EL DERECHO COMPARADO DEL SIGLO XXI

Sixto SÁNCHEZ LORENZO*

Desde hace sesenta años, el Boletín Mexicano de Derecho Comparado constituye la más prestigiosa publicación en habla hispana dedicada al derecho comparado, y sus numerosos volúmenes prestigian los anaqueles de las más preciadas bibliotecas universitarias del mundo. La celebración de sus seis decenios de vida invita a una breve reflexión sobre la función futura del derecho comparado, en la que, sin duda, esta publicación tendrá un papel protagonista.

Es el derecho comparado una ciencia, una orientación o un método —que tanto da— de cuyo cultivo dependerán los frutos jurídicos que hayamos de recoger en el futuro lejano y en el más inmediato. De un buen derecho se nutre no sólo la justicia del caso, sino la Justicia en caracteres mayúsculos. Y dicha Justicia exige de los sistemas jurídicos una labor de constante adaptación a las demandas políticas, sociales y económicas que permita optimizar las expectativas de progreso y mejora de la condiciones de vida de los ciudadanos. En esa adecuada respuesta el derecho comparado está llamado a desplegar un papel crucial en la ciencia jurídica del siglo XXI, y es menester que se repare en ello.

Mucho se ha escrito y más aún se ha dicho acerca de la globalización, como pórtico del nuevo siglo. No se trata de uno de mis conceptos predilectos, ni mi fe se orienta hacia esos caminos, pues se trata de un vocablo interesado y manipulado en exceso. Pero no deja de ser cierto que en el tiempo que nos ha tocado vivir se acentúa el acercamiento geográfico y se desarrollan incesantemente los cauces de comunicación universal, al mismo tiempo que la economía y los mercados se internacionalizan y desaparecen las trabas a la circulación de productos y capitales. El papel del Estado, como consecuencia —o tal vez como causa— aparece debilitado como forma política, al menos en lo que respecta a la adopción de decisiones económicas; y una nueva dimensión del poder político y económico cobra fuerza en los fenómenos de integración, al tiempo que los individuos reclaman una mayor dosis de emancipación y autogobierno, en una sociedad cada vez más compleja y pluricultural. En este contexto, ¿es posible que la ciencia jurídica siga anclada en el positivismo y en el nacionalismo? ¿Puede subsistir un sistema jurídico nacional en situación de autarquía? H. Kelsen, el más grande jurista del siglo XX, seguramente no podrá pervivir más allá de los límites de su centuria. Su magnífica teoría del derecho y del Estado está construida, sobre todo, sobre el segundo sujeto, a saber, el Estado, y su teoría normativa no se concibe sin el predominio de esa forma política cuya configuración filosófica neta se retrotrae al siglo XIX, quintaesenciada en Hegel. La necesaria sujeción del positivismo jurídico a la teoría del Estado convirtió la idea del derecho en una idea "nacional", de forma que, tal y como es expreso en el concepto de derecho de Hart, sólo puede hablarse jurídicamente con propiedad cuando se hace respecto de un sistema jurídico nacional. Toda aquella proposición jurídica que venga referida a un sistema nacional extraño o ajeno es un "enunciado externo". Para Hart, el derecho comparado vendría a ser una suma de enunciados externos. Como bien indica B. Markesinis, los comparatistas del siglo XX, permaneciendo fieles al concepto de soberanía del Estado heredado del siglo XIX y sobre la base de un derecho estatal fundado en la jurisprudencia, se han dedicado sobre todo a sugerir las diferencias (incontestables) entre los sistemas estatales, más que a apuntar las convergencias que resultan igualmente trascendentes, anclándose celosamente en los instrumentos heredados de su propio sistema.

Prosigue el profesor británico:

En efecto, los planteamientos positivistas y nacionalistas, consustanciales a la ciencia del derecho del siglo XX, resultan erróneos y aun peligrosos en el siglo XXI. Antes de nuestra hora, no fueron pocos los autores, ni escasas las ocasiones en que el derecho comparado se confundió con un saber puramente erudito o enciclopédico, ayuno de sentido práctico y de vinculación con las necesidades reales del sistema jurídico. Cierto que nunca tal derecho comparado merecería ese nombre, pues en la comparación jurídica, especialmente si lo aderezamos con un método histórico, siempre se ha hallado un medio fiable para conocernos y reconocernos a nosotros mismos y el verdadero sentido de nuestro sistema jurídico nacional, cumpliendo con el célebre mandato inscrito en los muros del templo de Delfos. Pero también en este caso la función del derecho comparado aparecía orientada hacia el propio sistema jurídico nacional, como un buen instrumento para "conocerse a sí mismo", conscientes de que la esencia de la ciencia jurídica radica en conocer el derecho, esto es, el sistema jurídico nacional.2 De hecho, la vinculación histórica del derecho comparado con el derecho internacional privado se entronca con esta visión "nacionalista", aunque pueda parecer lo contrario, pues parte del postulado de que el derecho comparado es útil en la medida en que deban ser aplicadas normas pertenecientes a un sistema jurídico extranjero en virtud del derecho internacional privado nacional, y sólo en razón de esta excepcional posibilidad.

