LA POLÍTICA MIGRATORIA EUROPEA Y LOS DERECHOS DE LAS PERSONAS DE TERCEROS PAÍSES. ENTRE LA INCLUSIÓN SUBORDINADA Y LA EXCLUSIÓN SELECTIVA*

Marco APARICIO WILHELMI**
Gerardo PISARELLO***

SUMARIO: I. Introducción. II. Mano de obra inmigrada y construcción europea: entre la exclusión selectiva y la inclusión subordinada. III. El Tratado de Lisboa, la externalización y el "redescubrimiento" de África.

I. INTRODUCCIÓN

Actualmente, de los más de 56 millones de migrantes que viven y trabajan en la UE, entre 15 y 20 millones lo hacen de manera indocumentada y condenados a un estatuto de "lumpen-ciudadanía". Esto, por no hablar de los cientos de hombres, mujeres y niños que, mes a mes, dejan su vida en las fronteras marítimas y terrestres de la UE, ante la mirada adormecida de buena parte de la población "integrada". Basta retroceder en el tiempo, en todo caso, para advertir que este panorama no constituye una simple desviación patológica de un proyecto originariamente sano. Desde sus inicios, por el contrario, es posible rastrear en el proceso de integración un hilo económico, político y cultural que, con fisuras y desigual intensidad, ha favorecido el estado actual de cosas.

La utilización de mano de obra migrante en situación de permanente vulnerabilidad ha sido desde siempre una condición indispensable para apuntalar la construcción del mercado único europeo. El reconocimiento de la libre circulación y de derechos tendencialmente iguales para todos los ciudadanos sólo ha resultado "sostenible" al precio de la existencia de un nutrido ejército de reserva integrado por trabajadores y trabajadoras extranjeros. En las primeras décadas del proceso de integración, estos podían reclutarse, bien entre ciudadanos de antiguas colonias, bien entre trabajadores invitados (Guestworkers, en inglés, o Gastarbeiter, en alemán) de países europeos más pobres.

Con la crisis de los años setenta y el inicio de la ofensiva neoliberal que empujó entre otras cosas a la externalización de parte de la actividad económica de las empresas europeas, se produjo un cierto freno en la demanda de mano de obra por parte de los países comunitarios. Muchos gobiernos aprobaron leyes migratorias restrictivas, que en algunos casos incluían la deportación de inmigrantes ya establecidos. Más tarde, el crecimiento económico de países del sur de Europa que hasta entonces habían sido exportadores netos de mano de obra, provocaría una cierta reordenación de los destinos migratorios en el contexto europeo. Este cambio iría acompañado de la introducción, en los nuevos países receptores, como el caso de España, de leyes de inmigración dirigidas a controlar la entrada de nuevos excluidos pertenecientes a economías todavía más vulnerables del Sur o del Este.1

Como es sabido, el Tratado de Roma había previsto la creación de un mercado común caracterizado por la libre circulación de mercancías, servicios, capitales y trabajadores dentro del territorio de las comunidades europeas, pero la supresión de fronteras interiores sólo se plantearía de manera abierta con el Acta Única de 1986. La desaparición de controles fronterizos internos tuvo como contrapartida la introducción de severas políticas de control exterior que resguardaran la "seguridad" de los Estados miembros. Así, la libre circulación reconocida a los grandes capitales y a los trabajadores nacionales de los países miembros se compensaba con la estrecha vigilancia de una nebulosa amalgama de sujetos que corporizaban la amenaza exterior a la seguridad interna: terroristas, criminales, traficantes de armas y drogas y, junto a ellos, inmigrantes ilegales.

Con el desarrollo del proceso de integración, este vínculo entre delincuencia e inmigración ilegal, escenificado regularmente en las reuniones del Consejo de Ministros del Interior de los países comunitarios, se intensificaría, al tiempo que se perfeccionarían los instrumentos para su control y represión. Ya el Grupo Trevi, una instancia de cooperación intergubernamental creada en los años setenta para luchar contra "el terrorismo, el extremismo y el radicalismo", incluía entre sus objetivos el control de las fronteras y la inmigración ilegal.

