RIVERA MONTES DE OCA, Luis, Juez de ejecución de penas. La reforma penitenciaria mexicana del siglo XXI, México, Porrúa, 2003, 178 pp.

En otras oportunidades, al ocuparme en estos temas -los delitos, las penas, las ilusiones y elusiones de los gobiernos que combaten aquéllos con éstas-, he traído una vieja expresión, prestada de un ámbito distinto, para aludir a la situación que ahora nos alarma. Hace un siglo y medio -ya largo- dos formidables utopistas proclamaron, en un breve Manifiesto del Partido Comunista, que un fantasma recorría Europa y que todas las naciones se aliaban para enfrentarlo. Ese fantasma -el espectro de entonces- era el comunismo. Pero é ste ya no cabalga por Europa, y tampoco por América. Hoy tenemos otro, compartido con la mayoría de los países de nuestro mundo: el crimen, que en algunos lugares cabalga hostilizado y moderado, y en otros galopa a sus anchas, sin rienda que lo frene y mucho menos lo contenga. Este último, por supuesto, es el caso de México. Por tratarse, pues, de un asunto de nuestro país y de nuestra hora, celebro la aparición de esta obra del maestro Luis Rivera Montes de Oca, que nos aproxima de nueva cuenta a ciertos problemas de primer orden.

El autor, de cuya amistad me precio, es un funcionario y acadé mico que ha sabido conciliar -o mejor dicho, concertar- ambas actividades en el curso de una vida de estudio y servicio que ha dado buenos frutos. Nativo del Estado de México y arraigado en él, muestra su filiación mexiquense en tres de las cuatro dedicatorias que pone a la vista de los lectores de esta obra: al municipio de su nacimiento, Temoaya, a la entidad federativa en la que éste se localiza y a la Universidad Autónoma del Estado, que ha sido casa generosa para Rivera Montes de Oca y ha brindado su hospitalidad benéfica a otros mexicanos, casi mexiquenses, que hemos llamado a su puerta. Alguna vez -entre varias- yo mismo tuve el apoyo de aquella casa de estudios, como de la mía, para reunir en una edición varios artículos jurídicos, entre ellos el que elaboré, hace cuatro años, para presentar otra excelente obra del mismo autor: Justicia y seguridad. El caso del Estado de México (Toluca, 1999), cosa que agradecí y agradezco a esta institución y a su catedrático Rivera Montes de Oca.

En los años de su desempeño como funcionario público, esto es, como profesional del servicio público -porque él no se cuenta en la relación de los alegres improvisados-, Rivera Montes de Oca ha desarrollado actividades de gran importancia en el campo de la justicia penal y sus colindancias, además de cumplirlas en el ámbito de las relaciones laborales. Entre aquellas hay que mencionar su desempeño como subdirector general de Reclusorios y Centros de Readaptación Social del Distrito Federal -al lado de nuestro común amigo Humberto Lira Mora-, procurador general de Justicia de la misma entidad y director general de Prevención y Readaptación Social de la Secretaría de Gobernación. Esta cercanía que hemos compartido desde hace muchos años, dio al autor de la presente obra títulos adicionales para cultivar una proximidad natural con el Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito (Ilanud, con sede en Costa Rica) y para llevar adelante, andando el tiempo, la coordinación de una promisoria institución académica: el Centro de Investigación en Justicia Penal y Seguridad Pública de la respetada universidad mexiquense. Hoy se halla al frente de otro organismo dedicado a la justicia: el Tribunal de lo Contencioso Administrativo del Estado de México.

Con este bagaje profesional y académico, que abona a su talento y laboriosidad, Rivera Montes de Oca nos ha provisto con varios estudios bien cimentados y siempre propositivos. Ya mencioné el que dedicó a justicia y seguridad, poblado -señalé en la presentación correspondiente- de estadísticas y reflexiones cuantitativas, que pronto se convierten en referencias cualitativas. De esta suerte inquiere por el ser y la circunstancia del tema que examina. Bien que así sea -y así es también en el libro que ahora comentamos-,porque no es debido ni sensato ni constructivo que un tratadista viaje por los cerros de Ú beda y construya sobre sus despeñaderos proyectos y propuestas, sin raíz en la realidad ni puente hacia los problemas que ésta plantea. En aquella obra, antes de formular sugerencias se interna en el conocimiento del medio al que las propuestas pudieran aplicarse. Marcha, en consecuencia, sobre terreno firme.

