LA GRAN CUESTIÓN. EN TORNO A LA DEMANDADA TEORÍA CONSTITUCIONAL DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS, Y ALGUNOS PROBLEMAS PARA SU FORMULACIÓN

Javier RUIPÉREZ*

SUMARIO: I. En torno a una idea de Konrad Hesse: la teoría constitucional del Estado políticamente descentralizado en general y teoría constitucional del Estado federal concreto y específico. II. La recepción de la idea hesseniana de la teoría constitucional del Estado políticamente descentralizado concreto en la España de 1978. III. Los diferentes sentidos de las propuestas para una teoría constitucional del Estado autonómico. IV. Sobre los motivos que conducen a la demanda de una teoría constitucional del Estado de las autonomías entre el federalismo y el confederantismo. V. La teoría constitucional del Estado de las autonomías como teoría del derecho constitucional de un Estado único. VI. Reflexiones finales: la teoría constitucional del Estado de las autonomías como búsqueda en lo devenido de lo que está por devenir.

I. EN TORNO A UNA IDEA DE KONRAD HESSE: LA TEORÍA CONSTITUCIONAL DEL ESTADO POLÍTICAMENTE DESCENTRALIZADO EN GENERAL Y TEORÍA CONSTITUCIONAL DEL ESTADO FEDERAL CONCRETO Y ESPECÍFICO

En 1962, Konrad Hesse escribió su Der unitarische Bundesstaat.1 Este trabajo, que aunque poco citado, escasamente conocido en su literalidad y verdaderamente no muy difundido —no ha sido sino hasta 2006 cuando el mismo fue vertido al castellano—, ha ejercido una notable influencia en la dinámica político-constitucional española iniciada el 27 de diciembre de 1978. Aunque muchas veces pudiera parecer lo contrario, es lo cierto que esta influencia ha sido grande e innegable. Esto ha sido así, por lo menos, en lo que hace a la idea central del opúsculo hesseniano. A saber: que en el marco de un Estado políticamente descentralizado, y para lograr una ponderada y cabal comprensión del sistema, al constitucionalista no le basta con los conceptos acuñados por la que podemos denominar "teoría general del Estado federal". Ocurre, por el contrario, que no pudiendo efectivamente prescindir de las aportaciones de ésta, el constitucionalista ha menester de una teoría constitucional del Estado federal concreto, teoría constitucional que se deriva, y que sólo puede derivarse, de la regulación concreta, determinada y específica que de aquella forma política, el Estado políticamente descentralizado, lleva a cabo la Constitución que se encuentra vigente en el Estado de que se trate, y en el momento en que el estudioso del Estado, la política y el derecho desarrolla su tarea.

Esta idea se ha erigido, sin duda, en una constante de la obra del maestro alemán. Y va a justificarla no como un mero requerimiento teórico, sino como una exigencia de la propia práctica jurídica y política del Estado constitucional, que, en todo caso, tiene una dimensión práctica innegable. Este es, en efecto, uno de los argumentos básicos y medulares que desarrolla en el escrito que, once años después de su El Estado unitario-federal, publicaría con el título de Bundesstaatsreform un Grezen der Verfassungsänderung.2 En éste, Hesse sostendrá que las cláusulas de intangibilidad del artículo 79.3 de la Ley Fundamental de Bonn garantizan no sólo el Estado federal general y abstracto, sino también, y con una mayor importancia, el Estado federal democrático y social como concepción fundamental concreta del Estado políticamente descentralizado consagrado por la Bonner Grundgesetz.

No es necesario, según nuestro parecer, realizar un gran esfuerzo intelectual para descubrir cuál es el principio metodológico que subyace en esta tesis. El mismo resulta harto evidente y meridiano. En efecto, Hesse, en realidad, no hace más que aplicar al fenómeno del federalismo aquellas fundamentales categorías de "espacio" y "tiempo" que, como recuerda De Vega, fueron felizmente recuperadas para el estudio del derecho constitucional por Heller y Smend.

De cualquier forma, lo que interesa es que, situado en las coordenadas espacio-tiempo, Konrad Hesse formula una grave objeción a la academia constitucionalista alemana. En este sentido, dirá que la dogmática alemana del Estado, que fue capaz de elaborar una teoría constitucional del Estado federal en abstracto —recuérdese, en este punto, que el propio término "Estado federal" fue fruto del ingenio de los tratadistas germanos después de un siglo de existencia práctica de esta forma política—, ha tenido grandes dificultades a la hora de forjar una teoría constitucional del Estado políticamente descentralizado concreto y específico.

Sí la hubo, de una forma u otra, y siempre en opinión de Hesse, en el marco de la Constitución Guillermina de 1871. Lo que puede parecer sorprendente. Tanto más cuanto que, como decimos, la posible formulación de una teoría constitucional del Estado federal concreto tiene como requisito indispensable, y como exigencia ineludible, la utilización de las categorías espacio y tiempo, que, como es sobradamente conocido, no eran muy caras a la Escuela alemana de derecho público, como grupo mayoritario, y, de algún modo, hegemónico, del momento. Ello no obstante, la teoría constitucional del Estado federal imperial existió. Y correspondió, de manera fundamental, a Paul Laband el mérito de haber procedido a su elaboración.

La anterior circunstancia, pese a su aparente y manifiesta contradicción, resulta fácilmente comprensible. Es verdad, nadie puede negarlo, ni tan siquiera discutirlo, al menos actuando de un modo objetivo y cabal, que Laband, en cuanto que "jefe intelectual de esta jurisprudencia política positivista" (H. Heller), partió de la concepción del Estado característica y propia del positivismo jurídico formalista. A saber, que el Estado era una entidad absoluta, abstracta, eterna, invariable e intemporal, cuya esencia, en consecuencia, podía ser comprendida en su totalidad y al margen del tiempo y del espacio. Creencia esta que, con gran sagacidad y total contundencia ha puesto de manifiesto mi maestro Pedro de Vega, condujo al positivismo jurídico formalista a la antidialéctica y acientífica convicción, según la cual:

Este fue el fundamento teórico básico, central y medular para la redacción de aquellas grandes teorías generales de Estado y del derecho constitucional, de las que la obra de Jellinek representa su indiscutida culminación. Y fue, también, y como con acierto denunció Heller, la causa última de la escasa utilidad que tuvieron las mismas para la ponderada y cabal comprensión y, desde la concepción kantiana de la relación entre teoría y práctica, para el adecuado funcionamiento del Estado constitucional. Téngase en cuenta que con aquellos trabajos, lo que el primer positivismo jurídico formalista hizo no fue más que, con la absolutización de los elementos liberales del Estado burgués de derecho y, en todo caso, haciendo suyo el principio del idealismo de que si la realidad no coincide con el tipo ideal, tanto peor para la realidad, proceder a la formulación y construcción de unos modelos constitucionales ideales y míticos a los que, en cualquier momento y en cualquier lugar, debía adecuarse la realidad estatal.

Así las cosas, la conclusión que se alza ante nosotros, y que se presenta como la lógicamente correcta, es meridiana. La aceptación y defensa incondicionada del método positivista puro por parte de Laband, le habilita, de modo incuestionable, para la elaboración de una teoría constitucional del Estado federal general, pero no para la formulación de una teoría constitucional del Estado federal establecido, y regulado, por el texto alemán de 1871. Al fin y al cabo, la idea hesseniana de la teoría constitucional del Estado políticamente descentralizado concreto únicamente adquiere verdadera entidad, y alcanza su sentido pleno en el marco de la comprensión de la teoría del Estado y del derecho constitucional como la que, por ejemplo, mantenía Heller. Para éste, aquélla se definía como la ciencia que, lejos de pretender el conocimiento del fenómeno del Estado en general, o de la totalidad de sus relaciones, o, finalmente, de su esencia toda, trata de investigar, y de explicar en términos jurídicos, "la específica realidad de la vida estatal que nos rodea. Aspira a comprender al Estado en su estructura y función actuales, su devenir histórico y las tendencias de su evolución".

Tal conclusión sería, empero, apresurada e inexacta. Y ello, por la sencillísima razón de que, a pesar de sus solemnes proclamaciones de actuar con la máxima asepsia valorativa, la total objetividad científica y la más absoluta neutralidad ideológica, es lo cierto que el autor de El derecho público del imperio alemán fue incapaz de substraerse por completo a la categoría "tiempo". De ahí, justamente, que Hesse pueda considerar que Laband sí realizó una teoría constitucional del Estado federal guillermino.

Cuestión distinta es la de si ésta resulta de alguna utilidad para la comprensión del Estado federal. Y, en este sentido, debemos a Hesse la observación de que, en realidad, no lo fue. No tuvo, en efecto, ninguna utilidad en el momento en que fue formulada. Ocurre, desde una óptica general, y en primer lugar, que la teoría constitucional del Estado federal imperial de Laband contiene los mismos defectos e inconvenientes que presenta toda su obra. Defectos e inconvenientes que, de acuerdo con el profesor De Vega, podemos concretar en lo siguiente: construidas sus tesis tomando el principio monárquico como único criterio vertebrador, legitimador y fundamentador del Estado, Laband —como, por lo demás, el resto de los autores del que Heller llama el "constitucionalismo monárquico"— procedió a la forja de un derecho constitucional que, falsificado en sus presupuestos centrales y medulares —de manera fundamental, en cuanto a la teoría democrática del Poder Constituyente y sus consecuencias—, acabaría convirtiéndose en un auténtico esperpento teórico, destinado a teorizar y justificar un pseudoconstitucionalismo, "que terminaba no siendo constitutivo de nada, ni siquiera del propio Estado al que se daba por presupuesto", y con el que, realmente, se querían ocultar las verdaderas relaciones de poder en la comunidad política. En segundo término, y ya desde una perspectiva más concreta, porque Laband, al operar con el método jurídico puro, prescinde de todo el contenido material de aquel Estado políticamente descentralizado que quería estudiar, de suerte tal que, como escribe Hesse, Laband:

De cualquier forma, y por todo lo anterior, la teoría constitucional del Estado federal guillermino de Laband no puede tener hoy ninguna validez, y la apelación a la misma, concluirá Hesse, es inadmisible.

En todo caso, si en el imperio pudo entenderse que sí hubo una teoría constitucional del Estado políticamente descentralizado concreto, no sucedió, sin embargo, lo mismo bajo la vigencia de la Constitución alemana de 1919. De ello se lamenta Konrad Hesse, advirtiendo que, en realidad, no es que esta tarea no tratara de llevarse a cabo, sino que lo que sucedió es que los intentos que se realizaron en este sentido se vieron condenados al fracaso como consecuencia de no haber tomado en consideración las coordenadas temporales. Esto fue, en efecto, lo que les sucedió a Schmitt y a Smend.

A Carl Schmitt, nuestro autor le reprochará que procediese a elaborar su "teoría constitucional de la Federación"3 atendiendo no a aquellos principios y valores que, admitidos por el Constituyente en Weimar, definían e individualizaban la Constitución alemana de 1919, sino a los que operaron en la Deutscher Bund de 1815. Circunstancia esta que, en último extremo, incapacitaría el esfuerzo teórico de Schmitt para erigirse en una auténtica teoría constitucional del Estado federal weimariano. Admitir lo acertado de esta crítica no ha de ser muy difícil, ni complicado. Téngase en cuenta, a este respecto, que la Deutscher Bund era, en realidad, una unión estatal premoderna, constituida sobre pactos personales medievales, y que por mucho podría ser reconducida a la figura de la Confederación de Estados, en la que las colectividades particulares conservan el estatus de Estados soberanos e independientes que actuaban unidos en determinadas materias bajo la dirección de un único órgano común: la Bundesversammlung, auténtica Dieta de representantes diplomáticos de los Estados-miembro y de las ciudades libres. Nada de extraño tiene que al enfrentar los esquemas conceptuales de 1815, que toma como modelo ideal a la manifestación estructural concreta del Estado políticamente descentralizado a que daba lugar el texto de 1919, caracterizada, como no podría ser de otra forma, por la afirmación de un único pueblo soberano —lo que conduce a Schmitt a atribuirle la condición de "Estado federal sin fundamento federal"—, y que, a diferencia de lo que sucedía en 1871, se articula sobre la base de una organización política central muy fuerte, a la que, por lo demás, le corresponde la titularidad de la competencia sobre la mayoría de las materias, Schmitt se viera obligado a negar la naturaleza federal a la República de Weimar. Su conclusión, en efecto, no podía ser más clara y contundente. Al mismo tiempo, la misma, alcanzada al margen de las categorías espacio-tiempo, no podría resultar más errónea. Para Schmitt, el Reich alemán de la Constitución de 1919 es, en rigor, un mero Estado unitario escasamente descentralizado, y que si ha de seguir designándose como Estado federal, es, única y exclusivamente, porque así se denomina formalmente en el Código jurídico-político fundamental.

Por lo que se refiere a Smend, Hesse reprochará a su maestro el que habiendo sido él, junto con Heller, quien había llamado la atención sobre la importancia del elemento temporal para la adecuada comprensión del derecho constitucional, no aplicase, sin embargo, su genial intuición al estudio de la forma territorial del Estado alemán de 1919, y tratar de explicarla según los criterios propios de la Constitución de 1871. Lo que se demuestra por el hecho de que el autor de Constitución y derecho constitucional (1928) sigue empeñado en considerar como elementos centrales del sistema los principios de integración y de fidelidad federal, que tan brillantemente había estudiado Smend en el marco de la Constitución guillermina. Ocurre, no obstante, que si estos principios constituían el verdadero e ineludible eje central de una adecuada teoría constitucional del Estado federal imperial, que se encontraba todavía muy próximo a la forma confederal, los mismos habían perdido toda su importancia cuando, por haberse consolidado de manera definitiva el Estado alemán, son elementos inherentes y presupuestos del sistema. En este sentido, Hesse escribirá que:

No mejor suerte ha tenido, siempre según la opinión de Hesse en 1962, la posibilidad de la teoría constitucional del Estado políticamente descentralizado concreto bajo la vigencia de la Ley Fundamental de Bonn. Hesse es especialmente tajante a este respecto:

Tratando, precisamente, de colmar este vacío, redactó Hesse su Der unitarische Bundsstaat. Con él, trata de elaborar una teoría constitucional del Estado federal concreto, con la que, en última instancia, se haga posible obtener una comprensión del conjunto del sistema del federalismo de ejecución creado por la Ley Fundamental de Bonn. Intento éste que ha tenido continuidad en los trabajos de Hans-Peter Schneider sobre el Estado federal social y el Estado federal cooperativo. Ensayos todos éstos en cuya exposición, como es lógico, no podemos detenernos aquí.

II. LA RECEPCIÓN DE LA IDEA HESSENIANA DE LA TEORÍA CONSTITUCIONAL DEL ESTADO POLÍTICAMENTE DESCENTRALIZADO CONCRETO EN LA ESPAÑA DE 1978

Lo que ahora nos interesa es poner de manifiesto el grado de influencia que ha tenido en la actual etapa constitucional española la afirmación de Konrad Hesse sobre la necesidad de contar con una teoría constitucional del Estado políticamente descentralizado concreto. Y, en este sentido, hemos de comenzar por constatar que el estado actual de la academia española, y el de nuestra clase política —que, como singularidad característica, se ha mostrado especial y particularmente proclive a la formulación de modelos teóricos sobre el sistema inaugurado en 1978—, no es muy distinto al que, en 1962, describía Hesse respecto de los constitucionalistas alemanes.

En efecto, nadie puede negar el gran esfuerzo que administrativistas, constitucionalistas, filósofos, historiadores y politólogos han realizado en orden a lograr un positivo desarrollo del proceso de institucionalización de la descentralización política entre nosotros. De esta suerte, nos encontramos ante el deber de reconocer que todos los problemas prácticos, grandes y pequeños que presentaba la transformación de la otrora unitaria, centralizada y centralista España, como lo era la de las Leyes Fundamentales del Reino franquistas, en el actual Estado autonómico han sido abundante y prolijamente estudiados. No ha existido, ni existe un solo tema que no haya sido objeto de atención y que no haya sido desarrollado por administrativistas, constitucionalistas, filósofos, historiadores y politólogos, tratando de dar soluciones concretas a los problemas reales, específicos y coyunturales que la propia dinámica del proceso de descentralización imponía.

Bien podemos afirmar, en tales circunstancias, que el desarrollo científico del derecho autonómico, o si se prefiere, y aplicando ya conceptos de la realidad alemana (K. Stern), el derecho del Estado español, integrado por el derecho del Estado del propio Estado español y por el derecho público de las comunidades autónomas, ha corrido en paralelo con el resto del derecho constitucional. Siendo, en consecuencia, de aplicación al primero aquellas reflexiones que, en 1996, hacía Pedro de Vega respecto del segundo. Decía entonces el maestro:

En esta coincidencia reside, justamente, el gran inconveniente de ese hercúleo esfuerzo realizado por administrativistas, constitucionalistas, filósofos, historiadores y politólogos españoles. La razón es fácilmente comprensible.

Al tratarse de trabajos elaborados al margen de los criterios legitimadores, fundamentadores y vertebradores de toda estructura constitucional —singularmente, de las nociones de soberanía y de Poder Constituyente del pueblo que se entienden superadas de manera clara y definitiva por las actuales circunstancias (el proceso de mundialización), y que, en todo caso, y siguiendo la opinión del más radical de los positivismos jurídicos formalistas, deben, en cuanto que relativos a la política, ser eliminados y expulsados del mundo del derecho—, y en la mayoría de los supuestos, sin tomar en consideración esa actitud crítica que, como sentó ya Fichte, ha de corresponder siempre al estudioso del derecho, la política y el Estado, surge sobre ellos, de modo inevitable y fatal, la sospecha y la duda. Y es que, en realidad, no resulta fácil determinar si estamos ante unas construcciones científicas con las que, de acuerdo con las enseñanzas de Heller, los académicos tratan de influir en el desenvolvimiento de la vida política del Estado, o si, por el contrario, nos hallamos ante la actuación de quienes aspiran, como ya habían hecho nuestros clásicos del Barroco, a ser "consejeros de príncipes" y que, en consecuencia, han convertido su "oficio en ese menesteroso quehacer que ya describió Federico de Prusia cuando, dirigiéndose a sus generales, les dijo aquello de: `vosotros conquistad sin recato, que ya vendrán los juristas con argumentos para justificaros´" (Pedro de Vega). Tanto es así, que no cabe sino dar la razón a De Vega cuando, en relación con lo hecho hasta 1994 por administrativistas, constitucionalistas y politólogos, etcétera, en cuanto a la forja dogmática del Estado autonómico, se mostraba escéptico ante el proceso descentralizador y escasamente entusiasta ante la mayoría de las explicaciones teóricas y las construcciones doctrinales del mismo. Y ello, por la sencillísima razón de que, escribía críticamente el maestro, "sinceramente, no sabría pronunciarme sobre si la conversión del momento estatuyente en momento constituyente, o la utilización de categorías como el `bloque de constitucionalidad´, son geniales construcciones de la ingeniería jurídica constitucional, o simples adefesios de juristas al servicio del pragmatismo más grosero y vulgar".5

No podemos, lógicamente, detenernos aquí a profundizar sobre la anterior cuestión. Tratar siquiera de determinar cuáles de nuestros escritos sobre aspectos concretos del proceso de institucionalización de la descentralización política, responden inequívocamente al quehacer científico y, en consecuencia, permanecerán en el tiempo, y cuáles otros, como estudios coyunturales de los nuevos consejeros de príncipes, correrán la misma suerte que la mayoría de las obras de la literatura política de nuestro siglo de oro, excedería, como a nadie puede ocultársele, los estrechos límites objetivos de este escrito.

Lo que realmente nos interesa es dejar constancia de que si, en efecto, todos los grandes y pequeños temas del proceso descentralizador han sido objeto de atención para los académicos españoles, no ha sucedido lo mismo respecto de un tratamiento conjunto y general de sistema. Gumersindo Trujillo se encargó de llamar la atención sobre este particular. Señalaba, a este respecto, el profesor canario6 que la naturaleza de la manifestación estructural concreta del Estado políticamente descentralizado a que ha dado lugar el texto de 1978, se presenta como un problema que, con algunas pocas, aunque ciertamente honrosas, excepciones, concitó un muy escaso interés en los primeros años de nuestra última andadura constitucional. Escaso interés que, en todo caso, se disiparía rápidamente, de suerte tal que en modo alguno resultaría exagerado afirmar que, en la España actual, la problemática de la forma territorial del Estado, que es, como advierte Smend, "la cuestión más ardua y a su vez definitiva y concluyente que se le plantea a toda teoría del Estado y, en especial, a toda teoría constitucional",7 ha dejado de constituir un objeto de atención, preferente o subsidiario, para los estudiosos españoles de la política, del Estado y del derecho.

No está en mi ánimo el iniciar aquí ningún tipo de polémica sobre lo que, por lo demás, no es más que la realidad objetiva. Lo que sí me interesa señalar es que, en mi opinión, siempre humilde y siempre sometida a mejor juicio, este abandono académico del problema de la forma territorial del Estado tiene, si no una justificación, que resulta imposible, sí una explicación. Dicho sea con el mayor de los respetos y reconocimientos posibles, pero, al mismo tiempo, con la mayor contundencia, a esta situación se ha llegado, y se mantiene, como respuesta a las exigencias de unos gobernantes que se veían requeridos a poner en marcha soluciones prácticas a cuantos problemas, coyunturales y puntuales, iban apareciendo en el proceso descentralizador.

En este contexto ha tenido una singular importancia la dinámica generada por ese Tribunal Constitucional que —convirtiéndole, de uno u otro modo, en aquel sujeto político-existencial en quien, en cuanto que decide en última instancia, reside la soberanía tan temida por Carl Schmitt— unánimemente se ha reconocido por políticos prácticos y teóricos de la política y el derecho como el auténtico creador del Estado autonómico. Cabría, en este sentido, recordar —e insisto en mi intención de no polemizar, ni ofender a nadie— la afirmación que, en su día, y desde la más plena coherencia con el estatus de magistrado del Tribunal Constitucional que entonces ostentaba, realizó el profesor Rubio Llorente,8 conforme a la cual interrogarse por modelo territorial del Estado no deja de ser una labor ociosa e, incluso, un esfuerzo vano y superfluo. Y ello, por cuanto que cualquiera que sea la naturaleza del Estado de las autonomías, en él surgirá una serie de problemas operativos a los que el jurista, como primer servidor de la Constitución y cultivador de una técnica avalorativa, ha de encontrar respuesta adecuada.

Sea de ello lo que sea, y fuese cual fuese el motivo de este abandono académico del tratamiento general del sistema, lo que nos interesa es que, aunque pudiera parecer lo contrario, la idea de Hesse se ha encontrado muy presente en la vida constitucional española. Nadie podría negarlo.

En efecto, lo que sucede es que si bien nadie se ha decido ha abordar esta tarea, desde el mismo 27 de diciembre de 1978 la clase política y la clase académica se han mostrado de acuerdo en la conveniencia de la formulación de una teoría constitucional del Estado de las autonomías. Su necesidad, se afirmará, resulta mucho más evidente que en el resto de los Estados políticamente descentralizados. Lo que se explica por las especiales singularidades que ha revestido el proceso de transformación de la España unitaria, centralizada y centralista en una nueva manifestación estructural concreta del Estado políticamente descentralizado.

