizado reformas durante el siglo XX, las que,

por regla general, no significaron cambios del modelo inquisitivo vigente. Es por esta razón que se puede afirmar que el sistema inquisitivo en América Latina tiene cerca de 500 años de vigencia.

Éstas son las grandes líneas del proceso penal latinoamericano y una explicación socio política muy general sobre por qué se mantuvieron sus rasgos inquisitivos más represivos. La separación del modelo normativo que el proceso penal europeo está vinculada a estos aspectos socio políticos señalados. Destaquemos ahora, en primer lugar, dos características específicas que pueden ser consideradas disfuncionales: una es la excesiva duración de los juicios y otra el número muy elevado de presos sin condena. Estos rasgos no son patrimonio exclusivo del proceso penal en América Latina: en muchos otros países fuera del continente e incluso con sistemas diferentes es posible oír críticas similares. Sin embargo, creemos posible afirmar que el diseño del sistema inquisitivo es una causa importante de estas disfunciones. Junto con este aspecto ideológico, en buena medida las disfunciones pueden ser explicadas como consecuencia de la forma como se conduce el proceso en la práctica en la región. El proceso es conducido por jueces y otros operadores del sistema conforme a una rutina negligente que tiende a ser muy lenta, desobedeciendo incluso los lapsos establecidos formalmente en los códigos. Esa lentitud y negligencia sólo se rompe cuando hay abogados u otras personas que pueden poner presión para que se dé prioridad a la solución de determinados casos.10

El otro rasgo está parcialmente vinculado a éste: el número elevado, generalmente mayor del 50% de procesados detenidos, que más dramáticamente han sido llamados presos sin condena.11 Técnicamente son personas inocentes, pues no han sido condenadas. Sin embargo, debe notarse que en todo sistema penal hay un número de personas sometidas a proceso que están detenidas porque están acusadas de delitos graves y las autoridades pueden

temer que no se presenten al juicio. Lo anómalo es que una proporción muy elevada de los presos sea de procesados y no de condenados. Esto revela que concurre una mentalidad muy represiva en la legislación y los jueces, que prefiere la prisión a otras medidas de aseguramiento y una duración prolongada de los procesos. La concurrencia de estos dos factores es necesaria: si se es muy represivo pero muy rápido en el procesamiento, los condenados serán muchos más que los procesados en términos relativos. Si se es muy lento, los procesados van a tener un peso significativo, sólo si los jueces usan frecuentemente la prisión preventiva. Estos rasgos no son consecuencia exclusiva del sistema inquisitivo sino que corresponden a la idea central que los sometidos a proceso penal son socialmente peligrosos mientras sus conexiones sociales no demuestren lo contrario, y que requieren que se los discipline más allá de lo estrictamente necesario conforme a los principios legales.

Otra disfunción importante, que muestra cuán lejos está el modelo jurídico de las realidades cotidianas, es la importancia central de la policía. En la práctica, no es cierto que sea el juez quien dirige la investigación. Es la policía. Ésta sólo va ante el juez para legitimar una detención ya practicada o para que autorice una actuación que lo requiera, como el allanamiento de morada. Del resto, la policía reúne las pruebas e indicios y pasa el caso al juez, junto con el detenido, cuando lo considera "resuelto" policialmente. Pero el sistema genera una cierta solidaridad del juez con el trabajo policial. Algunos estudios empíricos dan cuenta que los jueces ejercen escaso o nulo control de la actividad policial, incluso en caso de denuncias por apremios psíquicos o físicos.12 Veremos que este papel de la policía y esa relación con los jueces propicia abusos importantes.

2. La reforma procesal penal en América Latina

Hemos descrito el sistema procesal penal que la mayor parte de los países latinoamericanos han comenzado a cambiar o planean hacerlo en el futuro próximo. Las críticas al proceso penal fueron acumulándose, tanto por parte de los especialistas en la materia, a quienes preocupaba el atraso respecto a Europa, como por los interesados en los derechos humanos, a quienes preocupan los abusos y faltas de garantía en los procesos mismos y en los centros de detención.13

El primer código procesal de la región que significó un cambio significativo respecto del modelo inquisitivo imperante fue el adoptado por la provincia de Córdoba en Argentina en 1939 que introdujo el juicio oral. Otras provincias argentinas siguieron este ejemplo en los años siguientes. En 1972, Costa Rica reformó su proceso penal adoptando las grandes líneas de la reforma de Córdoba. En 1986 se publicó el proyecto federal de reforma procesal penal en Argentina (conocido como el proyecto Maier) que ha sido enormemente influyente y que sirvió de base para un código modelo propuesto por el Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal en 1988. Ambos textos han sido la base de los nuevos códigos en la región. El movimiento ha tomado una gran aceleración en la década de 1990. La reforma colombiana y la federal argentina entraron en vigor en 1992, en Guatemala en 1994. En el caso de Costa Rica y El Salvador la reforma entró en vigor en marzo y abril de 1998, respectivamente. En Venezuela, en julio de 1999. En Chile, Paraguay y Bolivia hay proyectos pendientes de aprobación en el Congreso y prácticamente en todos los demás países latinoamericanos hay debates y proyectos de diversa índole.14

Es importante destacar que en el caso de muchos países la reforma no es vista sólo como un mero cambio legislativo del proceso penal sino como un cambio en la totalidad del sistema de la justicia penal. Por esto hay reformas o ajustes dentro de la reforma. Colombia y el sistema federal argentino, por ejemplo, se encuentran en esta fase que puede denominarse de profundización y corrección de las reformas.