La obra que hoy nos entrega Rivera Montes de Oca, publicada por la Editorial Porrúa y prologada por el apreciado colega Elías Carranza, director de Ilanud y autor de trabajos esclarecedores sobre los horrores y errores de las prisiones, tiene un título que no revela totalmente su alcance: Juez de ejecución de penas. Pero esta es apenas "la punta del iceberg". La base, muy fuerte y profunda, se halla parcialmente en el subtítulo: La reforma penitenciaria mexicana del siglo XXI. Y digo parcialmente, porque el libro contiene igualmente otros capítulos sustanciosos en los que se sustentan las reflexiones y las sugerencias del tratadista. Digamos que esta obra es, en esencia, una revisión de lo que se ha hecho, de aquello en lo que se ha acertado o fracasado, los avances y retrocesos, las novedades que han traído los últimos lustros, los horizontes que hoy tenemos a la vista, y acaso también de algunos que no miramos suficientemente, pero que podrían abrirse de pronto y mejorar el estado que guarda -un estado sombrío- el trabajo penitenciario en México. Una buena parte del libro está ocupada por el proyecto de Código Federal de Ejecución de Sentencias, en el que se depositan experiencias y esperanzas del tratadista, como también en una propuesta motivada y pormenorizada de reforma constitucional.

Como mexiquense atento a las cosas de su tiempo y de su medio, Rivera Montes de Oca ha conocido los empeños penitenciarios de su entidad natal. Sabe, de primera mano, lo que fue posible llevar adelante, con la participación vigorosa de sus coterráneos y de él mismo, en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Esto suena muy distante, pero conserva frescura gracias a la vitalidad que le confirieron sus resultados. La experiencia penitenciaria del Estado de México en aquellos días se significó, interiormente, por la novedad de los medios empleados, y exteriormente, por el éxito que tuvo ante los ojos de todos, incluso de aquellos que han extendido acta de defunción a la cárcel, señalando que no es posible lograr en una prisión condiciones dignas y conseguir la readaptación de los reclusos. Me parece interesante decirlo, a buena distancia de los pasos que comenzaron en ese punto de nuestro país y que prestigiaron al penitenciarismo mexicano en el mundo entero. Abundan las certificaciones sobre esa experiencia, que Rivera Montes de Oca conoce bien y que describe generosamente bajo el epígrafe de "La reforma penitenciaria humanista y readaptatoria". En el apartado respectivo, cita una expresión mía sobre el Centro Penitenciario del Estado de México: "una obra aleccionadora, que se desmoronaría años más tarde: de ser prisión modelo, como se solía decir, a ser escenario de un motín sangriento, de una sobrepoblación abrumadora, de un extravío característico" (pp. 26-27).

Para fundar su obra -exposición y alegato- el autor trae a cuentas estadísticas orientadoras. No pretendo reproducirlas aquí, pero es pertinente recordar las conclusiones a las que llega. No hay duda de que hemos utilizado con profusión irresponsable la pena privativa de libertad -además del empleo, no menos irresponsable, de la prisión preventiva-. En esto coinciden -aunque con otras palabras- el autor del libro y el prologuista. En efecto, Carranza escribe: "el siglo XXI encuentra a los países de América Latina, entre ellos a México, con las tasas penitenciarias más altas de la última década, y con un aumento en números absolutos de aproximadamente el 80% de personas presas habido en el curso de esos años, lo que ha generado también altísimos porcentajes de hacinamiento carcelario" (p. XVI). Son preocupantes los datos que conocemos y que Rivera Montes de Oca recopila, analiza y puntualiza acerca de la sobrepoblación carcelaria en México: alrededor del 27 por ciento con respecto a la capacidad instalada (p. 32). Esa sobrepoblación -a la que algún penitenciarista ha llamado "cáncer" de la prisión- llega en nuestro caso a extremos alarmantes, y esto frustra y arruina los mejores esfuerzos, aunque no debiera esgrimirse como pretexto para abusos, corrupciones y negligencias. La sobrepoblación ocasiona un río revuelto en el que hacen su ganancia muchos pescadores.

