PEÑALOZA, Pedro J., La prevención del delito: una asignatura pendiente, México, Porrúa, 2004, 199 pp.
La grave situación que guarda la seguridad pública, o mejor dicho, la "inseguridad pública" -para emplear aquí la denominación que utiliza el flamante organismo creado en 2002 con el fin de estudiar estos problemas y contribuir a remediarlos: Instituto Ciudadano de Estudios sobre la Inseguridad, A. C.-, ha propiciado diversas actividades que contrastan con las también diversas omisiones que se observan en este ámbito. Una vez que se incorporó el tema de la seguridad pública en la Constitución Política, a través de reformas y adiciones al artículo 21, y se previó, en consecuencia, el establecimiento del correspondiente sistema nacional, han menudeado los programas y las iniciativas.
Al lado de los abundantes pronunciamientos del Estado -en sus varios planos o niveles- y de los cuantiosos recursos invertidos en tareas de seguridad, más o menos visibles y eficaces, han surgido los comentarios de tratadistas e investigadores, políticos y periodistas, profesionales y ciudadanos comunes -todos comunicados por la unánime experiencia de la inseguridad generalizada- llamados a examinar las causas y los efectos de la criminalidad, así como la forma de combatirlos y reducirlos, ya que no suprimirlos por completo. Difícilmente podríamos eliminar la delincuencia, aunque lo menos que debemos hacer es conocer sus raíces y atacarlas con la misma constancia con que aquélla se cierne sobre la sociedad que la padece.
El libro del maestro Pedro J. Peñaloza, actual director general de Prevención del Delito y Servicios a la Comunidad de la Procuraduría General de la República, se suma a las obras y los artículos que abordan estos temas. Peñaloza ha estudiado la materia y se ha desempeñado en cargos públicos que le permitieron y permiten familiarizarse con los problemas de la seguridad e inseguridad pública y plantear, informadamente, sugerencias constructivas. En el trabajo que ahora comento, la mayor carga se ha puesto en los asuntos de la prevención del delito, sin perder de vista la persecución del crimen, que es otra manera de proveer, así sea tardíamente, a la prevención de nuevos delitos. Esta es, en fin de cuentas, la función práctica del sistema penal, más allá del valor que tiene como correspondencia racional y obligada ante el comportamiento ilícito. Esto interesa a la filosofía; aquello, a la política. En nuestros días hay que volver sobre ambas perspectivas, enlazarlas cuidadosamente -para evitar excesos y defectos- y emprender medidas concretas frente al fenómeno de la criminalidad que crece en sus dos vertientes bien sabidas: la delincuencia común, tradicional o convencional, y la delincuencia evolucionada, "moderna", que se vale -como otros pasos de la vida social: fisiología o patología- de los medios que pone a su alcance el desarrollo económico y tecnológico.
El libro de Peñaloza se desarrolla desde una triple perspectiva: histórica, crítica y propositiva. El conjunto obedece a una "idea de política criminal", que a su vez se inscribe en una "idea de política social". A esas perspectivas y a esta orientación general me refiero en el prólogo que redacté para esta obra. En él evoco, como lo hace el mismo autor en sus consideraciones históricas, que durante la extensa etapa anterior a la eclosión positivista se puso el acento en la naturaleza "ilícita" del crimen y en la "culpabilidad" del delincuente. La represión del delito se fincó en la presencia del libre albedrío que constituye, a su vez, el sustento cierto de la responsabilidad moral, política y penal. Así se observa en la conocida caracterización de Carrara acerca del delito, que figura en las primeras páginas del famoso Programa de derecho criminal: "infracción de la ley del Estado, promulgada para proteger la seguridad de los ciudadanos, y que resulta de un acto externo del hombre, moralmente imputable y socialmente dañoso". Esta manera de ver las cosas permitió superar la primitiva confusión entre delincuente y pecador, delito y pecado. Fue notable, en su hora, el avance en la comprensión del crimen y la pertinencia de la reacción punitiva del Estado.