Importa señalar, en este sentido, que estas singularidades del actual sistema autonómico español se derivan de la imposibilidad que tuvieron los miembros del Constituyente de 1977-1978 para alcanzar un verdadero consenso en cuanto a la forma territorial del Estado. Circunstancia esta que, en último extremo, sólo puede explicarse tomando en consideración la composición de aquellas Cortes. Como ha hecho notar Pedro de Vega, en éstas existían, al margen de la adscripción partidista concreta de los distintos parlamentarios individuales, tres grandes grupos, cuyas propuestas sobre esta problemática se encontraban claramente enfrentadas, y resultaban de muy difícil, si no imposible, conciliación. A saber:

1) Nos encontramos con los que podemos llamar "federalistas". Con este término hacemos referencia a aquel grupo de diputados y senadores, que no era el mayoritario en las cámaras, que defendía la articulación de la nueva España según la técnica del federalismo. No todos estos parlamentarios eran, en rigor y en principio, partidarios de la forma política "Estado federal". De hecho, había muchos de entre ellos que, de haber sido otras las circunstancias en que se desarrollaba el proceso constituyente, hubieran optado por el modelo jacobino del Estado democrático centralizado. Sin embargo, todos ellos, y como consecuencia del juego de las coordenadas espacio-tiempo, aceptaron la conveniencia de la transformación de España en un Estado políticamente descentralizado. Dos fueron, de manera básica, las razones que les condujeron a una tal opción. La primera de ellas, que tiene un carácter general y abstracto, era la de que estos parlamentarios entendían que, como con todo acierto había observado Carl Friedrich, el federalismo es, en esencia, una técnica de libertad, en la que, como, entre otros, han indicado La Pergola y De Vega, la distribución de competencias cumple, en aras a lograr que el ciudadano goce del mayor grado de libertad posible, el mismo papel que Montesquieu había atribuido al principio de la división de poderes en el marco del Estado en general. La segunda, ya mucho más concreta y particular, la creencia, que ya había sido mantenida en 1931, principalmente por el republicanismo de izquierdas, de que la técnica de federalismo permitiría solucionar el que antaño se denominaba "problema catalán", que, generalizado ahora, se había radicalizado por la actuación del nacionalismo españolista por el franquismo, que, como ideología de la ocultación que era (Pedro de Vega), no admitía la existencia del conflicto y, en consecuencia, reprimía sin piedad la discrepancia política o de cualquier otro tipo, incluida la diferencia cultural y lingüística. De lo que se trataba, en 1931 y en la intención de estos diputados y senadores de 1977-1978, era de hallar una respuesta adecuada y cabal a uno de los más graves problemas, y uno de los más importantes y urgentes retos, que se plantean en la sociedad española, y que, de modo tan brillante como acertado, Manuel Azaña, en septiembre de 1931, sintetizaba en los siguientes términos: "España ha sido siempre diversa, pero siempre ha sido una… Hay, pues una unidad interior y hay una diversidad histórica española. El deber de la República en su obra constituyente es armonizar las dos cosas". Meta esta que tan sólo sería factible mediante la adopción del federalismo, en tanto en cuanto éste se configura como un sistema con el que, al reconocer la diversidad de los distintos pueblos, asegura y garantiza la real y efectiva unidad del Estado español.

2) Nos encontramos, en segundo lugar, con el grupo del "centralismo tradicional". No estamos aquí, y como de una u otra suerte ha sido ya advertido, ante parlamentarios partidarios del jacobinismo democrático. En este bloque, por el contrario, aparecerían integrados aquellos diputados y senadores que provenían del stablishment franquista, y que habían sido elegidos en las listas de la UCD y AP. Muchos de ellos participaban, de modo inconcuso, de aquella tradición nacional mágico-mítica del españolismo que, puesta en marcha por las doctrinas prefascistas de los hombres de la Generación del 98, había constituido uno de los elementos principales para la justificación de las dictaduras de Primo de Rivera y Franco (E. Tierno Galván). Todos ellos, de cualquier forma, y como ha observado el profesor Alzaga, se mostrarían especialmente contrarios no ya a la adopción de la forma política "Estado federal", sino también a la apertura de un proceso de descentralización cualquiera que fuese su resultado final: Estado políticamente descentralizado o Estado unitario descentralizado. Los motivos de su oposición no eran uniformes. Para alguno de ellos —los que finalmente acabaron votando "no" a la Constitución, desde luego—, ésta se debía a su anterior adhesión a un régimen que había nacido de una guerra civil en la que, cuando menos formalmente, la puesta en marcha del Estado integral había tenido un lugar preferente, y que, aunque en realidad el peligro secesionista sólo se había materializado cuando monárquicos y fascistas habían iniciado su sublevación, había condenado la regionalización democrática operada por la República en cuanto que era contraria al mito de la España imperial. En otros casos, de lo que se trataba era de un temor irracional hacia la técnica federal, que, incomprendida en sus fundamentos, se interpretaba como el primer paso para la desintegración del Estado español. Ocurre, sin embargo, que como unas y otras razones eran difícilmente justificables —tanto más cuanto que unos y otros querían presentarse, ante la opinión pública y ante la historia, como aquéllos que habían puesto en marcha la nueva etapa democrática—, los diputados y senadores de este grupo, de manera mayoritaria, acabarían por aceptar formalmente la constitucionalización de la posible transformación de la estructura territorial del Estado. Su postura real ante el proceso de descentralización política, y muchas veces respecto del proceso de democratización globalmente considerado, podría ser descrito, como hace el profesor De Vega, como un auténtico ejercicio de simulación con el que "el centralismo tradicional ha querido disimular un cambio lampedusiano para que todo siguiera igual".

3) Estaría, por último, el grupo que, con el maestro De Vega, podemos identificar con el rótulo de "nacionalismo a ultranza". Es menester advertir, de modo inmediato, que con esta expresión no hacemos referencia a aquellos partidos herederos de una u otra suerte de aquel primer nacionalismo, y que como los jacobinos utilizan la ideología nacionalista con la finalidad de crear un Estado nuevo sobre unas bases democrático-liberales y racionales. Su actitud separatista, fundamentada sobre estos cimientos, se debe a la discrepancia sobre cuál ha de ser la base geográfica del Estado nacional. Azaña, en 1935, y tratando de explicar la no necesaria identidad entre catalanismo y republicanismo, se refería a este nacionalismo jacobino de ámbito regional señalando que:

No es éste el que nos interesa. Por el contrario, con el término "nacionalismo a ultranza" nos referimos, aquí y ahora, a aquellas fuerzas políticas de ámbito regional que encuentran el fundamento último de su actuación en aquella tradición nacional mágico-mítica que, como respuesta y/o reacción a la españolista —construida, como advierte Tierno, sobre la irreal y errónea visión, castellana y castellanizante, de la historia de España de los hombres del 98—, habían formulado Valentí Almirall, en Cataluña, y el entorno de los jesuitas, en el País Vasco, a finales del siglo XIX.

Su postura en la Constituyente de 1977-1978 no podía resultar más clara y evidente. Pedro de Vega, con la brillantez que le caracteriza, la ha resumido en los siguientes términos: para este grupo de parlamentarios, la descentralización política no era más que "un proceso montado desde un doble lenguaje… con el que… el nacionalismo a ultranza ha pretendido ocultar una realidad política diferente, que es la que figura en su horizonte utópico, y nada tiene que ver con el Estado de las autonomías". Es más, ocurre que este último está, en realidad, en franca y radical oposición con aquel horizonte utópico, que, se diga lo que se diga, no es otro que el de lograr que los territorios donde actúan, a los que consideran auténticas naciones, alcancen el estatus de Estados soberanos e independientes, miembros de la sociedad internacional. Pretensión esta que, además de plenamente legítima en el plano ideológico, resulta lógica y plenamente consecuente con su propia esencia. Es menester tomar en consideración, a este respecto, que nos hallamos ante unos partidos políticos que han elevado a la condición de núcleo central de su proyecto al "principio de las nacionalidades", entendido no al modo y manera en que éste había sido concebido por Pasquale Stanislao Mancini —para quien la nación, como grupo humano natural, debía ser el único sujeto del derecho internacional, y el único protagonista de las relaciones internacionales, pero que, sin embargo, no tenía que convertirse necesariamente en un Estado—, sino tal y como fue formulado por Bluntschli: "Toda nación está llamada a ser un Estado y autorizada para constituirlo. Lo mismo que la humanidad está repartida en una serie de naciones, así debe el mundo estar formado por otros tantos Estados. Cada nación es un Estado y cada Estado un ser nacional".

Interesa advertir, a este respecto, y, en todo caso, adelantándonos a las posibles críticas y objeciones que pudieran hacérsenos, que cuando los llamados partidos nacionalistas plantean la posibilidad de su independencia, no lo hacen, o al menos no siempre, en términos de una total, absoluta, radical y definitiva separación y ruptura con el resto de España. Antes al contrario, nos encontramos con que en el horizonte utópico de estas fuerzas políticas, que, en rigor, no ha variado mucho desde su primigenia manifestación a nuestros días, se encuentra el proyecto de establecer una cierta unión entre los nuevos Estados y la vieja España. A ello responden, como a nadie puede, ni debe, ocultársele la propuesta de Ibarretxe sobre la comunidad vasca libremente asociada con el reino español, o la idea, más general, de la "España grande" y las "Españas pequeñas" que, con gran empeño y, sin duda, con el mismo orgullo que sentía sirviendo como funcionario a la dictadura franquista,10 se ha encargado de formular para el nacionalismo conservador vasco y catalán el incombustible Miguel Herrero de Miñón. El nacionalismo a ultranza consigue, de esta suerte, mantener ese doble lenguaje al que antes aludíamos, en el sentido de que, aspirando como aspiran, y como se deriva de su condición de fuerzas nacionalistas, a la independencia, los actuales partidos nacionalistas de ámbito regional pueden repetir la afirmación de Prat de la Riba —el primero que llevó al marco de la confrontación política lo que con Almirall no era más que una reivindicación de carácter meramente cultural— de que "El nacionalismo catalán nunca ha sido separatista, siempre ha sentido una unión fraternal de las nacionalidades ibéricas dentro de una organización federativa".

Lo de menos es indicar que cuando Prat de la Riba habla de "organización federativa", no lo hace como sinónimo de "Estado federal" o, si se prefiere, "Estado políticamente descentralizado". Muy al contrario, ocurre que aquella expresión adquiere, en Prat, el mismo o similar sentido al que, por ejemplo, un Borel, un Zorn o un Le Fur otorgan al término "Estado federativo", comprendido como un concepto general en el que estarían incluidas las dos formas históricas del federalismo: el Estado federal y la Confederación de Estados. No está de más, sin embargo, recordar que este juego terminológico es el que, en último extremo, ha permitido históricamente al nacionalismo a ultranza —recuérdese, a este respecto, las actuaciones de Maciá, en 1931, y de Companys, en 1934—, y sigue permitiendo a los actuales partidos nacionalistas (entre los que hoy resulta obligado incluir, como mínimo, al PSC), el plantear esa "fraternal unión" no desde los parámetros propios del federalismo en sentido estricto, sino desde los del confederantismo.

Lo que de verdad nos interesa es señalar que, como muy bien comprendió Manuel Azaña,11 cuando se pone sobre la mesa el proyecto de una posible unión entre los nuevos Estados y España, el nacionalismo regionalista gira sobre sí mismo, y se convierte, y alcanza su máximo triunfo y esplendor, en el más absoluto de los imperialismos. El discurso de Enric Prat de la Riba —que, como ha denunciado Sosa Wagner, goza hoy de una singular vigencia en el debate político— no deja el más mínimo resquicio a la duda. Conseguida la independencia por parte de Cataluña, su ejemplo —apoyado por la expansión imperialista de su cultura— espolearía al resto de las colectividades particulares españolas para lograr otro tanto. Hecho esto, Prat, enlazando, de uno u otro modo, con la idea mítica de aquel imperio español al que, en principio, decía combatir, entiende que, bajo la sabia dirección de Cataluña:

Se cumplía, de esta suerte, una de las que parecen ser reglas inexorables de la historia de las ideas nacionalistas, conforme a la cual:

Nada de extraño tiene, en el marco de este contexto ideológico, que cuando se abordó la problemática de la organización territorial del Estado, y muy al contrario de lo que había sucedido en el resto de las materias, donde el consenso sí fue posible, el Constituyente español de 1977-1978 no fuera capaz más que de llegar a un "compromiso apócrifo". El resultado de todo ello no puede ser, según nuestro modesto entender, más evidente. Bajo la vigencia de la Constitución del 27 de diciembre de 1978, el proceso de descentralización se ha articulado tratando de conciliar dos realidades que, en verdad, y en contra de lo que vulgar y usualmente se cree, son radical y definitivamente contradictorias e irreconciliables, como son el federalismo y el nacionalismo.

El federalismo, conveniente es recordarlo, es una mera técnica jurídico-política de distribución, territorial y funcional, del poder político. En principio, cabría decir que, como tal técnica, la opción federalista es ideológicamente neutra y, en consecuencia, susceptible de ser utilizada tanto por los regímenes democráticos, como por los totalitarios. Ello no obstante, ocurre que, como de manera unánime advierte la doctrina, tan sólo el sistema democrático es capaz de soportar la organización federal. De cualquier forma, lo que interesa es destacar que el federalismo, sobre todo en su manifestación de Estado políticamente descentralizado, se presenta como un modo de organización política que parte del reconocimiento de la diversidad entre sus distintos entes integrantes, pero que, y esto es lo realmente importante, tiende a la unidad estatal, y establece mecanismos jurídicos adecuados para su mantenimiento. Circunstancia esta última que, innecesario debiera ser indicarlo, le ha valido la enemiga de todo tipo de nacionalismo, que, en cualquiera de sus variantes —y como, con meridiana claridad, puso de relieve el profesor Tierno Galván—,12 es siempre excluyente e incapaz de admitir la coexistencia y concurrencia de diversas totalidades dentro de una misma, y única, totalidad. En efecto, el nacionalismo estatalista, como veremos posteriormente con más detalle, se opondrá a la creación del Estado federal en tanto en cuanto que, si bien es cierto que tiende y garantiza la unidad estatal, al reconocer las diferencias regionales dificulta, si no impide de modo absoluto, la consolidación de esa nación única que se constituye en Estado. El nacionalismo regionalista, por su parte, recelará de la fórmula "Estado políticamente descentralizado" justamente por lo contrario. Esto es, porque la técnica federal, aunque reconoce la diversidad y garantiza la existencia y subsistencia política de las colectividades particulares, tiende la unidad y, en definitiva, sirve a la consolidación de un Estado edificado sobre, y, según ellos, en contra, de varias naciones.

De un modo muy distinto a la técnica federal, el nacionalismo es una ideología, la ideología de la nación, cuyo contenido ha ido variando a lo largo de la historia, y que, como tal ideología, se encuentra siempre sujeta a posible contradicción. No podemos, como es ló gico, detenernos a realizar una exposición exhaustiva y pormenorizada de la evolución que ha conocido la ideología nacionalista desde su primera formulación, puramente racional, que fue la del jacobinismo revolucionario, hasta su última versión, absolutamente irracionalista, mística y sentimental, que es la que surgió ya en el siglo XX. Nos remitimos, sobre este particular, a la exposición, ya clásica, realizada por el maestro De Vega en su estudio "El carácter burgués de la ideología nacionalista".13

Lo que nos interesa es tan sólo aquel nacionalismo al que, de manera consciente o inconsciente, abrió la puerta el último Constituyente español. Y éste es el que se corresponde con la ideología de la nación en la que, de acuerdo con el doctor De Vega, es su última etapa evolutiva. Esto es, se trata de un movimiento que, alejado ya totalmente de las ideas racionalistas liberal-democráticas que inspiraron el nacionalismo jacobino e, incluso, aquel nacionalismo romántico que, por ejemplo, defendía Fichte en el siglo XIX (H. Heller), actúa con la idea más romántica e irracionalista de la nación y, en consecuencia, se presenta, ante todo y sobre todo, como una construcción mística.

Ni qué decir tiene, porque la apertura a esta ideología se debió al esfuerzo para lograr el consenso —o, como hoy gusta decir alguno de nuestros más célebres colegas, a la necesidad de incorporar a estos partidos en la Constitución material del Estado— con las fuerzas del "nacionalismo a ultranza", el nacionalismo que ha influido en el desarrollo del proceso autonómico identificará la nación con unas entidades territoriales distintas a las de aquel Estado español que, bajo la forma de "monarquía católica", nació en 1516, con la llegada al trono de Carlos I. Fácilmente se explica, de esta suerte, el empeño que, desde 1993, y separándose ya de modo definitivo de lo hecho o al menos deseado por los republicanos de izquierda en 1931 —aunque resulta harto evidente cuando se lee atentamente cualquiera de las intervenciones del presidente Azaña, nos remitimos, de modo concreto, a su "Discurso del 17 de julio de 1931 pronunciado con motivo del homenaje que Acción Republicana dedicó a los candidatos a diputados en las elecciones a Cortes Constituyentes"—,14 viene realizando una amplia parte de nuestra clase política, y que algunos de nuestros académicos, al modo de los juristas de Federico de Prusia, se han apresurado en justificar, por convertir en un elemento estructural del sistema aquella distinción, que nuestro Constituyente de 1977-1978 había establecido con carácter temporal entre las comunidades de autonomía plena ab initio (las que redactaron su Estatuto de autonomía según lo previsto en el artículo 151.2, y Navarra) y las comunidades de autonomía gradual (las que aprobaron su norma institucional básica de acuerdo con los trámites del artículo 146 y que, ex artículo 148.2, pueden equipararse a las primeras mediante la reforma de su Estatuto).

De cualquier forma, una conclusión se alza ante nosotros de modo indiscutible. A saber, que la finalidad última de este nacionalismo ha de ser, de manera inevitable y fatal, radicalmente distinta a la del federalismo. Al identificar la nación con las regiones históricas, o, más bien —y en la medida en que la tradición nacional mágico-mítica de la que parten les impide considerar como tal a Castilla, ni siquiera a la Castilla comunera—, con las que cuentan con una lengua propia, y, además, aspirar, de acuerdo con el principio de las nacionalidades, a que éstas se conviertan en Estados soberanos e independientes, el nacionalismo de ámbito regional se presentará como una solución ideológica a la problemática de la organización territorial, la cual, de manera básica y esencial, se caracterizará porque partiendo del reconocimiento de la diversidad, tiende a la dispersión absoluta.

No se requiere realizar un gran esfuerzo intelectual para comprender que tal opción se encuentra en franca contradicción con el federalismo, como el otro ingrediente fundamental de nuestro singular proceso autonómico. Pero, y esto es lo importante y ha de ser destacado, no sólo con él. En efecto, las pretensiones —ideológicamente legítimas, sobre todo cuando las mismas se plantean en el momento constituyente como proceso revolucionario— del nacionalismo regionalista, al que nuestro último Constituyente abrió la puerta y que se ha hecho especialmente fuerte desde 1993, han de chocar, de manera tan absolutamente radical como inevitable, con las de aquel otro nacionalismo estatalista al que, como sabemos, tampoco renunciaba una parte, considerable por lo demás, de aquellas Cortes que elaboraron, discutieron y aprobaron el Proyecto de Constitución, finalmente aprobado por el pueblo español el 6 de diciembre de 1978. Con ello, hemos tenido ocasión de vivir en primera persona una manifestación práctica de ese carácter plural, contradictorio y problemático de la ideología de la nación y que, como ha escrito el profesor De Vega, se concreta en que:

Todo lo anterior nos conduce a otra conclusión en la que, estimo, resulta oportuno detenerse. Y ésta es la de que es, justamente, en este contexto donde cobran auténtica entidad aquellas reflexiones que, iniciada ya la transición política en sentido estricto, realizó Pedro de Vega sobre el nacionalismo y los inconvenientes que podía tener la elevación de esta ideología a la condición de valor supremo del cambio político, tanto en lo que hace al proceso general de democratización, como en lo referente a la institucionalización de la descentralización política. De un modo muy concreto, nos referimos a la afirmación que entonces hacía el maestro de que "Como ha escrito… Costa Pinto, el nacionalismo, que fue capaz de crear naciones, de lo que fue incapaz siempre fue, sin embargo, de transformarlas". Aserto éste que compartimos plenamente, y que acaso convenga aclarar.

De una manera no muy distinta a la de aquel Azaña que en su, tantas veces citada, poco leída, muchas veces incomprendida, y casi siempre distorsionada, intervención de Barcelona en 193015 indicaba que la dictadura de Alfonso XIII y Primo de Rivera, y lo mismo cabría decir de la franquista, había sido especialmente cruel en Cataluña, ya que a la pérdida general de libertad que sufrían todos los españoles, se unía en el caso de catalanes, gallegos y vascos, y como consecuencia de la actuación por parte de los dictadores del nacionalismo españolista, que no castellano, la implacable persecución del uso de la lengua propia y, creyendo así superar el problema nacionalista regional,16 el más burdo intento de eliminación de su cultura, el profesor De Vega reconocerá que:

Ningún demócrata español, o, todavía más, ningún hombre de bien, podrá disentir de estas consideraciones realizadas por el estadista —sin disputa, el más brillante e ilustrado y, a la vez, el más rousseauniano y robespierriano de todos nuestros políticos— y por el académico —el, por lo menos para quien esto escribe, más lúcido, penetrante y válido de todos los estudiosos hispanos del derecho, la política y el Estado— sobre la cuestión regional.

Ahora bien, una cosa es admitir la conveniencia de reparar las injusticias cometidas por el nacionalismo españolista y, en el mismo orden de ideas, la necesidad de articular la organización del Estado desde el reconocimiento de la diversidad, lo que, por lo demás, quedaría plenamente satisfecho con la técnica federal, y otra muy distinta, y como escribe el propio Pedro de Vega, "la conversión de esa reivindicación en ideología política",17 y su elevación a la condición de valor basilar del sistema. Lo que, como a nadie debería ocultársele, resulta enormemente distorsionante para la existencia, y subsistencia, misma del Estado. Tanto más cuanto que esta decisión se adopta en el momento constituyente, en el que, de acuerdo con el principio de la mayoría —que es, como nos enseña Heller, el modo en que el "pueblo como unidad" decide—, se optó por mantener al Estado español aunque, eso sí, organizado según unos principios y valores distintos a los que operaban bajo las Leyes Fundamentales del Reino.

Entender esto no ha de ser muy difícil. Basta con advertir que la anterior circunstancia condena a los españoles de hoy a vivir en una situación claramente contradictoria, y que yo me atrevería a calificar de definitivamente esquizofrénica. Téngase en cuenta, a este respecto, que al haber convertido los contenidos del nacionalismo regionalista, como ideología, en uno de los fundamentos centrales del sistema, el Constituyente español de 1977-1978, que, no obstante, había rechazado de modo definitivo y palmario el reconocimiento constitucional del derecho de secesión, lo que hizo fue, de una u otra suerte, dar carta de naturaleza a todas estas demandas soberanistas que realizan hoy los partidos nacionalistas de ámbito regional. Demandas estas que, sin embargo, y como consecuencia de la propia voluntad del Constituyente originario, se presentan, en cuanto que meras reivindicaciones que, a nivel fáctico, expresan deseos, como propuestas claramente anticonstitucionales, y que, una vez que se materializan en el orden legal como reformas estatutarias, constituyen los más manifiestos e innegables supuestos de normas inconstitucionales.

III. LOS DIFERENTES SENTIDOS DE LAS PROPUESTAS PARA UNA TEORÍA CONSTITUCIONAL DEL ESTADO AUTONÓMICO

Ha sido la necesidad de integrar en un todo armónico las irreconciliables e irreductibles lógicas que se derivan del federalismo y del nacionalismo, tanto del españolista como, sobre todo y ante todo, del regionalista, la que como decimos, ha hecho que desde el primer día y de forma prácticamente unánime, los prácticos de la política y los estudiosos de la misma hayan afirmado la conveniencia de elaborar una teoría constitucional del Estado de las autonomías. Aunque seguramente de manera inconsciente, unos y otros no hacían más que aceptar, de modo pleno y total, la idea defendida por Hesse en 1962. En efecto, de lo que se trataba, en definitiva, era de contar con un instrumento teórico adecuado para, junto con las aportaciones de la teoría constitucional del Estado políticamente descentralizado general, explicar, y hacer comprender en una visión de conjunto, el singular, específico y concreto modelo territorial del Estado a que han dado lugar tanto las prescripciones contenidas en la Constitución del 27 de diciembre de 1978, como el desarrollo que de las mismas han hecho las distintas fuerzas políticas.