Desde luego, la sobrepoblación es producto de diversos problemas que no pueden atacarse ni resolverse desde la prisión misma. Uno de ellos es, obviamente, la criminalidad creciente: tanto la tradicional como la que llamamos evolucionada o moderna, que lleva al sistema penal, y por este conducto a las prisiones, oleadas de inculpados y condenados que dan al universo de justiciables y de prisioneros un perfil diferente del que tuvo hace pocos años. Rivera Montes de Oca no olvida ese factor, influyente en la mala situación penitenciaria del país. Menciona, inclusive, los esfuerzos hechos por algunas administraciones para prevenir el delito (pp. 5 y ss.). Desde luego, esos esfuerzos debieran tomar nota, para que sean fecundos, de la realidad a la que están dirigidos. No hay puentes que trasladen automáticamente los buenos resultados de Nueva York a la ciudad de México. Es obvio que las circunstancias económicas y demográficas son radicalmente distintas, como lo es que la sobreutilización de la cárcel no constituye, ciertamente, un elemento aprovechable de la experiencia neoyorkina.

Quiero recoger aquí un párrafo de esta obra que conecta la desesperación social y la ineficiencia gubernamental para enfrentarla -dos extremos que juegan en la gobernabilidad de una sociedad- con los alarmantes resultados que se observan en las prisiones:

Estas líneas del tratadista ponen de relieve el gravísimo error de combatir la delincuencia multiplicando tipos penales y agravando penas. Es así que reaparece la intervención penal máxima, aderezada con histeria punitiva. Esta corriente, que en el mejor de los casos pudiera ser expresión de una ingenuidad conmovedora, no ha producido, ni remotamente, los buenos efectos que promete.

Por todo esto debiéramos ver con cautela que no sólo tiene virtudes lógicas sino también prácticas, cualquier reforma parcial en el sistema penal, desconectando sus secciones e incomunicando sus resultados. De pronto surgen vehementes iniciativas que alientan, de buena fe, progresos nominales en algunos extremos: sea la policía, sea la legislación, sea la reclusión. Empero, muchas de esas iniciativas padecen los males de la visión limitada y cosechan las consecuencias: tropiezos y caídas. La reforma debe ser integral. Cada pieza, cada capítulo, cada expresión de la inmensa tarea estatal de prevención y persecución del delito forma parte de un sistema mayor, que camina en conjunto o no camina en lo absoluto. Los relativos aciertos que alguna vez ocurran en uno de ellos, pronto se verá n frenados, como nos ha enseñado la realidad, por los rotundos desaciertos, las inercias o las contradicciones que se presenten en otros. Lustrar una rueda del carro no es el secreto para que éste marche. Habría que hacer otras cosas, todas al unísono.

Las modificaciones normativas e institucionales que menciona Rivera Montes de Oca se instalan en un diagnóstico amplio y puntual, que resume con expresión enérgica:

Lo que pide el autor, como se ve, se aproxima mucho o de plano se identifica con los trabajos de Hércules. Se podría ensayar una cercanía más precisa entre estos quehaceres míticos y los no tan míticos empeños que reclama la regeneración penitenciaria del país. La hercúlea tarea que mejor corresponde a nuestras necesidades en este campo pudiera ser la limpieza de los establos de Augías, el rey de la Elida: imperiosa obra de saneamiento, sin la cual queda en jaque todo lo demás. Es verdad que la legalidad debe imperar en las prisiones, y que en éstas, como en la sociedad a la que pertenecen, es preciso establecer el gobierno de las leyes, no la voluntad de los hombres. Sin embargo, esta sugerencia platónica no puede ignorar que quienes expiden las leyes, las aplican o las quebrantan son precisamente lo hombres: tanto en el Estado, en pleno, como en esos Estados microscópicos y a menudo trágicos que son las cárceles. No se podría augurar buen resultado a las leyes estupendas si son incompetentes las manos que las aplican.

Entre los asuntos que examina Rivera Montes de Oca se halla el trabajo del recluso, un tema largamente examinado y escasamente resuelto. La idea de que trabaje el recluso y de que su trabajo sirva a diversos fines plausibles se ha instalado desde hace mucho tiempo en los discursos del Estado penitenciarista, infielmente correspondidos por las preocupaciones y las ocupaciones de la administración penitenciaria. Como señala el autor en su detallado examen de este punto, el artículo 18 constitucional se inscribe en la corriente favorable al trabajo como medio para la llamada readaptación social del interno. Empero, en los hechos abruptos, siempre pendientes de siembra y cosecha, el trabajo escasea y no se obtienen -es obvio- los resultados que la teoría les asigna.

