GALEANA, Patricia, El Tratado McLane-Ocampo. La comunicación interoceánica y el libre comercio, México, UNAM-Porrúa, 2005, 515 pp.

De Patricia Galeana es justo decir que es una mujer infatigable en la aplicación de su talento a las actividades académicas de la profesión de historiadora e igualmente en la defensa de las causas de la mujer. Asimismo debe destacarse que el libro aparece publicado conjuntamente por dos casas editoriales de incuestionable prestigio, la Universidad Nacional Autónoma de México, a través del Centro de Investigaciones sobre América del Norte, y la Editorial Porrúa.

El tema que encara Patricia Galeana de manera docta y aguda ha estado cubierto de sombras y prejuicios. Los conservadores presentan el Tratado McLane-Ocampo como prueba de las traiciones de Benito Juárez con el fin de socavar su papel histórico en la construcción definitiva de la nación. En el otro extremo, quienes guardan lealtad al legado juarista le sacan la vuelta al episodio y con argumentos endebles intentan justificar la firma del instrumento a cambio del reconocimiento de Washington en medio del fragor de una guerra en la que ambos bandos, el de los conservadores y el de los liberales, perseguían apuntalar el rumbo ideológico del país. Es en mi opinión un falso debate, pues a casi siglo y medio de distancia resulta ocioso condenar o absolver a Juárez y a su negociador Melchor Ocampo; más bien debemos tratar de explicarnos lo acontecido en ese momento neurálgico de nuestra historia, má s allá de preferencias políticas. Decía Nietsche que la grandeza de un espíritu se mide por su capacidad para enfrentar la verdad, y en este empeño procede ver a los hombres de todas las épocas al nivel del suelo, envueltos en la maraña de presiones y situaciones desesperadas que vivieron, rescatándolos del hemiciclo que la posteridad les ha dedicado. El mito nos da consuelo e ilusión; contrariamente, para acercarnos a la verdad requerimos un esfuerzo denodado para adentrarnos en situaciones complejas que, a cambio, nos proporciona la claridad necesaria para proseguir la edificación de la patria inacabada. En el afán de avanzar en el conocimiento histórico que no es otra cosa que el desafío de mirarnos a nosotros mismos en otro tiempo y otras circunstancias, la investigación de Patricia Galeana nos aporta luces y datos, devela documentos hasta ahora desconocidos y reconstruye el suceder de aquellos años convulsos en los que tuvo lugar la negociación del tratado.

Por principio, el libro nos invita a la lectura del texto completo del tratado y nos revela que es algo más que la concesión a los Estados Unidos del tránsito por el Istmo de Tehuantepec. El documento — que es pertinente recordar desde ahora que no llegó a entrar en vigor—, contempló además la concesión de dos derechos de paso en el norte de México, uno entre Nogales y Guaymas y el otro entre Matamoros y Mazatlán. La autora ilustra con un mapa1 el curso de los tres pasajes que parecen tres cicatrices geográficas lacerantes. Lo grave, por añadidura, es que esas servidumbres de paso se otorgaban a perpetuidad, y aunque no se cedía la soberaní a ni implicaban una cesión territorial, eran el fruto de una peligrosa contratación, difícil de revertir entre dos países con un notable desnivel de fuerza y poderío. En nuestro tiempo, han desaparecido los tratados que establecen derechos a perpetuidad (salvo el caso de acuerdos que establecen situaciones jurídicas objetivas o cesiones definitivas de soberanía territorial), pero en el siglo XIX fueron el pan de cada día en virtud del expansionismo y el colonialismo de las grandes potencias. Reflejo de ello tenemos, en el ámbito latinoamericano, los casos de Cuba y Panamá. La isla caribeña se vio forzada a aceptar los tratados de 1903 y 1934 que otorgaron a los Estados Unidos la jurisdicción indefinida sobre la Bahía de Guantánamo, hasta la fecha en poder del país norteño, y de pasada el emblema negro de su muy particular "guerra contra el terrorismo". Igual, tras su separación de Colombia, Panamá tuvo que aceptar la imposición del Tratado Hay-Vanau-Varilla de 1903 que concedió a los Estados Unidos los derechos para la construcción del canal y la jurisdicción sobre una zona territorial, también de manera indefinida en el tiempo, y que só lo fue posible rescatar tras serios conflictos entre los dos paí ses, y merced a una intensa campaña diplomática del entonces presidente Omar Torrijos, a partir de la firma de los tratados Torrijos-Carter en 1977, y hasta la culminación del proceso el 31 de diciembre de 1999. En el caso de México, es infructuosa la tarea de echar a andar la imaginación sobre lo que hubiera acontecido en caso de que el instrumento firmado se hubiera perfeccionado jurídicamente, pero hubiera sido a no dudarlo un surtidor de cargas gravosas en las relaciones bilaterales. El tratado contemplaba igualmente un régimen de libre comercio que, como señala la autora, produjo una severa contraposición entre las corrientes librecambista y proteccionista en el seno de la sociedad estadounidense, al punto de que la aprobación senatorial quedó en veremos.