Por lo que hace a la prevención, el propio Beccaria puntualizó en De los delitos y las penas: "Es mejor evitar los delitos que castigarlos. He aquí el fin principal de toda buena legislación, que es el arte de conducir a los hombres al punto mayor de felicidad o al menor de infelicidad posible, para hablar según todos los cálculos de bienes y males de la vida". Quedaba a la vista, pues, la necesidad de iniciar la defensa de la sociedad frente al crimen precisamente donde el delito se incuba, y no apenas en la sentencia que sigue a la falta cometida. Nada de esto significó, por supuesto, abandonar la persecución, ni suprimir sin más las medidas penales, cuando resulten necesarias.
Esta disposición preventiva se acentuó en la hora del positivismo, generador de una corriente criminológica a la que se deben muchos progresos, aunque hoy se encuentre acosada por la crítica y rebasada por los hallazgos que suministra el reexamen de la criminalidad y sus factores. Peñaloza trae a colación el pensamiento de los autores positivistas, entre ellos Enrique Ferri. En su Sociología criminal, el jurista criminólogo planteó la reconsideración de la materia, que permitiera transitar de la punición a la prevención. Así, propuso un "Código preventivo que se opusiera casi artículo por artículo al Código penal", y destacó la "enorme importancia de los factores sociales del crimen, que dependen de la manera como son ajustadas todas las partes del organismo social". Creyó, con optimismo, que "el legislador puede, modificando esos factores, corregir con eficacia la marcha de la criminalidad, en los límites marcados por el concurso de otros factores criminales, y en consecuencia, por la ley de saturación criminal".
Nuevas corrientes de pensamiento, nutridas en observaciones y consideraciones políticas, trajeron consigo otra forma de hacer criminología, a la que igualmente se refiere el maestro Peñaloza.
La venezolana Rosa del Olmo aludió a este reexamen en los siguientes términos:
Se hace cada día más evidente la necesidad de fomentar una criminología crítica... que comience por cuestionar las visiones imperantes sobre lo que es delito y quién es un delincuente. Pero hay que ir más allá. Hay que llegar hasta el estudio detenido de la ley, de su formulación, de los procesos que intervienen para sancionar un hecho como delito y a un individuo como delincuente. Hay que conocer quiénes son los responsables en la sociedad de esta situación y las implicaciones que conllevan. Es más, hay que explorar históricamente de dónde ha surgido la visión que tenemos hoy en día sobre el delito.
De esta suerte, la atención -y la "culpa", si cabe decirlo- se colocaría más en las instituciones que generan las leyes, en la letra y el espíritu de éstas y en el poder que las esgrime y administra, que en el infractor y en los factores individuales y sociales que gravitan sobre él y determinan su comportamiento.
A estas alturas sabemos bien que las autoridades, bien o mal informadas y preparadas, y la sociedad, desvalida y alarmada, suelen echar mano de medidas penales a las que se atribuyen virtudes casi milagrosas, más que desplegar precauciones sociales para combatir el delito en su fuente misma. Es frecuente la demanda, atendida con premura por los legisladores, de crear nuevos tipos penales, incluir calificativas en los tipos existentes e incrementar la gravedad de las penas, hasta la desmesura, para contener la ola criminal y ofrecer un respiro a la paz pública. Lo sabe y lo pondera el autor de esta obra, como también reconoce que un buen número de delitos queda impune: sea que no se denuncien, y así crezca la enorme cifra negra de la delincuencia, sea que las denuncias no culminen, tras investigaciones bien hechas y procesos bien construidos, en condenas que verdaderamente se ejecuten. En nuestro país se ha mostrado, hasta la saciedad, el desencuentro constante entre la estadística oficial de las denuncias y querellas, por una parte, y la percepción social acerca de la criminalidad, por la otra.
En el trabajo que comento existe información muy útil acerca de diversas tareas emprendidas por la comunidad de las naciones para enfrentar la delincuencia. Más acá de los esfuerzos precursores desplegados en el siglo XIX y la primera parte del XX, hay que tomar en cuenta -como lo hace el autor de la obra- las tareas de la Organización de las Naciones Unidas a través de los congresos quinquenales sobre prevención del delito y tratamiento del delincuente. En ellos y en otros foros se ha mostrado la creciente preocupación compartida en lo que respecta al delito y la reacción pública, las nuevas formas de criminalidad que modifican a fondo la tradicional fenomenología del crimen, y el surgimiento consecuente de frentes comunes y proyectos coincidentes en los planos regional y mundial. Todo esto implica una expresión específica de la mundialización o globalización, desplegada a través de la "trascendencia" del delito y de los medios para enfrentarlo.