Sería, en todo caso, a partir del Acuerdo de Schengen, de 1985, cuando se sentarían las bases para la gestación de una política "europea" de control migratorio. El llamado Convenio de Aplicación del Acuerdo de Schengen, de 1990, introdujo condiciones particularmente restrictivas para el cruce de las fronteras exteriores por parte de los extranjeros extracomunitarios ("nacionales de terceros Estados", en la jerga comunitaria). La coordinación policial del control de dichas fronteras se apoyó en el llamado Sistema de Información de Schengen (SIS), que consistía en una base de datos para el almacenamiento e intercambio de información relativa a extracomunitarios considerados como potenciales amenazas al "orden público" o, en general, de aquéllos que contaran con una prohibición de entrada emitida por cualquiera de los "países Schengen". Tales prohibiciones extendían así su eficacia al resto de Estados sin posibilidad alguna de impugnación.

Todo ello, como es evidente, resultaba fundamental para justificar una política de exclusión selectiva y de inclusión subordinada de la mano de obra migrante. Un inmigrante "no integrable", no "adaptable" a las pautas culturales, políticas y, muy especialmente, laborales y económicas dominantes ofrecidas por los países receptores, siempre podría considerarse un potencial delincuente, incompatible con el "umbral de tolerancia" de los países comunitarios y, por tanto, susceptible de ser rechazado en la frontera o, una vez dentro, expulsado.

Hay que decir que, como es sabido, dicha dinámica exclusiva-inclusiva se proyecta sobre todo tipo de trabajador, pues tiene efectos en las condiciones del mercado laboral en su conjunto. Por ello, la amenaza de la frontera y su significado se escenifican no sólo frente al que pretende emigrar, sino también ante la persona inmigrada y delante del nacional del Estado de que se trate. Es decir, hablamos de una serie de opciones políticas que afectan al conjunto de la sociedad y no sólo a las personas inmigradas. En este sentido, es evidente que las restricciones a los derechos de las personas inmigradas tienen efectos no sólo dentro de este colectivo, sino respecto de todos los trabajadores, especialmente aquellos que se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad. La precariedad, la explotación y la accidentalidad laborales, tanto en el ámbito de la economía regular como de la economía sumergida (que en algunos países, como España, supone alrededor del 24% del PIB), no son patrimonio exclusivo de los inmigrantes; son situaciones con una dinámica expansiva que acaba configurando el modelo de relaciones laborales en su conjunto y, con él, un modelo de desarrollo económico y social, unas prioridades y unos objetivos específicos.

II. MANO DE OBRA INMIGRADA Y CONSTRUCCIÓN EUROPEA: ENTRE LA EXCLUSIÓN SELECTIVA Y LA INCLUSIÓN SUBORDINADA

Tras el derrumbe del Muro de Berlín, el Tratado de Maastricht de 1992 vino a consolidar el giro neoliberal del proceso de integración, imponiendo un rígido corsé a las políticas económicas a disposición de los Estados. La migración y el asilo continuaron, por el momento, en el ámbito de la competencia estatal, y, salvo algunas cuestiones relativas a los visados, a lo sumo entraron en los espacios de la cooperación intergubernamental. Esto suponía, por un lado, confiar el diseño de las políticas migratorias a altos funcionarios y a "técnicos" estatales y comunitarios, alejados del debate público, de la opinión de las poblaciones implicadas y, naturalmente, de los propios inmigrantes. Por otra parte, se encomendaba su ejecución a instancias coactivas como Europol o las policías estatales, no siempre sometidas a controles parlamentarios y jurídicos suficientes, lo cual sembraba el terreno para amplios ámbitos de inseguridad jurídica y de prácticas violatorias de derechos y libertades fundamentales. Finalmente, se condicionaba cualquier avance al consenso unánime de los Estados miembros, favoreciendo así un escenario en el que faltaban objetivos claros y voluntad para hacer cumplir los acuerdos alcanzados.