Pues bien, otros muy distintos son los designios que tiene el siglo XXI reservados para el derecho comparado, sin despreciar su interés para desplegar su función más tradicional. Y es que nuestro tiempo anuncia un progreso imparable de la integración jurídica. En tal sentido, el siglo XXI entronca con los planteamientos universalistas del siglo XIX, que propiciaban el derecho comparado como instrumento positivo para la unificación del derecho a escala universal, a menudo con notable ingenuidad. Las circunstancias del siglo XXI permiten contemplar dicha aspiración como algo no menos complejo, pero acaso más factible. La Unión Europea resulta, sin duda, el ejemplo paradigmático de un proceso que apenas podía predecirse en 1957, cuando se crean las comunidades europeas. En la actualidad, cuando se contempla la incorporación del primer país de tradición islámica —Turquía—, el gran reto del jurista europeo es enfrentarse a la integración jurídica, particularmente del derecho privado, de sistemas jurídicos que representan a las grandes y más dispares familias (common law, romano-germánica, escandinava, ex-socialista) y se expresan en más de una veintena de lenguas. El derecho comparado se erige, en consecuencia, como un instrumento esencial para el derecho positivo. Ciertamente, esta función siempre ha sido consustancial al derecho comparado, particularmente como instrumento en la negociación de convenios internacionales, y así fue puesto de manifiesto por los comparatistas de los siglos XIX o XX. Incluso semejante función positiva es básica para algunos teóricos y defensores del derecho comparado como ciencia autónoma, en la encrucijada de los siglos XIX y XX, tales como Lambert o Saleilles; mas únicamente ante el alcance de los fenómenos de integración económica y jurídica, el derecho comparado ha adquirido una dimensión esencial y preeminente en el panorama legislativo cotidiano, y no sólo en términos cualitativos, sino también cuantitativos. De hecho, asistimos hoy en Europa a una difícil labor de reactivación académica del derecho comparado, que está íntimamente vinculada a las exigencias de construcción del derecho privado europeo, fenómeno cuyos contornos sólo se definen en la última década del siglo XX.3 Nunca hasta esta fecha habían proliferado de igual manera los grupos y proyectos de investigación, cursos e iniciativas que tuvieran como cuestión central el derecho y el método comparado. Y éste se ha convertido en una necesidad constante y en parte del quehacer cotidiano de cualquier académico europeo que pretenda, simplemente, no quedarse rezagado ni desfasado en sus conocimientos de forma irremediable. Y esta carrera europea hacia el derecho comparado debería ilustrar a las sociedades y a los juristas de otras latitudes, cuyos procesos de integración jurídica, irremediables a corto plazo, aún son incipientes o incluso inexistentes. Baste recordar, al respecto, la llamada de atención de A. Riles:

Pero los procesos de integración no sólo reclaman al derecho comparado su función "legislativa", en una necesaria labor previa de comparación entre sistemas, determinación de puntos comunes y diferencias reales, y aproximación de criterios y expresiones. El fruto de la integración jurídica es un texto o tratamiento legal compartido, acaso no en una misma lengua, pero siempre en el anhelo de un único sentido. Y tales textos y sistemas legales apátridas, referidos a sistemas que son supranacionales, deben ser interpretados por jueces tanto nacionales como supranacionales de forma uniforme y ajena, en la medida de lo posible, a las idiosincrasias jurídicas nacionales. En esta labor de interpretación autónoma o uniforme, el derecho comparado vuelve a desplegar una función determinante. Pero esta función no sólo sirve a la cobertura de lagunas, la calificación de cuestiones jurídicas, o la solución de complejos problemas técnico-jurídicos y arduas cuestiones interpretativas. Mucho más allá de los problemas de mera interpretación, a los que se ve abocado cualquier sistema jurídico —y, con más motivo, un sistema transnacional menos acabado y definido—, la función del derecho comparado como instrumento interpretativo en un marco jurídico integrado apunta a lo que M. Kiikeri denomina "función mediadora". Dicha función, que el autor confirma tras el estudio de varios "casos difíciles" —o "hard cases" en una terminología que trae inmediatamente al pensamiento las tesis de R. Dworkin—, consiste básicamente en alcanzar un delicado equilibrio que permita la coexistencia pacífica de ordenamientos jurídicos nacionales muy dispares y obedientes a diferentes culturas, de forma que la interpretación y aplicación del derecho uniforme no inflija daños irreparables a los ordenamientos nacionales, propiciando una evolución e intensificación de la integración en un marco de confianza y convivencia entre los sistemas nacionales afectados.5