Ahora bien, el llamado tratado es también importante por lo que no contuvo. Indudablemente fue riesgoso prever las servidumbres de paso, pero tras bambalinas, Benito Juárez y Melchor Ocampo resistieron incólumes las presiones estadounidenses para que les fueran vendidas nuevas extensiones territoriales. En 1859 habían transcurrido apenas once años de la catastrófica guerra de 1846-1848, y seis escasos de 1853 cuando fue enajenado el territorio de la Mesilla por la estrechez presupuestaria del gobierno de Santa Anna y ante los amagos de una nueva guerra. El apetito territorial de Washington continuaba punzante. En 1857 accedió a la presidencia estadounidense James Buchanan, bastante atraído por el territorio mexicano desde que fungió como Secretario de Estado en el gobierno de su tocayo James K. Polk, el mandatario que le declaró la guerra a México en mayo de 1846 con el propósito inocultable de ensanchar los haberes territoriales de su país. Los acontecimientos se entretejían en una continuidad siniestra en la década de los años cincuenta. Cuando México fue derrotado militarmente en 1847, los logros obtenidos por el enviado plenipotenciario a México, Nicolas Trist, le parecieron reducidos a Buchanam, no obstante que se embolsaban má s de la mitad de nuestro territorio. Trist había recibido instrucciones al iniciar su misión para que comprara la Baja California, la mitad del Mar de Cortés, una amplia franja de los Estados del norte que a duras penas retuvimos, y el anhelado paso por Tehuantepec. En el contorno de esa guerra infausta, y dados los altos costos que le habían significado a los Estados Unidos, surgió el movimiento All Mexico que reclamaba la anexión total del país derrotado. Diez años después, en funciones de presidente, Buchanan fue congruente al reabrir el manual de las expansiones: "El Gobierno de Buchanan quería comprar los territorios de Baja California, Sonora, Chihuahua y el paso por Tehuantepec", nos dice Patricia Galeana al abordar las pretensiones estadounidenses en 1859 y detalla las ofertas monetarias previstas por el gabinete de Washington para ser manejadas en tan ambicioso regateo.2 El Gobierno de Juárez no podía encontrarse en peores condiciones, por un lado lo jaloneaba la Guerra de Reforma que se libraba a muerte entre dos concepciones irreductibles del vivir nacional y, por el otro, el gobierno estadounidense lo trataba de desmembrar, y esta palabra, desmembrar, no tiene un sentido metafórico ya que Buchanan mirando al sur y frotándose las manos solicitó en dos ocasiones autorización al Congreso estadounidense para hacerle la guerra a México. En este ambiente amenazante y tan plagado de desventuras para los liberales se desarrollaron las negociaciones diplomáticas impuestas al gobierno juarista, que al borde del precipicio y urgido de apoyo, aceptó finalmente el texto del documento. Toda vez que el objetivo de Washington eran los pendientes territoriales de antaño, las negociaciones se extendieron durante varios meses pues Ocampo maniobraba para darle largas a la voraz contraparte. Así lo reconoció McLane en sus Memorias: "Juárez con singular determinación rehusó ceder un pie de territorio, cualquiera que fuesen las consecuencias".3

Es dable sostener que se aceptó el mal menor de cara a un empuje poderoso que se alimentaba de la importancia estratégica y económica que representaba la comunicación interoceánica tras la apertura forzada de China al mercado mundial y el surgimiento de los Estados Unidos como potencia continental en 1848 que requería con urgencia una vía rápida de enlace entre el este y el oeste, cosa que se facilitaba por mar. Mi profesión de fe juarista no me impide reconocer que hubiera sido un pésimo negocio. Y sólo puede explicase el compromiso en potencia por el conjunto de circunstancias tanto internas como externas. Como lo sostiene Patricia Galeana, fue la mácula del gobierno de Juárez, una salida desesperada en pos de la supervivencia. Pero en el balance de la obra juarista brillan el apunta-lamiento del Estado laico, la afirmación de la separación de la Iglesia y el Estado, la desamortización de los bienes del clero, el triunfo epopéyico de la República ante la intervención extranjera y la febril construcción de instituciones que le siguió.

