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DESINFORMACIÓN, ODIO Y POLARIZACIÓN EN EL ENTORNO DIGITAL: SEGREGACIÓN DE LA ESFERA PÚBLICA Y EFECTOS SOBRE LA DEMOCRACIA*

DISINFORMATION, HATE AND POLARIZATION IN THE DIGITAL ENVIRONMENT: SEGREGATION OF THE PUBLIC SPHERE AND EFFECTS ON DEMOCRACY

Sergio Martín Guardado**

RESUMEN. Hace más de medio siglo, el filósofo y politólogo alemán Jürgen Habermas nos adentraba en la “esfera pública” a través de la teoría de la acción comunicativa. Siguiendo sus planteamientos, y desde una perspectiva constitucional, nos adentramos en la nueva forma de comunicación que representan las redes sociales. A partir de un análisis de la estructura de la comunicación (emisor-canal-receptor) y sus transformaciones, llegamos a constatar que los grandes operadores de redes y la tecnología algorítmica que emplean producen injerencias en el ejercicio de la libertad de información y del derecho a informarse, restando la autonomía personal que caracteriza ambos derechos de inmunidad frente al Estado. Este nuevo ecosistema comunicacional conduce a consolidar la polarización, el odio y la exclusión del diferente, afectando al pluralismo como valor esencial en la democracia. Surge en un ámbito en el que no hay más regulación que el contractualismo y la unilateralidad de las plataformas, en donde reinan las conexiones entre la desinformación, el odio y la polarización. Mientras tanto, el Estado no interviene o se muestra impotente ante auténticos poderes privados, que escapan del ordenamiento jurídico a través de la autorregulación y que empiezan a ejercer la censura que a él la Constitución le prohíbe a través del fact-checking. Ante esta situación, se introducen planteamientos para comprender el fenómeno y se proponen ciertas directrices que deberían orientar la política legislativa que eventualmente se dirija a regular el fenómeno descrito. El hilo conductor de todo el trabajo pasa por preservar el pluralismo y la autonomía personal frente a la búsqueda de la “verdad”.

PALABRAS CLAVE. Desinformación, polarización, democracia, entorno digital, redes sociales.

ABSTRACT. More than half a century ago, the german philosopher and political scientist Jürgen Habermas took us into the “public sphere” through the theory of communicative action. Following his approaches, and from a constitutional perspective, we delve into the new form of communication that social networks represent. Based on an analysis of the structure of communication (transmitter-channel-receiver) and its transformations, we can confirm that the large network operators and the algorithmic technology they use interfere with the exercise of freedom of information and the right to be informed, subtracting the personal autonomy that characterizes both rights of immunity before the State. This new communicational ecosystem leads to consolidate polarization, hatred, and the exclusion of those who are different, affecting pluralism as an essential value in democracy. Arises in an area in which there is no regulation other than contractualism and the unilateralism of the platforms, the connections between misinformation, hatred, and polarization reign. Meanwhile, the State does not intervene or shows itself to be powerless, authentic private powers begin to exercise the censorship that the Constitution prohibits, through fact-checking and self-regulation. Faced with this situation, approaches are introduced to understand the phenomenon and certain guidelines are proposed that should guide the legislative policy that eventually aims to regulate the phenomenon described. The common thread of all the work goes through preserving pluralism and personal autonomy in the face of the search for truth.

KEYWORDS. Disinformation, polarization, democracy, digital environment, social networks.

I. Introducción

Al tiempo que las democracias contemporáneas terminan de mitigar los efectos de la pandemia, se constata que la tecnología ha sido el medio y el remedio para canalizar y mantener las comunicaciones que empezábamos a perder por la crisis sanitaria. Lo que únicamente en apariencia nos ofrecía el mundo real, esto es, las relaciones interpersonales instantáneas y espontáneas, estaban siendo arrebatadas por la COVID-19. Sólo sería posible recuperarlas y mantenerlas en el entorno digital, que incluso nos permitiría entablar otras nuevas. No es que la comunicación online entre personas sea algo nuevo, pero la situación de necesidad la colocó como el medio principal para expresarse, informarse y comunicarse, e hizo desaparecer su carácter preprogramado, transitando hacia una mayor espontaneidad. Así, ante las más duras situaciones de confinamiento, los ciudadanos pronto encontramos un lugar en el cual podríamos desarrollar nuestras distintas formas de vida e interrelacionarnos entre sí: Internet. Con ello, se recuperó la percepción de la cotidianeidad, al seguir contando con la posibilidad de comunicarnos e informarnos. De esta manera, se transitó de unas relaciones analógicas de imposible realización a otras virtuales que sí estaban permitidas.


Este tono optimista, representado por esa sensación de que contábamos con un falso empoderamiento social y personal, que era otorgado por las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, puede conducirnos al engaño. La razón principal está en la desinformación, que se ha extendido tanto que ha condicionado la comunicación en la red. El término puede referirse a la acción y al efecto de desinformar, o bien expresar una situación personal de falta de información e ignorancia. De manera principal, vamos a referirnos a la vertiente activa del concepto, entendiendo por “desinformación” a toda medida, fundamentalmente la creación o distribución de un contenido, que contribuya a un fin, ya sea general o específico: a) “debilitar al adversario específico” con carácter general: crear divisiones entre Estados, amplificar y consolidar las diferencias culturales o étnicas de grupos nacionales, o producir divisiones entre individuos de un mismo grupo, así como afectar la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas, o b) cumplir con un “objetivo único limitado”: atacar la legitimidad de un gobierno, afectar la reputación de un líder o influir en la adopción de políticas concretas (Rid, 2021: 13).


No se trata de un fenómeno nuevo, pero ha encontrado en las redes sociales un caldo de cultivo sin precedentes para su propagación, afectando así al debate público e interfiriendo en la toma de decisiones democráticas, tal y como en estos últimos años se ha visto en el debate en torno a los asuntos públicos relacionados con la gestión de la COVID-19 (Morante, 2021). Como nunca había ocurrido hasta entonces, la vida obligada en casa hizo que las relaciones interpersonales navegaran en medio de un mar de posverdad y sobreexposición a la información, lo que generaría confusión, además de que provocaría la falta de confianza en las noticias. Tras los primeros meses de la pandemia, se constató que las redes sociales y los servicios de mensajería privada fueron los canales preferentes de comunicación en España. Será entonces cuando la búsqueda de información sobre la pandemia convivirá con estas nuevas prácticas sociales: el tiempo que las personas pasan conectadas a Internet experimenta un fuerte crecimiento y, consecuentemente, la utilización de las redes sociales también aumenta. Es en estos espacios virtuales donde cuentan con una mayor polivalencia para distribuir contenidos inexactos, engañosos o deliberadamente falsos que se travisten de noticias. Así, son medios apropiados para aquellos que pretenden materializar “el peligro de alimentar el pánico, pero también la confusión en la población” (Magallón, 2020: 33).


Las redes sociales hacen de intermediarios de la comunicación de información, no sólo otorgando un espacio para comunicarse, sino dando vida a un ecosistema propicio para la desinformación. A las medidas desinformativas tradicionales, basadas en la creación de contenidos falsos o la manipulación de fuentes, se les une la existencia de otros intermediarios dentro de los mismos intermediarios e influencers que crean contenidos, pero intervienen sobre todo en su distribución, modificando la estructura del proceso comunicativo. En las redes, ciertas personas teledirigen la comunicación de información detrás de cuentas anónimas o falsas, influyendo con el fin de multiplicar exponencialmente la difusión de todo tipo de contenido, e incluso el destinado a desinformar. Mayormente, la tecnología informática y su creciente uso de los algoritmos intervienen de forma autónoma en el proceso y condicionan la recepción de información en función de determinados intereses que parametrizan a individuos y grupos, preseleccionando la información que eventualmente estarían dispuestos a recibir. Esto contribuye, sin duda, a la polarización.


