EL PROCEDIMENTALISMO NO FORMALISTA DE JON ELSTER Y SU PROYECCIÓN EN EL DEBATE TEÓRICO E IUSFILOSÓFICO CONTEMPORÁNEO*
JON ELSTER´S NON-FORMALIST PROCEDURALISM AND ITS IMPACT ON TODAY´S THEORETICAL AND PHILOSOPHY OF LAW DISCUSSION

Fernando H. LLANO ALONSO**

SUMARIO: I. Introducción. II. Elección racional, restricción y precompromiso en el análisis de los procesos constituyentes de Jon Elster. Un análisis iusfilosófico.

I. INTRODUCCIÓN

¿Qué queda hoy de la polémica doctrinal en torno al formalismo jurídico? A decir verdad, la intensidad del debate teórico mantenido hasta fechas relativamente recientes entre el formalismo jurídico y las tendencias antiformalistas se ha moderado bastante. Para comprobar la realidad de esta situación bastaría comparar el momento presente con otras etapas anteriores de la historia de la filosofía del derecho contemporánea, como, por ejemplo, la rebelión antiformalista surgida a finales del siglo XIX con la aparición de las doctrinas sociológico-jurídicas (como el movimiento del derecho libre —Freirechtsbewegung—, la jurisprudencia de intereses —Interessenjurisprudenz—, la doctrina institucional del derecho, la concepción marxista del derecho, o el realismo jurídico escandinavo y estadounidense. Todas ellas doctrinas que, en general, se hacen eco de los profundos cambios y conflictos socio-económicos que afectaban a los europeos de aquel tiempo, a la vez que ponen de relieve la insuficiencia de la respuesta dada a este momento de crisis del derecho por parte de los juristas formalistas (víctimas de su propia visión reduccionista y abstracta del sistema normativo y, por consiguiente, completamente aislados e inhabilitados para afrontar con eficacia los problemas de la vida práctica). Otro periodo (intermedio) de auge en las filas del antiformalismo es el producido por la revuelta contra el positivismo jurídico, protagonizada tras la Segunda Guerra Mundial por una nueva generación de iusnaturalistas (como Gustav Radbruch o Guido Fassò).1 Finalmente, en el último tercio del siglo XX, se produjo otro periodo de esplendor antiformalista propiciado por las teorías críticas del derecho. Dichas teorías están representadas fundamentalmente por estos dos movimientos: en primer lugar, el del "uso alternativo del derecho" —concebido como opción política cuya interpretación y aplicación alternativas (respectivamente) a las del derecho burgués se ponen al servicio de los intereses de la clase trabajadora—2 y, en segundo lugar, por los Critical Legal Studies,3 compuesto por un grupo de teorías que se caracterizan, según Pérez Luño, por:

Actualmente, como ya se indicó con anterioridad, en el ámbito de la teoría y de la filosofía del derecho, podemos apreciar las proyecciones de ese mismo debate en el seno de algunas de las corrientes iusfilosóficas más relevantes y representativas del pensamiento jurídico moderno, como el neoiusnaturalismo; el postpositivismo (dentro del cual hay modalidades tan importantes como el positivismo jurídico neo-institucional de Neil McCormick y Ota Weinberger;5 el positivismo crítico de Luigi Ferrajoli; el postpositivismo jurídico estructural de Friedrich Müller, el positivismo jurídico en las versiones "positiva y negativa" de Jules Coleman, o el positivismo jurídico incluyente de Wilfrid Waluchow; las teorías de la argumentación jurídica; el garantismo; el neoconstitucionalismo, y el procedimentalismo. Considerando la abundante bibliografía existente sobre estas doctrinas y, por consiguiente, teniendo en cuenta la escasa contribución que podría aportar el presente trabajo a algunos de los temas que a lo largo de los últimos años han sido objeto de rigurosas investigaciones colectivas y de excelentes monografías, he creído oportuno sondear el estado de la crítica moderna al formalismo jurídico a través del estudio del procedimentalismo de Jon Elster, aplazando para otra ocasión posterior la exploración del impacto del formalismo jurídico en el resto de las doctrinas que se han citado precedentemente.

II. ELECCIÓN RACIONAL, RESTRICCIÓN Y PRECOMPROMISO EN EL ANÁLISIS DE LOS PROCESOS CONSTITUYENTES DE JON ELSTER. UN ANÁLISIS IUSFILOSÓFICO

No todo procedimentalismo tiene por qué ser formalista. En realidad, como ha señalado Pérez Luño, las más recientes y estimulantes reivindicaciones del procedimentalismo no pretenden: "un retorno a los viejos postulados formalistas, sino garantizar por vía del procedimiento la imparcialidad y la simetría de las posiciones de la participación intersubjetiva en la consecución de los grandes valores éticos, jurídicos y políticos".6

Abundando en esta misma idea, el catedrático de la Universidad de Sevilla ha advertido que, hoy en día, no solamente es posible sino incluso deseable una postura mediadora entre las interpretaciones antiformalistas y procedimentales de los derechos y las libertades de los ciudadanos. Desde este punto de vista conciliador de ambos planteamientos (tradicionalmente contrapuestos), es perfectamente concebible una convivencia pacífica entre un antiformalismo que actúa como corolario del deseo de apoyar las libertades en la justicia material con un procedimentalismo entendido como exigencia de respeto a las garantías procesales que son inherentes e irrenunciables en un Estado de derecho.7 Esta tesis en torno a la dinámica desformalizadora del procedimentalismo moderno ha sido también suscrita por quienes, desde la teoría crítica del derecho, se han comprometido en la tarea de "proceduralizar las categorías jurídicas" en su afán por revalorizar el procedimiento como factor de equilibrio y de consenso de posiciones entre los miembros de la sociedad democrática. En este sentido, dos de los principales artífices del movimiento justificador del procedimiento como garantía formal del respeto y la protección del ejercicio pleno de las libertades por parte de los ciudadanos en sus relaciones interpersonales y con los poderes públicos han sido Rudolf Wiethölter y Erhard Denninger (curiosamente, ambos autores se formaron bajo la influencia directa de la Escuela de Francfort, y más concretamente de su último gran representante: Jürgen Habermas).8 Precisamente, en la intersección de la doctrina habermasiana de la acción comunicativa ideal y de la teoría consensual de la verdad, que proporcionan el marco metódico necesario para que pueda desarrollarse el discurso racional y dialógico fundamentador de los valores generalizables y universales, con la teoría de la justicia de John Rawls, en la que se conjugan la dimensión formal de la justicia, como exigencia de imparcialidad en la elección de reglas de justicia, con su dimensión material (expresada en dos principios: el de la distribución en partes iguales de libertad para todos; y el de la admisión de desigualdades cuando contribuyen a maximizar el bienestar de los más desfavorecidos —principio maximin—) hallamos la teoría de la racionalidad colectiva del filósofo y sociólogo noruego Jon Elster. Como veremos en los siguientes apartados, este pensador partirá del análisis de la noción de racionalidad para poder estudiar la conducta humana, los deseos y las creencias irracionales. De acuerdo con estas premisas, Elster sentará las bases del núcleo del proceso político en una prospección pública y racional del bien común, y no en el acto aislado de participar en la vida pública (como por ejemplo a la hora de votar) con preferencias privadas. De aquí arranca su conclusión de que:

1. La crítica a las teorías de la elección racional y de la racionalidad colectiva: de la autolimitación individual a la restricción social a través de la vía constitucional

La trayectoria intelectual del prolífico profesor de la Universidad de Chicago, por cierto, uno de los principales fundadores del llamado "marxismo analítico", que actualmente está dedicado al análisis de los procesos constituyentes, se caracteriza no sólo por su progresivo distanciamiento de las macroconstrucciones omnicomprensivas que son consubstanciales al pensamiento de Marx, sino también por su rechazo de algunas herramientas teóricas claramente insuficientes (como de hecho se pone de manifiesto en sus críticas a las teorías de la elección racional y de la racionalidad colectiva). Para ello, como han puesto de manifiesto recientemente Roberto Gargarella y Pablo Miravet, Elster se servirá de un individualismo metodológico heterodoxo que presta mayor atención a "los microfundamentos de la acción, a los déficit de racionalidad y a los flecos emotivos del comportamiento humano".10 A este respecto conviene añadir que, a juicio de Elster, en la acción individual cabe distinguir, grosso modo, dos modelos amplios de conducta: la racional y la irracional. En la primera, el individuo es dueño en todo momento de su voluntad, actuando conforme a una clara intencionalidad y una innegable capacidad de anticipación que le permite elegir la opción óptima o la más conveniente para sus intereses y, por consiguiente, el mejor método para alcanzar (o evitar) un determinado resultado. La acción racional implica, pues, estas tres operaciones de optimización: hallar la mejor acción para una serie de creencias y de deseos dados; formar la mejor creencia para una prueba dada; y acumular la cantidad atinada de pruebas para deseos dados y creencias previas. La conducta irracional se da, en cambio, cuando se produce un error en uno de estos tres niveles: el de los deseos, el de las creencias o el de las pruebas, influyendo en la indeterminación y/o la irracionalidad de la conducta, según se representa en el siguiente esquema.11

Esquema 1

Pero entre estos dos modelos amplios o generales de comportamiento hay otros dos subtipos intermedios que surten aún más las posibilidades de elección racional en la actuación individual: la racionalidad problemática (que se refiere sobre todo a aquellas situaciones que no ofrecen "una sola salida", sino varias posibles entre las que el sujeto —que carece de la información suficiente— debe elegir la solución óptima sin tener un modelo óptimo de actuación como referencia) y la racionalidad imperfecta (que define aquellas ocasiones en las que el hombre no es por completo racional y muestra una flaqueza o debilidad voluntad que limita su conducta). Sin embargo, advierte Elster, aun cuando no es del todo racional, el hombre lo sabe (es consciente de ello) y, por ende, puede elegir o preferir obrar conforme a la opción menos irracional, llegando incluso a atarse a sí mismo (es decir, a su "yo del presente") para protegerse contra el más que probable acto irracional de su "yo del futuro". Esta "segunda mejor o imperfecta racionalidad" se ocupará, por tanto, a la vez de la razón y de la pasión, aunque para ello deba pagar el precio de la pérdida del sentido de la aventura.12

La introducción a la teoría de la racionalidad imperfecta se realiza a través de un texto que entraña, al mismo tiempo, una metáfora sugerente y una doble paradoja. Este fragmento pertenece a una de las grandes obras clásicas de la historia de la literatura: La Odisea (aproximadamente a finales del siglo VIII a. C.), y se encuentra localizado entre los versos 155-165 del Canto XII. En dichos versos se canta cómo Ulises, después de que la diosa Circe, nacida de la unión de Helios, "el que lleva la luz a los mortales", con Perses, "la hija del Océano", advirtiera al héroe aqueo de la presencia de las sirenas ("las que hechizan a todos los hombres que se acercan a ellas… con su sonoro canto sentadas en un prado donde las rodea un gran montón de huesos putrefactos, cubiertos de piel seca") y le aconsejara cómo sortear dicho peligro, se dirige a sus hombres con las siguientes palabras:

Según Elster, Ulises no era por completo racional, pues un ser racional no habría tenido que apelar al recurso de ser maniatado por sus hombres. Ahora bien, este anormal proceder tampoco se debía al "pasivo e irracional vehículo de sus cambiantes caprichos y deseos", porque, después de todo, nuestro héroe fue capaz de alcanzar por medios indirectos el mismo fin que una persona racional hubiera podido alcanzar de manera directa. La extrema situación en la que se hallaba Ulises, ser débil y saberlo, es decir, saber con certeza que su voluntad flaquearía ante la tentación de las sirenas, explica y justifica la necesidad de elaborar una teoría de la racionalidad imperfecta. La tesis general de esta teoría defiende la siguiente postura: atarnos a nosotros mismos resulta un modo privilegiado de resolver el problema de la flaqueza o la debilidad de nuestra voluntad; en otras palabras, la autorrestricción (self-binding) es, para Elster, la principal técnica para lograr la racionalidad por medios indirectos.14 A menudo, añade el filósofo noruego, los hombres comunes hacen lo mismo que Ulises en la vida real: se precomprometen a sí mismos para resistir una determinada tentación y no sucumbir a ella cuando aparece. Sin embargo, conviene advertir, a propósito de la utilización del precompromiso (precommitment) como autolimitación, que esta estrategia no siempre tiene por qué estar vinculada con la irracionalidad o la imperfección. En este sentido, aclara Elster, "incluso la persona más racional puede utilizar técnicas de autorrestricción para lograr más de lo que podría conseguir si lo hiciera de otro modo". Este sería el caso del llamado "precompromiso capacitante", del que, por cierto, Elster pone varios ejemplos de esta especie de "despliegue racional de la irracionalidad": como el uso de un contrato para conseguir que las promesas sean creíbles, o la selección como negociador de alguien que no se eche atrás cuando esté en una posición de inferioridad (es decir, que haga justo lo contrario de lo que haría una persona racional). Por otra parte, esta idea encuentra también aplicación en el contexto constitucional: así, por ejemplo, mediante el requisito de una mayoría cualificada para cambiar los principios básicos que regulan la vida política, las Constituciones capacitan a los agentes económicos y políticos para hacer inversiones y planes a largo plazo.15

Dejando aparte las restricciones (constraints) no establecidas por el hombre, Elster distingue al menos tres formas en las que un agente puede estar restringido en sus acciones:

1) Las restricciones aparecen a causa de los beneficios que tienen para el agente, según la percepción del propio agente (este fue el caso de Ulises).