El ejemplo europeo, en la medida en que proviene del espacio regional o supraestatal donde mayor ha sido la experiencia integradora, debe servir de guía en otras latitudes y, especialmente, en América, a la hora de desentrañar los caminos y costes de semejante integración. Y más allá de los intereses propios de los procesos regionales de integración, no debe descuidarse el interés del derecho comparado para procesos de unificación jurídica de alcance auténticamente universal. Incluso en este imparable proceso, globalizar no significa exactamente innovar. Difícilmente un derecho de alcance universal podrá hacerse a partir de cero, sino más bien contando con un cúmulo de experiencias jurídicas previas, que yacen básicamente en terrenos de los sistemas jurídicos nacionales y de las grandes familias jurídicas. Así lo atestiguan conquistas tan relevantes como los Principios Unidroit sobre los contratos comerciales internacionales, cuyo éxito y calidad encuentran doble explicación en la evicción de los intereses políticos y económicos nacionales, a saber, la independencia de sus redactores, y en el diálogo fructífero sobre sólidas bases comparatistas, que sirvieron a la misma finalidad en la construcción de los principios de derecho contractual europeo elaborados por la Comisión Lando. Tales restatements sin duda recrean e incluso copian soluciones ya conocidas, optando por aquél modelo o solución más eficiente, o acaso combinando variantes que provienen de distintas culturas jurídicas. Pero en ambos procesos el método comparado también ha servido para reconocer defectos y propiciar superaciones de las soluciones ya existentes en los sistemas jurídicos representativos, permitiendo el alumbramiento de nuevas respuestas adecuadas al objeto de la reglamentación, con mayor calidad técnica o mejor perspectiva práctica.

No obstante, más allá de las necesidades prácticas de una realidad jurídica transnacional y en constante proceso de integración —y del papel ordenador y pacificador que despliega el derecho comparado en este contexto—, debemos reivindicar al mismo tiempo su virtud subversiva. El derecho es un producto tecnológico, y de su calidad y capacidad de adaptarse a los cambios, previendo conflictos y promocionando conductas, depende en gran medida la salud política, económica y social. Al igual que cualquier otra rama del saber, el derecho evoluciona y progresa. Es evidente que aquellos avances científicos y tecnológicos que se producen en el campo de la sanidad, la locomoción o la informática son inmediatamente importados desde los países innovadores hacia latitudes menos avanzadas tecnológicamente. ¿Por qué habría de ser de otra forma con el derecho? Los productos jurídicos significan, a menudo, alta tecnología y saltos cualitativos en la evolución social, y ningún sistema jurídico se puede permitir el lujo de darles la espalda. Sería tan patético como desdeñar los avances en el tratamiento del SIDA por los laboratorios estadounidenses o los avances en seguridad de los automóviles nacidos de un centro de investigación en Suecia o en Alemania. El liderazgo de la tecnología jurídica es algo más repartido, afortunadamente, pero es inconcuso que sólo desde una atenta perspectiva comparatista tales avances pueden contrastarse e incorporarse con éxito a otros sistemas jurídicos. Ciertamente, los componentes culturales suponen un freno importante a las importaciones jurídicas, pero no lo es menos que muchos de tales frenos culturales son simples excusas para impedir un determinado progreso de cierta sociedad. Es aquí donde el derecho comparado despliega su valor subversivo, en el sentido expuesto por G. P. Fletcher6 y H. Muir-Watt,7 entre otros. Y en esta función tal vez encontremos el alma del derecho comparado, pues es aquí donde se convierte en un arma contra el pensamiento único empobrecedor y tirano; en un antídoto contra los nocivos efectos de estereotipos y dogmatismos; en una causa por la lucha contra el etnocentrismo y los totalitarismos culturales; en una vía para el progreso, el cambio y la superación; en una garantía del talante crítico y de la libertad. Y son éstas subversiones contra las que nada valen argumentos de filiación economicista que abogan por visiones unitarias y conservadoras, pues el propio análisis económico del derecho más puro y neoliberal deberá conformarse con la defensa de la competitividad entre ordenamientos jurídicos y apoyará con todas sus fuerzas una idea que sólo cabe desde la más perfecta concepción comparatista; al fin y al cabo, sólo puede existir una competencia perfecta entre ordenamientos nacionales si se suministra un conocimiento perfecto de sus respectivas ventajas e inconvenientes, similitudes y disparidades.