Sin caer en el fatalismo, la existencia de injerencias y el hecho de que la desinformación haya inundado la red suponen el menoscabo o la ausencia misma de la autonomía personal que debe presidir a la comunicación humana (Pérez Luño, 2021: 38), así como el ejercicio adecuado de la libertad de información y el derecho a informarse. Esto nos obliga a plantearnos hasta qué punto las personas o los medios de comunicación siguen contando con el dominio pleno del proceso comunicacional e informativo, y, por consiguiente, determinar si el Estado puede seguir garantizando la eficacia normativa de la Constitución, en este mismo sentido. Así, la conexión entre desinformación, odio y polarización puede abordarse desde el siguiente planteamiento: ¿sigue presente la “esfera pública” de nuestras democracias en el entorno digital? Partiendo del análisis de la nueva comunicación online y, en particular, de aquellas que se dan en las redes sociales, podremos llegar a establecer los cambios que se producen en la estructura de la comunicación y en la transmisión de información. En primer lugar, analizaremos la manera en que las personas se interrelacionan y socializan en el entorno digital y, posteriormente, determinaremos en qué medida se siguen ejerciendo las libertades informativas. Ello explicará sus efectos sobre el debate público y, entonces, estaremos en la posibilidad de saber si se preservan o no en la práctica los valores inherentes a la democracia, como el pluralismo político.


Como se verá, lo que en un primer momento iba a suponer la apertura y superación de barreras geográficas, económicas o culturales para la comunicación humana, está sirviendo para imponer otras fronteras dentro de las propias comunidades nacionales (Boix, 2002), e incluso agentes privados que administran Internet son los que están decidiendo sobre el ejercicio de derechos fundamentales, lo que afecta directa o indirectamente la soberanía nacional.

II. Colonización digital de la comunicación, efectos sobre la “esfera pública” y transformación de los derechos fundamentales del artículo 20 de la CE

1. Diagnóstico general de la comunicación en redes sociales: de la comunicación dialógica como condición existencial de la “esfera pública” a su desaparición

La relación entre el usuario y la red social no tiene otra naturaleza que la de un vínculo contractual, y no podemos obviar que nos encontramos obligados a distinguir, dentro de este conglomerado digital, los contenidos que los usuarios publican y el servicio que las plataformas prestan a sus usuarios. El servicio prestado por las plataformas es claro: el acceso a la red social permite la interconexión de millones de usuarios para expresarse e, incluso, tener capacidad para transmitir, recibir e intercambiarse información. Los contenidos pueden parecer, de entrada, responsabilidad única de los usuarios que los publican o contribuyen a su difusión. A pesar de ello, los operadores de redes reciben una clara contraprestación: la licencia que se concede a la plataforma para tratar la información que el usuario le proporciona para utilizar la red social; también se aprovechan en el negocio los contenidos que cuelgan y comparten en la red social (Sánchez y Romero, 2021). Tales contenidos son utilizados, a través del empleo de técnicas algorítmicas, para generar la mayor interacción posible entre los usuarios. Por tanto, las plataformas no sólo obtienen información y, fundamentalmente, datos personales, sino que, además de hacer negocio con la información sobre nuestra identidad personal, también mercantilizan las opiniones y los sentimientos que expresamos y transmitimos en el seno de la red social que administran.1


Así pues, las redes sociales son un fenómeno que abre ámbitos temáticos aun faltos de respuesta y que, por supuesto, deben abordarse desde el derecho constitucional, como son ciertos problemas que se generan en relación con determinados derechos fundamentales —de forma particular, los derechos de la personalidad (artículo 18.4 de la CE)— y su incidencia en la configuración del espacio público dentro de un sistema democrático (Balaguer, 2018). Nos centraremos en la incidencia que se produce por parte de los grandes propietarios de redes sociales, en tanto canales de conexión entre personas, sobre la esfera pública y, por tanto, trataremos de averiguar qué papel juegan las transformaciones dentro de la comunicación en la conformación de la opinión pública.


El brutal aumento de la comunicación online hace que predomine sobre la comunicación tradicional y analógica. Lo que esconde tras de sí es una cuestión aparentemente obvia: si la opinión pública se conforma en el mundo de Internet y, de ahí, trasvasa al mundo real, ¿quién no puede acceder a la red o no acepta las condiciones de determinadas plataformas está fuera de la opinión pública? Me refiero a aquellas personas que no tengan la posibilidad de acceder a la red social, al no disponer de conexión a Internet por carecer de recursos económicos: un primer motivo para negar que las redes sociales sean instrumentos al servicio de la libertad de expresión, pues no garantizan a todos su acceso.2 Pero también quedarían fuera de esa nueva esfera pública todas aquellas que no acepten las condiciones de acceso a una determinada red social.3


La cuestión de fondo es la siguiente: quien no accede a las redes sociales corre el peligro de ausentarse del contexto social de crítica, que garantiza la posibilidad de participar en la discusión pública a través del ejercicio de la libertad de expresión, en tanto ratio occidental de la libertad de pensamiento (Magnani, 2021: 36). Además, si no se aceptan las condiciones de acceso y/o uso de una determinada red social, no va a existir la opción de participar en este proceso comunicativo. Mayormente, las personas que participan en la red social lo hacen con aquellos que comparten inquietudes e intereses comunes acerca del debate público, sin que exista reconocimiento e integración en la comunicación del diferente. Entonces, las redes sociales no se adecuan hacia la producción de un consenso verdadero, pues más que lazos de relación, se generan tendencias sociales polarizadas de grupos que opinan y se expresan con cierta apariencia de libertad, aunque progresivamente nos hacen abandonar el deseo de interactuar, al tiempo que impiden la intervención en el proceso comunicativo online de aquellos que opinan de forma divergente.


El que las redes sociales lleguen a establecerse como principal medio de comunicación entre personas podría suponer la desaparición de la esfera pública, tal y como la conocemos hasta ahora. En principio, se establecen una serie de condiciones si se quiere participar en ellas y éstas pueden no respetar en su totalidad el sistema constitucional de derechos y libertades o sus límites a la hora de autorregularse. Por supuesto, no guardan un escrupuloso respeto con el pluralismo, pues más que servir de conexión entre las personas para interactuar y conformar la opinión pública, generan compartimentos estancos de comunicación dentro de ellas (Rubio, 2018: 214). En este ambiente virtual, más que una apertura hacia la crítica y el debate, existe una predisposición para aceptar únicamente la comunicación con usuarios afines que asumen la información que se comparte sin sentido crítico, ya que el grupo se ha conformado a través de la polarización.4 Aquellos que se aparten de la identidad de grupo podrán estar en la red social, pero participarán en otros grupos contrapuestos y, en gran parte, esto es consecuencia de la intervención de los algoritmos en la comunicación.


La tecnología acaba con el carácter público, y casi siempre espontáneo, de la comunicación tradicional. De esta manera, mientras que en el mundo offline todas las personas tienen la opción de interaccionar socialmente, en el entorno digital no cabe esa posibilidad. Al compartir el espacio físico durante al menos alguna parte del tiempo en el seno de las relaciones cotidianas que se dan entre las personas, éstas interactúan sin que sea necesario tener intereses coincidentes. Por el contrario, en el mundo online sólo van a interactuar personas con propósitos y necesidades compartidas, que intercambian opiniones e información a través de canales informáticos de comunicación, hasta tal punto que restringen la comunicación única y exclusivamente hacia puntos de vista o propósitos comunes (Kothari, 2019).


A la utilización de los datos personales como negocio se le une la circunstancia de que el comportamiento social empieza a mercantilizarse. Si bien es cierto que la comunicación digital instantánea a través de Internet supone una necesidad y un deseo para el ciudadano de la actualidad, también resulta claro que las redes sociales no están dirigidas a salvaguardar el ideal espacio libre y plural, que es tan necesario para ejercitar con plenitud las libertades políticas y la conformación de la opinión pública como presupuestos esenciales de una sociedad democrática.