Estas reformas en los distintos países de América Latina no son independientes entre sí. Las ideas centrales son las mismas: el paso del modelo inquisitivo a uno de marcados componentes acusatorios, oralidad, renovada importancia del Ministerio Público, reconocimiento de garantías en favor del imputado, reconocimiento de derechos en favor de las víctimas, incorporación del principio de oportunidad, etcétera. Esto no es debido al azar. No hay duda alguna que los reformadores han tenido muy presente las ideas y el texto del modelo de código propuesto por el Instituto Iberoamericano. Hay líderes intelectuales que son muy reconocidos, como Julio Maier y Alberto Binder, usualmente llamados como expertos por los distintos países, y que han tenido gran influencia en el desarrollo del movimiento de reforma en el ámbito regional.

El movimiento pro reforma no se apoya sólo en fuerzas intelectuales. Varios organismos internacionales o multilaterales lo apoyan con recursos económicos y expertos. El Instituto Latinoamericano de Naciones Unidas para la Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente (ILANUD) se reconvirtió en la década de 1980 en un centro de apoyo a la reforma judicial. En varios países latinoamericanos la Agency for International Development de los Estados Unidos ha colaborado muy activamente; en otros países, organismos de cooperación europeos han sido los más activos prestando su asesoría e invirtiendo recursos. Recientemente, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo han invertido o han prestado a los países montos importantes para adelantar la reforma.

La reforma no está concentrada exclusivamente en el proceso y los tribunales penales. Hay una atención creciente sobre el Ministerio Público, los sistemas de defensa pública, la policía y las prisiones. Aún más, la reforma es vista como parte de una reforma más general que involucra a la justicia no penal e, inclusive al sistema jurídico en su totalidad.15 Una de las ideas centrales tras la reforma es que el orden económico mundial más centrado sobre el mercado y donde se espera que la inversión extranjera sea un motor importante de las economías de los llamados mercados emergentes, requiere de esta reforma legal integral que pueda proporcionar seguridad jurídica a los ciudadanos y, sobre todo, a los inversores.16 Este pensamiento ha sido claramente la motivación de los bancos multilaterales para involucrarse en el área de justicia en la región. Sin embargo, también existen otros factores o fuerzas que han sido muy relevantes, por ejemplo, los procesos de democratización experimentados por varios países después de haber sufrido varias décadas de gobiernos dictatoriales o autoritarios, la crítica a sistemas políticos fosilizados en otros, las presiones para la modernización del Estado en su conjunto, la revalorización del papel de los derechos humanos, la imagen negativa acerca del sistema judicial y particularmente de los sistemas de enjuiciamiento criminal. En nuestra opinión, resulta difícil identificar a la reforma como producto exclusivo de uno de estos factores, más bien ella representa una respuesta a todos estos elementos que han tenido distintos énfasis en los distintos países de la región.

Nuestro propósito no es entrar al análisis de ese vasto proyecto de reforma legal sino preguntarnos en qué medida la reforma de la justicia penal puede influir sobre la situación en materia de seguridad personal en el continente.

III. SEGURIDAD CIUDADANA E IMPACTO DE LA REFORMA DE LA JUSTICIA PENAL

Esta parte del trabajo está destinada al análisis de las relaciones entre la reforma procesal penal y la seguridad ciudadana en América Latina. Como hemos señalado, éste es un tema que no ha generado una literatura muy abundante en la región. Esto es especialmente cierto en el tema del impacto posible que dicha reforma puede tener en los problemas vinculados a la seguridad ciudadana como son el creciente temor de la población al delito y el combate de algunas de las manifestaciones más violentas de la criminalidad.

Nuestro análisis está dividido en dos secciones. En la primera caracterizaremos las diversas y complejas dimensiones de la seguridad ciudadana en la realidad regional. Describiremos el alcance problemático de esta tema y algunas de sus principales dimensiones. En la segunda sección desarrollaremos algunos planteamientos sobre la relación de la reforma procesal penal con respecto a la seguridad ciudadana.

1. Seguridad ciudadana y su complejidad

Podría afirmarse que la seguridad personal o ciudadana es percibida como problema en América Latina, aunque con intensidad distinta, según los países. El primer aspecto que se toca cuando se hace esta afirmación es el volumen de la delincuencia y, muy especialmente, de la delincuencia violenta. Sobre esto existe un número considerable de estudios nacionales o de ciudades. Destaquemos aquí sólo que la afirmación implícita es que la seguridad (o mejor dicho inseguridad) ciudadana estaría determinada por el número de delitos violentos cometidos. Un pequeño número de estudios toma un camino inverso: la percepción social de seguridad es construida socialmente. No es el simple número de delitos violentos lo que genera la percepción. Nuestro ensayo tratará de abordar ambos temas en relación con la reforma de la justicia penal.

Sobre el volumen o magnitud de la actividad delictiva existen estudios publicados y proyectos en curso que nos permiten afirmar que América Latina, como región, es muy violenta si se la compara con Europa, Asia, Australia y Norte América.17

La comparación se hace generalmente por el promedio de homicidios, el crimen violento que se toma como indicador principal por disponer de cifras relativamente más confiables que otros delitos. El promedio para la región es de 20 homicidios por cada 100 mil habitantes al año: tres veces la cifra de los Estados Unidos, que es a la vez el doble que la del Oeste de Europa. La variedad en esta materia dentro de la región es enorme: Argentina, Chile y Costa Rica tienen cifras tan bajas como las europeas, mientras que Colombia y El Salvador tienen varias veces el promedio de la región. México, Brasil y Venezuela tienen cifras más o menos cercanas al promedio regional.18