2) Las restricciones aparecen a causa de los beneficios que tienen para el agente, según la percepción de otros (ahora estaríamos ante el supuesto de la restricción paternalista, por ejemplo, en el caso del internamiento hospitalario involuntario de un paciente por enfermedad mental).

3) Las restricciones aparecen a causa de los beneficios que proporcionan a otros, siendo un efecto colateral los beneficios que obtiene el agente restringido (Elster recurre en este caso a un ejemplo de la política internacional contemporánea: cuando el Gobierno estadounidense impone sanciones económicas a Irán, parece no darse cuenta de que, en realidad, puede estar contribuyendo a que este país mantenga su aislamiento y evite así la "corrosiva" influencia de los valores occidentales).16

Dado que en este episodio estamos refiriéndonos al caso paradigmático de autorrestricción representado por el mito de Ulises, en adelante nos centraremos exclusivamente en el análisis del primer modelo de autorrestricciones, que, como ya sabemos, es aquél en el que los individuos o los grupos se restringen a sí mismos presumiendo que con esta estrategia de racionalidad imperfecta conseguirán sacar algún provecho (otra cosa será si, efectivamente, serán capaces de obtener algún beneficio a la hora de la verdad o no). A este respecto, Elster establece una diferencia entre dos tipos de restricciones: las esenciales (que se definen en términos de beneficios esperados) y las accidentales (que se explican por los beneficios efectivos que proporcionan al agente).17 En cuanto a la autorrestricción de Ulises, no está claro cuál fue su motivación al pedirle a sus hombres que le atasen al mástil de la nave y que se taponasen sus oídos con cera para que éstos, llegado el momento clave, no pudieran escuchar sus súplicas: ¿fue el suyo, quizás, un caso paradigmático de precompromiso contra la atractiva tentación (antes incluso que contra la pasión irresistible y el deseo compulsivo) que sobre la voluntad de sus hombres y sobre la suya ejercería el dulce canto de las sirenas o si, por el contrario, lo que de verdad pretendió con esta doble estrategia restrictiva (esencial) fue obtener un beneficio personal?18 Yo, en particular, me inclino a favor de la segunda opción, por cuanto que en el relato que hace a sus hombres de su encuentro con Circe y de su divino vaticinio omite un dato fundamental: que, en realidad, Circe no le ordenó que sólo él escuchara la voz de las sirenas; en rigor, esa opción fue una potestad facultativa que la diosa dejó a la libre elección de Ulises (sin llegar a imponerle, por tanto, esta decisión).19 ¿Y cuál era exactamente el beneficio que el astuto Odiseo pensaba que esta estrategia le podría reportar? A mi entender sólo una: ni más ni menos que el conocimiento (como fuente de poder, al igual que para otros, a contrario sensu, la ignorancia puede ser sinónimo de felicidad).20 Conviene aclarar, llegados a este punto, que, como hijas del río Aqueloo y de una Musa (Melpómene o Terpsícore), las sirenas eran divinidades marinas que, con sus cantos, ofrecían a los navegantes el conocimiento de todo cuanto acontecía (verso 190: "Sabemos cuanto sucede sobre la tierra fecunda"), atrayendo así hacia un destino fatal a los incautos que les escuchaban.21

Al final del anterior apartado hemos comprobado cómo el precompromiso de Ulises no sólo afectaba a su conducta individual (limitándola) puesto que, de hecho, los efectos de su decisión autorrestrictiva también se extendían a la conducta de sus hombres. Pues bien, en vista de que antes definimos la estrategia de Ulises como un modelo de racionalidad imperfecta, lo que ahora cabe preguntarse es si dicha estrategia sigue siendo igualmente deseable cuando, como en este caso, sus efectos trascienden la esfera de lo individual invadiendo la de lo social (en este sentido, no está demás tener presente que, como nos recuerda Elster, los actores humanos no sólo toman decisiones sobre la base de sus expectativas de futuro, sino también "sobre la base de sus expectativas sobre las expectativas de los demás").22 ¿Seguiría siendo lícito entonces buscar la racionalidad por medios indirectos cuando con ello condicionamos la libertad de actuación de los demás? Para mí, esta pregunta es fundamental por lo que en ella subyace: la crítica al formalismo jurídico más dogmático, encarnado en este caso por un actor metarracional que, seguro de lo que le va a suceder en un futuro inmediato, toma las debidas medidas y precauciones para poder actuar en consecuencia. Es por ello que, como sugiere Elster, la estrategia de Ulises parece representar el sentir general de todos aquellos autores que, desde Leibniz hasta nuestros días: "han observado que los requerimientos formales de las leyes inequívocas y constantes son, en muchos aspectos, más importantes que la necesidad de leyes justas, porque —según su razonamiento— si podemos predecir las decisiones del tribunal, podemos tomar las medidas de precaución que nos protejan de las leyes injustas".23

Pero, en realidad, nuestro Ulises no debería ser tan sólo un actor metarracional, sino también un actor estratégicamente racional. Por eso, señala el filósofo noruego, no cabe confundir al actor paramétricamente racional (que es el genuinamente formalista, por cuanto que trata a su medio como una constante) con el actor estratégicamente racional (quien, a diferencia del anterior, toma en cuenta el hecho de que el medio está integrado por otros actores, que él forma parte de ese medio y que los demás lo saben).24 Dado que en una comunidad de actores paramétricamente racionales cada uno creerá (incongruentemente desde un punto de vista sociológico) que es el único cuya conducta tiene carácter variable, y que todos los demás son parámetros para su forma de decisión, tal conducta generará unas consecuencias "no intencionales y perversas del tipo analizado por los sociólogos, desde Marx hasta Keynes o desde Mandeville hasta Boudon".25 En suma, tal conducta será irracional desde un punto de vista colectivo, aun si individualmente cada actor satisface las condiciones de la racionalidad. Por otro lado, concluye Elster, "una condición necesaria (pero insuficiente) para la racionalidad colectiva es la transición al pensamiento estratégico". En definitiva, en el modo de interacción estratégico (como, por ejemplo, ocurre en los juegos), cada actor deberá tomar en cuenta las intenciones de los demás actores, incluyendo el hecho de que "las intenciones de ellos se basan en sus expectativas concernientes a las suyas propias". El ideal de la racionalidad social se podría expresar, por lo tanto, del siguiente modo: "utilizando un punto de equilibrio es posible anular la regresión infinita y llegar a un punto de acción únicamente definible y predecible, que será elegido por los hombres racionales", se supone que con un consenso racional more habermasiano.26

En cuanto a la relación de analogía entre el precompromiso individual y social (o político), hay que destacar el hecho de que dicha cuestión ha constituido tradicionalmente un sugerente objeto debate doctrinal. En este sentido, desde que Spinoza estableciera una comparación (en términos de afinidad) entre ambas autorrestricciones en su Tractatus Theologico-Politicus (1670), mucho se ha especulado en torno al posible paralelismo existente entre la limitación de la voluntad del individuo y la debilidad de la que adolecen aquellas unidades políticas que a veces ignoran lo que quieren o bien no logran llevar a cabo lo que decidieron hacer en su momento.27 Sin embargo, Elster matiza —y, a mi juicio, lo hace oportunamente— que esta relación de afinidad falla en un aspecto crucial: "Los individuos, al contrario que las unidades políticas, tienen un centro organizador —al que denominamos voluntad o yo— que constantemente intenta integrar las partes fragmentadas. Las sociedades, en cambio, no tienen centro".28

Tomando, por consiguiente, las debidas cautelas respecto a la proyección de la autorrestricción de la conducta individual a la conducta de grupo, social o política, cabría, a mi entender, la posibilidad de plantear tres preguntas al hilo del precompromiso como estrategia característica de la racionalidad imperfecta, y que preanuncian "la paradoja de la democracia" (según la cual, "cada generación quiere ser libre para atar a sus sucesoras, mientras rechaza estar atada por sus predecesoras").29 En primer lugar, está la clásica cuestión sobre quién controlará a los controladores (es decir los agentes que asumen socialmente las funciones del precompromiso: quis custodiet custodes ipsos? ). En opinión de Elster, "los controles tendrán que ser puestos bajo control" por medio de un sistema de "controles y equilibrios" (checks and balances), de ahí la importancia de la separación de poderes para una democracia, puesto que contribuye a evitar que un poder del Estado ejerza una interferencia indebida en las tareas de los demás. En segundo lugar, es preciso aclarar, además de quién controlará a los controladores, quién hará que abandonen el cargo (en este caso lo que se trata es de justificar y de preservar la independencia de aquellas instituciones cuya función principal es la de actuar como contrapeso en el juego de equilibrio de poderes). En tercer lugar, y como resultado de las dos preguntas precedentes, debería determinarse también qué medidas adoptar cuando los agentes del precompromiso vivan al margen del control democrático, es decir, cuando se produce una tensión entre el precompromiso y la democracia (Elster incluye aquí hasta aquellas hipótesis en las que dichos agentes, por ejemplo un Tribunal Constitucional o un banco central, no actúan ineficientemente —al menos en sentido técnico—, aunque su gestión sí puede ser radicalmente discordante respecto a las preferencias estables de una mayoría de ciudadanos). En relación con esta última cuestión, Elster se manifiesta a favor de aumentar el número de controles y equilibrios sobre estos agentes, aunque, por otra parte, admite que no existe un criterio fiable para distinguir una actuación correcta por parte de uno de estos órganos de otra espuria.30

En la teoría constitucional son las asambleas constituyentes quienes encarnan la estrategia de Ulises. Dado su carácter excepcional y privilegiado, más por razones históricas que jurídicas, son ellas quienes asumen la responsabilidad de comprometer (esto es, de atar jurídicamente) a las generaciones posteriores estableciendo cláusulas constitucionales que impidan a éstas reformar arbitraria e injustificadamente la ley fundamental. Este especial carisma de los constituyentes precompromisarios es fácilmente apreciable en aquellos casos en los que, como en la transición española, las asambleas constituyentes adquieren su legitimidad por razones objetivas al contar con un nivel de consenso y de refrendo socio-político extraordinario (sobre todo por haber surgido en un momento fundacional de la democracia y de ruptura con un régimen dictatorial).31 Aparte de contribuir al reforzamiento el valor de la seguridad jurídica en el Estado de derecho, el precompromiso constitucional sirve como garantía formal (como regla de procedimiento) de los derechos fundamentales y las libertades civiles (que pueden verse amenazados en periodos de irracionalidad social y/o de debilidad política en los que las pasiones dominan la vida pública).32 De acuerdo (en principio) con la opinión de John Potter Stockton, Elster sostiene que "las Constituciones son cadenas con las cuales los hombres se atan a sí mismos en sus momentos de cordura para evitar perecer por suicidio el día que desvaríen".33 Las asambleas constituyentes actuarían aquí como Ulises, es decir, precomprometiendo a las futuras generaciones de ciudadanos del frenesí reformista que pudiera embargar algún día los instintos y los apetitos de sus representantes políticos (a quienes correspondería, en este caso, escenificar el papel de sirenas que prometen a sus electores un mañana mejor a cambio de alterar las reglas de juego con las que han estado conviviendo desde la instauración del régimen democrático y constitucional). Según Elster, los mecanismos más importantes para efectuar el precompromiso constitucional frente a los legisladores sospechosos de actuar de manera autointeresada son la introducción de mayorías cualificadas y las demoras (a través del bicameralismo y del veto ejecutivo).

Ahora bien, todo lo dicho sobre el precompromiso constitucional se basa en la presunción de que los constituyentes son hombres infalibles, altruistas e imparciales que se mueven por su afán de servicio a la comunidad y que cuando imponen a ésta medidas y cláusulas autorrestrictivas es sólo debido a su preocupación por el bienestar de sus sucesores. Sin embargo, advierte Elster —citando esta vez a Jens Arup Seip— "en política, la gente nunca trata de atarse a sí misma; sólo de atar a los demás", siendo esta una tendencia de la que ni siquiera el constituyente (en la medida en que es también un ser humano) logra escapar.34 Por lo tanto, no hay forma de garantizar que el procedimiento de autorrestricción esté libre de hipocresía. A este respecto, añade Elster, la única esperanza de encontrar ciertas garantías de imparcialidad en la actuación de los constituyentes radicaría en que éstos pudieran estar motivados por una preocupación altruista y sincera por sus propios descendientes para así poder tener en cuenta sus necesidades, en lugar de hacerlo estimulados por el sectarismo partidista, por intereses privados o por el impulso pasional (en cualquier caso, sobre las condiciones propuestas por Elster para la creación de un marco deliberativo imparcial acerca del bien común, volveremos a ocuparnos en el apartado II, 2, A, c).35 El problema es que, según revela el filósofo y sociólogo noruego, hay una importante corriente doctrinal que entiende que los constituyentes se ven a sí mismos como "semidioses legislando para bestias", de manera que obran convencidos de su superioridad "tanto respecto al régimen ineficiente y/o corrupto que vienen a sustituir, como a los regímenes guiados por los intereses y las pasiones que les sustituirán a ellos".36 Sin embargo, aparte de no compartir esta presunción, esta idea le parece a Elster "una ficción" totalmente injustificada, dado que, en su opinión, cabría la posibilidad de "atar" al constituyente, naturalmente siempre que éste se comprometiera individualmente (con lo cual volveríamos a la esfera de actuación personal) ante la más que previsible pérdida de imparcialidad u objetividad en situaciones futuras. Fuera de la autorrestricción individual nos encontraríamos con serias dificultades para asegurar la incapacitación del constituyente: en primer lugar, que el precompromiso constitucional (no el individual) puede ser deseable aunque, a la vez, también sea inviable (Elster piensa aquí especialmente en aquellos casos en los que existe un compromiso fuerte por parte del constituyente respecto a la salvaguarda de los derechos de las minorías o del reparto de poder entre grupos, pero esta medida igualitaria y democrática choca frontalmente contra la cultura y la tradición de la mayoría social: en este sentido, Elster cree que una de las razones principales por las que se produjo el fracaso de la Constitución de la República española de 1931 fue, precisamente, por el rechazo social que produjeron "las severas cláusulas anticlericales que contenía").37 En segundo lugar, nos encontramos con el hecho de que el precompromiso puede no ser deseable aunque, al mismo tiempo, sí viable por dos motivos: de un lado, porque la Constitución no puede llegar a convertirse nunca en un pacto suicida, dado que "una autorrestricción constitucional muy rigurosa puede ser incompatible con el amplio margen de acción necesario en un momento de crisis" (un buen ejemplo serían las disposiciones constitucionales de emergencia política para impedir que llegue a buen puerto un pacto monetario suicida) y, de otro lado, porque —como vimos antes— puede producirse una situación de tensión entre el precompromiso constitucional y la democracia cuando los constituyentes viven al margen del control democrático.38 En tercer lugar, antes de limitar excepcionalmente las competencias del constituyente, habría que aclarar si esa restricción le corresponde establecerla a una autoridad primigenia o creadora (que fue la que originalmente convocó la Asamblea Constituyente y eligió a sus integrantes) o si, por el contrario, es la propia Asamblea quien se ata a sí misma (cuestión que, aparte de los costes que tendría para el precompromiso constitucional en sí mismo por la pérdida de flexibilidad, de espontaneidad y firmeza resolutiva que conllevaría dicha autorrestricción, nos situaría ante la paradoja de la omnipotencia, según la cual, quien tiene el poder es incapaz de incapacitarse a sí mismo, de ahí que Elster se pregunte: "¿cómo Ulises habría podido protegerse a sí mismo de los cantos de las sirenas si hubiese sido lo suficientemente fuerte como para romper cualquier sujeción que le atara al mástil?").39