Con el Tratado de Amsterdam, de 1997, las políticas de migración y asilo pasaron al ámbito competencial de la Comunidad, esto es, al llamado "primer pilar" de la UE. Así, se introdujo un título IV denominado "Visados, asilo, inmigración y otras políticas relacionadas con la libre circulación de personas". En él se preveía que en un término de cinco años —el plazo se acababa en mayo de 2004— se adoptarían, entre otras, medidas para garantizar la ausencia de controles en las fronteras internas, y la existencia de normas comunes sobre la entrada en las fronteras externas, regulación sobre estancias por periodos superiores a tres meses y un modelo común de visados. Al mismo tiempo, se mantenía un "tercer pilar residual" de asuntos no comunitarizados, que incluía la cooperación policial y judicial en materia penal (título VI del Tratado de la UE).

Dicha comunitarización, y el hecho de que un proceso de integración regional suponga ya de por sí un freno al rígido discurso del Estado-nación, generó ciertas expectativas de cambio en el tratamiento de la inmigración y el concepto de ciudadanía. El Consejo Europeo de Tampere de 1999 recomendó que se garantizara a los residentes de larga duración "derechos tan cercanos como sea posible a los reconocidos a los ciudadanos de la UE". En sentido similar, tuvieron lugar pronunciamientos de la Comisión Europea, del Parlamento, del Comité Económico y Social, e incluso se impulsaron directivas que facilitaban, al menos en términos abstractos, una mejor tutela de las personas inmigradas.2

En conjunto, como se ha comprobado después, tales señales no han pasado de ser elementos marginales de una política general que privilegia la aproximación utilitarista, en términos económicos, y represiva, en términos policiales, sobre las consideraciones de tipo garantista. Esta tendencia, lejos de revertirse, se vería reforzada con la histeria de seguridad y de orden público instalada tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos.

Algunas directivas que en su discusión previa habían generado ciertas expectativas en materia de reconocimiento de derechos —como la Directiva 2003/86, sobre el Derecho de Reunificación Familiar; la 2003/109, sobre el Estatuto de los Inmigrantes Residentes de Larga Duración; o la 2004/38, sobre el Derecho de los Ciudadanos y de los Integrantes de su Familia a Circular y Residir Libremente en el Territorio de los Estados miembros— resultaron frustrantes. Lejos de suponer una igualación "por arriba" en términos garantistas y de un avance en la dirección de una ciudadanía europea de residencia, se quedaron en una armonización a la baja, tomando como referencia algunas de las regulaciones más restrictivas.

El propio Tratado Constitucional aprobado en Roma en 2004 y anunciado con bombo y platillo como "acto de refundación democrática de la Unión", dejó en claro que el contrato social sobre el que pretendía asentarse era excluyente y discriminatorio respecto de todos aquéllos que no estuvieran ya de este lado del gran proyecto europeo. Las rimbombantes proclamas sobre Europa como "espacio privilegiado para la esperanza humana", quedaban reducidas a una broma de mal gusto cuando se cotejaban con el trato dado tanto a la cuestión migratoria como a la relación con los países vecinos.

Al proponerse, en lo fundamental, consolidar el modelo económico y político de integración pergeñado a partir del Acta Única y, sobre todo, del Tratado de Maastricht, era evidente que el Tratado Constitucional no podía traer ninguna innovación de calado a la hora de tratar la cuestión de las fronteras interiores o exteriores. Desde el punto de vista competencial, se encomendaba a futuras leyes comunitarias la regulación de los visados, de los medios de control de las fronteras exteriores, de las condiciones en las que los extranjeros podrán circular libremente durante periodos cortos, de la política de asilo e incluso de las políticas de integración (con la excepción de los eventuales contingentes que cada Estado quisiera mantener). No obstante, hay que decir que desde el punto de vista procedimental cobraba mayor importancia el procedimiento ordinario que permite las decisiones por mayoría cualificada del Consejo, esto es, arrincona la posibilidad de veto, y otorga un mayor papel al Parlamento Europeo.