Conviene indicar que la cifra nacional es muy engañosa. Con frecuencia el problema delictivo se concentra en unas pocas grandes ciudades y dentro de ellas en determinadas zonas de la ciudad. Por ejemplo, en Venezuela, Caracas y su área circunvecina (región capital) tienen más de cuatro veces la cifra de homicidios del resto del país.19 En esa área enorme y diversa los homicidios están concentrados en determinados estados y ciudades. Dentro de cada ciudad las áreas de violencia tienden a concentrarse en determinadas zonas y afectan determinados tipos de personas. El ejemplo de Caracas es significativo: los homicidios y las lesiones afectan especialmente a los hombres jóvenes y se concentran en las zonas llamadas de barrios o crecimiento urbano no controlado y sobre todo en el Oeste de la ciudad.20 La excepción más notoria es Colombia donde la violencia está distribuida más equitativamente entre las zonas rurales y urbanas, y Bogotá -la ciudad mayor- está más bien en el promedio nacional.21 Pero la cuestión es saber si, en términos generales, Colombia es la excepción o marca una tendencia a la cual se incorporarán luego los otros países.

Una característica importante de la violencia en la región que nos interesa destacar para efectos de graficar la complejidad del fenómeno en estudio es el carácter institucional o institucionalizado de la misma. Las policías de la región son bien conocidas por los persistentes excesos que generalmente constituyen graves violaciones de los derechos humanos.22 En periodos de dictadura tales excesos son consecuencia de políticas de Estado dirigidas a eliminar o controlar la oposición, pero los abusos existen igualmente tanto en regímenes democráticos como dictatoriales dirigidos aparentemente contra delincuentes comunes. Las muertes en enfrentamientos con la policía son frecuentes, lo mismo que las torturas. Los enfrentamientos con la policía son formas de disfrazar ejecuciones extrajudiciales, pues rara vez resultan heridos los delincuentes (o supuestos delincuentes) o muertos o heridos los policías. La tortura o maltrato sigue siendo un método de investigación frecuente de delitos comunes. Lo que se busca es lograr una confesión que permita inculpar a alguien más fácilmente.

Esta violencia se ha llamado institucional porque es realizada por una institución estatal y conforme a políticas, generalmente no expresadas, de los cuerpos policiales y sus responsables políticos. Un tipo de casos de delincuencia institucional no violenta es la mordida (conforme al término mexicano) o matraca (en Venezuela). Se trata de sumas de dinero generalmente modestas que los policías exigen de los ciudadanos para perdonar una infracción real o imaginaria. Técnicamente son delitos de chantaje. Los jefes conocen de estas prácticas y, en ocasiones, los agentes tienen que compartir el producto con sus jefes. La policía de Buenos Aires existía la práctica de que los expedientes fueran controlados por la policía misma y eventualmente vendidos a los interesados. Estas situaciones, entre otros actos de corrupción y de abusos, han generado sucesivas reestructuraciones y reformas no siempre exitosas.

Aparte de estos casos, que pueden considerarse claramente institucionales, o de perversión institucional, existe un número de delitos que son cometidos directamente por grupos policiales generalmente sin autorización de los superiores jerárquicos. Los escuadrones de la muerte son organizaciones de policías que en sus horas libres acometen labores que ellos consideran limpieza social y que son homicidios de pequeños delincuentes, incluidos niños y jóvenes. Secuestros, narcotráfico, robo de vehículos, son también delitos policiales. Se trata obviamente de delincuencia organizada y que, en cierta medida, usa la organización policial misma, sus armas y privilegios, pero la responsabilidad institucional es menos intensa en estos casos, que, por ejemplo, en las torturas cuya finalidad es también institucional.

Los delitos de la policía no son un fenómeno conocido sólo en América Latina. Muchas sociedades, sino todas, conocen o han conocido tales problemas.23 Lo característico de América Latina parece ser la extensión del fenómeno. Entre las explicaciones que podrían adelantarse está la complicidad de los jueces con los policías que genera el tipo de proceso inquisitivo que hemos analizado y la ineficacia del sistema en términos de lograr sanciones formales para los delincuentes. La marcada estratificación social, con una desvalorización de la vida y el bienestar de los grupos sociales menos favorecidos, y el déficit democrático y de civilidad, pueden ser también elementos de explicación. En muchos casos también existe la herencia de periodos no democráticos en los cuales la policía dispuso carta abierta para prácticas de este tipo u órdenes expresas para realizarlas.

Esto nos lleva al segundo elemento o dimensión de la inseguridad personal que queremos analizar. La inseguridad no es sólo función del número de delitos violentos sino de la manera como socialmente se vive el fenómeno delictivo: el miedo se construye socialmente.24 La relativa independencia de la inseguridad entendida como función del volumen de delitos y como construcción social puede ser apreciada en un estudio que muestra una inseguridad-miedo similar en regiones de Venezuela con indicadores de delincuencia y delincuencia violenta muy diferente.25 La imagen del delincuente también resultó muy significativa: para los caraqueños de clase alta o media, los delincuentes (omalandros) viven en los barrios, tienen el aspecto de personas de clase baja y el temor al delito es en buena parte el temor al otro. Para las personas de clase baja, los malandros viven en los barrios, como ellos, pero son personas que visten mejor, con ropa de marca.26 En Chile existen opiniones especializadas que indican que el crecimiento del temor a la delincuencia en los últimos años no tiene un correlativo en el aumento objetivo del fenómeno delictivo.27 Es decir, la percepción de inseguridad no se encuentra necesariamente asociada a la probabilidad estadística de ser víctima de un delito violento, sino a la construcción social de tal problema y a la percepción de los ciudadanos en torno a la posibilidad de ser victimizados en ese entorno.