El proceso de elaboración constitucional (del que forman parte las cláusulas en las que se regulan los precompromisos) nos plantea, en definitiva, algunas cuestiones que Elster considera "inexploradas y no resueltas". Así como en Ulises y las sirenas y en Uvas amargas ponía en entredicho el dogma de la infalibilidad y de la perfección de la racionalidad, en Ulises desatado hemos podido comprobar que el mito del altruismo y la imparcialidad del constituyente (que es casi elevado al rango de héroe o de deidad) tiene su origen en una falacia formalista que presupone en el constituyente unos poderes y unas virtudes propias de un ser supremo o de un mecanismo inanimado que actúa y decide siempre conforme a las mismas reglas y patrones fijados por un procedimiento formal, o sea, como un sujeto completamente ajeno a las pasiones, a los instintos y a los intereses materiales que tientan diariamente a los seres humanos. En resumen, lo que Elster parece sugerirnos es que ese procedimiento o protocolo formal tiene que partir de un percepción realista e integral del constituyente y su circunstancia, es decir, debe valorar su situación como operario del derecho dentro del complejo, multiforme y cambiante mundo de la experiencia jurídica.40 Sólo desde esta apelación a la humildad de la racionalidad imperfecta, es decir, desde la consciencia de su falibilidad como legislador y artífice de precompromisos sociales, podrá el constituyente evitar naufragar frente al "florido prado" de las sirenas.

2. Un trilema jurídico-político: el equilibrio entre la democracia, el constitucionalismo y el principio de eficacia de la administración pública

En los subepígrafes II, 1, B y II, 1, C se ha hecho referencia a la tensión que se produce a veces, en el seno del Estado democrático de derecho, entre el órgano representativo de la voluntad general (el Poder Legislativo) y el órgano encargado del control de constitucionalidad de la ley (el Tribunal Constitucional). En el presente apartado profundizaremos en esta cuestión que, a juicio de Elster, se configura en realidad como "un trilema" (a three-cornered dilemma) cuyos tres vértices estarían simbolizados por la democracia, el constitucionalismo y el principio de eficacia de la administración pública (tal y como aparece contemplado, por ejemplo, en el artículo 103.1 de la Constitución española de 1978). Gráficamente, este triángulo dilemático se representaría del siguiente modo:

Esquema 2

En el tratamiento que hace Elster de estos tres términos se combina, como apunté al comienzo del presente trabajo, la tradición constitucional estadounidense con la continental europea, hecho que se pone de relieve cada vez que, para aclarar cualquiera de sus planteamientos sobre el precompromiso y la racionalidad social, apela (indistintamente) a ejemplos de la historia constitucional estadounidense y europea (sobre todo a la francesa).41 Esta circunstancia nos ayuda a entender la concepción elsteriana del constitucionalismo garantista (que hunde sus raíces históricas en el constitucionalismo liberal-democrático, y que entiende los derechos fundamentales como límite y freno ante las posibles desviaciones de poder derivadas del voluntarismo de los gobernantes y/o de la arbitrariedad del gobierno). Sin embargo, en la siguiente definición de Elster del constitucionalismo, podemos comprobar cómo el sociólogo noruego también alude al carácter dilemático de este concepto (en la medida en que potencialmente puede entrar en conflicto también con la democracia y con las decisiones administrativas):

Respecto a esta doble tensión existente entre el constitucionalismo y la democracia (que para Elster se resume en la regla de la mayoría, es decir, en el principio: "Una persona un voto" (One person one vote), de un lado, y entre el constitucionalismo y el ejercicio del poder político a través del Gobierno y la administración pública, de otro, Elster sostiene que el origen de esta doble resistencia se encuentra en las "dos funciones solapadas" (two overlapping functions) a las que obedece toda Constitución democrática, en la medida en que son también dos garantías que la Constitución se da a sí misma para asegurar su supremacía sobre las demás normas del ordenamiento jurídico: en primer lugar, la reforma constitucional (en este sentido, conviene recordar que, prácticamente desde los albores del constitucionalismo, el contrato constitucional y las leyes fundamentales representan, según Dieter Grimm, las dos caras de una misma moneda: en efecto, la Constitución encarna la índole política del Estado, creada contractualmente, y es determinada por medio de leyes fundamentales que, en tanto que fundadas contractualmente, "sustraen la Constitución a la transformación unilateral por parte del gobernante");43 y, en segundo lugar, el control de constitucionalidad de la ley, concepto estrechamente vinculado a la garantía de la reforma constitucional (por ésta su prius lógico e histórico), surgido en el seno de la doctrina federalista estadounidense, y que oponía el principio de soberanía popular al principio tradicional inglés de soberanía parlamentaria.44 Por consiguiente, el origen del control de constitucionalidad en los Estados Unidos (que es competencia del Tribunal Supremo) podría calificarse, como ha sugerido Javier Pérez Royo, de "natural", puesto que es "una consecuencia extraída por el Poder Judicial del principio de soberanía popular y de la superioridad del Poder Constituyente del pueblo sobre los poderes constituidos"; en cambio, en la tradición constitucionalista europea esta garantía ha sido el resultado de la creación de un órgano ad hoc por el constituyente, distinto de los tres poderes clásicos del Estado: el Tribunal Constitucional.45

Para Elster, la tensión entre el constitucionalismo y la democracia se expresa a través de dos interrogantes que tienen un denominador común: ambos conciernen a la legitimidad de la justicia constitucional. La primera de estas preguntas se podría formular del siguiente modo: ¿podría el Tribunal Constitucional erigirse en supremo garante del compromiso subyacente al pacto constitucional incluso en aquellos casos en los que los precompromisos establecidos por el Poder Constituyente colisionaran con los intereses y la voluntad de una eventual mayoría parlamentaria futura que fuera partidaria de emprender un proceso reformista integral de la Constitución? En el segundo interrogante, en cambio, la cuestión sería esta otra: ¿cómo puede el Tribunal Constitucional actuar como límite a la voluntad del legislador, es decir, cómo puede un órgano que no ha sido elegido por los ciudadanos controlar a otro que representa nada menos que a la "voluntad general"? A continuación veremos, por separado, qué respuesta da Elster a cada una de estas cuestiones.

La reforma constitucional, como instrumento de institucionalización del Poder Constituyente es, junto a la garantía de la justicia constitucional, una de las grandes aportaciones del constitucionalismo liberal estadounidense al derecho político.46 Inicialmente esta singular institución fue concebida como un instrumento de adaptación del texto normativo fundamental a la realidad jurídica y social para, con el paso de los años, ir perdiendo gran parte de su significado en beneficio de una nueva vía de adaptación de la Constitución a la marcha de los acontecimientos históricos: la vía de la interpretación. La reforma constitucional siguió conservando, pese a todo, una función de notable relevancia como garantía extraordinaria de la supremacía de la Constitución: diseñar un procedimiento que dé estabilidad a la norma fundamental, de tal manera que sólo quepa cambiarla "cuando no haya más remedio o cuando exista un consenso muy claro en la sociedad de que debe ser modificada".47 Como vimos en anteriores apartados, para Elster, este procedimiento supuso una autorrestricción consensuada en su momento tanto por los constituyentes de la Federal Convention de 1787 como por los de la Assemblée Constituante de 1789 para comprometerse a sí mismos contra su propia vanidad, y a las futuras generaciones de ciudadanos contra las tentaciones de la pasión y del interés.48

Habida cuenta de las importantes atribuciones que posee el Tribunal Constitucional (o el Tribunal Supremo de los Estados Unidos) como supremo intérprete de la Constitución; como garante del respeto de la mayoría parlamentaria al pacto constituyente; y como protector de la eficacia de los derechos fundamentales del individuo frente al Estado, de la sociedad frente a la concentración indebida del poder en uno de los órganos del Estado (y, por tanto, de la división de poderes), y (en los Estados descentralizados) de la distribución territorial del poder, se pregunta Elster qué ocurriría en el caso de que quienes ejercen las funciones del precompromiso constitucional (como los magistrados del Tribunal Constitucional) vivieran y actuaran al margen del control democrático. Como se recordará, esta cuestión ya fue tratada en los apartados II, 1, B y II, 1, C del presente artículo (en los que se planteaba la paradoja de quién sería el órgano encargado de controlar al controlador). Entonces comprobamos cómo Elster, cuyas conclusiones se extraen de su estudio del derecho constitucional comparado, mantenía una posición escéptica respecto a la esperanza de que los controladores fueran capaces de autolimitarse. Dado que los garantes del Poder Constituyente no son semidioses ajenos o indiferentes a las pasiones políticas y que, por ende, son susceptibles (como cualquier otro hombre, especialmente si se dedica a la política) de "acabar atrapados por los vicios de los políticos" —es decir, pasiones impulsivas, pasiones duraderas e intereses privados—, lo cual está en los fundamentos racionales de la actividad constituyente, se pregunta Elster a través de qué medios podría asegurarse un Estado la imparcialidad de los constituyentes, de tal manera que un precompromiso con el que pretenden atar a las futuras generaciones de ciudadanos resulte veraz (como, por ejemplo, ocurre con el precompromiso que limita cualitativa y cuantitativamente la reforma constitucional). Esta interrogante sobre la legitimidad y la eficacia de las cláusulas constitucionales que conllevan un precompromiso, tiene especial relevancia para un Estado de derecho como el nuestro, sobre todo si se tiene en cuenta —como ha advertido Manuel Aragón Reyes— el hecho de que "en el modelo europeo de constitucionalidad, al que España pertenece, la justicia constitucional no es desempeñada sólo por el Tribunal Constitucional, sino también por todos los órganos judiciales, pues la Constitución les vincula", en la medida en que los derechos fundamentales "vinculan a todos los poderes públicos", tal y como se indica en los artículos 9.1 y 53.1 de la Constitución Española de 1978.49

En mi opinión, el riesgo de sufrir los efectos de un precompromiso establecido arbitrariamente por unos constituyentes movidos por razones ajenas al interés general queda conjurado en procesos constituyentes como el alemán, el italiano, el portugués o el español en los que la llegada de la democracia se produjo tras una clara fractura histórica con los regímenes autoritarios que les precedieron. En todos estos casos, el sistema constitucional del Estado democrático fue el resultado de un amplio consenso (absolutamente sin precedentes) entre los ciudadanos que confirió a los constituyentes de aquellas naciones europeas una especial legitimidad y un respaldo suficiente como para que pudieran legislar con total independencia, aprendiendo de los errores del pasado y con la mirada puesta en el interés general de sus compatriotas, tanto el de sus contemporáneos como el de las generaciones futuras (en este sentido, parece oportuno traer a colación las palabras expresadas —en clave kelseniana— por uno de los ponentes de nuestra vigente Constitución: el profesor Gregorio Peces-Barba, y que podrían servir como un consejo digno de ser tenido en cuenta por cualquier legislador constituyente, de ayer, de hoy o de mañana, que se encuentre capacitado para constituir precompromisos socio-políticos y que desee realizar su cometido con sentido del deber, de la responsabilidad y de la honestidad: "Nunca pueden olvidarse las fuerzas reales que están detrás de la producción normativa" (en este caso concreto, la voluntad soberana del pueblo español).50

En relación con la reforma en nuestra experiencia constitucional más reciente (la de 1978), el constituyente ha establecido dos procedimientos de reforma. El primero de ellos es el procedimiento de reforma que se denomina parcial u ordinario (artículo 167, CE), en el que se sigue la dirección imperante en el constitucionalismo de los demás países de nuestro entorno histórico y cultural, y que se configura como un procedimiento de reforma básicamente parlamentario del que se extrae la siguiente interpretación: que el constituyente concede la primacía en la reforma, es decir otorga una mayor importancia como órgano constitucional a las Cortes Generales que al cuerpo electoral; para el constituyente, la mayoría cualificada de tres quintos en ambas cámaras (artículo 167.1, CE) es garantía suficiente para asegurar la renovación del "consenso constituyente originario" de 1978, por eso no considera necesario someter la reforma a referéndum para su ratificación por parte del cuerpo electoral; de hecho, para que esto ocurriese, se necesitaría cumplir antes con este requisito: que una vez aprobada la reforma por las Cortes Generales, lo soliciten, dentro de los quince días siguientes a su aprobación, una décima parte de los miembros de cualquiera de las cámaras (artículo 167.3, CE).51 El segundo procedimiento de reforma previsto en nuestra Constitución es el total o extraordinario (artículo 168, CE) que el constituyente ha designado eufemísticamente con el nombre de "revisión total", introduciendo con él, de manera encubierta, el tema de los límites de la reforma constitucional. A este respecto, no ha hecho falta que nuestro constituyente haya incluido (como precompromiso constitucional) la cláusula de la intangibilidad de la parte nuclear de la ley fundamental que contemplan otros textos constitucionales de nuestro ámbito, teniendo en cuenta el complicadísimo procedimiento de reforma que se ha dispuesto y que, para algunos constitucionalistas, "está materialmente destinado a hacer inviable la reforma total o la de aquellas partes de la Constitución especialmente protegidas".52 Estas partes especialmente protegidas son: el título preliminar, el capítulo segundo, sección primera del título I, y el título segundo.