El tratado no entró en vigor porque Estados Unidos no lo ratificó, y naturalmente nos asalta la pregunta ¿ por qué el Senado estadounidense no aprobó el instrumento que resultaba altamente favorable a sus intereses? Del libro de Patricia Galeana se desprenden varias consideraciones que como un conjunto de concausas parecen dar sentido a ese desenlace y que el lector podrá tomar en cuenta en la faena de su propia exploración: a) Para la autora la causa principal proviene del régimen de libre comercio incluido en el tratado que provocó un feroz enfrentamiento entre proteccionistas y librecambistas que, significativamente, pervive hasta la fecha, b) El documento fue objeto de críticas porque no incluyó la anhelada compraventa de nuevos territorios, finalidad acariciada con carácter dominante por un importante sector político, c) El documento imponía obligaciones a los Estados Unidos para mantener abiertos los pasos, lo que conllevaba la intervención en asuntos de otro país, argumento que no se manejaba éticamente sino en razón de los compromisos militares y de otro tipo que surgirían en el futuro, d) El rechazo no fue ajeno tampoco a la contienda electoral entre demócratas y republicanos que podía inclinar la balanza a favor del gobierno de Buchanam, e) Asimismo despertaba desconfianza la inestabilidad del gobierno de Juárez en la reñida guerra contra los conservadores. Aunque el gobierno de Buchanan prefería tratar con los liberales, la incertidumbre prendía luces constantes de alerta sobre la viabilidad de su proyecto político, f) Por otra parte, en el Senado se cruzaron intereses diversos, entre los que sobresalieron las gestiones — el lobby— de otros gobiernos interesados en ganar para sí el negocio del paso interoceánico, terrestre o acuático, señaladamente las de Nicaragua, Colombia y sus asociados en Washington.

En el momento de la negociación del tratado, James Buchanan era presidente de los Estados Unidos y Benito Juárez lo era en México por parte del movimiento liberal. Los negociadores fueron Robert M. McLane y Melchor Ocampo. Las fotografías de ambos personajes ilustran la portada del libro y Patricia Galeana nos brinda sendas semblanzas biográficas que colman nuestra curiosidad sobre el desarrollo personal y el entorno histórico de cada uno de ellos. No tienen nada en común sus extracciones, pertenecieron a sociedades diametralmente distintas, sobre todo a esas alturas del siglo XIX. Respecto a sus orígenes personales, Ocampo fue de cuna humilde y McLane perteneció a una familia de la aristocracia política de su país. Un día estarían frente a frente defendiendo cada uno los intereses y las aspiraciones de sus respectivos países.

