CORREA GARCÍA, Sergio J., Historia de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, México, Porrúa, 2001, 1070 pp. *

Con este volumen sustancioso culmina un antiguo anhelo, alcanzado con un esfuerzo que estaba a punto de volverse viejo y quizás estéril. En efecto, de hacer esta historia hablaban los mismos que figuran en ella, personajes de horas que ya son remotas. Más recientemente, la instaron varios que aquí se encuentran y alguno que no está aquí y al que yo recuerdo con especial afecto, como lo ha hecho el autor de esta historia: Gustavo Barreto. Sin olvido de los antecedentes que existen -peldaños en el camino, reconocidos en notas bibliográficas- el mérito de este acierto corresponde al desvelo, el cuidado y la perseverancia de nuestro colega de Academia, Sergio Correa García, quien hizo lo que parecía imposible.

¿A qué género pertenece la obra que ahora se presenta? Se diría que al género histórico, pero prefiero inscribirlo en otro: el biográfico, porque narra un haz de vidas: la existencia de una institución, desde que era sólo idea, y la vida de quienes la formaron. Cada vida particular se halla reflejada en esta vida general, y viceversa. Ocurre lo que con la historia de un pueblo, una nación, una república, que es, en el fondo, la articulación de infinidad de historias que los hombres y los grupos protagonizaron; aquélla y éstas se influyen mutuamente: cada una condiciona a las otras y acaba por ser una parte de ellas.

Hace años, mi maestro de derecho procesal penal, don Niceto Alcalá Zamora, escribió un trabajo semejante, mucho más breve y ajustado: lo tituló Vida y milagros del Instituto Mexicano de Derecho Procesal. Recojo este giro para aplicarlo a nuestra corporación biografiada por Correa: en el volumen que por fin se halla en nuestras manos, se muestra la vida y se expresan los milagros -quizás no todos- de la Academia. Aquélla, la vida, ya es larga, y éstos, los milagros, no son pocos. En este campo habría buena cosecha de sucesos, trabajos y anécdotas. Por lo pronto, Correa recupera información valiosa, la sistematiza, la presenta. Con ello ha brindado un servicio eminente a la Academia y al desarrollo de las ciencias penales que necesitan -como cualesquiera disciplinas- una bitácora en donde registrar sus pasos.

En la historia de la Academia figura, como en una obra dramática que corre en actos sucesivos, el devenir de varias generaciones y de los temas que éstas han cultivado. Todo se explica y justifica a la luz de las circunstancias que dan santo y seña a los individuos y a la institución formada -forjada- por éstos. Surge la Academia en el México postrevolucionario, una república nacionalista y esperanzada. Se quería crear, con entusiasmo, una cultura nacional que diera patria a la esperanza. El derecho formaría parte de esa cultura: sería su producto y su defensa.

En aquellos años -hablo de los cuarenta tempranos- se hallaban en nuevo riesgo el ser humano y la democracia. Era la víspera de la Segunda Guerra, y el derecho penal jugaba su parte en la opresión de pueblos cuya suerte estaba en peligro. Esto genera, naturalmente, un debate que se traduce en alegatos. Es así que la Academia naciente ingresa en el debate y produce sus primeros alegatos: ya no los de sus socios, sino los del conjunto, como una mano empuñada. Alegatos personales y colectivos, con raíz y con destino.

En este caso, primero fue la voz -Criminalia, que nació en 1933- y luego la organización de los voceros. Había impaciencia por subir a la tribuna. Aquellos penalistas, en su juventud madura, tenían cosas qué decir y querían decirlas pronto. Este es un rasgo, por cierto, de muchos esfuerzos juveniles: se organizan en torno al discurso, a la palabra, a la letra impresa. De ahí la proliferación de revistas que serán el sello de identidad, el salvoconducto de sus promotores, redactores y animadores. Con ellas se identificarán, por muchos tiempo, sus lectores.

Hay que desentrañar las razones de una fundación conociendo las razones de los fundadores y las características del contexto en el que actúan: es decir, la geografía genética -valga la expresión- de la que resulta la creación colectiva. Las circunstancias, reacias o propicias, impulsan o resisten, pero en todo caso sugieren. Y los individuos participan, con intenciones a menudo diferentes. Los hay, por una parte, que quieren que la institución fundada sea el espejo de una persona: foro que se despliega en torno a una ambición o un apetito. Y los hay que desean que la institución constituya el espejo de una época y de una generación homogénea y responsable: en otros términos, que las personas circulen en un mismo foro y contribuyan, con sus personalidades, al prestigio y a la vigencia de éste.

Los hombres de Criminalia y de la Academia, verdaderamente notables -cada uno por su cuenta, y más todos juntos-, pertenecían a la segunda especie, digamos a la noble especie: actuaron como grupo y obtuvieron lo que pudo la fuerza del conjunto. Por ello, la Academia trascendió la vida de sus fundadores. Fallecidos éstos, la corporación siguió su marcha, con fuerza y destino propios. A nadie estuvo anclada, ni lo está ahora mismo. Por ello podrá persistir cuando nosotros pasemos y se hagan otras ediciones de una historia que se hallará siempre incompleta, atenta a nuevos capítulos.