Ocurría, sin embargo, que ninguna de las competencias y de los objetivos marcados se proyectaba en el reconocimiento de derechos o en un mejor estatuto para los trabajadores extracomunitarios. La propia Carta de Derechos Fundamentales de la UE, presentada como "hito constituyente" en el proceso de integración, y ahora dotada del mismo valor jurídico que los tratados, presta escasa atención a la cuestión migratoria. La preocupación por los derechos de las personas innmigradas se limita, en la línea del los Convenios de Ginebra, a la prohibición de expulsiones colectivas y a la garantía de no devolución, expulsión o extradición de una persona a un Estado en el que corra grave riesgo de ser sometida a pena de muerte u otras penas o tratos inhumanos o degradantes.

Más allá de estas disposiciones —no siempre eficaces, si se atiende a las recientes propuestas de elaborar un listado de "terceros Estados seguros" a los que podrían devolverse los inmigrantes indocumentados— el resto de previsiones de la Carta en materia de derechos políticos y sociales de las personas migrantes son inofensivas. En la mayoría de los casos, se limitan a "hacer visible" lo ya consagrado en la materia. Es verdad que algunos derechos —como el derecho a la educación, a las prestaciones de seguridad social, a las ayudas en materia de vivienda o a la protección de la salud— aparecen reconocidos a las personas en general y no sólo a los "ciudadanos". Sin embargo, su supeditación a lo establecido en "el derecho de la Unión, en las legislaciones y prácticas nacionales" no deja demasiado margen para una interpretación verdaderamente limitadora del margen de actuación del legislador, tanto estatal como comunitario.

El escaso impacto de las previsiones garantistas en materia migratoria provoca aún más escándalo cuando se compara con los eficaces mecanismos represivos que la UE ha desarrollado con el propósito de reforzar el eufemísticamente denominado "Espacio de libertad, seguridad y justicia". Policía fronteriza, radares, sensores nocturnos en las fronteras exteriores, sistemas informáticos centralizados (la mejora del SIS), centros de internamiento para indocumentados, "zonas especiales" en los aeropuertos destinadas a retener a extranjeros a los que se niega la entrada, contratos con empresas privadas de seguridad para delegar tareas de control y vigilancia en materia de extranjería, y traslación a las empresas transportistas de tareas de control de documentos, bajo amenaza de fuertes sanciones, son sólo algunos ejemplos del precio económico y humano que la UE ha pagado por su modelo de economía segura y "altamente competitiva".

Uno de los aspectos más sobresalientes de las políticas europeas de corte represivo en materia migratoria lo constituye la proliferación de centros de internamiento. Respecto de los centros ubicados dentro de las fronteras comunitarias, durante 2007 la UE ha lanzado por medio de la Comisión, una regresiva propuesta de directiva que pretende situar el tiempo máximo de detención "temporal" en seis meses, un periodo muy por encima, por ejemplo, de los 40 días que prevé la legislación española vigente.

A estos centros de detención reconocidos por los Estados en el interior del territorio de la UE hay que sumar los informales, así como todas aquellas zonas, centros y campos situados en los márgenes, más allá de las fronteras. Se trata de realidades heterogéneas, de regulación jurídica opaca y en ocasiones inexistente: centros de detención y de internamiento, centros de "tránsito" y de "espera"; centros abiertos, semiabiertos y cerrados; centros formales e informales, etcétera.

En efecto, aparece con fuerza en el seno de la UE la idea de la externalización de la gestión de la migración y del asilo. De manera clara, la propuesta aparece en el Programa de La Haya (2004) donde la UE considera que su política "debería aspirar a ayudar a terceros países, en forma de plena asociación… en sus esfuerzos por mejorar su capacidad de gestión de la migración y de protección de los refugiados… crear capacidad de control de frontera, mejorar la seguridad de los documentos y abordar el problema del retorno". Externalizar, en este contexto, significa involucrar, responsabilizar a terceros países en las acciones que los Estados miembros y la UE han venido desarrollando en su propio territorio, dentro de sus propias fronteras.

