UNA REFLEXIÓN JURÍDICA SOBRE LA MUERTE

Sergio GARCÍA RAMÍREZ *

SUMARIO: I. Los “oráculos” externos y las fórmulas codificadas. II. Derecho a la vida y derechos humanos. III. En torno a la muerte. La ley civil. IV. Muerte y crimen. V. Homicidio. VI. Asesinatos colectivos: crímenes de guerra y genocidio. VII. Suicidio y homicidio consentido. ¿Derecho o deber de vivir? VIII. Eutanasia. IX. Aborto. X. Muertes “arbitrarias”: anarquía y tiranía. XI. La muerte “punitiva”.

I. LOS “ORÁCULOS” EXTERNOS Y LAS FÓRMULAS CODIFICADAS

Estas reflexiones se concentran en la vida, como punto de inicio, y en la muerte, como hecho con el que aquélla concluye: alfa y omega. Las examino desde la perspectiva jurídica, pero ambas desbordan al derecho, aunque éste las prevenga, las acompañe e incluso las aliente o precipite. El orden jurídico no puede resolver por sí mismo cuándo ocurre la vida y cuándo aparece la muerte. Para saberlo, el jurista se vuelve hacia otros “oráculos”, y a partir de ellos codifica sus fórmulas imperativas.

Sería absurdo que estas cosas —datos de la biología, y acaso de la ontología—1 se acordaran por decreto. Por supuesto, el jurista puede pontificar sobre esos extremos, pero cuando lo hace abandona el espacio que le corresponde como profesional del derecho e ingresa en otros territorios. Se desenvuelve como filósofo, teólogo o político, y con estos títulos adelanta versiones y doctrinas y se arriesga en el debate. Entonces dejará de lado las reglas de su dogmática y enfrentará otras dogmáticas que no son su mare nostrum.

No será el jurista quien diga cuándo existe un ser vivo: si a partir de la fecundación, la segmentación, la implantación o anidación o la aparición del surco neural,2 o bien, cuándo aparece el fundamento —que no es jurídico— para que se atribuya a alguien o a algo la calidad de persona —que sí es jurídica— dentro del periodo sujeto al más intenso debate: los pasos que van desde la implantación del óvulo fecundado en la matriz hasta el nacimiento y la primera respiración, que menciona Pérez Tamayo.3

Lo más que el derecho y el jurista pueden hacer, una vez resuelto el tema fuera del espacio jurídico, es elegir uno de esos puntos —y entonces la selección será política— para traer desde ahí las consecuencias jurídicas que debe injertar en el sistema de las relaciones sociales. Es así que la norma recoge expresiones de la ciencia —que hay “embrión” o que éste se ha convertido en “feto”—4 y luego dispone lo que aquél y éste —etapas en el proceso de la vida— significan para el derecho: centros de protección, con abundantes consecuencias.

Otro tanto sucede en torno a la muerte. El derecho se atreve —y ciertamente se atreve demasiado— a permitir o disponer la muerte de un individuo, como lo hace cuando autoriza la privación de la vida en legítima defensa o estado de necesidad, o cuando faculta al juez y al verdugo para resolver y causar la muerte de un delincuente. Pero no puede, porque no tiene competencia para hacerlo, armar discursos acerca del fallecimiento y desentrañar las claves que anuncian el tránsito entre la vida y la muerte. Sólo codifica lo que otras disciplinas le dictan, como puede verse en el artículo 343 de la Ley General de Salud, que aclara cuándo se ha perdido la vida: basta que haya muerte cerebral (fracción I),5 que es lo que muchos científicos y diversas legislaciones identifican con la muerte tout court,6 o bien, se requiere otro conjunto de elementos (fracción II) debidamente acreditados.7

Si esos signos se presentan, ya estamos frente a un cadáver, que ciertamente no es una persona jurídica, ni la sede de ésta, como lo fuera el cuerpo en vida del sujeto. El cadáver, un objeto, se halla sujeto a una regulación jurídica propia, diferente de la que corresponde a otros objetos: está excluido del régimen de propiedad y es merecedor de respeto,8 que se asegura con amenazas penales.9 No olvidemos, sin embargo, que la misma Ley General de Salud supone la existencia de la muerte sólo “para los efectos del Título” de la ley donde aquélla se halla prevista.10 Cabe preguntarse, en consecuencia: ¿es que existen diversas caracterizaciones jurídicas de la muerte, puesto que ésta tiene un alcance tan acotado? ¿Habría una caracterización sólo para el título de referencia; otra para la Ley General de Salud en su conjunto; una más —o unas más— para otros ordenamientos? Difícilmente serían sostenibles las consecuencias a las que lleva tan discutible precisión —imprecisión— de aquella ley sanitaria.

El deslinde no es ni podría ser tan terminante entre el espacio que gobierna el quehacer del médico en el ejercicio de su profesión y el que administran, en el ejercicio de la suya, los aplicadores formales del derecho. Para medir la fuerza normativa y vinculante que poseen los principios o las reglas de la medicina, no ya en el caso de que se hallen acogidos literalmente por el derecho —como sucede en los puntos que he mencionado supra— sino también en aquellos otros que no figuran de manera expresa en el ordenamiento jurídico, es preciso tomar en cuenta que el derecho asigna determinado valor jurídico —y por lo tanto fuerza de vincular y obligar— a la ética médica y a la lex artis para el ejercicio de la medicina y otras actividades vinculadas con la salud humana. Por lo tanto, las disposiciones que el aplicador del derecho —Ministerio Público, tribunales, asesoría y asistencia legal, etcétera— no son apenas las recogidas en la ley de manera directa, sino también las asumidas en forma indirecta: de nuevo, ética y lex artis.11 Hay que tomarlo en cuenta al examinar algunas de las más delicadas cuestiones que se plantean en otros apartados del presente trabajo, a propósito del tratamiento médico y la muerte.12

En suma, el derecho construye sobre un cimiento que otras disciplinas le suministran: cimiento de singular hondura cuando se trata de la vida y la muerte. Dice Teilhard de Chardin que “desde que existe el hombre se ofrece como espectáculo a sí mismo. De hecho, desde hace algunas decenas de siglos, no hace otra cosa que autocontemplarse”.13 En esa contemplación trabaja el derecho, no de la manera y para los efectos que refiere el autor de El fenómeno humano, sino para cumplir su oficio arquitectónico: armar la pirámide normativa a partir de la vida humana y para los fines de ésta.

La historia registra desviaciones de las reglas que naturalmente se deducen de la presencia y la extinción de una vida humana. Una, cuando se desconoce personalidad jurídica a quien es persona humana: el esclavo es cosa, no persona. Dos, si se atribuyen consecuencias de derecho a los movimientos de ciertos seres de la naturaleza. La “grosera interpretación de pasajes bíblicos... o de los Libros Penitenciales” —recuerda el jurista Manzini— hizo posible la formación de procesos en contra de animales: “Se procesaba a los bueyes, a los cerdos, a las langostas, a los gusanos, a los topos”.14 Y tres, porque pese a la sentenciosa expresión mors omnia solvit —más o menos: todo termina con la muerte—, no fueron extraños los juicios contra fallecidos y el castigo de los cadáveres. Tomemos un heroico botón de muestra: en el año 896, el Papa Esteban VI exhumó el cuerpo —o lo que quedaba— de su predecesor, Formoso, lo sometió al juicio del Concilio e hizo ejecutar la condena que distribuyó en el Tiber los restos del infortunado pontífice.15

II. DERECHO A LA VIDA Y DERECHOS HUMANOS

La vida es el eje de todos los derechos. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América reconoció el derecho a la vida en calidad de “verdad evidente”.16 Al desarrollarse el constitucionalismo antropocéntrico17 —que es el constitucionalismo moderno—, se explayaría ese derecho, con unos u otros términos, en buen número de Constituciones, y luego sucedería lo mismo en declaraciones y tratados internacionales de derechos humanos. Sólo mencionaré un par de ejemplos. La Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre reconoce que “todo ser humano tiene derecho a la vida” (artículo I). Y el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos puntualiza: “El derecho a la vida es inherente a la persona humana” (artículo 6.1). Evidentemente, la reflexión jurídica no cesa en este punto; apenas comienza.

III. EN TORNO A LA MUERTE. LA LEY CIVIL

Vayamos a la muerte. La ley sigue a la vida como la sombra al cuerpo: más todavía, se anticipa a ella y la prepara; más tarde, cuando la muerte sobreviene, la ley insiste y recoge, memoriosa. Recuerda los tiempos de la existencia biológica y los prolonga en otras vidas. Es así que el orden jurídico se construye como la cabeza de Jano: con dos rostros, ambos con mirada penetrante y rigurosa: el que observa al pasado y el que atiende al futuro. Esto acontece en la regulación sobre las personas y la familia, los derechos del trabajo y la asistencia, la transmisión de bienes e intereses, el régimen de los delitos y las penas, y últimamente el trasplante de órganos, que es la expresión más gráfica y perfecta de la perduración de una vida. La regulación jurídica remonta, pues, la fronteras entre la vida y la muerte y se esparce, en silencio o con estrépito, sobre los diversos tiempos de la existencia.

En los temas de la muerte coinciden dos visiones y dos experiencias que se solicitan mutuamente. Cultivan una los profesionales de bata blanca, que acuden al sitio en el que se inaugura la vida o se consuma la muerte y ahí despliegan sus buenos oficios. Para ellos, el hecho de la muerte es, de alguna manera, un acontecimiento natural y neutro: no lo califican, sólo dejan constancia sobre el motivo del fallecimiento y las características del proceso que condujo a la muerte, no sin antes luchar a brazo partido, con generosidad y nobleza, para prolongar la vida y mejorar sus condiciones.

Los profesionales de toga negra tienen otra visión y cultivan una perspectiva diferente. En el famoso cuadro de Rembrandt, los asistentes a La lección de anatomía son médicos en ciernes, reunidos en torno al cadáver; pero podrían ser abogados. No discuten sobre el cuerpo del fallecido, haciendo disecciones, sino lo hacen sobre los intereses que éste abandona y las cuentas que dejó pendientes o que otros inician: cuentas de todo género, unas angustiosas, otras placenteras. También estos personajes practican ciertas disecciones con un cuchillo no menos incisivo y a partir de leyes no menos exigentes que la lex artis de la medicina. Lo común a las contemplaciones de la muerte con el cristal del derecho es que ninguna de sus expresiones es neutra —salvo, quizás, la muerte natural de un indigente—: todas poseen tono, sentido y desarrollo.

La muerte, una vez que se agota como hecho biológico, pasa a tener la condición de hecho jurídico. Cuando el profesional de bata blanca se retira y comienza a olvidar, el de toga negra llega y comienza a recordar. Los mineros practican el arte de beneficiar minerales, que convierte la piedra en tesoro. También es posible y frecuente el beneficio de la muerte. Concluido el duelo —o mucho antes— se constituye en mina formal de riquezas y fuente caudalosa de problemas. Adquiere colores, si no por sí misma, sí por lo que representa y genera. Es que no se muere del todo, para recordar el poema de Gutiérrez Nájera: non omnis moriar.18 Pero no es poesía lo que resta, o no lo es para el derecho: lo que sigue es la huella de la vida, que así se prolonga.

Debo dar un paso atrás antes de avanzar en este camino, que recorreré muy brevemente. La ley civil, impaciente o preocupada, se anticipa a la muerte y especula sobre ella para no dejar bienes y derechos al garete. En efecto, regula dos instituciones que trabajan sobre una muerte que no ha ocurrido o que no se ha probado. Me refiero a la declaración de ausencia y a la presunción de muerte. Parecería que el vivo sirve cuando comparece en el escenario de las relaciones sociales, que justifican su tratamiento como centro de imputación de derechos y deberes. Si aquello ya no sucede, se alejan las exigencias y las garantías.

Un hombre puede perder la conciencia y alejarse de la vida jurídica, sin abandonarla, como ocurrió, no hace mucho, a Terri Wallis, de Mountain View, Arkansas, que quedó en estado de coma a los veinte años de edad, y recuperó la conciencia diecinueve años después.19 Otro es el caso de quien se ausenta de pronto, sin dejar huella que permita acreditar su vida o certificar su muerte. Evoquemos a Rip Van Winkle, a quien Washington Irving puso a dormir en las montañas de Kaatskill, a la vera del Hudson, una siesta de dos décadas, tras beber —“trémulo y asustado”— el extraño licor que le ofrecieron sus inesperados anfitriones.20 Pensemos también en las víctimas probables de catástrofes de la naturaleza o contiendas y bombardeos: ni muertos ni heridos, sino “desaparecidos”, una expresión equívoca,

ambigua, que tiene correspondencia en ciertas conductas criminales que sólo cesan cuando “aparece el desaparecido” o se sabe que ha muerto.21

Si el individuo “desaparece” —como dice el Código Civil (artículo 649)—, comienza el camino hacia la muerte en derecho, que tiene varias estaciones: nombramiento de depositario, designación de representante, declaración de ausencia y presunción de muerte.22 Si retorna el ausente y presuntamente muerto, seguramente hallará más cambios de los que encontró su hipotético predecesor: no solamente porque se haya independizado Estados Unidos de América de Inglaterra —como supo, estupefacto, el señor Winkle, “hombre bueno y sencillo”—,23 lo cual puede o no alterar su existencia, sino porque habrán surgido otras independencias o dependencias, que —esas sí— modificarán profundamente lo que le quede de vida.

Regreso al caso de la muerte sabida y probada. En el Código Civil hay un libro —como se llama a las secciones de este extenso ordenamiento— que ostenta un nombre provocador, con doble filo: “De las sucesiones”. En esa sección de la ley se define la herencia como “la sucesión en todos los bienes del difunto y en todos sus derechos y obligaciones que no se extinguen por la muerte” (artículo 1281). Y los derechos y obligaciones que no se extinguen, que sobreviven al difunto y se niegan a la cremación o a la inhumación, son aquellos que corresponden a los bienes de este mundo, que para muchos es el único que existe. Es entonces cuando el fallecido cambia de nombre y se llama, mejor que muerto, de cujus —es decir, aquel de cujus succesione agitur: de cuya sucesión de trata— y los beneficios que produjo inter vivos se transforman en beneficios mortis causae. El tránsito de la riqueza, que corre entre el muerto y los vivos, tiene un boleto de viaje: el testamento. En un tiempo éste poseía un doble carácter, presagioso del orden divino y conservador del orden humano: a sabiendas de lo que se avecinaba al futuro fallecido, incluía primero un capítulo de confirmaciones en la fe y el temor de Dios, confesión de errores y perdones cautelosos, y después daba paso a la distribución de bienes.24 Es posible que Dios aguardara con paciencia el primer capítulo, pero los sucesores difícilmente serían tan pacientes en la espera del segundo.

Muchos supervivientes atisban con ansiedad y esperanza las nuevas relaciones jurídicas: ansiedad y esperanza que provienen de la futura condición de heredero o legatario, y un paso adelante, usufructuario o propietario, o bien, de la probable condición de sucesor en cargos y dignidades: el horizonte, en ambos casos, se despeja. El último suspiro tiene una virtud codificada: transmite bienes y esperanzas. En el famoso cuento de Tolstoi, la noticia de la muerte de Ivan Ilich, el juez instructor, conmovió a sus colegas: “todos le apreciaban mucho”, pero el aprecio no les privó de formularse ciertos proyectos: “La muerte de aquel hombre dejaba una plaza vacante, y esto hizo que todos pensaran en posibles combinaciones”.25 Mayores, por más inmediatas y seguras, son las ilusiones de quienes ya sienten entre sus manos el ala de la fortuna. Tal vez por ello se pusieron tan reflexivos y hasta resultaron tan ingeniosos los herederos potenciales del riquillo orizabeño que no acababa de morir, como refiere Hugo Argüelles en una obra de teatro. Hasta obtuvieron, por adelantado, el certificado de la defunción y pusieron la caja de muerto en un rincón del cuarto del moribundo, “a ver si se anima viéndola”.26

La muerte no puede ser motivo para que se deshaga la riqueza y se disperse el patrimonio, y tampoco debiera serlo para que algunas personas, vinculadas a quien perdió la vida, queden a la intemperie. Por todo esto se armó un tejido formidable para que la muerte no se convirtiera en ruina, ni para la sociedad ni para los acreedores naturales. En el derecho histórico, a este designio obedecieron los mayorazgos y el beneficio de primogenitura, que la legislación surgida de la revolución francesa combatió con ahínco en aras de “la más absoluta igualdad hereditaria”.27 Y en el derecho actual, a eso mismo sirven tanto ciertas instituciones del derecho civil familiar y de seguridad social, así como algunas persistencias de la concentración sucesoria en una sola mano, que ocurre en la sucesión ejidal del derecho agrario mexicano.28

IV. MUERTE Y CRIMEN

Encontrémonos ahora con la muerte en el territorio de los delitos y las penas, que es donde adquiere tonos más intensos. El crimen, los criminales y los castigos entraron pronto al torrente de las preocupaciones sociales. En las buenas letras —pero también en las malas— son temas frecuentes. Los delitos más pavorosos pueblan las obras clásicas, que jamás podrían prescindir de las regiones oscuras del alma, donde el crimen tiene sus pagos. Las tragedias de Shakespeare son un ejemplo soberbio, como la historia de Inglaterra, que no carece de acompañantes, por supuesto, en la galería del crimen. La inmersión en la Divina Comedia es una exploración del pecado, pero también del delito —fundidos, a menudo—, que se expían en los círculos infernales. Si en todos hay violadores de la ley —la divina y la humana—, en el séptimo están los violentos: contra Dios, contra sí mismos y contra sus semejantes. Esta es la residencia de los homicidas, entre otras categorías.29

En la literatura se yerguen, escribe Quintano Ripollés, “los crímenes de los fanáticos teatrales, tratados por Dostoyewsky, los fríos y cerebrales, por Huxley, y los brutalmente pasionales..., por Baroja”.30 Los juicios penales no han quedado fuera de estas exploraciones, ni de antes31 ni de ahora. Hasta se asimila el crimen al arte, o dicho de otra forma, se le observa con fruición estética. En este empeño, se asegura que “un buen asesinato requiere algo más que dos necios, uno que mata y otro que muere, un cuchillo, una bolsa y un callejón oscuro. El plan..., la colocación, la luz y la sombra, la poesía, el sentimiento —sugiere De Quincey— se consideran ahora indispensables para intentos de esa naturaleza”.32 El escritor celebra con predilección al asesino John Williams, quien en 1812 “sembró la desolación en dos hogares, aniquiló a casi dos familias enteras y reafirmó su supremacía sobre todos los hijos de Caín”. Esos asesinatos —pondera— fueron “los más sublimes y perfectos que se hayan cometido nunca”.33

Bajo la luz de los códigos, o a su sombra, la muerte puede ser también un hecho antijurídico punible cuando acontece por la mano de un tercero. Este ya es el mundo del delito, o por lo menos de lo que parece serlo. Y lo es, en consecuencia, de quienes “viven del delito”, como señala Elías Neuman en el rótulo de un libro incisivo:34 los que viven de él, en efecto, con buenas o malas artes, peores o mejores motivos, aprecio o desprecio de sus conciudadanos.