La garantía del control de constitucionalidad de las leyes ha sido objeto de un amplio debate doctrinal en el seno del constitucionalismo europeo en torno a la legitimidad de la justicia constitucional. En general, el control de constitucionalidad conlleva la garantía jurisdiccional de la primacía de la Constitución sobre el resto del ordenamiento; ahora bien, como advierte el profesor Pedro Cruz Villalón, lo que de verdad caracteriza a esta garantía es que "el control es asumido por agentes por completo ajenos al proceso de creación de la norma y, salvo excepciones, con posterioridad a la misma". Es decir, el control de constitucionalidad se configura en realidad como un control jurisdiccional ejercido, bien por el mismo Poder Judicial en el contexto de su función ordinaria de administración de justicia, o bien por un órgano ad hoc (el Tribunal Constitucional) que adopta los mismos caracteres de independencia del Poder Judicial, e idéntico grado de sumisión al imperio de la ley.53

En la experiencia constitucional europea, donde inicialmente se optó por establecer un sistema de control de constitucionalidad concentrado en un órgano, en vez de incorporar el modelo difuso como el estadounidense (que permite unificar la actividad de todos los jueces al aplicar la Constitución en lugar de la ley inconstitucional). Este modelo de control de constitucionalidad concentrado "a la europea" (o de inspiración kelseniana) ha ido, sin embargo, abandonándose progresivamente en los textos constitucionales que han sido promulgados a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.54 En algunas de estas nuevas Constituciones, entre otras la nuestra, la influencia del modelo difuso estadounidense es evidente en temas como el de la garantía judicial de los derechos fundamentales que no es una competencia exclusiva del supremo intérprete de la Constitución por la vía del recurso de amparo (artículo 161.1.b, CE), puesto que, como se desprende de la literalidad de los artículos 9.1 y 53.1, CE, la garantía de las libertades y los derechos fundamentales "vincula a todos los poderes públicos" (incluyendo a todos los órdenes jurisdiccionales) que, además, "están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico".55

Ahora bien, aunque en Alemania, Italia y España este sistema de interpretación compartida de la Constitución por el legislador y el Tribunal Constitucional haya resultado ser, en opinión de Pérez Royo, "un sistema muy eficaz para estabilizar y hacer funcionar correctamente el Estado democrático", lo cierto es que no ha estado exento de críticas (al suscitar el recelo de quienes temen sobre todo —entre otros el propio Jon Elster— que la politización de un órgano creado en un ámbito donde la intersección de la política y el derecho es frecuente haga que en la decisión del órgano de control de constitucionalidad influyan más las convicciones políticas de sus miembros que el razonamiento jurídico).56 En este sentido, como se recordará, en el apartado II, 1, B del presente trabajo hicimos alusión al problema que se plantea entre el constitucionalismo y la democracia cada vez que, como en el caso del control de constitucionalidad, se trata de resolver dos cuestiones estrechamente relacionadas e inherentes con cualquier sistema de controles y equilibrios —en este caso, entre el "intérprete supremo de la Constitución" (artículo 1, LOTC 2/1979, de 3 de octubre) y el legislador)—: ¿quién controla a los controladores? y ¿quién los elige y depone? Responder a estos interrogantes resulta prioritario para cualquier Asamblea Constituyente, teniendo en cuenta que, precisamente a través del control de constitucionalidad de la ley y de sus interpretaciones (que, como es sabido, pasan a formar parte del derecho), el Tribunal Constitucional podría perfectamente llegar a atar a las generaciones futuras, limitar o someter a las mayorías parlamentarias e incluso interferir en la toma de decisiones democráticas.57 Ello explica que, en el derecho constitucional contemporáneo, estas cuestiones no hayan pasado, ni mucho menos, inadvertidas (según se desprende de la lectura, por ejemplo, de los artículos 134-138 de la Constitución de la República Italiana de 1947; de los artículos 92-94 de la Ley Fundamental de Bonn (1949); de los artículos 56-63 de la Constitución de la V República Francesa (1958); o de los artículos 283-285 de la República Portuguesa de 1976). En cuanto a la experiencia constitucional española, tampoco es una excepción, dado que los constituyentes del 78 tomaron buena nota, al deliberar sobre la composición, la organización, las competencias y el procedimiento de actuación del Tribunal Constitucional, de los errores cometidos por su antecesor de 1931, cuyo artículo 122 (en el que se instituye el Tribunal de Garantías Constitucionales) era un modelo de lo que no se debe hacer si se desea una justicia constitucional neutral, eficaz e independiente (despolitizada). Por el contrario, en el título IX de nuestra actual Constitución, dedicado completamente al Tribunal Constitucional, se establece quiénes deben ser los electores de sus magistrados (artículo 159.1, CE); quiénes pueden formar parte del mismo (artículo 159.2, CE); cuánto tiempo se mantendrán en el ejercicio de su magistratura (artículo 159.3, CE); un elenco de incompatibilidades con el desempeño de su cargo (artículo 159.4, CE); su inamovilidad (artículo 159.5, CE); sus competencias y el ámbito de su jurisdicción (artículos 161.1 y 161.2, CE).58 En suma, de la lectura de estos artículos se deduce que el Tribunal Constitucional sólo puede modificarse por el procedimiento de reforma constitucional establecido en el título X (artículos 166-169, CE) y que está sometido tanto a la Constitución española y a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (artículo 1), lo cual equivale a decir que el Poder Legislativo ordinario no tiene competencia para regular sobre este órgano jurisdiccional.59

Sin embargo, sin que Elster pretenda criticar la legitimidad del Tribunal Constitucional desde una perspectiva legalista, es decir, sin necesidad de recurrir al argumento de que la ley es expresión de la voluntad general y que ésta no puede ser enajenada nunca, y sin que pretenda cuestionar la legitimidad del ejercicio del órgano de control de constitucionalidad por su falta de representatividad (a diferencia del Parlamento, que es elegido por el pueblo soberano), lo que en realidad preocupa al sociólogo noruego (inquietud que motiva sus dos preguntas) es cómo crear las "condiciones óptimas" para la deliberación del Tribunal Constitucional siguiendo la idea rawlsiana de "justicia procesal pura" (pure procedural justice), en lugar de "justicia procesal perfecta" (perfect procedural justice), que —en buena lógica— debería llevar a los miembros del Tribunal Constitucional a "una deliberación genuinamente imparcial del bien común".60 Aunque, como sociólogo y filósofo, Elster abunde más en la psicología política y evite hacer valoraciones en materia de argumentación jurídica e interpretación del Tribunal Constitucional (al menos del modo en que puedan haberlo hecho Alexy, Dworkin, Habermas o Ferrajoli),61 la verdadera aportación de Elster en relación con este tema consiste en haber contribuido a lo que Habermas ha calificado de "inesperada rehabilitación del concepto de política deliberativa".62 En efecto, si algo parece haber puesto de relieve Elster con su crítica a la teoría de la elección racional es, precisamente, la serie de dificultades con las que tropieza esta teoría al ser aplicada a los procesos políticos. En este sentido, a fin de remover dichos obstáculos, Elster revisa y amplía la teoría de la elección racional, introduciendo en ella un tipo ulterior de acción: junto a la acción estratégica o acción racional instrumental orientada a unos determinados fines (y que está "dirigida y regulada en cada caso por las propias preferencias de uno y orientada a obtener resultados, bajo condiciones de información incompleta"),63 aparece ahora la acción regulada por normas sociales. La primera conducta correspondería a la pauta de actuación del homo oeconomicus, que se ve "atraído" por las perspectivas de futuras recompensas y que se adapta a las circunstancias cambiantes en busca de su mejoramiento, en tanto que la segunda es característica del homo sociologicus, que es "empujado" desde atrás por fuerzas inertes, quien, por el contrario, es insensible a las circunstancias, y se atiene a la conducta prescripta por dichas normas, "aún cuando tenga al alcance nuevas y aparentemente mejores opciones".64 Sin embargo, creo que Habermas yerra en el diagnóstico que hace del análisis reconstructivo elsteriano del proceso de producción legislativa y de argumentación e interpretación judicial (y que podría mover a equívoco, en la medida en que se da a entender que Elster es un procedimentalista formalista de estricta observancia). En su opinión, Elster "dirige la atención a la racionalidad procedimental de la formación de la opinión y la voluntad regulada por procedimientos; pero esta mirada no alcanza más allá de la generación del poder comunicativo".65 La réplica a esta objeción habermasiana por parte de Elster la veremos en el siguiente apartado, que estará dedicado a la dinámica de la deliberación en las asambleas constituyentes.

Como ya sabemos, para Elster las asambleas constituyentes representan un claro paradigma del precompromiso constitucional que, en ocasiones, acaba generando una tensión entre el constitucionalismo y la democracia. En relación con el proceso de elaboración de la Constitución, Elster considera que la función desempeñada por los constituyentes puede servir a uno de estos tres objetivos (que no tienen por qué excluirse necesariamente entre sí):

En primer lugar, como actores imparciales racionales, los constituyentes pueden tratar de contener las pasiones de las futuras generaciones haciendo que les resulte difícil reformar la Constitución. En este sentido, al dilatar el proceso legislativo corriente mediante la introducción de cláusulas de precompromiso constitucional o de la inclusión de otras soluciones dilatorias como el bicameralismo y el veto del ejecutivo, la Constitución puede reducir los riesgos inherentes a la legislación de una mayoría imprudente y voluble.66

En segundo lugar, Elster opina que: "la razón de los constituyentes puede tratar de controlar y sofrenar el interés personal de los futuros legisladores". Una vez más, el profesor de la Universidad de Chicago cree que el veto ejecutivo puede ser una solución óptima frente al problema de los legisladores autointeresados. Para ilustrar este caso, Elster se remite a un ejemplo de la experiencia constitucional británica (del que, por cierto, tomaron buena nota los constituyentes americanos): tras el destronamiento y la ejecución del rey Carlos I a comienzos de 1649, la monarquía absoluta fue sustituida por un Parlamento que ejerció una tiranía en todo el territorio de la mancomunidad de Inglaterra (que fue el nombre que adoptó la nueva república tras su instauración) aún más dura y despiadada que la que había impuesto el monarca inglés sobre sus súbditos durante su reinado.67

Y, en tercer lugar, los "constituyentes racionales" pueden tratar de crear las condiciones para que las futuras legislaturas puedan también ejercer su poder de razonamiento.68 En efecto, del mismo modo que la racionalidad imperfecta puede, como hemos comprobado, inducir a los actores deliberadores a dar pasos para impedir conductas indeseables que son predecibles en el futuro, a veces la posterioridad puede ser imaginada por los constituyentes (que, no lo olvidemos, muchas veces deben trabajar envueltos en un ambiente social convulso y de enorme inestabilidad política, lo cual dificulta extraordinariamente su proceso de deliberación y negociación en condiciones óptimas) con un mayor grado de optimismo y de esperanza en relación con la viabilidad de una serie de decisiones que, en el momento presente (dadas las circunstancias), resulta imposible tomar. La Asamblea Constituyente podría así aplazar su deliberación en aspectos comprometidos y confiárselos a los legisladores del mañana (imponiéndose a sí misma una especie de autorrestricción que les impida legislar bajo la influencia de las pasiones o del interés).69 En resumidas cuentas, concluye Elster, en ocasiones es conveniente tener en cuenta que: "La toma de decisiones no es sólo un proceso para escoger entre alternativas dadas, sino también un proceso para generar nuevas alternativas (tormenta de ideas)".70