Ahora bien, si existió, y existe, un acuerdo casi unánime en la necesidad de poner en marcha una teoría constitucional del Estado autonómico, no sucede, sin embargo, lo mismo en cuanto a la determinación del sentido que ha de tener esa teoría constitucional del Estado políticamente descentralizado concreto. En este sentido, nos encontramos con una situación curiosa y de paradójicos contrastes. Y es que, como ha podido observar cualquiera que se haya preocupado por esta problemática, ocurre que con la misma, o similar, terminología, y atribuyéndole los mismos, o similares, contenidos —piénsese, a este respecto, en el supuesto de la reforma del Senado para, corrigiendo esa inadecuación, denunciada ya en el momento constituyente por Tierno Galván, entre su regulación efectiva y su definición constitucional como "Cámara de representación territorial", reconducirlo al concepto de "Cámara de los Estados", como manifestación suprema de los que Carré de Malberg18 define como órganos federales con lazos particulares con las colectividades federadas—, se ha apelado a la teoría constitucional del Estado de las autonomías para, con ella, dar cumplida satisfacción a los más diversos fines. Cabe, de esta suerte, distinguir tantas propuestas de una teoría constitucional del Estado políticamente descentralizado concreto como etapas ha conocido del propio Estado autonómico. Diferentes propuestas que, de cualquier modo, no nos resistimos a consignar.

1) Podemos, en primer lugar, referirnos a la etapa de puesta en marcha del sistema, que se extendería desde el 29 de diciembre de 1978, cuando el texto entra en vigor, hasta 1986, cuando, con las sentencias del Tribunal Constitucional 89/1984 (relativa a León), 100/1984 (referente a la integración de Segovia en Castilla y León por la LO 5/1983, del 1o. de marzo) y 99/1986 (que soluciona el contencioso vasco-castellano-leonés sobre Treviño), se cierra, a falta únicamente de la aprobación ex artículo 144.b), de los Estatutos de Ceuta y Melilla, el mapa autonómico español. Si prescindimos de los intentos, felizmente abandonados con la, no por ello menos inconstitucional, reforma de la Ley Orgánica sobre las Distintas Modalidades del Referéndum (LO 12/1980), del 16 de diciembre de 1980), de la UCD, con el beneplácito de AP y CD, de convertir el modelo español en un Estado en el que los territorios que durante la II República habían plebiscitado afirmativamente sus Estatutos (Cataluña, País Vasco y Galicia), serían las únicas comunidades autónomas que gozarían de un auténtico poder de autogobierno, siendo el resto de las comunidades autónomas que pudieran constituirse meros entes públicos territoriales de carácter administrativo, el sentido que, en esta etapa, se confería a la teoría constitucional del Estado de las autonomías era muy claro. De lo que, en definitiva, se trataba era de establecer una nítida, clara y concluyente distinción entre el modelo territorial español y la forma política "Estado federal", entendido éste no tanto como una simple técnica jurídico-política de distribución, territorial y funcional, del poder político, sino como una opción ideológica concreta. Para dar cumplida respuesta a aquel deseo, lo que tanto los prácticos de la política, como los administrativistas, constitucionalistas, filósofos, historiadores y politólogos hacían era esforzarse por presentar al Estado autonómico como una manifestación estructural concreta de ese pretendido tertium genus de la tipología de las formas de Estado. Es más, no faltó incluso quien, atribuyendo, como por ejemplo hacía Peces-Barba, un excesivo ingenio y una absoluta originalidad al Constituyente en sus soluciones al respecto, pretendiera configurarlo como un cuarto género, esta vez equidistante, intermedio y superador de los viejos conceptos de Estado federal y Estado regional.

Los motivos que condujeron a demandar a una tal teoría constitucional del Estado de las autonomías son, a nuestro juicio, manifiestos y meridianos en el plano político. Aunque a ellos nos hemos referido ya, parece oportuno recordarlos. Lo que subyace en el fondo de esta decisión no es más que esa gran desconfianza hacia la técnica federal que mantenía gran parte de los diputados y senadores de la derecha, los que integraban el que hemos llamado el "centralismo tradicional", y que, en aras a la consecución del consenso, acabaron por asumir los parlamentarios de la izquierda estatal. Temor infundado, irracional y cerval que, partiendo del total desconocimiento, y la más absoluta incomprensión, de lo que el Estado federal es y significa, les llevaba a entender el federalismo como el vehículo para la definitiva y fatal desintegración del Estado español, o, en el mejor de los casos, como una reedición de aquella propuesta que, nacida como respuesta de un nacionalismo regionalista excitado y exacerbado a la sublevación protagonizada por monárquicos y fascistas, había circulado durante la guerra civil, y de la que tanto, y tan amargamente, se había quejado el presidente Azaña, conforme a la cual España había de transformarse en una Confederación de pueblos ibéricos en la que cada uno, de forma libre, entraría cuando quisiese, y saldría, también libremente, cuando le apeteciese.

Por lo que se refiere al plano académico, es menester indicar que la defensa de este tipo de teoría constitucional del Estado de las autonomías por parte de los distintos profesores, no se debió a un deseo de actuar al modo de los juristas de Federico de Prusia, lo que, por lo demás, ha sido un comportamiento más propio de un momento posterior. Por el contrario, ocurre que en su labor, administrativistas, constitucionalistas, filósofos, historiadores y politólogos encontraban argumentos científicos que les permitían, sin forzar en exceso la máquina, presentar el nuevo Estado autonómico como una realidad política distinta, y claramente diferenciada, del Estado federal.

En efecto, en la que, en aquel momento, era la opinión profesoral mayoritaria habían tenido una más que sobresaliente influencia las tesis que Gaspare Ambrossini había formulado en su escrito "Un tipo intermedio di Stato tra l´unitario e il federale caratterizato dall´autonomia regionale".19 Punto de partida de la construcción del profesor italiano, fueron las afirmaciones que, en el discurso de presentación del Proyecto de Constitución a las Cortes Constituyentes de 1931, había realizado, Luis Jiménez de Asúa de que "no hablamos de un Estado federal, porque federar es reunir. Se han federado aquellos Estados que vivieron dispersos y quisieron reunirse en colectividad".

Lo de menos es detenerse a denunciar que estas palabras del ilustre penalista y diputado del PSOE, consecuencia directa e inmediata de la composición de la Asamblea Constituyente republicana, no son, por muy generalizada que esté esta creencia, de recibo. Y ello, por la sencillísima razón de que, como lo demuestra la propia historia, el Estado políticamente descentralizado, como "proceso de federalización" que es (C. J. Friedrich), puede nacer tanto por la unión y progresiva centralización de Estados hasta entonces soberanos e independientes, como por la descentralización de un preexistente Estado unitario, sin que, como bien dice La Pergola, ese diverso proceso histórico de formación sea relevante para la atribución, o no, de la naturaleza federal a la estructura estatal resultante.

Lo que ahora nos interesa es señalar las consecuencias que extrajo Ambrossini de aquella afirmación. Y, en este sentido, nos encontramos con que a la vista de las palabras del insigne penalista español, y desde las concepciones formalistas del Estado federal, el profesor italiano llegará a la conclusión de que, con la fórmula del "Estado integral", el Constituyente español de 1931 había creado un nuevo modelo territorial de Estado, el cual, no siendo auténticamente federal ni totalmente unitario, participaba de caracteres de ambos. Se iniciaba, de esta suerte, la doctrina de la clasificación tripartita de las formas de Estado (Estado federal, Estado unitario y Estado regional), que es, como decimos, la que adoptaron la mayoría de los políticos prácticos y de los teóricos de la política, el derecho y el Estado en esta primera etapa de la vida del Estado autonómico.

2) Si, como acabamos de decir, la opinión mayoritaria hasta 1986 era la de considerar el modelo territorial español como una realidad distinta a la del Estado federal, y que, como había sucedido con el creado en 1931, era plenamente identificable con el llamado "Estado regional", es lo cierto que poco a poco, y de manera apenas perceptible en el ámbito de la academia, fue abriéndose paso una opinión contraria, que es la que en la segunda etapa de la vida del Estado de las autonomías, y que se extendería desde 1986 hasta 1998, se convertiría en mayoritaria. Esta postura, que nace en el mundo académico con trabajos como los de, por ejemplo, Trujillo, Cruz Villalón, Muñoz Machado y González Encinar, comenzará poniendo de relieve los elementos federales del actual sistema español, y terminaría por afirmar abiertamente la total y absoluta asimilación de nuestro Estado políticamente descentralizado con el llamado "Estado federal". Evolución esta que resulta tan sólo explicable desde la consideración de las circunstancias políticas por las que atravesaba España. La necesidad de vencer las reticencias del "centralismo tradicional", y su temor irracional e infundado hacia la expresión "Estado federal", determinó que hubieran de buscarse fórmulas que, por una parte, permitiesen poner de manifiesto la naturaleza federal del Estado de las autonomías, y, por otra, lograr que esta afirmación no asustase a una buena parte de la sociedad española y, en definitiva, provocase al rechazo hacia el todavía incipiente Estado autonómico. A este fin respondían, en efecto, la utilización del término "Estado federo-regional" por parte de Gumersindo Trujillo; la afirmación hecha por Pedro Cruz, en 1981, en el sentido de que nuestro Estado de las autonomías, que no era formalmente un Estado federal, tenía, de manera indudable, una naturaleza materialmente federal, o la utilización de la expresión "Estado unitario-federal" que, inspirándose en Hesse, introdujo, en 1985, José Juan González Encinar.

De cualquier forma, lo que interesa es que esta nueva manera de concebir el Estado de las autonomías, no quedó limitada al ámbito teórico y profesoral, sino que también se extendería a la política práctica. Lo que, por lo demás, no tiene nada de particular. En un momento en el que todavía estaba vigente, y muy presente, en la Universidad española la idea de Heller de que la labor del constitucionalista no puede quedar limitada a la mera explicación, en términos jurídico-públicos, de las relaciones de poder en el Estado, y a tratar de averiguar cuál puede ser su evolución, sino que aquélla, necesariamente, incluye la de tratar de influir con sus tesis en el sentido de dicha evolución, era la clase política la que, con algunas excepciones —singularmente esto ocurría en el noroeste peninsular—, acudía a los estudios realizados por administrativistas, constitucionalistas y politólogos para, con sus enseñanzas, llevar a cabo su actividad. Así se hizo, al menos, durante una buena parte de los años que componen este periodo, los primeros, y todavía hoy hay algunos prácticos de la política que, lejos de requerir a los universitarios para que justifiquen sus actos, recurren a las construcciones científicas para fundamentar sus posiciones políticas.

Este cambio de actitud por parte de la clase política se produjo, en todo caso, de una forma mucho más rápida y radical que como se había hecho entre la clase académica. Aquél comenzó a materializarse en el verano de 1987, cuando el PSC-PSOE en su congreso, aprobó una resolución en la que se demandaba una evolución federalizadora y federalizante del Estado de las autonomías. Propuesta esta que sería prontamente emulada por otras fuerzas políticas. Así lo hizo en múltiples ocasiones, la coalición electoral IU. También se sumaría, en enero de 1993, a esta dinámica, y por poner tan sólo un ejemplo, aquella formación regionalista conservadora que era Unión Valenciana. El Estado autonómico quedaba, de esta suerte, equiparado al Estado federal.

Particular mención merece la evolución operada por el "centralismo tradicional" en este proceso. En concreto, merece la pena referirse a la cambiante actitud que, sobre la problemática de la organización territorial del Estado, ha mantenido Fraga Iribarne, como líder histórico de la derecha española en esta nueva andadura democrática. Ha de recordarse a este respecto, que como antiguo ministro de Información y Turismo del franquismo que había sido, Fraga —representante indiscutido de la coalición electoral AP— formó parte de aquel grupo de diputados que se habían opuesto de manera frontal a la definición de España como un Estado federal, y que, aunque votando "sí" y aceptando formalmente la constitucionalización del proceso de descentralización política, precisamente por ser tal, afirmó, el mismo 31 de octubre de 1978, cuando las Cortes Generales, en reunión simultánea de ambas cámaras, había aprobado definitivamente el Proyecto de Constitución, que el fin prioritario de su formación era el realizar una reforma constitucional para corregir, en un sentido centralizador y burocrático, el título VIII. Postura esta que, de algún modo, seguía manteniendo cuando a mediados de la década de 1980, y siendo el presidente del primer partido de la oposición, se pronunciaba por la conveniencia de reducir el número de comunidades autónomas para, según él, evitar el despilfarro que suponía un sistema generalizado de autogobierno. Su actitud cambió, y de manera radical, cuando, en 1989, fue elegido presidente de la Xunta de Galicia. En efecto, a partir de ese momento, su vieja oposición al "Estado federal" se mutaba en afirmaciones como la de que no sentía ningún temor hacia el federalismo. Para cumplir con esta nueva postura, diseñaría, en 1992, su proyecto de administración única, al que, de uno u otro modo, quería presentar como la traducción al gallego del federalismo de ejecución establecido por la Ley Fundamental de Bonn.

Lo característico de esta etapa de 1986-1998 es, como decimos, el que la mayoría de la clase política y de la clase académica va a proceder a la equiparación del Estado de las autonomías con el Estado federal. Unos, entre los que me encuentro, de una forma directa, clara y contundente. Otros, de una manera indirecta y difusa, como, por ejemplo, Javier Pérez Royo, dirán que aunque el Estado autonómico no es, en realidad, un auténtico Estado federal, aquél operará, no obstante, como tal. Argumentos científicos existen, en todo caso, para mantener esta identificación.

Si en el momento anterior era la tesis de Ambrossini la que informaba la comprensión del Estado de las autonomías, en esta etapa, por el contrario, serán las construcciones de Kelsen20 y Finer21 sobre la tipología de las formas territoriales del Estado las que ocuparán esa posición central. Para ambos autores, las diferencias entre las diversas estructuras estatales son siempre reconducibles a la dicotomía Estado federal-Estado unitario, bien entendido que, en realidad, uno y otro son tan sólo categorías conceptuales que, en su estado químicamente puro, no han tenido una plasmación práctica concreta. Desde esta óptica, lo que sucede es que lo que la práctica política conoce son diferentes situaciones intermedias entre ambos extremos de la clasificación. Situaciones intermedias que, en último término, son las que permiten hablar de un Estado federal en sentido amplio, o Estado políticamente descentralizado, en contraposición a un Estado unitario, también en sentido amplio.

Planteada la cuestión sobre la verdadera naturaleza del Estado regional, como categoría genérica que engloba tanto al Estado integral de nuestra II República, como al Estado regional italiano y el actual Estado de las autonomías, en este marco, los términos de la polémica se manifiestan de manera clara y concreta. De lo que se trata es de determinar si el Estado regional es un mero Estado unitario descentralizado, como, por ejemplo, mantuvieron Posada, Biscaretti di Ruffìa y Spagna-Musso, o si, por el contrario, y como afirmó Pérez Serrano,22 nos encontramos ante una estructura estatal reconducible al concepto de Estado federal.

A nuestro juicio, la respuesta a este último interrogante resulta evidente cuando, renunciando a la concepción formal del federalismo, se actúa con el concepto material del Estado políticamente descentralizado. Lo anterior supone aceptar que, como, con meridiana claridad, indicaron un Friedrich, un Durand y un La Pergola, la única circunstancia que verdaderamente permite atribuir la naturaleza federal a una determinada estructura estatal es la de que, en ella, la autonomía se encuentre constitucionalmente garantizada a través de los institutos de la rigidez y la justicia constitucionales. Así las cosas, nos encontramos que porque, como traté de demostrar en alguna otra ocasión,23 esta circunstancia concurre en los supuestos republicano, italiano y español actual, no cabe más que dar la razón a Antonio La Pergola cuando afirma que los llamados Estado federal, Estado integral, Estado regional y Estado autonómico son tan sólo distintas manifestaciones estructurales concretas de una misma realidad, a la que podemos denominar Estado federal o Estado políticamente descentralizado.

La equiparación o identificación del Estado de las autonomías con el Estado federal que, en este periodo de 1986-1998, realizaron los políticos prácticos y la mayoría de los académicos resulta, en tales circunstancias, plenamente correcta. Y, en consecuencia, también resultaba pertinente la exigencia de la elaboración de una teoría constitucional del Estado autonómico que, tomando en consideración los principios y valores que definen e individualizan el texto de 1978, explicase éste como una manifestación estructural concreta del Estado federal.

3) En 1998, y como consecuencia de la ruptura unilateral de la tregua por parte de la organización terrorista ETA; la llamada "Declaración de Lizarra", hecha por todos los partidos nacionalistas vascos, y la puesta en marcha de la nueva Galeuzca", por parte de CiU, PNV y BNG, se abriría la hasta hoy última etapa de nuestro Estado políticamente descentralizado concreto. También en ella se afirmará la conveniencia de llevar a cabo una teoría constitucional del Estado de las autonomías. Lo característico y peculiar de este momento es, y a nadie puede ocultársele, que la apelación a esta teoría constitucional del Estado autonómico se hace para justificar, de manera simultánea, los más diversos fines políticos. Afirmación esta última que, aunque nos parece evidente, acaso deba ser explicada.

Señalábamos antes, aunque sea tácitamente, que, como mínimo desde finales del siglo XIX, vivimos los españoles en el marco de una continua y permanente confrontación entre dos tradiciones nacionales mágico-míticas: la españolista que, como derivación directa e inmediata de la pérdida de Cuba y Filipinas, elaboró y puso en marcha la llamada "Generación del 98", y la regionalista que, como respuesta a la primera, formularon Almirall y el entorno de los jesuitas (S. Juliá). Ambas se han ido alimentando mutuamente. En efecto, nadie puede ignorar que fue, justamente, el avance de las reivindicaciones de autogobierno para Cataluña, logrado por el nacionalismo conservador durante la Restauración, uno de los argumentos que esgrimieron Alfonso XIII y el general Primo de Rivera para dar, con el abierto y pleno beneplácito y adhesión de la burguesía catalana, incluida la nacionalista liderada por Cambó, el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, y, con él, imponer un gobierno que, resucitando las más profundas creencias de la tradición nacional mágico-mítica del españolismo, acabase, de una vez y para siempre, con el "problema catalán" y que, tomando como ejemplo a los reyes católicos, reestableciese el imperio español. Asimismo, fue también el regionalismo, identificado de manera absolutamente infundada, con la definitiva y fatal desintegración del Estado español, uno de los principales argumentos utilizados por monárquicos y fascistas para justificar tanto el golpe de 18 de julio de 1936 —al que, por motivos puramente económicos, saludó con entusiasmo la burguesía conservadora catalana, incluida la nacionalista— como el mantenimiento de la guerra. Esto es, con el supuesto combate al separatismo, lograba Franco excitar el nacionalismo españolista y conseguía, además, adhesiones a su bando con la promesa de reconstruir, mirando de nuevo a Isabel y Fernando, el glorioso imperio español.

Lo de menos es detenerse aquí a recordar la indignación que tales argumentos, y en cualquiera de las dos dictaduras, provocaba en los partidos de la izquierda española. Tampoco resulta especialmente relevante, a los efectos que este escrito ha de cumplir, el recordar la extrañeza que mostraba el presidente Azaña cuando constataba que para construir ese pretendido imperio, el bando monárquico-fascista capitaneado por el general Franco, en lugar de proceder a la conquista de otros Estados, que es como siempre se han formado los imperios, invitase al ejército de la Alemania hitleriana y al de la Italia fascista a invadir el territorio de la República española.

Lo que nos interesa es poner de manifiesto que el triunfo, por las armas, del nacionalismo españolista, lejos de eliminar las reivindicaciones del nacionalismo regionalista, las acentuaba, aumentaba y radicalizaba al alimentar los fundamentos de sus respectivas tradiciones nacionales mágico-míticas. El regionalismo, especialmente excitado y, en su opinión, no encontrando más solución que la independencia, se convertía, de esta suerte, en un auténtico problema político. Problema político al que los republicanos y socialistas en 1931, y el que hemos denominado grupo de los "federalistas", en 1977-1978, trataban de dar solución con el establecimiento de un sistema que, reconociendo la diversidad, asegurase el mantenimiento de la unidad del Estado.

A nadie puede ocultársele que esta confrontación entre la tradición nacional mágico-mítica del españolismo y las distintas tradiciones nacionales mágico-míticas de las diversas, según reza el texto de 1978, "nacionalidades", se ha reproducido en los últimos años de la actual andadura constitucional española. Y lo ha hecho, además, con un especial brío e impulso, y con una singular virulencia. Lo que, como es obvio, habrá de generar no pocas consecuencias para la demandada teoría constitucional del Estado de las autonomías. Su definitiva configuración y orientación dependerá, de manera inevitable, de la postura que se adopte ante aquel conflicto.

En este sentido, es posible referirse, en primer lugar, a una posición extrema de carácter centralizador. Ésta estará representada por todos aquellos partidos que, herederos directos de las organizaciones del totalitarismo franquista, ejercen una oposición extraparlamentaria y que van adquiriendo cada vez mayor fuerza. Circunstancia esta que, por lo que aquí interesa, no es difícil de explicar. El avance de las reivindicaciones del nacionalismo regionalista; las cesiones a éste que, ante la imposibilidad de llegar a acuerdos con las otras fuerzas de ámbito estatal, han realizado tanto el PSOE (1993-1996 y 2004-2008) como el PP (1996-2000) cuando se han visto en la situación de minorías mayoritarias encargadas de formar Gobierno, y, por último, aunque con un lugar central y primordial, la continua presencia de una organización independentista armada que, en tanto en cuanto en el marco del Estado la violencia únicamente resulta admisible en los términos en los que la encuadraron los monarcómanos: contra el tirano, hace ya tiempo que ha perdido su carácter político y, en consecuencia, su actuación sólo puede juzgarse de acuerdo con el Código Penal, ha determinado que, desde 1993 —y como nadie ignora, y a nadie puede extrañar—, el nacionalismo españolista haya resurgido de sus cenizas. El contenido y sentido de la teoría constitucional del Estado autonómico propugnado por estos grupos no pueden ser, partiendo de los presupuestos de los que parten, más claros. Porque su fundamento último es la tradición nacional mágico-mítica del españolismo, esta no puede tener otra finalidad que no sea, justamente, la de negar la realidad, y posibilidad misma, de la organización territorial española como manifestación estructural concreta del Estado políticamente descentralizado. Ignorando que entonces no existía un único Estado, sino que, muy al contrario, la Península ibérica se encontraba dividida en cinco reinos independientes, algunos de los cuales (Aragón y Castilla) se hallaban vinculados por una mera unión personal, este grupo entenderá que la teoría constitucional del Estado de las autonomías ha de servir para restaurar y reconstruir la unidad de España forjada por Isabel y Fernando, germen del, para ellos, glorioso imperio español. La autonomía regional, en este contexto, quedará reducida a la posibilidad de que, una vez al año, puedan ejecutarse los respectivos bailes regionales en los juegos florales organizados en honor del nuevo "cirujano de hierro" y "constructor de naciones".

Mucho menos radical, en segundo término, es la postura de aquéllos que, ahora, entienden que una teoría constitucional del Estado autonómico adecuada, y conveniente, sería aquella que tendiese a diferenciar, clara y definitivamente, el modelo territorial español de la forma política "Estado federal". Aunque teniendo su origen en las mismas causas que las del grupo anterior, éstos teóricos y prácticos de la política no desentierran la noventaiochista tradición nacional mágico-mítica del españolismo. De ahí que su pretensión no sea la de resucitar el mítico imperio español. Su construcción, sin embargo, tendrá un sentido igualmente centralizador. Su fundamento básico es aquel temor, irracional e infundado, hacia la técnica federal que, en el proceso constituyente había caracterizado al que, con el profesor De Vega, hemos denominado "centralismo tradicional". Nada de particular tiene que, identificado el federalismo con el separatismo, y la configuración de España como un Estado federal con el primer paso para su irremediable desintegración, se defienda la necesidad y conveniencia de proceder a la elaboración de una teoría constitucional del Estado de las autonomías que, en último extremo, sirva para reconducir el actual modelo, consecuencia más de la actuación de las fuerzas políticas que de las prescripciones contenidas en la Constitución vigente, hacia la forma política "Estado unitario descentralizado".

