AMPUDIA, Ricardo, Mexicanos al grito de muerte. La protecció n de los mexicanos condenados a muerte en Estados Unidos, México, Conarte, Nuevo León-SigloXXI, 2007, 320 pp.

El autor de esta obra —publicada bajo un título atractivo para numerosos lectores— ha sido funcionario público y tiene en su haber otros libros exitosos. Fue cónsul general de México en Houston, Texas, donde vivió la experiencia que ahora documenta. Esta publicación cuenta con un prólogo de Fernando Solana, ex secretario de Relaciones Exteriores de México —entre otras funciones relevantes—, que pondera los merecimientos de Ampudia en el deempeño de ese cargo. Al respecto, el antiguo canciller rescata las reflexiones de Ampudia sobre la pena de muerte y la defensa de los derechos de los mexicanos enjuiciados por delitos graves cometidos —o supuestamene perpetrados, como sucedió en el presente caso— en la Unión Americana.

Señala Solana que a partir de la experiencia personal y profesional de Ampudia, este ser propuso llevar adelante "una reflexión profunda y documentada" sobre la pena capital. "Le interesa especialmente informar las implicaciones prácticas y financieras de esa sanción, y demostrar que las ejecuciones a veces obedecen más a causas como el racismo y la xenofobia, que a evidencia sólida sobre la culpabilidad del acusado" (p. 11). El libro constituye —a juicio de Sola, que comparto— "un estímulo para reflexionar sobre la actualidad y el porvenir de la relación bilateral (entre México y los Estados Unidos de América), de los sistemas penitenciarios y de los riesgos de convertir la pena de muerte en una política de Estado" (p. 13). Nos hallamos, pues, ante una cuestión mayor para el análisis jurídico y político. A ello obedece la conveniencia de formular el presente comentario acerca de la obra de Raimundo Ampudia, que va mucho más allá del alegato periodístico, el informe administrativo o el reclamo diplomático.

A fin de cuentas, la obra que ahora comento ilustra sobre temas inquietantes que proliferan en un ámbito siempre crítico: las vicisitudes en la relación entre México y los Estados Unidos de América, que ya no se hallan separados —como se quiso alguna vez, con gran optimismo— por el intransitable desierto. Ampudia conoce estas cuestiones de "primera mano", por su condición de antiguo cónsul de México en Houston. Ahí se desempeñó, con el éxito que este libro acredita, en la difícil defensa de los derechos humanos de los mexicanos: derechos, por cierto, siempre asediados. En el asedio, que ha sido constante y lo será en todo el futuro previsible, figura la suerte de los mexicanos inculpados de delitos graves, sometidos a investigación y procesamieno y sentenciados, por último, a penas muy severas.

A partir de un caso relevante, que provee numerosas enseñanzas, Ampudia trae a cuentas ciertos temas a los que me referiré en estas líneas. El examen del caso promueve la obra, pero ésta no se circunscribe a narrar las vicisitudes del procedimiento —que son, de suyo, muy significativas—, sino además avanza en el documentado examen de las cuestiones a las que me referiré enseguida. En esta publicación coexisten, pues, las referencias doctrinales —filosóficas, políticas y jurídicas— y las aplicaciones concretas en la "vida real" que confieren a aquéllas sentido y trascendencia en el ámbito que debiera interesar, con preferencia, a los estudiosos y practicantes del sistema jurídico: la aplicación de ideas y normas a la existencia cotidiana. Si esto no ocurre —o no interesa—, aquello permanece en el mundo de las abstracciones, exento de trascendendencia práctica y de interés verdadero para los destinatarios del orden jurídico: los seres humanos de "carne y hueso".