V. HOMICIDIO

El homicidio es el delito violento por antonomasia y quebranta el bien primordial de la vida. Los antiguos criminólogos consideraron que ciertos hechos podían ser considerados como “delitos naturales”, porque siempre y dondequiera se les vería y trataría como hechos criminales. Atentan, se dijo, contra los sentimientos de piedad y probidad, y por eso atacan la existencia misma de la sociedad.35 El máximo delito contra la piedad es el homicidio.

“Es la vida humana el bien jurídico que ocupa el primer lugar entre los valores tutelados penalmente”.36 Por eso tiene también el primer lugar en la mise en scéne de los delitos en el extenso catálogo que figura en los códigos penales, que enuncian los bienes jurídicos protegidos por la amenaza punitiva,37 como se observa en nuestro códigos más recientes: los de Morelos y Tabasco, por ejemplo, y el vigente en el Distrito Federal, de 2002, a diferencia de lo que sucedió en el Código de 1931 —reformado tantas veces que se ese año sólo conservaba la referencia— y acontece todavía en el federal, empeñoso en mantener viva la tarea de los legisladores del siglo XX.38

Cuando los juristas se han atareado en este asunto, cosa que han hecho constantemente, entre tumbos y contradicciones, acumulando leyes y doctrinas que sirven para todo, menos para aligerarnos la carga de la delincuencia, no dejan de asomarse a las causas de la muerte. Aquí hablo de causas en dos sentidos, radicalmente distintos. Uno, el factor que ocasionó la muerte, a través de una relación de causalidad entre determinado hecho y cierto resultado;39 otro, la madeja de impulsos o condiciones que existieron en el autor, en la víctima o en ambos, desplegados de manera súbita o al cabo de un largo proceso deliberativo, preparatorio, en el que se incubó minuciosamente la muerte, o mejor dicho, el futuro homicidio. Ambas cosas, por diversos motivos y con distintas expresiones, atañen al derecho e interesan a las estrechas relaciones que existen entre éste y otras ciencias y técnicas.

Rodion Romanovich Raskolnikov, pieza maestra de la criminología literaria, fragua el homicidio —o feminicidio, como se prefiere decir ahora, alterando con causas de género la neutralidad del idioma— de la prestamista Aliona Ivanovna. Lo hace en su fuero interno y en el escenario exterior. Uno y otro son la circunstancia propicia, el iter necesario. “Una extraña idea acababa de formarse en su mente, obsesionándolo”. Dos cosas le preocupan hasta la angustia: el “desfallecimiento de la voluntad”·y “mancharse las manos con la sangre que corría”.40 Sin embargo —diría Lady Macbeth— aquí hay una mancha de la que estas manos no van a quedar limpias jamás.41

También la víctima participa en la dinámica de los crímenes de sangre. Un largo recorrido media entre la víctima irrelevante y la víctima seleccionada. A ésta se aplicó el primer homicida de la historia. Caín, a quien De Quincey designa como “inventor del asesinato y padre del arte”, no obstante que su fratricidio “no pasó de regular”,42 no mata a cualquiera —aunque en ese momento cualquiera no era decir mucho: sólo estaban a la mano Adán y Eva, además de su hermano—, sino precisamente a Abel. Lo hizo por motivos perfectamente establecidos, que no concurrían en nadie más: celo de la preferencia divina.43 Sobrada razón.

Es igualmente preciso, seleccionado, el destinatario en el homicidio por móviles de pasión: suele ser un episodio que jamás se repetirá. Por supuesto, existen víctimas inesperadas, inocentes absolutos, aunque porten algún elemento que capta la mirada del homicida. Nathan F. Leopold, coautor, con Richard Loeb, de la muerte de Bobby Franks en 1924 —hecho al que algunos calificaron como “crimen del siglo”— no sabía, bien a bien, por qué había intervenido en el homicidio, pero no vacilaba en afirmar que “si a alguien se le ocurriera elegir un chico para raptarlo, Bobby era precisamente el chico indicado”.44 Así que Bobby, que estaba ahí, tenía que morir.

Otra vertiente de esta violencia selectiva se muestra en el asesinato del tirano o, más ampliamente, del gobernante, el poderoso, el hombre “magno”, de donde deriva la expresión magnicidio. Es un crimen político en sentido ascendente: desde la llanura donde se encuentra el simple ciudadano, a cambio de los muchos delitos que se cometen en dirección descendente: desde la cúspide contra los hombres en el llano. El magnicidio, dicen los filósofos y los ejecutores en extraña alianza, trae la paz a los ciudadanos. Carlota Corday asesinó a Marat para dar paz a la patria. Y cuando el presidente del tribunal revolucionario le preguntó, estimulado por esta confesión escueta, si creía haber matado a todos los Marat que había, Carlota replicó sin inmutarse, serena y segura: “Uno de ellos está muerto, acaso comiencen los otros a temer”.45 Esto es lo que los penalistas llamarían —desde la perspectiva del sistema penal público, claro estᗠ“prevención general”.

La calidad y la identidad de las víctimas son, pues, tan relevantes como decisivas: lo fueron para Bruto y sus copartícipes en el homicidio de Julio César; para John Wilkes Booth, quien privó de la vida a Lincoln en el teatro Ford; para el abogado Guiteau, quien mató al presidente Garfield; para Caserio, asesino de Sadi Carnot; para el oscuro trabajador León Szolgosz, quien asesinó al presidente McKinley; para Gavrilio Prinzip, quien atacó en Sarajevo a los príncipes Francisco Fernando y Sofía, y con esto puso la mecha de la Primera Guerra Mundial; para el falso Petrus Kalemen, quien privó de la vida a Alejandro I de Yugoslavia y al ministro Barthou y reanimó la idea de una jurisdicción penal internacional;46 para Jacques Mornard o Ramón Mercader del Río, asesino de Trotsky;47 para el brahmán Nathuram Vinayak Godse, quien privó de la vida a Gandhi; para Lee Harvey Oswald, homicida de Kennedy —si damos crédito al controvertido informe Warren—,48 y por supuesto, para nuestros propios magnicidas, botones de muestra en una historia accidentada: Cárdenas y Pimienta, en los casos de Madero y Pino Suárez; Guajardo, en el de Zapata; Lozoya, Salas Barraza y otros siete en el de Villa; León Toral, en el de Obregón; Aburto en el de Colosio. Por supuesto, De Quincey no pasa por alto la jerarquía del magnicidio. Describe siete “obras espléndidas” de este género y celebra la maestría de sus autores: “¡Qué gloriosa pléyade de asesinos!”.49

En nuestro país persisten altas cifras de homicidio. Algún estudio sostiene, en vista de este hecho, que México es “el país más peligroso del planeta”.50 Si se considera el número absoluto de homicidios, el primer lugar corresponde a la India, con 62,140 en un año, y el quinto a México: 14,947. Pero si se establece la relación entre homicidios y población, considerando aquéllos por cada 100,000 habitantes, México pasa a la cabeza, con una tasa de 17.8. Mientras hubo una tendencia mundial a la baja durante la década de los noventa, en México la tendencia, muy acusada, fue al alza: de 18.7, al principio de la década, a 28.9 al final de ésta.

Empero, las cifras oficiales de la ciudad de México indican un decremento considerable en el número de homicidios intencionales: en 1993 hubo 921 denuncias por este delito, y en 2002 hubo 748. Así las cosas, el promedio diario de homicidios en este último año fue de 2.05.51 Sin embargo, los estudios de percepción sobre el movimiento de la delincuencia no comparten esta visión tranquilizadora: el 15 por ciento de los entrevistados apreció incremento en los homicidios perpetrados en 2001 con respecto a los cometidos en 2000. El 31 por ciento de las personas consultadas se pronunció en el mismo sentido por lo que respecta a los primeros meses del 2002.52

A los homicidios de perfil tradicional se han agregado otras expresiones de este crimen, que ingresan, por ejemplo, en la familia de los delitos en serie dirigidos contra mujeres. Hay precedentes sombríos en la historia natural del crimen: Francisco Guerrero (a) “el chalequero”, a quien el periódico El Imparcial del 17 de junio de 1908 presentó como el “más terrible de los criminales que han existido en México desde medio siglo a la fecha”,53 Gregorio Cárdenas Hernández (a) “Goyo” e Higinio Sobera de la Flor. Pero ninguno de los feminicidios históricos se aproxima siquiera al gravísimo caso de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, Chihuahua: difieren las cifras54 y abundan las conjeturas, pero no hay luz bastante al cabo de los diez años transcurridos entre 1993 y 2003.

Evidentemente, no todos los homicidios responden al mismo patrón: los hay intencionales o dolosos e imprudenciales o culposos, y entre los dolosos se distingue el homicidio simple del calificado. Las razones de la calificación son varias. Algún autor señala: vínculo entre el victimario y la víctima, modo o medios de ejecución, causas o motivaciones, conexión psicológica o finalidad que persigue el delincuente.55 El nuevo código para el Distrito Federal se refiere a ventaja, traición, alevosía, retribución, medio empleado, saña y estado de alteración voluntaria (artículo 138), elenco al que se podría agregar —para integrar la relación de los homicidios con pena agravada— el vínculo familiar, conyugal o concubinario, “u otra relación de pareja”, entre quien mata y quien muere (artículo 125).

En la experiencia cotidiana los crímenes calificados abundan, y se desbordan en las luchas fratricidas, cuando afloran las pasiones y las psicopatías. Calificado, con toda evidencia, fue el exterminio que hizo el notorio general Rodolfo Fierro de los “colorados” prisioneros. Uno a uno fueron cayendo, con absoluta alevosía, con íntegra ventaja, con minuciosa saña: “El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —relata Martín Luis Guzmán— duró cerca de dos horas, irreal, engañoso, implacable... La ejecución en masa llegó a envolverse en un clamor tumultuario donde descollaban los chasquidos secos de los disparos, opacados por la inmensa voz del viento”.56

Matar puede ser lícito, o por lo menos inculpable. Aquello sucede cuando se priva de la vida en legítima defensa, en estado de necesidad o en cumplimiento de un deber, por ejemplo. La ley no exige a nadie el heroísmo o el sacrificio —salvo a quien tiene obligación estricta de afrontar el peligro—, y por eso no hay pena para quien suprime la vida ajena para conservar la propia. De esto hay ejemplos que recoge la historia y narra la literatura, como el homicidio entre náufragos y la antropofagia para conservar la vida de los victimarios, que no podrían salvarse de otra manera.

Edgar Allan Poe relata un hecho de estas terribles características, en palabras de su personaje Arthur Gordon Pym: “Mucho tiempo hacía ya que había pensado que nos veríamos obligados a este espantoso extremo...; lo resolvería la suerte, en una “terrible lotería”.57 Julio Verne siguió la pista de Pym: “no repugna a la razón admitir la realidad de estos hechos —dijo—, por más que la tirantez de las situaciones nos lleve hasta los últimos límites”.58 Y bien que se admita, porque hechos de esa naturaleza, precisamente, se presentaron en la realidad comprobable: el naufragio del barco La mignonette en ruta de Southhampton a Australia. Al cabo de muchos días, tres de los cuatro náufragos resolvieron eliminar al más débil y enfermo para alimentarse con sus restos. Conoció del caso el Queens’s Bench, que condenó a muerte a los homicidas. La reina Victoria, más comprensiva, conmutó esa pena por seis meses de prisión.59

VI. ASESINATOS COLECTIVOS: CRÍMENES DE GUERRA Y GENOCIDIO

En el género amplio de la muerte criminal existen variantes colectivas, las más sanguinarias y tal vez las más reprochables. No siempre se ha beneficiado la humanidad de la enseñanza de las Leyes de Manú, hace mil trescientos años, que establecieron ciertas normas sobre el empleo de armas, la compasión hacia el enemigo derrotado o prisionero y el trato de los heridos,60 que son anticipo de los convenios de Ginebra. Ni siempre se ha reconocido de manera uniforme y eficaz, como lo hizo Grocio en su doctrina de la guerra, que en ésta “caducan todos los derechos”.61 Ahora los crímenes de guerra se hallan entre aquellos sobre los que se extiende la combatida competencia de la Corte Penal Internacional, instalada en La Haya.62

El genocidio —término ideado por el jurista Lemkin— es el apogeo de la muerte criminal. Con ésta se iniciaría la crónica de las atrocidades en el violentísimo siglo XX, que ocupa un lugar oscuro en la historia moral de la humanidad.63 Genocidio inaugural del siglo XX fue la inmolación de un millón de armenios en Turquía, entre 1915 y 1916.64 Después del holocausto perpetrado contra el pueblo judío, la Asamblea General de las Naciones Unidas declaró, el 11 de diciembre de 1946, que el genocidio es un crimen conforme al derecho internacional. En 1948 se suscribió la convención sobre esta materia, de la que México es parte. Hoy el genocidio se halla también bajo la competencia material de la Corte Penal Internacional.65

Añadamos otras matanzas, siempre dentro del género turbio de las “ejecuciones extralegales o arbitrarias”, independientemente de que se caractericen, “técnicamente”, como genocidios: medio millón de civiles en Indonesia; 300,000 en la Camboya de Pol Pot; decenas de millares en Etiopía; un cuarto de millón en la Uganda de Idi Amin; varios millares en Irak y en Chad.66 Súmense países de nuestra América, la exYugoslavia y Ruanda, sin que nada de ello nos distraiga —como sucede a veces— de otro horror histórico: el etnocidio en nuestro continente. Las cifras de Cook y Borah son estremecedoras: la población indígena de Mesoamérica pasó de 15 millones en 1519 a 2 y medio en 1548.67

VII. SUICIDIO Y HOMICIDIO CONSENTIDO. ¿DERECHO O DEBER DE VIVIR?

Al lado de la muerte infligida por otro se halla la causada por propia mano. En la frontera entre ambas circula una borrosa, angustiosa combinación —en proporciones diversas y a menudo oscuras— entre la voluntad del que muere y la decisión de quien contribuye a esa muerte. El suicidio, que abarca desde la muerte del desesperado hasta el sacrificio del mártir o del héroe —si nos atenemos a la extensa definición de Emilio Durkheim—68 trae consigo una cuestión entrañable: la disponibilidad de la propia vida. Disponemos libremente, hoy día, de ciertos bienes que nos pertenecen; pero no hay unanimidad, ni la ha habido nunca, acerca de la disposición de la vida, el supremo bien del hombre.

¿Somos dueños de nuestra vida? ¿Es este un derecho del que podemos privarnos, un bien jurídico que podemos destruir libremente, como cosa nuestra? Cuando se ha recibido ese bien supremo, ¿corresponde a su titular resolver sin condición ni límite si lo conserva, lo dilapida, lo suprime? Además: ¿es obligatorio vivir? ¿Es razonable y justo —puntos que es preciso resolver antes de ensayar formulaciones jurídicas— que el derecho de vivir se convierta en el deber de vivir? Las respuestas que se aporten a estas cuestiones teñirán las que luego se proyecten sobre otros temas principales para el derecho y su justicia: el aborto y la eutanasia, por ejemplo.