En este ambiente existe una mayor exposición a la desinformación, fenómeno en crecimiento que atenta directamente contra el derecho a recibir una información veraz, lo que está generando un clima de posverdad que eleva a la democracia y al pluralismo, como hasta ahora los conocemos, a utopía. En ello nos detendremos más adelante; no obstante, si la segregación, el aislamiento y la exclusión propios de la comunicación que se están presentando en las redes sociales se reproducen o trasvasan al mundo físico, de la democracia se avanzará hacia la “emocracia”, donde el sentimiento primara a la razón, y del pluralismo transitaremos hacia un clima de “seguidismo acrítico” (Serra, 2021: 204), que reconfigurará la esfera pública en algo fuertemente distópico desde la perspectiva de la propia axiología constitucional.


Esto es, nos encerramos en torno a subjetividades que se refuerzan y retroalimentan a través de los procesos algorítmicos en los que se basa la generación de valor de las plataformas. Su vía de negocio se basa en buscar una mayor interacción entre usuarios, que solo pueden ofrecer la interconexión de los afines entre sí o que ejercen la crítica hacia los usuarios que, según su propia identidad, se consideren antagónicos.5


Hablar de esfera pública implica dejar de considerar como tal aquellos espacios que fomentan la fragmentación, el sectarismo y la polarización permanente de las comunicaciones humanas, y, actualmente, las redes sociales no son un medio adecuado para la conformación de la opinión pública, al contar con todos estos componentes. La esfera pública se caracteriza por el pluralismo que la preside y debe contar con una serie de caracteres para ser considerada como tal: comunalidad, en el sentido de que es un espacio público pero común y compartido, en el que existe una diversidad de emisores, medios y receptores y donde el contenido de los mensajes es plural, así como la veracidad del contenido (Martínez, 2020: 223). En otro orden de cosas, a pesar de existir muchas redes sociales, sólo las más punteras, como Facebook, Twitter, YouTube o Instagram, son las utilizadas mayoritariamente por los ciudadanos que acuden a la comunicación online. Incluso, WhatsApp, que es la red social que más se ha generalizado en el ámbito de la mensajería privada instantánea, también es propiedad de Meta —Facebook—. Si bien la pluralidad existencial de redes sociales puede hacernos entender a priori que las exigencias de pluralidad y diversidad se cumplen, el dominio de ese mercado de la comunicación entre personas por parte de grandes y escasos propietarios hace posible considerar a éstos como oligopolios o monopolios de opinión.


De momento, algo está claro: las redes sociales no tienen el carácter de espacio común, sino que, dentro de él, la comunicación se limita a los que opinan de forma similar y comparten parámetros identitarios en cuestiones de índole ideológica o cultural. Si una determinada red social se fragmenta en espacios estancos y restringidos, sólo va a proporcionarnos una comunicación selectiva, ajena a la idea de comunidad. Esos microentornos construidos dentro de ellas no sirven para generar una comunicación pública, ya que no tienen conexión de tipo alguno entre sí e institucionalizan, por ende, el pensamiento único (Rubio, 2018: 214).


Esto es: si hay unidad, ésta se da únicamente en función de la identidad impuesta en esos microespacios construidos dentro del entorno digital, inclusive dentro de la misma red social. Fuera de ellos, no existe un ámbito de discusión pública que permita participar e implicarse colectivamente a todos los sujetos llamados a deliberar en el proceso democrático, lo que supondría la formación de la opinión pública a través de la discusión crítica de toda la comunidad (Solanes, 2018: 117).


Si el diferente a los unos no participa en la deliberación que se produce en los espacios de los otros, no hay un diálogo, sino que existe la colectivización de un monólogo.

2. Efectos de la comunicación online sobre el ejercicio de la libertad de informar y el derecho a informarse

Hay que tener presente que la comunicación digital es un artificio resultante del Big Data, y no de la decisión libre y autónoma de los individuos, pues la interacción entre ellos va a estar determinada no sólo por el contenido de los mensajes —ya sean opiniones o contenidos informativos— y el modo en qué se expresen o transmitan, sino también a resultas del tratamiento automatizado que hagan de ellos los algoritmos que determinan el funcionamiento de la red social. En esta nueva forma de comunicación, aquellos contenidos dirigidos aparentemente para la formación de la opinión pública se generan o difunden para despertar el apego o el rechazo emocional, según convenga. Así, el proceso comunicativo e informativo deriva en la construcción de enemigos —los otros—, que no participan en la comunicación y son los que legitiman y refuerzan la identidad de quienes entre sí se comunican (Rodríguez, 2021: 92). En tal caso, lo emocional supera a la razón y gobierna el proceso cognitivo que se genera en la comunicación pública, modificando la participación plural de los ciudadanos que sí existía antes de producirse esta colonización digital del proceso democrático por parte de las redes sociales. “Es muy probable que hoy en día, los dueños de las redes sociales sepan más de nosotros, que nosotros mismos” (Gómez Pérez, 2021), lo que no siempre percibimos.


La intervención tecnológica en las comunicaciones humanas llega a producir transformaciones en la forma en que los medios de comunicación tradicionales llegan a los ciudadanos, así como en los propios contenidos que ofrecen y en el modo en que estos últimos los perciben. Además, han dejado de contar como canales típicos de intermediación entre los particulares con los poderes públicos y los partidos políticos, ya que éstos pasan a comunicarse directamente a través de las redes con la masa social.


Todo lo anterior representa un factor que determina en uno u otro sentido el ejercicio de las libertades políticas, implicadas en la democracia participativa. Es la deshumanización misma de la comunicación, que trae causa de un “gran hackeo mental” que arrastra consigo la reciprocidad existente entre el auge de la desinformación, su estímulo de la polarización y la consecuente estigmatización cotidiana del diferente (Ibarra, 2019: 16).


No sólo está en juego la libertad de expresión (artículo 20.1, inciso a, de la CE), sino fundamentalmente la libertad de comunicar información y el derecho a recibirla (artículo 20.1, inciso d, de la CE). Estos procesos de comunicación están basados en la construcción de un enemigo y llegarán a poner en cuestión quién ostenta el monopolio del poder a la hora de imponer límites al ejercicio de estos derechos fundamentales, o también harán desaparecer las vías para alcanzar un consenso tan necesario como aquel que garantice la igualdad de los diferentes (Pegoraro, 2020: 33), en tanto objetivo ideal a alcanzar por parte del Estado democrático de derecho.


Todo lo anterior explica los cambios de comportamiento que experimentan los principales actores en el proceso: los medios de comunicación. Progresivamente, la prensa audiovisual y escrita, tradicionalmente llamada a ser el public watchdog del sistema democrático y de la actuación de los poderes públicos, ya no sólo no informan directamente, sino que también lo hacen fundamentalmente a través de las redes sociales. Entonces, existe cierta reciprocidad e influencia entre el modelo de negocio de las redes sociales y el de los medios tradicionales. En efecto, han evolucionado hacia la búsqueda de un mayor número de interacciones por parte de los usuarios en relación con el contenido que ellos publican, tratando de captar a los destinatarios en función de sus sensibilidades identitarias y, fundamentalmente, ideológicas. Ello supone el “tránsito del ámbito de la libertad de información a la libre expresión del pensamiento del editor” (Martín, 2020: 402). Impiden que se sobreponga el debate público a las ideas políticas, creencias religiosas u opiniones, condicionando la libertad de expresión (artículo 20.1, inciso a, ex artículo 16 de la CE).