Esta obra narra con detalle la investigación, el proceso, la condena y la liberación —un via crucis, que otras personas también han vivido— de un nacional mexicano, Ricardo Aldape, a quien se atribuyó el homicidio de un policía estadounidense (pp. 187 y ss.). En efecto, ocurrió el homicidio, pero Aldape no fue el autor del delito. Así se declararía mucho tiempo más tarde, aunque debió advertirse desde el primer momento. Y a raíz de ese hecho se abrió un largo, dramático y viciado procedimiento penal que consumió quince años de la vida de un hombre inocente de los cargos que contra él se habían formulado. Digamos, con amargura: ¡gajes de la justicia! No ha sido la primera vez. No será la última.

En su obra, el cónsul Ricardo Ampudia se interna en las deliberaciones sobre la pena de muerte, por una parte, y el debido proceso penal, por la otra: éste como camino que desemboca en una sentencia. Ampudia expone con detenimiento ambas cuestiones, enlazadas al caso Aldape, y con ello suministra material valioso para la renovada reflexión de estadistas y juristas, pero también de ciudadanos comunes de ambos países —y de cualesquiera otros— que se interesan en los laberintos de la justicia penal, donde entran en contacto y en conflicto el ser humano, al que se titula, para todos los efectos del procedimiento —inclusive la "toma de partido" por la opinión pública—, como "enemigo social". He aquí una curiosa inversión de la llamada presunción de inocencia, que inmediatamente coloca a cada quien "en su sitio". Este, para el Estado, es la suprema magistratura de "representante y defensor de la sociedad". Así, en pleno desequilibrio, comienza el desempeño del poder jurisdiccional, que padece otros avatares cuando a la desigualdad de armas se suman el prejuicio y la discriminación que penden, minuto a minuto, sobre la cabeza del justiciable.

La pena de muerte es un tema inagotable, cuestión de ayer y de ahora; me temo que también de mañana. Es un asunto "límite" en el ordenamiento penal, y un instrumento devastador en el arsenal de los medios de control social que puede esgrimir el Estado. Por su parte, el debido proceso —due process: una noción acuñada, con diversas acepciones, dentro de la tradición jurídica anglosajona, y ampliamente desarrollada por la jurisprudencia de la Suprema Corte de los Estados Unidos— constituye la llave de acceso a la justicia. Es, en suma, el medio para retener, preservar o recuperar todos los derechos. De ahí su enorme importancia, que coloca aquel concepto en un lugar central de la regulación jurídica y del encuentro —inevitable, cotidiano encuentro— entre el poder político que juzga y el ciudadano que es juzgado.

La obra de Ampudia analiza el desarrollo de la pena capital (pp. 21 y ss.). Al hacerlo, examina la materia desde diversas perspectivas: el derecho a disponer de la vida, la eficacia de la muerte como sanción reductora de la criminalidad, el procedimiento para ejecutarla. Cada una es fuente de interrogantes y respuestas que han transitado en una historia milenaria.

Ante todo, la cuestión de fondo: ¿es legítima la pena de muerte? ¿puede el Estado disponer de la vida de los gobernados? ¿bajo qué título moral se armaría la mano del verdugo, por cuenta y orden del Estado, para privar de la vida a un ciudadano? Por supuesto, este asunto ha ocupado a todos los reformadores del sistema penal —antes y después de Beccaria, el clásico de las postrimerías del siglo XVIII, impugnador de la pena capital y de la tortura— y se ha volcado en la legislación, la jurisprudencia y la doctrina. Además, cautiva al debate público, y excita campañas políticas y programas de gobierno que a menudo naufragan en la demagogia. Un ilustre jurista contemporáneo, el español Antonio Beristáin, ha definido con elocuencia el papel de la pena de muerte en el conjunto de un sistema penal: es la gota que "da color" al agua en el vaso; o dicho de otra forma, la dosis de veneno que contamina la bebida.