Por supuesto, al hablar de trascendencia no me refiero solamente a la relevancia o al impacto de las conductas criminales, sino al alcance que éstas tienen en función de los territorios que abarcan, las poblaciones a las que llegan, los efectos que generan y los rendimientos que producen. La nueva delincuencia, que no sustituye a la criminalidad tradicional, sino se agrega a ella y se vale de sus actores, ha salido de los confinamientos acostumbrados: una ciudad o un país, y "viaja" por encima de las fronteras. Así lo acreditan el terrorismo, el comercio con personas ("blancas", turismo sexual, migrantes, por ejemplo), la criminalidad en los negocios, los fraudes cibernéticos a gran escala, el narcotráfico, el comercio de armas.
Las características de esa novedosa criminalidad, que plantea retos mayores a la acción de la sociedad y del Estado, implican modificaciones importantes en el perfil de los victimarios y las víctimas, protagonistas del hecho criminológico y, en su hora, del drama penal, en su propio marco jurídico y político. Como otras veces he mencionado, existe una delincuencia difusa, protagonizada por sujetos innominados. También existe, en contrapartida, una victimación difusa que cubre grupos humanos, poblaciones, sociedades nacionales. De ahí la atención y la reacción internacionales. Los delincuentes se organizan, y la protección de las víctimas queda a merced de la organización defensiva que provean los Estados a los que pertenecen, a lo largo de la cadena de daño o peligro que entraña el delito trascendente. Sin embargo, también han comenzado a operar, por su cuenta, los potenciales victimados -a menudo, grandes empresas o uniones de interés económico o profesional- a través de acciones preventivas o de colaboraciones persecutorias.
Abierto el camino del interés internacional por los antiguos congresos penitenciarios, la Organización de las Naciones Unidas asumió el estudio y la formulación de proyectos, sobre todo a través de los mencionados congresos quinquenales, reunidos desde 1955. Nuestro país ha estado presente en estos encuentros, desde ese año hasta el 2000. Es interesante la relación que el autor hace sobre los temas principales de cada congreso, que permite conocer la tendencia de la criminalidad y el desarrollo en la línea de ocupaciones sociales y políticas que aquélla alimenta. Peñaloza destaca la atención brindada por los primeros congresos de Naciones Unidas a los problemas de la pena privativa de la libertad, por ejemplo, que suscitaron la formulación de las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos, aprobadas en Ginebra, en 1955. Reuniones posteriores, a las que ha acudido un creciente número de Estados, se internaron en otros espacios: prevención del delito, criminalidad moderna, justicia para menores, alternativas de la jurisdicción tradicional, conducta de los aplicadores de la ley, etcétera.
Cabe mencionar que en estas reuniones internacionales han resurgido temas tradicionales que siguen provocando vivos debates. Tal ha sido el caso de la pena de muerte, que aún se niega a morir. En esta se ocupó el VI Congreso de Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente (Caracas, 1980). Aún recuerdo la deliberación de las delegaciones acerca de esta materia siempre inconclusa. Hubo impugnaciones frontales de la pena capital, pero también defensas vehementes. Se enfrentaron las corrientes abolicionista y retencionista, sin llegar a una conclusión que las conciliara. Esta ha sido la experiencia de las Naciones Unidas, que sólo de manera progresiva avanza hacia la abolición, lograda primero en el continente europeo a través de los protocolos 6 y 13 al Convenio de 1950, y confirmada en el difícil proceso de formación del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, de 1998.
