VARIOS AUTORES, Los derechos de las personas detenidas, México, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 2003, 91 pp.

La tutela jurídica y social de los derechos humanos, que comienza, obviamente, por el reconocimiento mismo de estos derechos, de su elevada jerarquía, de la necesidad de preservarlos con especial constancia y esfuerzo, se plantea por diversos medios e instrumentos, encadenados en una secuencia lógica y cronológica. El primer estadio consiste, como antes dije, en el reconocimiento de las libertades, prerrogativas y facultades del ser humano en su calidad de tal, sin más requisitos ni condiciones. Esto, que hoy nos parece una verdad evidente -tanto como en las expresiones señeras de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América-, que no se sujeta a comprobación, fue alcanzado, sin embargo, al cabo de una prolongada etapa de concesión de derechos -más bien privilegios- por obra de la fuerza o de la clemencia.

A este reconocimiento, depositado en declaraciones y acogido, finalmente, en el constitucionalismo universal a partir de las diez primeras enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos de América y de la Declaración francesa de 1789, debió seguir la construcción laboriosa de recursos o garantías de la fiel observancia de los derechos de los individuos por parte de los gobernantes, que suelen sucumbir a la tentación del abuso, del arbitrio o del capricho. En esta etapa de la historia natural de los derechos humanos advinieron los medios jurisdiccionales y no jurisdiccionales de tutela. Si pensamos en las instituciones jurídicas de nuestro país, habría que echar mano del juicio de amparo, con una extensa y benéfica tradición, cuya vida útil arranca a la mitad del siglo XIX y que sigue prestando servicios eminentes a la causa de los derechos humanos, por más que ya requiera un trabajo de actualización que expanda sus beneficios. Y también podríamos invocar el ejemplo del ombudsman mexicano, entre las instituciones de más reciente introducción en México, oriundo de una experiencia sueca que al paso de los años ganaría otros territorios.

Finalmente, es preciso convocar, entre los medios de garantía de estos derechos, la denominada cultura de los derechos humanos, que es una suerte de caldo de cultivo en el que aquéllos surgen, prosperan y arraigan. Se trata del dato social, político, moral de los derechos. Como bien ha dicho Calamandrei, el ilustre procesalista italiano, atrás de una Constitución democrática actúan, para que aquélla de veras opere, las costumbres de la sociedad democrática, las creencias y conductas de los ciudadanos que trasladan las normas a la vida y convierten el ideal en patrón efectivo de comportamiento. Esta cultura -que entraña, lo hemos dicho muchas veces, culto y cultivo de la dignidad humana y del derecho como medio para encauzar la existencia y solucionar las disputas- es también una garantía de los derechos del hombre, no la única, pero tampoco la última. De poco servirían las mejores leyes y las buenas intenciones de algunos gobernantes, sumadas a las exigencias de muchos gobernados, ni no existe el fundamento de una cultura que informe las conductas y desautorice las violaciones.

En este caso resulta útil invocar esta cultura -que en una de sus expresiones es también cultura de la legalidad, o mejor todavía, de la juridicidad- ante una muestra del esfuerzo que algunas instituciones despliegan por difundir el conocimiento de los derechos, como medio para que la sociedad y sus integrantes, conociéndolos, sepan y puedan exigirlos en su propio beneficio y en bien de los conciudadanos. Hace algunos años, el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México llevó adelante un excelente programa para la difusión del conocimiento de los derechos humanos, dirigido a una población con instrucción media y concentrado en el examen de los derechos específicos de ciertos sectores sociales. Varias decenas de títulos recogieron este esfuerzo de cultura en materia de derechos humanos. En lo personal, agradezco la oportunidad que recibí del Instituto de Investigaciones Jurídicas y del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP) para hacer y publicar un opúsculo referente a los derechos de los servidores públicos, que vino a sumarse a muchos otros folletos realizados con idéntica intención para atender otros ámbitos de la vida social y jurídica.