Además de la legitimidad o ilegitimidad intrínsecas de la pena capital, los tratadistas de esta materia —y ahora, con ellos, Ricardo Ampudia— se ocupan en la utilidad o eficacia de la sanción capital para contener la criminalidad, a través de la intimidación que aquélla ejerce sobre delincuentes potenciales. Esta es la hipótesis sobre la que trabajan los partidarios de la muerte y a la que se enfrentan sus adversarios. A esa supuesta virtud disuasiva se llama "prevención general" de la pena. Constantemente se invoca entre los fines naturales a los que atiende la reacción punitiva. Ahora bien, a estas alturas de la historia —de nuevo: una historia milenaria— vale decir que jamás se ha acreditado que la amenaza de muerte elimine o siquiera reduzca la criminalidad. Muchas opiniones sostienen lo contrario, amparadas en investigaciones acuciosas: el Estado que mata "enseña" a matar. Por otra parte, en un país con altísimos índices de impunidad —México es un "ejemplo clásico"— son mínimas las posibilidades de que el infractor llegue al cadalso, resultan muy elevadas, en cambio, las probabilidades de que quien lo padezca sea un inocente.

De ahí que los abolicionistas insistan en la supresión de la pena capital, o por lo menos —como intervalo orientador para la transición— en la denominada "moratoria", con el fin de observar el movimiento de la delincuencia cuando ha cesado la amenaza mortal. En este sentido se ha pronunciado hace poco tiempo (septiembre de 2007) la Sociedad Internacional de Defensa Social, prestigiado organismo de penalistas y criminólogos, durante su conferencia internacional en Toledo, España.

También viene al caso, a propósito del examen general de la pena de muerte, la meditación en torno a los medios para privar "oficialmente" de la vida al sentenciado, con la bendición de la ley y de sus graves magistrados. A este respecto, el libro comentado proporciona información (anexo 1-A, pp. 259 y ss.) en torno a los métodos de ejecución en países retencionistas. También, en este cauce, han corrido ríos de tinta. Los ingeniosos ejecutores han previsto métodos de diverso género: desde la muerte con sufrimiento exacerbado, característica del antiguo régimen penal (recuérdese, por ejemplo, la descripción que hace Michel Foucault, en las primeras páginas de Vigilar y castigar —publicada en México por Siglo XXI— sobre el encarnizado ajusticiamiento del infeliz Robert-François Damiens, que había atentado contra la vida del monarca Enrique IV), hasta la ejecución "piadosa", que busca producir la muerte cuanto antes, y ahorrar, en el trance, el sufrimiento.

En la Revolución francesa hubo quienes procuraron "humanizar" —es un decir— la severidad del trato que se inflige al condenado. La experiencia demostraba que no siempre se desprendía la cabeza del tronco, al primer golpe del hacha o la espada del verdugo, así se tratase de un ejecutor tan experto como el legendario Charles-Henri Sanson, miembro de una notoria familia de verdugos, cuyos antepasados reposaban, con la dignidad de cristianos bien acreditados, en una sepultura de la iglesia de Saint Laurent. El doctor Guillotin, artífice de la "guillotina", que figura sonriente en la escultura de Henri Bouillon destinada al juego de pelota, presentó a la Asamblea, el 10 de octubre de 1789, las virtudes de su artefacto: "con mi máquina os haré saltar la cabeza de un golpe y no sufriréis en lo absoluto". Esta promesa "benévola" figura en las especulaciones de los legisladores, que despliegan diversos medios —a los que se refiere Ampudia, cuando da cuenta de la práctica estadounidense— como la electrocución, el fusilamiento, la horca, la inyección letal.

No siempre resulta piadoso el medio fulminante: ni la inyección letal se halla a cubierto de impugnaciones, ni lo ha estado la silla eléctrica. Sobre é sta cabe recordar, apenas como ejemplo de atrocidades, la descompostura que sufrió la inefable silla en Florida, cuando se ejecutó a Pedro L. Molina, hecho del que da constancia el diario USA Today, del 26 de marzo de 1997. El desperfecto culminó en incendio, con la consecuente tortura del ajusticiado. El fiscal Bob Butterworth hizo gala de convicción humanista cuando comentó con sarcasmo el incidente: "quienes deseen cometer un homicidio no debieran hacerlo en Florida, porque aquí pudiéramos tener problemas con nuestra silla eléctrica". No sobra el consejo, pero tampoco basta. Hubo más homicidios.