Hoy día, el suicidio —cuya incidencia es creciente en México, aun cuando nuestro país ofrece una baja mortalidad por este concepto en el contexto internacional—69 se halla fuera del derecho penal. Sin embargo, no siempre fue así. La consideración religiosa —que subsiste como argumento teológico y moral— pesó en las determinaciones del legislador. En la hora de confusión entre pecado y delito, el pecado de matarse tuvo reflejos punitivos: en este mundo, no sólo en el otro. El suicida, se dijo, usurpa un poder que no tiene. Yavé advirtió: “Yo doy la muerte y la vida”.70 Señaló Tomás de Aquino: “El suicidio es totalmente ilícito”. Fundó la afirmación en varias razones, entre ellas que “la vida es un don de Dios otorgado al hombre, y está sujeto al poder divino, quien es el único que puede decidir de la vida y de la muerte del hombre”.71 Juan XXIII recordó que “la vida humana es sagrada; ya desde que aflora, implica directamente la acción creadora de Dios”.72 Bajo esta corriente de pensamiento, que ha remontado milenios, el Concilio de Arlés, de 452, consideró al suicidio como un crimen nacido del furor diabólico.73 En línea semejante marcha el Corán, que sigue ejerciendo poderosa influencia sobre el derecho y las costumbres de los países de cultura islámica: Dios concede a los hombres “una tregua hasta el término fijado. Cuando el término ha llegado, no sabrán retardarlo ni avanzarlo un solo instante”.74 El señor decide quién ha de morir: nadie se anticipa a sus decisiones.75

Legalmente, morir o no morir es asunto de cada quien, pero el derecho tardó mucho tiempo en asignar estas cuestiones al foro de la conciencia y sustraerlas al foro del tribunal. Hoy nos parecerían distantes de nuestro tiempo y de nuestra cultura —pero sólo hasta cierto punto— las burlas amargas de Petronio o las impaciencias de Werther. De las lecturas de adolescencia llegan las resonancias de aquél, cuando se abre las venas y permite que lo acompañe Eunice: con ellos “perecía —dice el novelista— todo lo que había quedado a su mundo en esa época: la poesía y la belleza”.76 Y sobrevivía Nerón.

Morir era asunto de Werther, uno de los suicidas más famosos en la historia de las letras. El joven Werther, que “jamás había hecho misterio ni ocultado su ardiente deseo de dejar este mundo”, reprochaba la repugnancia moral que evitaba la discusión sobre el suicidio. “¿(P)or qué fatalidad no podéis hablar de una cosa cualquiera sin pronunciar en seguida las palabras: Eso es una locura; eso es juicioso, eso es bueno, eso es malo?”. En seguida, Werther —a punto de tomar su famosa “resolución definitiva”— ofrece una versión sobre el lindero entre la vida y la muerte: “No se trata... de saber aquí si un hombre es fuerte o débil, sino si es capaz o si puede sostener el peso de sus aflicciones así morales como físicas”.77 Pero esto último nos lleva a la puerta de la eutanasia, en su versión característica: muerte que evita el sufrimiento. De esto me ocuparé en el siguiente apartado.

Por supuesto, hay una enorme distancia entre las especies que figuran en la prolija familia del suicidio. Ahora me refiero más bien al que se presenta en casos individuales, por muy íntimas razones. Hay otros: de pareja, de grupo, de muchedumbre, pactados o convenidos, inducidos o espontáneos, que tienen sus propios motivos y su dinámica característica. Así fueron los pavorosos casos de la Guyana, donde murieron 923 personas bajo las órdenes de Jim Jones, y de Waco, en Estados Unidos de América, donde perecieron quemados 86 individuos de la secta davidiana.78 Y los hay heroicos, formidables, en los que muchos hombres optan por la muerte antes que rendir la plaza o caer en las manos de los enemigos, como en Numancia o Massada, uno y otro, por cierto, al resistir las comunidades locales al poder de Roma.

Por lo que hace a la pena, es obvio que no puede afligirse con ella el espíritu del pecador-delincuente, pero se puede —y se pudo— operar sobre su cuerpo, de manera directa o simbólica: lo primero, exponiéndolo, atacándolo, destruyéndolo; lo segundo, privándolo de la paz del camposanto como anuncio de que se le ha privado del paraíso. Además, en el viejo derecho se abrió paso otro fenómeno que el derecho penal moderno ha desterrado rigurosamente: el tránsito del crimen sobre la frontera de la muerte; la trascendencia de las consecuencias del delito, con las que se asedia a los familiares y descendientes. Para los suicidas, pues, no operaba la regla mors omnia solvit. El Concilio de Praga, de 563, resolvió que los suicidas “no serían honrados con ninguna conmemoración en el santo sacrificio de la misa y que el canto de los salmos no acompañaría sus cuerpos a la tumba”.79 Habría juicio penal y se ejecutaría la condena, así fuese necesario que la ejecución se hiciera en efigie.80

César Beccaria, en la breve obra luminosa que revolucionó hacia el final del siglo XVIII el régimen de los delitos y las penas, demostró el absurdo y la injusticia que hay en el castigo —digamos— del suicidio: aquél “caerá sobre los inocentes o sobre un cuerpo frío e insensible”. El suicidio es “culpa que Dios castiga, porque sólo él puede castigar después de la muerte, no es un delito para con los hombres, puesto que la pena en lugar de caer sobre el reo mismo cae sobre su familia”.81 Al retirarse del control eclesiástico los cementerios, como se hizo en México por decreto del 31 de julio de 1859,82 se evitó la negativa de sepultura al cadáver del suicida, descanso que también se negaba a otras categorías de excluidos: excomulgados, sodomitas, protestantes, herejes.83

Mencioné también los hechos que se localizan en el cruce entre el suicidio y el homicidio, el huidizo lindero donde se combinan la decisión del que muere y la voluntad de quien contribuye a esa muerte, sea que la inspire, sea que la ejecute, sea que la secunde. Nuestros códigos se ocupan en describir y sancionar la inducción al suicidio y la ayuda para realizarlo. Hay diversas figuras legales sobre este asunto, invariablemente sancionado, aunque la pena sea moderada en relación con la que se previene para el homicida.

Desde luego, surge aquí una pregunta natural: ¿se debe sancionar a quien colabora con la persona que desea morir, aunque el suicidio no sea delito? Una atendible corriente propone la conclusión que deriva de las conexiones entre el hecho, su autor y el eventual copartícipe, a quien se busca sancionar: “Toda complicidad presupone un hecho principal antijurídico del autor. Dado que el suicidio no resulta

abarcado por el tipo de los delitos de homicidio, por presuponer siempre la muerte de otro, tampoco hay complicidad en un delito inexistente”.84

Desde otro ángulo, se sostiene la posible punición del participante en un hecho que no es punible por lo que toca al autor, pero sí por lo que atañe a un tercero. Para esto se distingue entre hechos jurídicamente lícitos, hechos jurídicamente ilícitos y hechos jurídicamente tolerados. El suicidio pertenece a esta última categoría: lo que se tolera en el autor, no se tolera en el tercero que lo auxilia.85 Díaz Aranda resume: “el derecho a la disponibilidad de la vida se erige como un derecho personalísimo del individuo, quien, debido a sus consecuencias, debe gozar de máxima libertad en su elección”. El titular de la vida puede disponer de ésta, pero tiene un deber inexcusable: “no involucrar a terceros o al Estado en la toma de decisión y el ejercicio de ese derecho”.86 Digamos, en fin, que hay derecho a morir, pero éste no puede transferirse a un tercero y crear, así, un derecho a matar.

Entre las hipótesis de ayuda al suicidio figura una que va mucho más lejos y constituye, en sustancia, un homicidio: la ejecución por parte del auxiliar, a la que se ha llamado con diversas denominaciones: auxilio ejecutivo al suicidio, homicidio-suicidio —que es el título de una obra clásica de Ferri—, homicidio consentido, homicidio solicitado, homicidio a ruego, homicidio piadoso, homicidio fraudulento.87

VIII. EUTANASIA

1. Consideración general

Es aquí donde inicia su aparición la eutanasia, todavía discreta, distante, vergonzante, que afecta un bien preciso: la vida humana, así se trate de una “vida desvalorada” jurídicamente —como dice mi apreciada colega Olga Islas— por la petición de muerte que formula su titular.88 Esta muerte, piadosa, misericordiosa, a ruego expreso o con anuencia presunta de quien padece enfermedad muy grave y enfrenta dolores insoportables, es uno de los grandes temas en el cruce entre el derecho y la medicina. Es cuestión predilecta para la bioética. No podemos engañarnos: la “buena muerte” prolifera, mientras los juristas disertan sobre la pertinencia o la impertinencia de autorizarla, o por lo menos moderar sus consecuencias penales, que figuran más en la ley que en las sentencias. En fin, “el enjuiciamiento de la eutanasia pertenece a los problemas más difíciles del derecho penal”.89

La historia de la eutanasia —y sobre todo su historia legal, que es la que ahora me interesa— ha sido larga y accidentada. Y no son pocas las denominaciones con las que se identifica este hecho, bordeando con cuidado sus ásperos contornos: “muerte rápida y sin tormentos”, dice Suetonio; “muerte digna, honesta y con gloria”, señala Cicerón; “muerte tranquila y fácil”, la llama Francis Bacon; “muerte piadosa o misericordiosa”, indica Morselli; “bella muerte”, resuelve Quintano Ripollés.90 A la expresión eutanasia se reprocha lo que evoca: la brutalidad nazi, volcada, paso a paso, en las leyes sobre esterilización obligatoria, castración y supresión de “vidas sin valor”.91

En un tiempo se miró con naturalidad la eliminación de quienes no eran aptos —se decía— para la vida o ya no la deseaban: los que llegan derrotados a este mundo o anhelan evadirse. Platón se refirió a los hombres “enfermizos”: ni a ellos ni a los demás, ni a la ciudad misma, les aprovecha que vivan o se les cuide “así fuesen más ricos que Midas”. Hay que dejarlos morir, se recomendó a los médicos y a los jueces.92 Tomás Moro, hoy acreditado como santo patrono de los políticos, refiere que cuando el padecimiento que aqueja a un enfermo en Utopía:

Termina Moro, con absoluta certeza: “Aquellos que son persuadidos se dejan morir voluntariamente de inanición o se les libra de la vida mientras duermen, sin que se den cuenta de ello. Este fin no es impuesto a nadie, y no dejan de prestarse los mayores cuidados a los que rehúsan hacerlo. Pero saben honrar a los que así abandonan la vida”.93

También del mundo clásico —entre otros— provino la sugerencia opuesta, que aún proclaman los médicos cuando asumen su ministerio: “No daré droga mortal a nadie si me lo solicitare, ni sugeriré este efecto”, resolvió Hipócrates. Exactamente lo que dijo e hizo el médico Desgénéttes cuando Napoleón ordenó la muerte de los soldados que habían enfermado fatalmente: “Mi deber es mantenerlos vivos”.94

Son diversas las caracterizaciones de la eutanasia. Con solemne retórica, el tratadista mexicano Francisco González de la Vega, a quien siguieron durante muchos años los profesores y estudiantes de nuestras escuelas de derecho, se refirió a “aquellos crímenes caritativos en que una persona, ante los incesantes requerimientos de otra, víctima de incurable y cruento mal, la priva de la vida piadosamente para hacer cesar sus estériles sufrimientos”.95 El profesor alemán Claus Roxin indica que “por eutanasia se entiende la ayuda prestada a una persona gravemente enferma, por su deseo, o por lo menos en atención a su voluntad presunta, para posibilitarle una muerte humanamente digna en correspondencia con sus propias convicciones”.96

Más extensa o pretenciosa fue la descripción que hizo el español Royo-Villanova:

El amplio párrafo daría lugar a que otro español, Jiménez de Asúa, hiciera una clasificación copiosa de las formas de eutanasia: súbita, natural, teológica, estoica, terapéutica, eugénica, económica y legal.98

Los progresos de la medicina, que prolonga la existencia como no podía hace pocos años, los horrores del encarnizamiento terapéutico que se aplica en la lucha pura y simple contra la muerte, la secularización de las cosas de la vida —entre ellas la propia muerte—,99 el conflicto entre valores que suelen ir de la mano, pero en ocasiones se distancian y entran en conflicto: vida, por una parte, y calidad de la vida, por la otra, proponen a la consideración de nuestro tiempo la grave posibilidad de suprimir la existencia —o permitir que ésta decline con premura— a cambio de ahorrar a quien muere el tormento de una larga, intensa, terrible agonía. El profesor español Lorenzo Morillas Cueva expresa mejor el dilema: “la alternativa no es matar o

no matar, privar de la vida o no privar, sin más; sino... aceptar una muerte larga y dolorosa o una muerte rápida y tranquila”.100 En este punto brotan cuestiones para los profesionales de la salud, quienes miran la suerte del enfermo, y para los juristas, quienes deben acoger el drama en las palabras de la ley y las decisiones de la sentencia. Los dilemas son profundos y las soluciones arduas.

El tema de la muerte, presente dondequiera, propone hoy día mayores problemas, si posible fuera, al practicante de la medicina, e incluso a los responsables de las instituciones de salud, a las que acuden millones de personas, muchas de ellas sólo para agotar ahí, sin esperanza, sus últimos días. “Antaño se nacía y moría en casa; hoy, nacer y morir son actos que se realizan en un hospital. Estos cambios obligan al médico, entre otras cosas, a tratar de cerca y por primera vez al moribundo”.101 Este nuevo escenario somete a los actores a también nuevas o renovadas presiones: el paciente, los familiares, los médicos, los asistentes enfrentan problemas y encaran decisiones que interesan a la medicina, por supuesto, pero también al derecho, vigilante de la vida.

Hay ejemplos de eutanasia que han levantado la conciencia de la sociedad y promovido la indulgencia. Entre ellos figura el caso de Pasteur y Tillaux, cuando enfrentaron el tormento de los campesinos rusos atacados de rabia, una enfermedad incurable y devastadora. Axel Munthe refiere el proceso: “Esa misma noche, los dos sabios tuvieron una conferencia: pocos supieron la decisión que durante ella se había tomado, y que fue, sin embargo, la más justa y piadosa”. Jiménez de Asúa, resuelto a persuadir a los lectores de su obra precursora Libertad de amar y derecho a morir, refiere éste y otros treinta y siete casos conmovedores.102

En nuestros días —o en horas recientes— otros casos han recuperado el tema y reclamado la atención de médicos, legisladores, magistrados, filósofos, puestos en predicamento por una opinión pública despierta, que delibera y solicita. Es bien conocido el de Karen Ann Quinlan, cuyos padres finalmente obtuvieron la autorización de la

Corte Suprema de Nueva Jersey para eliminar las medidas extraordinarias de soporte a los que aquélla se hallaba sometida. Sin embargo, la enferma sobrevivió varios años.

Fue muy difundido el caso —verdaderamente espectacular, en más de un sentido— del español Ramón Sanpedro, quien sobrellevó su paraplejia durante treinta años y recurrió, sin éxito, a los tribunales españoles y a la propia Corte Europea de Derechos Humanos para pedir que no fuese “sancionada jurídicamente la persona que me preste ayuda, sabiendo que es con el fin de provocar libre y voluntariamente mi muerte”. La vida —decía Sanpedro— “es un derecho y no una obligación”. Millones de telespectadores siguieron, por Antena 3, la suerte final del parapléjico, quien dispuso la filmación y difusión de su muerte.103

En Francia surgió otro caso conmovedor: Marie, la madre del joven parapléjico Vincent Humbert, hizo entrar a su hijo en coma profundo; luego el equipo médico, conducido por el doctor Fréderic Chaussay, desconectó el aparato que mantenía la vida de Vincent. Este había expresado su vehemente deseo de morir. Pidió al presidente Chirac que autorizara su muerte. El gobernante replicó, en carta de su puño y letra: “El Presidente de Francia no tiene la potestad que usted invoca”.104

En una obra preciosa, Simone de Beauvoir deja las constancias de la enfermedad dolorosa y la muerte deseada. Maurice, su tío, prorrumpe: “Terminen conmigo. Denme mi revólver. Tengan piedad de mí”; y su madre crispada por el cáncer implacable: “Me quema. Es espantoso, no puedo aguantar. No aguanto más... Soy demasiado desdichada”. En este torbellino, Beauvoir confiesa: “Yo me preguntaba cómo se las arregla uno para vivir cuando un ser querido nos ha gritado en vano: ¡Piedad!”.105

Entre la esperanza y la desesperación, un preso enfermo de sida en la cárcel bonaerense de Villa Devoto demanda que se le permita morir o luchar por su vida:

Años más tarde, otra parapléjica, Dianne Pretty, a quien se ha mantenido con vida por medio de un ventilador mecánico, acudió a la Corte Europea en demanda contra el Reino Unido, para que se liberase la mano que le diera muerte misericordiosa. La corte, que sentenció el 29 de abril de 2002, comprendió los motivos de la demandante y mencionó la posibilidad de que hubiese, ante los tribunales nacionales, un trato judicial benévolo, pero no permitió por adelantado la impunidad del homicidio.107 En los últimos meses del 2003 se libró otra batalla legal en el estado de Florida, colmada de vicisitudes: la muerte misericordiosa de Terri Schindler-Sciavo, amparada por una autorización judicial que permite desconectar a la paciente del instrumento con el que se alimenta. Esa resolución judicial ha sido fuertemente combatida por los padres de la mujer, algunos círculos de opinión y el propio gobernador del Estado.108

La legislación penal —cuyas prevenciones debieran hallar cimiento en la legislación de salud— ofrece diversas soluciones a este problema gigantesco,109 siempre creciente. La primera posición, la más rígida, sanciona el hecho a título de homicidio —que pudiera ser calificado, según las circunstancias del caso— y deja al tribunal ponderar la pena aplicable en concreto dentro del tramo de punibilidad que prevé la ley, tomando en cuenta los motivos del autor y las condiciones de la víctima.