Volviendo al contexto deliberativo de las asambleas constituyentes, cabe señalar que éstas, al igual que ocurre en otros foros donde también se toman decisiones colectivas, se registran dos formas de discurso: la "discusión" (argue) y la "negociación" (bargain), entendidas ambas como "formas de comunicación" o, por decirlo en los términos más precisos de John Searle, como "actos de habla" (speech acts).71 Junto a estas dos formas comunicativas, en el proceso de toma de decisiones, especialmente cuando no existe consenso, es preciso disponer de un medio para conocer las preferencias reales de los constituyentes y que, en sí mismo (a diferencia de la discusión y la negociación), no es un acto de habla: la "votación" (vote), que tiene un valor estratégico para quienes participan en la deliberación y la negociación. Ahora bien, según Elster, para la conformación de un marco deliberativo adecuado, el procedimiento de actuación de las asambleas constituyentes "debe trascender el simple registro de votos y dar lugar a la interacción comunicativa" (obsérvese, a este respecto, la "aparente" afinidad —luego comprobaremos por qué— de esta idea sobre la "libre comunicación" con la teoría habermasiana de la acción comunicativa). Sin embargo, en lo que no coincide Elster con Habermas es en afirmar, como por otra parte también hace Rawls, que para que la elección política sea legítima, ésta debe ser necesariamente "el resultado de una deliberación acerca de los fines entre agentes libres, iguales y racionales".72 A diferencia de Habermas y Rawls, la perspectiva desde la que Elster contempla todo lo relativo a la racionalidad social y los procesos deliberativos es menos ideal y bastante más escéptica. Como acabamos de ver, para el sociólogo noruego, la toma colectiva de decisiones por parte de los individuos libres, iguales y racionales no precisa adoptar la forma deliberativa. Es más, de hecho existen otros modos de negociación que pueden ser evaluados y comparados con la deliberación en términos de eficacia, equidad o aptitud intríseca (me refiero a la tricotomía formada por la discusión, la negociación y la votación).73

En relación con la crítica de Habermas al procedimentalismo de Elster, cabe añadir que la respuesta de este último al pensador alemán se halla en la introducción a un libro colectivo del que fue compilador: Deliberative Democracy (1998). En efecto, si en Faktizität und Geltung (1992) Habermas reprochaba a Elster el hecho de haber prestado atención exclusivamente a la racionalidad procedimental en su afán de aportar condiciones óptimas para crear un contexto deliberativo democrático (dirigiendo su atención, para dicho propósito, a la racionalidad procedimental de la formación de la opinión y la voluntad regulada por procedimientos, aunque sin que su mirada vaya más allá de la generación del poder comunicativo), Elster replica (en unos términos realistas y pragmáticos que contrastan ostensiblemente con el estilo idealista y utópico de Habermas) lo siguiente:

Según se desprende de estas palabras de Elster, el debate ejerce, incluso si es hipócrita, "una poderosa influencia civilizadora".75 Así pues, la naturaleza de la comunicación dependerá de unas cuantas variables, entre las cuales el profesor de la Universidad de Chicago destaca estas cuatro: el tamaño, la publicidad, la presencia o ausencia de fuerza y la importancia del interés como motivación de los constituyentes. Veámoslas por separado:

En primer lugar, con respecto al mayor o menor tamaño de las asambleas, Elster considera que es importante precisarlo, porque "en las asambleas grandes y fragmentadas la interacción debe adoptar la forma de discusión". Sin embargo, en la actualidad, las asambleas constituyentes parece que tienden, y sobre todo desde la consagración de los partidos políticos como grandes protagonistas en el escenario político, a reducir cada vez más su número de participantes.76 De hecho, lo más normal es que sean los líderes de los partidos políticos quienes intervengan "en la negociación y en el sistema de concesiones mutuas".77

En segundo lugar, la ausencia o la presencia de público es, para Elster, otro elemento relevante para "determinar si existe la comunicación dentro del continuum de discusión-negociación". En este sentido, a lo largo de la historia del derecho constitucional se ha demostrado que, ante la presencia de público (como, por ejemplo, en la Asamblea Constituyente francesa de 1789) resulta difícil que los constituyentes parezcan motivados por intereses egoístas, es más, el efecto causado sobre ellos por el auditorio les conmina a sustituir el lenguaje del interés por el de la razón. Ahora bien, según Elster, es precisamente en casos como éste en los que se pone de manifiesto la veracidad de la expresión de La Rochefoucauld, según la cual: "La hipocresía es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud". En otras palabras, que la publicidad no elimina los motivos deshonestos, aunque obliga o induce a los oradores a esconderlos. Por otra parte, añade Elster, entre las consecuencias no deseadas de la publicidad en la deliberación cabría destacar las siguientes: 1) el hecho de que resulte menos probable que los oradores cambien de opinión como resultado de objeciones fundamentadas, alentándose de este modo el uso de la publicidad "como dispositivo propiciador de compromisos"; 2) el que la asistencia de un amplio aforo de público al debate asambleario sirva de caja de resonancia para la retórica; y 3) que se pueda distorsionar el proceso democrático si, como ocurrió en la Assemblée Constituante, donde las multitudes impusieron su voluntad sobre una mayoría de diputados elegidos democráticamente (de aquí procede precisamente la máxima que afirma lo siguiente: "París no debe dominar a toda Francia").78

La tercera variable que somete a valoración Elster es la relativa al empleo o la amenaza de empleo de la fuerza en el proceso de redacción constitucional (como sucedió en las asambleas revolucionarias francesas de 1789 y 1848, en los que la redacción de sus respectivas Constituciones sufrió la fuerte influencia de acontecimientos extraparlamentarios violentos).79

Finalmente, en cuarto lugar, nos encontramos con la variable del interés, a la que ya hemos aludido al mencionar la importancia de su papel en la redacción de cualquier Constitución. También sabemos lo difícil que les resulta a algunos constituyentes expresar su interés abiertamente para evitar la impopularidad, razón por la que a veces optan por presentarlo tras una máscara: la del interés general.80

En definitiva, al referirse a cuatro de las variables del proceso deliberativo: el tamaño, la publicidad, la fuerza y el interés, Elster ha tratado de poner de manifiesto algo que Habermas parece haber pasado por alto, esto es: "en qué medida pueden facilitar u obstaculizar la creación de un marco deliberativo, sistema que conduce a la deliberación genuinamente imparcial del bien común".81

En resumen, para Elster, la tarea de la redacción constitucional requiere de procedimientos basados en el argumento racional, aunque —como hemos podido comprobar— las circunstancias externas generan a veces pasiones e incitan al empleo de la fuerza. De ahí que nuestro autor concluya aseverando que:

Hasta el momento hemos estudiado el tratamiento que Elster hace del término "democracia deliberativa", sin que hayamos aclarado qué significado tiene para él esta expresión. La respuesta nos la proporciona el propio Elster:

Con estas palabras, el sociólogo noruego alude a una nueva dimensión que trasciende la relación entre los poderes públicos (en particular, entre el Poder Constituyente y el Poder Legislativo), y cuyas principales proyecciones jurídico-políticas fueron estudiadas en los tres anteriores apartados. Esta nueva dimensión, por cierto, forma el segundo lado del triángulo dilemático (cuya figura delineamos en el epígrafe II, 2) y afecta, concretamente, a las relaciones que median entre el ejercicio del poder político a través de la administración y los ciudadanos: me refiero, para ser más exacto, al binomio compuesto por la idea de democracia deliberativa y el principio de eficacia administrativa, los cuales entran en conflicto cada vez que el Poder Ejecutivo, llevado por su afán de actuar con inmediatez y eficacia, toma decisiones al margen de la ciudadanía (aunque esta sea la principal destinataria y/o beneficiaria de tales medidas).84 En cuanto al concepto de eficacia administrativa, sorprende el hecho de que Elster no sea más explícito con respecto a su significado, que se conforme prácticamente con enunciarlo —a decir verdad, sólo nos comunica que es un principio localizable en la gran mayoría de los textos constitucionales modernos— (artículo 103. 1, CE), y que tampoco justifique el porqué de la exigencia de eficacia a la actuación de la administración. Para precisar este término sugiero que tomemos de nuevo como ejemplo la experiencia constitucional española, puesto que de la interpretación realizada por la jurisprudencia constitucional, como de los comentarios efectuados por nuestra doctrina administrativista pueden extraerse las respuestas análogas a las que, desde el punto de vista del derecho público comparado, podría dar la doctrina y la jurisprudencia de cualquiera de los Estados democráticos de nuestro entorno.85

A la luz de los datos arrojados por la legislación administrativa y la jurisprudencia constitucional y contencioso-administrativa de los últimos años, la doctrina administrativista española define el principio de eficacia, tal y como aparece proclamado en el artículo 103.1, CE, como un principio general administrativo que, sin perjuicio de su indeterminación, "postula una específica aptitud de la administración para obrar en cumplimiento de sus fines, y una exigencia, asimismo específica, de realización efectiva de éstos, es decir, de producción de resultados efectivos".86 En definitiva, según el profesor Luciano Parejo, se trata de un principio jurídico que: 1) formaliza un valor o bien constitucionalmente protegido, a saber, el de la realización del interés general (de donde se deriva la caracterización de la administración pública, cuya actuación debe ser eficaz, como servidora objetiva del interés general, y con pleno sometimiento al imperio de la ley; 2) determina la situación jurídica que exige de modo incondicionado (esto es, sin la estructura hipotética de las normas jurídicas generales); 3) contiene la identificación del sujeto responsable de la actividad precisa para la realización de la situación jurídica: la administración; 4) finalmente, y dado su contenido, el deber en que se traduce el principio de eficacia comporta también la exigencia de eficiencia (en este sentido, conviene aclarar que la eficacia se centra en el resultado de la acción, mientras que la eficiencia lo hace en la acción misma).87 El artículo 103.1, CE, se caracteriza, por consiguiente, por su doble referencia subjetiva (a la administración) y objetiva (a la actuación administrativa), y evoca, al mismo tiempo, "la producción intencionada de una realidad (efectiva y adecuada al fin o causa) como resultado de la acción de un agente idóneo para obrar en tal sentido (es decir, eficaz) y conforme al programa legal".88

Por otra parte, en relación con la segunda cuestión que nos formulábamos antes (el porqué de la exigencia de eficacia de la administración), creo que la clave se halla en los artículos 97 y 103.1, CE: la peculiaridad del sistema de ejecución del derecho por parte de la administración requiere de una organización precisa y determinada, teniendo en cuenta que ese proceso ejecutivo afecta al interés general. De ahí que en la legislación administrativa se precisen con claridad todos los elementos de dicho proceso: el sujeto del mismo (la administración), los fines que debe perseguir, los medios que ha de utilizar y la actividad cuyo despliegue se le impone. Por consiguiente, la exigencia de eficacia no se agota en la eficacia jurídica (artículo 149.1.8, CE) o en la efectividad del deber ser normativo a través de la aplicación administrativa de la norma jurídica al caso concreto. Con la eficacia administrativa reclamada por la Constitución (que, repetimos, no debe ser confundida con la eficacia jurídica) se pretende, pues, la "administrativización" legal de sectores de la realidad que, en otro caso, "podrían quedar entregados a la acción espontánea de los sujetos ordinarios del derecho y la tutela jurídica dispensada por el Poder Judicial".89

Ahora bien, una vez que ha quedado justificada la necesidad de que la actuación administrativa sea eficaz, debemos aceptar el hecho de que, en aras del cumplimiento de este requisito constitucional, la acción administrativa podrá (e incluso deberá ser) en ciertos casos discrecional, lo cual no puede implicar, bajo ninguna circunstancia, que de esa discrecionalidad legítima quepa deducir también la legitimación de su arbitrariedad (dado que, en ese supuesto, estaríamos ante una flagrante hipótesis de "desviación de poder", que es el problema al que apunta precisamente Elster).90 A modo de garantía constitucional del valor que representa la seguridad jurídica (artículo 9.3, CE),91 el artículo 103.1, CE, somete a la administración "a la ley y al derecho", por lo que iría contra el espíritu y la literalidad de nuestra ley fundamental cualquier uso (o, mejor dicho, "abuso") de facultades o actuación administrativas que estuviera orientado a fines no preceptuados en el ordenamiento jurídico (este artículo, por cierto, debe interpretarse conjuntamente con los artículos 9.3 y 106.2, CE, en los que aparecen formulados, entre otros, los principios de responsabilidad e interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos especialmente frente a aquellos particulares a los que hayan lesionado sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor).92 Como consecuencia de lo todo lo que precede, teniendo en cuenta la presencia cada vez mayor de la administración en la vida social, considerando el grado de influencia que sus actuaciones pueden llegar a tener sobre la libertad, la propiedad y la seguridad de los ciudadanos y, por lo tanto, a fin de facilitar la transparencia y el acceso de los ciudadanos a la administración (por cierto, una de las exigencias características de la democracia deliberativa), el constituyente español introdujo dos criterios novedosos que actúan como salvaguarda de los derechos de los ciudadanos en su relación con los poderes públicos: "La audiencia de los ciudadanos, directamente o a través de las organizaciones y asociaciones reconocidas por la ley, en el procedimiento de elaboración de las disposiciones administrativas que los afecten" (artículo 105 a, CE); y "el acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos, salvo en lo que afecte a la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los delitos y la intimidad de las personas" (artículo 105 b, CE).93 Sin embargo, en lo que la Constitución resulta menos estricta y acusa una mayor laxitud es en la regulación del modo en que deberán producirse los actos administrativos, limitándose a decir, a este respecto, que dicho procedimiento garantizará, "cuando proceda" la audiencia del interesado (artículo 105 c). Comprobamos así cómo, en la práctica, es decir, a la hora de implementar medios que garanticen —en palabras de Elster— "una deliberación efectiva" (opuesta a la deliberación ficticia, en la medida en que presupone el razonamiento público entre participantes libres e iguales), nuestra Constitución adolece de falta de concreción.94

Antes de concluir esta primera parte, dedicada al procedimentalismo de Elster, debemos detenernos en la base del triángulo dilemático que representamos gráficamente en el epígrafe II, 2, y que está formada por el binomio que componen el principio de eficacia administrativa y el constitucionalismo. Al referirse a este último binomio, Elster alude claramente a dos de los tres principios básicos (el tercero es el que concierne a la transparencia y el acceso de los ciudadanos a la administración pública que ya hemos tratado en el anterior apartado) que el constituyente ha previsto para garantizar la legitimidad no sólo de origen (que es de carácter político, por estar dirigida al Gobierno elegido democráticamente), sino también, y sobre todo, la legitimidad de ejercicio (que es de naturaleza jurídica, y que consiste, básicamente, en que la administración tiene que estar presidida por principios y normas jurídicas): me refiero a los principios de reserva de ley (dependencia de la administración en sus aspectos estructurales y personales de los mandatos del legislador) y de control judicial de toda la actividad administrativa (tanto de la potestad reglamentaria como la legalidad de su actuación).