En el plano internacional, y desde luego también en los planos nacionales, ha sido insatisfactorio, por reticente y paulatino, el retroceso de la pena de muerte. Aún "no muere la muerte" (al respecto, véase la información que aporta Ampudia en las pp. 277 y ss.). Llama la atención el rechazo unánime de los tratos crueles, inhumanos y degradantes (rechazo en las normas, porque las prácticas pueden marchar por su cuenta) en múltiples ordenamientos del derecho internacional, a tal punto que la prohibición de aquéllos ya forma parte del jus cogens (derecho imperativo). No ocurre lo mismo con la pena de muerte, erosionada, pero no derrotada.

Ninguna de las grandes convenciones sobre derechos humanos de la segunda mitad del siglo XX suprimió directamente la pena capital, aunque todas contuviesen disposiciones fuertemente restrictivas: la Convención de Salvaguardia de los Derechos del Hombre y las Libertades Fundamentales (Convenio Europeo), de 1950, Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 1966, y Convención Americana sobre Derechos Humanos, de 1969. En todos los casos, la abolición —no siempre absoluta— figura en instrumentos complementarios, de fecha posterior: Protocolo 6 del Convenio Europeo, de 1983; Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos, de 1989, y Protocolo de la Convención Americana, de 1990. La inquietud que genera la pena de muerte se refleja también en los lineamientos restrictivos, materiales y procesales, contenidos en otros documentos: tal es el caso de las salvaguardias para garantizar la protección de los derechos de los condenados a la pena de muerte, aprobadas en 1984 por el Consejo Económico y Social de Naciones Unidas.

En México ha sido frecuente, en el curso de nuestra historia destemplada, el debate sobre la pena capital. Parecía natural que así ocurriera en un país conmovido por alzamientos y crímenes que el poder político no acertaba a evitar o reducir. No lo consiguió el Tribunal de la Acordada —que se esmeró, sin embargo, en conseguirlo, y dio pasos muy celebrados en esa dirección—; mucho menos los gobiernos de la etapa independiente, que en la empresa desplegaron el arbitrio y el rigor de que fueron capaces. Fue aleccionadora la discusión en torno a la pena capital en el Congreso Constituyente de 1856-1857 —asamblea de hombres liberales, adversos a las fó rmulas opresivas—, que finalmente admitió de mala gana la pena de muerte, en espera de que se estableciese, para justificar su abolición, el sustitutivo que entonces generaba mayores esperanzas: el sistema penitenciario. Una nueva ilusión sucedería a una antigua frustración.

En nuestro país prosperó el abolicionismo en el primer tercio del siglo XX. En 1929 se suprimió la pena de muerte en el Código Penal para la Federación y el Distrito Federal. Gradualmente la abolieron las entidades federativas, en el curso de varias décadas: fue Sonora la última en hacerlo, en 1976, a raíz del Quinto Congreso Nacional Penitenciario. En la realidad, México se convirtió en abolicionista de facto antes de que lo fuera de jure, y así figuraba en muchas presentaciones internacionales sobre esta materia. Recientemente, la pena de muerte quedó excluida del Código de Justicia Militar y, por último, de la Constitución General de la República, merced a reformas en los artículos 14 y 22, alentadas en la Cámara de Senadores. La obra de Ampudia contiene información ilustrativa sobre este prolongado proceso de civilización. Agreguemos que nuestro país ya no podría reincorporar la pena capital, si hace honor a sus compromisos internacionales, como esperamos que lo haga. El artículo 4.3 de la Convención Americana señala con énfasis: "No se restablecerá la pena de muerte en los países que la han abolido", norma que ha sido claramente interpretada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

En Estados Unidos —país al que sólo China supera en número de ejecuciones anualmente, según informa Amnesty International, organización no gubernamental que ha librado una persistente batalla contra la pena capital— ha sido diversa la suerte de la legislación y el dictamen de la jurisdicción en esta materia. Ampudia dedica un capítulo de su obra a examinar la pena de muerte en los Estados Unidos (pp. 69 y ss.). La Suprema Corte de Justicia, que puso término a la pena capital a partir de la célebre sentencia dictada en el caso Furman vs. Georgia, en 1972, modificó su posición pocos años después y reabrió la posibilidad de imponer y ejecutar la pena de muerte. En este sentido, se produjo la sentencia sobre el caso Gregg vs. Georgia, en 1976. La Corte entendió, en este segundo pronunciamiento, que la pena de muerte no constituía, por sí misma, una sanción cruel e inusitada, contraria a la estipulación constitucional.