En la obra que ahora comento se examina la pena de prisión, que alguna vez fue un admisible sustituto de la muerte punitiva y hoy constituye, a menudo, socorrida panacea de legisladores apresurados. Sobre esta medida hay noticias elocuentes, como las que suministra Elías Carranza, director del Instituto Latinoamericano de Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente (Ilanud), y que recoge el maestro Peñaloza. Las prisiones sirven, sobre todo, a la contención mecánica, habida cuenta de sus modestísimos logros en la readaptación social, que constituye la bandera más frecuentemente colocada en las torres carcelarias. El Ilanud, que ha insistido en el estudio de la realidad penitenciaria en América Latina, pone el acento en la prisión preventiva. Esta institución, asociada sobre todo a la línea inquisitiva del enjuiciamiento, ha dado lugar a uno de los problemas de mayor gravedad en la experiencia carcelaria: los presos sin condena, que constituyen una severa paradoja y contrarían evidentemente el principio o "presunción" -como muchos la denominan- de inocencia.
Peñaloza llama la atención hacia la delincuencia violenta, a la que denomina "corrosiva enfermedad", y hacia la organización criminal.
Parafraseando la expresión de Marx y Engels en el Manifiesto del Partido Comunista, Peñaloza señala que "un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la violencia". No sobra recordar, por cierto, las advertencias que en torno a estas cuestiones hizo, hace más de un siglo, el clásico Alfredo Nicéforo. La evolución de la criminalidad -apuntó el maestro italiano- impulsaría el relevo de los crímenes violentos por los delitos cerebrales, y traería consigo nuevas formas de organización delictuosa. Aquello no ha ocurrido: hoy existen, es cierto, innumerables manifestaciones de la delincuencia astuta o cerebral, pero también ha crecido la criminalidad violenta, que se vale de sus métodos tradicionales, tanto como de los instrumentos que la tecnología pone en sus manos.
En cuanto a la delincuencia organizada, es preciso realizar el examen desde dos ángulos relevantes, como sugiero en mi prólogo al libro de Peñaloza. Uno de ellos es, obviamente, la organización criminal en sí misma, con su gran despliegue de rasgos distintivos, su condición evolutiva, el peligro que entraña para los bienes jurídicos privados y públicos, el riesgo que cierne sobre las instituciones y el Estado. El otro ángulo destacable es la herramienta jurídica de la que algunos -o muchos- se valen o se quieren valer para enfrentarla. Esto atañe a la revisión de las leyes sustantivas y procesales, y trae consigo problemas no menos severos que aquellos que se quiere enfrentar.
A propósito de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, a cuyo estudio he destinado un libro publicado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y la Editorial Porrúa (Delincuencia organizada. Antecedentes y regulación penal en México, 3a. ed., México, 2002), vale decir que antes de su expedición teníamos un grave problema al frente: la delincuencia organizada; hoy, en cambio, tenemos dos: esta delincuencia, que no ha cedido, y la fallida y ominosa regulación dictada para combatirla. Preocupa sobremanera que los laberintos abiertos por esta ley secundaria queden "legitimados" -es un decir- por una reforma constitucional, como ocurriría si se adoptase la propuesta de cambio sugerida en la iniciativa del 29 de marzo del 2004, que contiene, por otra parte, muchas sugerencias atendibles. Por supuesto, el Estado debe proveer a su propia defensa y a la tutela de los individuos y de la sociedad cuya protección le incumbe. Ahora bien, debe hacerlo en el marco de lo que todavía llamamos "Estado de derecho" y, por lo que toca al sistema penal, al amparo de la que calificamos como " Derecho penal democrático" o, mejor todavía, " justicia penal democrática". Es muy preocupante que se hagan de lado estos baluartes de las libertades y el progreso -el verdadero progreso, se entiende- con motivo de la lucha contra la criminalidad contemporánea. El énfasis puesto en el crime control y el paralelo menoscabo del due process -antinomia a la que se refiere Mireille Delmas-Marty, entre otros estudiosos- puede conducir a la construcción de un régimen procesal autoritario que utilice el pretexto de la seguridad para reducir los derechos y, a la postre, la libertad.