Dentro del programa legal de actuación que vincula a la administración, hay una atribución específica de las Cortes Generales que consiste en el reconocimiento de la reserva de ley que se hace por parte de la Constitución en favor del Poder Legislativo, y que concierne a la estructura organizativa de la administración del Estado. Siendo el Gobierno del Estado quien dirige la administración, la reserva de ley representa un contrapeso del legislador frente al Poder Ejecutivo propio de cualquier Estado democrático en el que funcione la división de poderes (en este sentido, no está de más recordar —como ha hecho recientemente Dieter Grimm— que tanto la democracia, como el Estado de derecho y la división de poderes flanquean, de este modo, "la protección sustancial de los derechos fundamentales y estabilizan la disociación existente entre Estado y sociedad").95 En nuestra Constitución este principio aparece formulado en el artículo 103.2 del siguiente modo: "Los órganos de la administración del Estado son creados, regidos y coordinados de acuerdo con la ley". Según la interpretación que el Tribunal Constitucional ha hecho de este precepto (STC 60/1986, de 20 de mayo), no se excluye por completo la potestad reglamentaria del Gobierno, aunque sí exige su previa habilitación por parte del legislador.96 Donde la Constitución se muestra más rotunda en relación con la reserva de ley es en la regulación que hace del estatuto de los funcionarios públicos y del acceso a la función pública, que se realizará "de acuerdo con los principios de mérito y capacidad, las peculiaridades del ejercicio de su derecho de sindicación, el sistema de incompatibilidades y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones" (artículo 103.3, CE). La administración, por tanto, es definida por el legislador tanto en su estructura orgánica como también desde el punto de vista del personal al servicio de la misma.97

Conforme al principio de legalidad de la administración, y para corregir las actuaciones administrativas que se extralimiten del marco legalmente establecido, el constituyente ha formulado un principio que asegura el sometimiento de la administración al control de los jueces y tribunales de justicia, los cuales, por cierto, juegan un papel de extraordinaria relevancia en la promoción del bien común y el progreso de la sociedad.98 Aunque tanto en el derecho comparado, como a lo largo de la historia del Estado de derecho, este principio se ha revelado como uno de los más importantes, hasta 1978 ninguna otra Constitución española lo había formulado expresamente. En nuestra actual ley fundamental aparece contemplado, como corolario del control judicial de la discrecionalidad administrativa, en el artículo 106.1: "Los tribunales controlarán la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican". Al hilo de este precepto, el profesor Sánchez Morón ha comentado que el control judicial de la discrecionalidad administrativa es: "un control de naturaleza estrictamente jurídica, que sólo puede realizarse con parámetros jurídicos y que no puede abocar a otro tipo de decisión que no sea imponer el respeto de los límites de la acción administrativa".99 Que el control judicial no pueda ir más allá de un estricto control de legalidad no sólo se desprende del inciso final del artículo 106.1, CE, sino también del contenido del artículo 117.1, CE, en el que se indica que "los jueces y los tribunales están sometidos únicamente al imperio de la ley". De aquí es, precisamente, de donde deriva la obligación de que los órganos judiciales se atengan a un control de naturaleza estrictamente jurídica. Este mandato constitucional ha sido ratificado también por nuestra jurisprudencia constitucional, al insistir en la necesidad de que "los juzgadores resuelvan secundum legem y ateniéndose al sistema de fuentes establecido" (SsTC 17/1981; 23/1988; y 12/1991, entre otras); y al declarar que a los tribunales de justicia sólo les corresponde, según la Constitución, "la aplicación de las leyes, y no verificar si los medios adoptados por el legislador para la protección de los bienes jurídicos son o no adecuados a dicha finalidad, o son o no proporcionados en abstracto" (STC 65/1986, de 22 de mayo). Contribuir a administrar mejor desde el desempeño de la función judicial es, como ha sostenido Sánchez Morón, determinar en cada caso "los límites exclusivamente jurídicos" de la acción administrativa; en otras palabras, es corregir las actuaciones que desborden esos límites jurídicos y, por añadidura, es también establecer una doctrina jurisprudencial que complete el ordenamiento jurídico al interpretar y aplicar, de acuerdo con el artículo 1.6, CC, la ley, la costumbre y los principios generales del derecho.100

3. Tres conclusiones generales sobre el procedimentalismo no formalista de Elster

Como colofón a todo lo dicho a lo largo del epígrafe II, 2, y sus correspondientes apartados, en los que hemos tratado de explicar el trilema y/o la búsqueda del equilibrio (no siempre fácil) en las relaciones establecidas entre la democracia, el constitucionalismo y el principio de eficacia de la administración pública, creo que podemos extraer al menos tres conclusiones generales sobre el procedimentalismo de Elster:

La primera conclusión es que, además de aportar seguridad jurídica al Estado de derecho, el precompromiso constitucional sirve como garantía formal (como regla de procedimiento) de los derechos fundamentales y las libertades civiles (que pueden verse amenazados en periodos de irracionalidad social y/o de debilidad política en los que las pasiones dominan la vida pública). En resumen, lo que Elster parece sugerirnos es que, ese procedimiento o protocolo formal (que él no concibe en sentido formalista), tiene que partir de una percepción realista e integral del constituyente y su circunstancia, es decir, debe valorar su situación como operario del derecho dentro del complejo, multiforme y cambiante mundo de la experiencia jurídica y aplicar en ella su racionalidad práctica.

En segundo lugar, estimo que, de su particular análisis de las claves de la problemática histórica y contemporánea del proceso deliberativo en las asambleas constituyentes, así como del tratamiento que hace de los temas centrales de la teoría del derecho constitucional: tales como la separación y el contrapeso de poderes, los principios de legalidad y de jerarquía normativa (y, como consecuencia de ellos, el imperio de la Constitución como norma suprema del ordenamiento jurídico), la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, la legitimación democrática y el control pluralista tanto del poder político como de los poderes sociales, la independencia de los tribunales, la función social de las instituciones, o la salvaguardia de las libertades y los derechos fundamentales, cabría deducir que Elster se encuentra muy próximo (aunque no de manera explícita) a las tesis de quienes (como Martin Kriele, Peter Häberle o Gustavo Zagrebelsky) parten de una concepción del Estado constitucional como Estado de sociedad abierta y pluralista, frente al tradicional formalismo caracterizador del Estado liberal de derecho.101

Por último, como tercera conclusión, y en la medida en que el Estado constitucional representa para estos autores (y también para Elster) "un arquetipo jurídico-político en el que los poderes públicos se hallan conformados y limitados por el derecho a través de principios constitucionales formales y materiales",102 podemos afirmar que, con sus teorías sobre la racionalidad social, los procesos deliberativos racionales, abiertos y plurales y/o el precompromiso constitucional, Elster también ha contribuido a contrarrestar con argumentos procedimentales formales (y materiales) las críticas dirigidas recientemente contra el neocontractualismo por algunos autores que han considerado esta corriente doctrinal como una nueva expresión o reencarnación del formalismo jurídico (con la tensión entre el liberalismo y el comunitarismo como telón de fondo).103 Este procedimentalismo de Elster, de carácter abierto y plural, y que se expresa a través de tesis tan originales como la del precompromiso constitucional, es análogo o parangonable al reconocimiento expreso del contenido esencial de los derechos fundamentales consagrado en algunas Constituciones europeas (como la Grundgesetz alemana de 1949, artículo 19.2, y la española de 1978, en su artículo 53.1).104 Precisamente, en la doctrina constitucional alemana han destacado los trabajos que, en su día, dedicaron a este concepto los profesores Willi Geiger, Hermann Weinkauff y Gunter Dürig (los cuales entendían el contenido esencial como "núcleo objetivo intrínseco de cada derecho", y como "entidad previa e indisponible por el legislador"). Más recientemente, Peter Häberle, al referirse a unas "cláusulas de eternidad" (Ewigkeitsklauseln) de las Constituciones, ha contemplado el contenido esencial de los derechos fundamentales desde un punto de vista institucional, es decir, considerándolos como el conjunto de fines establecidos (o institucionalizados) por la Constitución e interpretados "de acuerdo con las condiciones histórico-sociales que informan el proceso aplicativo de la norma constitucional".105 Desde una perspectiva distinta, la correspondiente a la fundamentación e "implementación" de los derechos fundamentales, la idea de "coto vedado" formulada por Ernesto Garzón Valdés también resulta afín a la tesis elsteriana sobre el precompromiso constitucional, en la medida en que, como ha señalado Miguel Álvarez Ortega, el coto vedado presenta en Garzón Valdés:

* Artículo recibido el 28 de mayo de 2008 y aceptado para su publicación el 3 de octubre de 2008.
** Profesor titular de Filosofía del derecho en la Universidad de Sevilla.