Naturalmente, este conjunto de medidas no han tenido por objeto "cerrar" sin más las fronteras, como podría sugerir una aproximación superficial a la cuestión. Una fuerza de trabajo expuesta a la explotación siempre será esencial para garantizar un modelo económico que necesita un "colchón" que amortigüe los ataques sobre los derechos "ciudadanos". Para eso, más que de "blindar" las fronteras, de lo que se trata es de generar una dinámica que permita rechazar a algunos, ilegalizar a otros y atemorizar al resto, incluidos los autóctonos y los ya regulares, para fijar su condición de mano de obra vulnerable.

En ese sentido, la apertura y cierre controlado de las fronteras aparece como un instrumento de disciplinamiento frente a los que pretenden inmigrar, pero también frente a los que consiguen burlar los controles e incluso frente a los nacionales de los Estados miembros, que con frecuencia encuentran en la xenofobia un expediente sencillo y a mano para "explicarse" un fenómeno sin dudas más complejo.

Se trata de una política aparentemente contradictoria, porque en ella se intentan combinar dos aspectos difícilmente congeniables: por un lado se reitera que "Europa necesita inmigrantes" y, por otro lado, que Europa necesita blindarse, impermeabilizarse frente a una presión migratoria que resulta, se nos dice, cada vez más insoportable y amenazante respecto de nuestros valores y modo de vida.

Pero no es que "Europa" necesite inmigrantes, sino más bien que el modelo económico que se viene construyendo tiene una de sus principales bazas en una dinámica de exclusión selectiva y de inclusión subordinada de la mano de obra. Para ello, es necesario armar un sistema que combine la entrada de mano de obra barata y disciplinada, veladamente subordinada (inmigración en situación regular), con la incorporación de los excluidos del marco legal, la mano de obra abiertamente subordinada (inmigración en situación irregular).

Hay que decir que, como es sabido, dicha dinámica exclusiva-inclusiva se proyecta sobre todo tipo de trabajador, pues tiene efectos en las condiciones del mercado laboral en su conjunto. Por ello, la amenaza de la frontera y su significado se escenifican no sólo frente al que pretende emigrar, sino también frente a la persona inmigrada y frente al nacional del Estado de que se trate. Es decir, hablamos de una serie de opciones políticas que afectan al conjunto de la sociedad y no sólo a las personas inmigradas. En este sentido, es evidente que las restricciones a los derechos de las personas inmigradas tienen efectos no sólo dentro de este colectivo, sino respecto de todos los trabajadores, especialmente aquellos que se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad. La precariedad, la explotación y la accidentalidad laborales, tanto en el ámbito de la economía regular como de la economía sumergida (que en algunos países, como España, supone alrededor del 24% del PIB), no son patrimonio exclusivo de los inmigrantes, son situaciones con una dinámica expansiva que acaba configurando el modelo de relaciones laborales en su conjunto y, con él, un modelo de desarrollo económico y social, unas prioridades y unos objetivos específicos.

III. EL TRATADO DE LISBOA, LA EXTERNALIZACIÓN Y EL "REDESCUBRIMIENTO" DE Á FRICA

Cuando el Tratado Constitucional fue rechazado en los referendos populares celebrados en Francia y Holanda, los dirigentes europeos anunciaron solemnemente que abrirían un periodo de reflexión para tomar nota de lo ocurrido. Sin embargo, ello no ha impedido que el proyecto de integración siguiera su curso sin aparente reorientación. Aunque algunas de las propuestas más agresivas de la Comisión, como la llamada "Directiva Bolkenstein" sobre liberalización de servicios, han experimentado una cierta moderación, el impulso de políticas neoliberales y de control no sólo no ha dejado de fortalecerse, sino que se ha extendido más allá de las fronteras europeas.