Ahora la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que ha superado su primera década de tareas -desde el momento en que se constituyó como órgano desconcentrado de la Secretaría de Gobernación, hasta los días que corren, en que se afianza como órgano autónomo en el Estado mexicano-, despliega un programa editorial semejante. Este se materializa, por ahora, en un haz de fascículos que responden al rubro genérico de "Prevención de la violencia, atención a grupos vulnerables y los derechos humanos". El antecedente de esta obra es la organización, en 2000, de un ciclo de conferencias y mesas redondas bajo aquel amplio tema, en el que participaron ochenta expertos del ámbito académico, público y social con el fin de abordar los problemas específicos de algunos grupos sociales.

Con este antecedente, la CNDH emprendió la formulación de los opúsculos, depositarios de una reflexión colectiva y multidisciplinaria, que reúnen en forma sencilla y accesible el conocimiento y la experiencia acerca de los derechos humanos de grupos vulnerables. Esto se hace con el fin -que manifiesta la CNDH- de divulgar las investigaciones sobre estos derechos con el designio de favorecer la comprensión integral de esta materia, por parte de amplios sectores de la sociedad. En el conjunto de los opúsculos editados hasta el presente por la Comisión Nacional se alude, sucesivamente, a los derechos humanos en nueve supuestos: pueblos indígenas, mujeres y niños, personas de la tercera edad, pacientes, migrantes, personas con discapacidad, detenidos, personas con VIH-SIDA y minorías religiosas.

Hay que recordar cuáles son los distintos universos protegidos a través de los derechos humanos, no sin antes reiterar que éstos atañen a todas las personas sin salvedad ni discriminación. Hay facultades y libertades que se proyectan sobre la humanidad entera, o mejor dicho, sobre los individuos que la integran: se trata de los derechos de más amplio espectro, los más radicales, indispensables, de los que depende la existencia misma -y, en buena medida, la calidad de la existencia- de todas las personas. Piénsese, por ejemplo, en los derechos a la vida, a la integridad, a la libertad, a la justicia. A nadie son ajenos esos derechos esenciales. Hay otros conjuntos de facultades concernientes a muy amplios sectores, que es preciso observar y tutelar de manera adecuada, y que se añaden a los derechos que corresponden a todos: tales son, también por ejemplo, los derechos de las mujeres, que toman en cuenta las especificidades de éstas y pretenden dar sentido y realidad a la libertad y a la igualdad que se les reconocen; y los derechos de los niños, que deben quedar provistos de protección especial, en virtud de su relativo desvalimiento. De las mujeres y de los niños se han ocupado declaraciones y convenciones que establecen los estándares modernos de protección en estos campos.

Por último, hay otros sectores sujetos a medidas de protección aún más específicas -y ciertamente indispensables- que las dispuestas a favor de mujeres y niños. Mientras las primeras componen la mitad de la población y los segundos constituyen una proporción muy elevada de ésta, aquellos otros sectores corresponden a grupos mucho más reducidos y vulnerables, sobre los que gravitan, con notoria intensidad, condiciones extremadamente desfavorables que pueden hacer nugatorios sus derechos y poner obstáculos colosales -adicionales a los muchos que ya confrontan- en el camino de su desarrollo y bienestar.

Estos son, en suma, los sectores más vulnerables de la sociedad y por ende los más necesitados de tutela dedicada, vigorosa y específica.

Al decir lo anterior me refiero, por ejemplo, a los enfermos mentales -cuyas condiciones de vida han sido y siguen siendo, con frecuencia, devastadoras-, a los enfermos de SIDA -que han atraído, cada vez más, la atención de los organismos defensores de los derechos humanos- y a los sujetos privados de libertad, a los que Carnelutti denominó, con frase elocuente, los "pobres entre los pobres". Todos ellos enfrentan debilidades características, entre las que figura, por lo que toca a los detenidos, el estigma que se les adjudica desde el momento mismo en que existe en contra suya una hipótesis de culpabilidad, que es, en muchos casos, el producto de una conjetura.

Los derechos a los que me he referido tienen diversos orígenes, o bien, dicho de otra manera, han aparecido y se han desenvuelto -si es que esto ha ocurrido- en muy diversas circunstancias. Mientras algunos de ellos han sido arrancados al gobernante por medio de la violencia victoriosa -y justiciera- o a través de convenios en los que participan intereses y grupos poderosos, otros han sido sencillamente concedidos por clemencia, gracia, misericordia, conforme se ha avanzado en el respeto genérico a la dignidad humana y en la conciencia de fraternidad que une a los más provistos con los más desvalidos, no sólo en el sentido económico de la expresión.