Una segunda posición sanciona el hecho en forma especial, como tipo penal autónomo, homicidio privilegiado que se dice, con punibilidad moderada o muy moderada. Esta es la tendencia recogida en la ley penal mexicana más reciente. Una tercera posibilidad deposita en el juez la potestad de imponer sanción o abstenerse de hacerlo. Esta fue la solución patrocinada por Jiménez de Asúa e incorporada en Uruguay.110 “Démosle al juez —decía aquel tratadista, último presidente de la República española en el exilio— facultades de perdonar”.111

Existe, por último, la alternativa más liberal: recibir en la ley, abierta por una vigorosa corriente de opinión, la posibilidad de muerte piadosa, rodeada de condiciones y exigencias que impidan —en la relativa medida en que esto pudiera asegurarse— el uso desviado de la eutanasia. Han dado pasos en esta dirección, con diversas modalidades, una ley del 9 de febrero de 1993, en Holanda; otra del 1o. de julio de 1996 en el Territorio Norte de Australia, y una más, de 1997, en Oregón, Estados Unidos de América: el “Acta para la muerte con dignidad”. Es evidente que la desincriminación de la eutanasia, si la hay, no significa que se imponga su práctica a quien rechaza la licitud de la muerte piadosa. Es aplicable, en mi concepto, la apreciación de Rafael Navarro Valls a propósito del aborto: “toda despenalización... lleva inseparablemente unida la admisión de un correlativo derecho a su objeción de conciencia”.112

Hay que ponderar, en este orden de consideraciones, la presencia del médico en las fórmulas de la regulación penal. Con frecuencia se le asigna un papel destacado: sea que deba dictaminar sobre ciertas cuestiones asociadas a la muerte piadosa —existencia de enfermedad incurable y terminal, alternativas de tratamiento, por ejemplo—, sea que le incumba la conducta prevista por el tipo, con exclusión de otras personas o en sociedad con ellas (familiares, por ejemplo) en supuestos de privación de la vida en forma directa o indirecta, activa o pasiva. La intervención de cualquier persona —como en los supuestos de ayuda para el suicidio u suicidio asistido— no se halla recogida, necesariamente, en el tipo penal de la eutanasia, forma de homicidio con pena atenuada.

En el debate de los juristas sobre esta materia, un debate intenso y sostenido, se ha llegado a la conclusión de que:

Se necesita “una regulación legal expresa del problema que trate de forma global y generalizada el derecho a una muerte digna y la ayuda médica y humana necesaria para ello”.113

Un selecto grupo de profesores españoles ha propuesto el fundamento de una nueva regulación de la eutanasia y la fórmula que de ahí provendría. En cuanto a lo primero, se dice que “presupuesto de cualquier regulación dispuesta a reconocer la voluntad de morir del afectado sea el efectivo y general reconocimiento en la legislación sanitaria del derecho del paciente a decidir libremente, una vez debidamente informado, el tratamiento médico que se le vaya a aplicar”. Sobre esta base, la correspondiente norma penal diría:

Hay que observar, sin embargo, una actitud cautelosa por lo que respecta a la capacidad del derecho para afrontar el tema de la eutanasia en forma satisfactoria; hacerlo ni siquiera depende del jurista, sino de que haya ciertos consensos más allá del derecho —y por supuesto, no suele haberlos—, donde se agitan las más hondas, arduas, inquietantes cuestiones de la moral. Por eso Roxin afirma que:

2. Legislación mexicana

La regulación de esta materia en el nuevo derecho mexicano proviene del código de Morelos, de 1996, y del código de Tabasco, de 1997, así como del código español.116 En ellos se ha inspirado el ordenamiento de 2000 para el Distrito Federal, que señala: “Al que prive de la vida a otro, por la petición expresa, libre, reiterada, seria e inequívoca de éste, siempre que medien razones humanitarias y la víctima padeciere una enfermedad incurable en fase terminal, se le impondrá prisión de dos a cinco años” (artículo 127). Una sanción muy atenuada si se compara con la correspondiente al homicidio simple —ocho a veinte años (artículo 123)—, no se diga con la aplicable al calificado —veinte a cincuenta años (artículo 128)—, e incluso con otras que también corresponden a la privación de la vida en supuestos que moderan la punibilidad: riña: cuatro a doce años (artículo 133); infanticidio: tres a diez años (artículo 126)—, y homicidio en estado de emoción violenta: la tercera parte de las penas previstas por la comisión de homicidio (artículo 136).

La ley penal, pues, ha considerado de entrada que en el género del homicidio hay una conducta, la eutanasia, que no puede ser asimilada a las otras hipótesis de privación de la vida y que merece, habida cuenta de sus circunstancias, motivos y objetivo, un trato penal distinto y más benigno. Hay aquí, pues, un principio de comprensión específica de la eutanasia, que desarrolla los términos de la tradicional figura de ayuda para el suicidio o ejecución de éste.

La fórmula legal incluye tres datos de expresión y valoración complejas. Dos de ellos se relacionan inmediatamente con la víctima: la solicitud y el padecimiento que sufre. Son claramente apreciables, de manera directa. El otro se refiere al victimario: las razones que lo animan. Estas, que se mueven en el plano interno, sólo se podrían apreciar de manera indirecta: por presunción, por inferencia, lo que no diluye su entidad ni enrarece su presencia. En cambio, esa fórmula ha dejado fuera algunos puntos que son relevantes en otros ordenamientos nacionales; así, la intervención del médico (salvo la implícita para saber que nos hallamos ante una “enfermedad incurable en fase terminal”) y la referencia al sufrimiento que padece el sujeto pasivo, que pudiera identificarse con “dolor” o extenderse a otros supuestos, como lo ha sugerido el proyecto alternativo alemán sobre eutanasia, elaborado por juristas y médicos.117 ¿Cómo olvidar la reflexión que hace el médico de Iván Ilich a la angustiada Prascovia

Feodorovna: eran tremendos, sin duda, los sufrimientos físicos, “pero más terribles eran los sufrimientos morales: allí estaba el gran martirio”.118

La fórmula legal suscita un diluvio de preguntas, que podrá contestar la doctrina pero deberá resolver, en definitiva, la jurisprudencia. No digo, por supuesto, que esas preguntas carezcan en lo absoluto de respuestas; las hay, en muchos casos, acuñadas por la doctrina, la legislación o la jurisprudencia extranjeras, sobre todo en países donde ha sido frecuente el conocimiento de los problemas de la eutanasia ante los tribunales nacionales y, algunas veces, ante las jurisdicciones internacionales. Lo que ahora sucede es que esas interrogantes deberán ser resueltas en México, atendiendo a los datos del derecho comparado y sus referencias doctrinales y jurisprudenciales, pero también —¿cómo podría ser de otra manera?— a los datos que plantea la circunstancia en la que se aplica la norma: las disposiciones que vengan al caso en el ordenamiento mexicano total, ciertamente, pero también la moral prevaleciente, el “sentimiento social”, el criterio médico, etcétera.

Me limitaré a mencionar algunas de esas preguntas: ¿qué se quiere decir cuando se exige que la solicitud sea “expresa”? ¿Debe mediar un texto escrito y suscrito? ¿Basta con la manifestación oral? ¿Cuál debe ser el contenido de ese texto o de esa expresión? ¿Qué valor se dará al llamado ‘testamento vital’, ‘decisión de vida’, living will, que no se ha difundido en nuestro medio? ¿Cuándo se entenderá que la solicitud es “libre”? ¿Se trata de libertad exterior y además interior, es decir, de autonomía completa frente a presiones o inducciones que vengan del sentimiento, la convicción, la religión y otros datos de la intimidad que pueden y suelen pesar sobre las decisiones personales? ¿Será preciso que el peticionario se halle fuera de cualquier influencia ajena a su propia voluntad, y que así se demuestre? ¿Cuáles serían los datos que empañarían —ya no digo excluirían— esa libertad de tan difícil realización en las condiciones de un hombre común?

Más preguntas: ¿cuándo se estará ante una petición “reiterada”? ¿Habrá reiteración, en el sentido de este precepto, cuando se insista una sola vez en la petición planteada, acaso por no poder hacerlo más o no creerlo necesario, o se exigirá mayor insistencia? ¿En qué forma influirán los silencios del enfermo —que pueden ser prolongados— con respecto a la solicitud algunas veces formulada? ¿Cómo se resolverá la imposibilidad física o psíquica para insistir en la petición, una vez que ésta se ha externado de manera que pudiera parecer indubitable? ¿Cuál es el alcance de la exigencia de “seriedad” en la solicitud? ¿Basta con que no parezca, prima facie, frívola o precipitada? ¿De qué rasgos externos dependerá una “seria” solicitud de muerte? ¿Habrá que establecer la seriedad de la petición mediante un examen acucioso del solicitante o de los datos que éste hubiera sembrado en su camino hacia la muerte? En el proceso de morir, que puede atravesar diversas estaciones119 —algunas, con abatimiento que hace querer una muerte inmediata—, ¿no podría engañarse el enfermo sobre sus verdaderos deseos y el médico y los familiares sobre la auténtica decisión del paciente?

La exigencia de que haya una petición inequívoca ¿se vincula con la forma de expresión y con la comprensión que de ella adquiera el destinatario y posible ejecutor de la muerte? ¿Es posible que la univocidad de la petición se desprenda de las características del sujeto, su estilo, su forma peculiar de transmitir deseos y proyectos? ¿Cómo se apreciará la existencia de esos motivos de humanidad que confieren al comportamiento del agente un signo moral del que carecería completamente en otro caso? ¿Qué se entiende por enfermedad incurable: la que lo es en forma absoluta o la que lo es dentro de las condiciones en que se brinda la atención? ¿El tipo penal abarca al enfermo que se halla en estado vegetativo permanente, sin posibilidad de retorno a la conciencia, según los dictámenes de la medicina más avanzada?

Son muchas las interrogantes, y puede haber más. Sin embargo, es preciso formularlas y responderlas puntual y seguramente, hoy que se inicia la aplicación del nuevo ordenamiento. Vale plantearlas y es necesario responderlas porque se trata de un tema límite, colmado de problemas y peligros. Hasta los más firmes favorecedores de la muerte por piedad, que actúan con un alto sentido solidario, reprocharían el descuido o la ligereza en la apreciación jurídica de este asunto, que lleve a confusiones, vaguedades y desaciertos —todos ellos con el precio de la vida, nada menos— o que favorezca, peor todavía, verdaderos homicidios, que serían calificados, por motivos de ambición o encono, cuyos autores se beneficiarían del trato benigno que se concede a la eutanasia.

Por otra parte, estas fórmulas penales probablemente despejan el horizonte hacia un futuro tratamiento legal aún más moderado o generoso de la eutanasia, y por ello conviene marchar en un camino cierto, colmado de garantías. De lo contrario, sobrevendría una reacción desfavorable y se daría marcha atrás en este azaroso recorrido. Por lo pronto, y aun sin haber llegado al perdón judicial que proponía Jiménez de Asúa, nuestro sistema penal ya permitiría, en el caso de condena a privación breve de la libertad, que el autor de la eutanasia se beneficiara con algún sustitutivo de la prisión: tratamiento en libertad, semilibertad, trabajo a favor de la comunidad, multa,120 que el juez deberá resolver prefiriendo el sustitutivo sobre la prisión y ponderando, para esa preferencia, la culpabilidad del autor y las consideraciones pertinentes de prevención especial y prevención general.121 Esta —una referencia pertinente para el legislador, pero quizás impertinente para el juzgador—122 pudiera bloquear —o no— la decisión favorable al sustitutivo.

Ahora bien, la específica previsión de la eutanasia —aun cuando no se le denomine de esta forma— como una especie del homicidio, a la que se asocia una punibilidad también específica, permite resolver algunos de los supuestos que a falta de esa especificidad normativa se solucionarían solamente conforme a las reglas generales y, en su caso, a las prevenciones sobre la comisión por omisión u omisión impropia.

La doctrina suele diferenciar entre la suspensión del tratamiento que se brinda al enfermo desahuciado, que sólo prolonga la vida y el sufrimiento, y la producción directa de la muerte. En este último supuesto abundan los problemas, las interrogantes, las implicaciones jurídicas, no así en el primero: la eutanasia pasiva tropieza con menos objeciones. Una cosa es matar, pues, y otra dejar morir, pero también es preciso matizar estos conceptos, porque también es una cosa matar o dejar morir cuando se tiene el deber de conservar la vida de un enfermo, y es otra hacer eso mismo cuando no se tiene esa obligación.

Aquí es preciso retomar las palabras de la ley cuando regula la llamada comisión por omisión u omisión impropia. En los delitos de resultado material —lo es el homicidio, evidentemente— “será atribuible el resultado típico (la muerte, en la especie) a quien omita impedirlo, si éste tenía el deber jurídico de evitarlo”. Entre otros elementos a considerar para resolver la atribución de ese resultado a una persona, hay que tomar en cuenta si éste es “garante del bien jurídico”, porque “aceptó efectivamente su custodia”, que es uno de los extremos previsto en la norma, o porque “se halla en una efectiva y concreta posición de custodia de la vida, la salud o integridad corporal de algún miembro de su familia o de su pupilo” (artículo 16 del Código Penal para el Distrito Federal).

La LGS no ha resuelto suficientemente, en mi concepto —o en todo caso deja cierto espacio para la duda—, el problema que aparece cuando se prescinde de los medios artificiales que evitan que quien ya presenta muerte cerebral muestre además los otros signos, a los que antes me referí, que concurren a acreditar la muerte (supra, 1).123 La supresión de esos medios se vincula a la solicitud o autorización de ciertos allegados al paciente, no así a la decisión del facultativo o de otras personas que pudieran tener al enfermo bajo su cuidado. ¿Es que el sujeto no ha muerto verdaderamente cuando se comprueba la muerte cerebral? Y si no existen esos allegados a quienes se faculta para formular una solicitud eficaz, ¿qué se hará con el sujeto que ha muerto cerebralmente, pero que todavía presenta signos de cierta actividad?

IX. ABORTO

1. Consideración general

Si la eutanasia despierta tan graves cuestiones, no son menores las que provoca el aborto: “muerte del producto de la concepción en cualquier momento del embarazo”, dice el artículo 144 del Código Penal para el Distrito Federal. Muerte, pues, de spes vitae, spes personae o spes hominis. El tipo penal protege la vida en gestación, aunque alguna vez se consideró que los intereses preservados trascendían a la persona: interés de la sociedad, la nación, la colectividad en su propio desarrollo,124 lo cual acarrea mayores complicaciones, todavía, al examen jurídico-penal del aborto y sus consecuencias punitivas.

Este asunto se encuentra, desde hace tiempo, en la mesa de los juristas. Ahí la colocó una realidad creciente y exigente. Francisco González de la Vega denominó feticidio a esta conducta.125 Hoy no se le podría designar así, porque se dejaría fuera —si atendemos a lo previsto por la Ley General de Salud (artículo 314, fracción VIII)— la muerte del embrión, como se llama al producto de la fecundación desde el momento en que ésta ocurre hasta la duodécima semana de la gestación.

Desde hace tiempo este asunto se encuentra en la mesa de los juristas. Ahí la colocó la realidad, creciente y exigente. Un tratadista resume el punto: “Un legislador occidental contemporáneo (pero la expresión de ese autor data de medio siglo) tiene que reconocer que el aborto es un fenómeno social de gran importancia en todos los países, y que no hay otra alternativa que darle alguna solución legal o relegarlo por completo a la clandestinidad”.126

Las características de la materia y el intenso debate nutrido de consideraciones políticas, sociales, morales, religiosas, económicas —y también, por supuesto, jurídicas—, han determinado un panorama insólito en la regulación legal: mientras los delitos clásicos contra la persona —homicidio, asesinato, lesiones— “tienen una contemplación y un tratamiento homogéneos y cercanos en casi todos los regímenes positivos... el aborto es encajado de forma absolutamente dispar y heterogénea en casi todos los Estados del mundo, con un abanico de contrastes que no tiene paralelo en ninguna otra conducta humana”.127 Por cierto, este es también el panorama que ofrece la legislación mexicana.

Al estudiar el suicidio y la eutanasia nos preguntamos si es plausible imponer la vida a quien no la desea, e incluso la padece: es decir, si la vida misma es, además de un derecho, un deber inexorable. En el caso del aborto debemos reorientar la pregunta e indagar si es adecuado imponer a la mujer la vida de otra persona, más allá de sus deseos, o incluso a pesar de la violencia ilegítima.

¿Existe un deber de maternidad, incluso en condiciones adversas, no queridas por la mujer o sufridas por ella, que implican la primera imposición y acarrearán, quizás, la segunda? ¿Tiene la mujer libre disposición de su cuerpo, o esa libertad se halla sujeta a determinadas contingencias y a ciertas normas que subordinan su voluntad y deciden, al subordinarla, todo su futuro? ¿Qué hacer frente a la decisión de la mujer de interrumpir el embarazo: poner a su disposición los medios para que lo haga con el menor riesgo posible para su salud, o negarle esta posibilidad y abrir la puerta a procedimientos clandestinos, engañosos, insalubres, torpemente ejecutados, que entrañan violación de la ley o acarrean notorios peligros para las mujeres encinta, sobre todo las que carecen de recursos —que son la inmensa mayoría— para obtener atención médica calificada, en su propio país o fuera de él?