Hay que pensar, es cierto, en la obligatoriedad del trabajo penitenciario, como obligatorio debiera ser el trabajo para cualquier ciudadano apto y responsable. En el caso del condenado a privación de libertad, de esa actividad provendrían los medios para enfrentar varias obligaciones insoslayables: una, la reparación del daño, que sigue siendo letra muerta; otra, la manutención de los dependientes económicos, que también figuran entre las víctimas del delito, en sentido amplio; una más, el sustento del sentenciado en el reclusorio, que corresponde primero al propio interno, aunque suele recaer, por deficiencia de nuestro sistema, en los cargados hombros del contribuyente. Si revisamos las letras clásicas del penitenciarismo, los relatos de siglos pasados y los panoramas de los años que corren, veremos que el trabajo de los sentenciados figura más como problema que como solución: sea por su carácter inútil y aflictivo, sea porque escasea o es a tal punto rudimentario que no califica para la libertad. En otras palabras, no consigue lo que se propone alcanzar: que no se detenga el tiempo mientras avanza la reclusión, ni para preparar la vida futura del sentenciado, ni para amparar la vida presente de sus acreedores.

En el capítulo III de esta obra (pp. 37 y ss.), el autor propone una reforma constitucional que establezca la obligatoriedad del trabajo penitenciario, "dentro de los principios de respeto a los derechos humanos y en una situación ajena a todo proceder infamante o compulsivo". Para ello aduce, con razón, motivos psicológicos, criminológicos, sociológicos y económicos (p. 41). Es verdad que el artículo 18 de nuestra Constitución federal no alude explícitamente al trabajo obligatorio, sino al trabajo readaptador. Mientras se hace la reforma que plantea mi colega, habría que ensayar una interpretación progresiva de dos textos constitucionales que nos permitan caminar en la dirección conveniente: el propio artículo 18 y el artículo 5o.

Desde luego, el artículo 5o. fue pensado en otro marco: labores impuestas como pena, es decir, versiones más o menos severas del trabajo forzado. Con el tiempo, el mismo marco ha pasado a recoger medidas relativamente novedosas y desde luego benévolas, que los diputados constituyentes jamás tuvieron en mente, como el trabajo a favor de la comunidad e incluso el trabajo en beneficio de la víctima, que hace poco instituyó el Código Penal para el Distrito Federal y acerca de cuya pertinencia y resultados tengo algunas reservas. Ahora bien, la interpretación jurídica progresiva, sobre todo la interpretación de los textos constitucionales, implica, como se ha visto en la jurisprudencia estadounidense, leer las mismas palabras con ojos diferentes: dar a los textos del siglo XVIII -en el caso de la Constitución de Filadelfia, que puede ser proyectado hacia otras leyes supremas- un significado a la altura del siglo XXI. Así, quizás pudiera entenderse que la fórmula del artículo 5o. abarca igualmente el trabajo inherente a la pena privativa de libertad. Ésta, por imperativo del artículo 18, no es solamente un encierro vací o, sino una reclusión organizada a partir del trabajo, la capacitación para el mismo y la educación. Si no lo fue en 1917, lo es en el 2003. En consecuencia, el trabajo y la educación son correspondientes, consustanciales, inherentes a la prisión, y si forman parte de ella también gravitan sobre el sujeto condenado a esa pena en la forma en que actualmente aparece concebida -o reconcebida- por el legislador constitucional.

Hay una cuestión relacionada con el trabajo en reclusión, aunque no se confunde con ésta, que Luis Rivera Montes de Oca también estudia en su libro y se halla presente en la reforma penitenciaria de algunos países. Me refiero a la intervención de particulares en la ejecución de penas. Por supuesto, esta no es una cuestión novedosa, aunque lo sean algunas de sus manifestaciones actuales. Hace pocos días fue publicada por vez primera en lengua española -hasta donde tengo conocimiento- la obra magistral y renovadora de John Howard, El estado de las prisiones en Inglaterra y Gales. Al cabo de doscientos treinta años desembarca en nuestro idioma -bajo el sello editorial del Fondo de Cultura Económica y con un extenso estudio preliminar mío- el clásico penitenciario más importante de todos los tiempos. Lo menciono aquí porque en esta travesía howardiana por las prisiones de la isla -y también del continente- se alude copiosamente a la injerencia de particulares en la custodia de los reclusos. No diré, desde luego, que también hubiera esa injerencia en el tratamiento y la readaptación de aquéllos. Estos objetivos de la cárcel brillaban por su ausencia.