Hay un hilo conductor entre la recepción de la pena de muerte en Estados Unidos y la tradición penal en Inglaterra, la antigua metrópoli. En su hora, Montesquieu, devoto de las instituciones judiciales inglesas, modelo para la Europa continental, manifestó su asombro ante la multiplicación de casos en que resultaba posible imponer la pena capital: ciento sesenta acciones se hallaban sancionadas con esa medida conforme a la legislación inglesa. He aquí una historia penal que navega en sangre. Inglaterra ha suprimido la pena de muerte —como lo ha hecho Europa, en su conjunto—, pero las antiguas posesiones ultramarinas no han consumado la abolición: ni los Estados Unidos, ni los países caribeños angloparlantes. En éstos, sin embargo, hay un dato de relativa moderación, fruto de las decisiones judiciales del Privy Council de la Gran Bretaña, acatadas por los Estados caribeños: no se ejecuta la pena de muerte cuando han trascurrido más de cinco años desde la fecha de la respectiva condena. Al cabo de ese tiempo opera una mutación que beneficia al reo: la ejecución constituiría un trato cruel e inhumano. Por cierto, esta disposición hubiera favorecido a Ricardo Aldape, quien permaneció quince años en espera de ejecución.

También mencioné las luces que aporta la obra de Ampudia acerca de otro tema destacado para la justicia —o la injusticia— penal: el debido proceso. En México no se ha echado mano de esta noción, sino hasta fecha reciente. Nuestro artículo 14 constitucional se refiere a las "formalidades esenciales del procedimiento". Es ahora, merced a la reforma del artículo 18 acerca del sistema de justicia para menores de edad —adolescentes: entre 14 y 18 años—, que ha desembarcado en México, explícitamente, el concepto de debido proceso, ceñido, por lo pronto, a esa vertiente de la justicia. En todo caso y bajo diversas denominaciones, se trata —en términos generales— de instituir y desarrollar un sistema de justicia que reconozca derechos y ofrezca garantías: no apenas para el inculpado, que ciertamente las merece, sino para el régimen mismo de administración de justicia y para la víctima del delito, que se había mantenido en la sombra del enjuiciamiento.

El debido proceso constituye una conquista central de la democracia, prenda de libertades indispensables. Hoy se encuentra asediado por falsos dilemas, como el que contrapone la seguridad pública, de un lado, a la observancia de los derechos y las garantías, del otro, como si se tratase de selecciones antagónicas, y no de exigencias complementarias, ambas imprescindibles. La noción maniquea de la seguridad pública —elevada, a veces, al plano de la seguridad nacional— ha traído consigo reducciones arbitrarias y peligrosas en el sistema penal característico de una sociedad democrática. Esto puede acontecer o acontece al amparo del llamado " derecho penal del enemigo", y culmina en lo que he denominado la "guantanamización" de la justicia penal, con la que se desanda el camino de la historia. No son pocas las tentaciones autoritarias de este origen y carácter que rondan las propuestas de reforma penal en México.