Los elementos para construcción pueden ser variados: la comunicación interpersonal, los medios de comunicación social y la misma forma como se produce socialmente el delito. Este último elemento es el que deseamos destacar: cuando una parte importante de la población piensa que la policía no tiene interés en responder a los llamados de la colectividad, o peor, que los mismos policías pueden ser delincuentes, la confianza en la institución se ve afectada y la policía se convierte en fuente de inseguridad. Esto es ciertamente el caso de varios países en América Latina. Al menos en tres ciudades con altos índices de delitos violentos (Cali, Río, Caracas) más de un cuarto de los entrevistados consideró a la policía mala o muy mala.28

Por otra parte, la población no ve en los jueces ni los protectores de sus derechos ni los contralores de los posibles abusos policiales, porque de hecho no actúan como tales. Los jueces son figuras lejanas que hablan un lenguaje extraño y sus decisiones son incomprensibles. Pueden dejar libres a delincuentes peligrosos, previamente condenados por los medios de comunicación social o pueden imponer penas severas a personas que se ven con simpatía. Las distintas encuestas de opinión en los países de América Latina reflejan muy poca confianza en los jueces: en general, reflejan niveles de confianza inferiores al 30%, en comparación con países desarrollados, que en general muestran índices superiores al 40% y, en varios casos, superiores al 60%.29 Dos encuestas recientes realizadas en Venezuela y en Chile dan cuenta de resultados dramáticos a este respecto. Durante enero y febrero de 1998 una encuesta realizada por el PNUD en Venezuela arrojó como resultado que el 85% de la población desconfía de la administración de Justicia.30 Otro estudio venezolano mostró que la mitad de población de Caracas considera a la eficacia de los juzgados como mala o muy mala, y el 36% como regular. La mitad de la población opinó igualmente que la gente debe tomar la justicia por su propia mano.31 En Chile, una encuesta realizada en octubre de 1997 por el consorcio periodístico Copesa y el Departamento de Sociología de la Universidad Católica de Santiago arrojó como resultado que sólo 6.7% de la población manifiesta confianza en el sistema judicial.

Una conversación sostenida por uno de los autores de este trabajo con un preso en la ciudad de Caracas puede reflejar ese sentimiento. El preso indicó que él sabía que si tuviera dinero no estaría preso. A la pregunta de cómo utilizaría el dinero para salir libre, dijo que no tenía ninguna idea, pero que de todas maneras sabía que con dinero podría resolver sus problemas. En otras palabras, no entiende cómo se mueve la maquinaria de la justicia pero cree saber que se mueve con dinero. La población tampoco entiende el propósito del proceso y sus reglas esenciales.

Esto explica la ambigüedad de la reacción social ante la delincuencia y la policía.32 En términos generales, la población de distintas ciudades latinoamericanas con altas cifras de delincuencia violenta está dispuesta a aceptar conductas ilegales de la policía. Conductas como allanamiento de morada o la detención por la mera sospecha de que una persona puede ser un delincuente. Pero la situación no es uniforme. En los países que han vivido dictaduras militares más recientemente, la aceptación de la conducta ilegal de la policía es menor que en los países de una mayor tradición democrática. En otras palabras, la memoria de la represión excesiva contrarresta el deseo de orden a toda costa.

Es similar la actitud frente a la pena de muerte. En la mayor parte de los países de América Latina está prohibida por la Constitución, pero cuenta con una aprobación popular muy conside-rable. El margen de aprobación de la pena de muerte parece incompatible con la desconfianza ante jueces y tribunales, que serían los encargados de administrarla. Podría pensarse que lo que se aprueba es la ejecución extrajudicial.33 Si pensamos que la población también desconfía de la policía la perplejidad tiene que aumentar. Nuestra hipótesis tiene más que ver con la incoherencia de la reacción popular ante problemas sociales. Frente al aumento de la delincuencia violenta, la pena de muerte parece una solución apropiada. Pero si se profundiza, se percibe que no se tiene confianza en ninguna institución para aplicar la pena de muerte. La contradicción es patente para el observador reflexivo, pero no parece presentar problema para quien responde las preguntas de una manera espontánea e irreflexiva.

Como se puede apreciar, los problemas vinculados con la seguridad ciudadana tienen diversas dimensiones que superan la sola respuesta de la justicia criminal. Por consiguiente, una primera conclusión a la que podemos arribar es que no es posible esperar que la reforma de ésta sea una respuesta suficiente a todas las demandas sociales generadas por los problemas de inseguridad objetiva y subjetiva. Esto, sin embargo, no quiere decir que la reforma sea incapaz de producir significativas mejoras con respecto a la situación actual, cuestión que analizaremos en la siguiente sección de este trabajo.

2. La reforma procesal penal como respuesta a los problemas de seguridad ciudadana: posibilidades y limitaciones

En este contexto ¿qué significa la reforma de la justicia penal para los problemas de seguridad ciudadana? Es tal el descontento por la situación de inseguridad y con el trabajo de tribunales y policías que una reforma es muy bienvenida. La reforma se encarga a juristas distinguidos que proponen una modernización del proceso penal, introducen garantías para los procesados, prometen mayor eficiencia en la persecución penal y tratan de disociar el trabajo judicial del policial. La reforma está apoyada no sólo en el prestigio intelectual de sus proponentes sino también por organismos internacionales y la banca multilateral. Si se permite una metáfora: la situación es la de una luna de miel en la cual los cónyuges están contentos y tienen altas expectativas de sus parejas. Veremos a continuación que las expectativas desmedidas es uno de los más serios obstáculos que la reforma deberá enfrentar en el futuro cercano.