En el eje de las discusiones se yergue un hecho biológico, del que muchos extraen efectos jurídicos: la gestación ocurre en el cuerpo de la mujer; este proceso es parte de sus propios procesos vitales; puede, por ello, resolver lo que estime pertinente, porque puede disponer de su propio cuerpo, que aloja al producto de la concepción. Al final del siglo XIX apareció en Francia una novela de Víctor Margueritte, cuyo título es elocuente: Ton corps est á toi. “Tu cuerpo es tuyo, mujer. Eres la dueña de tu cuerpo”.128 Empero, en la trinchera contraria se impugnan ese dominio y esa libertad: tu cuerpo te pertenece, sí, pero en él hay otro cuerpo con vida propia, del que no puedes disponer. Finalmente, la idea de que el producto de la concepción es un ser vivo, y más todavía, una persona, plantea un escollo formidable a esa noción autonomista sobre el cuerpo de la mujer encinta.129

Para fijar fronteras y zanjar disputas, algunos estudiosos —como Pérez-Tamayo— han procurado el deslinde entre el problema moral del aborto, sujeto al tribunal de la conciencia, y el trato jurídico de las mujeres que interrumpen su embarazo, es decir, la conducta del Estado —leyes, reglamentos, tribunales, instituciones de salud— frente a esas mujeres, cuya conducta y cuyo destino dependen de la actitud que asuma el poder público.130 En otros términos, las cuestiones que atañen al dilema moral, “cada quien debe resolverlas individualmente”. En cuanto a las otras, se alza la pregunta que Villoro formula: “ante un asunto controvertido, objeto de juicios morales divergentes, ¿tiene el Estado derecho, obligación incluso, de imponer leyes y sanciones que correspondan a una concepción determinada. Lo que está en litigio no es si el aborto es bueno o malo moralmente, sino si debe o no ser penalizado por el poder estatal”.131

En el iter de esta cuestión, otro camino surcado de tormentas, el derecho ha visto o ha hecho aparecer supuestos de desincriminación del aborto —no sólo despenalización— cada vez más importantes y discutidos. Los menos polémicos, pero tampoco exentos de vendavales, son el aborto por mera imprudencia de la mujer encinta, esto es, el hecho culposo, y el aborto por razones terapéuticas, cuando se trata de salvar la vida de la madre —una hipótesis que cabe perfectamente en el estado de necesidad justificante—, aunque luego se ampliaría el alcance de la desincriminación: no sólo la vida, también la salud. De la dura experiencia de la Primera Guerra y la actuación comprensiva —y probablemente iracunda— de algunos tribunales surgió la despenalización del aborto cuando el embarazo es consecuencia de la violación carnal: se absolvió a mujeres que expulsaron a los indeseados fils de boche y en algún caso se aplicó la misma razón de impunidad al infanticidio.132 Semejante ratio juris puede aducirse cuando se argumenta otro delito: inseminación artificial indebida.

Nuevos problemas surgieron a propósito del aborto eugenésico, que se sugiere denominar, mejor, “embriopático”.133 En este orden se debe invocar el caso de la familia Vendeput-Coipel y el médico Casters, que en 1962 convinieron el aborto para eliminar el producto seriamente afectado por el consumo materno de talidomida. En este caso intervino el jurado, con sentido liberal y humanitario.134 Mucho mayores han sido las resistencias frente al aborto por razones socio-económicas, por la corta edad de la mujer en el momento en que ocurrió el embarazo y, más aún, por la libre decisión de aquélla dentro de ciertos plazos, no necesariamente reducidos.

Estamos lejos de la unanimidad, pero la legislación moderna avanza por un rumbo que anuncia, entre controversias y estridencias, el punto de llegada. En años recientes ha habido reformas legales sobre aborto en más de cuarenta países.135 El derecho comparado muestra:

2. Legislación mexicana

Mencioné supra que la legislación penal sobre el aborto ofrece un panorama heterogéneo: no hay soluciones uniformes, aunque existan tendencias que progresan. Otro tanto acontece en México: hay variedad en los códigos penales, inicialmente inspirados en el ordenamiento para la Federación y el Distrito Federal. El federalismo mexicano, que pone en manos de los estados la legislación penal, ha propiciado esa variedad normativa, que ciertamente no contribuye al establecimiento de una política criminal eficaz.137

El tema del aborto, que a menudo se analiza desde el ángulo de la igualdad jurídica,138 ha sido materia de examen en foros académicos y políticos, donde se propone afrontar con decisión el punto y buscar soluciones razonables.139 Se ha escrito que “en México la despenalización del aborto sigue siendo la demanda que ningún partido levanta, y uno de los temas que no se quiere debatir públicamente”.140 Empero, las cosas han cambiado en el curso de los últimos lustros. Mucho tiempo, es verdad, pero tiempo que no ha pasado en balde. En una etapa ya distante, la regulación del aborto discurrió con naturalidad y recogimiento —digamos— en el código que fue de la Federación y el Distrito Federal. Reapareció el debate en 1983, cuando el progresista proyecto de esa fecha —progresista en diversos órdenes, no sólo en el que ahora examino— pretendió dar algunos pasos adelante. Y nuevamente ardió la polémica cuando el estado de Chiapas aprobó, en 1990, una reforma al artículo 136 de su Código Penal, que incluyó formas de desincriminación o despenalización conocidas o desconocidas en el medio mexicano.

La vivísima reacción que produjo el intento determinó que se diera marcha atrás y quedara en suspenso, indefinidamente, la reforma chiapaneca.141 El tema volvió al primer plano cuando el Congreso de Guanajuato creyó pertinente suprimir la figura del aborto honoris causa, esto es, el cometido por una mujer con “buena fama”, para ocultar su embarazo fuera de matrimonio —es decir, para ocultar su “deshonra”— y establecer la impunidad del aborto motivado por la violación de la mujer, si “previamente se hubiere presentado la denuncia correspondiente y los peritos del Ministerio Público expidan el certificado médico”. La tierra no estaba firme, y el congreso volvió a las fórmulas apacibles del código anterior.142

El torbellino levantado en Guanajuato tuvo un subproducto interesante: desencadenó el proceso de reforma en el Distrito Federal que culminaría, en 2000, con las modificaciones conocidas popularmente como “Ley Robles”, aun cuando no se trató de una nueva ley, sino de reformas al Código Penal y al Código de Procedimientos Penales. Estas reformas pasaron al nuevo Código Penal, vigente en 2003, cuyo artículo 334 despenaliza el aborto cuando el embarazo se debe a violación o inseminación indebida, existe riesgo de afectación grave de la salud de la madre, hay diagnóstico médico sobre “alteraciones genéticas o congénitas que puedan dar como resultado daños físicos o mentales, al límite que puedan poner en riesgo la sobrevivencia del (producto), siempre que se tenga el consentimiento de la mujer embarazada”, o se produce sólo por culpa de ésta. El artículo 131 bis del Código de Procedimientos Penales facultó al Ministerio Público para autorizar, en el plazo de veinticuatro horas, “la interrupción del embarazo” en los supuestos de violación o inseminación no consentida.143

Las cosas no quedaron ahí. Se requirió el pronunciamiento de la Suprema Corte de Justicia sobre la constitucionalidad de las reformas. En concepto de la mayoría de los ministros, la reforma al Código Penal no contravino la Constitución. En cambio, seis ministros —mayoría absoluta en el total de once—sostuvieron que el nuevo texto del Código de Procedimientos Penales era inconstitucional. Como este número no integra la mayoría calificada —ocho votos— que la Constitución requiere para invalidar una ley,144 la norma cuestionada permaneció en pie.145 La sentencia de la Suprema Corte no fue adecuadamente entendida por la opinión pública, a partir de una defectuosa presentación informativa. Ese tribunal no legalizó el aborto ni avaló una disposición que lo legaliza, sino declaró que la norma no viola la ley fundamental del país. En la secuela jurídico-política de esta cuestión figuraron una queja contra la Suprema Corte ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y una denuncia manifiestamente frívola ante la Cámara de Diputados, que la desechó por improcedente.

Cercano el final del 2003, la opinión pública conoció, o mejor dicho, renovó su conocimiento sobre un caso de negativa de aborto que involucra a una niña de trece años, Paulina Ramírez Jacinto, que fue violada y quedó encinta, y a quien autoridades y médicos de Baja California se negaron a practicar el aborto que les fue solicitado. Diversas organizaciones no gubernamentales consideran que esa negativa vulneró derechos de la víctima y reclamaron la intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.146 Y en el ocaso del 2003, los diputados del PRI en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal han sugerido mayor despenalización del aborto. Por supuesto, las reacciones desfavorables hicieron inmediato acto de presencia.

X. MUERTES “ARBITRARIAS”: ANARQUÍA Y TIRANÍA

Bedenheimer destaca la posición del derecho, guardián de la vida, en la encrucijada que comunica, por una parte, a la anarquía, y por la otra, al despotismo.147 En su serena misión pacificadora, el derecho ahuyenta ambos peligros y abre su propia vía. Aquéllos, empero, subsisten y golpean; lo hacen, desmontando el Estado de derecho, cuando asumen por su cuenta la disposición de la vida y aplican, en su propio foro, la administración de la muerte.

La muerte extrajudicial aplicada como sanción —o como intimidación de los que sobreviven, observan y se retraen— es un sucedáneo criminal de la justicia. Esta subversión mortífera corre a cargo de los dos personajes que disputan el poder: la sociedad y la autoridad formal. Las Constituciones se ocupan en asegurar a los ciudadanos el acceso a la justicia pública y retirarles el ejercicio de la justicia privada. Sin embargo, las circunstancias operan en otro sentido: los pobladores de Fuente Ovejuna, movidos por una profunda conciencia municipal, recuperaron su parte en el derecho a la violencia y ajusticiaron al comendador. No se sublevaron contra el rey, ni contra el derecho; por el contrario, los asumieron en calidad de ángeles vengadores, cuya fuerza motriz reside en la desesperación. Cuando los alcaldes, regidores, justicia y regimiento entraron en las casas de la Encomienda mayor donde se hallaba Fernán Gómez de Guzmán, la proclama que traían era irrefutable: “¡Vivan los Reyes don Fernando y doña Isabel, y mueran los traidores y malos cristianos!”.148 A ese son bailó el comendador. La autoría del homicidio —que sería justicia alternativa— estaba clara: “Fuente Ovejuna lo hizo”; “Fuente Ovejuna, señor”.

La muchedumbre puede asumir una fuerza torrencial cuando retoma la justicia. Las revoluciones han sido el escenario natural de esos torrentes. Recuérdense las Masacres de Septiembre en París, el 10 de agosto de 1792. Bandas armadas tomaron las cárceles, se erigieron en tribunales populares y ejecutaron a más de un millar de detenidos: desde presos políticos y sacerdotes hasta ladrones, prostitutas, falsificadores y vagabundos. Un historiador refiere: “Fue un hecho misterioso, que desafió el análisis preciso, y sin embargo parece haber sido sobre todo el producto del pánico engendrado por la amenaza de la contrarrevolución y la invasión”.149 Sea lo que fuere de este “hecho misterioso”, en él campearon de nuevo los fueros de la muerte, sin cauce legal que los condujera. No hay que olvidar, por cierto, dónde tomaron los pueblos exaltados la lección de violencia que luego ejercerían con entusiasmo. Cuando Burke fustiga los hechos de la Francia, Thomas Paine sugiere la respuesta: los ciudadanos aprendieron esa violencia “de los gobiernos bajo los cuales habían vivido, y recordaron así los suplicios que estaban acostumbrados a presenciar”.150

Pero el celo de las mujeres, los hombres y los niños también puede tener —y suele tener— otra fuente y otro destino: el grupo revoca el orden jurídico y mata llanamente, impetuosamente. La ley de Lynch es el monumento a esta suplantación de la justicia. Para ponerla en vigor —aprovechando el ímpetu vindicador, y en cierta forma linchador, que muchos hombres llevan dentro— son buenos todos los pretextos. La ley de Lynch no tiene fronteras, aunque ofrezca modalidades vernáculas. Estos “ajusticiamientos” se han volcado sobre los diferentes, los discrepantes, los adversarios, o quienes alguien supuso, en un mal momento, que lo eran.

La narrativa alecciona sobre este encono popular, vengativo o justiciero. Lo primero se muestra, por ejemplo, en el relato sobre el profesor capturado durante la guerra cristera en una población “cerrada con odio y con piedras. De todos lados se le golpeaba, sin el menor orden o sistema, conforme el odio, espontáneo, salía”.151 En la memoria de la atrocidad quedan los sucesos de San Miguel Canoa, en la falda de la Malinche, el turbio 14 de septiembre de 1968. Y otros linchamientos se han dirigido contra infractores que probablemente hubieran escapado de las manos ineptas, corruptas o complacientes de la autoridad, o de las normas de la ley, benignas. Monsiváis refiere el dicho de un agraviado al que daría satisfacción la furia popular: “Respetamos lo que el pueblo decidiera... Si el pueblo decide que se linche, que se linche”.152 Justicia por acuerdo del pueblo, es lo que aconteció en San Juan de las Manzanas, donde el pueblo pidió a la autoridad “su gracia para castigar al Presidente Municipal”, que es “gente mala”, “nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos”. Cuando finalmente se concedió esa gracia, el portavoz de los justicieros señala: “muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas está difunto”.153 En el México “moderno” se han sucedido los linchamientos, con inquietante frecuencia y no menos inquietante impunidad.

Estos son homicidios populares, digamos, pero en otra serie paralela, que también suplanta a la justicia, se hallan los homicidios públicos. Maquiavelo, que recomendaba a Lorenzo de Médicis evitar el odio de sus gobernados, también le hacía ver que más vale al príncipe, para gobernar, ser temido que amado, y sugiere al usurpador “reflexionar sobre los crímenes que le es preciso cometer, y ejecutarlos todos a la vez, para que no tenga que renovarlos día a día”.154 El delito desde el poder se distribuye entre los casos sangrientos y los casos fraudulentos. Estos son corrupción; aquéllos, con frecuencia, asesinato, sin perjuicio de otras variantes encabezadas por la tortura, que siempre ha figurado entre la oscura herramienta del poder.

Las violaciones del derecho a la vida forman filas entre las que Zaffaroni denomina, tomando prestada una expresión de García Márquez, las “muertes anunciadas”. Estas son —indica el penalista argentino— las “muertes que, en forma masiva y normalizada, causa la operatividad violenta del sistema penal”.155 En las expresiones patológicas del poder desbocado se inscribe el terrorismo de Estado, que no cede en gravedad y lesividad al terrorismo común, pero profundiza la ilicitud en la medida en que proviene de quien tiene a su cargo —¿no es ésta la función esencial del Estado?— brindar seguridad y garantizar justicia. Y aun dentro de este género de crímenes los hay que, por valerse de todo el aparato del poder, revisten gravedad especial, como últimamente ha recordado la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos,156 tribunal ante el que se han planteado, en sus veinte años de ejercicio, numerosos casos de violación del derecho a la vida. Este desbordamiento ha cobrado millares de víctimas en todos los continentes y en todos los tiempos, siempre en aras de “controlar a la población por medio de la intimidación”.157

XI. LA MUERTE “PUNITIVA”

El ordenamiento penal está dominado por la tutela de los bienes, que es su propósito, y la forma de afectarlo, que es su herramienta. Veamos ahora la segunda vertiente, que se resume en la pena de muerte. La honda raíz religiosa de ésta ha sostenido el tronco poderoso y multiplicado las ramas. Dice el Antiguo Testamento: “El que hiera mortalmente a otro, morirá... al que se atreva a matar a su prójimo con alevosía, hasta de mi altar le arrancarás para matarle. El que pegue a su padre o a su madre morirá. Quien rapte a una persona... morirá. Quien maldiga a su padre o a su madre morirá”.158 Y el Corán sostiene: “os está prescrita la pena del talión por el asesinato. Un hombre libre por un hombre libre, un esclavo por un esclavo, una mujer por una mujer”.159

En favor de la pena capital se aducen consideraciones de justicia, méritos disuasivos y ventajas defensivas. Estas son obvias: los ajusticiados no cometerán más crímenes. En contra, se esgrimen razones éticas —el Estado no puede disponer de la vida de sus ciudadanos—, argumentos jurídico-políticos —el pacto social no incluye la entrega de la vida—, reflexiones criminológicas —el crimen del Estado suscita crímenes de los individuos— y motivos prácticos —la pena capital no ha traído consigo, nunca y en ninguna parte, la disminución de los delitos.

En fin de cuentas, la pena de muerte es un asunto crucial de la justicia. Dice bien el sacerdote jurista Antonio Beristáin: estamos ante un “tema radical” del sistema punitivo; quien admite esta sanción “introduce una gota de veneno en el vaso que contiene las normas de la convivencia”; esta gota “inficciona todo el líquido”.160 Por eso el debate en torno a la justicia penal, que comienza por ser una selección de los delitos y de los objetivos de la pena, llega pronto a esa materia y le dedica uno de sus capítulos más apasionantes y característicos. El tema de la muerte punitiva siempre está de moda. ¿No lo hemos visto avivarse hace apenas algunos meses, con alegre irresponsabilidad, en el proceso electoral del Estado de México?