En su revisión de los temas de criminalidad y prevención en México, Pedro Peñaloza pasa revista a diversas acciones y omisiones del Estado. Hace, al cabo, un diagnóstico que no es tranquilizador. Sin embargo, no todo ha sido tropiezo. En este orden de ideas, quiero mencionar ahora el apartado del libro que el autor intitula "El primer momento. La luz de la esperanza". Ahí se alude a algunas tareas de la Procuraduría General de la República durante mi desempeño como titular de esa dependencia federal. Fue entonces cuando se creó, a través del acuerdo 9/84, la Coordinación de Participación Social, que tiempo más tarde daría lugar a la actual Dirección General de Prevención del Delito y Servicios a la Comunidad, de la que es titular Pedro Peñaloza. Agradezco al autor su buena memoria. Era evidente -y lo sigue siendo- que la institución procuradora de justicia debe iniciar la procuración que le compete, como auténtico "representante de la sociedad", a través de tareas preventivas. No se sugiere, en modo alguno, abandonar la función persecutoria, sino contribuir a la visión integral de los problemas para aportar soluciones igualmente integrales, que son las únicas verdaderamente eficaces y duraderas.
En el mismo prólogo al libro de Peñaloza, que he mencionado anteriormente, doy cuenta del origen distante de este moderno compromiso institucional de una procuraduría. Se halla en la Ley Orgánica de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, de 1972, que aportó novedades bajo los conceptos de orientación social, orientación legal y orientación juvenil. En una breve noticia sobre el tiempo de mi desempeño como procurador del Distrito Federal -que aparece en el artículo "Tarea de la Procuraduría del Distrito Federal (1970-1972)", incluido en mi libro Estudios penales (2a. ed., Saltillo, Universidad de Coahuila, 1982)-, menciono los motivos que determinaron la apertura de este género de trabajos en una institución anteriormente concentrada en la función persecutoria.
La anécdota asociada a esa disposición legal -las reformas suelen tener origen en algún suceso que pone en movimiento al proyectista- se produjo al calor de la investigación sobre determinadas infracciones cometidas por o en contra de jóvenes en una unidad habitacional del centro de México. Al final de la investigación encontramos, como es frecuente, nuevas interrogantes: ¿qué hacer con los ofendidos menores de edad o vulnerables? ¿qué hacer con las víctimas, que se hallan al garete? ¿qué hacer para sacar de raíz los factores del delito y evitar nuevas conductas de esta naturaleza, que se repetirían si subsistieran las causas que las prohí jan? La procuraduría dio entonces su propia respuesta, inicial y modesta, a tales preguntas: acogió un nuevo compromiso institucional y enfiló el rumbo de algunos recursos hacia la prevención del delito y la atención a la víctima.
En la parte propositiva de su obra, una vez cubiertos los antecedentes y hecho el diagnóstico, el maestro Peñaloza plantea el establecimiento de un Consejo Nacional de Prevención Social del Delito, cuyas tareas se hallarían sustentadas en las investigaciones y aportaciones técnicas de un Instituto Nacional de Prevención del Delito. Este consejo, que sería una figura intersecretarial, con la pertinente intervención -de oficio o por invitación- de diversas instituciones y organizaciones sociales, se establecería mediante acuerdo del Ejecutivo federal y tendría la encomienda esencial de diseñar políticas, programas, estrategias y acciones permanentes en materia de prevención social del delito, así como realizar o promover la pertinente coordinación entre quienes tienen atribuciones en este sector.
Desde luego, puede haber diversos medios para alcanzar los objetivos que Peñaloza se propone obtener a través del consejo cuya creación sugiere. Empero, la propuesta misma puede alentar la expresión de otras opiniones, coincidentes o discrepantes, que concurran a satisfacer la necesidad de que haya un eje rector de la prevención del delito, a sabiendas de que semejante actividad reclama la concurrencia de varias dependencias y entidades del Estado y, más todavía, del conjunto de las fuerzas sociales. No lo ignora el autor, que acentúa la importancia -más todavía, la urgencia- de que exista ese amplio concurso en la realización de una tarea que invita, por su propia naturaleza, a concentrar las más diversas iniciativas y capacidades en torno a un proyecto integral. Esta sería una pieza central en la siempre aplazada tarea de diseñar y poner en marcha una auténtica política criminal, que es mucho más que reaccionar con alarma y precipitación ante el apremio de las circunstancias.
* Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos e investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.