Los campesinos, los obreros, los comerciantes, entre otros grupos, han arrancado el reconocimiento de sus derechos a los órganos legislativos gracias a su creciente pujanza política y a la convicción de que ésta, reforzada, podría servir como ariete para sucesivas conquistas. Es evidente que no sucede lo mismo con los internos de las instituciones de salud mental o con los detenidos. El levantamiento de un grupo obrero puede revestir la forma de una huelga, pero el alzamiento de los presos, en procuración de sus improbables derechos, no pasa de ser un acto subversivo, un motín, que la autoridad puede y debe sofocar a toda costa. De aquí que los derechos de estas categorías no hayan sido -salvo excepcionalmente- conquistados por sus titulares, sino concedidos por sus otorgantes.

Los detenidos a los que se refieren estos derechos -y los ensayos que contiene el opúsculo que aquí comento- corresponden a diversas categorías, en función del título jurídico que legitima -o por lo menos explica- la privación de libertad que experimentan y las características que ésta reviste. Un primer sector está compuesto por los detenidos sujetos a investigación -averiguación previa, diríamos en México- por parte de la policía, el Ministerio Público o el juez de instrucción, mientras se acreditan los indicios racionales de criminalidad o la probable responsabilidad que permitirán su tránsito a otra categoría. Ésta corresponde a los procesados, en el curso del juicio y hasta la sentencia firme, y trae consigo la prisión preventiva, ampliamente cuestionada desde siempre -Beccaria observó que es una pena que se anticipa a la sentencia- y constantemente sostenida, si no incrementada.

Una tercera categoría de personas privadas de libertad, cuya condición jurídica formal difiere sustancialmente de las otras, es la de quienes cumplen una condena impuesta en sentencia firme. Esta -que ya no se funda sólo en una sospecha, unos indicios, unas presunciones- es el sustento de la detención, que puede prolongarse durante semanas, meses o años, e incluso durar toda la vida, ahí donde se acepta la prisión perpetua o se presenta una acumulación tal de penas -por sentencia que considera varios delitos, en situación de concurso, o por ilícitos cometidos durante el cautiverio- que excede el límite natural de la vida. Agregaremos la categoría de los extraditables, que se hallan a media vía entre la detención y la prisión preventiva, y la oscura detención de los individuos sujetos a ciertas medidas de seguridad, que pueden hallarse justificadas por auténticas razones de salud o encubrir, con apariencia médica, preventiva o pedagógica, verdaderos actos de represión arbitraria. El presente fascículo de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos no aborda -porque son objeto de otras publicaciones- todos estos supuestos, sino solamente los de privación procesal o penal de la libertad.

El universo al que me estoy refiriendo, que no es, ya lo dije, mayoritario en el conjunto de la población mexicana, tampoco es irrelevante, ni por su número ni por los datos cualitativos que presenta y los riesgos y problemas que entraña. En alrededor de cuatrocientas prisiones de la república mexicana hay cerca de 170,000 reclusos, número que crece incesantemente, tanto por el incremento real de la delincuencia, como por las modificaciones legislativas que llevan a prisión, preventiva o punitiva, a más individuos, sin que esto se relacione, en absoluto, con una reducción de las alarmantes cifras de impunidad, que constituyen un real motivo de alarma para la sociedad mexicana y un autentico desafío para un sistema de justicia penal más dotado de discursos que de eficacia. En la ciudad de México, alrededor de 25,000 personas pueblan las escasas y abarrotadas prisiones. Existe, como se ha observado y proclamado hasta la saciedad, una sobrepoblación que pudiera representar un tercio de la capacidad instalada y que actúa como disolvente de los mejores esfuerzos de reforma y promotor de los peores abusos en la vida carcelaria.