En un tiempo dominó la pena de muerte, con dos rasgos característicos: profusa y exacerbada. Se prodigó con ahínco: en todas las formas y para un enorme número de infracciones: desde asesinato hasta violación de correspondencia, para no hablar del mal humor del gobernante —no en balde se le define como “dueño de vidas y haciendas”, “señor de horca y cuchillo”— que sólo se alivia con la muerte de quien lo provoca. Muerte “exacerbada”, se dice, con un perfil característico: además de torturar el cuerpo quiere violentar la conciencia; es irreparable, inmoral, degradante, infamatoria, desigual, trascendente y arbitraria.161 No se trata de injuriarla; sólo se invocan sus rasgos.

En ese paisaje terrible, la guillotina pudo ser una bendición provista por el ingenio de un filántropo: el doctor y diputado Guillotin aseguró ante la Asamblea Constituyente, en un vibrante discurso del 1 de enero de 1789, que “avec ma machine, je vous fait sauter la tête d’un clin d’oeil, et vous ne soufrez poin”.162 Cuando Víctor Hugo se ocupa de la revolución del 93, compara la mole de una prisión antigua, La Tourgue, con el monstruo advenedizo, la guillotina, que se erguía en la vecindad de aquélla: “La Tourgue era la monarquía; la guillotina era la revolución. ¡Confrontación trágica!... De un lado, el nudo; del otro, el hacha”.163 Instalada la máquina, pudo ocurrir alguna vez que “un inmenso chorro de luz manara del cuello del ajusticiado”.164

Además, la muerte debía ser flagrante, a la intemperie, donde se cruzan los vientos, los caminos y las miradas: muerte donde todos vean que se mata y que se muere, para escarmiento y lección; muerte en la plaza pública, con inmenso clamor. En todos los tiempos se ha practicado el espectáculo de la pena, aunque no en todos haya revestido el mismo ritual. Bentham se pregunta qué es una ejecución pública; y contesta sin duda alguna: “Es una tragedia solemne que el legislador presenta al pueblo congregado”.165 Difícilmente habría una descripción más exacta y concisa sobre el carácter espectacular del castigo.

La muerte penal, con o sin juicio —o previo el juicio de un soberano que de antemano había sellado la suerte del justiciable—, resolvió muchos problemas en las casas reinantes, disputas por los tronos, diferencias que no hallaban solución pacífica o siquiera civilizada. Algunas historias de la realeza que tantos veneran se hallan marcadas por la sangre, han navegado en ella, han provocado, extremado o agotado la efusión de sangre. Y han traído, finalmente, paz al reino o a quien lo conduce con mano muy firme. Isabel de Inglaterra, sola en su aposento, medita la muerte de la Estuardo, como la llama: “eterno fantasma amenazante”, “víbora infernal”. “Todo dolor que viene a herir mi corazón, lleva el nombre de María Estuardo”. “¡Ah, no; fuerza es ya que cesen mis temores, que ruede su cabeza; quiero disfrutar de paz”.166 Y, en efecto, disfrutaría de paz cuando rodó la cabeza de aquélla: conditio sine qua non. El castigo se extremaba porque era también “una manifestación ritual del poder infinito de castigar”. Por esto podía trascender las horas de la vida y volcarse sobre el cadáver del ajusticiado, encarnizarse en el cadáver.167

En la aurora de los nuevos tiempos se producen algunos acontecimientos que animan el abolicionismo. La justicia halló responsable de filicidio al hugonote Jean Calas, en Francia. Se dijo que había privado de la vida a su hijo Marc-Antoine, convertido al catolicismo. Jean Calas fue torturado y ejecutado. Luego se supo que era inocente de filicidio.168 Esto encendió la protesta de Voltaire, popularizado como el défenseur des Calas, y convocó la atención de Europa entera. En Milán se publicó entonces la obra más importante de la literatura penal de todos los tiempos: por sugerente, revolucionaria; además, exitosa. Fue el breve tratado De los delitos y de las penas, que vio la luz en 1764 y cuyo autor fue un marqués de vida sosegada: César Bonnesana, marqués de Beccaria, quien emprendió el estudio de la pena capital con aire de cruzado: no es legítima, no es útil, no es necesaria.169

Cada expresión de la justicia trae consigo su escenografía, sus personajes, sus parlamentos. La muerte trajo los suyos. Escenografía: el patíbulo, el cadalso, que siglos más tarde se encierra entre los muros de las prisiones en los países retencionistas. Y personajes, los verdugos. Hubo familias notorias, estirpes de verdugos, que transmitían el oficio de generación en generación. El verdugo de Lagerkvist —“enorme e impresionante, con sus ropas del color de la sangre”— anuncia a quienes lo observan recogidos en “un silencio tan grande que podía escucharse el acompasado rumor de la respiración”: “estoy en mi tarea desde el principio de las edades y aún no ha llegado la hora de su fin”, “soy el que queda, mientras todos pasan”.170 También se habla de ejecutores habilísimos: Alonso Ramplón, verdugo de Segovia, era “un águila en el oficio” —asegura Quevedo—, a tal punto que “vérsele hacer daba gana de dejarse ahorcar”.171

Lleguemos a nuestro tiempo. En 2001 hubo por lo menos 4,700 ejecuciones en el mundo entero. Los países que ocuparon los diez primeros lugares en este escenario, mencionados en orden descendente por el número de ejecuciones, fueron: China, Irán, Irak, Kenya, Tayikistán, Vietnam, Saudi Arabia, Yemen, Afganistán y Estados Unidos de América.172 Es relevante la situación que guarda el tema de la pena de muerte en algunos países, sea porque en ellos abunden las ejecuciones, sea porque constituyan excepción —una excepción mortífera, por cierto— en el marco del sistema jurídico occidental, sea por el arraigo de la sanción capital en consideraciones de orden religioso, que implican un poderoso obstáculo para las corrientes abolicionistas.

China ofrece un ejemplo —y qué ejemplo— de la primera hipótesis: pena capital aplicada con abundancia y diligencia. Las cifras impresionan y superan al conjunto de las ejecuciones en los restantes países del orbe. En 1999 hubo 1,769 ejecuciones; en 2001 fueron más de 3,500, lo que representa el setenta y cuatro por ciento del total en el mundo.173 En esta misma posición se hallan varios países anglófonos del Caribe: el abolicionismo que ya impera en la Gran Bretaña —al cabo de una larga historia de abundante pena capital— no ha desembarcado en esta región del common law. Soplan, sin embargo, algunos vientos de moderación penal, traídos por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos174 y del Privy Council de la Gran Bretaña.175

La pena de muerte posee hondas raíces religiosas en el Islam. La convicción de los países árabes en esta materia, fundada en una rigurosa recepción e interpretación de antiguos textos religiosos,176 se ha observado tanto en la reflexión sobre la pena capital en foros internacionales como en el reciente debate acerca de las sanciones aplicables a los más graves delitos internacionales, cuando llegó el momento de formalizar en Roma, en 1998, el Estatuto de la Corte Penal Internacional.177 Las formas de ejecución todavía incluyen la lapidación, como se ha visto, con estupor internacional, en el caso de Amina Lawal, salvada de la muerte por una decisión judicial de última hora.178

Sin embargo, las ejecuciones en China no han alcanzado la visibilidad ni atraído el examen de la comunidad internacional como ha sucedido en el caso de los Estados Unidos de América, hoy día la más notable excepción al sistema occidental. Los países europeos, todos abolicionistas, cuestionan la democracia estadounidense en la medida en que aún conserva la pena de muerte: “What about the United States of America—it’s a democracy and still maintains the death penalty?”.179 En esa gran nación, donde abunda el culto penal a muerte, el tema es oportunidad de choque entre corrientes de la opinión pública y del pensamiento jurídico, trasladadas, con diversa fortuna, a una compleja legislación y a una oscilante jurisprudencia. La Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos de América, el todopoderoso intérprete de la Constitución de Filadelfia, ha dejado huella en el tema de la pena de muerte.180 El punto se ha contemplado desde diversas perspectivas: una de ellas, pena cruel e inusitada, como se dijo en la sentencia de Furman vs. Georgia, de 1972, contradicha en 1976 por la resolución de la corte en otro caso celebre: Gregg vs. Georgia, de 1976.

En varios litigios notables, el mismo tribunal ha mirado la pena de muerte con cristales diversos: discriminación racial, juicio por jurado imparcial, derecho a la defensa. En fecha muy reciente, un tribunal estadounidense declaró la inconstitucionalidad de las sentencias a muerte en 111 casos, tomando en cuenta que fueron dictadas por jueces, no por jurados, en cinco estados de la unión americana: Arizona, Colorado, Idaho, Montana y Nebraska.181 En fin de cuentas, treinta y ocho estados de la unión americana, más la propia Federación, mantienen vigente la pena capital, en tanto que doce Estados —una apretada minoría— y el Distrito de Columbia la han abolido.

De los varios medios empleados para la ejecución, se diría que unos sirven mejor que otros al propósito de ahorrar sufrimientos. Sin embargo, hay ejecutores que se las ingenian para que las cosas vuelvan al cauce que consideran natural. Una increíble nota periodística del no tan remoto 1997 dio cuenta sobre cierto pequeño desperfecto en la vieja silla eléctrica de la prisión de Starke, en Florida, que serviría para la ejecución de Pedro L. Medina: el desperfecto produjo un incendio que convirtió la electrocución en un auto de fe medieval. No faltó la reflexión sesuda del fiscal Bob Butterworth: “Quienes deseen cometer un homicidio, no debieran hacerlo en Florida, porque aquí pudiéramos tener problemas con nuestra silla eléctrica”.182

En 1959, Austria, Ceilán, Ecuador, Suecia, Venezuela y Uruguay auspiciaron la consideración directa de la pena capital por parte del Consejo Económico y Social de la Organización de las Naciones Unidas.186 Este clarín anunció una marcha que no ha cesado. En ella se inscriben las denominadas “Salvaguardias para garantizar la protección de los derechos de los condenados a muerte”, de 1984, y sus reglas de implementación.

Hoy existen tratados internacionales que pretenden extender la abolición, aunque sea paso a paso, con exasperante gradualidad, y no de una sola vez en el mundo entero. En el plano general, hay un Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos destinado a abolir la pena de muerte, de 1989, y en el continental, dos instrumentos sobre el mismo punto: el Protocolo 6 de la Convención Europea de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, de 1983, y el Protocolo a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de 1990. En concepto de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, expresado en una opinión consultiva, el artículo 4o. del Pacto de San José, sobre el derecho a la vida, “revela una inequívoca tendencia limitativa del ámbito de (la) pena (de muerte), sea en su imposición, sea en su aplicación”.184

Según la información que suministra Amnesty International, 75 países han abolido la pena de muerte para todos los delitos; 13 lo han hecho en lo que respecta a delitos comunes, conservándola para ilícitos de suma gravedad, y 21 figuran en la relación de los abolicionistas de hecho. El total asciende a 108, en contraste con 87, que forman la lista de los retencionistas.185 El avance es notorio, sobre todo a partir de 1948 —fecha clave en el orden internacional de los derechos humanos—, pero la corriente vitalista no logra prevalecer sin disputa. Persisten los mismos argumentos que durante siglos han frenado su marcha. En la costosa retirada dejan su huella profunda.

En México hubo siempre corrientes encontradas sobre este punto. Tuvimos una Colonia y un siglo XIX plagados por la pena de muerte, que se aplicó con largueza. El debate se elevó a la hora de redactar la Constitución de 1857, en una asamblea de liberales cultos, que naturalmente rechazarían esa pena bárbara. Pero vivíamos sobresaltados y no nos atrevimos a prescindir del cadalso. Se estableció un canje para el futuro. El artículo 23 de aquella Constitución, modelo de cautela, previno que para abolir la pena de muerte se establecería, “a la brevedad posible”, el sistema penitenciario.186 No fue breve el tiempo que medió entre esas letras —muertas— y el establecimiento del sistema penitenciario. El 2 de abril de 1891, Porfirio Díaz inauguró la nueva penitenciaría de Puebla. El gobierno poblano, que recordaba la propuesta de los constituyentes, suprimió en esa fecha la pena capital, y el dictador dirigió sus “elogios al poder público que, por medio de Bando solemne había declarado abolida en el Estado la odiosa pena de muerte”.187 Pero el pacificador de la patria no fue tan memorioso cuando inauguró, unos cuantos años después, la Penitenciaría del Distrito Federal: no fue abolida la pena de capital. Por si se necesitaba, habría pensado el presidente.

Esa misma “prudencia” —llamémosla así— quedó recogida en la Constitución de 1917. El artículo 23 autoriza —no ordena— la imposición de la pena capital por ciertos delitos graves. Hace poco tiempo se expresó, una vez más, la idea de suprimir la pena de muerte mediante reforma constitucional. El anuncio corrió a cargo del secretario de Gobernación.188 Veremos lo que sucede. En todo caso, se ha producido una abolición de facto, sustentada en una abolición de jure en la legislación ordinaria. Desde 1929 se excluyó en el Código para la Federación y el Distrito Federal, y luego, paulatinamente, en los estados de la república; Sonora, el que más tiempo la retuvo, dispuso su derogación en 1975. En 1962 se hizo la última ejecución con sustento en el Código de Justicia Militar, que aún la contempla. En los últimos lustros, la pena capital impuesta a militares ha sido invariablemente conmutada por prisión.189

Existen, sin embargo, opiniones diferentes sobre la persistencia y viabilidad jurídica de la pena de muerte en México, con la salvedad, se entiende, del sistema todavía recogido en el Código de Justicia Militar. Hay dos pareceres. Uno, el más extensivo y seguramente el más generoso, sostiene que la sanción capital se ha suprimido del ordenamiento mexicano y que el legislador no podría restablecerla en las leyes secundarias, so pena de vulnerar la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la propia ley fundamental.190 En la posición contraria se argumenta —ojalá que sin razón— que el Estado mexicano no ha abolido la sanción capital. Para que esto sucediera —es decir, para que fuera absolutamente suprimida— sería preciso que se retirase del artículo 22 constitucional la facultad de recibirla en las disposiciones federales y locales.