En tercer lugar, nos encontraríamos con las tesis de aquéllos que entienden que, como muy bien expresó, el 27 de marzo de 1930, Manuel Azaña en Barcelona, entre los distintos pueblos que integran España:

Creencia esta que, en definitiva, determina que los teóricos y prácticos de la política de este grupo se mantengan, en su actuación, ajenos a las tradiciones nacionales mágico-míticas españolistas y regionalistas, y, en consecuencia, al posible conflicto entre ambas. De esta suerte, su conclusión, o nuestra conclusión, es la de que no existe, en realidad, motivo alguno para abandonar la comprensión de la España de la Constitución de 1978 como una de las muchas variantes posibles de esa realidad única que es el Estado federal o Estado políticamente descentralizado. En este supuesto, la teoría constitucional del Estado de las autonomías se presenta como aquella teoría constitucional del Estado políticamente descentralizado concreto que, junto con la teoría constitucional del Estado federal general, ha de servir, por una parte, para explicar el modelo, proporcionando todos los elementos que permitan obtener una comprensión del conjunto del sistema autonómico vigente. Por otra parte, y para dar satisfacción a aquella exigencia, a la que se refería, con acierto pleno y gran brillantez, Heller, de que todos los estudios sobre el Estado, la política y el derecho han de ser, incluso cuando estén redactados como una mera especulación teórica, prácticos, aquélla ha de valer para encontrar soluciones efectivas a un problema político real y concreto, como es el de conjugar en un sistema coherente la diversidad y la unidad históricas de España.

Por último, es menester referirse a la posición del "nacionalismo a ultranza" en este periodo. La cual, por lo demás, es en extremo singular. Ya hemos indicado que, desde su aparición a finales del siglo XIX, la activación de la tradición nacional mágico-mítica de las distintas nacionalidades españolas se ha verificado en momentos en que, por actuarse el españolismo, se procedía a la negación de la diversidad, y a la consecuente imposición de un modelo cultural uniforme. En el ámbito de lo político esto se ha traducido históricamente en que las tendencias separatistas de los nacionalismos de ámbito regional se han hecho especialmente fuertes, y se han tratado de materializar de una forma efectiva, como respuesta a la política de represión de las libertades y de la diversidad de quienes, elevando la nación española a la categoría de mito y convirtiéndola en el fundamento de toda su acción política, trataban de llevar a sus últimas consecuencias los presupuestos políticos de la tradición nacional mágico-mítica del españolismo. Así sucedió, en efecto, durante la dictadura de Alfonso XIII y Primo de Rivera, durante la guerra civil, y como respuesta a las pretensiones del bando monárquico-fascista, y durante la dictadura de Franco. A este nacionalismo regionalista radicalizado es al que hubieron de hacer frente los republicanos y socialistas cuando, en 1930, preparaban la revolución democrática, y ya en el último proceso constituyente, los demócratas españoles, singularmente los que hemos llamado "federalistas". En ambos casos, lo que se hizo fue tratar de articular un sistema que restableciera las libertades y la justicia, lo que, de una u otra suerte, implicaba el reconocimiento de la diversidad, en cuyo marco, al poder ponderar de manera sosegada y cabal todos aquellos lazos espirituales, históricos, económicos e, incluso, culturales que nos unen, el sentimiento nacionalista se aplacase y, con ello, el peligro separatista desapareciese.

Lo anterior, pese a todas las reticencias que el fenómeno pueda suscitar, no deja de ser lógico. Lo que resulta realmente sorprendente es que aquella radicalización del nacionalismo de ámbito regional se haya verificado en el momento actual, dando origen, al menos desde 1998, a la que vulgarmente se llama escalada soberanista y que se concreta en la Declaración de Barcelona, suscrita por PNV, CiU y BNG, a favor de la transformación de España en un Estado confederal, las distintas versiones del "Plan Ibarretxe", o en el discurso de ese Maragall, cada vez más nacionalista y menos socialista, que presidió, como miembro del PSC-PSOE, el tripartito de la Generalitat y que, hablando de la necesaria federalización de España en el marco de la Unión Europea, introducía elementos del confederantismo en la organización territorial del Estado español.

Fácil resulta, en tales circunstancias, descubrir el sentido que tiene la apelación a la necesidad de proceder a la elaboración de una teoría constitucional del Estado de las autonomías hecha por el "nacionalismo a ultranza" y su entorno. Ahora, y desde la absoluta, e interesada, confusión del federalismo y el confederantismo, aquélla no puede tener más misión que la de explicar el actual sistema autonómico español no como una de las múltiples posibilidades del Estado políticamente descentralizado, sino, por el contrario, como una auténtica Confederación de Estados, así como la de crear las condiciones políticas necesarias para que, sin romper definitivamente el vínculo de la unión, las colectividades particulares gocen de la mayor descentralización posible no como derecho de autonomía, que es, como afirmó Friedrich, lo característico del Estado federal, sino como un verdadero derecho de soberanía.

La confusión entre los esquemas del federalismo y los del confederantismo no es, ni mucho menos, algo nuevo en la dinámica política española. Es más, podríamos, y con toda razón, afirmar que la misma es inherente al pensamiento político, y la acción, de los partidos nacionalistas de ámbito regional. La historia nos ofrece múltiples ejemplos al respecto. Así, y como sabemos, aquella confusión se encontraba en la base de aquellos planes imperialistas de Prat de la Riba de crear una "organización federativa" desde Lisboa hasta el Ródano. Fue también la confusión entre las dos formas históricas del federalismo la que llevó a los partidos nacionalistas catalanes a otorgar al "Pacto de San Sebastián" del 17 de agosto de 1930, un sentido bien distinto al que realmente tenía: la República Federal española; y, en definitiva, sentirse autorizados para que, el mismo 14 de abril de 1931, Francesc Maciá proclamase la República catalana federada (en rigor, confederada) a la República federal española.

Lo que sí es nuevo, y realmente sorprendente, es que este discurso sea asumido por una buena parte de la actual clase política. En efecto, estamos ante una situación en que, por haber dado por presupuestos e indudablemente conocidos los contenidos de la teoría del Estado, y, como consecuencia de haber asumido plenamente el lema de la vieja escuela alemana de derecho público de que "porque el Estado es evidente, de nada vale el interrogarse sobre él", por haber dejado de explicar los distintos modelos de organización estatal, son no pocos los políticos prácticos y los estudiosos de la política, el derecho y el Estado que, buscando la federalización de España, y tratando de articular tal propuesta, pergeñan un modelo formulado desde los esquemas propios y privativos del confederantismo. Circunstancia esta que, como no podía ser de otro modo, habrá de tener consecuencias para la problemática que aquí interesa. Téngase en cuenta, en este sentido, que debido al interés y a la acción positiva de algunos, por un lado, y al silencio culposo de otros, por otro, la comprensión de la teoría constitucional del Estado autonómico como teoría constitucional de la Confederación de pueblos ibéricos acaba convirtiéndose, aunque sin declararlo abierta y expresamente, en la posición mayoritaria.

IV. SOBRE LOS MOTIVOS QUE CONDUCEN A LA DEMANDA DE UNA TEORÍA CONSTITUCIONAL DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS ENTRE EL FEDERALISMO Y EL CONFEDERANTISMO

Que la confusión entre federalismo y confederantismo se haya erigido en el criterio que hoy preside el debate autonómico, y desde el cual se pretende si no proceder a la elaboración de una auténtica teoría constitucional del Estado de las autonomías, sí, al menos, continuar realizando trabajos monográficos que atiendan a los problemas reales y concretos del proceso descentralizador, es, sin duda, algo que puede sorprender. Tanto más cuanto que, ya sea en la década de 1980, aquél era un debate que pareció quedar definitivamente cerrado.

Recuérdese, a este respecto, que frente a la tesis de Pedro Cruz Villalón,24 conforme a la cual el Constituyente de 1977-1978 había llevado a cabo una desconstitucionalización de la forma territorial del Estado, y que, en consecuencia, la adopción de cualquier modelo de organización estatal era viable bajo la vigencia del texto de 27 de diciembre de 1978, se había impuesto la interpretación contraria. Esto es, comenzó entonces a afirmarse que ni tal desconstitucionalización se había operado, ni era posible, justamente porque ya estaba vigente una Constitución concreta y determinada, que la naciente España constitucional pudiera adoptar cualquier tipo de organización estatal, sino tan sólo aquellos que el propio Código constitucional permitía.

En este punto, cierto es, existían algunas discrepancias en la literatura constitucional-autonómica. Así, unos entendían o entendíamos, que la constitucionalización del principio dispositivo, por el cual se remite la creación de las distintas colectividades particulares, y, en consecuencia, la puesta en marcha del mismo proceso descentralizador, a la expresión de la voluntad inequívoca, y positiva, de los habitantes de los diferentes territorios para constituirse en centros autónomos de decisión política, democrática y legítima —de ahí que, en relación con la Constitución de 1931, Boris Mirkine-Guetzevitch pudiera decir que en España "el regionalismo está subordinado al principio democrático"—,25 permitían, al menos como hipótesis de laboratorio formulada sin tomar en consideración la existencia de los llamados "entes preautonómicos",26 tanto que España continuase como una estructura estatal unitaria, centralista y centralizada, como el que se configurase como un Estado unitario descentralizado, o, finalmente, el que se transformase en alguna de las manifestaciones estructurales posibles del Estado políticamente descentralizado. Alternativas todas ellas que eran permitidas por la Constitución, y cuya concreción dependería tanto de si realmente se ejercía, o no, el derecho de iniciativa autonómica, como del desarrollo y sentido que las fuerzas políticas y los agentes jurídicos operantes en el Estado dieran a las prescripciones constitucionales. Otros, más radicales, aunque, acaso, y en la medida en que sí tomaban en consideración el impulso descentralizador propiciado por los poderes públicos con la creación de las preautonomías, más acertados, excluían la hipótesis del Estado unitario. De esta suerte, la puesta en marcha de la "norma de apertura de un proceso histórico"27 establecida por el último Constituyente español sólo podía tener como resultado, en opinión de estos últimos,28 la creación diferida de un Estado federal o de un Estado regional.

Todos, sin embargo, estábamos de acuerdo —o, al menos, así lo parecía entonces y hasta ahora— en que el haz de posibilidades abierto por el Constituyente no era, en su vertiente descentralizadora, tan amplio como Cruz Villalón trataba de explicarle al curioso, y positivista formalista a ultranza, jurista persa. Había, en efecto, una hipótesis que quedaba radicalmente excluida. Nos referimos, claro está e innecesario debiera de ser aclararlo, al hecho de que, porque estamos en presencia de un Estado único que decide mantenerse como tal, aunque regido por unos principios y valores bien diversos a los del periodo franquista, la Constitución de 1978 no contemplaba, ni, por lo demás, podría hacerlo, la posibilidad de que España se transformase en una Confederación de Estados.

Importaría señalar que si desde esta afirmación hecha en la década de 1980 hemos llegado, como decimos, a una situación de total y absoluta confusión entre federalismo y confederantismo puede resultar extraño, es lo cierto, que esto resulta fácilmente explicable, aunque no justificable. A ello han contribuido una serie de circunstancias que, aún siendo totalmente ajenas a las prescripciones contenidas en la ley constitucional, el constitucionalista, como teórico que estudia, y pretende hacer comprensible, la realidad constitucional, no puede ignorar ni pasar por alto.

La causa más evidente, y la que ha tenido un papel fundamental, de esta confusión, tiene, de manera inequívoca e innegable, un carácter puramente político. Y se concreta en las especiales vicisitudes por las que ha atravesado la actual España democrática desde 1993. De una manera más específica, el problema surge cuando el PSOE, en la Legislatura 1993-1996, el PP en la 1996-2000, y de nuevo el PSOE, en la Legislatura 2004-2008, como mayorías minoritarias, se sintieron en la obligación de ocupar, del modo que fuese, el Poder Ejecutivo. Y para tal fin, ante la imposibilidad de llegar a acuerdos con las otras fuerzas políticas de ámbito estatal, optaron por pactar con los distintos partidos nacionalistas de ámbito regional.

Nada de extraño tiene que, en democracia, la mayoría minoritaria pacte con otras minorías para conformar la mayoría gubernamental. En todas partes se verifica este fenómeno. La España democrática no ha sido una excepción a esta práctica. Recuérdese que los distintos gobiernos presididos por Manuel Azaña contaron con el apoyo parlamentario de una mayoría en la que, junto con los partidos de ámbito estatal (PSOE, republicanos de izquierda), estaba integrado uno de carácter regional: ERC. Circunstancia esta que, como documenta la historia, y no la tradición nacional mágico-mítica esgrimida, ya desde los años de la República, por monárquicos y fascistas, nunca condujo a aventuras confederalistas o abiertamente separatistas en el llamado bienio social-azañista.

El problema surge cuando el partido o partidos estatales muestran un interés excesivo en formar Gobierno, y, de este modo, elevan a las fuerzas nacionalistas, como minorías integradas en la mayoría gubernamental, a la condición de, por así decirlo, piezas claves para la gobernabilidad del Estado y, en su caso, de las distintas comunidades autónomas. Y ello, por la sencillísima razón de que, en un tal supuesto, al quedar las organizaciones políticas estatales en una posición de manifiesta y patente debilidad, no será el proyecto de las mayorías minoritarias el que constituye el núcleo central del programa de gobierno, sino que éste únicamente podrá conformarse con la asunción, total o parcial, por parte de los partidos estatales del ideario del nacionalismo de ámbito regional. Se explica, de esta suerte, el que aquella idea de Prat de la Riba de formar una organización de Lisboa hasta el Ródano que, sabiamente dirigida por los nacionalistas catalanes, gallegos y vascos, está destinado a constituirse como el nuevo imperio ibérico en el marco europeo, haya podido resurgir de sus cenizas, y que, aunque sea tácitamente, y de forma coyuntural —sólo cuando se precisa de los nacionalismos regionalistas para ocupar el poder político—, tal fin aparezca en el horizonte utópico tanto de los partidos estatales, como de los regionales.

Mucho me temo que a lo anterior hemos contribuido, y en manera decisiva, los universitarios. Esto es, y como segunda de las circunstancias que nos han conducido a la situación presente, la confusión entre los esquemas del federalismo y los del confederantismo ha podido venir propiciado por la práctica que se ha consolidado entre los constitucionalistas españoles, conforme a la cual, si bien se reconoce la importancia decisiva de las ideas políticas para obtener una cabal y ponderada comprensión del derecho constitucional vigente, los profesores de éste, de la manera propuesta en su día por Dicey,29 han de centrarse en la explicación de las normas contenidas en la Constitución, las leyes que las desarrollan y en las sentencias del Tribunal Constitucional, dando por supuesto que los contenidos de la teoría política y constitucional son sobradamente conocidos por los destinatarios de aquellas explicaciones.

El absurdo de una tal postura, por muy generalizada que esté, se nos antoja evidente. Como, desde una perspectiva general ha observado mi dilecto maestro, el doctor de Vega, es difícilmente aceptable la afirmación de que los contenidos de la teoría política y constitucional son perfectamente conocidos por los estudiantes de derecho —y por los ciudadanos del Estado en general—, y que, en consecuencia, pueden darse por presupuestos, cuando en realidad nadie las ha mostrado, ni explicado, esa línea del pensamiento político que, iniciada en la Grecia clásica con, por ejemplo, Licurgo y Solón, se convierte en el cimiento basilar sobre el que se edifica todo el constitucionalismo moderno. Siendo así, lo que acaba sucediendo es que, a fuerza de darlos por presupuestos, los fundamentos del Estado constitucional terminan por ser olvidados por quienes los conocían, e inevitablemente ignorados por las nuevas generaciones, para quienes el derecho, siguiendo las más firmes convicciones del positivismo jurídico kelseniano,30 se concretará en un conjunto de reglas lógico-matemáticas y geométricas. Lo que es en extremo grave, ya que, como señala el propio De Vega, la historia del derecho constitucional no es más que la historia de las transformaciones que las ideas de libertad y democracia han conocido a lo largo del tiempo para, al actualizar sus contenidos y formas de manifestación y, a la vez, adecuarlas a la realidad espacial, hacerlas realmente efectivas en cada momento y en cada lugar.

Esto es lo que, a nuestro juicio, ha sucedido en el debate autonómico español. Los actuales esfuerzos por articular el Estado autonó mico español sobre la confusión y mixtura de los esquemas propios del federalismo y los del confederantismo, no se deben, aunque también, al mero hecho de que desde la entrada en vigor de la Constitución de 1978 hayan desaparecido, con carácter general, de los programas de la Licenciatura en Derecho la explicación de las diferencias irreductibles existentes entre las dos formas históricas del federalismo: Estado políticamente descentralizado y Confederación de Estados. Lo que ya es, de por sí, bastante y, de cualquier modo, genera unos más que sobresalientes inconvenientes para la correcta comprensión del sistema. Por el contrario, aquella confusión en la que teóricos y prácticos de la política española parecen haberse instalado se debe, con igual o superior importancia, al abandono del estudio de la evolución del pensamiento político sobre este particular. De un modo más concreto, porque acaso temiendo ser considerados "filósofos", o también ser acusados de frivolizar el derecho, nadie se ha preocupado en la España de 1978 de recordar o enseñar la verdadera relación que existe entre las ideas democráticas y la descentralización política. Me explico.

Fue ya Heller quien, al afirmar:

Puso de manifiesto (Heller, decíamos) la absoluta y definitiva incompatibilidad entre la autonomía política y los sistemas totalitarios. Lo que resulta claro e indiscutible en el supuesto de los totalitarismos fascistas. Ahí están para confirmarlo, y por no extendernos demasiado, las políticas centralizadoras de Mussolini en Italia, que es a las que se refería Heller en la cita anterior, o la desarrollada por el partido nacional-socialista en Alemania. Pero también, y como han advertido, por ejemplo, un Mouskheli, un Friedrich, un Loewenstein y, de una suerte u otra, un Wheare, esta incompatibilidad se verifica en el supuesto de los totalitarismos comunistas, en el sentido de que, como escribe Carl Friedrich:

En este sentido, debemos a La Pergola la observación de que en modo alguno puede entenderse como casual la coincidencia temporal entre el inicio de la crisis de sus respectivos partidos comunistas, y la pérdida de su posición de partidos únicos o hegemónicos, con el comienzo del proceso de desintegración de la URRS y Yugoslavia.

Lo correcto y acertado de la anterior observación se hacía especialmente patente en la España franquista. Y no sólo por cuanto que, buscando adhesiones —basadas, como, en relación con todos los movimientos fascistas, ha indicado Sabine, en la existencia de temores y odios comunes— a la rebelión militar, los "jefes" del bando monárquico-fascista presentasen el Estado integral como el instrumento del que se servía la "conjura judeo-masónica" para acabar con aquel glorioso imperio español que ellos trataban de restaurar. Aquella incompatibilidad también se dejaba notar en el hecho de que, utilizando el general-dictador ferrolano el españolismo como ideología de la ocultación con la que, al negar la existencia de problemas y conflictos internos reales, se trataba de lograr una concordancia de criterio y una cierta unidad integradora,33 su política no podía ser otra que la de tratar de reproducir cualquier posible manifestación de la diversidad de un pueblo plural, como, en realidad, lo es el español.

Nada de extraño tiene que, constatada la incompatibilidad entre el federalismo y la dictadura, surgiera en las fuerzas de la oposición democrática al franquismo, incluso en las que se habían mostrado más reacias a la constitucionalización del Estado integral, la idea de que la democracia quedaba, natural, inevitable e inexorablemente, vinculada al Estado políticamente descentralizado. Se explica, de esta suerte, el que, porque se identificaba la defensa del autogobierno regional con la lucha por la democracia, todos los partidos de la oposición democrática, incluidos los más jacobinos, incluyesen, con mayor o menor entusiasmo, con mayor o menor tibieza, en sus proyectos programáticos la referencia a la transformación de la España unitaria, centralizada y centralista en un Estado federal.

Extinguida la dictadura, y habiendo entrado ya en vigor el texto de 1978, aquella creencia de las fuerzas de la oposición democrática al franquismo ha dado paso a la más profunda convicción, asumida por la mayor parte de la militancia de todos los partidos con representación parlamentaria en la organización política central y en las colectividades-miembro, de que, por un lado, el sistema será tanto más democrático cuanto mayor sea el número de competencias atribuidas a la titularidad de las comunidades autónomas, y, por otro, el que la condición de demócrata depende, única y exclusivamente, de que defienden ardorosamente los derechos de las colectividades particulares frente a la organización política central. Convicción esta que, planteada en el marco de la historia de las ideas políticas y constitucionales, resulta más que discutible.

En efecto, una cosa es que el federalismo, como técnica jurídico-política de distribución, territorial y funcional, del poder político, únicamente pueda realizarse en el marco del Estado democrático, y otra muy distinta el que la democracia sólo pueda manifestarse bajo la forma del Estado políticamente descentralizado. De igual modo, ocurre que si bien es cierto que ha habido grandes demócratas que han defendido la articulación del Estado según la técnica federal, no todos los que han luchado por la descentralización del Estado y por los derechos de los miembros son susceptibles de ser considerados demócratas, ya sea en el sentido que a este término le otorgó Benjamin Constant en su célebre De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (1819), ya sea en ese sentido más general desde el que, como indica Heller, la democracia se presenta como un concepto genérico que engloba a liberales, demócratas y socialistas.

La historia, en cualquier caso, nos ofrece múltiples y muy elocuentes ejemplos que vienen a confirmar las anteriores afirmaciones, y que nadie está en condiciones de desmentir. Veamos ahora alguno de ellos.

Nadie, salvo que se trate de un recalcitrante liberal del tipo constantiano, puede negar que la versión más democrática del Estado moderno que ha conocido la historia, sea la que se corresponde con la experiencia vivida por la Francia revolucionaria bajo la dirección del jacobinismo revolucionario de izquierdas, y que se conoce como "el Terror". Así lo reconoció el inicialmente crítico con el jacobinismo, Babeuf, cuando, conocidas las "bondades" del Gobierno contrarrevolucionario, procedió a la equiparación entre la democracia y el robespierrianismo. Pues bien, como nadie ignora aquel Estado que, como decimos, era el más democrático posible, era, al mismo tiempo, el más centralizado. Y ello fue así por cuanto que entendió, el jacobinismo revolucionario, que la existencia de cualquier tipo de cuerpo político intermedio entre el ciudadano y el Estado, para lo que en realidad serviría era para que los "malos ciudadanos", los enemigos del régimen, pudieran agruparse, hacerse fuertes, proceder a maquinar contra la Revolución y, en definitiva, acabar con la democracia.

En el mismo orden de ideas, pero en un sentido radicalmente contrario, hemos de referirnos a Calhoun y Von Seydel. Nadie ha defendido los "derechos de los Estados" más que ellos. Tanto es así, que, como, entre otros, ha puesto de manifiesto Mouskheli, su postura en favor del autogobierno de las colectividades federadas les condujo a mantener una concepción del Estado federal que, en realidad, y en la medida en que niegan la condición estatal de éste, hacía imposible la misma existencia de esta forma política. Ello no obstante, nadie podría, de una manera cabal, considerar a Calhoun y Von Seydel como demócratas y progresistas. Su ultraconservadurismo y extremo antidemocratismo es, para cualquiera que conozca la historia de las ideas políticas y constitucionales, algo incontrovertido. El supuesto del estadounidense es, en todo caso, meridiano a este respecto. En efecto, todo el pensamiento y la acción política de Calhoun no tenía otra finalidad que la de servir de instrumento de defensa del modo de vida de los Estados sureños. Modo de vida que se articulaba sobre un sistema de producción capitalista puro basado, como nadie ignora ni puede ignorar, en la esclavitud.

Éstos son, sin duda, los casos más extremos. Pero la historia nos ofrece otros muchos ejemplos que vienen a demostrar lo incorrecto que resulta equiparar descentralización política y democracia.