Ya no se acude directamente a los medios generalistas ni siquiera a sus propios portales web, sino que la gran mayoría de los ciudadanos que acuden a contenidos informativos lo hacen de forma online, es decir, se informan directamente a través de las redes sociales. Esto ocurre debido a la expansión del smartphone y la generalización de un deseo de explotación económica de las webs y su contenido por parte de la mayoría de esos medios que, hasta hace escasos meses o años, permitían el acceso libre a sus versiones digitales. En esos espacios, los medios generalistas pueden por sí mismos introducir titulares sesgados que no coinciden con el titular o no expresan verazmente el contenido concreto de la noticia que se narra en su web oficial. Fundamentalmente, van a sufrir estos perjuicios al aceptar la distribución de la noticia por medio de la tecnología que emplea la red social. Todo ello es con la vista puesta en que sus contenidos obtengan la mayor interacción posible, pasando a un segundo plano el rigor y la profesionalidad de los medios tradicionales: más que posicionarse por la valoración objetiva de su labor de informar, buscan obtener mayor visibilidad en buscadores como Google.


Dos fases caracterizan el ejercicio de la libertad de información: la creación y la difusión. En el ámbito de la libertad de información, como vemos, sólo la creación del contenido sigue siendo plenamente humano, ya que en su distribución el propio medio de comunicación sufre injerencias basadas en la participación de trolls y bots (Alandete, 2019: 55). La relación entre trolls y bots representa de manera fehaciente la retroalimentación que se produce entre la desinformación —normalmente, siempre intencionada— y la falta de rigor y objetividad —que puede ser no intencional— presente en la nueva comunicación del mundo online.


Por un lado, los bots son sistemas de software que, recurriendo al Big Data, generan artificialmente la distribución de contenidos —para crear tendencias de seguimiento e interacción por parte de los usuarios— e incluso, en ocasiones, tienen capacidad para crearlos; por lo tanto, podemos decir que la titularidad de las libertades de expresión e información deja de residir en los ciudadanos para quedar en manos de la inteligencia artificial, que desarrolla su propio aprendizaje, el cual está predeterminado por parámetros dispuestos hacia una finalidad concreta: generar tendencias a través de la interacción de los usuarios (Cabezas, 2019: 180). Por otro lado, cuando hablamos de trolls, nos referimos a personas físicas que intervienen en los procesos comunicativos online a través de perfiles de usuario que se esconden tras el anonimato; así, por medio del contenido de sus mensajes y las interacciones que generan en las redes sociales, ellos demuestran cierta afinidad con un determinado grupo identitario dentro de las mismas redes e intervienen, bajo esa ocultación de la identidad individual, únicamente para cuestionar y enmendar las posiciones de los grupos contrarios en ideología o intereses culturales (Madueño y Palomo, 2015) mediante el insulto y la difamación, con el objetivo de atacar a los diferentes, y, precisamente, por esto último, el contenido de sus mensajes delata su antagonismo identitario y polarizador. Probablemente, este último es el más claro ejemplo de la reciprocidad desinformación-odio-polarización.


La pérdida de prestigio de los medios de comunicación tradicionales y la minusvaloración social de la deontología periodística, así como la pérdida de valoración social de los profesionales de la información y la falta de atracción que ello genera en los ciudadanos, suponen que se valoren de igual manera tanto las informaciones que proceden de un medio como aquellas que transmiten usuarios en las redes sociales a través de servicios de mensajería instantánea sin contraste de ningún tipo, incluso desde el anonimato relativo o la utilización de cuentas falsas (Viljanen, 2019). Ése es un caldo de cultivo para la desinformación, ya que no sólo van a crear y transmitir información los periodistas y los medios de comunicación, sino que también cualquiera puede hacerlo.


Llegados a este punto, habrá que plantear lo siguiente: cómo pueden exigirse los cánones de la debida diligencia (veracidad) cuando ese supuesto ejercicio de la libertad de información no parte de quien ostenta las habilidades profesionales de aquel a quien sí pudiéramos exigirle su cumplimiento, por tener que ostentar la condición de profesional periodístico. A pesar de que la titularidad de información pertenece a todos —medios, profesionales y particulares—, ha de tenerse en cuenta que la exigencia de la veracidad no puede exigirse a todos (Viguera, 2021).


La comunicación online representa así un nuevo paradigma que afecta la configuración jurídico-constitucional de las libertades de expresión y de información. Supuestamente, aunque en apariencia se ejerciten facultades inherentes al ejercicio de la libertad de información, tras ellas se esconden acciones ajenas al derecho, ya que no tienen la misma finalidad. Para nada su fin es la formación de una ciudadanía libre, formada e informada, sino que, en ocasiones, se opta por la consecución de todo lo contrario: desinformar. Reconocer una libertad para desinformar pone en entredicho la efectividad de la otra cara del artículo 20 de la CE, es decir, el derecho a recibir información veraz: ser víctima de la desinformación no supone acceder a la información, pues desinformando no se puede informar.

A. Efectos sobre la libertad de información

La titularidad y el ejercicio de la libertad de información descansa sobre el reconocimiento de un derecho de inmunidad que permite comunicar hechos a través de cualquier medio de difusión. Su titularidad no se restringe a las personas físicas, sino que se extiende a las personas jurídicas, de tal forma que ambas tienen la facultad de transmitir y difundir informaciones. Sin embargo, la primera cuestión a la que hay que dar respuesta es clara: ¿pueden equipararse los papeles de las redes sociales o la tecnología que emplean al de una persona física o jurídica en tanto titular del derecho a informar? Cuando la Constitución habla de “medio de difusión”, puede referirse a un medio de comunicación que institucionalmente reviste tal carácter o no. En este último caso, las redes sociales y la inteligencia artificial, que preside hoy los procesos comunicativos que en ellas se dan, ¿podrían considerarse como titulares del derecho a informar?


Para determinar si alguien dispone de la titularidad plena del derecho a informar y si su ejercicio es legítimo, hay que atender a las circunstancias concretas del caso, lo que nos obliga a tener en cuenta quién, cómo y para qué se ejerce el derecho, asumiendo que tradicionalmente sólo contaban con las máximas garantías otorgadas por la Constitución los medios institucionalizados de comunicación social (Urías, 2003); es decir, apreciando los cambios que se producen en la estructura de la comunicación. Teniendo en cuenta lo aquí expuesto, puede aceptarse la legitimidad de las nuevas prácticas que se dan en el proceso de comunicación online o cuestionarlas a través del examen de tres elementos: un elemento subjetivo —quién informa o transmite información—, un elemento modal —cómo informa o transmite información— y un elemento teleológico —qué fines se persiguen con la creación o difusión del contenido—.


a) Cuando las redes sociales difunden por vía de la tecnología algorítmica los contenidos creados por los medios de comunicación, no participan neutralmente en el proceso de transmisión de la información, sino que sesgan en función de los intereses de los receptores —que también van a difundirla a través de las interacciones en las redes sociales—, a pesar de que el contenido venga dado por los medios de comunicación. Hay que distinguir, por tanto, cuándo actúa la prensa creando o transmitiendo información y cuándo son las redes las que intervienen ejercitando algunas vertientes propias de la libertad de información y, sobre todo, el proceso de comunicación y transmisión de la información —elemento subjetivo—. En el segundo de los casos no entraríamos en el ámbito de la libertad de información, al no existir intervención humana.


b) Los medios de comunicación no van a controlar, en todo caso, la difusión de sus contenidos, sino que sobre esta vertiente del derecho están perdiendo claramente su poder de disposición, dejándolo en manos de los sistemas de inteligencia artificial en el que las propias redes basan su modelo de negocio. La comunicación de noticias a través de las redes sociales tiene un efecto que complica la resolución de los supuestos de hecho, ya que la creación de los contenidos está a un lado, mientras que al otro se encuentra la comunicación y distribución de la información. Lo que constituía un único proceso controlado plenamente por los medios de comunicación, ahora se desliga en dos fases. A la hora de distribuir y/o difundir los contenidos, aquel que los crea no cuenta con la disposición y el control plenos sobre esa segunda fase en que se procede a la comunicación del contenido informativo (elemento modal).