Notas:
* Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos e investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.
1 Cfr. Beuchot, Mauricio, “Reflexiones filosóficas sobre el derecho a la vida, el aborto y el proceso inicial de la vida humana”, en Valdés, Margarita M. (comp.), Controversias sobre el aborto, México, Fondo de Cultura Económica-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filosóficas, 2001, pp. 110-111.
2 Cfr. Niño, Luis Fernando, Eutanasia. Morir con dignidad. Consecuencias jurídico-penales, Buenos Aires, Universidad, 1994, p. 69.
3 Pérez Tamayo, Ruy, Etica médica laica, México, El Colegio Nacional-Fondo de Cultura Económica, 2002, pp. 177 y 178.
4 Embrión —“dispone” la Ley General de Salud— “es el producto de la concepción a partir de ésta y hasta el término de la duodécima semana gestacional” (artículo 314, fracción VIII), y feto —“resuelve” la misma ley—, el “producto de la concepción a partir de la decimotercera semana de edad gestacional, hasta la expulsión del seno materno” (fracción IX).
5 La muerte cerebral se presenta cuando aparecen los siguientes signos: “I. Pérdida permanente e irreversible de conciencia y de respuesta a estímulos sensoriales; II. Ausencia de automatismo respiratorio; y III. Evidencia de daño irreversible del tallo cerebral, manifestado por arreflexia pupilar, ausencia de movimientos oculares en pruebas vestibulares y ausencia de respuesta a estímulos nociceptivos”. Es preciso descartar que estos signos sean producto de intoxicación y deben corroborarse a través de pruebas determinadas (artículo 343 de la Ley General de Salud, que también mencionaré como LGS).
6 Cfr. Marlasca, Antonio, Introducción a la bioética, Heredia (Costa Rica), Universidad Nacional, 2001, p. 229.
7 Conforme a la fracción II del artículo 343, LGS: ausencia completa y permanente de conciencia, ausencia permanente de respiración espontánea, ausencia de los reflejos del tallo cerebral y paro cardiaco irreversible.
8 “Los cadáveres no pueden ser objeto de propiedad y siempre serán tratados con respeto, dignidad y consideración” (artículo 346, LGS).
9 El título decimotercero del libro segundo del Código Penal para el Distrito Federal, que abarca un solo capítulo y consta de dos artículos, se denomina —en atención a los bienes jurídicos que tutelan los tipos penales correspondientes—: “Delitos contra las normas de inhumación y exhumación y contra el respeto a los cadáveres o restos humanos”.
10 El primer párrafo del artículo 343, LGS, que se cita en algunas notas anteriores, dice: “Para los efectos de este Título, la pérdida de la vida ocurre cuando:...” (énfasis agregado). El “Título” de referencia se denomina “Donación, trasplantes y pérdida de la vida”, y contiene cinco capítulos: I. “Disposiciones comunes”; II. “Donación”; III. “Trasplantes”; IV. “Pérdida de la vida”, y V. “Cadáveres”.
11 Sobre este punto, me remito al estudio que hago en mi libro La responsabilidad penal del médico, México, Porrúa, pp. 41 y ss.
12 Claus Roxin observa que “aun cuando los principios del Consejo General de Colegios Médicos (que frecuentemente invoca el tratadista alemán) no tienen eficacia jurídica y tampoco alcanzan el significado práctico de las sentencias de los tribunales, han suscitado asimismo intensas discusiones que, en la práctica, naturalmente afectan también y sobre todo a la nueva jurisprudencia”. Roxin, Claus, “Tratamiento jurídico-penal de la eutanasia”, en id. et al., Eutanasia y suicidio. Cuestiones dogmáticas y de política criminal, Granada, Comares, 2001, p. 21.
13 De Chardin, Teilhard, El fenómeno humano, trad. de M. Crusafont Pairó, Barcelona, Orbis, 1984, p. 43.
14 Manzini, Tratado de derecho procesal penal, trad. de Santiago Sentís Melendo y Marino Ayerra Redín, Buenos Aires, Lib. El Foro, t. II, pp. 394-395.
15 Cfr. ibidem, p. 397.
16 En este documento, del 4 de julio de 1776, figura la siguiente expresión: “Sostenemos por evidentes, por sí mismas, estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
17 Häberle, Peter, El Estado constitucional, trad. de Héctor Fix-Fierro, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2001, p. 115.
18 Gutiérrez Nájera, Manuel, “Non omnis moriar”, en varios autores, Esta triste claridad a ciegas. Miradas hacia la muerte en la poesía hispánica, México, UNAM, Coordinación de Difusión Cultural, 2003, p. 333.
19 Cfr. http://www.aciprensa.com/noticia.php?s=2&n=1182
20 Irving, Washington, Rip Van Winkle, trad. de Carmen Bravo-Villasante, Barcelona, Hesperus, 1987, pp. 29, 69-70 y 99.
21 El artículo 168 del Código Penal para el Distrito Federal tipifica la desaparición forzada de personas. México es parte en la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, de 9 de junio de 1994.
22 El título undécimo del libro primero del Código Civil se denomina “De los ausentes e ignorados”. Contiene varios capítulos: I. “De las medidas provisionales en caso de ausencia”; II. “De la declaración de ausencia”; III. “De los efectos de la declaración de ausencia”; IV. De la administración de los bienes del ausente casado”; V. “De la presunción de muerte del ausente”; VI. “De los efectos de la ausencia respecto de los bienes eventuales del ausente”, y VII. “Disposiciones generales”.
23 Irving, Washington, op. cit., nota 20, p. 32.
24 Cfr. Ariès, Philippe, El hombre ante la muerte, trad. de Mauro Armiño, Madrid, Taurus, 1999, pp. 161 y ss.
25 Tolstoi, Leon, “La muerte de Iván Ilich”, Cuentos escogidos, 3a. ed., México, Porrúa, 1979, p. 83.
26 Argüelles, Hugo, “Los cuervos están de luto”, Primer acto, Teatro vario, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, t. I, pp. 25 y 33.
27 Cfr. Ripert, Georges, El régimen democrático y el derecho civil moderno, trad. de José Ma. Cajica Jr., Puebla, Ed. José M. Cajica Jr., 1951, p. 87.
28 El ejidatario puede designar sucesor en sus derechos sobre la parcela y otros derivados de aquella calidad, a través de una “lista de sucesión” en la que indique “los nombres de las personas y el orden de preferencia conforme al cual deba hacerse la adjudicación de derechos a su fallecimiento” (artículo 17 de la Ley Agraria). Las misma limitación a favor de un solo heredero rige en el supuesto de que el ejidatario no hubiese señalado sucesores y deba operar un régimen de sucesión legal (artículo 18). Las características del sistema quedan de manifiesto en esta disposición del mismo artículo 18: cuando hay dos o más personas con derecho a heredar, “gozarán de tres meses a partir de la muerte del ejidatario para decidir quién, de entre ellos, conservará los derechos ejidales”.
29 Alighieri, Dante, La divina comedia, 13a. ed., México, Porrúa, 1981, Infierno, Canto undécimo, p. 26.
30 Quintano Ripollés, Antonio, La criminología en la literatura universal. Ensayo de propedéutica biológico-criminal sobre fuentes literarias, Barcelona, Bosch, 1951, p. 85.
31 Cfr. Alcalá-Zamora y Castillo, Estampas procesales de la literatura española, Buenos Aires, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1961. El maestro español —o mejor aún, para mí, hispano-mexicano— advierte, sin embargo, sobre la necesidad de “extremar las precauciones críticas” cuando se pretende examinar el derecho a través de las letras, y examinar las obras literarias “como Sherlock Holmes, con linterna y con lupa”. Alcalá-Zamora y Castillo, op. cit., en esta misma nota, p. 31.
32 Quincey, Thomas de, Del asesinato considerado como una de las bellas artes, trad. de Cristina Iborra Mateo, Valencia, España, Océano, 1999, p. 26.
33 Ibidem, pp. 59 y 89.
34 Neuman, Elías, Los que viven del delito y los otros (la delincuencia como industria), México, Siglo XXI, 1991.
35 Cfr. Garófalo, Rafael, La criminología, trad. de Pedro Borrajo, Madrid, Daniel Jorro Editor, 1912, pp. 9 y 37.
36 Jiménez Huerta, Mariano, Derecho penal mexicano, 2a. ed., México, Porrúa, 1971, pp. 15-16.
37 Cfr. Islas de González Mariscal, Olga, “Valores éticos tutelados por el derecho penal mexicano”, en García Ramírez, Sergio (coord.), Los valores en el derecho mexicano. Una aproximación, México, Fondo de Cultura Económica-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1997, p. 203.
38 En el anterior Código Penal para la Federación y el Distrito Federal, de 1931, y en el actual Código Penal Federal, que es aquel mismo, con algunas modificaciones para conferirle vigencia sólo en el ámbito federal (además, por supuesto, de las muy numerosas reformas introducidas entre 1931 y 1999), el catálogo de delitos contenido en el libro segundo comienza con los “Delitos contra la seguridad de la Nación” (título primero). Los “Delitos contra la vida y la integridad corporal” se localizan a gran distancia: en el título decimonoveno. En cambio, el libro segundo del actual Código Penal para el Distrito Federal comienza con los “Delitos contra la vida y la integridad corporal” (título primero).
39 Al referirse al homicidio, el CP federal, que recoge la tradición legislativa mexicana del siglo XX señala que se tendrá como mortal una lesión (y el hecho, en consecuencia, como homicidio), cuando “la muerte se deba a las alteraciones causadas por la lesión en el órgano u órganos interesados, alguna de sus consecuencias y que no pudo combatirse, ya sea por ser incurable, ya por no tenerse al alcance los recursos necesarios” (artículo 303, fracción I). El CP vigente en el Distrito Federal estatuye que “se tendrá como mortal una lesión, cuando la muerte se deba a las alteraciones causadas por la lesión en el órgano u órganos interesados, alguna de sus consecuencias inmediatas o alguna complicación determinada inevitablemente por la misma lesión” (artículo 124).
40 Dostoyewsky, Fedor M., Crimen y castigo, 6a. ed., México, Porrúa, 1979, pp. 41-42, 46 y 50.
41 Shakespeare, William, La tragedia de Macbeth (acto V, escena I), trad. de Ma. Enriqueta González Padilla y Erica Fischer Dorantes, México, UNAM, Coordinación de Humanidades, 1999, p. 233.
42 Quincey, Thomas de, op. cit., nota 32, p. 31.
43 Génesis, 4, 1-8.
44 Leopold, Nathan Freudenthal, Prisión perpetua y 99 años más, pról. de Erle Stanley Gardner, s. f, s. p. i., p. 15.
45 Hentig, Hans von, La pena. Las formas modernas de aparición, 1968, t. II, p. 149.
46 Cfr. Glueck, Sheldon, Criminales de guerra. Su proceso y castigo, trad. de Carlos Liacho, Buenos Aires, Anaquel, 1946, pp. 115 y 116.
47 Cfr. Quiroz Cuarón, Alfonso y Máynez Puente, Samuel, Psicoanálisis del magnicidio, México, Jurídica Mexicana, 1965, pp. 127 y ss.
48 Cfr. la reseña de estos magnicidios en idem y en Marín Cañas, Francisco, Los asesinatos políticos. Desde Lincoln hasta Kennedy, México, Novaro, 1965.
49 Quincey, op. cit., nota 32, pp. 36-37.
50 Cfr. Ochoa, Gerardo, “Contra la delincuencia juvenil, prevención general”, en Barros Leal, César (coord.), Violencia, política criminal y seguridad pública, México, Instituto Nacional de Ciencias Penales, 2003, p. 194. Este autor señala que las cifras que presenta en su trabajo —aparentemente de 1998— fueron tomadas de Ruiz Harrel, Rafael, Criminalidad y mal gobierno, México, Sansores & Aliure, 1998.
51 Cfr. http://www.pgjdf.gob.mx/estadisticas/index.asp`.
52 Cfr. Instituto Ciudadano de Estudios sobre la Inseguridad, A. C., Segunda encuesta nacional sobre inseguridad en las entidades federativas. Resultados, 1er. semestre 2002 (enero-junio) y Gaceta informativa 7, http://www.icesi.org.mx.
53 Speckman Guerra, Elisa, Crimen y castigo. Legislación penal, interpretaciones de la criminalidad y administración de justicia (ciudad de México 1872-1910), México, El Colegio de México-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2002, p. 183.
54 Cfr. Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Informe preliminar de acciones realizadas en el caso de feminicidios en el municipio de Ciudad Juárez, Chihuahua, 7 de abril de 2003 (en el Informe especial de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos sobre los casos de homicidios y desapariciones de mujeres en el municipio de Juárez, Chihuahua, presentado en noviembre de 2003, se dio cuenta de 263 homicidios y se mencionó el número de “reportes de mujeres desaparecidas”: 4,568. Cfr. http://www.senado.gob.mx/content/sp/informes/chihuahua/), p. 1; Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Situación de los derechos humanos de la mujer en Ciudad Juárez, México, OEA/Ser. L/V/II.117 Doc. 44, Secretaría General, Organización de los Estados Americanos, Washington, 2003, p. 13, párr. 41, y los estudios reunidos en Álvarez de Lara, Rosa María (coord.), La memoria de las olvidadas: las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2003.
55 Cfr. López Bolado, Jorge D., Los homicidios calificados, Buenos Aires, Plus Ultra, 1975, pp. 17 y ss.; y Levene (h), Ricardo, El delito de homicidio, Buenos Aires, Depalma, 1977, pp. 173 y ss.
56 Guzmán, Martín Luis, “La fiesta de las balas”, en varios autores, Cuentos de la revolución, México, UNAM, Coordinación de Humanidades, 1987, pp. 36-37.
57 Poe, Edgar Allan, “Aventuras de Arthur Gordon Pym”, Obras completas, trad. de Carlos Olvera et al., Buenos Aires, Claridad, 1944, pp. 475-477.
58 Verne, Julio, La esfinge de los hielos, trad. de J. M. Huertas Ventosa, Buenos Aires, Molino Argentina, 1940, p. 30.
59 Cfr. Nogueira Itagiba, Ivair, Homicídio, exclusâo de crime e isençâo de pena, Río de Janeiro, 1958, t. II, p. 429.
60 Cfr. Leyes de Manú, trad. de Juan España, Madrid, Librería Bergua, libro séptimo, 90-93, p. 154,
61 Grocio, Hugo, Del derecho de la guerra y de la paz, trad. de Jaime Torrubiano Ripoll, Madrid, Reus, 1925, t. I, pp. 21 y 23.
62 La relación de los crímenes de guerra aparece en el artículo 8 del Estatuto. Se requiere que hayan sido cometidos “como parte de un plan o política o como parte de la comisión en gran escala de tales crímenes”. Especial relevancia poseen las infracciones graves de los Convenios de Ginebra del 12 de agosto de 1949. No queda comprendido, por lo pronto, el empleo de armas que causen daños superfluos o sufrimientos innecesarios o surtan efectos indiscriminados en violación del derecho humanitario internacional. Para que haya sanción en estos casos se requiere que “esas armas o esos proyectiles, materiales o métodos de guerra, sean objeto de una prohibición completa y estén incluidos en un anexo del presente Estatuto (de Roma, sobre la Corte Penal Internacional) en virtud de una enmienda aprobada de conformidad con las disposiciones que, sobre el particular, figuran en los artículos 121 y 123”. (Elementos del crimen correspondientes al delito previsto en el artículo 8, b, XX) Es posible que un Estado parte en la convención se sustraiga a la competencia de la corte en relación con estos crímenes, “durante un período de siete años contados a partir de la fecha en que el Estatuto entre en vigor a su respecto” (artículo 124).
63 Cfr. Glover, Jonathan, Humanidad e inhumanidad. Una historia moral del siglo XX, trad. de Marco Aurelio Galmarini, Madrid, Cátedra, 2001, p. 19.
64 Cfr. Tribunal Permanente de los Pueblos, Sesión sobre el genocidio de los armenios. 13-16 de abril, 1984, Veredicto, París, Tribunal Permanente de los Pueblos, 1984, pp. 10 y ss.
65 En los términos del artículo 6 del Estatuto de Roma, se entiende por genocidio un acto perpetrado “con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal”. Dicho acto debe consistir en: matanza de miembros del grupo, lesión grave a la integridad física o mental de aquéllos, sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física total o parcial, medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo y traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo.
66 Sobre estos casos, cfr. Amnistía Internacional, Crímenes sin castigo. Homicidios políticos y desapariciones forzadas, EDAI, pp. 7-8.
67 Estimación de Cook, S. F. y Borah, W., citados por Bonfil Batalla, Guillermo, México profundo. Una civilización negada, México, Grijalbo, 2001, pp. 127-128.
68 Cfr. Durkheim, Emilio, El suicidio, trad. de Mariano Ruiz Funes, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Coordinación de Humanidades, 1983, p. 60.
69 Cfr. Borges, Guilherme y Mondragón, Liliana, “Epidemiología de la conducta suicida en la ciudad de México”, Crónicas de la ciudad de México. A pie, año 1, núm. 3, octubre-diciembre de 2003, pp. 20-23.
70 Deuteronomio, 32, 39.
71 Aquino, Tomás de, Tratado de la justicia, 2a. ed., trad. de Carlos Ignacio González, S. J., México, Porrúa, 1981, p. 172 (cap. VIII, art. 5).
72 Encíclica Mater et Magistra, 5 (194), 1961.
73 Cfr. Durkheim, Emile, El suicidio, cit., nota 68, p. 445.
74 El Corán, XVI, 63.
75 Cfr. ibidem, LVI, 60.
76 Sienkiewicz, Enrique, ¿Quo vadis?, 2a. ed., México, Porrúa, 1974, pp. 410-411.
77 Goethe, J. W., Werther, 10a. ed., México, Porrúa, pp. 221, 223, 259 y 271.
78 Cfr. Marchiori, Hilda, El suicidio. Enfoque criminológico, México, Porrúa, 1998, pp. 56 y ss.
79 Durkheim, Emile, op. cit., nota 68, p. 445.
80 Cfr. Manzini, op. cit., nota 14, pp. 398-399.
81 Beccaria, César, De los delitos y de las penas, trad. de Juan Antonio de las Casas, est. introd. de Sergio García Ramírez, México, Fondo de Cultura Económica, 2000, pp. 294 y 298.