Pareciera que uno de los fenómenos comunes en los últimos años en la región respecto al tema que nos preocupa es un incremento en las demandas de la ciudadanía a las autoridades generadas por los problemas de inseguridad ciudadana. El tema se ha transformado en uno de los aspectos más importantes del debate público y político. La prensa ha adoptado este tema como uno de sus predilectos. La agenda de casi todos los gobiernos de la región incluye políticas para combatir este problema. El descontento de importantes sectores de la ciudadanía es aprovechado por sectores opositores a los gobiernos de turno quienes normalmente culpan a ellos de incapacidad para dar respuestas al problema de la delincuencia. En este contexto, la reforma procesal penal ha comenzado a ser utilizada por gobiernos y políticos de distintas vertientes como una de las respuestas institucionales más importantes en el área. Frente a la presión social, gobernantes y la clase política esgrimen una nueva respuesta institucional capaz de resolver los problemas: la reforma procesal penal. Ellos aparecen así, ante la opinión pública, preocupados por solucionar los problemas de la ciudadanía utilizando herramientas eficaces para ello.

Esta reacción no debe ser considerada como una respuesta enteramente falsa. La reforma procesal penal representa una de las reformas institucionales más importantes emprendidas por los gobiernos de la región. Ello no sólo por los cambios a la arquitectura institucional que tal reforma importa, sino también por la significativa cantidad de recursos humanos y materiales que se invierten en ella y por la importancia para el sistema institucional. En este sentido es legítimo que la clase política intente obtener el mayor provecho posible de una reforma de esta naturaleza. Desde el punto de vista del diseño moderno de políticas públicas también es razonable que diversos problemas sociales se intenten resolver con respuestas más holísticas que incluyen al sistema de justicia criminal. Esto es de especial relevancia si consideramos que al menos parte de los problemas de seguridad ciudadana se vinculan al sistema de justicia criminal y parece legítimo exigir que este subsistema estatal dé respuestas en la materia. Sin embargo, el problema comienza cuando la reforma procesal penal se vende por parte de las autoridades como "la respuesta" o como la política más importante en el tema. Es decir, cuando la reforma aparece presentada por las autoridades y por la clase política en general como una panacea que resolverá todos los males en la materia. Lamentablemente pareciera que ésta es la actitud más o menos generalizada en la región. Así, por ejemplo, ocurre cuando las autoridades afirman que la reforma será capaz de sancionar a más delincuentes en forma más rápida incrementando así el costo del delito y disminuyendo las tasas de delincuencia.34

El principal problema que crea esta actitud es que produce un aumento desmesurado de las expectativas sociales con respecto a las posibilidades reales de producir cambios significativos en el área en un corto plazo. Estas altas expectativas pueden generar frustración en la población cuando en el corto plazo la reforma no produzca los resultados esperados. Esto genera el serio riesgo de revertir el proceso de reforma. La reforma requiere de un esfuerzo muy serio de adaptación y del apoyo sustancial de la comunidad y autoridades políticas. Si la ciudadanía presiona a la clase política y al gobierno debido a que no se han producido cambios relevantes, las puertas de la contrarreforma se abren en un momento especialmente delicado y muy vulnerable para el proceso de reforma.

Como hemos señalado, la reforma tiene una capacidad limitada para dar respuesta a los problemas sociales que rodean al tema de seguridad ciudadana, ya que éstos encuentran sus fuentes en problemas que claramente exceden al campo de acción del sistema de justicia criminal. Aun dentro del ámbito del sistema de justicia criminal, en el cual la reforma puede realizar contribuciones de importancia, podemos constatar la existencia de varias dificultades para ello. En primer lugar, la experiencia regional en países que han aplicado la reforma, hace algunos, años demuestra que el proceso de transformación es lento y que no es posible esperar resultados inmediatos durante el periodo en que el sistema se esté ajustando. La transformación institucional, legal y cultural que significa la reforma es de tal magnitud que pareciera ingenuo pensar que de un día al otro el sistema puede ofrecer resultados radicalmente diferentes. Este es un proceso que toma tiempo y requiere el cambio de actitudes y el reentrenamiento de jueces, funcionarios judiciales y funcionarios policiales.35

En segundo lugar, las probabilidades que tiene la reforma de producir mejoras concretas en el ámbito de la seguridad ciudadana, pasan además de ciertos cambios estructurales en el sistema de justicia criminal, por el diseño e adaptación de programas muy específicos orientados al logro de objetivos también muy acotados o por la reorientación de ciertas instituciones del nuevo proceso a esos objetivos concretos. Sin embargo, pareciera que el diseño, adaptación y ajuste de la reforma en los diversos países de la región se ha hecho sin considerar estos elementos. Esto hace que, aun con una reforma racionalmente efectuada, la contribución del nuevo sistema puede ser mucho menor de lo que es posible obtener si se trabaja más específicamente este tema. Eventualmente, puede resultar contraproducente, aumentando las deficiencias y contradicciones del sistema.

En tercer lugar, la reforma no ha significado una transformación de partes del sistema institucional que hemos identificado como una de las fuentes de los problemas de seguridad ciudadana. Nos referimos fundamentalmente a la policía. Lamentablemente ésta no ha sido objeto de preocupación en los procesos de reforma a la justicia criminal en la región.36 lo que probablemente limitará sustancialmente los efectos de los cambios del sistema judicial. Tampoco se está prestando atención adecuada los problemas de tratamiento o castigo.

En resumen, con la reforma ciertos sectores están ofreciendo mucho más de lo que efectivamente puede dar y dentro lo que es capaz de dar no ha habido un trabajo serio de respaldo. En algún sentido, la reforma se encuentra atrapada en un escenario muy desfavorable respecto a este tema.