Melchor Ocampo, hijo de padres desconocidos, fue adoptado por una hacendada de haberes y fortuna, y por lo visto de notables dones intelectuales puesto que aquel niño desamparado llegó a descollar enormemente en el cultivo del intelecto. Rindámosle homenaje a ella destacando su nombre en esta ocasión: Francisca Javiera Tapia y Balbuena. Según nos refiere Patricia Galeana, el huérfano fue bautizado con el nombre de José Telésforo Juan Nepomuceno Melchor de la Santísima Trinidad. Su amplia cultura tuvo como norte intelectual un liberalismo de avanzada. Nuestra autora lo califica como el líder intelectual de su generación, y si ello es cierto, como lo es, fue líder intelectual de la generación política má s brillante de la historia de México. Incursionó en los campos del derecho, las ciencias naturales, las humanidades y, como hombre sensible encontró deleite en las labores del campo. Pugnó por estar al día con las novedades editoriales de la época, las francesas principalmente, y a la par profesó admiración al sistema constitucional y a las instituciones políticas estadounidenses, lo que no le impidió manifestar severas críticas al expansionismo estadounidense cuando lo sufrió en carne propia: " Norte América se distingue entre todos los pueblos del mundo por su grosero cinismo".4 Precisamente en la época de la guerra de 1846-1848 fue gobernador de Michoacán, cargo al que renunció cuando el partido de la paz en el gobierno procedió a negociar, firmar y ratificar el Tratado de Guadalupe-Hidalgo. No poca incomodidad debe haber sentido cuando, pasados diez años, los azares de la vida política lo condujeron a negociar el documento que hasta hoy se identifica con su apellido. Padeció las vicisitudes de la época. El gobierno santanista lo recluyó en Tulancingo y, como era la escapada habitual de esa época de sobresaltos, marchó al exilio y se estableció en Nueva Orleans, punto de encuentro de muchos otros liberales que huían igual de la persecución. Ahí fue mentor de varios compañeros en desgracia política, José María Mata, más tarde embajador mexicano en Washington durante las negociaciones del así llamado Tratado McLane-Ocampo; Ponciano Arriaga, y un político de credenciales prometedoras, Benito Juárez García. Desde Texas combatió a la dictadura santanista, al fin derrocada por la Revolución de Ayutla. En la nueva era empezó su recorrido gubernamental por carteras importantes, en Relaciones y Gobernación, más tarde diputado por el Estado de México, y Michoacán y por el Distrito Federal. Tras el lamentable papel de figurante que encarnó Ignacio Comonfort, y tras nuevas persecuciones, Benito Juárez accedió a la Presidencia de la República en su calidad de ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. A su lado, el gran liberal Melchor Ocampo ocupó a principios de 1858 los despachos de Relaciones, Guerra y Hacienda. Al año siguiente se precipitarían los enredos diplomáticos de la negociación del tratado, mientras en el bando conservador los monárquicos encabezados por José María Gutiérrez de Estrada le ofrecían en bandeja de plata a Napoleón III el gobierno del país para un príncipe extranjero. La celebración de alianzas que permitieran el triunfo de alguno de los irreductibles contendientes, se antojaba como una lucha angustiosa contra reloj. El 14 de diciembre de 1859 fue firmado el tratado. Justo un año más tarde los conservadores fueron derrotados en Calpulalpan, y si bien la guerra la ganó el empeño liberal, la violencia y la penuria financiera continuaron azotando al país. Ocampo dejó en 1861 el gabinete, en buena medida por la polémica que desató el tratado, y optó por retirarse a su hacienda de Pomaca. En la indefensión del campo, fue hecho prisionero por un tal Lindero Cajiga y ajusticiado cobardemente. Fue un golpe moral devastador para los liberales, y paralelamente motivo de vergüenza para los conservadores, que entre ellos se culparon del vil asesinato. Leonardo Márquez, el mismo que ostentó los apodos de Leopardo Márquez y el Tigre de Tacubaya, alegó que había recibido órdenes de Félix Zuluaga para ejecutarlo, mientras que éste se defendió argumentando que había sido decisión de Márquez, quien le guardaba a Ocampo encendidas malquerencias. Márquez con ánimo exculpatorio aclaró que había ocurrido una confusión, pues é l había ordenado que se ejecutara a un prisionero distinto. En el trasfondo de este penoso incidente se encontraba el tratado McLane-Ocampo. Al cuerpo de Ocampo pendiente de un árbol le colocaron sus verdugos una leyenda tachándolo de traidor. En mi opinión, en esos odios se arremolinaban otros ingredientes. Ocampo jamás escondió su actitud anticlerical, y durante su gestión en el gobierno expulsó al delegado apostólico de la Santa Sede y a ocho obispos mexicanos.5

Aclaro que esta versión escrita la elaboré semanas después de la mesa de presentación celebrada el 8 de noviembre de 2006.6 Al concluir las intervenciones de los participantes, un sujeto irrumpió en el Auditorio Mario de la Cueva y con bastante enojo nos llamó mentirosos a los presentadores, a Patricia Galeana la tildó de mercenaria, y a mí, en virtud de que había aludido al resentimiento clerical como una causa yacente en el ahorcamiento de Ocampo, me increpó gesticulando: ¡Es mentira, nosotros lo ejecutamos por traidor! Para completar la anécdota, un joven moreno, delgado, le tiró de un manotazo un paquete de folletos que pretendía repartir, y con la derecha, sin decir "agua va", le soltó un golpe a la boca. Personas del público gritaban llamando a la calma y en un desenlace anticlimático, el vociferante, más gordo que corpulento, recogió con humildad sus panfletos, y como por arte de birli birloque desapareció de la escena. Dos conclusiones surgen, la frase " nosotros lo ejecutamos por traidor", al emplear la primera persona del plural, hace al autor solidario de un abominable asesinato del que incluso trataron de deslindarse los conservadores de la época. En nuestro tiempo, cuando se critica la ejecución de Sadam Hussein por las condiciones en las que acaeció, no puedo dejar de ubicar al incógnito sujeto dentro de la tragedia intelectual de quien desconoce la ignominia de las causas que defiende. Y, por otra parte, la reacción del joven asistente revela que la controversia prosigue abierta de modo candente.