82 Expedido por Benito Juárez, como parte en el conjunto de las Leyes de Reforma; el decreto “declara que cesa toda intervención del clero en los cementerios y camposantos”.
83 Cfr. Lugo Olín, Concepción, “De los atrios a los cementerios”, Crónicas de la ciudad de México. A pie, año 1, núm. 3, octubre-diciembre de 2003, p. 45.
84 Roxin, Claus, op. cit., nota 12, p. 26.
85 Cfr. Mantovani, Ferrando, “Sobre el problema jurídico del suicidio”, ibidem, p. 73.
86 Díaz Aranda, Enrique, Dogmática del suicidio y homicidio consentido, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Derecho-Centro de Estudios Judiciales, Ministerio de Justicia, 1995, p. 140.
87 Cfr. ibidem, p. 149.
88 Islas de González Mariscal, Olga, Análisis lógico de los delitos contra la vida, 4a. ed., México, Trillas, 1998, p. 260.
89 Roxin, Claus, op. cit., nota 12, p. 4.
90 Niño, op. cit., nota 2, p. 81; y Morillas Cueva, Lorenzo, “Prólogo”, en Roxin, Claus et al., op. cit., nota 12, p. XVII.
91 Cfr. Arilla Bás, Fernando, “Las medidas asexualizadoras de anormales y delincuentes en las legislaciones europeas”, Criminalia, año VIII, núm. 3, noviembre de 1941; y Pérez Valera, Víctor, Eutanasia. ¿Piedad? ¿Delito?, México, Editorial Jus, 1989, p. 104.
92 Platón, La República, trad. de Antonio Gómez Robledo, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Coordinación de Humanidades, 1971, cap. III., pp. 105-106 y 108.
93 Moro, Tomás, Utopía, México, Porrúa, 1977, Libro segundo. De los esclavos, p. 61.
94 Jiménez de Asúa, Libertad de amar y derecho a morir, 6a. ed., Buenos Aires, Losada, 1946, p. 365; y Pérez Valera, Víctor, op. cit., nota 91, p. 137.
95 González de la Vega, Francisco, Derecho penal mexicano. Los delitos, 12a. ed., México, Porrúa, 1973, p. 90.
96 Roxin, Claus, op. cit., nota 12, p. 3.
97 Jiménez de Asúa, op. cit., nota 94, pp. 338-339.
98 Cfr. ibidem, p. 340.
99 Cfr. Marlasca, op. cit., nota 6, p. 195; asimismo Casado, María, “La controversia de la eutanasia”, En el límite de los derechos, Barcelona, EUB, 1996, p. 167.
100 Morillas Cueva, Lorenzo, op. cit., nota 90, p. XVIII.
101 Ortiz Quesada, Federico, El acto de morir, 6a. ed., México, Némesis, 1989, p. 9.
102 Jiménez de Asúa, op. cit., nota 94, pp. 343 y ss.
103 Cfr. Marlasca, op. cit., nota 6, pp. 219-220.
104 Cfr. http://www.elmundo/es/cronica/2003/416/1065440651.html.
105 De Beauvoir, Simone, Una muerte muy dulce, trad. de María Elena Santillán, Buenos Aires-México, Sudamericana, 2002, pp. 55 y 77.
106 El Clarín, 17 de enero de 1993, citado en Neuman, Elías, Sida en prisión (un genocidio actual), Buenos Aires, Depalma, 1999, p. 235.
107 Cfr. Affaire Pretty c. Royaume-Uni (Requête no. 2346/02), Arret, 29 avril 2002.
108 http://cnnenespanol.com/2003/salud/10/15/coma.desconexion/ y http://www.laopinion.com/salud/salud_home.html?rkey=00031015220832040924
109 Morillas Cueva sintetiza el panorama legislativo actual en los siguientes términos: “A tres pueden reducirse las opciones en torno al tratamiento jurídico-penal con que se plantea en los textos legales la eutanasia activa directa y consentida, a veces combinada con otras modalidades: a) regulaciones que omiten cualquier referencia al consentimiento con lo que se sancionan dichas conductas como homicidio o asesinato, según los casos, o bien concretándolas en un injusto diferente que, no obstante, mantiene pena similar a la de aquéllos, sin previsión de atenuación; b) códigos que prevén para estos supuestos una cierta atenuación de la pena con relación a la establecida para el homicidio; c) textos punitivos que se deciden, bajo la exigencia de determinadas cautelas, por las tesis de la no punición”. Morillas Cueva, Lorenzo, op. cit., nota 90, p. XX.
110 El artículo 37 del Código Penal de Uruguay, introducido por la Ley 9414, del 29 de junio de 1934, ha dispuesto: “Los jueces tienen la facultad de exonerar de castigo al sujeto de antecedentes honorables, autor de un homicidio, efectuado por móviles de piedad, mediante súplicas reiteradas de la víctima”.
111 Jiménez de Asúa, op. cit., nota 94, pp. 434-436.
112 Navarro Valls, Rafael, “La objeción de conciencia al aborto: derecho comparado y derecho español”, Anuario de Derecho Eclesiástico, vol. II, 1986, p. 308, citado en Niño, op. cit., nota 2, p. 229.
113 Muñoz Conde, Francisco, “Síntesis de las ponencias” (presentadas a un seminario internacional europeo sobre eutanasia), en Díez Ripollés, José Luis y Muñoz Sánchez, Juan, El tratamiento jurídico de la eutanasia: una perspectiva comparada, Valencia, Tirant lo Blanch, 1996, p. 555.
114 Grupo de Estudios de Política Criminal (España), “Propuesta alternativa al tratamiento jurídico de las conductas de terceros relativas a la disponibilidad de la propia vida”, en Díez Ripollés y Muñoz Sánchez, op. cit., nota anterior, pp. 618 y 620-621.
115 Roxin, Claus, op. cit., nota 12, p. 38.
116 Sobre el CP español, cfr. Olmedo Cardenete, Miguel, “Responsabilidad penal por la intervención en el suicidio ajeno y en el homicidio consentido” y Barquín Sánz, Jesús, “La eutanasia como forma de intervención en la muerte de otro”, en varios autores, Eutanasia y suicidio. Cuestiones dogmáticas y de política criminal, Granada, Comares, 2001, pp. 105 y ss., 155 y ss., respectivamente.
117 Dicho proyecto no se contrae al dolor, que refleja el caso más general, sino opta por aludir a “graves situaciones de sufrimiento que no pueden desaparecer de otro modo”. Roxin, Claus, op. cit., nota 12, p. 10.
118 Tolstoi, Leon, op. cit., nota 25, p. 115.
119 Me refiero a las fases por las que transita el enfermo cuando recibe el diagnóstico de muerte. Cfr. Ortiz Quesada, Federico, op. cit., nota 101, pp. 47-49 y 65-66.
120 Cfr. García Ramírez, Sergio, “Desarrollo de los sustitutivos de la prisión”, Estudios jurídicos, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2000, pp. 711 y ss., y “Consecuencias del delito: los sustitutivos de la prisión y la reparación del daño”, Revista Latinoamericana de Derecho, año I, núm. 1, enero-junio de 2004, pp. 181 y ss.
121 El CPDF dispone: “Cuando se trate de punibilidad alternativa, en la que se contemple pena de prisión, el juez podrá imponer motivando su resolución, la sanción privativa de libertad sólo cuando ello sea ineludible para los fines de justicia, prevención general y prevención especial” (artículo 70, último párrafo).
122 En este sentido, cfr. la crítica de Elpidio Ramírez, citado en García Ramírez, Proceso penal y derechos humanos, 2a. ed., México, Porrúa, 1993, p. 272.
123 El artículo 345, LGS, previene: “No existirá impedimento alguno para que a solicitud o autorización de las siguientes personas: el o la cónyuge, el concubinario, la concubina, los descendientes, los ascendientes, los hermanos, el adoptado o el adoptante, conforme al orden expresado, se prescinda de los medios artificiales que evitan que en aquel que presenta muerte cerebral comprobada se manifiesten los demás signos de muerte a que se refiere la fracción II del artículo 343”.
124 Cfr. Jiménez Huerta, Mariano, Derecho penal mexicano. La tutela penal de la vida e integridad humana, 2a. ed., México, Porrúa, 1971, t. II, pp. 143-144,
125 Cfr. González de la Vega, Francisco, op. cit., nota 95, p. 129.
126 Friedman, W., El derecho en una sociedad en transformación, trad. de Florentino M. Torner, México, Fondo de Cultura Económica, 1966, p. 251.
127 Ibáñez, José Luis y García-Velasco, La despenalización del aborto voluntario en el ocaso del siglo XX, Madrid, Siglo XXI Editores, 1992, p. 60.
128 Gómez Grillo, Elio, Diario de criminología, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1977, p. 186.
129 Cfr. Wicclar, Mark R., “La controversia sobre el aborto y el reclamo de que este cuerpo es mío”, trad. de Laura E. Manríquez, en Valdés, Margarita M. (comp.), op. cit., nota 1, pp. 209 y ss.
130 Cfr. Pérez-Tamayo, op. cit., nota 3, p. 174.
131 Villoro, Luis, “¿Debe penalizarse el aborto”, en Valdés, Margarita M. (comp.), op. cit., nota 1, p. 243.
132 Cfr. Jiménez de Asúa, op. cit., nota 94, p. 326.
133 Cfr. Pérez Tamayo, Ruy, op. cit., nota 3, p. 191 (n. 40).
134 Cfr. Jiménez de Asúa, “La talidomida y el derecho penal”, en varios autores, Estudios penales. Homenaje al R. P. Julián Pereda, S. J., Bilbao, Universidad de Deusto, 1965, pp. 425 y ss.
135 Cfr. Hirsch, Hans Joachim, “La reforma de los preceptos sobre interrupción del embarazo en la República Federal Alemana”, en varios autores, La reforma penal. Cuatro cuestiones fundamentales, Madrid, Instituto Alemán, 1982, p. 39.
136 Ibáñez, op. cit., nota 127, pp. 60 y 62.
137 Para un panorama de la situación que guarda la legislación sobre el aborto en el conjunto del país, cfr. Barraza, Eduardo, Aborto y pena en México, México, Instituto Nacional de Ciencias Penales-Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE), 2003. Asimismo, cfr. Barreda, Luis de la, El delito de aborto. Una careta de buena conciencia, México, Miguel Ángel Porrúa-Instituto Nacional de Ciencias Penales, 1991, pp. 113 y ss.; Islas de González Mariscal, Olga, Análisis lógico…, cit., nota 88, pp. 284 y ss.; y García Ramírez, Sergio, “Consideración jurídico-penal del aborto”, Cuestiones criminológicas y penales contemporáneas, México, Instituto Nacional de Ciencias Penales, 1981, pp. 99 y ss., reproducido en id., Criminología, marginalidad y derecho penal, Buenos Aires, Depalma, 1982, pp. 89 y ss.
138 Cfr. Leal, Luisa María, “La igualdad formal de la mujer. El aborto, un derecho conculcado”, en id. (coord.), El problema del aborto en México, México, Miguel Ángel Porrúa, 1980, pp. 161 y ss.
139 Cfr. García Ramírez, Sergio, “Igualdad jurídica entre el hombre y la mujer”, Temas jurídicos, México, 1976, pp. 265 y ss.
140 Lamas, Marta, “Del cuerpo a la ciudadanía. El feminismo y la despenalización del aborto en México”, en Valdés, Margarita M. (comp.), op. cit., nota 1, p. 221.
141 Cfr. varios autores, La Suprema Corte de Justicia y el derecho a la vida. Sentencia sobre el aborto, México, Instituto Nacional de Ciencias Penales, 2003, pp. 36 y ss.
142 Cfr. ibidem, pp. 47 y ss.
143 En términos semejantes, el artículo 141 bis del Código de Procedimientos Penales del Estado de Morelos.
144 Artículo 105, fracción II, último párrafo: “Las resoluciones de la Suprema Corte de Justicia sólo podrán declarar la invalidez de las normas impugnadas, siempre que fueren aprobadas por una mayoría de cuando menos ocho votos”.
145 Con respecto a este proceso, cfr. varios autores, op. cit., nota 142, pp. 147 y ss.
146 Cfr. Reforma, 4 de septiembre de 2003, p. 3-A. El desplegado que suscriben diversas organizaciones está encabezado por: Grupo de Información en Reproducción Elegida, A.C. (GIRE), Alaide Foppa, A.C., y Center for Reproductive Rights.
147 Cfr. Bodenheimer, Edgar, Teoría del derecho, 3a. ed., 1a. reimp., trad. de Vicente Herrero, México, Fondo de Cultura Económica, 1971, pp. 18 y ss.
148 Lope Blanch, J. M., “Biografía y presentación”, en Vega, Lope de, Fuente Ovejuna. Peribáñez. El mejor alcalde, el Rey. El caballero de Olmedo, 11a. ed., México, Porrúa, 1978, p. 3.
149 Rudé, George, La revolución francesa, trad. de Aníbal Leal, Buenos Aires, Javier Vergara Editor, 1989, p. 123.
150 Paine, Thomas, Los derechos del hombre, 3a. ed., trad. de J. A. Fontanilla, Buenos Aires, Aguilar, 1962, p. 68.
151 Revueltas, José, “Dios en la tierra”, en varios autores, op. cit., nota 56, p. 149.
152 Monsiváis, Carlos, “Justicia por propia mano”, en varios autores, Justicia por propia mano, México, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 2002, p. 11.
153 Valadés, Edmundo, “La muerte tiene permiso”, en Monsiváis Carlos (sel. y pres.), Lo fugitivo permanece. 20 cuentos mexicanos, 2a. ed., 2a. reimp., México, Cal y Arena, 2002, pp. 51 y ss.
154 Maquiavelo, Nicolás, El Príncipe, 7a. ed., México, Porrúa, 1981, caps. VIII, XVII y XX, pp. 16, 29 y 38-39.
155 Cfr. Zaffaroni, E. Raúl, Muertes anunciadas, Temis-Instituto Interamericano de Derechos Humanos, 1993, pp. 11-13.
156 Cfr. mi Voto particular concurrente a la sentencia en el Caso Myrna Mack Chang, del 26 de noviembre del 2003.
157 Cáceres P., Jorge, “Terrorismo de Estado, seguridad nacional y democratización en Centroamérica. Algunas reflexiones conceptuales”, Anuario de Estudios Centroamericanos, San José, Universidad de Costa Rica, 15 (1), 1989, p. 81.
158 Exodo, 21, 12-15.
159 II, 133.
160 Beristáin, Antonio, “Pro y contra la pena de muerte en la política criminal contemporánea”, en varios autores, Cuestiones penales y criminológicas, Madrid, Reus, 1979, p. 579.
161 Cfr. Ortolán, M., Curso de legislación penal comparada, Madrid, Imp. de la Sociedad Literaria y Tipográfica, 1845, pp. 134-138.
162 Lenotre, G., La guillotine et les exécuteurs des arrêts criminels pendant la Révolution, París, Lib. Academique Pérrin et Cie., Libraires-Editeurs, 1927, p. 216.
163 Víctor Hugo, El 93, trad. de Miguel Giménez Sales, Barcelona, Edisven, S. A., 1968, p. 427.
164 Huidobro, Vicente, “Temblor de cielo”, en varios autores, op. cit., nota 18, p. 53.
165 Bentham, Tratados de legislación civil y penal, trad. de Ramón Salas, Madrid, Editora Nacional, 1981, p. 308.
166 Shakespeare, William, María Estuardo, 3a. ed., trad. de José Ixart, Porrúa, México, 1996, acto IV, escena X, pp. 56-57.
167 Cfr. Foucault, Michel, Los anormales, trad. de Horacio Pons, México, Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 86.
168 Cfr. Cabanès, “Les affaires Calas et Sirven au tribunal de la postérité”, en varios autores, Les énigmes de l’histoire, París, Albin Michel, 1949, pp. 110 y ss.
169 Cfr. Beccaria, op. cit., nota 81, pp. 274 y ss.
170 Lagerkvist, Pär, El verdugo y otros cuentos, 3a. reimp., trad. de Fausto Tezanos Pinto, Buenos Aires, Emecé Editores, 1957, pp. 52-53.
171 Quevedo y Villegas, Francisco de, Historia de la vida del Buscón llamado Don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, 7a. ed., Madrid, Aguilar, 1974, lib. I, cap. VII, p. 34.
172 Hands Off Cain, The Death Penalty Worldwide, Roma, 2002 Report, 2002, p. 76.
173 Ibidem, pp. 32, 36 y ss.
174 Sobre este punto, cfr. mi artículo “Derecho a la vida y aplicación de la pena de muerte en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos”, Criminalia, año LXVIII, núm. 2, mayo-agosto de 2002, pp. 59 y ss., en el que comento la sentencia dictada en el Caso Hilaire, Constantine, Benjamin y otros vs. Trinidad y Tobago, de 21 de junio de 2002, e incluyo mi propio Voto concurrente razonado que acompaña a dicha sentencia.
175 Me refiero a las sentencias dictadas por el Privy Council, el 20 de noviembre de 2003, en los casos Balkinssoon Roodal vs. El Estado (Trinidad y Tobago) y Haroon Khan vs. El Estado (idem), que invocan la sentencia de la Corte Interamericana mencionada en la nota anterior, y califican como injusta la aplicación de la pena de muerte a todos los responsables de homicidio, sin considerar las circunstancias en las que se cometió el crimen y la posición particular del inculpado.
176 Cfr. Hands Off Cain, op. cit., nota 172, p. 39.
177 Cfr. Kreb, Claus, “Sanciones penales, ejecución penal y cooperación en el Estatuto de la Corte Penal Internacional (partes VII, IX y X)”, en Ambos, Kai y Guerrero, Óscar Julián (comp.), El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1999, pp. 341-342.
178 Cfr. “Anulan en Nigeria pena de lapidación contra Amina Lawal”, El Universal, 26 de septiembre de 2003, p. A-5.
179 Death is not justice. The Council of Europe and the Death Penalty, Directorate General of Human Rights, Council of Europe, 2001, p. 12,
180 Cfr. a este respecto, el documentado libro de Latzer, Barry, Death Penalty Cases. Leading U. S. Supreme Court Cases on Capital Punishment, Boston, Butterworth-Heinemann, 1998. Asimismo, cfr. Ramella, Pablo A., Atentados a la vida, Buenos Aires, Paulinas, 1980, pp. 55 y 56.
181 Cfr. “Amnistía a reos beneficia sólo a un mexicano”, El Financiero, 17 de septiembre de 2003, p. 40.
182 USA Today, del 26 de marzo de 1997.
183 Sobre los desarrollos del derecho internacional que menciono en estos párrafos, cfr. Schabas, William, The abolition ot the Death Penalty in International Law, 2nd. ed, Nueva York, Cambridge University Press, 1997, pp. 147 y ss.
184 Restricciones a la pena de muerte (artículos 4.2 y 4.4, Convención Americana sobre Derechos Humanos). Opinión Consultiva OC-3/83 del 8 de septiembre de 198, serie A, núm. 3, párr. 52.
185 Cfr. http://www.ya.com/penademuerte/listapaises.htm.
186 Sobre el debate en el Congreso Constituyente, cfr. García Ramírez, Sergio, El artículo 18 constitucional: prisión preventiva, sistema penitenciario, menores infractores, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Coordinación de Humanidades, 1967, pp. 45 y ss.
187 García Ramírez, Sergio, Los personajes del cautiverio. Prisiones, prisioneros y custodios, 2a. ed., México, Porrúa, 2002, p. 117.
188 Cfr. “Buscan abolir la pena de muerte en la Constitución”, El Universal, 13 de septiembre de 2003, p. A-16.
189 Cfr. “Hubo 500 consejos de guerra en 10 años”, El Universal, 28 de noviembre de 2003, A-24.
190 Cfr. Islas de González Mariscal, Olga, “La pena de muerte en México”, en Díaz-Aranda, Enrique e Islas de González Mariscal, Olga, Pena de muerte, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2003, pp. 60 y ss.