Notas:
1 Para los antiformalistas de la década de los cincuenta del siglo pasado constituyó un revelador punto de referencia el libro del sociólogo estadounidense White, Morton, Social Thought in America: The Revolt Against Formalism, New York, Viking Press, 1952.
2 Como ha señalado el profesor Nicolás López Calera en un trabajo sobre el uso alternativo del derecho, esta tesis hay que situarla ideológicamente en el contexto de la crítica marxista al derecho burgués. El derecho es un elemento de la superestructura jurídico-política que responde a una estructura económico-social capitalista que conlleva la explotación de la clase obrera por parte de la clase burguesa. Cfr. López Calera, N. et al., Sobre el uso alternativo del derecho, Valencia, Fernando Torres Editor, 1978, p. 305.
3 Sobre el movimiento de los Critical Legal Studies hay un estudio monográfico de J. A. Pérez Lledó altamente recomendable. Cfr. Pérez Lledó, J. A., El movimiento Critical Legal Studies, Madrid, Tecnos, 1996.
4 Pérez Luño, A. E., El desbordamiento de las fuentes del derecho, Sevilla, Real Academia Sevillana de Legislación y Jurisprudencia, 1993, pp. 59 y ss.; véase, también, id., Teoría del derecho. Una concepción de la experiencia jurídica, 4a. ed., Madrid, Tecnos, 2005, pp. 98 y ss., e id., Trayectorias contemporáneas de la filosofía y la teoría del derecho, 5a. ed., Madrid, Tébar, 2007 pp. 23 y ss.
5 Sobre el positivismo jurídico neoinstitucionalista hay una documentada monografía de Ansuátegui Roig, F. J., El positivismo jurídico neoinstitucionalista, Madrid, Universidad Carlos III-Dykinson, 1996.
6 Pérez Luño, A. E., Derechos humanos, Estado de derecho y Constitución, 8a. ed., Madrid, Tecnos, 2003, p. 591.
7 Pérez Luño, A. E., "Derechos humanos y constitucionalismo en la actualidad. ¿Continuidad o cambio de paradigma?", en Pérez Luño, A. E. (coord.), Derechos humanos y constitucionalismo ante el tercer milenio, Madrid, Marcial Pons, 1996, p. 20.
8 Cfr. Wiethölter, R., "Proceduralization of the Category of Law", pp. 501 y ss.; Denninger, E., "Government Assistance in the Exercise of Basic Rights (Procedure and Organization)", pp. 461 y ss., en Joerges, Ch. y Trubek, D. M. (eds.), Critical Legal Thought. An American-German Debate, Baden-Baden, Nomos, 1989. Tomo la cita de Pérez Luño, A. E., Derechos humanos, Estado de derecho…, cit. , nota 6, p. 590, nota 19.
9 Elster, J., Sour Grapes. Studies in the Subversion of Rationality, Cambridge, Maison des Sciences de l´Homme-Cambridge University Press, 1983 (cito por la trad. castellana de E. Lynch, Barcelona, Península, 1988, pp. 55-56).
10 Gargarella, R., Las teorías de la justicia después de Rawls. Un breve manual de filosofía política, Barcelona-Buenos Aires-México, Paidós, 1999, pp. 99-123; Miravet Bergón, P., "Crítica bibliográfica", en Courtis, C. (comp.), Desde la otra mirada. Textos de teoría crítica del derecho, Buenos Aires, Eudeba, 2001, p. 547.
11 Elster, J., Solomonic Judgements, Cambridge, Cambridge University Press, 1989 (cito por la trad. castellana de C. Gardini, 2a. ed., Barcelona, Gedisa, 1995, p. 14). En la página 163, Elster vuelve a insistir en esta idea: "En el modelo de la acción racional individual, la irracionalidad puede surgir por debilidad de la voluntad, exceso de voluntad y distorsiones en la formación de creencias o preferencias".
12 Elster, J., Ulysses and the Sirens. Studies in Rationality and Irrationality, Cambridge, Cambridge University Press, 1979 (cito por la trad. castellana de J. J. Utrilla, México, FCE, 1989, pp. 188 y 189).
13 Homero, Odisea, trad. castellana de J. L. Calvo, 17a. ed., Madrid, Cátedra, 2006, pp. 224-226.
14 Elster, J., Ulysses and the Sirens..., cit., nota 12, pp. 66 y 67.
15 Elster, J., Ulysses Unbound. Studies in Rationality, Precommitment, and Constraints, Cambridge, Cambridge University Press, 2000 (cito por la trad. castellana de J. Mundó, Barcelona, Gedisa, 2002, pp. 311-314). Como el propio Elster reconoce, en un gesto de honestidad intelectual que le honra, con su idea del compromiso capacitante rectifica la tesis defendida en Ulysses and the Syrens, obra en la que, a diferencia de lo ahora expuesto en Ulysses Unbound, sí que se establecía una relación directa entre la utilización del precompromiso con la irracionalidad o la imperfección.
16 Ibidem, p. 317.
17 Ibidem, p. 19.
18 A propósito de la diferencia entre las tentaciones y las pasiones, explica Elster: "mientras que las tentaciones son atractivas y seductoras, las pasiones y los deseos compulsivos son apremiantes e irresistibles. Las tentaciones a menudo se sirven del autoengaño y del pensamiento desiderativo como si de sus lacayos se tratara, permitiendo que el agente no haga caso de los peligros perniciosos que conllevan. Las pasiones y deseos compulsivos pueden ser tan fuertes como para llegar a hacer a un lado cualquier valoración de las consecuencias"; ibidem, p. 312.
19 Cfr. Homero, op. cit., nota 13, canto XII, verso 50, p. 121: "En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil —que sujeten a éste las amarras—, para que escuches complacido la voz de las dos sirenas".
20 Esta interpretación estaría en la misma línea de la lectura que, según Cicerón, hace Antíoco del episodio de las sirenas: "Por lo visto —comenta el Arpinate—, los viajeros no fueron atraídos por la dulzura de sus voces, ni por la diversidad de sus canciones, sino por su profesión de conocimiento; fue su pasión por el saber la que mantuvo a los hombres atrapados en las costas de las sirenas", Elster, Ulysses Unbound…, cit. , nota 15, p. 17.
21 Como indica José Luis Calvo, en la introducción a su excelente edición de la Odisea: "En la interpretación alegórica posterior, de origen estoico, representan una de las tentaciones que el hombre debe soportar en su peregrinar por la tierra, interpretación llevada al extremo por el cristianismo, para el cual simbolizan concretamente la lujuria"; op. cit. , nota 13, p. 221 (nota 191); cfr. Pepin, J., Mythe et Allégorie, París, Aubier, 1958.
22 Elster, J., Ulysses and the Sirens..., cit., nota 12, p. 39.
23 Elster, J., Leibniz et la formation de l´esprit capitaliste, París, Aubier, 1975, p. 142. Véase id., Ulysses and the Sirens..., cit., nota 12, pp. 158 y 159.
24 Elster, J., Ulysses and the Sirens..., cit., nota 12, pp. 38 y 39.
25 Elster, J., Logic and Society, Londres, Wiley, 1978, cap. V.
26 Elster, J., Ulysses and the Sirens..., cit., nota 12, p. 39. También en Solomonic…, cit., nota 11, p. 9, el profesor de la Universidad de Chicago insiste de nuevo en la idea de que: "en lo concerniente a elecciones individuales, las normas sociales pueden suplementar o reemplazar la racionalidad en la explicación de la acción".
27 Spinoza, B., Tractatus Theologico-Politicus, VII. 1 (he tomado la cita de Elster, J., Ulysses Unbound…, cit. , nota 15, pp. 111 y 193).
28 Elster, J., Solomonic…, cit., nota 11, p. 153.
29 Elster, J., Ulysses and the Sirens…, cit., nota 15, p. 159; Ulysses Unbound…, cit. , nota 15, p. 137; cfr. Holmes, S., "Precommitment and the Paradox of the Democracy", en Elster, J. y Slagstad, R. (comps.), Constitutionalism and Democracy, Cambridge, Cambridge University Press, 1988, pp. 195-240.
30 Elster, J., Ulysses Unbound…, cit. , nota 15, pp. 160 y 185.
31 Elster, J., Ulysses and the Sirens…, cit., nota 12, pp. 160 y 161. En este tipo de asambleas constituyentes originales, señala el filósofo noruego "la drástica ruptura con el pasado deja la Asamblea libre de atar el futuro".
32 Elster, J., Solomonic…, cit., nota 11, pp. 164 y 165.
33 Elster, J., Ulysses Unbound…, cit. , nota 15, pp. 112 y 181.
34 Ibidem, p. 319.
35 Ibidem, p. 189; Elster, J., "Deliberation and Constitution-Making", en id. (ed.), Deliberative Democracy, Cambridge, The Press Syndicate of the University of Cambridge, 1998 (cito por la trad. castellana de J. M. Lebrón, Barcelona, Gedisa, 2001, p. 153).
36 Ibidem, pp. 137 y 191.
37 Ibidem, p. 177. En relación con el sectarismo anticlerical que dominó a los partidos de extrema izquierda durante el proceso constituyente, cfr. Jackson, G., La República española y la guerra civil. 1931-1939, Barcelona, Crítica, 2006, p. 67; Esteban, J. de, "La Constitución de 1931", La Aventura de la Historia, Madrid, Arlanza Ediciones, núm. 90, 2006, p. 73. En general, para una información más detallada sobre el debate político planteado durante el periodo de elaboración de la Constitución de 1931 en torno a la relación y a la separación entre la Iglesia y el Estado (artículos 26 y 44), cfr. Payne, S. G., La primera democracia española. La Segunda República, 1931-1936, trad. castellana de L. Romano Haces, Barcelona, Paidós, 1995, pp. 81 y ss. Véase, también, id., El colapso de la República. Los orígenes de la Guerra Civil (1933-1936) , trad. castellana de M. P. López Pérez, Madrid, Alianza Editorial, 1995, pp. 36 y ss.
38 Ibidem, pp. 181-185.
39 Ibidem, pp. 127-129 y 321-323.
40 Ibidem, pp. 190 y 191.
41 No es casual, por tanto, que uno de los clásicos del pensamiento político a los que más recurre Elster para explicar las consecuencias del precompromiso constitucional en un Estado democrático sea, precisamente, un autor que, igual que él, conocía tanto la tradición constitucional estadounidense como la europea. Cfr. Elster, J., "Consequences of Constitutional Choice: Reflections on Tocqueville", en id., Constitutionalism…, cit. , nota 29, pp. 81-99.
42 Elster, J., "Introduction", en id., Constitutionalism…, cit. , nota anterior, p. 2.
43 Grimm, D., Constitucionalismo y derechos fundamentales, est. prel. de A. López Pina, trad. castellana de R. Sáenz Burgos y J. L. Muñoz de Baena Simón, Madrid, Trotta, 2006, pp. 108 y 109.
44 Cfr. Zagrebelsky, G., La giustizia costituzionale, Bolonia, Il Mulino, 1977, pp. 17 y ss.
45 Pérez Royo, J., Curso de derecho constitucional, 10a. ed., Madrid-Barcelona, 2005, p. 153.
46 Cfr. Pérez Royo, J., La reforma de la Constitución, Madrid, Publicaciones del Congreso de los Diputados, 1987, p. 38.
47 Pérez Royo, J., Curso de derecho…, cit. , nota 45, p. 149.
48 Elster, J., Ulysses Unbound…, cit. , nota 15, pp. 160 y 161.
49 Aragón Reyes, M., "El Tribunal Constitucional", en varios autores, La Constitución española de 1978. 20 años de democracia, Madrid, Congreso de los Diputados-Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, p. 406.
50 Peces-Barba Martínez, G., "Veinte años después. Reflexiones de los padres constituyentes", en varios autores, La Constitución española de 1978…, cit., nota anterior, p. 30. Véanse, también, id., La elaboración de la Constitución de 1978, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1988, pp. 255 y ss., e id., La democracia en España. Experiencias y reflexiones, Madrid, Temas de Hoy, 1996, p. 174; cfr. Zapatero Gómez, V., "El lenguaje de la Constitución", Anuario Jurídico de La Rioja, núm. 9, 2003-2004, p. 13.
51 Cfr. Pérez Royo, J., La reforma…, cit. , nota 46, pp. 184 y 185.
52 Ibidem, p. 187.
53 Cruz Villalón, P., La formación del sistema europeo de control de constitucionalidad (1918-1939) , Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1987, p. 28. En el artículo 5.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial 6/1985, de 1o. de julio se dice expresamente que: "La Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico y vincula a todos los jueces y tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las leyes y los reglamentos según los preceptos constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos". Con respecto a la sumisión de la actividad de los poderes públicos al control de tribunales independientes, el profesor Pérez Luño ha explicado que, en el Estado de derecho, la garantía jurídica del estatus de los ciudadanos se desglosa en dos instancias fundamentales: 1) una estática, conformada por la definición legal de los derechos y deberes cívicos, así como de las competencias y procedimientos operativos de la administración; 2) y otra dinámica, que se materializa en la justiciabilidad de la administración, es decir, en la posibilidad de que los ciudadanos puedan plantear ante los tribunales sus quejas, por eventuales transgresiones de la legalidad por parte de los poderes públicos en aquello que suponga lesión de sus derechos". Véase Pérez Luño, A. E., La tercera generación de derechos humanos, Cizur Menor, Navarra, Thompson-Aranzadi, 2006, p. 60.
54 Cfr. García de Enterría, E. y Fernández, T. R., Curso de derecho administrativo (I) , 12a. ed., Madrid, Thompson-Civitas, 2004, pp. 103 y ss. Como ha señalado la profesora A. Pintore, Kelsen, que se movía aún "dentro del horizonte del Rechtstaat decimonónico", no parece que se diera cuenta de que el "paradigma" constitucionalista había ido transformando irreversiblemente a las Constituciones, "convirtiéndolas en necesario punto de confluencia de valores a menudo últimos y más a menudo aún controvertidos". De hecho, concluye Pintore, incluso la tensión entre derechos y democracia era completamente "extraña a su óptica y a sus preocupaciones". Cfr. Pintore, A., "Democracia sin derechos. En torno al Kelsen democrático", Doxa, núm. 23, 2000, p. 137. Por otro lado, en relación con el debate doctrinal sobre el control de constitucionalidad, conviene recordar que alcanzó uno de sus mayores grados de intensidad durante la crisis de la República de Weimar, y se sustanció en la célebre polémica mantenida entre Carl Schmitt y Hans Kelsen para dilucidar quién debía ser el "defensor de la Constitución" (der Hüter der Verfassung). En este sentido, mientras que Schmitt despreciaba en su Verfassungslehre (1928) el control jurisdiccional de constitucionalidad por entender que "los litigios constitucionales auténticos son siempre políticos" y dejaba la defensa de la Constitución en manos del presidente del Reich (aunque su deseo es que sea un dictador quien asuma esa competencia finalmente), Kelsen abogaba, en su artículo "Wer soll der Hüter der Verfassung sein?" (1931), en favor de la jurisdicción constitucional en la medida en que creía en un Estado parlamentario controlado jurisdiccionalmente, y depositaba la responsabilidad de defender y garantizar la Constitución, frente a cualquier intento de abuso o de tergiversación de la misma, en el Tribunal Constitucional. Cfr. Schmitt, C., Teoría de la Constitución, trad. castellana de F. Ayala, Madrid, Alianza, 1982, p. 146; Kelsen, H., Quién debe ser el defensor de la Constitución? , trad. castellana de R. J. Brie, Madrid, Tecnos, 1995, pp. 27 y ss.; cfr. Diner, D. y Stolleis, M. (eds.), Hans Kelsen and Carl Schmitt. A Juxtaposition, Gerlingen, Bleicher, 1999.