La lectura de Howard permite recordar la forma en que los hacendosos particulares sacaban provecho de las prisiones -generalmente pequeñas- que se les habían confiado. El Estado se desentendía de este aspecto de la función penal, y los particulares se las entendían con los reclusos a través de un sistema de cuotas y comercio de bebidas y otros bienes -algunos tan elementales como la cama y la ropa-, apoyado por estímulos y castigos. Todo ello redundaba en beneficio de los carceleros. Inclusive, las prisiones se transmitían por herencia: del marido a la mujer, de los padres a los hijos. Si algunas prisiones pertenecían a "su majestad" -no al reino, sino al rey-, otras eran propiedad de tal o cual individuo de la nobleza u obispo, o de tal o cual artesano o tabernero.

Como hubo generaciones de verdugos, a la manera de la estirpe del señor Sanson, que decapitó a Luis XVI, las hubo de carceleros, todos ellos por encargo del gobierno y a costa de los presos, fueran deudores, fuesen criminales. Existió, pues, una más o menos próspera empresa penitenciaria privada: pequeña empresa, que en ocasiones correspondería a ese paradigma de nuestra política económica actual, instrumento de la democracia en marcha, a la que se conoce con el poético nombre de "changarro". Digamos, pues, que los "changarros penitenciarios" florecieron en la Inglaterra que recorrió Howard.

La intervención de los particulares en el sistema de ejecución de penas es un tema muy controvertido, como lo manifiesta Rivera Montes de Oca, que reúne opiniones favorables y adversas (pp. 16-18). No es éste el momento para ir al fondo en una cuestión tan compleja, pero se puede convocar a la reflexión sobre el papel del Estado en ciertas tareas que tradicionalmente le han correspondido y que seguramente tienen que ver con el núcleo histórico, lógico, político y ético de su misión. La entrega de las cárceles a la gestión privada -que no es, hasta ahora, una entrega total, pero pudiera serlo si se avanza un poco más en el camino que ya se ha emprendido- viene a sumarse a la deserción del Estado con respecto a algunas de sus competencias principales.

La marcha del insoportable Estado máximo hacia el inaceptable Estado mínimo no significa solamente recuperación de libertades e iniciativas por parte de los ciudadanos, sino también, aunque esto suela quedar en la sombra, abandono de obligaciones que a la postre se traduce en reducción de derechos de los ciudadanos. La minimización del Estado puede contemplarse también como minimización de derechos y expectativas de particulares que encontraban su correspondencia en los deberes y los programas del poder público.

La participación de industriosos empresarios en el sistema de las prisiones se vincula con urgentes necesidades financieras y con ventajas administrativas. Tal es el argumento. Este es el meollo de las razones que sustentan la nueva normativa del Estado de México, cuya exposición de motivos y dictamen aparecen, como anexos, en el libro de Rivera Montes de Oca (pp. 135 y ss.). El artículo 7 bis de la Ley de Ejecución de Penas Privativas y Restrictivas de la Libertad autoriza al Ejecutivo para "celebrar convenios y contratos con el sector privado, para que éste participe en la construcción, remodelación, rehabilitación, ampliación y mantenimiento de instalaciones de los centros (penitenciarios); en la prestación de servicios de operación en éstos; y en la atención psicológica de los internos, en los términos que se señalen en tales convenios y contratos".

Es notorio que los recursos derivados de impuestos y otras fuentes fiscales son limitados y no bastan para construir la infraestructura penitenciaria que requiere una entidad muy poblada, y lo es que se necesita instalar en los reclusorios elementos de trabajo que permitan la anhelada readaptación y contribuyan al sostenimiento de esos establecimientos. También es notorio que el Estado deberá cubrir al prestador de los servicios el valor de éstos, a no ser que este empresario, como buen samaritano, acuda a socorrer a los presos sin contraprestación económica, cosa que parece poco probable.