Ante esta situación, la pregunta que debemos hacernos es si efectivamente la reforma puede aportar algo en el tema de la seguridad ciudadana. Nuestra respuesta es que dentro del marco limitado de acción del sistema de justicia criminal, la reforma es susceptible de realizar importantes contribuciones para combatir los problemas de inseguridad y delincuencia. Ello, sin embargo, no es una consecuencia directa e inmediata de la reforma, sino que supone el desarrollo de varios elementos.

En primer lugar, como lo ha señalado Currie,37 a pesar de la limitada capacidad del sistema de justicia criminal para prevenir delitos, el potencial que tiene el sistema para reducir las tasas de criminalidad es mayor que los resultados obtenidos hasta hoy. En su opinión, el sistema de justicia criminal requiere una reorientación hacia una mayor actividad de prevención que una actividad represiva y también hacia una política de reintegración social de los imputados más que a una segregación de los mismos. Según Currie, un sistema de justicia criminal orientado en tales principios tiene una mayor posibilidad de ofrecer mejores alternativas a los problemas de seguridad ciudadana que las tradicionales estrategias basadas en la represión del delito y los delincuentes, que han sido las principales adoptadas en Estados Unidos en las últimas décadas sin ningún éxito de importancia en la materia. Currie desarrolla más específicamente sus ideas señalando que tres son las áreas claves del sistema que debieran reorientarse si se quiere efectivamente producir resultados en la materia: aumentar la inversión en programas de rehabilitación, rediseñar los objetivos y tipos de sentencias y, finalmente, reducir la violencia en la comunidad por medio del diseño de estrategias policiales más efectivas. En cada una de estas áreas, Currie ejemplifica largamente con diversos programas específicos aplicados en Estados Unidos que dan cuenta del éxito que una concepción diferente al rol represivo del sistema puede generar. Sin entrar en detalle en cada una de estas propuestas, lo que nos interesa destacar es que con una concepción diferente del sistema y el diseño específico de programas orientados al logro de objetivos evaluables y concretos, es posible generar modestos pero a la vez muy importantes avances en materia de prevención.

Transformadas las propuestas de Currie al contexto de la reforma procesal penal en Latinoamérica, se puede anticipar que con un adecuado diseño de los roles que deben cumplir los distintos actores del nuevo sistema de justicia criminal, es posible el logro de avances en la materia. Así, por ejemplo, para orientar las respuestas del sistema hacia la reintegración de los imputados, se requiere un compromiso y actividad coordinada de fiscales y jueces con tales objetivos. También se requiere que mecanismos procesales, regulados en la mayoría de las reformas de la región, como son las salidas alternativas, sean efectuados y utilizados de conformidad con tales objetivos de reintegración social. El sistema debe generar una capacidad mucho más fina para discriminar el tipo de imputados y el tipo de crímenes que conoce, para ofrecer alternativas mayores y más flexibles en casos de imputados que se encuentran con altas probabilidades de reinserción. Si el sistema no es capaz de discriminar en etapas muy tempranas la posibilidad de realizar una intervención positiva, disminuyen o desaparecen los efectos positivos que pueden esperarse de él.

Otro trabajo que se debe tener en cuenta es el relativo a Riego.38 Aunque referido a Chile, las ideas que contiene son fácilmente extensibles a la mayor parte de países en la región. En primer lugar, Riego señala que la reforma procesal penal puede colaborar atacando a los principales factores que contribuyen a generar la percepción de inseguridad en la población. Como hemos mencionado anteriormente, la percepción acerca de la inseguridad no es sólo causada por las condiciones objetivas de la criminalidad, sino que por otra serie de factores. Riego sugiere dos líneas de acción a seguir con la reforma para combatir este fenómeno de percepción social de inseguridad. Una buena parte del problema de inseguridad se basa en la percepción de desorganización, corrupción e ineficacia del sistema de justicia criminal para dar aún las respuestas más elementales frente a la criminalidad. Esto aumenta el sentido de desprotección de la ciudadanía frente a la delincuencia. En este sentido, Riego argumenta que un mejoramiento de la organización y profesionalización del sistema para que éste sea capaz de procesar razonablemente las denuncias, y en el cual cada persona puede recibir alguna respuesta acerca de su caso, podría mejorar sustancialmente dicha percepción. Muy vinculado a lo anterior, Riego argumenta que otra fuente de este problema es la percepción que las víctimas del delito tienen de su experiencia en el sistema judicial. Riego propone que una mejora en el tratamiento de la víctima puede producir un mejoramiento sustancial en la percepción del sistema. Aquí la reforma abre amplias posibilidades para desarrollar programas de atención, información, protección y reparación a víctimas que son desconocidos en los sistemas inquisitivos tradicionales de la región. Como contrapartida, casi la mayoría de los códigos aprobados o en proceso de aprobación en la región incluyen disposiciones orientadas en este sentido cuya realización debe ser trabajada más finamente para que no se transformen en declaraciones retóricas de los legisladores.

Una segunda propuesta de Riego es la de involucrar a los fiscales del Ministerio Público en el trabajo de políticas locales de prevención de la criminalidad. Basado en algunas experiencias norteamericanas y reconociendo que el Ministerio Público no es el principal actor de ellas, Riego propone que tal institución se involucre en el diseño y ejecución de programas locales de prevención.39 Riego argumenta que las experiencias más exitosas en materia de prevención de la delincuencia se basan en un trabajo en lugares físicos delimitados y atacando condiciones sociales o urbanas muy concretas que son fuentes de criminalidad e inseguridad de la población. El Ministerio Público puede reforzar el trabajo de las comunidades locales en la identificación de las condiciones y lugares problemáticos. Dicha institución también puede colaborar por medio del uso de los instrumentos represivos del sistema que se requieren utilizar en los casos más extremos como complemento a las acciones previas llevadas a cabo por las autoridades locales y la comunidad.