Cabe, en este sentido, recordar los nombres de Maurice Barrès, Charles Maurras, Alexandre Millerand e Hippolyte Taine en la Francia de principios del siglo XX. Aunque con distintos matices, participaban todos ellos de ese nacionalismo romántico, sentimental, espiritual e irracional, que se encontraba ya completamente alejado de las ideas liberal-democráticas que, como, por ejemplo, señala Heller,34 habían dado origen a la ideología nacionalista a finales del siglo XVIII, y que, a fuerza de sublimar y espiritualizar a la nación, acababa convirtiendo a ésta en un concepto equívoco que cada autor y cada político podía utilizar según sus conveniencias y preferencias personales. La pretensión política de esta versión del nacionalismo no era, como sí lo había sido en el caso del nacionalismo jacobino, la de la creación del Estado francés, que cuando Barrès, Maurras, Millerand y Taine actúan ya está creado y, además, perfectamente consolidado. Por el contrario, aquélla será la de tratar de mantener el control del Estado en manos de la burguesía conservadora y reaccionaria. Para ello, estos nuevos nacionalistas no podrán apelar, como sí había hecho el nacionalismo jacobino y ese primer nacionalismo romántico, pero todavía racionalista, de principios del siglo XIX, a las ideas de libertad y democracia, y es entonces cuando, como escribe Pedro de Vega:

Ni qué decir cuando, al participar de esta manifestación concreta de la ideología nacionalista, el interés de los Barrès, Maurras, Millerand y Taine debía ser, como de hecho así era, el del mantenimiento de la nación francesa como un Estado unitario fuertemente centralizado. Al fin y al cabo, sólo mediante la negación de cualquier tipo de autonomía política a los posibles entes públicos territoriales en que pudiera aparecer dividido el Estado podía, en efecto, asegurarse la burguesía conservadora el monopolio del poder. Ocurre, sin embargo, que su oposición a los gobiernos de la izquierda burguesa —que, como herederos de la Revolución jacobina, mantenían los esquemas del Estado democrático centralizado y centralista— les condujo a propugnar, y como necesidad ineludible, la regionalización de Francia. La defensa de la descentralización adquiere, de esta suerte, no ya el carácter de instrumento para detener el avance político y social, sino el del más patente, y burdo, intento de destrucción de toda a obra democrática y progresista llevada a cabo por la izquierda burguesa, contando a veces con el apoyo de los socialistas.

A la vista de todo lo anterior, una conclusión se alza ante nosotros de manera evidente, y que los estudiosos del Estado, la política y el derecho no pueden pasar por alto. A saber: que la estructura federal del Estado, como reflejo de una mera técnica jurídico-política ideológicamente neutra, no constituye una garantía para la profundización de la democracia y el progreso político, social y económico. Tampoco puede ser considerada como un freno u obstáculo insalvable para las mismas. En realidad, el avance, desarrollo, profundización y consolidación de la democracia y el progreso no depende de la forma territorial del Estado, sino, muy al contrario, de las fuerzas políticas que en cada momento histórico ocupen el poder en el Estado de que se trate. De esta suerte, nos encontramos con que en un Estado determinado, ya sea unitario o federal, cuando sean los partidos demócratas y progresistas los que gobiernen, se adoptarán, en él, una serie de medidas tendentes a hacer realmente efectiva la democracia, en el sentido de que, ensanchando la democracia política, aquélla se convierta en una auténtica democracia social. Este avance se detendrá o, como mínimo, se ralentizará cuando quienes ocupen las posiciones políticas mayoritarias en el Estado, cualquiera que sea su forma territorial, sean las fuerzas a las que Graco Babeuf llamó "contrarrevolucionarias", y, finalmente, retrocederán, o se destruirán, cuando sean los conservadores y reaccionarios quienes ostenten el poder.

El olvido, doloso e intencionado en algunas ocasiones, o culposo e inconsciente en otras, no podría dejar de generar consecuencias en cuanto al sentido y contenido de la demandada teoría constitucional del Estado de las autonomías. En efecto, es este olvido el que, según nuestro parecer, y dicho sea con todos los respetos, nos ha conducido a esta extraña y anómala situación, en la que los partidos estatales parecen haber entrado en competencia con los partidos nacionalistas de ámbito regional para ver quién es el primero, y el más audaz, en llegar a la Confederación de pueblos ibéricos, y quién es el que propone una organización más descentralizada para ésta.

Importa señalar que a esta confusión ha contribuido también, y de modo más que sobresaliente, el proceso de desideologización que, coextenso con el afán globalizador de los diversos gobernantes, se viene produciendo desde la década de 1980. Proceso de desideologización que, en rigor, no es más que la paulatina, imperceptible y, muchas veces, inconsciente asunción por parte de todas las fuerzas políticas de aquellos postulados del neoliberalismo tecnocrático que, ya en los años 1950-1960, habían formulado los Buchanan, Bell, etcétera. Lo que, desde una óptica general, se traduce en el abandono de la lógica política democrática a favor de la lógica económica e instrumental, y, de una manera más concreta, la reducción de toda la problemática política a una cuestión de eficacia en la gestión pública por parte del gobernante.

Lo de menos es detenernos aquí a denunciar que este modo de razonar, inherente al moderno neoliberalismo tecnocrático, fue tradicionalmente el que utilizaron a lo largo de la historia, primero, los partidarios del absolutismo, y, posteriormente, los del totalitarismo —de una u otra suerte, y como advierte Heller, herederos de los primeros—, para, habida cuenta la falta de libertades que tales sistemas comportan, justificar su actuación ante la opinión pública. Aunque, en todo caso, no está de más indicar que, precisamente porque la apelación a la eficacia en la gestión habrá tenido esta connotación, las fuerzas políticas democráticas (liberales, demócratas, demócratas radicales y socialistas) habían rechazado siempre una tal argumentación. Recuérdese, en este sentido, y por poner sólo un ejemplo, que en la España de 1930, y tratando de salvar la responsabilidad del monarca por su complicidad con la dictadura de Primo de Rivera, el conservadurismo dinástico trató de presentar al último como la materialización del costista "cirujano de hierro", cuya actuación se identificaba por la eficacia de su gestión. La respuesta de la oposición fue clara y radical. Manuel Azaña, seguramente el más destacado e importante representante español del democratismo radical, expresaría esta oposición de una manera bien contundente, y que no dejaba el más mínimo resquicio a la duda:

Lo que realmente nos interesa, ahora, es que este proceso de desideologización se ha hecho especialmente patente en el ámbito de la izquierda. Y, de una manera muy singular, en el campo de unas organizaciones socialistas que, como ha puesto de relieve el embajador Tham, han caído en la más absoluta de las desorientaciones como consecuencia del doble fenómeno de, por un lado, el éxito de la llamada "revolución conservadora", y, por otro, la extinción del comunismo. Circunstancia esta que, por lo demás, no tiene nada de extraño.

En 1969, desde el cripticismo, la simulación y el doble lenguaje que las circunstancias le imponían, Pedro de Vega publicó "La crisis de los partidos socialistas",37 en el que, con gran brillantez, meridiana claridad y acierto pleno, nos ofrece una más que satisfactoria explicación al fenómeno al que aludimos. La tesis del maestro es la de que, una vez que los partidos socialistas han alcanzado el poder y comienza el descenso en sus apoyos electorales, éstos entran en un proceso de crisis que, no obstante ser de la organización partidista concreta, sus dirigentes, o algunos de ellos, pretenden presentar como crisis de la ideología socialista. Comenzarán, de esta suerte, las propuestas de renovación del socialismo, y la búsqueda de terceras vías, que, en realidad, se concretan en la incorporación a su programa electoral de medidas propias de aquellos partidos hacia los que se ha desplazado el voto. Táctica esta que, de acuerdo con De Vega, lo que hace, las más de las veces, es profundizar la crisis de la organización socialista, ya que si, por una parte, no consigue atraer el voto de un elector centrista que, en el fondo, no se fía de un partido que se presenta como socialista, con tales medidas se propicia el desapego del elector de izquierdas, que optará por el voto en blanco o la abstención.

La tesis del doctor de Vega se ha visto confirmada en el terreno de los hechos. En efecto, ha sido Alfonso Guerra quien ha denunciado que, en las dos últimas décadas de la pasada centuria y los primeros años de ésta, los partidos socialistas y socialdemócratas europeos, apartados del poder por el espectacular avance de la "revolución conservadora" y confundidos por el desplome del comunismo, se dejaron seducir por los postulados del conservadurismo y neoliberalismo, y que, haciendo suyo el lema de la eficacia en la gestión pública, procedieron a adoptar, cuanto menos formalmente, el lenguaje característico de los tecnócratas neoliberales.

El PSOE no ha sido, ni mucho menos, una excepción a esta regla. Lo que sucede es que el intento de superar la crisis de la organización partidista ha conocido, entre los socialistas españoles, ciertas particularidades respecto de sus correligionarios europeos. También ha habido, y nadie puede negarlo, un sector del PSOE que ha sentido una especial inclinación hacia las recetas del neoliberalismo tecnocrático —que, tal vez, encuentre su máxima expresión en la frase pronunciada, o al menos imputada a él, por González Márquez, de "gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones"— como medio para recuperar el apoyo electoral. Pero, junto a ello, nos encontramos con que, tomando en consideración el fuerte avance que vienen experimentando los partidos nacionalistas desde 1993, un amplio sector de los dirigentes del socialismo español, los que ocupan los cargos orgánicos, ha entendido que el mejor camino para superar la crisis, es la de incorporar a su programa electoral las demandas y reivindicaciones del nacionalismo de ámbito regional.

Se comprende, en tales circunstancias, el papel que, en el marco general de este proceso de desideologización, está jugando una parte del PSOE —afortunadamente, no todo el socialismo español— en el proceso de confederatización fáctica. Y es que, como a nadie puede ocultársele, son no pocos los jóvenes cargos públicos socialistas que, seducidos por el proyecto neoliberal tecnocrático globalizador, temerosos de ser acusados de ser "antiguos", y ante la perentoria necesidad de pactar con el nacionalismo regionalista para poder demostrar su eficacia en la gestión, ignoran o, en su caso, prefieren olvidar no ya la historia de su propio partido —la proverbial enemiga de Indalecio Prieto hacia los partidos nacionalistas, de manera principal, pero no únicamente, hacia el PNV; la radical negativa de la mayoría del PSOE a que la II República se definiese como federal, y que determinó la constitucionalización del término "Estado integral"; la frontal oposición de Largo y Prieto a que la ejecución de las materias de política social pudiera ser de la competencia de las regiones autónomas, etcétera—, sino también, y, a mi juicio, más grave, los propios fundamentos de la ideología que dicen profesar y defender. El ejemplo de Johann Gottlieb Fichte, el primer socialista moderno y científico y, en todo caso, autor del primer sistema socialista de Alemania (Heller), es harto significativo a este último respecto.

A cualquiera que, no dando por supuesto el conocimiento y la importancia de la historia de las ideas para obtener una cabal y ponderada comprensión del derecho constitucional vigente, se haya preocupado por estudiar la teoría política, fácil le habrá resultado descubrir la negativa de Fichte a que la futura Alemania pudiera crearse bajo la firma del Estado políticamente descentralizado. Cierto es que, de un modo muy principal, la oposición de Fichte, como posteriormente, y siguiendo su estela, la de Ferdinand Lassalle, a la técnica federal se debe al hecho de que aquél participaba de una ideología nacionalista que, aunque ya romántica y espiritual, se mantiene en los esquemas racionalistas y, en consecuencia, se vincula todavía al pensamiento liberal-democrático y, según la opinión de Heller,38 aparece "al servicio de la idea universal democrático-socialista". Desde esta postura, el federalismo habría de repugnarle por cuanto que, al partir éste del reconocimiento de la diversidad se convertiría, en su opinión, en un obstáculo insalvable para la formación de un auténtico Estado nacional alemán, en cuyo seno los ciudadanos gozarían realmente de una auténtica libertad política. Lassalle, uno de los más importantes teóricos y prácticos de la socialdemocracia, lo expresaría de un modo en extremo tajante:

Mas si esto es así, es también cierto que la oposición de Fichte al federalismo se deriva de su propio proyecto socialista. La razón es fácilmente comprensible. Si el socialismo, como manifestación concreta de la democracia social, aspira, como también lo hace el democratismo radical, al establecimiento de un sistema político articulado sobre una organización equitativa de las relaciones social-económicas, merced al cual "todos los ciudadanos puedan vivir casi de igual agradable manera", evidente resulta que la satisfacción de los ideales socialistas requiere, como ya afirmó el propio Fichte, la transformación del viejo Estado liberal de derecho en un moderno Estado económico y social. Lo que, traducido en otros términos, significa que el poder público no puede limitarse a ser un mero observador del libre juego económico, cuya actividad se concrete en asegurar a los burgueses el pleno disfrute de sus libertades económicas, sino que, por el contrario, ha de adoptar un papel activo que le lleve a dirigir y planificar todos los ámbitos de la vida económica del Estado. Ni qué decir tiene que es mucho más fácil de poner en marcha, y de realizar, una tal tarea en aquellos Estados centralizados que en los que, al estar territorial y funcionalmente dividido el poder político, las medidas planificadoras adoptadas por la organización política central han de conjugarse con las que puedan tomar las organizaciones políticas regionales.

Este razonamiento es el que, con estudios universitarios o sin ellos, conocían perfectamente los más significativos dirigentes del PSOE en los años 1920 y 1930, y fue lo que les condujo a rechazar la República federal. Es también este razonamiento el que subyace en el pensamiento de algunos de los actuales líderes del socialismo español (A. Guerra, J. C. Rodríguez Ibarra, etcétera), quienes, habiendo aceptado, en el momento de la transición, el proceso de descentralización política como un mal menor, propugnaron, y propugnan, la existencia de una organización política central fuerte. Y es, por último, este modo de razonar el que, en el marco de la desideologización general, parecen haber olvidado muchos de quienes hoy ocupan cargos orgánicos en el Partido Socialista y en la administración pública, contribuyendo, de esta suerte, a la confusión generada por la aplicación de los conceptos y esquemas propios del confederantismo a una realidad que, como sucede con el actual Estado autonómico español, se define por su naturaleza federal.

Si hasta aquí nos hemos referido a circunstancias de índole político, es menester advertir, de manera inmediata, que existe todavía otra causa que ha hecho posible que la confusión entre federalismo y confederantismo en el desarrollo del Estado de las autonomías haya tomado cuerpo entre nosotros. Y esta tiene, de modo inconcuso, una naturaleza puramente académica. De una forma más concreta, entendemos que a esta situación se ha llegado, en muy buena medida, como consecuencia del método jurídico que se ha aceptado para actuar, como teóricos o prácticos, en el ámbito del derecho constitucional.

En este sentido, nos encontramos con que la opción, mayoritaria entre los juristas de la academia, y que, en todo caso, ha sido alentada desde el poder público, por el método del positivismo jurídico formalista y jurisprudencial, ha deparado, como con acierto denuncia el profesor De Vega, la construcción de un derecho constitucional avalorativo y aproblemático que, forjado al margen de cualquier referencia al conjunto de principios y valores que determinaron la aparición histórica del constitucionalismo moderno, pretende presentarse como un gran sistema técnico e instrumental para la solución jurídica de los problemas políticos que en cada momento se planteen, en cuyo seno, y esto es lo importante, cualquier alternativa es posible, viable y válida, siempre y cuando, y como única exigencia, su adopción se haga respetando formalmente el procedimiento legal-constitucionalmente establecido con carácter previo para la aprobación, modificación o derogación de las normas jurídicas. Y ello, por la sencillísima razón de que, aunque teórica y formalmente proclamada como tal, la Constitución, que, como en su día advirtió Heller y hoy nos recuerda Pedro de Vega, sólo resulta obligatoria y vinculante, en la medida en que es la expresión normativa de la voluntad del Poder Constituyente soberano, pierde, en el terreno de los hechos, su condición de Lex Superior, a cuya observancia y cumplimiento quedan obligados los ciudadanos y, de una manera especial y singular —y, según sentó ya el gran Rousseau, como contenido inherente e insoslayable del propio régimen democrático—, quienes ocupan el poder público. De esta suerte, el gobernante podrá hacer cuanto desea, incluso aunque ello hubiese sido expresamente excluido por el Legislador que elaboró, discutió y aprobó la Constitución vigente en el Estado. Ocurre, además, que, reducido todo el derecho constitucional a un conjunto de reglas lógico-matemáticas y geométricas, administrativistas, constitucionalistas, filósofos y politólogos no encontrarán obstáculo alguno para justificar cumplidamente la actuación del gobernante, ya se trate, como se hizo en el periodo entre guerras para Hitler, de la abolición fáctica del Estado federal, ya, y en una patente y manifiesta violación de los límites formales y materiales del federalising process en la actuación de las tendencias centrífugas de la conversión, a través del falseamiento y fraudes constitucionales, de un Estado constitucional único en una suerte de Confederación de Estados.

V. LA TEORÍA CONSTITUCIONAL DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS COMO TEORÍA DEL DERECHO CONSTITUCIONAL DE UN ESTADO ÚNICO

Obvio resulta, en tales circunstancias, que la conveniencia, aceptada con carácter general desde el primer momento, de contar con un instrumento teórico que permita lograr una adecuada comprensión del conjunto del sistema autonómico español y que, al mismo tiempo, clarifique cuáles son las posibilidades reales de su evolución dentro de la Constitución, adquiere hoy el carácter de una necesidad imperiosa, urgente e ineludible. Que, si no se quiere caer en aquel absurdo, sabiamente denunciado por Heller, en el que incurrió la vieja escuela alemana de derecho público, que le llevó a tratar de elaborar una teoría del Estado sin Estado y una teoría de la Constitución sin Constitución, una tal teoría constitucional del Estado de las autonomías no puede limitarse a la exposición exegética de la realidad normativa, sino que, por el contrario —y como ya había afirmado Hesse—, ha de tomar en consideración las vicisitudes que, en el transcurso del tiempo, vayan produciéndose en el ámbito de la realidad política, social y económica del Estado, lo cual, según nuestro modesto entender, se encuentra fuera de toda duda. Del mismo modo, resulta indiscutible que —para no caer en los excesos a que condujo el positivismo sociológico— quien asuma la tarea de elaborar una teoría constitucional del Estado políticamente descentralizado concreto no podrá centrarse, única y exclusivamente, en la actuación de los agentes políticos y jurídicos que operan en aquella comunidad política, prescindiendo, de modo absoluto, de las prescripciones contenidas en la Constitución. Si la teoría constitucional del Estado federal concreto ha de ser útil, esta sólo puede tener por finalidad la de servir para explicar la realidad constitucional del Estado de que se trate, entendiendo por tal, y de un modo bien diverso al sostenido por Karl Loewenstein,40 aquella situación en la que, en la medida de lo posible, se verifica perfecta adecuación y consonancia entre la realidad jurídico-normativa y la realidad político-social, y que, en consecuencia, nunca podrá estar en contradicción con el Código constitucional.41

La teoría constitucional del Estado de las autonomías, concebida de este modo, acaba presentándose como el estudio teórico del derecho constitucional positivo del Estado español. En su elaboración, como decimos, el estudioso del Estado, el derecho y la política ha de operar con los preceptos contenidos en el texto de 1978, única norma que, en la España actual, tiene formalmente la condición de ley constitucional, y, asimismo, con los que se contienen en aquellas otras fuentes del derecho que —como consecuencia de una decisión del Legislador Constituyente que, de acuerdo con las enseñanzas de, por ejemplo, K. Hesse,42 K. Stern43 y Pedro de Vega,44 no cabe más que calificar como altamente criticable desde el punto de vista técnico— regulan problemáticas que son materialmente constitucionales, como lo es la distribución de competencias, y que, por ello mismo, pueden ser reconducidas al concepto de "derecho constitucional material" (E. Stein) o, si se prefiere, "Constitución en sentido sustancial" (C. Lavagna). Esta última, para lo que aquí nos interesa, se concretaría en la Constitución y los Estatutos de autonomía, como normas que, no siendo formalmente leyes constitucionales, pero, al mismo tiempo, no pudiendo ser concebidas como unas meras "leyes reforzadas", que es lo que, en rigor, son el resto de las leyes orgánicas, se configuran como lo que Antonio La Pergola45 denomina "fuentes atípicas". Su principal característica, muchas veces olvidada en el marco del debate político suscitado por la aprobación del nuevo Estatuto catalán, es la de que, si bien ocupan una posición superior a la del resto del derecho ordinario, las normas institucionales básicas de las comunidades autónomas, como obra que son del poder constituido, se encuentran subordinadas a la Constitución, de suerte tal que, como no podría ser de otra forma, serán ellas las que, en caso de conflicto, hayan de ceder ante el texto constitucional como expresión normativa de la voluntad del Poder Constituyente soberano de la que, por lo demás, se deriva la propia existencia de los Estatutos de autonomía, así como su carácter de norma jurídica obligatoria y vinculante.

No basta, sin embargo, con el estudio de la realidad normativa para que el jurista sea capaz de obtener una comprensión correcta, ponderada y cabal de la realidad constitucional española. Antes al contrario, ocurre que, como muy bien comprendió Heller, la Constitución es una norma histórica que nace de la vida y por la que atraviesa la vida; el constitucionalista, a la hora de elaborar una teoría constitucional del Estado de las autonomías, nunca podría prescindir de la actuación de los partidos políticos, los grandes e imprescindibles protagonistas del proceso político democrático,46 ni, asimismo, de la interpretación que de la manifestación normativa de la última en relación con el Código fundamental haga el Tribunal Constitucional.

Existe todavía un contenido más para la adecuada forja de la teoría constitucional del Estado autonómico, al que, en todo caso, no podemos dejar de referirnos. Es más, y algo hemos dicho ya sobre este particular, entendemos que el olvido de éste, así como la táctica de dar por presupuestas y conocidas sus consecuencias, han jugado un papel preponderante en este proceso que ha desembocado en el actual estado de total y absoluta confusión entre el federalismo y el confederantismo en el desarrollo del Estado de las autonomías. De ahí, justamente, la importancia, necesidad y conveniencia de su recuperación por parte de los constitucionalistas españoles. Nos referimos, claro está, a la problemática de la relación entre el Estado y la Constitución, y a la del rol que juega el conocimiento del primero para la adecuada y correcta comprensión del derecho constitucional vigente. Lo que nos remite, de manera necesaria, a los más clásicos debates doctrinales sobre la orientación y el método del derecho constitucional.

Es, sin duda, bien conocido —aunque a fuerza de darlo por supuesto, puede acabar por ser olvidado— que tanto los autores adscritos al más radical positivismo jurídico como los que podemos englobar con el rótulo de antiformalistas estaban de acuerdo en que la Constitución, como norma jurídica suprema y fundamental que trata de conducir el proceso político en el marco de una comunidad determinada, ha de tener como misión prioritaria la regulación del Estado. Donde, haciendo ahora abstracción de la muy diferente concepción que unos y otros tenían del Estado —como una realidad estática, absoluta e intemporal, para el positivismo formalista; como una entidad dinámica, histórica y necesariamente cambiante, para el antiformalismo—, surgían las discrepancias era en relación con las consecuencias que la anterior circunstancia habría de tener para la elaboración y comprensión de la teoría del Estado y del derecho constitucional.

No obstante reconocer que la Constitución regula la vida del Estado, procedió la vieja escuela alemana de derecho público, y, siguiendo su ejemplo, el resto del positivismo jurídico formalista y jurisprudencial, al abandono del estudio del Estado que, comprendiéndolo como materia de la ciencia política y presumiendo reconocimiento por parte de los juristas, se daba por presupuesto y, por ello mismo, de innecesaria explicación. Jellinek —sin duda alguna, el más lúcido, válido y útil de los miembros de aquella escuela— lamentaría, y con razón, esta postura y sus consecuencias, al señalar que:

Pese a esta sabia y certera advertencia, el positivismo jurídico adoptó el lema de que porque el Estado es evidente, de nada sirve interrogarse sobre él. Se comprenden, de esta suerte, las ya conocidas críticas de Heller, en el sentido de que procedían a elaborar una teoría del Estado y de la Constitución sin Estado y sin Constitución, y del profesor De Vega, para quien el positivismo jurídico, empeñado en la forja de una teoría constitucional ajena a la realidad y a la historia, construyó un derecho constitucional que acababa por no ser constitutivo de nada, ni siquiera del Estado, que se daba por presupuesto.