Quien invierte en un negocio tiene designio de lucro, que sólo puede provenir del Estado mismo o de los reclusos. A ese designio deberán disciplinarse los otros, como el tratamiento readaptador, en el caso de que exista, porque de lo contrario habría grave riesgo para el inversionista, que no se avendría a comprometer sus recursos en un objetivo tan poco rentable para él como la reeducació n de los infractores. Habría que preguntarse si existen otros medios para satisfacer las diversas necesidades que aquí se presentan: contar con recursos para atender una función esencial del Estado, conseguir que los reclusorios, constituidos, aunque no exclusivamente, en unidades de producción y servicio, generen medios para su mantenimiento y proveer a la readaptación social de los internos.

La historia de la prisión, como institución penal, y de los reclusos, como habitantes de los establecimientos en los que transcurre la privación de la libertad -moradores de las cárceles en todas sus categorías: detenidos, arrestados, procesados, sentenciados-, se halla caracterizada por una lenta aparición del derecho y de los derechos, que sólo en la época moderna campean por sus fueros. Por lo anterior es moderna esta época, que de otra suerte sería tan oscura y primitiva -y hay instituciones que lo son- como cualquier mazmorra de un siglo remoto.

El desarrollo de la legalidad penal tiene hitos característicos, puntos de arribo de viejas exigencias y de partida de nuevas reclamaciones. El más destacado ha sido nulla poena sine lege. Pero ocurrió que esta regla de oro quedó confinada a la sentencia. É sta impone una poena conforme a una lege, y no al arbitrio del magistrado. Se trata de una gran conquista del liberalismo penal. Sin embargo, no basta, porque la legalidad recogida en la sentencia del magistrado se detiene en la puerta de la prisión. Es preciso que ingrese en ella, como nulla custodia y nulla executio sine lege. En otros términos, es preciso que se transforme en escudo y espada en el interior de las cárceles.

Las declaraciones humanitarias que introdujeron en la privación de libertad los derechos de primera generación se ocuparon de asegurar -o por lo menos intentarlo- el trato humano de los reclusos, y las proclamas penales finalistas complementaron el progreso con exigencias de segunda generación: acciones del Estado en procuración de ciertos objetivos; a la cabeza de ellos -tradicionalmente- la readaptación. Aquí se ha vivido, por cierto, una evolución semejante a la que se vio, en todo el curso de los siglos XIX y XX, en el ámbito más general de los derechos humanos: primero la atribución de los derechos; luego, la construcción de garantías, jurisdiccionales o no, que afianzaran, en los hechos, lo que aquellas atribuciones depositaban en los textos. En un periodo más o menos extenso, que aún no concluye -y que en México debiera cerrarse muy pronto- los presos quedaron en las manos de la administración ejecutora. También en este sentido se detenía la magistratura a la puerta de la cárcel, sin atreverse a entrar para llevar a buen término lo que había resuelto, o sin querer hacerlo.

Llegaría el momento, no obstante, en que la exigencia de garantías derribaría el muro de la administración e instalaría en la vida carcelaria el oficio de los tribunales. Si quisiéramos sistematizar esta materia, diríamos que han sido tres -y son esos mismos, cada vez con más pujanza- los accesos jurisdiccionales al ámbito de la ejecución de penas privativas de la libertad: uno, juzgadores ordinarios, en el desempeño del control de la constitucionalidad y la legalidad; dos, juzgadores internacionales, en la observancia de los derechos y los deberes reconocidos en tratados y otros instrumentos de la norma, la doctrina o la práctica internacionales; y tres, juzgadores de ejecución, creados específicamente para encauzar la ejecución de la pena -antes confiada a la piedad o a la fortuna- sobre los carriles que la ley impone. Todo esto, desde luego, sin perjuicio de otras instancias protectoras, no jurisdiccionales, como el ombudsman. Con aquella triple herramienta jurisdiccional se recrea, carcelariamente, el Estado de derecho: facultades, prerrogativas y libertades de las personas -que siguen siendo esto: personas-, por una parte, y atribuciones acotadas de las autoridades, que no vuelven a ser señores de vidas y haciendas, por la otra.