Los iniciadores de esta aventura estupenda poseían personalidades favorables a la empresa que emprendieron. Raúl Carrancá y Trujillo, José Ángel Ceniceros, Luis Garrido, Francisco González de la Vega, José María Ortiz Tirado, Emilio Pardo Aspe, Alfonso Teja Zabre, Carlos Franco Sodi, Francisco Argüelles, José Torres Torija, Javier Piña y Palacios y José Gómez Robleda eran hombres de estudio -la reflexión y la pluma fueron sus armas- y estaban formados, en la mayoría de los casos, al calor de instituciones y para servir a éstas con lealtad, convicción y desprendimiento: la Universidad, por una parte, y los organismos de la justicia penal, por la otra. Eso mismo sucedió más tarde con otro conjunto de académicos que acudió a engrosar la lista y el prestigio. Sólo mencionaré a dos entre varios, ya fallecidos: Alfonso Quiroz Cuarón y Mariano Jiménez Huerta, entre los más antiguos y asiduos, que dejaron profunda huella; y a otros dos entre quienes viven, celebrados por todos: Celestino Porte Petit y Fernando Castellanos Tena.

El proyecto de los fundadores era muy claro y necesario: orientar el rumbo de las disciplinas penales en México, a partir del conocimiento puntual de esas materias y de las condiciones del país al que habrían de aplicarse. Existía, pues, un doble propósito anudado en el hilo conductor de la tarea. Por una parte, concibieron un objetivo político: erigir la nueva justicia penal, y en este sentido la época que ellos llenaron fue una etapa constructora. Por otra parte, asumieron un objetivo científico, y con este fin propiciaron la renovación del estudio, de la investigación y de la docencia en las universidades de México. Una cosa fueron las disciplinas penales en nuestro país antes de ellos, y otra, distinta, con ellos al frente.

La Academia inició su renovación indispensable de manera cierta y paulatina, sin trauma ni exabrupto. Las corporaciones elitistas enfrentan y deben resolver un problema difícil: abrir las puertas y las ventanas, y mantenerlas abiertas. La torre de marfil, cerrada herméticamente, acaba por ceder bajo los amagos de ruina. Por ende, hay que franquear las puertas para que ingresen las personas, que son renuevos, y abrir las ventanas, para que ingresen las ideas, que son viento fresco.

La generosidad de los antiguos académicos permitió este relevo apacible y provechoso. Para acreditarlo invoco el ejemplo de quien fuera su presidente durante el periodo más amplio: don Luis Garrido, a quien recuerdo como maestro sabio y benévolo, ocupado en mantener la Academia a través de sus miembros más conspicuos y de los nuevos integrantes que llegaron uno a uno, bajo su estimulante presidencia. Todos se sentaron a la misma mesa y poco a poco fueron cerrando la distancia cronológica y biográfica que los separaba.

Ahora ya están en la Academia los discípulos de los fundadores, y los alumnos de aquéllos. Tenemos una Academia de cuatro generaciones, cuya existencia fecunda se ha documentado en la obra que debemos al colega Sergio Correa García. El porvenir de la corporación depende de lo mismo que la fecundó en el pasado que se aleja, del que este libro ofrece abundantes testimonios. Es decir, depende de la nobleza de las causas que defienda en el espacio de su especialidad científica -como lo hizo otras veces, bajo el signo de la libertad y la democracia-, y de la solidaridad que surja y arraigue entre sus integrantes, sabedores de que las modestas victorias aisladas no se comparan con las grandes hazañas colectivas, y que de éstas, mucho más que de aquéllas, depende el destino de una institución, de una profesión y de una nación inclusive.

La Historia de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, con la que ésta cierra el siglo XX e inicia el XXI -como si así se lo hubiera propuesto, para atar entre sí dos siglos y anunciar el probable arribo de nuevas generaciones- es un libro caudaloso en noticias, reflexiones, testimonios, constancias gráficas, datos curriculares. Quien recorra sus páginas -más de un millar, todas rebosantes- podrá deducir el itinerario de las ciencias penales en México, y por esta vía algo o mucho sabrá de la evolución reciente de nuestro país en su desvelo más viejo, persistente y atareado: la justicia.

Esta historia contiene la extensa galería de los académicos. Muchos retratos son borrosos; se diluyen los contornos; de desvanecen los perfiles. Sin embargo, el observador memorioso reconstruye de inmediato, en la intimidad de su pensamiento, su recuerdo y su reconocimiento, la efigie de cada uno, más intensa en la memoria que en el papel, como conviene a una vida fértil. Si los retratos son borrosos, no lo es la obra que dejaron quienes figuran en ellos. Casi diría que aquí sucede lo que ocurre con el cimiento de una construcción poderosa: no está a la vista, pero sustenta todo el edificio, cuya firmeza depende de aquélla. Nosotros, los que aquí nos hallamos, somos un piso más en la edificación que se propusieron los hombres de los años cuarenta. Llegamos hasta aquí porque ellos construyeron los peldaños.

Debo reiterar la gratitud, el aprecio y el respeto que merece la obra realizada por Sergio Correa García, contra viento y marea. También es preciso reconocer el patrocinio que dio a esta idea nuestro presidente Jesús Zamora Pierce, como el que antes le había brindado Olga Islas de González Mariscal. El criminólogo Correa, en desempeño de historiador y casi de arqueólogo, tuvo que explorar en los recuerdos de muchos académicos y familiares de ellos, reunir documentos dispersos y olvidados, buscar datos entre líneas, resolver vacíos, vencer resistencias, entre otras la del silencio. Nada fácil fue esta tarea, hecha con paciente esfuerzo durante varios años.

Las gratitudes que Correa distribuye en su introducción a esta historia, las merece él mismo. Gracias a su constancia y esmero, nuestra corporación asume el arte y la ciencia de tener memoria, y con ésta, adquiere la posibilidad de referir cómo ha sido la vida y cuáles los milagros de la Academia Mexicana de Ciencias Penales a lo largo de sesenta años bien cumplidos.

Sergio GARCÍA RAMÍREZ

* Presentación en sesión ordinaria de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, México, 2 de abril de 2001