Robert McLane perteneció a una familia encumbrada que se remonta a su abuelo, quien luchó por la independencia de las colonias estadounidenses. Su padre fue un prominente polí tico, miembro del Partido Demócrata, diputado, senador, embajador ante el Reino Unido de la Gran Bretaña, secretario del Tesoro y de Estado en los tiempos del presidente Andrew Jackson. Fue asimismo partidario del libre comercio y autor de un proyecto de ley sobre la liberalización comercial que no cristalizó, mas sin embargo el ideario influyó en su vástago al punto de que el tratado que éste negoció con Ocampo lo contuvo como uno de sus principales elementos de la pretendida regulación. El joven Robert estudió en West Point y, a lo largo de su vida, las relaciones privilegiadas, y a no dudarlo sus talentos, le permitieron codearse con personajes célebres de la época en Estados Unidos y en otros países, como Washington Irving, el mismísimo Lafayette, Napoleón III, y, claro, Melchor Ocampo. La suerte de su padre lo acompañó. En la dé cada de los años cuarenta subió varios e importantes peldaños, diputado, senador y gobernador de Maryland. Fue entusiasta partidario de James K. Polk a quien dedicó elogios por la guerra contra México. Continuó luego su labor en el Congreso en posiciones destacadas como la presidencia del Comité de Comercio. En los años cincuenta, cambió de giro y fue un próspero y exitoso litigante, y extendió luego sus ocupaciones al servicio exterior como ministro plenipotenciario en China, Japón, Siam, Corea y la Conchinchina. De regreso a los Estados Unidos, James Buchanan en la presidencia lo designó para la negociación del tratado con México. Estamos familiarizados con el hecho de que firmado el tratado en diciembre de 1859, no contó con la aprobación senatorial. Fue McLane un triunfador a carta cabal, pero por una ironía del destino se topó con el fracaso en el tratado con el que mayormente se le asocia. Este tropiezo no impidió que fuera nuevamente miembro del Congreso, repitió como gobernador en Maryland, y para rematar esta trayectoria estelar, culminó su vida nuevamente como diplomático, esta vez en calidad de embajador en Francia, donde murió en 1898. Sobrevivió al digno hombre y estadista que fue Melchor Ocampo la friolera de treinta y siete años. Debe haber sido un tipo interesante.

Patricia Galeana consigna en su libro que durante un incendio en Palacio Nacional se quemó el Tratado McLane-Ocampo junto con toda la documentación de las negociaciones. Pienso que el lamentable incidente es una especie de mensaje simbólico, en ese momento debió de haber terminado el falso debate promovido por los conservadores revanchistas, con el propósito de abrirle paso al estudio científico de ese episodio que ciertamente no se antoja feliz pero que es imperativo conocer en detalle, y cuyo verdadero valor es la advertencia del peligro que conlleva la división interna y la debilidad que le impone al país.

Saludo a la obra de Patricia Galeana, le manifiesto mi reconocimiento y le agradezco sus valiosas aportaciones que me han permitido tener una óptica certera de esos años definitorios del vivir nacional.

Ricardo MÉNDEZ-SILVA*

* Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

Notas:
1 Véase la p. 245 en su libro.
2 Véase capítulo VI. Guerra civil, escisión y vulnerabilidad.
3 Véase la p. 343 en su libro.
4 Véase la p. 346 en su libro.
5 Véase la p. 355.
6 Participaron en la presentación: Brian Connaughton, Ricardo Méndez Silva, José Luis Orozco, Héctor Vasconcelos y José Luis Valdés Ugalde, además de la propia autora. El acto tuvo lugar en el Auditorio Mario de la Cueva de la Torre II de Humanidades en Ciudad Universitaria.