Entre los trabajos que incluye el fascículo sujeto a examen, hay algunos que abordan en forma general -esto es, sin concretarse a grupos o instituciones específicos- el tema de los derechos de los detenidos, la "justificación" de la privación de la libertad, los derechos humanos de los reclusos y las defensas creadas a favor de éstos. Tales son los casos de mi propio artículo -que cito según el orden de aparición en escena de los ensayos recogidos en el fascículo- sobre "Los derechos humanos de los detenidos", en el que reflexiono nuevamente sobre un asunto que antes de ahora expuse en la conferencia "Los derechos de los detenidos y la tutela jurisdiccional de la Corte Interamericana de Derechos Humanos", en el Segundo Curso Internacional de Capacitación sobre las condiciones de vida en las cárceles y sus programas, organizada por la Agencia Japonesa de Cooperación Internacional y el Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente (Ilanud, San José, Costa Rica, 19 de julio de 2000). En este mismo orden de consideraciones se inscribe el trabajo "Prisión y derechos humanos", del distinguido penitenciarista Antonio Sánchez Galindo, que examina algunos de los más graves problemas de la práctica carcelaria: sobrepoblación penitenciaria, corrupción, falta de interés en el manejo de las instituciones penales, deterioro de los sistemas del principio de legalidad, escasez presupuestal, endurecimiento penal, violación de los derechos humanos y ausencia de voluntad política.

Otro trabajo del mismo alcance general es "La privación legal de la libertad y los derechos humanos", de Emma Mendoza Bremauntz. En una serie de sustanciosas conclusiones, la autora, catedrática de la Facultad de Derecho de la UNAM y exfuncionaria penitenciaria, formula útiles advertencias y propuestas. Hace notar que "la privación de libertad autorizada por la ley no siempre es legítima ni respetuosa de los derechos humanos", y critica el uso excesivo de la pena de prisión, así como la institución del arraigo (que, como sabemos, constituye actualmente un medio de burlar la norma constitucional que subordina la prolongación de la detención a la existencia de un auto judicial que establezca la existencia de cuerpo del delito y la probable responsabilidad del inculpado). Igualmente sugiere, entre otras cosas, la incorporación del juez de vigilancia de la ejecución penal.

En este grupo de trabajos se cuenta también el denominado "Mecanismos de defensa de los internos", de Jorge Antonio Mirón Reyes, en el que se pasa revista a diversas disposiciones que fijan los derechos de los internos y la forma de preservarlos a través de medios que se hallan en el procedimiento penal, en el ámbito administrativo, en el terreno jurisdiccional (amparo) y en las atribuciones conferidas a las comisiones de derechos humanos, nacional y locales. Igualmente hay que mencionar el ensayo "Derechos humanos y penitenciarismo (Algunas reflexiones)", de José Luis Musi Nahmías, que da cuenta sobre algunas limitaciones y expectativas en este sector y formula un alegato a favor del mejoramiento del sistema nacional de reclusión y el respeto a los derechos humanos de los detenidos.

Para complementar estas consideraciones, vale la pena recordar que la legislación específica sobre privación de libertad constituye una primera "trinchera" para la dotación de derechos e instrumentos de defensa. Esta legislación se instala sobre las normas humanitarias, primero, y finalistas, después -que conjuntamente hacen el escudo constitucional del recluso-, de la Ley Suprema. Su desarrollo data, sobre todo, de 1971, fecha de expedición de un ordenamiento notable y memorable, sobre el que más tarde se construiría el derecho penitenciario mexicano, muy escaso -casi inexistente- hasta ese momento: la Ley de Normas Mínimas para la Readaptación Social de Sentenciados. Al movimiento nacional se agregó, fortaleciéndolo y reorientándolo, la corriente internacional que ha llegado a establecer los estándares contemporáneos en esta materia. Es así que se cuenta con las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos, aprobadas en 1955 por el Primer Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, cimiento de muchas declaraciones, principios, mecanismos y reglamentos posteriores. La materia se halla considerada, asimismo, en tratados generales sobre derechos humanos -de carácter universal o regional- y en innumerables instrumentos específicos, muchos de ellos generados en el marco de las Naciones Unidas.