Ambos elementos —subjetivo y modal— deberán servir a la determinación de la responsabilidad sobre los mensajes en lo que a su autoría y participación se refiere, cuando se sobrepasen los límites establecidos al ejercicio de la libertad de informar —los establecidos en el artículo 20.4 de la CE o, llegados a un caso extremo, los previstos en la legislación penal—, si es que se llegara a regular algún día un distinto régimen de responsabilidad para autores y difusores. Cuando creación y distribución se disocian, podrían llegar a diferenciarse por parte del legislador distintos regímenes de responsabilidad para los medios y para los operadores de redes sociales, dependiendo si influyó más en el daño producido por el ejercicio de la libertad de información la creación o la distribución de la noticia. También dependerá la imputación de eventuales responsabilidades al distribuidor del contenido de la circunstancia de que el sistema algorítmico influyera manipulando o sesgando el contenido general de la noticia y que, previendo la posibilidad de causar daños, no hiciera nada para evitarlo. Lo que es claro es la necesidad de implantar modelos de “responsabilidad escalonada” ante el nuevo paradigma que se da en el proceso informativo, que incluya a profesionales de la prensa, pero también a todos aquellos que participan en la difusión (Gómez Tomillo, 1998: 70-73).


c) Por otra parte, aquellos otros que inciden en el proceso —redes sociales— no tienen la intención de informar ni su objetivo final es que la información llegue con pulcritud al receptor, sino que buscan generar la mayor interacción posible en función de unos intereses preconcebidos. El interés de la red social, a su vez, impregna el modelo de negocio de los medios generalistas, que van a comenzar a buscar el posicionamiento online más que asegurarse de llevar a cabo con seriedad y rigor el servicio público que tradicionalmente han prestado —elemento teleológico—. Entonces, quien crea el contenido informativo —medios de comunicación— no coincide en ocasiones, y no tiene que coincidir, con quien lo transmite o difunde —la red social a través de sus sistemas de inteligencia artificial—. Por lo tanto, cabría distinguir lo que es la libertad de información y aquello que no se contempla dentro de su ámbito de protección, ya que únicamente se trata de relaciones jurídicas concurrentes en la gestión del soporte (Sánchez Ferriz, 2007: 103): relaciones económico-mercantiles entre la prensa y las propias redes sociales, que revelan más el interés lucrativo y el deseo de posicionarse en el mercado de la comunicación online y que se superponen a la intención de informar. Este último elemento es importante de cara a determinar si, ante las transformaciones en el proceso de creación y distribución de la información, seguimos hablando de la libertad de información o, por el contrario, nos referimos a otro tipo de acciones.

B. Efectos sobre el derecho a recibir información veraz

El ejercicio de la libertad de información está determinado por dos fases: creación y difusión del mensaje. Teniendo presente que el objeto fundamental del ejercicio de la libertad de información de unos es la transmisión de hechos para que otros reciban el contenido sobre los mismos —esto es, satisfacer el derecho a recibir la información—, llegamos a una tercera fase en la comunicación de la información: la recepción del mensaje. El constituyente no pensó en reconocer la libertad y el derecho de información, sino a los seres humanos para participar en la deliberación democrática en torno a los asuntos públicos y conformar, finalmente, la opinión pública. Realmente, el control por parte de la tecnología de las comunicaciones supone una falta de autonomía y disposición en la elección de los medios y en el acceso de los contenidos por parte de los ciudadanos, ya que llegan a nosotros predeterminados en función del tratamiento automatizado de gran cantidad de información personal o sobre nuestra actividad e interacciones en las redes sociales.


Por ello, se habla de que “la sociedad de la información” parece, pues, transformarse progresivamente en una “sociedad algorítmica” dada la omnipresencia de los sistemas inteligentes, que para nada son neutrales (Fioriglio, 2021: 115). De ahí se pasa del humanismo que impregna a las Constituciones democráticas hacia un “poshumanismo” que “entraña un antihumanismo”, al imposibilitarse que cada persona se desenvuelva en el debate público con plena autonomía y sin injerencias o controles externos (Pérez Luño, 2018: 153-155), en el sentido de que al acceder a un determinado medio de comunicación o determinar la elección de uno u otro contenido informativo deja de ser un acto volitivo, lo que pone en cuestión que como seres humanos estemos ejerciendo un derecho de libertad, al contar con injerencias externas.


En caso de que la gobernanza tecnológica del proceso comunicativo afectara al contenido del mensaje, podría llegarse a poner en cuestión la legitimidad del ejercicio de la libertad de información si no responde a su función de hacer efectivo el derecho a informarse. En ello jugarán también la veracidad —entendida como un deber de diligencia de los profesionales de la información, y no como una verdad objetiva— y la relevancia para la información de la opinión pública del mensaje informativo —ya sea por razón de la materia o en función de que las personas a las que se refiere tengan proyección pública—. Lo que en todo caso está claro es que la tecnología algorítmica, a pesar de que desarrolla la capacidad para distribuir y difundir los contenidos, no ejerce la libertad de información, y su intervención en el proceso comporta per se la puesta en cuestión de que los ciudadanos sigamos contando con un derecho constitucional a recibir información veraz.


El principal problema parte de lo siguiente: no sólo los medios de comunicación institucionalizados ejercen facultades que entrarían dentro de las reconocidas en la libertad de información en el entorno digital, poniendo así en cuestión estas categorías de “veracidad” y “relevancia pública” de cara a determinar la legitimidad en el ejercicio del derecho a informar o no (Pérez Giménez, 2021: 30-33), a través del análisis del mensaje que recibimos. Ello también determinará si la comunicación de información es objetiva y sirve al espíritu constitucional para el que fueron reconocidos: la formación de una sociedad libre, formada e informada.6


A raíz de las transformaciones en el ejercicio de la libertad de informar, en esa fase de recepción se aprecian —igualmente— consecuencias respecto al derecho a recibir información; en relación con el contenido del mensaje, es el carácter profesional o no de quién los crea o cómo se canaliza la transmisión de información hoy en día. Así, apreciamos lo siguiente:


a) Ya no sólo crean y difunden contenidos informativos aquellos que tradicionalmente lo venían haciendo, o sea, los periodistas, sino que cualquiera puede hacerlo a través de las redes sociales; incluso, ellos lo pueden realizar de forma anónima o bajo un perfil que, a pesar de que pueda llegar a ser notoriamente conocido en la red social, no expresa la identidad real del autor o transmisor del mensaje. Sin embargo, no parece lógico exigir un deber de diligencia que parte de la técnica, de la pericia y de las normas deontologías adquiridas a través de una determinada y concreta formación académica y profesional a quien no la recibió. Esto nos convierte obligatoriamente a todos en “selectores” y “supervisores” del contenido informativo si queremos seguir ejerciendo realmente el derecho a recibir información veraz (Cotino, 2013: 52-55),7 pues del otro lado se encuentra la difícil tarea de identificar a quien se esconde tras el anonimato a la hora de exigirle eventualmente responsabilidades ante el incumplimiento de las exigencias de “veracidad” y “relevancia pública”. Fundamentalmente, en lo que al contenido de los mensajes se refiere, la problemática radica en demostrar si un determinado contenido sirve a los fines del derecho a recibir información veraz o persigue otros bien distintos. No obstante, el anonimato y la falta de profesionalidad dificultan el reproche jurídico de aquellas prácticas que, en ejercicio de una supuesta libertad de información, no sirven eficazmente al ejercicio del derecho a informarse, puesto que las acciones que se llevan a cabo tampoco concuerdan con el contenido esencial de los mismos (Polo, 2002: 23), ya sea por no cumplir los fines de la “veracidad” o no se desenvuelvan en el terreno de la “relevancia pública”.8


b) El profesional de la comunicación y los propios medios se ven comprometidos por la autorregulación del espacio online, a cargo de las grandes plataformas, a la hora de crear noticias. Se reduce su contenido o se sesgan titulares con la intención de generar impacto, y es que también esto ocurre debido a que las condiciones de publicación que rigen las plataformas lo exigen si se quiere informar o distribuir información a través de ellas (por ejemplo, al tener que limitar la redacción del titular y el cuerpo de la noticia en función del número limitado de caracteres que una red social impone). Puede ser que, en la recepción del mensaje, obtengamos de forma limitada su contenido o que no guarde mucha relación con la originalidad del mensaje. Tal efecto puede incrementarse con la transmisión a su vez por distintas redes sociales, con la obligación inherente y sucesiva de combinar formatos.