En definitiva, existen sobrados argumentos para justificar la redoblada necesidad y la incomparable virtud de los estudios de derecho comparado en nuestro tiempo; pero nos hemos referido únicamente al valor intelectual del derecho comparado desde el punto de vista de los intereses prácticos y del avance científico y técnico, quizás con excepción de nuestra llamada subversiva. Siguiendo en esta línea rebelde, queremos concluir, last but not least, con otra suerte de argumentos, concretamente aquellos que trae a colación Basil Markesinis cuando se refiere al coraje como uno de los atributos necesarios de un auténtico comparatista. Nos dice el eminente jurista que, al fin y al cabo, la férrea determinación del comparatista en perseverar "no proviene de su fe en el valor intelectual de la tarea comparativa, sino de su convicción acerca del valor intrínseco de sus propósitos: acrecentar la comprensión y conocimiento mutuos, destruir barreras ratifícales, procurar la reconsideración de doctrinas sagradas, alentar el acercamiento de juristas que comparten los mismos intereses".8 Perseveremos, pues, y agradezcamos la labor ejemplar en esta dirección del Boletín Mexicano de Derecho Comparado desde hace sesenta años. ¡Feliz sexagésimo aniversario!

* Catedrático de Derecho internacional privado y director del Seminario de Derecho Comparado en la Universidad de Granada, España.

Notas:
1 Véase Markesinis, B., "Unité ou divergence: à la recherche des ressemblances dans le droit européen contemporain", RIDC, 4-2001, pp. 826 y 827.
2 Se trata de lo que P. Arminjon. B. Nolde y M. Wolf definieran como "papel formativo del derecho comparado" (véase Traité de droit comparé , París, 1950, t. I, pp. 14-18).
3 Sobre esta cuestión nos remitimos a nuestras consideraciones acerca del papel del derecho comparado en la construcción del derecho privado europeo expuestas en Derecho privado europeo, Granada, Comares, 2002, pp. 299-304, donde se recogen, entre otras, las opiniones de autores como Flinterman, Bakker, Blaurock, Coing, Flessner, Gambaro, Hanisch, Kötz, Lipstein, Luig, Markesinis, Müller-Graff, Oppetit o Sonnenberger; en idéntico sentido, a saber, la necesidad de impulsar y dinamizar en Europa los estudios e investigaciones sobre derecho comparado, como medio esencial para conseguir una adecuada integración jurídica.
4 Véase Riles, A., "Introduction. The Projects of Comparison", Rethinking the Masters of Comparative Law, Oxford-Portland, Hart Publishing, 2001, p. 2.
5 Véase Kiikeri, M., Comparative Legal Reasoning and European Law, Dordrecht-Boston-Londres, Kluwer, 2001, esp. pp. 303-306. Idéntico planteamiento encontramos en el excelente trabajo de K. Lenaerts, quien entiende que "a la vista del juez europeo, la aproximación comparatista tiende asimismo a conferir al ordenamiento jurídico comunitario una "plataforma" de aceptabilidad ante los ordenamientos jurídicos nacionales. Conciente del hecho de que el ordenamiento jurídico comunitario y los sistemas jurídicos nacionales se encuentran estrechamente interconectados y son interdependientes, y de que la "funcionalidad" del primero depende, in fine, de la disponibilidad del segundo para procurar su correcta aplicación, el juez comunitario, al reflexionar acerca de la solución indicada en un litigio, se halla constantemente animado por el deseo de "no ir demasiado lejos" y de optar, llegado el caso, por la vía que quizás no sea la más ambiciosa desde el punto de vista exclusivo de las prioridades del derecho comunitario, pero que al menos tiene el mérito de aunar las convicciones comunes de los Estados miembros y de no herir frontalmente la sensibilidad de algunos de ellos. En otros términos, se trata de encontrar una "razón media" (the middle line) que goce de las mayores posibilidades de "sobrevivir" a los irreductibles conflictos que oponen las exigencias del derecho comunitario a los intereses particulares de los sistemas nacionales, y de no comprometer el efecto útil y la aplicación uniforme del derecho en la comunidad de derecho. En definitiva, la aproximación comparativa no es sino una garantía de eficacia, de aplicación uniforme y de respeto a la primacía del derecho comunitario". Véase Lenaerts, K., "Le droit comparé dans le travail du juge communautaire", RTD eur. , 37 (3), julio-septiembre de 2001, pp. 495 y 496.
6 Fletcher, G. P., "Comparative Law as a Subversive Discipline", AJCL, 1998, pp. 683 y ss.
7 Muir-Watt, H., "La fonction subversive du droit comparé", RIDC, 3-2000, pp. 503-527.
8 Véase Markesinis, B., "The Destructive and Constructive Role of the Comparative Lawyer", Foreign Law and Comparative Methodology: a Subject and a Thesis, Oxford, Hart Publishing, 1997, p. 45.