En el caso Aldape hubo notorias violaciones del debido proceso penal, que no pasarían inadvertidas para cualquier observador medianamente informado. No pretendo ocuparme de todas, ampliamente documentadas en la sustanciosa narración que proporciona Ricardo Ampudia, y que abarca desde el momento en que Aldape fue detenido, en 1982, hasta que fue liberado, en 1997 (pp. 187 y ss.). El lector de esta obra recorrerá, a través de ella, los desfiladeros del procedimiento penal, cuyos desaciertos provinieron —en este caso— de una investigación policial y criminalística, particularmente desafortunada e incompetente, que determinó el cautiverio de Aldape durante tres lustros, y pudo culminar, en un caso más de error judicial, con la muerte de un inocente a manos del Estado juzgador. En el telón de fondo de esa incompetencia investigadora operaron otros datos y la "justicia": el prejuicio discriminador, como se desprende de la obra de Ampudia.

Ahora quiero referirme solamente a un punto relevante del procedimiento, estrechamente vinculado a los derechos —que padecieron en el procedimiento seguido al personaje de la obra— de un extranjero que se ve sometido a investigación penal y detención preventiva, como ocurrió en el caso de Ricardo Aldape. Sucede que el extranjero, regularmente ajeno al medio en el que reside, desconocedor de leyes y costumbres, usos e idioma, privado de asesoramiento jurídico eficaz, se encuentra en situación de vulnerabilidad y desventaja. Estas, que gravitan sobre el conjunto de su existencia, resultan aún más severas cuando enfrenta la persecución penal —con o sin fundamento— y debe emprender, por lo tanto, su propia defensa ante autoridades que le son extrañas y en términos que tampoco le resultan familiares. Pensemos en José K., el personaje de Kafka, si su extrañísimo proceso se hubiese seguido, para colmo, ante un tribunal de Bengala. Es preciso, por lo tanto, que el imputado tenga a la mano, cuanto antes, elementos que "corrijan" o "moderen" su desvalimiento. Estos factores de compensación o protección especial no contradicen el axioma de la igualdad de todas las personas frente a la ley, sino permiten esa igualdad entre individuos que son, por diversos conceptos, materialmente desiguales.

Esta necesidad, con las soluciones correspondientes, se ha proyectado en el derecho internacional a través de medidas de protección a cargo del agente consular y a favor de sus connacionales detenidos. El tema figura en la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares, de 24 de abril de 1963, cuyo artículo 36 —bajo el epígrafe "Comunicación (consular) con los nacionales del Estado que envía" (al agente consular)— obliga a los Estados que emprenden una investigación penal con detención del inculpado, a notificar a éste que puede recurrir a la asistencia del cónsul correspondiente, y a permitir que ese cónsul, enterado de los requerimientos de su compatriota, le brinde la protección a la que se halla obligado.

Esta disposición —vinculante para México y los Estados Unidos, entre numerosos países que han suscrito y ratificado la Convención de Viena— ha sido frecuentemente desatendida. Los funcionarios que detienen al extranjero no comunican a éste el derecho que tiene a recibir asistencia consular, y la omisión afecta la defensa del sujeto ante las autoridades administrativas y judiciales, e influye, en definitiva, sobre el rumbo y las conclusiones del proceso. El tema ha sido tratado en diversos casos notables planteados ante jurisdicciones internacionales, cuyos pronunciamientos son favorables a los detenidos y adversos a los Estados omisos en el cumplimiento del deber internacional que les incumbe. Ricardo Ampudia examina con detenimiento algunos litigios de esta naturaleza, llevados ante la Corte Internacional de Justicia, con sede en La Haya (pp. 165 y ss.): casos Breard, correspondiente a un nacional paraguayo (litigio que cesó en virtud del desistimiento de Paraguay con respecto a la demanda presentada contra los Estados Unidos), La Grand, relativo a dos hermanos de nacionalidad alemana condenados a muerte en aquel país sin previa notificación sobre su derecho a recibir asistencia consular, y Avena y otros, referente a mexicanos sentenciados a la última pena sin que hubiesen contado, en el inicio de sus procesos, con la advertencia acerca del mismo derecho. Este último litigio, que la Corte Internacional de Justicia resolvió favorablemente a México, constituye un apreciable triunfo judicial de nuestro país. En torno a este litigio, Ampudia provee amplia información y comentarios pertinentes (pp. 176 y ss.).