En suma, el nuevo mercado de información digital se somete a externalidades negativas —representadas por la exigencia de formatos concretos de publicación y/o el empleo de los nuevos softwares que gestionan los espacios digitales—, generando así un mercado de ideas “involuntario” y “dañino”. Por un lado, es involuntario porque la tecnología resta tanto nuestra autonomía para decidir a qué información o medios acudimos como la de aquel que elabora el mensaje, escapando de su control. Por otro lado, se considera dañino debido a un cambio en la mentalidad de los informadores que comienza a impregnar el mundo del periodismo, llevando la información al lugar de la publicidad mercantil.

III. El Estado ante la desaparición de la “esfera pública”

1. Hacia la comprensión de las reciprocidades información-odio-polarización en el entorno digital y su tratamiento constitucional

La radicalización de las opiniones en redes sociales fragmenta de tal forma el espacio público que le arrebata tal carácter, al no contar con la participación en él de la generalidad llamada a intervenir en la comunidad nacional. Esa gran comunidad está cuanto menos parcelada dentro de las redes sociales, toda vez que se vuelve más difícil canalizar a través del proceso de discusión pública la articulación de los consensos y acuerdos necesarios para la preservación de la democracia participativa que legitima al poder público. Debido a esa limitación estereotipada y prejuiciosa que se da en los procesos comunicativos online, en las relaciones interpersonales digitales no encontramos más que una consideración limitada o el rechazo de los demás.


Este nuevo paradigma supone abandonar el respeto a la diversidad en el debate público y, por ende, merma el comportamiento democrático de los ciudadanos, al atentar directamente contra el principio de igualdad y la dignidad humana. La comunicación pública y la participación de los ciudadanos respecto de los asuntos públicos se limitan, categorizándose entre unos y otros, entre propios y extraños, lo que trae causa de la pertenencia e identificación de los individuos en función de las características propias del grupo (Bergamo, 2021). Para hablar de democracia, deben existir unas condiciones mínimas que aseguren la plena autonomía de quienes entre sí interaccionan. Sin embargo, la conformación de la opinión de los individuos está contaminada por la existencia de grupos polarizados que se retroalimentan a través de la desinformación, instalando una opinión que es fruto de la pedagogía que en nuestras mentes hacen los algoritmos, incluso sin ser conscientes, y el tratamiento masivo y automatizado de los contenidos del mensaje (Magnani, 2021: 17).


Sin dejar de tener presente que los sujetos son libres de actuar según sus costumbres e ideales, incluso si se basan en el rechazo de otros, ello queda limitado a su vida y comunidades privadas y a la libertad de pensamiento no expresada, en caso de que se atente contra la dignidad humana (artículo 16.1 ex artículo 10.1 in fine de la CE) (Brudner, 2021: 27). A pesar de que no estamos en una democracia militante, el pluralismo no obsta considerar a la dignidad humana como fundamento del orden político y la paz social. Desde el ideal democrático del constitucionalismo social, el pluralismo, más que tolerancia, es respeto e inclusión: exige que todos los que intervengan en los asuntos públicos tengan la opción de participar en una comunidad dialógica que reconozca a los diferentes, salvaguardando la igual dignidad humana de propios y extraños para coincidir o confrontar en la esfera pública, en tanto síntoma de legitimidad democrática.


Si el mundo virtual permite alterar el normal funcionamiento de las sociedades contemporáneas y su carácter democrático-pluralista, es por la manipulación indirecta y progresiva de la opinión ciudadana que se está llevando a cabo a través de estas nuevas prácticas basadas en la tecnología, sobre todo por la vía de la desinformación: para ello se generan contenidos que pretenden crear una sensación de miedo o frustración, canalizando a través del odio una polarización en gestación a la hora de crearlos, que se consolida en las redes sociales y, de esta manera, se transfiere de las relaciones sociales a la vida cotidiana. El rechazo de aquellos que no pertenecen a una concreta y determinada comunidad identitaria hará que se dejen de valorar los programas y propuestas que llegan desde la política por una razón sentimental, extraña a cualquier síntoma de racionalidad. Los ciudadanos se comunican únicamente con aquellos que los escuchan, mostrando una actitud cínica y carente de la necesaria dosis de predisposición para participar en el proceso democrático y la formación de la voluntad social con los ajenos (Oñate, 2021).


Desde la óptica de los derechos del artículo 20 de la CE, la transformación de su ejercicio produce un mayor aislamiento y la falta de interdependencia entre los ciudadanos. El mundo físico se transforma al beber de las experiencias del entorno digital y, así, la política pasa a jugar en el terreno de la mercantilización del comportamiento social. La polarización digital de la ciudadanía se combina con una retroalimentación del odio a través de la desinformación, por lo que veremos como la mentira y el engaño transforman el proceso democrático, con lo cual se genera un clima de posverdad fundado en mensajes extremistas y populistas. Más que los programas, los relatos que refuercen la identidad ideológica a la hora de participar en el debate público resultan más importantes. Lo primordial es reforzar las posiciones, más que influir en la dirección política del Estado. Finalmente, ello se traslada a los parlamentos, donde es cada vez más difícil alcanzar acuerdos.


La Constitución tolera al intolerante, pero no permite la condescendencia con quien se muestra intolerante con los diferentes. Esto justifica la intervención del derecho penal en casos extremos a través de la tipificación de los delitos de odio. Tengamos presente que la intolerancia es una expresión discriminatoria que, de manera implícita, sitúa la exclusión y la diferenciación injustificada como una lesión al principio de igualdad. Por su parte, el odio es un instrumento que permite la consolidación de las discriminaciones, que convierte en normas prejuicios y estereotipos —misoginia, homofobia, racismo, xenofobia, etcétera—; además, simplifica la realidad, ya sea atacándola o enfrentándose a ella —negacionismo—, y, por tanto, trae consigo una consideración limitada de la comunidad nacional. Por tal motivo, estas nuevas fórmulas de comunicación descritas no sirven a la creación de una opinión pública orientada a dirigir la política nacional, reclamando la solución de problemas sociales, sino que, entonces, apuestan por el conflicto frente al pacto social y fomentan la división frente a la consecución de la cohesión social.


Téngase en cuenta que, en ocasiones, personas vulnerables como los inmigrantes no tienen posibilidad de acceder al mundo online y, a pesar de ello, están siendo atacados y vilipendiados en la red, lo cual implica que ni siquiera existe para ellos la posibilidad de participar para rebatir o defenderse ante ciertas posiciones. Esto es, quien sufre la discriminación social está sometido, además, a una subordinación tal que impide el ejercicio de sus derechos y la defensa de su dignidad (Díaz, 2021: 113).


En suma, en el contenido esencial de las libertades de expresión y de información no puede entrar el hate speech, pues estos derechos fundamentales no están al servicio de la propagación de movimientos antidemocráticos o para atentar con la igual dignidad humana de todos.

2. Salvaguardar el pluralismo frente a la “verdad”: cómo ha de afrontar el Estado el nuevo reto que representa la comunicación online

El Poder Legislativo y el Judicial están siendo sustituidos por auténticos poderes económicos, lo que supone un vaciamiento de la democracia participativa, al entender los procesos de comunicación para la conformación de la opinión pública como una oportunidad de negocio en el que las opiniones son una mercancía, transitando hacia un “absolutismo de mercado” que nos conduce a la destrucción del ideal del Estado democrático de derecho (Casara, 2018: 16-20).