En la UE existen al menos 178 centros de detención temporal para personas extranjeras cuya única falta es carecer de papeles. Las condiciones de dichos centros, como se sabe, pueden llegar a ser más degradantes que las de los centros penitenciarios. No obstante, la Comisión de Libertades Civiles del Parlamento Europeo aprobó en 2007 un informe del eurodiputado conservador alemán Manfred Weber, que propone mediante directiva comunitaria extender a 18 meses el tiempo máximo de detención de las personas indocumentadas. La "Directiva de la vergüenza", como han denominado al proyecto los movimientos de defensa de los derechos de los migrantes, no es una medida aislada. Una de las facetas de la externalización del control de fronteras emprendida por la UE en los últimos años es precisamente la multiplicación de estos establecimientos en terceros países. Este sería el caso de los centros de examen de solicitudes de asilo (Transit Processing Centers) a los que irían a dar quienes, de manera "indeseable", hubieran conseguido cruzar las fronteras. En 2004, los ministros de Justicia e Interior de los 25 Estados acordaron estudiar la creación de cinco "centros de tránsito" en Mauritania, Marruecos, Túnez, Libia y Argelia. La idea era que los extranjeros permanecieran en ellos hasta que se determinara su estatus específico. Las razonables dudas acerca del trato que estos países podían dispensar a los migrantes llevaron a aparcar temporalmente el proyecto.

En una línea similar, la llamada "Política Europea de Vecindad" (PEV) ha intentado en los últimos años incentivar un sistema de gestión conjunta de las fronteras, consistente en la vigilancia y control de las fronteras marítimas y terrestres, el intercambio de información, la identificación de la nacionalidad de los inmigrantes y la formación de funcionarios de frontera, entre otros extremos.

Con el propósito de facilitar tales operaciones, en 2004 se creó la Agencia Europea para la Gestión de Fronteras (Frontex). Esta Agencia, con sede en Varsovia, está dotada con 116 barcos, 27 helicópteros, 21 aviones y 400 radares móviles, instalados en las costas de países de origen y de tránsito, en virtud de acuerdos bilaterales que la UE mantiene con los mismos. En 2005, el presupuesto de Frontex era, según datos de la propia Agencia, de más de seis millones de euros. En 2007 ascendía a casi 35 millones.

El nuevo Tratado de la UE firmado en Lisboa difícilmente alterará este panorama. Para comenzar, porque un 90% de su contenido corresponde al de la frustrada "Constitución Europea". La diferencia es que esta vez los ejecutivos estatales podrán impulsarlo evitando el escrutinio de sus poblaciones, en ocasiones imprevisibles.

En términos generales, los asuntos de Justicia e Interior, donde se ventilan muchas cuestiones ligadas a la inmigración, se aprobarán en el futuro por el método comunitario, con intervención de la Comisión, la mayoría cualificada en el Consejo y codecisión con el Parlamento y posible control por parte del Tribunal de Justicia. Sin embargo, es improbable que el abandono del requisito de la unanimidad en la toma de decisiones comporte un cambio sustancial de rumbo.

La previsión de crear dentro del Consejo un "Comité" encargado de "la promoción y reforzamiento de la cooperación operacional en materia de seguridad interior" (artículo 65), ya ha puesto en guardia a diferentes asociaciones de derechos humanos. La apuesta por los "partenariados... con terceros países para gestionar los flujos de demandantes de asilo" (artículo 69 A), la insistencia en la "lucha" contra la inmigración ilegal (artículo 69 B.1) o la cobertura otorgada a los "acuerdos con terceros países sobre readmisión" de extranjeros en situación de irregularidad (69.B.3), también hacen temer una progresiva normalización de las peores prácticas desarrolladas en los últimos años.

Desafortunadamente, esta lectura pesimista es todo menos infundada. La prueba más palpable de ello es la reciente Cumbre UE-África, celebrada como antesala de la firma del Tratado de Lisboa. En los años noventa, tanto el comercio como las inversiones de países europeos en África eran bastante reducidos. Esto cambió de pronto con el auge de ciertas materias primas y recursos energéticos y, sobre todo, con la aparición de China en los mercados africanos. Entonces, las viejas potencias coloniales volvieron a descubrir África. Pero esta vez, bajo los auspicios de un operador supuestamente desinteresado: la UE.