Bien distinta era la posición del antiformalismo. En su célebre Constitución y derecho constitucional, Rudolf Smend se mostraría especialmente radical y contundente al respecto. Su tesis, en efecto, no podría ser más clara: porque la "Constitución es la ordenación jurídica del Estado, mejor dicho, de la dinámica vital en la que se desarrolla la vida del Estado",48 evidente resulta que el jurista no puede prescindir de él. "Y ello precisamente porque sin un conocimiento fundado de lo que es el Estado, no existe a la larga una teoría jurídica del Estado que resulte operativa ni tampoco un desarrollo satisfactorio del derecho constitucional mismo".49

Aceptando, como seguramente —y habida cuenta de mi condición de discípulo del doctor De Vega— no podría ser de otra forma, lo correcto de la afirmación de Smend, existe una cuestión que me interesa aclarar. No voy a incurrir yo en el grave error de tratar de formular aquí y ahora, una perfecta y acabada teoría constitucional del Estado políticamente descentralizado concreto, merced a la cual todos puedan obtener una tan necesaria como adecuada comprensión de conjunto del actual sistema autonómico español. Mi soberbia no llega a tanto. Lo que me interesa en este momento es tan sólo llamar la atención sobre una circunstancia que, entiendo, se convierte en un punto de referencia indispensable para la elaboración de una teoría constitucional del Estado de las autonomías que, partiendo de la idea de la absoluta necesidad de contar con un conocimiento fundado del Estado para lograr un derecho constitucional vigente en la comunidad política, pretenda hacer comprensible el sistema en su conjunto. Quien pretenda proceder a la elaboración de una teoría constitucional del Estado autonómico concebida como el estudio teórico del derecho constitucional hoy vigente en España, que sea capaz no sólo de proporcionar la comprensión correcta del sistema, sino también de facilitar, con sus planteamientos dogmático-prácticos (Heller) y siempre críticos (De Vega), el funcionamiento adecuado de éste, se verá, como decimos, necesaria e ineludiblemente obligado a partir de las consideraciones realizadas por Smend, en 1928, y Hesse, en 1962. Lo que, traducido en otros términos, significa que una teoría constitucional del Estado de las autonomías sólo podrá formularse, por un lado, sobre un conocimiento fundado de lo que es la forma política "Estado" en general, que el jurista logra tomando en consideración las aportaciones científicas de la teoría del Estado, y que, insistimos en ello, nunca deberían darse por presupuestas y conocidas a la hora de estudiar, comprender y explicar el derecho constitucional positivo. Por otro, aquélla, en cuanto que explicación teórica del modelo territorial del Estado creado, definido e individualizado por una Constitución determinada y concreta, habrá de partir de todos aquellos esquemas conceptuales acuñados por la que Hesse llama teoría constitucional del Estado federal general.

Desde la anterior óptica, se erige ante nosotros una primera afirmación que nunca debería ser ignorada ni, a fuerza de darla por presupuesta, sobreentendida y conocida, olvidada por quien asuma la tarea de elaborar una teoría constitucional del Estado de las autonomías. Y esta es que el Estado políticamente descentralizado, en cualquiera de sus manifestaciones estructurales posibles (Estado federal, integral, regional y autonómico), es, ante todo y sobre todo, un Estado único. Es, justamente, en este carácter de ser una comunidad política única donde, a la postre, radica la más clara y definitiva diferencia entre el Estado federal y la otra manifestación histórica del federalismo, la Confederación de Estados. Afirmación esta que, en nuestra opinión, no ha de ser muy difícil de entender y compartir.

Ya utilicemos la teoría clásica del contrato social —que, como indicó Smend, "no es sólo una construcción mítica de la historia y un instrumento útil en la crítica del Estado y en la fundamentación jurídica; es también el intento de lograr una comprensión sociológica, o mejor, fenomenológica"—,50 ya recurramos a la doctrina del nationale Tat defendida, por ejemplo, por Jellinek y Zorn —y que, pese a todas las críticas que contiene hacia la construcción del iusnaturalismo contractualista, acaba, en realidad, coincidiendo de algún modo con la primera—,51 en la explicación del nacimiento del Estado federal aparece siempre una única y misma idea, a saber: que la Federación, como, por lo demás, cualquier otro Estado, sólo, y según expresó claramente Heller,52 puede nacer por la decisión del "pueblo como pluralidad" de constituirse, a sí mismo, y de manera consciente, en "pueblo como unidad". Al igual que sucede en el supuesto de las estructuras estatales unitarias, surge, de esta suerte, un nuevo ente político, el pueblo o, identificado con él, el Estado, que, de una forma y otra, substituye a los preexistentes, y que, y esto es lo que tiene importancia y resulta transcendente, se configura como una unidad organizada y universal de acción y decisión política, que es, como bien advirtió Heller, lo que define a la forma política Estado.

La diferencia con la Confederación de Estados es, desde la perspectiva anterior, meridiana. Téngase en cuenta que la celebración de un pacto entre diversos Estados soberanos e independientes por el cual se da origen a la Staatenbund, implica, sí, la aparición de un nuevo ente político, distinto a las colectividades asociadas, y al que se le reconoce, de manera unánime, una cierta subjetividad internacional. Ocurre, no obstante, que el nacimiento de este nuevo ente político no conlleva la desaparición, ni en el orden interno, ni en el internacional, de las colectividades particulares y su substitución por la Confederación. Antes al contrario, nos encontramos con que lo característico de esta forma de organización estatal es el que, en ella, las colectividades confederadas mantienen el estatus de Estados soberanos e independientes, sujetos todos ellos del derecho internacional.

Todo lo contrario sucede en el supuesto del Estado federal. Como en La política metódicamente concebida e ilustrada con ejemplos sagrados y profanos (1603) puso de manifiesto ya Althusius, en el caso de la Federación, en cuanto que manifestación estructural concreta y específica que es del Estado, la celebración del pacto social determina el nacimiento de un nuevo sujeto político, el pueblo federal, que se presenta como un ente superior y englobador de todos y cada uno de los pueblos preexistentes que lo crean, los cuales se integran y, de algún modo, se disuelven en él.

De cualquier modo, interesa advertir que este proceso por el cual el pueblo como pluralidad opta por constituirse en pueblo como unidad, no se agota, ni mucho menos, con la decisión de crear o, en su caso, refundar el Estado. Junto con esto, aquel proceso tendrá la virtualidad de permitir a los futuros ciudadanos del Estado que procedan a la determinación de los principios y valores por los que va a regirse la vida de la comunidad política en el futuro. Entre estos principios y valores, y porque de una Federación se trata, estaría el de que la naciente, o refundada, estructura estatal se organizará según la técnica federal. Técnica esta que, de acuerdo con Friedrich,53 se concreta en el federalizing process, entendido como un proceso dinámico en el que las tendencias centralizadoras y descentralizadoras se "desenvuelven en sentido opuesto, pero, por así decirlo, convergente",54 de suerte tal que, por el simple devenir histórico, y respetando siempre los límites formales y materiales inherentes al sistema, habrá momento en que sea conveniente fortalecer el poder de la organización política central, atribuyéndole, en consecuencia, competencias que anteriormente eran de titularidad regional, y otros donde sucede lo contrario.

En la aplicación de lo hasta aquí visto, a la forja de una posible teoría constitucional del Estado de las autonomías, podemos hoy, y desde 1995, encontrar algunas dificultades derivadas no de la propia realidad histórica, sino del cambio de actitud que, desde aquella fecha, vienen operando las fuerzas políticas españolas. Nos referimos, claro está, y en primer término, a esa afirmación que, amparándose en el hecho de que sus parlamentarios se abstuvieron en la votación, de 31 de octubre de 1978, sobre la totalidad del Proyecto de Constitución, lanzó el PNV, y que han asumido una gran parte de los partidos nacionalistas de ámbito regional —creo, en este sentido, no errar si excluyo de esta creencia a aquellas fuerzas políticas regionales que actúan según los criterios del nacionalismo jacobino—, según la cual en España, pese a ser un auténtico e indiscutible Estado constitucional, no se ha ejercido el derecho de autodeterminación entendido, aquí y ahora, como la materialización real y efectiva de la teoría democrática del Poder Constituyente del pueblo. En el mismo sentido, hemos de referirnos, en segundo lugar, a la actitud que mantienen hoy sobre este particular algunos —afortunadamente, no todos— miembros de las organizaciones políticas estatales cuando actúan en el marco geográfico de las comunidades autónomas, sobre todo si ostentan la condición de presidentes o, como mínimo, vocales de la comisión parlamentaria para la reforma de sus respectivos Estatutos de autonomía. Éstos, cuando en su afán legislativo, y pretendiendo agradar a sus socios en la mayoría parlamentaria regional, tropiezan con algún obstáculo, contenido en la Constitución de 1978, para introducir nuevas fórmulas políticas en los nuevos Estatutos, no dudarán en poner en circulación la rara especie de que no existe, ni puede existir, contradicción, ya que la solución contenida en el texto constitucional se adoptó porque estábamos en la transición.

Según nuestro modesto parecer, no es menester realizar un gran esfuerzo intelectual para comprender que tanto una como otra tesis ni resultan aceptables desde el punto de vista político, ni, desde una perspectiva académica, tienen la más mínima consistencia cuando se las enfrenta a los más clásicos y consolidados conceptos de la teoría del Estado y del derecho constitucional. Aunque no falte quien no desee reconocerlo, y aunque, tal vez, no sea muy "políticamente correcto" el señalarlo en este momento, creemos que la respuesta que, desde la más elemental lógica jurídica y política, ha de darse a tales argumentaciones es evidente.

En efecto, a los partidos nacionalistas de ámbito regional, habría que recordarles —así lo vengo haciendo yo desde 1995— que forma parte de los más básicos y fundamentales principios de la teoría democrática del Poder Constituyente del pueblo el que, en su condición de titular del ejercicio de la soberanía, el pueblo como diversidad decide de acuerdo con el principio mayoritario tanto su constitución en pueblo como unidad, y, con ello, la creación del Estado, como la determinación de los principios y valores por los que va a regirse la vida de la comunidad política en el futuro, y que son los que, actuando ya como pueblo en unidad investido del Poder Constituyente, consagra en el texto de la Constitución. Asimismo, ha de recordarse a los partidos nacionalistas regionales que fue ya John Wise quien, al realizar, como está generalmente admitido (Borgeaud, De Vega, etcétera), la primera teorización del proceso constituyente, sentó el principio de que, una vez que se ha verificado el momento del pacto social y que su contenido se ha incorporado a la Constitución, la voluntad del soberano se impone a todos, en el sentido de que "todos ellos están obligados por la mayoría a aceptar la forma particular así establecida, aun cuando su propia opinión privada les incline hacia algún otro modelo".55

A los segundos, por su parte, también les convendría recordar lo anterior, así como las consecuencias que el pensamiento político democrático en general ha extraído siempre de aquel principio. Consecuencias que, básicamente, se concretan en estas dos: 1) Que adoptado por el Poder Constituyente soberano un determinado texto constitucional, lo que la lógica democrática impone es la más absoluta y escrupulosa observancia y cumplimiento de aquél mientras se encuentre vigente. 2) Que lo anterior no significa que los partidos que ocupan las posiciones mayoritarias tengan que asumir todos los contenidos de la Constitución tal y como fueron aprobados originariamente, sino que, por el contrario, pueden aspirar a su reforma o, incluso, a la substitución de aquel Código fundamental por otro nuevo, pero que para lo que no están legitimados, ni siquiera en el supuesto de preceptos con los que su organización partidista no estaba de acuerdo en el momento constituyente, es a incurrir en el falseamiento y el fraude constitucional que, lejos de ser instrumentos en virtud de los cuales la realidad jurídica puede adaptarse a la históricamente cambiante realidad política, suponen, como señala De Vega, unas manifiestas transgresiones de la ley constitucional (Verfassungsüberschreitung). En esto radica, precisamente, la gran diferencia entre los demócratas y los no demócratas. Los demócratas, como, ante el peligro que representaba el avance de los totalitarismos en el marco de la República de Weimar, hacía el joven socialdemócrata y brillante constitucionalista que era Heller,56 celebrarán y defenderán la Constitución vigente siquiera sea porque les posibilita su tarea y, en consecuencia, les concede la libertad de realizar en el futuro una forma superior y más homogénea. Pero, además de esto, alguien debería hacerles ver que su postura resulta esperpéntica, sobre todo cuando quien realiza la apelación a la transición es militante de alguno de los partidos que, en cuanto que ocupaba una de las posiciones mayoritarias en las Cortes Constituyentes, estaba en situación de condicionar el resultado final.

Nos guste o no, seamos partidarios de su resultado normativo o de cualquier otra solución, es, en todo caso, innegable que también en la España actual se llevó a cabo la decisión del pueblo como pluralidad de constituirse en pueblo como unidad. En efecto, como resultado de un largo proceso histórico —que, como señala Morodo, arranca de la década de 1950, cuando comienzan a organizarse en el interior las fuerzas de la oposición democrática al franquismo, primero en grupos, después en partidos— de negociaciones y de cesiones entre las distintas fuerzas de la oposición democrática al franquismo en una primera etapa, y que se extendería a los llamados aperturistas o reformistas del régimen tras la muerte del general-dictador, se adoptará la decisión fundamental de proceder a la refundación del Estado español.

Así las cosas, nos encontramos con que el ejercicio del derecho de autodeterminación lo llevaron a cabo los españoles, y de modo inconcuso, al decidir que iban a continuar unidos en el viejo Estado español aunque, eso sí, regidos por unos principios y valores radicalmente distintos a los que informaban la dictadura. Por lo que aquí, y ahora, interesa, lo anterior se tradujo en la decisión de que la vieja España unitaria, centralizada y centralista, organizada según los postulados de la tradición nacional mágico-mítica del españolismo, se transformaría en un nuevo Estado políticamente descentralizado, como comunidad política única, en el que junto a la organización política central, el Estado en la terminología de la Constitución, aparecerían unos nuevos centros autónomos de decisión política democrática y legítima, las comunidades autónomas.

De cualquier modo, interesa destacar que lo anterior es el fruto de un proceso constituyente basado en la idea de consenso. A lo largo de todo ese periodo fue, en efecto, la idea de que era necesario llegar a acuerdos la que presidió la actuación de las distintas fuerzas políticas de la oposición democrática al franquismo, y únicamente entre ellas, en la etapa 1950-1975; entre éstas y las distintas organizaciones que provenían del stablishment franquista, desde 1976.

De este consenso, sólo fueron excluidos los partidos republicanos de izquierda. Lo que, aunque nunca justificable, resulta explicable por un doble orden de circunstancias. En el caso de la oposición democrática, la exclusión de los partidos republicanos se presentaba como el lógico correlato de la aceptación por parte de las organizaciones que la integraban de la tesis tiernista de "la monarquía como salida". Por otra parte, la presencia de los republicanos resultaba intolerable para quienes en aquel momento detentaban el poder, los cuales, ya desde el inicio de la guerra civil, habían convertido a la monarquía en un contenido innegociable, y, por lo demás —y como recuerda el profesor Morodo—, habían hecho de la aceptación de aquélla una condición indispensable para conseguir la legalización de los partidos.

Pero si esto fue así respecto del republicanismo de izquierda, es necesario advertir, de manera inmediata, que no sucedió lo mismo con los partidos nacionalistas de ámbito regional, al menos los de carácter conservador. Dando cumplida materialización a la definición de España como aquel Estado en el que resulta más peligroso pronunciarse a favor de la República que perder una provincia, o aspirar a la desintegración de aquél,57 la clase política de ámbito estatal no dudó en llamar a los nacionalistas conservadores a participar en el consenso constitucional. Y, en uso de esta invitación, los partidos nacionalistas, al menos los conservadores, participaron activamente en el proceso constituyente. Y, además, lo hicieron desde el primer momento y en todas sus fases. De esta suerte, y muy al contrario de lo que hoy sostienen, nos encontramos con que el nacionalismo conservador catalán y vasco, por las razones que sean, se convirtieron en uno de los artífices de la decisión de crear el actual Estado de las autonomías.

Que el proceso constituyente pudo tener otro resultado, es algo que, como hipótesis teórica, nadie puede negar. Al actuar en aquel momento el Poder Constituyente originario, que se define por ser un poder soberano, absoluto e ilimitado en el contenido de su voluntad, su decisión hubiera podido dar origen a cualquier forma de organización estatal, desde el Estado unitario centralizado, hasta la Confederación de Estados, o, incluso, la formación de distintos Estados soberanos e independientes sin ningún vínculo jurídico y político entre ellos.

A esta circunstancia se refirió Azaña en marzo de 1930, cuando, en Barcelona, pronunció estas palabras:

Sentencia esta que, como nadie ignora, resultó controvertida en su momento, como lo sigue siendo en la actualidad, y ha sido objeto de las más dispares interpretaciones.

A mi juicio, tiene razón Santos Juliá cuando sostiene que no es que con estas palabras, Azaña —como normalmente se afirma (A. de Blas, E. García de Enterría, etcétera) y, en todo caso, como pretendieron hacernos creer los nacionalistas catalanes en 2006— se pronunciase en favor de la posible secesión de Cataluña. Tal hipótesis choca, y de manera frontal, con el carácter del presidente quien se definía a sí mismo, y en el mismo discurso, como "español por los cuatro costados, aunque no sea españolista", y que, aunque tal condi-

ción "no me parece, ni en mal ni en bien, cosa del otro jueves",58 reconocería, negando de este modo la calificación que de él se hacía por monárquicos y fascistas, su pasión por España y la grandeza de sus momentos democráticos.

Es más, entendemos que la defensa de la posible secesión de Cataluña tampoco se compadece bien con la actitud de quien, ya en 1918, y de manera casi simultánea con la formulación del principio de "autodeterminación de los pueblos" por Woodrow Wilson, se había pronunciado contrario a que, porque así lo solicitaban los catalanistas, hubiera de darse la independencia a Cataluña.59 Frente a tal demanda, y como consecuencia del recelo que le inspiraba un catalanismo que, aunque demandase formalmente la independencia, entendía como un movimiento finalmente imperialista y que tan sólo aspiraba a la hegemonía catalana en el Estado español, Azaña, militante entonces del Partido Reformista, afirmaba la necesidad de asegurar la unidad de España mediante el establecimiento de un sistema federal o, si se prefiere, autonómico que, lejos de articularse sobre la posición hegemónica de Castilla o de Cataluña, estuviese basado en el reconocimiento, desde la igualdad de todas las colectividades particulares, de la diversidad. Pensamiento éste que reafirmaría como dirigente del republicanismo de izquierda, proclamando, por ejemplo:

Ni qué decir tiene que, partiendo de estos postulados, el presidente Azaña no podía propugnar una política secesionista. Por el contrario, a lo que todo lo anterior le conduce es a pensar que el nuevo régimen democrático quedaba, necesaria e ineludiblemente, obligado a corregir, reparar y anular todas las injusticias que el nacionalismo españolista había cometido con todos los pueblos españoles a lo largo de la historia. Lo que, como trató Azaña de explicar al catalanismo en el acto formal de la entrega del Estatuto de 1932, determinaba la orientación de la política futura, en el sentido de que "la República, que es creadora de la regeneración política de Cataluña, restaurando la libertad catalana, durante siglos oprimida y por la dinastía que oprimió a Cataluña y a España entera".61

De cualquier forma, y aunque ello haya sido omitido de forma deliberada, tanto por los nacionalistas catalanes en 2006 como por los nuevos agitadores de la tradición nacional mágico-mítica del españolismo, Azaña, ya en su discurso de marzo de 1930, pone bien y contundentemente de manifiesto que, aunque contemplando tal hipótesis como una alternativa posible, ni era éste su deseo, ni que fuera él de la opinión de que la democratización de España hubiese de conducir al inevitable desmembramiento del Estado español. No otra cosa hace, en efecto, cuando afirma:

Del mismo modo, y en la misma pieza, el presidente Azaña deja claro que no era, ni mucho menos, el proyecto del republicanismo español la creación de aquella Confederación ibérica que se extendería desde Lisboa hasta el Ródano, que tanto gustaba al nacionalismo conservador catalán, sino algo bien distinto. Así, el gran político alcalaíno dirá que:

Ahora bien, si esto es así, es cierto que Azaña se refirió, en Barcelona, en marzo de 1930, a la posibilidad de la secesión de Cataluña. De ahí la controversia sobre sus verdaderas intenciones. Según nuestro modesto parecer —que es el de un azañista convencido, y un azañólogo aficionado— sólo podrá entenderse y comprenderse el significado de aquel: "si algún día… Cataluña… resolviese remar sola en su navío", cuando estas palabras se sitúen en el contexto histórico en el que Azaña las pronunció.

Nadie debería olvidar, en este sentido, que el discurso del 27 de marzo de 1930 se encuadra, de modo indiscutible, en el marco de la actividad que Azaña, como político práctico, había iniciado en septiembre de 1923. Puesta de manifiesto, como consecuencia del golpe de Estado del 13 de septiembre, la absoluta incompatibilidad de la monarquía con el régimen democrático, entenderá Azaña que a los demócratas españoles no les queda otro remedio que reconocer la inutilidad, y el fracaso, de sus buenas intenciones de actuar en el sistema pseudo-constitucional de la restauración, ni otra posibilidad que la de "regresar a sus antiguas posiciones, dejando caer el apellido reformista para no llamarse más que republicano".63 Lo anterior, como es obvio, implicaba el estar dispuesto a la realización de una revolución —que tan sólo, y en tanto en cuanto no estaban contaminados, podrían conducir los republicanos y los socialistas— que, tomando conciencia de que "nada queda aprovechable del sistema anterior: ni la estructura de las Cortes, ni la institución regia, ni menos aún, por tanto los partidos de Gobierno",64 diera como resultado un cambio substancial en España. Cambio en el que "la República no puede surgir como un mal menor, originado en la podredumbre y corrupción de un régimen, sino como criatura de nuestra energía, fecunda y activa, segura de sí misma. La República tendrá que combatir con una mano mientras edifica con la otra".65

En este contexto, el sentido y el significado del discurso del 27 de marzo de 1930 resultan, en nuestra opinión, evidentes y meridianos. Cierto es que Azaña, como corresponde a un estadista cabal y a quien, como él, tiene una sólida formación jurídica y política, no incurrió en aquel error y en aquella insensatez que, por aquellos años, Heller achacaba a sus correligionarios de juventudes socialistas que, seducidos por las tesis de Sorel, olvidaban que "si no hay un Estado mejor, ¡se asume tal como es! El político nunca niega algo malo si antes no tiene algo mejor que poner en su lugar".66 De hecho, su proyecto, como demostró ya en los primeros días de la República, estaba perfectamente pensado, meditado y construido. Ahora bien, esto no le hace ignorar los riesgos que tiene la apertura de un proceso revolucionario. Y a esto último es a lo que, en realidad, se refiere en su intervención del restaurante "Patria" de Barcelona.

En efecto, lo que, ante los intelectuales catalanistas, hizo Azaña aquel 27 de marzo de 1930 fue, simplemente, poner de manifiesto algo que cualquier demócrata conoce, a saber: que cuando se apela a la revolución, y esta se inicia, el posible resultado del proceso resulta, siempre, y a priori, incierto. Y ello, por la sencillísima razón de que, en un momento definido por su facticidad y en el que actúa un sujeto soberano que, como tal, no puede encontrarse limitado por ningún tipo de norma jurídica, la defensa de cualquier apetencia política —incluidas, claro está, la de la secesión de Cataluña, la organización confederal soñada por Prat de la Riba, etcétera— es legítima y, en principio, alcanzable. Su posibilidad y viabilidad reales dependerán, única y exclusivamente, de que, efectuada la propuesta por algunos, el cuerpo político, como soberano que decide por mayoría, las acepte.