Los límites para las libertades de expresión y de información en el mundo virtual pueden no coincidir con los límites propios del sistema constitucional, ya que ahora quedan sometidos a la autorregulación de los “señores de Internet”, representada por sus códigos de conducta que carecen de legitimidad democrática y que escapan o sustituyen al poder del Estado a la hora de imponer límites a estos derechos (Presno y Teruel, 2017: 195), que en ningún caso son absolutos.


Dicha situación ocurre, entre otras razones, porque las grandes plataformas están ejerciendo e incorporando como activo a las redes sociales el fact-checking. Tal y como expresa la pluma del poeta español Antonio Machado, “la verdad es lo que es, y sigue siendo verdad, aunque se piense al revés”. Esto lo debemos interpretar como una imposibilidad para exigir verdad al contenido expresado en ejercicio de la libre opinión crítica de que todos disponemos, como ha venido ocurriendo tradicionalmente con la libertad de información. Por tanto, la verdad no puede funcionar como límite al ejercicio de la libre expresión, aunque, en realidad, las plataformas empiezan a reconducir la exigencia de una verdad objetiva a la libre crítica.


La Constitución no establece ni un derecho a la verdad ni una obligación genérica a expresar únicamente verdades, ya que el ejercicio de este derecho debe contar con cierta dosis de libertad. De lo contrario, asumiríamos la posibilidad de que la verdad se individualice y se transite de lo objetivo a lo subjetivo.


Esto es, precisamente, lo que está ocurriendo en el seno de las redes sociales, donde la comprobación de noticias falsas, o que al menos presentan ciertas apariencias de mentira, está alterando el proceso democrático. En efecto, con base en el derecho individual a obtener una información veraz reconocido a todos, las grandes plataformas buscan la imposición de una obligación a la verdad o, más bien, un poder de exclusión y alienación de los individuos en función de sus intereses. La censura misma que al Estado se le prohíbe (artículo 20.2 de la CE) es ya una facultad en manos de las redes sociales.


Por otro lado, de nuestro régimen democrático transitamos, por medio de Internet, a un clima de opinión antidemocrático, en el que perdemos la autonomía para determinar la veracidad o no de los contenidos con los que nos vamos encontrando en la red. Por tanto, la autoridad del Estado, fundada en la justicia, desaparece en favor de los poderes fácticos, que imponen su contractualismo como obstáculo a la concepción constitucional de la libertad de expresión.


Definido el problema de imponer la verdad al pluralismo, constatamos que hay una fuerte conexión entre el populismo extremista y antipluralista que actúa desde la política y los usuarios de las redes sociales, pues sin personas que sigan sus postulados estos movimientos no habrían triunfado. Sin embargo, tengamos claro que su éxito menguaría sin el auxilio de la tecnología. En este sentido, el Estado debe tomarse tan en serio el poder de represión de las grandes plataformas, al igual que la Constitución hace lo propio con una eventual censura de las libertades de expresión y de información (Kothari, 2019: 28). Es decir, si el populismo extremista llega a alcanzar el poder, los límites impuestos por el constituyente seguirán protegiendo estos derechos; ¿por qué entonces no se aboga por el fin de esta habilitación tecnológica a la censura desde el Estado?


Como bien apuntaba Hesse, la Constitución sólo seguirá contando con fuerza normativa cuando la voluntad continua y constante de los llamados a participar en el proceso constitucional estén implicados en hacer efectivos sus contenidos (Hesse, 1992: 28). La interacción en el entorno online y la socialización excluyente que de ella resulta colocan a las plataformas como creadores de una realidad inconstitucional (segregación de la esfera pública), a la que el Estado no está prestando la suficiente atención. La no intervención de los poderes públicos, ya sea porque asumen la constitucionalidad de estas prácticas o porque tal cuestión escapa a las posibilidades del derecho, sitúa a las redes sociales y a sus prácticas como una realidad que normativiza el comportamiento de los ciudadanos fuera de lo previsto en la norma fundamental.


El Estado debe asegurar el pluralismo y la neutralidad en la determinación de la “verdad”, pues sin aceptar las diferencias ajenas o a los diferentes la sociedad transita fuera de la democracia. Como es sabido, el Estado tiene cierta responsabilidad en la formación del pensamiento y, por ello, algunos derechos, como la educación, deberán llevarse a cabo con respeto a los principios democráticos de convivencia y a los demás derechos y libertades (artículo 27.2 de la CE). Entonces, ¿cuáles han de ser las directrices que inspiren una eventual regulación de la comunicación online en favor del mantenimiento de una esfera pública?


En primer lugar, se deben promover políticas de integración que acaben con el aislamiento de personas vulnerables y carentes de recursos, pues el fin de la brecha digital y una mayor accesibilidad a Internet enriquecerían el espacio online, garantizando así los derechos y libertades de toda la población. A ello se le deben unir políticas educativas y de formación transversal que otorguen competencias digitales, de tal forma que los ciudadanos, individual y autónomamente, puedan enfrentarse a la posverdad de Internet sin ningún tipo de injerencia, e incluso la del fact-checking.


Además, el Estado y las organizaciones supranacionales deben pasar a intervenir en la gobernanza de la red. Si bien no pueden imponerse las exigencias de veracidad y relevancia pública a todos los ciudadanos por una clara cuestión de deontología y profesionalidad, debería procederse a la articulación de deberes de diligencia a las plataformas de redes sociales, con el fin de acabar con la propagación del odio y la desinformación. Eso sí, sin que las plataformas de redes sean las que decidan los límites al ejercicio de estos derechos, sino que sean los propios poderes del Estado los que intervengan para tales efectos, con los que las grandes plataformas tendrán la obligación de colaborar.9 Es decir, se buscará promover una legislación que preserve y mantenga el control de los poderes del Estado frente a este control informal y no institucional.

IV. A modo de conclusión

La esfera pública está desapareciendo o, al menos, restringiéndose a círculos sociales más reducidos, debido a las prácticas que aquí han sido descritas. Tras ellas se esconde la pasión por lo identitario, lo propio y no lo ajeno. Ello impone una negación de lo diverso, consolida la homogeneización del pensamiento y hace que confundamos a víctimas y verdugos, al perder la objetividad sobre el contenido de los mensajes.


Así, del pluralismo se transita a un comportamiento social monista, que condiciona el ejercicio de las libertades de expresión y de información en función de determinadas afinidades identitarias y subjetivas, por las cuales no siempre nos decidimos, sino que nos vienen dadas. La deshumanización de la comunicación digital propicia la búsqueda y la construcción de enemigos a través de la difuminación del individuo y la identificación grupal, donde se expresa un claro interés por la discriminación.


El principio de igualdad es un agente compensador de las desigualdades que se dan en las relaciones interpersonales y, por ello, obliga al Estado a impedir que el mercado de la comunicación online se sirva de las personas; para ello, el Estado debe intervenir propiciando los deseos de autodeterminación individual de todos y salvaguardando la autonomía personal del individuo. Si el Estado social y democrático de derecho pretende alcanzar la igualdad plena de sus ciudadanos, debe afrontar este nuevo reto salvaguardando la autonomía, la independencia y el libre desarrollo de la personalidad de los individuos.


En definitiva, se necesita garantizar que el ejercicio online de los derechos fundamentales se dé en las mismas condiciones que las determinadas por el sistema constitucional, es decir, sin injerencias externas, ya que, de lo contrario, la inmunidad que el ciudadano tiene frente al Estado y que se garantiza a través de la norma normarum quedaría gravemente afectada por parte de toda una suerte de poderes privados, entre los que podríamos señalar a los grandes operadores de redes sociales.


Por supuesto, se debe salvaguardar un ecosistema de discusión pública que integre y no excluya, que permita la participación universal en el debate público, pues es un requisito esencial de la convivencia democrática. Nuestras Constituciones deben sobrevivir frente a una “verdad” subjetiva e impuesta.