Además de la protección que significan estas declaraciones y acuerdos, normas e instrumentos nacionales e internacionales, se debe citar el ombudsman, ya mencionado, y especialmente, por lo que toca a nuestro país, las visitadurìas ad-hoc creadas en algunas comisiones de derechos humanos como reconocimiento de la importancia que tiene, para la preservación o la vulneración de los derechos humanos, la privación legal de la libertad. En la misma línea de preocupaciones y ocupaciones instrumentales es preciso mencionar la actividad de los tribunales de constitucionalidad, que han entrado, cada vez más, en la consideración de problemas de legalidad en el manejo de las prisiones; los tribunales internacionales de derechos humanos, como el Europeo, con sede en Estrasburgo, y el Interamericano, con sede en San José, Costa Rica, que ya cuentan con una apreciable jurisprudencia sobre los derechos de los detenidos y los reclusos; y, desde luego, los jueces de ejecución de penas, que existen en un apreciable número de países -aún no son, sin embargo, la mayoría- y que no han llegado a México, pese a las instancias en su favor, cada vez más frecuentes, razonadas y vigorosas.

A las reflexiones en torno al conjunto de los detenidos y reclusos, o bien, a la generalidad de éstos -los mayores de edad, conforme a la ley penal: sujetos al ámbito de validez subjetiva de la norma punitiva- es preciso acompañar las reflexiones a propósito de grupos específicos: unos, sustraídos al imperio de la ley penal, pero sometidos a medidas que entrañan privación de libertad, y otros, sujetos a ese imperio pero singularizados por su pertenencia a grupos étnicos indígenas y su adhesión a patrones culturales que los alejan de aquéllas en los que se informa la ley penal del Estado mexicano.

Al primer supuesto sirven los trabajos de Ignacio Carrillo Prieto, "Los derechos humanos y los menores infractores", y Elena Azaola G., "Teoría práctica en las instituciones para menores infractores". Aquél analiza el tránsito del sistema tutelar al garantista, concretado, éste, en la vigente Ley para el Tratamiento de Menores Infractores (1992), y la profesora Azaola, antropóloga social que ha hecho muy valiosas investigaciones sobre el sistema penal destinado a los menores y las mujeres, se ocupa en la revisión de los paradigmas existentes en el campo de la justicia para menores y la incidencia que éstos tienen en la práctica de las correspondientes instituciones.

La alusión a la justicia para menores me permite traer a colación un importante documento, relevante para esta materia, emitido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Me refiero a la Opinión Consultiva OC-17/2000 del 28 de agosto del 2002, sobre "Condición jurídica y derechos humanos del niño". En esta opinión se examina el sistema sustantivo y procesal relacionado con menores de edad que infringen la ley penal y con menores que no han cometido violación de esta ley y se encuentran sujetos a medidas de otro carácter. Evidentemente, el punto de gravitación de la OC-17/2000 es el constituido por los derechos y las garantías que inexcusablemente han de reconocerse a ambas categorías de sujetos, sin perjuicio del sentido material que deba revestir, en cada hipótesis, la acción del Estado.

En mi Voto concurrente a la Opinión Consultiva OC-17/2000 me refiero de nueva cuenta a la dialéctica entre las corrientes tutelar y garantista, dialéctica que da lugar, en mi concepto, a un falso dilema. Me permito transcribir a continuación algunas consideraciones sobre este asunto, reunidas en ese Voto:

También es relevante el tema de los indígenas detenidos, al que se refiere el estudio de Óscar Rodríguez Á lvarez sobre "Los derechos de los indígenas en prisión". Se trata de un reducido conjunto de reclusos -si se compara con la población penitenciaria total-: aproximadamente 4,000 indígenas, de los cuales el ochenta y cinco por ciento se hallan detenidos en relación con delitos contra la salud. Empero, en ese grupo se presentan problemas importantes que han motivado acciones por parte de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. He aquí otra expresión del trato desigual e injusto que recibe la población indígena de nuestro país, a un lado del discurso reivindicador y solidario que se acostumbra utilizar. El abismo que abre la extrañeza cultural suscita cuestiones sumamente delicadas, de difícil -pero no imposible- solución en el campo de la ley sustantiva, el proceso y la ejecución de penas, particularmente la privativa de libertad.

Sergio GARCÍA RAMÍREZ *

* Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos e investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.