Al igual que en las propuestas de Currie, esta segunda línea de acción desarrollada por Riego supone un cambio de orientación del sistema de justicia criminal y particularmente de las políticas del Ministerio Público. Se requiere que esta institución considere el trabajo comunitario de prevención de la delincuencia como una prioridad para la inversión de sus recursos económicos y humanos.

Más allá de los contenidos específicos de las propuestas brevemente presentadas, lo que nos interesa destacar es que ellas muestran importantes aspectos a tener en cuenta en el trabajo futuro de la reforma de la justicia penal en la región. Primero, ellas muestran que la reforma de la justicia criminal es capaz de contribuir en la mejora de la situación de la seguridad pública. Segundo, que esas contribuciones adquieren especial relevancia si el rol del sistema y de sus actores es concebido desde una perspectiva más amplia que la tradicional. Finalmente, ellas dan cuenta que sólo son posibles resultados si es que existe un trabajo de planificación e realización concreta en estas áreas. En suma que los resultados no son un producto automático de la reforma.

IV. CONCLUSIONES

El movimiento por la reforma procesal penal es un fenómeno social y político muy complejo y relativamente reciente que se encuentra en pleno estado de desarrollo sin que aun tengamos claro cuáles son sus resultados. De otra parte, los problemas vinculados a la seguridad pública también son producto de un conjunto de variables sociales que exceden el limitado ámbito de la justicia criminal. Por lo mismo, no puede esperarse que la reforma judicial por sí sola o en conjunción con la reforma policial u otras reformas específicas tenga un impacto decisivo en el conjunto de problemas que están asociados con el número elevado de delitos violentos o con la construcción social de tal fenómeno. Es bien conocido que la delincuencia es un fenómeno complejo y multifactorial que requiere ser enfrentado con aproximaciones holísticas.

En el contexto que hemos descrito el eventual impacto de la reforma puede ser destruido por los escándalos en los medios de comunicación que seguramente van a ocurrir cuando un tribunal reformado ponga en libertad a alguien que los medios (o "la opinión pública") consideren un peligroso criminal que ha cometido un delito atroz. Las presiones para volver a un régimen procesal más represivo van a hacerse sentir. La reforma misma puede fracasar por la falta de comprensión de su propósito.

El gran desafío está en que las autoridades, la clase política en general, los técnicos, los actores del sistema y la población entiendan lo que está en juego. Se requiere también que propugnemos metas modestas y realistas para la reforma, para que evitemos el desencanto que acecha. Si en América Latina se logra una policía menos intemperante y una justicia penal razonablemente eficiente y que sea mejor comprendida por el público, habremos hecho un paso muy importante en la vía de la civilidad, véase de la civilización. Si nos quedamos en reformas legislativas o en reformas institucionales puntuales, discordinadas y no evaluadas, es probable que desperdiciemos una de las mejores oportunidades que han tenido nuestros países para realizar cambios institucionales que se traduzcan un mejoramiento de la calidad de vida de nuestros ciudadanos.

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*Profesor e investigador de la Escuela de Derecho de la Universidad Diego Portales en Santiago de Chile.