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1 Las “Condiciones y políticas” de Facebook esconden tras de sí que la contraprestación somos nosotros mismos. Así pues, a pesar de que en las “Condiciones del servicio” nos digan que “no cobramos por el uso que haces de Facebook ni de otros productos y servicios que abarcan estas condiciones”, nos aseguran que “los negocios y las organizaciones nos pagan para que te mostremos anuncios de sus productos y servicios”. Entonces, si bien no venden aquellos datos personales que nos identifican directa e individualmente, sí proporcionan información que permite identificarnos indirectamente dentro de un grupo a través del contenido que compartimos y de nuestra actuación en la red social a la hora de interactuar con lo que comparten otros. Todo ello se hace a través de lo que podríamos denominar un tratamiento algorítmico de la emoción. Disponible en: www.facebook.com/policies_center (fecha de consulta: 1o. de febrero de 2022).

2 Sin embargo, esto se enmarca en el ámbito del derecho de acceso a la información, que debe afrontarse desde el mandato promocional del artículo 9.2 de la CE.

3 Como acertadamente estableció el Tribunal Constitucional español en sus primeras sentencias, la opinión pública está “indisolublemente ligada con el pluralismo político” (por todas, STC 104/1986, F.J. 5o.). Por este motivo, la autorregulación supone que el espacio online devenga inválido para la conformación de la opinión pública, al no garantizarse el pluralismo en el acceso, pero sobre todo porque es posible que oculte un intento de escapar a la eficacia horizontal de la Constitución, garantizada en virtud del principio de primacía normativa (artículo 9.1 de la CE), ya que se puede estar pretendiendo imponer nuevos límites al ejercicio de estas libertades políticas, que además pueden ser distintos a los previstos por el sistema constitucional.

4 En relación con Facebook, a partir de las “Condiciones del servicio” y la “Política de datos”, deducimos que Meta tiene un interés implícito en parcelar la red social, pues así nos presentan su modelo de “esfera pública”: “cuanto más estrechos son los lazos, mejor funcionan las comunidades, y creemos que nuestros servicios son más útiles cuando las personas se conectan con gente, grupos y organizaciones que les interesan”. Por eso, “te brindamos herramientas para expresarte y hablar sobre temas que sean importantes para ti”. Esto es algo muy peligroso desde el principio democrático y el valor del pluralismo si se tiene en cuenta que esta red social permite proporcionar información sobre cuestiones religiosas, ideológicas, raciales, etcétera. Disponible en: www.facebook.com/policies_center (fecha de consulta: 1o. de febrero de 2022).

5 Acudiendo a las “Reglas y políticas” de Twitter, concretamente la “Política de integridad cívica” está dispuesta para salvaguardar lo que ellos llaman “procesos cívicos” (elecciones, censos y referéndum), sin que se tenga en cuenta la conformación de la opinión pública como proceso cívico que va a determinar el resultado final de cualquier experiencia electiva. Además, la “Política relativa a los contenidos multimedia falsos y alterados” prevé la posibilidad de polarizar sin que suponga un incumplimiento de las políticas de autorregulación: atacar a líderes vertiendo información errónea suya en la red o compartir contenido polarizante y tendencioso. Disponible en: www.help.twitter.com/es/rules-and-policies (fecha de consulta: 1o. de febrero de 2022).

6 Por todas, la STC 235/2007, en su F.J. 4o., expresa que la consagración de la libertad de informar y el derecho a recibir información veraz en el artículo 20 de la CE garantiza un claro “interés constitucional”: la formación y existencia de una opinión pública libre, en tanto “condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al funcionamiento de un sistema democrático”, lo que hace que sea “uno de los pilares de una sociedad libre y democrática”. Asimismo, se menciona lo siguiente: para la formación de la opinión deben darse unas condiciones mínimas de tolerancia y pluralismo, en el sentido de que se permita un ambiente de crítica, aunque inquieten a una parte de la población.

7 A modo de ejemplo, la STEDH del 2 de septiembre de 2021 —Affaire Sánchez vs. Francia— condena a un concejal francés por un mensaje: “este gran hombre ha transformado Nimes en Argel, no hay una calle sin una tienda de kebab y una mezquita; reinan los traficantes de drogas y las prostitutas, no es de extrañar que haya elegido Bruselas, capital del nuevo orden mundial de la sharía”. Como vemos, es un claro ejemplo de odio racial, en el que además el TEDH precisa que cada persona debe controlar sus comentarios y sus efectos sobre el discurso público. A pesar de que el concejal no era autor original del contenido, se precisan ciertas responsabilidades al respecto: “su responsabilidad se vio comprometida en particular como resultado de no haber borrado los mensajes ilegales tan pronto como tuvo conocimiento de ellos”, dado que “era legítimo considerar que la condición de titular del muro de una cuenta de Facebook conllevaba obligaciones específicas, en particular cuando, como en el caso de la demandante, el propietario decidió no hacer uso de la opción de limitar el acceso al muro, sino que optó por hacerla accesible a cualquier persona”.

8 Desde el punto de vista de la seguridad jurídica (artículo 9.3 de la CE), ante la desprofesionalización de la labor de informar, no se va a poder precisar si el contenido del mensaje cumple con estos parámetros; es decir, determinar si está ejerciéndose la libertad de informar al servicio del derecho a informarse y, por tanto, este último o no.

9 Por el momento, no se garantiza la neutralidad de la red, entendida como un deber de independencia y no injerencia, en el sentido de abstenerse de imponer situaciones de dominio. En este sentido, conviene hacer referencia al Reglamento (UE) 2015/2120 del Parlamento Europeo y del Consejo, del 25 de noviembre de 2015, por el que se establecen medidas en relación con el acceso a una Internet abierta, y, en concreto, a su artículo 3o., recientemente interpretado por el TJUE en los asuntos acumulados C807/18 y C39/19 (STJUE del 15 de septiembre de 2020). El Reglamento pretende salvaguardar la neutralidad de Internet, en el sentido de que los proveedores de servicios de acceso a la red gestionen “el tráfico de manera equitativa cuando presten servicios de acceso a Internet, sin discriminación, restricción o interferencia, e independientemente del emisor y el receptor, el contenido al que se accede o que se distribuye, las aplicaciones o servicios utilizados o prestados, o el equipo terminal empleado” (artículo 3.3). Sobre esto, que sería trasladable a una eventual imposición de la neutralidad de las redes sociales, el TJUE afirma que las prácticas comerciales (artículo 3.2) emprendidas por los proveedores de servicios de acceso a Internet “no se contemplan como la manifestación de las voluntades concordantes de tal proveedor y de un usuario final”. Entonces, sería posible abordar el problema de la falta de autonomía sobre el proceso de comunicación de información y dotar de una mayor disposición sobre la acciones de informar y de recibir información, tanto a emisores como a receptores, imponiendo obligaciones sobre los flujos de información que circulan por la red social, en el sentido de que no “bloquearán, ralentizarán, alterarán, restringirán, interferirán, degradarán ni discriminarán entre contenidos, aplicaciones o servicios concretos o categorías específicas”. Ello ocurre actualmente con el tráfico de datos, y debe ser llevado al ámbito de las redes sociales, ya que todo esto ahora se está produciendo con el tráfico de información dentro de las redes sociales.

* Este artículo se realiza en el marco del Proyecto de Investigación “Desinformación, odio y polarización: la afectación de derechos y libertades de personas vulnerables”, concedido para tres anualidades (2021-2024), dentro de la convocatoria Proyectos I+D+i 2020 del Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España, con una cuantía de 24,200 euros. Investigadora principal: doctora Ángela Figueruelo Burrieza, catedrática de Derecho Constitucional, Universidad de Salamanca (referencia: PID2020-116603-RB-I00).

** Doctor por la Universidad de Salamanca. Actualmente, es investigador posdoctoral en el Departamento de Derecho Público General (Área de Derecho Constitucional) de la Universidad de Salamanca. ORCID: 0000-0003-0116-5301. Correo electrónico: martiguardado@usal.es.

Fecha de recepción: 3 de febrero de 2022.

Fecha de dictamen: 20 de junio de 2022.