El tiempo no ha pasado en balde desde el momento en que los jueces estadounidenses acogieron la doctrina que prevaleció hasta la década de 1970, bajo la idea de "manos fuera" (hands-off), porque el preso era un "esclavo del Estado" (a slave of the State) , y sufría una especie de "muerte civil" (civil death), como sostuvo una corte de Virginia en 1871. La abstención de los tribunales se sustentaría, durante muchos años, en tres argumentos: separación de poderes, falta de conocimiento por parte de los tribunales y riesgo de minar la disciplina en los reclusorios. Esta penosa doctrina ha declinado. También en las prisiones, que no son santuarios para carceleros, impera el Estado de derecho, que dispone de sus instrumentos indispensables: los tribunales.

El título de la obra del profesor Rivera Montes de Oca es: Juez de ejecución de penas. Esta figura le ocupa y le preocupa. A ella dedica muchas páginas y en su favor esgrime sólidos argumentos que suscribo sin dudas, como ya lo hice en la presentación de su libro sobre Justicia y seguridad. El caso del Estado de México. El autor invoca el parecer de otros tratadistas en favor de la judicialización ejecutiva (pp. 53 y ss.), que no invade los asuntos propiamente administrativos en el manejo de las prisiones, y cuestiona las tendencias que han informado determinadas reformas recientes. Al ampliar desmesuradamente las facultades de la administración y olvidar la jurisdicción ejecutiva, "el gobierno actual actúa a contracorriente de las modernas políticas penitenciarias" (p. XXI).

Para remediar el entuerto, Rivera Montes de Oca sugiere diversas medidas correctoras que nutren su idea sobre lo que debiera ser la reforma penitenciaria mexicana del siglo XXI. En este catálogo descuella la figura judicial, instrumento del garantismo penitenciario. En la propuesta de Código Federal de Ejecución de Sentencias, acoge el denominado "Principio de judicialización". Sobre esto, expresa: "Toda pena se ejecutará bajo el estricto control del juez de ejecución de penas, quien hará efectivas las decisiones de la sentencia condenatoria. El juez de ejecución de penas también controlará el adecuado cumplimiento del régimen penitenciario" (artículo 125, primer párrafo). A estos jueces incumbe -indica en otro punto- "vigilar y garantizar el estricto cumplimiento de las normas que regulan la ejecución de las penas y medidas de seguridad. Les corresponde asimismo vigilar y garantizar el respeto de los derechos de toda persona mientras se mantenga privada de la libertad por cualquier causa" (artículo 131, primer y segundo párrafo).

Quien se interese -y son cada vez más los que se interesan- en este progreso de la ejecución de penas, reclamado por la etapa moderna de la legalidad penal en su sentido más riguroso, deberá analizar las propuestas contenidas en este libro. Por el camino que ellas anuncian, se arriba también a una reconsideración de la ejecución penal como sección o etapa del proceso, entendido en sentido amplio. Recordemos la expresión de Carnelutti en su preciosa obra Las miserias del proceso penal: el proceso no termina con la sentencia, sino "su sede se transfiere del tribunal a la penitenciaría (que) está comprendida, con el tribunal, en el palacio de justicia".

Dejo aquí mis comentarios sobre esta nueva aportación de un cordial amigo, distinguido servidor público y lúcido jurista. Me parece indispensable que el hilo conductor del penitenciarismo mexicano, roto varias veces, distraído otras, falsificado algunas, se recupere para bien del derecho mexicano, pero también -y sobre todo- para bien de la moral de la república, que no debiera seguir mirando con indiferencia y lejanía la decadencia de la ejecución de penas, abatida por la improvisación, la corrupción y la indolencia. No hago tabla rasa, porque reconozco esfuerzos valiosos y empeños perseverantes. Sin embargo, nadie ignora el balance. No sobra evocar la expresión de Angela Davis, cuando recapitula acerca de la rebelión de Attica y el estado de las cárceles: "según un principio consagrado por el tiempo, el nivel del progreso general -o del retroceso- de cualquier sociedad nos está dado por sus prisiones". De ahí el valor de la obra que hoy se presenta y el aprecio que su autor merece. Sigue doblando la campana, aunque muy pocos escuchen y casi nadie acuda.

Sergio GARCÍA RAMÍREZ *

* Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos e investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.