** Profesor del IESA, en Caracas, y director académico del Stanford Program for International Legal Studies.

Notas:
1 Jiménez de Asúa, Luis, Tratado de derecho penal, Buenos Aires, Losada, t. I, 1950.
2 Levene, Ricardo, Manual de derecho procesal penal, Buenos Aires, Perrot, 1953; Merryman, John H., The Civil Law tradition, 2a. ed., Stanford, Stanford University Press, 1985, p. 126.
3 Tomás y Valiente, Francisco, El derecho penal de la monarquía absoluta, Madrid, Tecnos, 1969, pp. 182 et ss.; Alonso Romero, María Paz, Historia del proceso penal ordinario en Castilla (siglos XIII-XVIII), Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 1979.
4 Binder, Alberto, Justicia penal y Estado de derecho, Buenos Aires, Ad Hoc, 1993, p. 219; Binder, Alberto, "Crisis y transformación de la justicia penal en Latinoamérica", en varios autores, Reformas procesales en América Latina, Santiago, Corporación de Promoción Universitaria, 1993, p. 69; Riego, Cristian, "El proceso penal chileno y los derechos humanos", Cuadernos de Análisis Jurídico, Santiago, Universidad Diego Portales, serie especial, vol. 1, núm. 4, 1994.
5 Duce, Mauricio, "Criminal Procedural Reform and the Ministerio Publico: Toward the Construction of a New Criminal Justice System in Latin America", Thesis Submitted to the Stanford Program in International Legal Studies at Stanford law School, Stanford University in Partial Fulfillment of the requirements for the Degree of Juridical Sciences Master, 1999, pp. 56 et ss.
6 Ibidem, pp. 37 et ss.
7 Binder, Alberto, Justicia penal..., cit., nota 4, 1993, p. 205.
8 Duce, "Criminal Procedural Reform and the Ministerio Publico: Toward the Construction of a New Criminal Justice System in Latin America"..., cit., nota 5, p. 49.
9 Hurtado Pozo, Luis, La ley "importada". Recepción del derecho penal en el Perú, Lima, Cedys, 1979.
10 Pérez Perdomo, Rogelio, "La durata dei processi penale e i diritti umani. Un problema per l'indagine sociologica-giuridica nell'America Latina", Sociologia dei Diritto, vol. XVII, núm. 1, 1989.
11 Carranza, E. et al., Los presos sin condena en América Latina, San José, Costa Rica, ILANUD, 1983.
12 Rico, José María, Crimen y justicia en América Latina, 3a. ed., México, Siglo XXI, 1985; Jiménez, María Angélica, "El proceso penal chileno y los derechos humanos", Cuadernos de Análisis Jurídico, Santiago, Universidad Diego Portales, serie especial, vol. 2, núm. 4, 1994.
13 Zaffaroni, Eugenio R. (coord.), Sistemas penales y derechos humanos en América Latina, Buenos Aires, Depalma-Instituto Interamericano de Derechos Humanos, 1986.
14 Duce, Mauricio, "Criminal Procedural Reform and the Ministerio Publico: Toward the Construction of a New Criminal Justice System in Latin America"..., cit., nota 5, pp. 70 et ss.
15 Frühling, Hugo, "La prevención del crimen. Notas sobre la justicia penal y la reduc- ción de oportunidades para la delincuencia", Reunión sobre el desafío de la violencia criminal urbana, Río de Janeiro, marzo de 1997.
16 Pérez Perdomo, Rogelio, Políticas judiciales en Venezuela, Caracas, IESAS, 1995.
17 Así, por ejemplo, véase el artículo de Andrew Morrison contenido en este mismo volumen.
18 Frühling, Hugo, op. cit., nota 15; Ayres, Robert L., Crime and violence as development issues in Latin America and the Caribbean, Washington, The World Bank, 1998.
19 Pérez Perdomo, Rogelio, "El Código Orgánico Procesal Penal y el funcionamiento de la administración de justicia", Capítulo Criminológico, vol. 26, núm. 1, 1998.
20 Briceño León, R. et al., "La cultura emergente de la violencia en Caracas", Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales, Caracas, vol. III, núms. 2-3, 1997; Pérez Perdomo, Rogelio, "El Código Orgánico Procesal Penal y el funcionamiento de la administración de justicia"..., cit., nota anterior. Para Río de Janeiro: Soares et al., "Mapeamento de la criminalidade letal", en Soares, L. E. et al., Violência e politica no Rio de Janeiro, Río de Janeiro, ISER, 1996.
21 Rubio, Mauricio, "Criminalidad urbana en Colombia", Reunión sobre el desafío de la violencia criminal urbana, Río de Janeiro, marzo de 1997; Camacho Guizado y Guzmán Barney, 1990.
22 Chevigny, 1995; Oliveira y Tiscornia, 1998; Jiménez, María Angélica, "El proceso penal chileno y los derechos humanos", Cuadernos de Análisis Jurídico, Santiago, Universidad Diego Portales, serie especial, vol. 2, núm. 4, 1994.
23 Chevigny, 1995 Sebba, 1996.
24 Cisneros, Ángel y Zubillaga, V., "La violencia en la perspectiva de la víctima: la construcción social del miedo", Espacio abierto, vol. 6, núm. 1, 1997; Pérez Perdomo, Rogelio, "Medios de comunicación y crimen", en varios autores, Reunión sobre el desafío de la violencia criminal urbana, Río de Janeiro, marzo de 1997.
25 Navarro y Pérez Perdomo, 1991.
26 Cisneros, Ángel y Zubillaga, V., "La violencia en la perspectiva de la víctima: la construcción social del miedo", Espacio abierto, vol. 6, núm. 1, 1997.
27 Mera, Jorge, "Seguridad ciudadana, violencia y delincuencia", Sistema penal y seguridad ciudadana, Cuadernos de Análisis Jurídico, núm. 21, Santiago, Universidad Diego Portales, 1992, p. 12; Riego, Cristian, "La reforma procesal penal chilena", La reforma de la justicia penal, Cuadernos de Análisis Jurídico, núm. 38, Santiago, Universidad Diego Portales, 1998.
28 Briceño León, R. et al., "Comparando violencia y confianza en la policía en tres ciudades de América Latina", Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales, Caracas, vol. 3, núms. 2-3, 1997.
29 Martínez, Néstor Humberto, "Rule of law and economic efficiency", Justice Delayed, Washington, Banco Interamericano del Desarrollo, 1998.
30 PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo), Venezuela: una reforma judicial en marcha, Caracas, 1998, pp. 147 et. ss.
31 Briceño León, R. et al., "La cultura emergente de la violencia en Caracas"..., cit., nota 20.
32 Briceño León, R. et al., "El apoyo ciudadano a la acción extrajudicial de la policía en Brasil, El Salvador y Venezuela", Realidad, núm. 60, San Salvador, noviembre-diciembre de 1997.
33 Caldeira, 1996.
34 Por ejemplo, Exposición de Motivos del Código Orgánico Procesal Penal en Vene- zuela, analizado por Pérez Perdomo, Rogelio, "El Código Orgánico Procesal Penal y el funcionamiento de la administración de justicia"..., cit., nota 19. Esto no quiere decir que la reforma no debe buscar legítimamente convertir a la justicia penal en un sistema más eficiente en la persecución y sanción de los delitos. Nuestro punto es que la reforma normativa por sí sola no aumenta necesariamente la eficiencia ni ésta se traduce automáticamente en una mejora significativa en materia de seguridad ciudadana, según veremos a continuación.
35 Pérez Perdomo, Rogelio, "El Código Orgánico Procesal Penal y el funcionamiento de la administración de justicia"..., cit., nota 19.
36 Rusconi, Maximiliano, "Reformulación de los sistemas de justicia penal en América Latina y policía: algunas reflexiones", Pena y Estado, núm. 3, Buenos Aires, 1998, p. 189; Duce y González, "Policía y Estado de derecho: problemas en torno a su rol y organización", Pena y Estado, núm. 3, Buenos Aires, p. 51.
37 Currie, Elliot, Crime and punishment in America, New York, 1998, p. 163.
38 Riego, "La reforma procesal penal chilena", cit., nota 27.
39 Idem.