Ampudia refiere un antecedente, muy importante y significativo, de las sentencias que he invocado, al que quiero dedicar los siguientes comentarios. Se trata de una opinión emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en respuesta a la consulta formulada por el gobierno mexicano con respecto a la naturaleza del derecho a recibir información acerca de la asistencia consular, y a las consecuencias que reviste la omisión del Estado obligado, cuando se lleva adelante, en esta situación irregular, un juicio penal que concluye con sentencia condenatoria a muerte (pp. 171 y ss.). Conviene recordar que una opinión consultiva sirve al propósito de interpretar normas sobre derechos humanos incluidas en tratados internacionales aplicables a países americanos. Por ello, la Corte contaba con la competencia (consultiva) necesaria para pronunciarse sobre este punto.

México formuló su solicitud de opinión el 9 de diciembre de 1997. La Corte Interamericana emitió opinión el 1o. de octubre de 1999, mucho antes de que concluyeran los procesos La Grand y Avena ante la Corte Internacional de Justicia. El pronunciamiento de la Corte Interamericana, identificado como Opinión Consultiva OC-16/99, constituye, por lo tanto, el precedente judicial más notable en esta materia, que abrió la puerta para el establecimiento del criterio que prevalecería en el foro internacional. Fue una pica en Flandes, que corrió la frontera de los derechos humanos y que ha recibido numerosos y favorables comentarios. Los países de América con importantes corrientes migratorias hacia Estados Unidos recogen e invocan, como una emergente communis opinio internacional, la tesis sustentada en la OC-16.

En el trámite de la opinión consultiva requerida a la Corte Interamericana comparecieron varios países, que expusieron ante los magistrados integrantes de ésta sus puntos de vista en torno a la cuestión examinada. Además de México, solicitante de la opinión, se manifestaron El Salvador, República Dominicana, Honduras, Guatemala, Paraguay, Costa Rica y Estados Unidos. También concurrieron la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y varias organizaciones no gubernamentales, entre ellas Amnesty International. Igualmente, diversas universidades, organismos privados y juristas estadounidenses hicieron valer sus puntos de vista. Canadá asistió en calidad de observador.

En esa memorable opinión consultiva, la Corte Interamericana examinó el derecho a notificación sobre asistencia consular al amparo de varios instrumentos internacionales, a saber: la citada Convención de Viena, la Carta de la Organización de los Estados Americanos, la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre, y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Los interesados en esta relevante cuestión pueden consultar con provecho los argumentos vertidos ante la Corte por los numerosos participantes en el procedimiento, así como los razonamientos en los que este tribunal sustentó sus conclusiones.

En síntesis, la Corte sostuvo que el artículo 36 de la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares no sólo establece obligaciones recíprocas entre los Estados, sino también reconoce derechos individuales en favor de extranjeros detenidos. En ese marco figura el derecho a la información sobre la asistencia consular, al que corresponden deberes correlativos del Estado que practica la detención. Este derecho forma parte de la normativa internacional sobre derechos humanos. Se trata, pues, de un "derecho humano" que forma parte de lo que cabría denominar el "estatuto del hombre contemporáneo".

Sobre este punto, me permitiré citar mi Voto razonado en el que analizo el nuevo alcance del proceso penal a la luz del derecho que asiste al detenido extranjero:

El Estado, cuyos agentes hacen la detención, está obligado a informar al detenido, "sin dilación" —así lo señala el propio artículo 36—, sobre el derecho de asistencia consular. Es obvio que esta información reviste la más alta importancia para que el sujeto pueda formular adecuadamente su defensa, sabedor de los cargos que se le dirigen, y apoyado por la orientación que le brinde el funcionario consular. El concepto "sin dilación" significa que se debe informar al inculpado sobre ese derecho al momento en que se le detiene, y en todo caso antes de que rinda su primera declaración ante la autoridad.