Recordar el supuesto de Manuel Azaña nos parece especialmente oportuno y conveniente en el momento actual, y ante las particulares vicisitudes por las que atraviesa hoy el desarrollo del Estado de las autonomías. Y ello, no tanto por lo que hasta aquí llevamos visto, que es también, sin duda, muy importante. La transcendencia de este ejercicio, por el contrario, radica en conocer el sentido que el político republicano otorga al triunfo de la revolución y las consecuencias que de ello saca, las cuales, condensadas en sus célebres:

Así como: "lo que nos importa de la Constitución es su fin y su propósito y conocemos que su armadura se hizo para eso, y por encima de la Constitución está la República, y por encima de la República, la revolución",68 condicionaron toda la actividad de Azaña, en el Gobierno y en la oposición, durante la vida de la República.

De su ejemplo, acaso podamos extraer los españoles de hoy, gobernantes y gobernados, no pocas enseñanzas. Su conocimiento, desde luego, nos resultará extremadamente útil para la forja de una adecuada teoría constitucional del Estado de las autonomías.

Comprendió perfectamente Manuel Azaña —como también lo hacen hoy los miembros más conscientes de la clase política actual— algo que, en el marco de un derecho constitucional construido al margen del dogma político de la soberanía del pueblo, parecen ignorar, o que, como mínimo, no les interesa recordar, no pocos de nuestros gobernantes, y una gran parte de nuestros estudiosos del Estado, la política y el derecho. Nos referimos a la idea de que si bien en el momento prerrevolucionario e, incluso, cuando se inicia la revolución democrática, las demandas de independencia de Cataluña, o la de la creación de una Confederación de pueblos ibéricos, se presentaban como alternativas válidas, legítimas y posibles, las mismas, de manera tan necesaria como forzosa, deberán desaparecer del debate político ordinario una vez que los revolucionarios proceden a la verificación del que Wise denominó momento del pacto social, el Pacto de San Sebastián en nuestro caso, y en él se decantan por la creación de un Estado políticamente descentralizado. Y mucho más todavía cuando el contenido de aquel pacto social se concreta, en el plano jurídico-normativo, en la consagración constitucional del Estado integral en el que no cabe la secesión de ninguno de los territorios que lo integran.

Ocurre, no obstante, que, pese a ser lo anterior un principio general inherente a la propia lógica del Estado constitucional, el fantasma del independentismo —azuzado por causas totalmente ajenas a la problemática de la organización territorial del poder (por ejemplo, la pérdida por parte de la Iglesia católica de aquella situación de privilegio de la que gozaba en la monarquía)— cobró una especial presencia en el debate parlamentario sobre el Estatuto catalán de 1932. En efecto, fueron no pocos los diputados, incluso entre los que conformaban la mayoría gubernamental o que habían pertenecido a ésta en los albores de la II República y que, en todo caso, habían participado en el Pacto de San Sebastián, que expresaron su temor a que la puesta en marcha del proceso de institucionalización de la autonomía política regional, que se iniciaba con la aprobación de aquel texto estatutario, pudiera conducir a la definitiva y fatal desintegración del Estado español.

El presidente Azaña trataría de disipar estos temores. Y lo hizo, justamente, recordando a estos parlamentarios el principio antes aludido. Las palabras que, en su discurso del 27 de mayo de 1932, pronunció ante las Cortes, no podrían ser más claras y contundentes al respecto:

Este mismo principio de que lo acordado en el momento del pacto social, y consagrado en el texto constitucional, resulta de obligado cumplimiento para los gobernados y, de manera muy principal, para los gobernantes, es el que llevó a Azaña, como demócrata que era, a tratar hasta el último momento de evitar que Lluís Companys —cada vez más un radicalizado catalanista, y menos un republicano catalán—70 respondiera a la política contrarrevolucionaria, si no reaccionaria y decididamente centralizadora, de la mayoría radical-cedista con la proclamación de la República catalana, independiente del Estado español, como efectivamente hizo el 6 de octubre de 1934. Fueron, también, aquellas creencias, las que, ya en la guerra civil, le animaron a instar a los gobiernos de Largo Caballero y Negrín a recuperar todas aquellas competencias de la República de las que, en medio de la confusión generada por el conflicto bélico y, al mismo tiempo, como consecuencia de la desidia de un Ejecutivo que, bajo la influencia de Araquistáin, estaba más interesado en hacer la revolución social que en ganar la guerra (P. Preston, S. Juliá), se había adueñado el Gobierno de la Generalitat; o a oponerse a cuantas actuaciones emprendieron los Gobiernos autonómicos desde la consideración de Cataluña y País Vasco como entendidas estatales distintas a la República española. Fueron, asimismo, y por último, estas firmes convicciones democráticas las que impidieron a Azaña, ya como expresidente, apoyar con su firma un manifiesto en el que los presidentes catalán y vasco aparecían en pie de igualdad, no con un hipotético presidente castellano —lo que, siendo coherente consigo mismo, no le hubiera provocado ningún trastorno— sino con el presidente de la República española.71

La enseñanza que debemos sacar de todo esto, se nos antoja diáfana. Mientras esté vigente la Constitución de 1978, no cabe ninguna política tendente a hacer efectivo el derecho de secesión que, por lo demás, había sido expresamente, y de modo directo e indirecto, rechazado por el Legislador Constituyente. Hipótesis esta que ni siquiera podría llevarse a cabo procediendo al falseamiento de la Constitución o al fraude constitucional, cuya actuación, en cuanto que transgresiones del texto constitucional, está vetada para los poderes constituidos, ya sean de la organización política central y de las organizaciones políticas regionales. Así las cosas, nos encontramos con que, como, en aplicación del pensamiento rousseauniano, he sostenido en otras muchas ocasiones, la única posibilidad de que la actual unidad estatal se quiebre, y lo haga legítimamente, sería la de la apertura de un nuevo proceso constituyente, como acción revolucionaria, en el que el soberano decidiese bien la independencia total de las actuales comunidades autónomas, bien la Confederación de Estados, o cualquier otra solución.

VI. REFLEXIONES FINALES: LA TEORÍA CONSTITUCIONAL DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS COMO BÚSQUEDA EN LO DEVENIDO DE LO QUE ESTÁ POR DEVENIR

No podemos terminar este, ya largo, escrito, sin realizar unas reflexiones finales. Y estas se basan en la concepción helleriana sobre la función que ha de cumplir el estudio del Estado, la política y el derecho. Bien conocido es por todos que en opinión de Heller la teoría del Estado y del derecho constitucional, como ciencia eminentemente práctica que es y cuyo objeto de atención le viene impuesto al estudioso por la propia realidad jurídica y política, no puede, si de verdad quiere ser útil, circunscribirse a la explicación jurídica de las relaciones de poder existentes en una determinada comunidad política y en un momento concreto y específico, de igual manera que su autor no puede limitarse a realizar esa exposición y tratar de influir en aquellas relaciones con sus tesis. Junto a tales objetivos, el gran jurista y politológo alemán opinaba que una de las funciones primordiales de esta ciencia, y, en consecuencia, uno de los deberes principales de sus cultivadores, es el de tratar de averiguar cuál puede ser la evolución de esas relaciones de poder. Ni qué decir tiene que Heller, como jurista de la realidad que era, no confía esta tarea a la mera voluntad del estudioso o del gobernante a cuyo servicio se encuentra, o a la mayor o menor intuición de éstos. Se trata, por el contrario, de una auténtica operación científica, para la que el investigador precisa del conocimiento objetivo de la historia política del Estado en el que desenvuelve su actividad. La teoría del Estado y del derecho constitucional se presenta, de esta suerte, como una ciencia jurídico-política que busca en lo devenido, en la historia, lo que está por devenir. Afirmación esta que, acaso, requiera alguna explicación.

Lo anterior, como a nadie puede ocultársele, nos remite a uno de los puntos centrales de la concepción helleriana de nuestra ciencia. A saber: frente a la concepción del positivismo jurídico, tanto formalista como jurisprudencial, que, deificando la norma jurídica o, en su caso, la interpretación que de la misma realizada por los tribunales constitucionales, creía viable la construcción de un derecho constitucional al margen de la realidad política, social y económica, y, por lo demás, absolutamente ajeno a las ideas de democracia y libertad, y, asimismo, frente a la postura del positivismo sociológico, que, centrándose tan sólo en la realidad política, social y económica, trataba de elaborar una teoría constitucional en la que podía prescindirse de la realidad jurídico-normativa, entendió Heller, como también lo hizo Smend, que el estudio de la Constitución, como unión y, en la medida de lo posible, perfecta adecuación de la realidad jurídico-normativa y de la realidad político-social, únicamente puede llevarse a cabo tomando en consideración ambas realidades. Con ello, nos encontramos con que el constitucionalista, si realmente quiere obtener una ponderada y cabal comprensión del derecho constitucional vigente en el Estado de que se trate, se ve en la obligación de contar con las normas del derecho positivo para cuya interpretación ha menester de todos los datos jurídicos, extrajurídicos y metajurídicos que, en último extremo, determinaron la adopción de aquellos preceptos. Entre ellos, se encuentra la historia, de la que, como bien comprendió Richard Schimdt, nunca puede prescindir el constitucionalista. Lo que se explica por cuanto que es, justamente, la historia la que, por un lado, nos facilita el entendimiento de los motivos reales de los problemas que hoy se presentan, y, por otro, nos puede descubrir cuál puede ser la evolución del sistema en circunstancias similares.

Como es obvio, si aceptamos lo anterior, la teoría constitucional del Estado autónomico español no puede limitarse a una exposición de la situación jurídico-política del presente, ni a constituir o bien una justificación de todo lo que las organizaciones partidistas mayoritarias en la organización política central o en las distintas organizaciones políticas hagan o deseen hacer, o bien una mera crítica de las decisiones jurídicas de éstas tomadas, de una u otra forma, como hechos consumados llevados a cabo por el gobernante, en los que el teórico, como nuevo consejero de príncipes, ha podido, o no, tener alguna influencia en su adopción. Tales tareas son, sin disputa, fundamentales para su posible elaboración, pero, ni siquiera aunque puedan ser perfectamente justificadas desde el punto de vista científico, resultan suficientes por ende, para la construcción de una teoría constitucional del Estado de las autonomías que pueda presentarse como un instrumento no sólo adecuado, sino también útil para proporcionar la comprensión global y de conjunto del sistema y ser capaz de conducir de una manera cabal y ponderada la vida de la comunidad política. Quien pretenda abordar el reto de elaborar una teoría constitucional del Estado autonómico tendrá, en consecuencia, que tratar de averiguar cuál puede ser la evolución de aquél. Y, para ello, tendrá que acudir a otras experiencias históricas similares vividas en España.

No se nos oculta, ni podría hacerlo, que la misión no es fácil. Es verdad que en la España constitucional ha habido muchos intentos de regionalización del Estado. Ahora bien, si esto es así, es lo cierto, sin embargo, que la mayoría de ellos no guarda ninguna relación con el actual proceso de descentralización política. Nada tienen que ver, en efecto, con el actual Estado políticamente descentralizado español los proyectos regionalizadores del Real Decreto del 29 de septiembre de 1847 (Reforma Escosura), del Proyecto de Ley del 7 de enero de 1884 y el Proyecto de Silvela-Sánchez de Toca de 1891. Para empezar, nos encontramos con que éstos fueron fruto de la voluntad de los poderes normativos, y no, como ocurrió en 1978, de la voluntad soberana, absoluta e ilimitada del Poder Constituyente. Por otra parte, la comparación resultaría también metodológicamente incorrecta en la medida en que, salvo, acaso, en el supuesto del Proyecto de Silvela-Sánchez de Toca, los proyectos legislativos regionalizadores habidos en España trataban de construir unas regiones concebidas como meros entes público-territoriales de carácter administrativo, y no la creación de unos verdaderos centros autónomos de decisión política democrática y legítima.72

Así las cosas, la apelación a la historia para conocer la posible evolución del actual sistema autónomico quedaría reducida a la comparación del modelo territorial del Estado a que ha dado lugar la vigente Constitución con el Proyecto de Constitución de la República federal española y la Constitución republicana de 1931. En los tres casos, en efecto, el proceso de institucionalización de la descentralización política se debió a la voluntad del Poder Constituyente de o bien dividir el territorio nacional en distintas colectividades-miembro, supuesto de la primera República, o bien, como, con la constitucionalización del principio dispositivo, en la segunda República y en la España de 1978, permitir el posterior nacimiento de las colectividades particulares.

Podemos, sin embargo, prescindir aquí de la experiencia de 1873. La razón es fácilmente comprensible. Cierto es, nadie puede discutirlo, que tanto el texto preparado por los republicanos de 1873, como el que se elaboró, discutió y aprobó en 1978 responden a las ideas y al principio democrático. Que ambos documentos de gobierno respondían, igualmente, a la idea de la necesidad de proceder al reconocimiento de la diversidad que caracteriza al pueblo español como mecanismo adecuado para asegurar la unidad del Estado. Ahora bien, ocurre que, como venimos diciendo, el problema de la confusión entre el federalismo y el confederantismo que hoy se vive en España no es, o al menos no principalmente, consecuencia de lo que la Constitución establece, cuanto de la utilización que las distintas fuerzas políticas, los operadores jurídicos y la doctrina hacen de aquellos preceptos. Lo que, en definitiva, significa que nos encontramos ante una problemática que se plantea en el marco de la dinámica política que se ha venido desarrollando bajo la vigencia del texto de 1978, y de una manera muy particular desde 1993. Esta circunstancia es la que, a nuestro juicio, hace inútil la comparación entre ambos modelos. La primera República, nadie lo ignora, tuvo una vida tan corta como convulsa. En muchísimas ocasiones, hubieron de hacer frente los gobernantes republicanos a conflictos que, aunque tuvieron incluso repercusión en la dificultad de la adecuada organización territorial del Estado, nada tenían que ver, en realidad, con un régimen que había nacido de la voluntad de un pueblo que se sentía libre y que, en consecuencia, se proclamaba como el dueño y señor de su destino. Nos referimos, claro está, a la confrontación entre isabelinos y carlistas que, de modo absolutamente absurdo, se prolongaban en el contexto de la nueva República, y que finalmente acabaron, con el peso de las armas, como recordaba Azaña en los años treinta, con el propio régimen democrático-republicano. Pero, si esto es así, nadie puede ignorar que la primera República no llegó a aprobar su Constitución como consecuencia de la entrada en el Congreso del general Pavía. No hubo entonces una dinámica política constitucional. De esta suerte, cualquier intento de determinar el cómo los republicanos hubieran desarrollado la normativa constitucional no pasaría de ser una mera especulación que, en todo caso, no podríamos utilizar como un dato histórico que nos permita establecer cuál puede ser la evolución del sistema constitucional autonómico a que ha dado lugar el Código Fundamental del 27 de diciembre de 1978.

Sólo, por decirlo con Antonio Machado, la gloriosa y "cien veces legítima" segunda República, cuya Constitución estuvo vigente, nos permite realizar aquella propuesta helleriana de buscar en lo devenido lo que está por devenir. En este sentido, nos encontramos con que existe un momento en el que las vicisitudes por las que atravesó la "República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y de justicia" recuerdan, y mucho a la situación en la que hoy nos encontramos los españoles. Y éste no se corresponde con los años de vida pacífica del régimen republicano, ni siquiera en aquellos desgraciados años de una legislatura que comenzó siendo, en la clásica terminología de Babeuf, contrarrevolucionaria y que, como nadie puede negar, acabó siendo claramente reaccionaria. Por el contrario, la semejanza, aunque a alguien pueda sorprenderle e, incluso, molestarle, se verifica con los años de la sangrienta, atroz y estúpida guerra civil. En efecto, aunque por muy diversos motivos, en ambos momentos los españoles hemos llegado a una situación de total y absoluta confusión y, de una u otra forma, de caos ideológico.

Pocas dudas pueden existir en cuanto a que la anterior afirmación es singularmente correcta para la España de 2008. Ahora, la confusión ideológica no es el resultado del desconcierto que, en toda sociedad, y la nuestra no sería una excepción al respecto, genera un conflicto bélico, y mucho más cuando éste se produce entre los ciudadanos del mismo Estado. Por el contrario, y como, de una suerte u otra, ha quedado ya dicho, aquel desconcierto se debe a causas generales, como son, en primer lugar, el abandono de las viejas utopías (eu-topos, el buen lugar que es posible alcanzar y por el que ha de lucharse, y no u-topos, el no lugar) democráticas que, como, certeramente y de modo absolutamente contundente, ha denunciado el maestro De Vega, ha conducido a la desaparición en el ámbito del derecho constitucional de las ideas de Estado, concebido como el mejor y más perfecto instrumento de liberación de los hombres, de soberanía y de pueblo, pese a que se trata de los contenidos centrales del régimen democrático. En segundo término, nos encontramos con el sensacional cataclismo generado, a partir de los años ochenta, por el triunfo de la incorrectamente denominada "revolución conservadora" y la caída del comunismo. Circunstancia esta que, nadie lo ignora, ha acabado produciendo un colosal trastorno ideológico entre las distintas fuerzas políticas, y particularmente entre las democráticas y progresistas, que, a la postre, termina en una aceptación generalizada, y muchas veces inconsciente, de los viejos postulados del neoliberalismo tecnocrático. De esta suerte, no tiene nada de extraño que podamos ver a antiguos militantes comunistas que, abandonando las viejas utopías, ajenos a los supuestos ideológicos que determinaron el nacimiento histórico del constitucionalismo moderno y, en todo caso, siempre en nombre de la pureza y objetividad científica del jurista, no dudan en realizar propuestas que, en rigor, remiten a aquel pensamiento de Daniel Bell, conforme al cual la comunidad política debe organizarse según los esquemas económico-empresariales, de manera tal que, de igual modo que en las empresas no deciden todos los miembros de la plantilla, sino únicamente los técnicos, también en el Estado las decisiones políticas fundamentales no requieren de la participación de todos los ciudadanos, sino la de los técnicos, quienes siempre decidirán mejor que los políticos elegidos por los ciudadanos.

No es éste, obviamente, el momento oportuno para detenernos a considerar las graves consecuencias que unas tales propuestas tendrían para el desarrollo, profundización y consolidación de la democracia. Aunque, en todo caso, no estaría de más recordar que, como, entre otros, nos enseña Pedro de Vega, fueron las dispersas y asistemáticas reflexiones que Maquiavelo y otros insignes florentinos realizaron en aquellas célebres reuniones organizadas por los Rucellai en sus Orti Oricellari, las que sirvieron para la concreción del concepto de democracia como la adecuada y ponderada combinación del vivere libero y el vivere civile, el cual, nos guste o no, y como afirma Heller, es el universalmente aceptado. Y que Maquiavelo y sus amigos, todos ellos grandes conocedores del mundo clásico, concretaban en la obediencia por gobernantes y gobernados a una ley que, como ya había reclamado en Atenas, Solón, debía ser el fruto de la voluntad de todos los ciudadanos y, además, debía tener por finalidad evitar el dominio de unos hombres sobre otros.

Lo que, aquí y ahora, nos interesa es recordar que este desconcierto se ha proyectado también sobre la problemática de la organización territorial del Estado, generando, así, esa situación donde los clásicos esquemas conceptuales del federalismo se mezclan y confunden con los del confederantismo. Confusión que se debe no sólo al hecho de que algunos de los que se opusieron a la constitucionalización de la técnica federal hayan, con el tiempo, mudado sus posiciones hasta convertirse en los más firmes partidarios de la descentralización política del Estado, en un modelo en el que el poder debería atribuirse a la comunidad autónoma donde gobiernan. El ejemplo de Fraga Iribarne es, en este sentido, meridiano. También se ha producido esta confusión entre los que, con mayor o menor entusiasmo habían aplaudido la aparición del Estado de las autonomías. Todos podemos perfectamente recordar el supuesto, afortunamente minoritario, de quienes, como políticos prácticos, teóricos de la política y el derecho o periodistas, en 2002 y 2003 daban, de algún modo, por bueno el llamado "Plan Ibarretxe" y, en consecuencia, consideraban inevitable la transformación de Euzkadi de una mera comunidad autónoma, que es lo que, en virtud del texto de 1978, es en un Estado (o comunidad) libre asociado con España. Proyecto este que, en cuanto que inevitable e ineludible, había no sólo que aceptar, sino que, además, había que mostrarse prestos en su justificación y teorización. Posición que abandonaron a partir de 2004. Desde entonces, en efecto, estos políticos, académicos y periodistas se han erigido en los más radicales defensores de la unidad de España. Muchos de ellos, incluso, no dudarán en mostrarse especialmente combativos, desde aquella fecha, en cuanto a la custodia y conservación de la "esencia de lo español". Entendiendo este término no en el sentido que, por ejemplo, y desde una perspectiva política e histórica, y en contra de la opinión de Ganivet y sus seguidores, le da Azaña, para quien "lo español se da en la historia. El ser como ha sido y es, constituye su pureza de español. No puede pensarse lo español metahistórico. La hispanidad genuina resulta del trazo marcado por nuestra presencia en el tiempo. No hay otra hispanidad".73 Por el contrario, los políticos prácticos, los teóricos de la política y los comentaristas vulgares de esta a que nos referimos, entenderán "lo español", y su esencia, como una realidad abstracta, metafísica e intemporal que, como tal, es eterna, y de cualquier forma anterior a la aparición de España como Estado único, en 1516. A veces, el cambio en uno u otro sentido es mucho más rápido. Se produce, de manera harto lamentable, en minutos. Todo depende de si sus palabras y opiniones se enuncian en el marco de una conversación privada, en el de una explicación desde la tarima universitaria, en una conferencia en cualquier tribuna pública o, finalmente, en un informe técnico solicitado por alguna de las instancias (estatal o regional) de poder. En este supuesto, la justificación que, de modo indefectible, ofrecerán para un tal actuar, no puede ser más simple y contundente. No se trata, ni mucho menos, de que ellos muden caprichosamente su juicio sobre la dinámica pública. Sucede, por el contrario, que una cosa es lo que puede, y debe, decirse como teóricos del mundo del Estado, la política y el derecho, o, incluso, como simples ciudadanos "de a pie", y otra bien distinta lo que ha de decirse cuando la cuestión se aborda desde la óptica de la práctica política.

Una situación muy similar es la que conoció la España política durante la guerra. La confusión y el desconcierto no se extendieron, sin embargo, a los que, desde el punto de vista de la organización territorial del Estado, representaban los extremos de la disputa. En efecto, nadie puede negar que el bando monárquico-fascista mantuvo una actitud en extremo coherente tanto en el momento de iniciarse la sublevación como a lo largo de toda la contienda. Actitud que, por lo demás, era la misma que habían adoptado desde el 14 de abril de 1931: acabar con un régimen surgido, al margen de cualquier designio divino, por la voluntad del pueblo y que, dado su alto grado de democratismo, eliminaba todos aquellos viejos privilegios que la monarquía había mantenido.