55 Cfr. Asís Roig, R. de, Jueces y normas. La decisión judicial desde el ordenamiento, Madrid, Marcial Pons, 1995, p. 274. Pérez Luño, A. E., "Los derechos fundamentales en el Estado constitucional", en varios autores, La Constitución española…, cit., nota 49, pp. 315 y 316; Aragón Reyes, M., "El Tribunal Constitucional", en varios autores, La Constitución española…, cit., nota 49, p. 406; Prieto Sanchís, L., "Las garantías de los derechos fundamentales", en varios autores, La Constitución española…, cit., nota 49, pp. 339 y 340; véase, también, id., "Tribunal Constitucional y positivismo jurídico", Doxa, núm. 23, 2000, p. 174; Barranco Avilés, M. C., Derechos y decisiones interpretativas, Madrid-Barcelona, Universidad Carlos III de Madrid, Instituto de Derechos Humanos "Bartolomé de Las Casas"-Marcial Pons, 2004, p. 103.
56 Pérez Royo, J., Curso de derecho…, cit. , nota 45, p. 159.
57 Prieto Sanchís, L., "Notas sobre la interpretación constitucional", Revista del Centro de Estudios Constitucionales, núm. 9, 1991, p. 180. Véase, también, id., "Tribunal Constitucional y positivismo…", cit. , nota 55, p. 162.
58 El Tribunal de Garantías Constitucionales, instituido por la Constitución de 1931, no satisfacía ninguno de los cinco requisitos necesarios para que, según el Informe fundacional de Hans Kelsen presentado en la reunión de profesores alemanes de derecho del Estado de 1928, un Tribunal Constitucional pueda desempeñar adecuadamente su tarea: 1) El órgano no debe ser muy numeroso; 2) la extracción de sus miembros debe ser lo más homogénea posible; 3) la designación de los mismos debe ser el resultado de un compromiso político muy amplio, de tal manera que sea necesaria la participación en el mismo, tanto de la mayoría como de la minorí a parlamentaria; 4) los magistrados deben tener una notable preparación técnica; y 5) su designación debe hacerse por un periodo de tiempo amplio, de tal manera que esté desvinculado su nombramiento del mandato de los órganos políticos del Estado. Cfr. Pérez Royo, J., Curso de derecho…, cit. , nota 45, p. 913.
59 Cfr. Almagro Nosete, J., Justicia constitucional. Comentarios a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, Madrid, Dykinson, 1980, pp. 5 y ss.
60 Elster, J., "Deliberation and Constitution-Making", en id. (ed.), Deliberative…, cit. , nota 35, p. 153; cfr. Rawls, J., A Theory of Justice, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1971, pp. 85 y ss. El argumento deliberativo elsteriano se halla muy próximo también a la tesis defendida por Ely, J. H., Democracy and Distrust, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1980.
61 Cfr. Alexy, R., Teoría de la argumentación jurídica, trad. castellana de M. Atienza e I. Espejo, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989; Ferrajoli, L., "Jueces y política", trad. castellana de A. Greppi, Derechos y Libertades, núm. 7, pp. 63-80; Habermas, J. et al., "¿Impera el derecho sobre la política?", La Política, núm. 4, 1998, pp. 5-22 (tomo esta referencia bibliográfica del libro de la profesora Barranco Avilés, M. C., Derechos y decisiones…, cit. , nota 55, p. 151).
62 Habermas, J., Faktizität und Geltung. Beiträge zur Diskurstheorie des Rechts und des demokratischen Rechtsstaats, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main,1992, p. 408.
63 Ibidem, p. 409.
64 Elster, J., The Cement of Society, Cambridge, The Press Syndicate of the University of Cambridge, 1989 (cito por la trad. castellana de A. L. Bixio, Barcelona, Gedisa, 1992, p. 119).
65 Habermas, J., Faktizität und Geltung…, cit., nota 62, p. 428.
66 Elster, J., Political Psychology, Cambridge, Cambridge University Press, 1993 (cito por la trad. castellana de A. L. Bixio, Barcelona, Gedisa, 1995, pp. 34 y 35). Véase, también, id., Ulysses Unbound…, cit. , nota 15, pp. 156-158.
67 Elster, J., Political…, cit. , nota anterior, pp. 36 y 37. Véase, también, id., Ulysses Unbound…, cit. , nota 15, pp. 158 y 159.
68 Elster, J., Political…, cit. , nota 66, pp. 38 y 39.
69 Elster, J., Ulysses Unbound…, cit. , nota 15, pp. 160 y 161.
70 Elster, J., "Introduction", en id., Deliberative…, cit. , nota 35, p. 25.
71 Ibidem, p. 18. En su ensayo de filosofía del lenguaje, Searle justifica el objeto de su estudio (los actos de habla) del siguiente modo: "la razón para concentrarse en el estudio de los actos de habla es, simplemente, esta: toda comunicación lingüística incluye actos lingüísticos. La unidad de la comunicación lingüística no es, como se ha supuesto generalmente, el símbolo, palabra, oración, ni tan siquiera la instancia del símbolo, palabra u oración, sino más bien la producción o emisión del símbolo, palabra u oración al realizar el acto de habla". Véase Searle, J., Actos de habla. Ensayo de filosofía del lenguaje, trad. castellana de L. Ma. Valdés, Madrid, Cátedra, 1994, p. 26.
72 Elster, J., "Introduction", en Deliberative…, cit. , nota 35, p. 18.
73 Esta primera tricotomía se relacionaría con otra, teniendo en cuenta que en un proceso de toma colectiva de decisiones las preferencias de los miembros están sujetas a tres operaciones: la transformación de las preferencias a través de la deliberación racional (que constituiría el objetivo manifiesto de la discusión); la tergiversación de las preferencias (que puede ser inducida); y la agregación de preferencias (entendida como sinónimo de votación). Finalmente, hay una tercera tricotomía que involucra los motivos de los miembros del grupo: la razón (que es imparcial, a la vez que desinteresada y desapasionada); la discusión (la cual, según Elster, "se halla intrínsecamente relacionada con la razón, en el sentido de que quienquiera que participe en un debate debe apelar a valores imparciales); y la pasión. En cualquier caso, tanto la negociación como la votación pueden presentarse como motivadas por cualquiera de estas actitudes. Cfr. ibidem, pp. 18 y 19.
74 Ibidem, p. 26 (el subrayado es mío).
75 En sentido análogo, véase Gambetta, D., "¡Claro!: ensayo sobre el machismo discursivo", en Elster, J., La democracia deliberativa, Barcelona, Gedisa, 2001, p. 36.
76 Sobre el surgimiento del "Estado de partidos" y de la "Democracia de partidos", cfr. García Pelayo, M., Obras completas (II) , Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991, caps. 2 y 4, pp. 1983-1990 y 2003-2007.
77 Elster, J., "Deliberation and Constitution…", cit. , nota 35, pp. 143 y 144.
78 Ibidem, pp. 144-147.
79 Ibidem, pp. 147-150.
80 Ibidem, pp. 150-152. Entiendo, siguiendo al profesor Luciano Parejo, que el término "interés general" debe ser interpretado en sentido estricto, es decir, como sinónimo de "interés público" y antónimo del "interés particular o privado". Cfr. Parejo Alfonso, L. et al., Manual de derecho administrativo (I) , 5a. ed., Barcelona, Ariel, 1998, p. 607.
81 Elster, J., "Deliberation and Constitution…", cit. , nota 35, p. 152 (el subrayado es mío).
82 Ibidem, p. 154.
83 Ibidem, p. 130.
84 Elster, J., "Introduction", id., Constitutionalism…, cit., nota 29, p. 4.
85 Según el profesor Luciano Parejo Alfonso, y sin perjuicio de otros pronunciamientos importantes, "el cuerpo principal de la doctrina hasta el momento decantada se encuentra sin duda en las SsTC 22/1984, de 17 de febrero; 27/1987, de 27 de febrero; y 178/1989, de 2 de noviembre. Conforme a él, la eficacia es un verdadero principio jurídico del que resulta para la administración un deber positivo de actuación conforme a sus exigencias". Cfr. Parejo Alfonso, L., Eficacia y administración. Tres estudios, Madrid, Instituto Nacional de Administración Pública-BOE, 1995, p. 103; Menéndez Pérez, S., "El principio de eficacia de la función administrativa. Virtualidad práctica: estudio jurisprudencial", Delgado Barrio, J. (dir.), Eficacia, discrecionalidad y control en el ámbito administrativo. Cuadernos de derecho judicial, Madrid, Consejo General del Poder Judicial, 1994, pp. 15-64.
86 Cfr. Parejo Alfonso, L., "La eficacia como principio jurídico de la actuación de la administración pública", Doctrina Administrativa, núm. 218-219, 1989, pp. 15 y ss. Véase, también, id., Eficacia y administración…, cit., nota anterior, p. 105; Lavilla Rubira, J. J., "Eficacia", Enciclopedia jurídica básica, Madrid, Civitas, 1995.
87 Parejo Alfonso, L., Eficacia y administración…, cit., nota 85, p. 106.
88 Cfr. Parejo Alfonso, L. et al., Manual de derecho…, cit., nota 80, p. 107.
89 Ibidem, p. 107.
90 Elster, J., "Introduction", id., Constitutionalism…, cit., nota 29, p. 16.
91 Conviene recordar, como ha advertido el profesor Pérez Luño, que en el texto constitucional español, la seguridad aparece como valor, principio y derecho fundamental. Cfr. Pérez Luño, A. E., La seguridad jurídica, Barcelona, Ariel, 1991, p. 27.
92 Cfr. Hierro Sánchez-Pescador, L. L., "Seguridad jurídica y actuación administrativa", Doctrina Administrativa, núm. 218-219, 1989, pp. 197 y ss.
93 En relación con la participación ciudadana, la discrecionalidad y el procedimiento de elaboración de las disposiciones administrativas de carácter general, cfr., Delgado Barrio, J., "Participación ciudadana y disposiciones generales", en id., Eficacia, discrecionalidad y control…, cit. , nota 85, pp. 113-141.
94 Elster, J., "Introduction", id., Constitutionalism…, cit. , nota 29, p. 26.
95 Grimm, D., Constitucionalismo y derechos…, cit., nota 43, pp. 183 y 184; cfr. Peces-Barba Martínez, G., Derechos sociales y positivismo jurídico (escritos de filosofía jurídica y política) , Madrid, Universidad Carlos III de Madrid, Instituto de Derechos Humanos "Bartolomé de Las Casas"-Dykinson, 1999, pp. 147 y ss.
96 En torno al debate doctrinal suscitado a raíz de esta sentencia, véase García Macho, R., Reserva de ley y potestad reglamentaria, Barcelona, Ariel, 1988, pp. 180 y 181; Pérez Royo, J., Las fuentes del derecho, Madrid, Tecnos, 1989, p. 112; Santolaya Machetti, P., El régimen constitucional de los Decretos-Leyes, Madrid, Tecnos, 1988, p. 148; Villacorta Mancebo, L. Reserva de ley y Constitución, Madrid, Dykinson, 1994, p. 161.
97 Pérez Royo, J., Curso de derecho…, cit. , nota 45, p. 854.
98 Respecto al principio de legalidad de la administración, el profesor E. García de Enterría ha advertido que: "no es un sistema de límites opuesto por el derecho a una libertad inicial de la administración; es, por el contrario, un sistema por el que las normas apoderan o atribuyen potestades a la administración, sólo con las cuales ésta puede obrar". Cfr. García de Enterría, E., Legislación delegada, potestad reglamentaria y control judicial, 3a. ed., Madrid, Civitas, 1998, p. 156.
99 Sánchez Morón, M., Discrecionalidad administrativa y control judicial, Madrid, Tecnos, 1994, pp. 155 y 156; Parejo Alfonso, L., Administrar y juzgar: dos funciones constitucionales distintas y complementarias. Un estudio del alcance y la intensidad del control judicial, a la luz de la discrecionalidad administrativa, Madrid, Tecnos, 1993, pp. 48 y ss.
100 Ibidem, p. 162.
101 Cfr. Kriele, M., Einführung in die Staatslehre. Die geschichlichen Legitimitätsgrundlagen des demokratischen Verfassungsstaates, Reinbek bei Hamburg, Rowohlt, 1975 (trad. castellana de E. Buligyn, Buenos Aires, Depalma, 1980); Häberle, P., Die Verfassung des Pluralismus. Studien zur Verfassungstheorie der offenen Gesellschaft, Königstein, Athenäum TB-Rechtswissenschaft, 1980 (trad. castellana de E. Mikunda, Madrid, Tecnos, 2002); Zagrebelsky, G., Il diritto mite. Legge, diritti, giustizia, Turín, Einaudi, 1992 (en adelante se citará la 5a. ed. de la trad. castellana de M. Gascón, Madrid, Trotta, 2003). Véase, también, id., "Jueces constitucionales", trad. castellana de M. Carbonell, en id. (ed.), Teoría del neoconstitucionalismo, Madrid, Trotta, 2007, pp. 91-105.
102 Ibidem, p. 67.
103 Así, por ejemplo, la filósofa Annete Baier ha llegado a sostener, frente a John Rawls, que "todo intento de teorizar sobre la justicia (el neocontractualismo, de corte kantiano paradigmáticamente) es inútil". Cfr. Baier, A., "Doing without Moral Theory?", Postures of the Mind. Essays on Mind and Morals, University of Minnessota, 1985, pp. 232 y 233 (he tomado la cita de Lora Deltoro, P. de, "Annete Baier y Michael Walter acerca de la ética normativa y el filósofo moral", Doxa, núm. 15-16, 1994, p. 602). A propósito del neocontractualismo en Rawls, véase Vallespín, F., "El neocontractualismo en John Rawls", en Camps, V. (ed.), Historia de la ética (III) , Barcelona, Crítica, 1989, pp. 577-600.
104 Cfr. Häberle, P., "Verfassungsrechtliche Ewigkeitsklauseln als verfassungsstaatliche Identitätsgarantien", en Völkerrecht im Dienste des Menschen. Festschrift für Hans Haug, Bern-Stuttgart, Paul Haupt, 1986, pp. 81 y ss. (tomo la cita de Pérez Luño, A. E., "Derechos humanos y constitucionalismo en la actualidad: ¿continuidad o cambio de paradigma?", op. cit., nota 7, p. 16 (nota 10)).
105 Cfr. Pérez Luño, A. E., "Derechos humanos y constitucionalismo en la actualidad: ¿continuidad o cambio de paradigma?", op. cit. , nota 7, p. 17. Véase, también, id., Derechos humanos, Estado de derecho…, cit., nota 6, pp. 299 y ss., 311 y ss.
106 Álvarez Ortega, M., La filosofía del derecho de Ernesto Garzón Valdés (debo a la cortesía del autor de este manuscrito haberlo puesto a mi disposición para consultarlo. Actualmente este trabajo se halla en curso de publicación. El texto subrayado se halla en la página 186 de este manuscrito). Cfr. Garzón Valdés, E., "Representación y democracia", Doxa, núm. 6, 1989, pp. 143-163. Véase, también, id., "Razonabilidad y corrección moral", Cuadernos de Razón Práctica, núm. 88, 1998, pp. 18-26; "Para ir terminando", en Atienza, M. (ed.), El derecho como argumentación, México, Fontamara, pp. 39-63. En relación con el tratamiento que se ha dado a esta cuestión en la filosofía jurídica anglosajona, véase lo dicho por Ronald Dworkin sobre la importancia de la institución de los derechos y la relevancia de la promesa que la mayoría hace a las minorías de que la dignidad y la igualdad de éstas será respetada. Cfr. Dworkin, R., Taking Rigths Seriously, Londres, Duckworth, 1977, p. 205.