La Cumbre, realizada mientras se ultimaban los arreglos del monasterio lisboeta en el que se rubricaría el nuevo Tratado de la UE, sirvió para que los gobiernos europeos desplegaran el conocido repertorio retórico que envuelve sus operaciones neocoloniales: "preocupación por la seguridad energética de África", impulso de las "inversiones europeas", utilización de "fondos de ayuda al desarrollo" para "controlar mejor los flujos migratorios", "evitar la fuga de cerebros" y "luchar contra la inmigración ilegal". Junto a estos fines, la UE acordó incrementar los aranceles a las exportaciones de los países de África que no firmen un acuerdo provisional antes de fin de año. Estos acuerdos obligarían a África a liberalizar entre el 80% y el 97% de las importaciones provenientes de Europa. Se pondrían en peligro, así, empleos y sectores económicos enteros, forzando el "efecto salida" de millones de africanos que se verían condenados a engrosar las filas de la inmigración clandestina cuando no a dejar su vida a las puertas de la fortaleza Europa.

Es difícil pensar que este escenario vaya a revertirse mientras la "convergencia europea" se sostenga en un proyecto mercantilista y privatizador que exige el cerco de la población migrante en el interior y el impulso de políticas abiertamente neocoloniales en el exterior. No obstante, también es improbable que un proyecto así pueda aspirar, durante mucho tiempo, a seguir vendiéndose como sinónimo de ilustración y de alternativa civilizatoria a unas poblaciones que cada vez tendrán menos razones para creer en él.

De lo que se trataría, por tanto, es de apostar porque la necesaria crítica de la UE "realmente existente" se nutra tanto del rechazo de los cantos de sirena del anti-europeísmo xenófobo como del trabajo de las redes de solidaridad que, en el ámbito local, pero también en el "europeo", han irrumpido en los últimos años. Son estas redes, integradas por colectivos de inmigrantes y autóctonos, las que, contra el aplastante "realismo" del discurso oficial y la "legitimidad de lo inevitable", han mantenido en el orden del día la reivindicación de dos derechos centrales en cualquier proyecto cosmopolita a la altura de los tiempos: la libertad de circulación y la libertad de residencia.

Estas exigencias, naturalmente, no niegan que la actual situación, más que una intempestiva apertura de fronteras, vinculada además a políticas de desarrollismo expansivo y "crecimiento económico", reclama que las empresas y gobiernos europeos en primer lugar tomen conciencia de la necesaria reformulación del concepto mismo de desarrollo y, en segundo lugar, asuman de una vez su deuda social y ecológica con el Sur y el Este, en lugar de prodigarse en declaraciones retóricas a favor del "codesarrollo" y del "diálogo entre civilizaciones". Sin embargo, también se apoyan en la convicción de que esta toma de conciencia, como afirma el jurista italiano Luigi Ferrajoli, no tendrá lugar mientras los países privilegiados no sientan como propio este problema. Y esto no ocurrirá, sostiene Ferrajoli:

* Este artículo reproduce, en parte, el publicado en 2007 en la revista Viento Sur, bajo el título: "La Europa, fortaleza tras el Tratado de Lisboa: otro ladrillo en el muro".
** Profesor de derecho constitucional en la Universidad de Girona.
*** Profesor de derecho constitucional en la Universidad de Barcelona.

Notas:
1 El caso español es paradigmático. La primera ley de extranjería se aprobó el mismo año del ingreso a la Comunidad Europea, 1985. A partir de entonces, la política migratoria estaría condicionada por tratarse de la principal frontera al sur de la UE.
2 Especialmente, algunas directivas transversales como la 2000/43, sobre la Implementación de la Igualdad de Trato entre las Personas, con Independencia de su Origen Étnico o Racial, o la 2000/78, sobre el Establecimiento de un Marco General para la Igualdad de Trato en el Empleo o la Educación.
3 Ferrajoli, Luigi, Principia iuris. Teoria del diritto e della democrazia, Bari, Laterza, 2007, t. II, p. 589.