Tampoco puede silenciarse la total y absoluta coherencia del nacionalismo de ámbito regional. Éste, eliminado por las circunstancias ese nacionalismo racional-democrático de corte jacobino y de ámbito regional, encontró en el caos generado por la sublevación el marco más adecuado para llevar a cabo aquellas viejas ensoñaciones del nacionalismo, recordémoslo, ya totalmente romántico, irracional y místico que habían puesto en marcha los Prat de la Riba y Arana. Fieles al principio de las nacionalidades y dispuestos a convertir a sus respectivas naciones en auténticos Estados independientes y soberanos en el cuadro de la, al decir de Prat, "organización federativa" ibérica, no dudaron los nacionalistas en adoptar medidas tendentes a satisfacer tal fin al margen de la suerte que pudiera correr la República. Nada de extraño tiene que, con una tal finalidad, procedieran los gobernantes nacionalistas de las regiones autónomas a armar ejércitos propios e independientes del de la República, con los cuales se procedía no sólo a la defensa de su respectivo ámbito territorial, sino que, como hizo Cataluña con Aragón y Baleares, se conquistaba partes del territorio nacional no para el Gobierno legítimo, sino para la definitiva construcción del proyecto de Prat de la Riba, en el sentido de que, como escribiría Manuel Azaña:

Lo mismo cabría señalar del País Vasco. Recuérdese, a este respecto, que cuando perdida ya toda Euzkadi para la República, "algunos políticos vascos discurrieron, para rehacer la moral de sus tropas, llevarlos a la zona del Pirineo aragonés, y emplearlas en una ofensiva contra Navarra".75 La idea de la ocupación de Navarra por parte del ejército vasco le fue, en todo caso, sugerida, en julio de 1937, al presidente Azaña por el Lehendakari Aguirre, quien la plantea no en términos de "conquista" de un territorio para el Gobierno autónomo, sino como acicate para la moral de los nacionalistas vascos y, de esta suerte, evitar la deserción masiva de los efectivos del ejército vasco. Se quiso, en efecto, hacer la guerra por su cuenta, con independencia de lo que pudiera suceder al resto de la República. Se quiso, incluso, negociar la paz al margen de ésta, negociando primero con los insurgentes —como hizo el Gobierno de Aguirre, a través del Vaticano y la jerarquía del fascismo italiano República,76 y, según un rumor no lo suficientemente desmentido por los catalanistas, por el Gobierno autónomo catalán—, y posteriormente con Francia y Gran Bretaña, a quienes, con el precedente de lo hecho por Carrasco i Formiguera el año anterior, ofrecieron la creación de "una especie de protectorado que se extendería desde el Cantábrico al Mediterráneo, desde Bilbao a Barcelona" (S. Juliá).

No se requiere, creemos, realizar un gran esfuerzo intelectual para comprender los graves perjuicios que se derivaron de esta política. No pudo ser, en verdad, más dañina para el desarrollo, y el resultado final de la guerra. Y todas las partes implicadas en el contencioso se vieron lesionados por tan nefastas consecuencias.

Lo fueron, en primer lugar, para los territorios dotados, en virtud de la Revolución y de la Constitución, de autonomía política. Fue también, y en segundo término, altamente perjudicial para el mantenimiento de la República en su conjunto. Ha de tomarse en consideración que los sucesivos Gobiernos presididos por Giral, Largo Caballero y Negrín encontraron en la actitud mantenida por los ejecutivos autónomos catalán y vasco un obstáculo fundamental, y prácticamente insalvable, en sus esfuerzos por llegar a acuerdos con las democracias occidentales. Lo fue, en efecto, cuando la política del Gobierno central, en cualquiera de sus etapas, pretendía que aquéllas se implicasen en la lucha contra el fascismo, siquiera fuera poniendo fin a la "no intervención" para proceder a la mera venta de alimentos y material bélico a la España democrática o, al menos, permitir que los comprados por ésta pudieran llegarle. Y lo fue también cuando las autoridades republicanas buscaron la mediación para lograr una salida humanitaria al conflicto que, en todo caso, evitase la represión atroz, cruel y sanguinaria de los republicanos vencidos por parte de los vencedores.

De cualquier modo, lo que a nosotros interesa ahora es tan sólo poner de manifiesto que si monárquico-fascistas y nacionalistas de ámbito regional tenían muy claras sus posiciones, no sucedió, sin embargo, lo mismo entre quienes luchaban bajo y en defensa de la bandera republicana. Cierto es que entre éstos existieron muchos que, como, por ejemplo, Antonio Machado ("Mi posición política es hoy la misma de siempre. Yo soy un viejo republicano para quien la voluntad del pueblo es sagrada"), Indalecio Prieto y Azaña, mantuvieron a lo largo de la contienda una actitud indiscutiblemente coherente, de suerte tal que bien pudieron afirmar, como hizo el presidente, que:

Pero, de manera trágica y fatal, ocurre que el que haya habido meritorios supuestos de coherencia y rigor, no resta, sin embargo, veracidad a la afirmación de que en el bando leal se produjeron unos bruscos cambios de posicionamiento político y que, además, parecieron convertirse en la regla general, y de obligado cumplimiento, para no pocos miembros de la clase política, académica y periodística republicana. Recuérdese, en este sentido, el caso de Ossorio y Gallardo, que siendo, en los albores del régimen, un hombre moderado y que se definía a sí mismo como un monárquico sin rey al servicio de la República, pudo ser retratado por Azaña, en su La velada en Benicarló. Diálogo de la guerra de España (1937-1939), como aquel abogado Claudio Morán, siempre presto a justificar cualquier acción, legal o ilegal, pacífica o violenta, tendente a la defensa de la democracia española. O, en un sentido inverso, el supuesto de Marañón y Ortega y Gasset, quienes habiendo reclamado para sí la paternidad de la propia segunda República, pronto se dejaron seducir por los cantos de sirena de quienes prometían la ley y el orden, y, añorando, de nuevo, al viejo cirujano de hierro costista, no dudaron en abandonar o desertar de la República. Finalmente, no podemos silenciar el caso de quienes, como sucedió con Araquistaín y Largo Caballero, habían estado claramente comprometidos con los principios y valores sobre los que se había edificado la segunda República, y que aprovecharon la guerra, al menos mientras estuvieron en el Gobierno nacional, no para gobernar una República de republicanos o para ganar la guerra, sino, muy al contrario, para tratar de llevar a cabo una revolución que, en realidad, a nadie interesaba, y que ni siquiera supieron hacer.78

Este desconcierto y esta singular mudanza ideológica, que, como muy bien denunció el presidente Azaña, se erigió en uno de los problemas capitales para la defensa de la República, se extendió también a la problemática de la organización territorial del Estado. Ya en el exilio, Manuel Azaña, con esa singular perspicacia y más que notable sagacidad para el juicio político, se referiría a ello, escribiendo que:

Es justamente aquí donde las coincidencias entre el momento de la República en guerra y el actual se producen. Y esta similitud lo que nos permite, en definitiva, apelar a lo sucedido entonces para tratar de averiguar cuál puede ser la evolución del sistema y, en su caso, y como corresponde a los teóricos del Estado, la política y el derecho, tratar de corregirla, porque todavía estamos a tiempo de hacerlo.

Como a nadie puede ocultársele, cuando el desconcierto y el caos ideológico, jurídico y político llegan a los extremos a los que llegaron en la guerra civil, y, por lo que a nosotros interesa aquí, se verifica la confusión total entre las dos formas históricas del federalismo, como también sucede en la España de nuestros días, lo que sucede es bien sencillo. El debate político sobre la organización territorial del Estado no se va a plantear, como sí se había hecho en 1931 y en 1932, sobre la conveniencia de edificar un Estado políticamente descentralizado con una organización política central fuerte, a la que le corresponda la competencia sobre la mayoría de las materias, o uno en el que la mayor parte del poder político corresponda a las colectividades particulares. Tal discusión se verá, de manera más que lamentable, substituida por otra. De esta suerte, y eliminado el Estado federal del horizonte político, el debate se articulará entre el Estado unitario, más o menos centralizado, más o menos descentralizado, y la Confederación de Estados. Manuel Azaña, mucho más inteligente y sagaz que la mayoría de los miembros de la actual clase política española, supo comprenderlo relativamente pronto. Y, desde aquella comprensión, el presidente realizó un juicio que no debería ser despreciado por la actual clase política española. A saber: que los españoles, que de mejor o de peor gana han aceptado la fórmula del Estado políticamente descentralizado, tan sólo admiten la técnica del federalismo mientras su aplicación resulta compatible con el mantenimiento de esa conciencia nacional colectiva, que se ha formado como consecuencia de quinientos años de vida en común. Cuando esto no es así, cuando la tensión entre la autonomía —y el consiguiente reconocimiento de la existencia de particularidades y diferencias entre las distintas comunidades sociales españolas— y la unidad aumenta, su actitud es muy otra. Cuando esto ocurre, lo que sucede es que, como muy bien afirmó Azaña, "claro está que si al pueblo español se le coloca en trance de optar entre una federación en rigor, Confederación de repúblicas y un régimen centralista, unitario, la inmensa mayoría optaría por el segundo".80

Una buena prueba de lo correcto y acertado que era el juicio del presidente Azaña, nos la ofrece, sin duda, el caso de Juan Negrín.81 En su ejemplo merece la pena detenerse, tanto más cuanto que de él, aunque hoy olvidado incluso por sus actuales correligionarios, podrán extraerse no pocas enseñanzas que nos serán, sin duda, muy útiles en nuestra tarea.

Seguidor temprano del pimargalliano Partido Republicano Federal, fundado por Franchy Roca en 1903, y activo participante en las reuniones de éste en su ciudad natal, a su vuelta de Alemania, e influido por la experiencia del Partido Socialdemócrata Alemán en la República de Weimar, Negrín se convertiría en un claro opositor a la dictadura de Primo de Rivera. Circunstancia esta última que, como seguramente no podría ser de otro modo, le condujo, en su condición de intelectual políticamente comprometido, a firmar, junto con Miguel de Unamuno, Vicente Blasco Ibáñez (PURA), Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Luis Jiménez de Asúa (PSOE), Leopoldo Alas Cergüelles, Nicolás Salmerón, Roberto Catrovido (Prensa Republicana), José Giral (AR), Luis Bello (AR) y Antonio Machado, el manifiesto fundacional de la Alianza Republicana, en la que se integraban el Partido Republicano Radical, el Grupo de Acción Republicana, el Partido Republicano Catalán (Domingo, Companys), el Partido Republicano Federal (Ayuso, Franchy Roca). A éstos, le unían a Negrín sus firmes convicciones republicanas, así como el que la Alianza Republicana se mostraba partidaria de articular España según la técnica del federalismo.

Ello no obstante, cuando el doctor Negrín decide ingresar en una organización partidista, no lo hace a favor de sus antiguos compañeros del republicanismo federal, de los que, ya en 1907, consideraba que era un partido que "va de capa caída". Tampoco lo hará en el nuevo Grupo de Acción Republicana, con el que coincidía en su proyecto político socializante pero de corte no marxista. Se decidirá, por el contrario, por el PSOE. En él, en efecto, ingresará en abril de 1929, apadrinado por, sus entonces grandes amigos, Luis Araquistáin y Julio Álvarez del Vayo. Importa advertir que la entrada en el PSOE no supuso una renuncia al republicanismo por parte de Juan Negrín. Antes al contrario, la entiende el político canario como una reafirmación de aquél. Así lo afirmaría, de manera tan clara como contundente, en diciembre de 1929: "En resumen, yo soy socialista, amigos míos, por ser republicano, porque deseo justicia para todos y porque quiero para todos la libertad económica sin la cual la libertad política no sirve para nada… El Partido Socialista es el único partido republicano con organización y disciplina consciente que existe en nuestro país". Del mismo modo, tampoco renunciaría Negrín a sus primigenias convicciones federalistas, convirtiéndose, de esta suerte, en uno de los miembros del sector del PSOE que aceptaría, y apoyaría sin reservas de ninguna clase, la fórmula del Estado integral.

Pues bien, cuando las políticas seguidas durante la guerra por los gobiernos de Aguirre y Companys obligaron a Juan Negrín, federalista convencido, como decimos, a optar entre la desintegración del Estado español, su transformación, al margen de todo proceso constituyente real, en una Confederación de Estados, o la afirmación de la unidad nacional de España, éste, y aunque públicamente repitiera, el 17 de noviembre de 1938, aquel célebre: "Y si Cataluña decidiese remar sola en su navío", no tendría ninguna duda a la hora de decantarse por esta última alternativa. Así lo hizo, en efecto, el 16 de noviembre de 1938, en una conversación privada con el presidente de la República, en la que insta a Azaña a levantar la bandera del unitarismo.82 Posición que, por lo demás, se reafirma en el marco de una conversación por el doctor Negrín con Zugazagoitia, y que este último transcribe en los siguientes términos:

No siendo Negrín susceptible, bajo ningún concepto, y ni siquiera por los modernos renovadores del socialismo más pendientes de mantener el poder que de la historia de su partido, de ser calificado de retrógrado y conservador, huelgan, a mi juicio, mayores comentarios al respecto. De cualquier modo, su actitud acaso debiera servir de modelo para que los que hoy, desde las más diversas posiciones políticas democráticas, pretenden gobernar esta comunidad política que, en tanto en cuanto sigue siendo un Estado único, seguimos llamando España y no la Confederación de pueblos ibéricos que, regida por la sabiduría de catalanes, vascos y gallegos, estaría llamada a resucitar el viejo imperio español.

* Catedrático de Derecho constitucional en la Universidade da Coruña.

Notas:
1 Karlsruhe, 1962.
2 Archiv für öffentliches Rechts, Bd. 98, 1973, pp. 1 y ss., esp. pp. 7 y 15.
3 Cfr. Teoría de la Constitución (1928), Madrid, 1982, pp. 345-371.
4 Vega, Pedro de, "En torno al concepto político de Constitución", en García Herrera, M. A. (dir.) et al., El constitucionalismo en la crisis del Estado social, Bilbao, 1997, p. 702.
5 Vega, Pedro de, "Prólogo", en Ruipérez, J., La reforma del Estatuto de Autonomía para Galicia, La Coruña, 1995, p. 12; véase, también, p. 14.
6 "Homogeneidad y asimetría en el Estado autonómico: contribución a la determinación de los límites constitucionales de la forma territorial del Estado", Documentación Administrativa, núm. 232-233, 1992-1993, p. 103, esp. nota 2.
7 "Constitución y derecho constitucional" (1928), en Constitución y derecho constitucional, Madrid, 1985, p. 169.
8 Cfr. "El proceso legislativo en España. El lugar de la ley entre las fuentes del derecho", Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 16, 1986, p. 100.
9 "Mi rebelión en Cataluña. Madrid, 1935", en Azaña, M., Obras completas, t. 5: Noviembre de 1933-julio de 1935, Madrid, 2007, p. 218.
10 Cfr. Herrero de Miñón, M., Memorias de estío, Madrid, 1993, p. 22.
11 Cfr. "Crónicas de la vida política en España. 1918-1919", en Azaña, M., Obras completas, t. 1: 1897-1920, Madrid, 2007, pp. 361 y 362.
12 Tradición y modernismo, Madrid, 1962, p. 19.
13 (1965-1977), en Estudios político constitucionales, México, 1987, pp. 100-117.
14 En Azaña, M., Memorias políticas y de guerra, t. 1: Año 1931, Madrid, 1976, pp. 66-78, en part. p. 73.
15 Cfr. "Discurso pronunciado por Azaña en Barcelona el 27 de marzo de 1930, cantando las excelencias de la personalidad y cultura catalanas, así como el amor a la libertad comunes a España y al pueblo catalán", en Azaña, M., op. cit., nota 14, pp. 599-602.
16 Cfr. En este sentido, Azaña, M., "La caída del dictador [Revue de Géneve, febrero de 1930]", en id., Obras completas, t. 2: Junio 1920-abril de 1931, Madrid, 2007, pp. 932 y 933.
17 Op. cit., nota 13, p. 117.
18 Teoría general del Estado, México, 1948, pp. 116 y ss.
19 Revista di Diritto Pubblico, 1933, pp. 93-100.
20 Teoría general del derecho y del Estado, 2a. ed., México, 1995, pp. 361, 363 y 364.
21 Theory and Practice of Modern Government, Nueva York, 1950, pp. 165 y 166.
22 La Constitución Española (9 diciembre 1931) , Madrid, 1932, p. 42.
23 Cfr. Ruipérez, J., La protección constitucional de la autonomía, Madrid, 1994.
24 "La estructura del Estado, o la curiosidad del jurista persa", Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, núm. monográfico 4, 1981, pp. 56-63.
25 Modernas tendencias del derecho constitucional, Madrid, 1934, p. 216; véase, también, p. 217.
26 Sobre este particular, cfr., por todos y por comodidad, Ruipérez, J., Formación y determinación de las comunidades autónomas en el ordenamiento constitucional español, Madrid, 1988, pp. 54 y ss.
27 Cfr. Pérez Royo, J., "Reflexiones sobre la Constitución de la jurisprudencia constitucional a la construcción del Estado autonómico", Revista de Estudios Políticos, núm. 49, 1986, pp. 7-11.
28 F. Tomás y Valiente, J. Pérez Royo, etcétera.
29 Introduction to the Study of the Law of the Constitution, 10a. ed., Londres, 1959, pp. 3 y 4.
30 Cfr. Kelsen, H., Hauptprobleme der Staatsrechtslehre, Viena, 1911, p. 93.
31 "Europa y el fascismo" (1929), en Escritos políticos, Madrid, 1985, p. 78.
32 El hombre y el Gobierno. Una teoría empírica de la política, Madrid, 1968, p. 637.
33 Cfr., a este respecto y por todos, Vega, Pedro de, "Fuerzas políticas y tendencias ideológicas en los últimos años del franquismo" (1974), en Estudios…, cit., nota 13, pp. 225 y 226.
34 Las ideas políticas contemporáneas, Granada, 2004, pp. 91 y 92.
35 Op. cit., nota 13, p. 112.
36 "Llamada al combate. Alocución en el banquete republicano de 11 de febrero de 1930", en Azaña, M., op. cit., nota 16, pp. 938 y 939.
37 Op. cit., nota 13, pp. 46-69.
38 Op. cit., nota 34, pp. 94 y ss.
39 "Discurso renano. Las fiestas, la prensa y la reunión de diputados en Francfort. Tres síntomas del espíritu público" (1863), en Manifiesto obrero y otros escritos políticos, Madrid, 1989, pp. 270 y 271.
40 "Verfassung und Verfassungrealität (Beitrage zur Ontologie des Verfassung)", Archiv des öffentlichen Recht, Bd. 77, 4 (1951-1952), pp. 387 y ss.
41 Cfr., a este respecto y por todos, Hesse, K., "Concepto y cualidad de la Constitución", en Escritos de derecho constitucional (selección) , Madrid, 1983, p. 30.
42 Ibidem, pp. 17-22, esp. p. 20.
43 Derecho del Estado de la República Federal Alemana, Madrid, 1987, p. 223.
44 "Poder Constituyente y regionalismo", en Trujillo, G. (coord.) et al., Federalismo y regionalismo, Madrid, 1979, p. 371.
45 Constituzione adattamento dell´ordinanento al diritto internazionale, Milán, 1961, pp. 75 y ss; "Un problema clave del derecho constitucional. Las normas internacionales y las fuentes normativas del Estado", en Poder exterior y Estado de derecho. El constitucionalista ante el derecho internacional, Salamanca, 1987, pp. 13-55.
46 A este respecto, cfr. a título de ejemplo y por todos, Kelsen, H., Esencia y valor de la democracia, 2a. ed., Barcelona, 1979, pp. 37, 48 y ss.; Vega, Pedro de, "La función legitimadora del Parlamento", en Pau Vall, F. (coord.) et al., Parlamento y opinión pública, Madrid, 1995, p. 236; id., Legitimidad y representación en la crisis de la democracia actual, Barcelona, 1998.
47 Reforma y mutación de la Constitución (1906), Madrid, 1991, p. 41.
48 Op. cit., nota 7, p. 132.
49 Ibidem, p. 44.
50 Ibidem, p. 120.
51 Cfr., a este respecto, Ruipérez, J., La Constitución del Estado de las autonomías. Teoría constitucional y práctica política en el federalizing process español, Madrid, 2003, pp. 184 y ss., esp. pp. 188 y 189.
52 "Democracia política y homogenidad social" (1928), en Escritos políticos, Madrid, 1985, p. 262.
53 Tendences du fédéralisme en theorie et en practice, Bruselas, 1971, p. 19; op. cit., nota 32, pp. 635 y 636; Gobierno constitucional y democracia. Teoría y práctica en Europa y América, Madrid, 1975, vol, I, p. 386.
54 La Pergola, A., "El `empirismo´ en el estudio de los sistemas federales: en torno a una teoría de Carl Friedrich", Revista de Estudios Políticos, núm. 188, 1973, p. 53.
55 A Vindication for the Government of the New England Churches. a Drawn from Antiquity; the Light of Nature; Holy Scripture; its Noble Nature; and from the Dignity Provindence has put on it, Boston, 1717, p. 45.
56 "Libertad y forma en la Constitución del imperio" (1929-1930), en El sentido de la política y otros ensayos, Valencia, 1996, p. 67.
57 Sobre este particular, cfr. por todos, Azaña, M., "Un año de dictadura. Europe, 15 de febrero de 1925; Nosotros, febrero de 1925", en id., Obras completas, t. 2, cit., nota 16, p. 400.
58 " Una Constitución en busca de autor" (12 de enero de 1924), en Azaña, M., Plumas y palabras, cit., p. 165.
59 Cfr. "Catalanismo [1918]", en Azaña, M., Obras completas, t. 7: Escritos póstumos. Apuntes. Varia. 1899-1939, Madrid, 2007, pp. 378-382.
60 Op. cit., nota 14, p. 74.
61 "La República y la autonomía de Cataluña. Alocución a los catalanes pronunciada en la plaza de la República de Barcelona el 26 de septiembre de 1932", en Azaña, M., En el poder y en la oposición (1932-1934) , Madrid, 1934, t. I, p. 2.
62 "Discurso pronunciado por Azaña…", op. cit., nota 15, pp. 601 y 602.
63 "Carta a Melquíades Álvarez" (17 septiembre 1923), en Azaña, M., op. cit., nota 16, p. 1056.
64 Azaña, M., "Apelación a la República. Mayo de 1924", en id., op. cit., nota 16, p. 383.
65 "Llamada al combate. Alocución en el banquete republicano de 11 de febrero de 1930", en Azaña, M., Discursos políticos, Barcelona, 2003, p. 68.
66 Heller, H., "Estado, nación y socialdemocracia" (1925), en Escritos…, cit., nota 31, p. 231.
67 "Hacia una República mejor. Discurso en el Coliseo Pardiñas de Madrid el 11 de febrero de 1934", en Azaña, M., op. cit., nota 61, t. II, p. 380.
68 "Discurso a los jóvenes republicanos. Pronunciado en el Coliseo Pardiñas de Madrid el 16 de abril de 1934", en Azaña, M., En el poder…, cit., nota 61, t. II, p. 416.
69 En Azaña, M., Discursos parlamentarios, Madrid, 2001, p. 273.
70 Para esta distinción, véase, por todos, Blas, A. de, Tradición republicana y nacionalismo español (1876-1930) , Madrid, 1991, pp. 112 y ss.
71 Cfr., a este respecto, "Carta a Augusto Barcia (22 abril 1939)", en Azaña, M., Obras Completas, t. 6: Julio 1936-agosto 1940, Madrid, 2007, p. 671.
72 Para la distinción entre ambos conceptos, así como sobre sus consecuencias, por comodidad, cfr. Ruipérez, J., op. cit., nota 23, pp. 70-75, en part. pp. 71 y 72.
73 "El Idearium de Ganivet", en Azaña, M., Plumas…, cit., nota 58, p. 17.
74 "Anotación de 10 de septiembre de 1937", en Azaña, M., Memorias políticas y de guerra, t. IV: Cuaderno de La Pobleta: 1937. Cuaderno de Pedralbes: 1938-1939. La velada en Benicarló , Madrid, 1981, p. 415.
75 "La insurrección libertaria y el `eje´ Barcelona-Bilbao", en Azaña, M., Causas de la guerra de España, Barcelona, 2004, p. 132.
76 Cfr., por todos, Cardona Escanero, G., "Rebelión militar y guerra civil", en Juliá, S. (coord.) et al., República y guerra…, cit., p. 263.
77 "Discurso en el Ayuntamiento de Madrid (pronunciado el 13 de noviembre de 1937)", en Azaña, M., op. cit. , nota 14, pp. 171 y 172.
78 Sobre este particular, cfr. Azaña, M., "La revolución abortada", en id., op. cit., nota 75, pp. 93-104.
79 Op. cit., nota 75, pp. 128 y 129.
80 Op. cit., nota 14, p. 449.
81 Cfr. Moradiellos, E., "Juan Negrín López. Entre el silencio y la calumnia", en Moreno Luzón, J. (ed.) et al., Progresistas, Madrid, 2006, pp. 375-403; Negrín. Una biografía de la figura más difamada de la España del siglo XX, Barcelona, 2006.
82 Cfr., a este respecto, Azaña, M., op. cit., nota 14, p. 602.