La referencia que a este respecto hace la Corte Interamericana ha tomado en cuenta los avances más garantistas de la jurisprudencia estadounidense, señaladamente el caso Miranda vs. Arizona, de 1966. El derecho que ahora examino forma parte del debido proceso legal. En otros términos, si el Estado no cumple la obligación de informar, surge una violación grave al debido proceso, que resta legitimidad al enjuiciamiento y determina la invalidez de la sentencia, particularmente cuando ésta contiene una condena tan grave como la pena de muerte.

En ocasiones, se afirma que si el sujeto ha sido condenado por autoridades locales dentro de un Estado federal —como Estados Unidos o México—, éste sólo deberá gestionar ante la autoridad local la adopción de medidas que corrijan la arbitrariedad cometida, pero la segunda no se encuentra obligada a cumplir el requerimiento, porque el Estado federado al que pertenece no suscribió la Convención de Viena y mantiene a salvo su autonomía jurisdiccional. La Corte Interamericana rechazó este argumento, que condiciona en forma inaceptable las obligaciones internacionales del Estado federal, único sujeto que actúa soberanamente en la concertación del tratado, pacto o convenio, y al que corresponde adoptar todas las medidas necesarias para que estos instrumentos sean observados efectivamente.

En lo que respecta al caso Aldape, importa señalar que el inculpado, de nacionalidad mexicana, fue detenido por autoridades locales de los Estados Unidos, no se le hizo saber al momento de su detención —ni inmediatamente después— que podía solicitar asistencia consular, y no recibió ésta durante la mayor parte del juicio. Por lo tanto, el procedimiento seguido incumplió las exigencias formalmente establecidas por la Convención de Viena y transgredió, en tal virtud, las reglas del debido proceso. Estas irregularidades bastarían para desacreditar el enjuiciamiento y cuestionar la sentencia, independientemente del asunto mayor en el caso analizado: Ricardo Aldape era inocente del cargo de homicidio, que condujo a una injusta sentencia condenatoria a muerte. Si se hubiese facilitado la intervención consular —que más tarde ocurrió, gracias a la diligencia y constancia del cónsul Ampudia— probablemente se habría advertido desde el principio la inocencia de Aldape, y éste habría disfrutado de libertad durante los quince años que pasó en reclusión tan severa como indebida, en el llamado "corredor de la muerte".

Dije en el inicio de este breve comentario que la sugerente obra de Ricardo Ampudia a propósito de un caso judicial dramático, plagado de extravíos y animado por la actitud discriminatoria que caracterizó el comportamiento de diversas autoridades, mueve a meditar una vez más acerca de las circunstancias difíciles que caracterizan la relación entre México y Estados Unidos. Por supuesto, esas circunstancias no mejorarán en el corto plazo. El caso analizado replantea, por otra parte, dos temas cruciales de la justicia penal: pena de muerte y debido proceso. Revela, de nueva cuenta, la injusticia de aquélla, y pone de manifiesto, una vez más, las vicisitudes de un enjuiciamiento que puede traer consigo la condena de un inocente o la absolución de un culpable.

En la zona iluminada del claroscuro que caracterizó el caso judicial de Ricardo Aldape, destacan las intervenciones admirables de varias personas que pusieron lo mejor de sí mismas en el rescate de la verdad y la defensa del inculpado. Además del propio Ampudia y de diversos funcionarios judiciales, en esa región se hallan, como lo menciona esta obra, los abogados Sandra Babcock (que participó, en calidad de amicus curiae, en el trámite de la Opinión Consultiva OC-16, por el organismo Minnesota Advocates for Human Rights) y Scott Atlas, estadounidenses generosos o, mejor todavía, justicieros (pp. 211 y ss.). Conviene mencionarlo, para bien de quienes cumplen con esmero y probidad la función que les compete en la zona iluminada que persiste en el extraño mundo de la justicia penal. Esta vez dominó la cordura, aunque prevaleciera al cabo de mucho tiempo: más del que suele durar una condena severa contra un verdadero culpable. En otras ocasiones la frontera se ha desvanecido y la razón ha sucumbido.

Sergio GARCÍA RAMÍREZ*

* Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.