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Moral, derecho y sociedad. Reflexiones interdisciplinarias sobre la crisis moral en el caso latinoamericano*

Moral, Law and Society. Interdisciplinary Considerations on the Moral Crisis in Contemporary Latin American Society

Andrés Botero-Bernal**

DOI: 10.22201/iij.24487937e.2022.16.17038

Resumen:

Este escrito plantea la complejidad sistémica del concepto crisis moral aplicada en la sociedad contemporánea, especialmente en el caso latinoamericano, lo que exige un estudio interdisciplinario para abordar el asunto. Ahora bien, se alude a una complejidad sistémica de la crisis moral por cuatro aspectos. En primer lugar, porque la moral, al ser un sistema normativo basado en el deseo de una sociedad mejor, nunca se sentirá satisfecha de la sociedad en la que se enmarca, lo que provoca un permanente malestar. En segundo lugar, porque una crisis moral indica que no hay un acoplamiento entre la realidad de lo que se tiene con lo que se quiere, por lo que el acoplamiento deseado supone interrelacionar diversas variables sistémicas para que pueda suceder realmente un desarrollo moral (para lo cual se seguirá, con algunas correcciones, el modelo de desarrollo moral de Kohlberg), variables que son más complejas de lo que el sistema político cree o quiere hacer creer. En tercer lugar, porque afirmar la existencia de una crisis moral y, por tanto, la necesidad de acciones tendientes a resolverla, no implica que haya consenso sobre cuál es la moral que debe aceptarse ni sobre el camino a seguir para lograr dicho fin, para empezar porque es relativamente común que los agentes acusados de ser los causantes de la actual “crisis moral de la sociedad y del derecho” en las sociedades contemporáneas suelen ser los agentes que denuncian, como free riders, la misma crisis. Y, en cuarto lugar, porque un cambio sistémico que posibilite un salto en el desarrollo moral debe ser significativamente fuerte, y las medidas que suelen enunciarse para afrontarlo, además de no ser claras, suelen ser insuficientes o ingenuas (tales como pedir la creación o el fortalecimiento de una asignatura de ética en los planes de estudio de los futuros ciudadanos en general y abogados en especial). Finalmente, se propondrá partir de este diagnóstico sistémico e interdisciplinario para potencializar las respuestas que puedan darse para enfrentar la crisis; de lo contrario, lo rechazado permanecerá.

Palabras Clave:

Moral, desarrollo moral, sociedad, derecho, crisis moral.

Abstract:

This paper explores the systemic complexity of speaking of a moral crisis as applied in contemporary society, especially in Latin America, which requires an interdisciplinary approach to address the issue. Four aspects point to a systemic complexity of the moral crisis. First, as a normative system based on the desire for a better society, morality will never be satisfied with the society in which it is framed, which leads to permanent discontent. Secondly, since a moral crisis indicates that there is no connection between what one actually has and what one wants, the desired connection implies that several systemic variables need to be interconnected for moral development to truly take place (following Kohlbert’s theory of moral development with a few adjustments). Such variables are more complex than what the political system believes or wants to make people believe. Thirdly, declaring the existence of a moral crisis and, therefore, the need for actions geared towards resolving it does not imply a consensus on what moral standards should be accepted or which course of action should be taken to achieve this end. To begin with, it is relatively common that the agents accused of causing the current “moral crisis of society and law” in contemporary societies are usually the agents who, as free riders, decry the very same crisis. And fourth, a systemic change that leads to a jump in moral development must be considerably strong, and the measures that are usually proposed to cope with it, besides not being very clear, are usually inadequate or naïve (such as calling for the creation or strengthening of ethics as a subject in the curricula for future citizens in general and lawyers in particular). Lastly, a proposal based on this systemic and interdisciplinary diagnosis will be put forward to enhance the possible responses to face the crisis; otherwise, what has been rejected will remain in place.

Keywords:

Moral, Moral Development, Society, Law, Moral, Crisis.

Sumario: I. Introducción: ¿Estamos ante una crisis moral? Aclaraciones conceptuales iniciales. II. Pero, fuera del malestar moral, ¿podría hablarse de que hay una crisis moral? III. ¿El desarrollo moral es una utopía? IV. ¿Cómo desacoplar ese acople funcional para dar lugar a un desarrollo moral? V. A modo de conclusión: así las cosas, ¿sólo queda el desconsuelo y la pasividad? VI. Referencias.

I. Introduction

Antes que nada, debemos precisar que ética y moral no son lo mismo. Esta distinción facilita la comprensión de lo que entenderé por crisis moral. Por amor a la brevedad, mencionaré dos diferenciaciones posibles, sin ser las únicas. La primera señala que la ética es el estudio de la moral, y esta última serían las valoraciones de lo bueno/malo, justo/injusto, que predominan en un sistema sociocultural y en las organizaciones que lo conforman. La segunda indica que la ética es aquella concepción personal, construida desde la propia experiencia, autónoma y que determina qué es correcto/incorrecto; en cambio, la moral sería la concepción grupal, social o cultural, heterónoma y sobre lo que es bueno/malo, justo/injusto. Para este escrito, me referiré a la moral como un sistema normativo, motor o reproductor (causa y efecto) de lo social, sobre lo que es bueno/malo, justo/injusto.

Pasando a otro punto, señalo de entrada que todo sistema sociocultural tiene aparejado un sistema normativo que es causa, a la vez que efecto, del primero. En otras palabras, todo sistema sociocultural en general, y toda organización social que lo compone, está acoplado a un sistema normativo que posibilita, a la vez que es posibilitado, por el sistema sociocultural o por la organización social según el caso. Entonces, la reproducción de las interacciones sociales se logra, especialmente, gracias a sus sistemas normativos, que son múltiples. Dentro de los variados sistemas normativos destacan, por su gran fuerza de motivación o inhibición de conductas, el sistema moral y el sistema jurídico; pero no son los únicos.

Claro está que, en el caso del sistema normativo-moral (en adelante, sistema moral o, simplemente, moral), éste es, cada vez, menos relevante para la reproducción social si se compara con la importancia que tuvo en el pasado y con la actividad creciente del sistema normativo jurídico en el presente.1 Dicho con otras palabras, con el paso del tiempo, la moral acoplada al sistema social va perdiendo capacidad por sí sola de motivar o inhibir conductas, lo que produce un vacío que está siendo llenado por el sistema normativo-jurídico (en adelante, sistema jurídico o, simplemente, derecho positivo), lo que supone que conductas que antes eran reguladas por la moral acoplada ahora pasan por la regulación jurídica, algo que Habermas denominó como la “juridificación del mundo de la vida”,2 donde parecería que el principal sistema regulatorio habilitado para las personas y prácticamente para los fenómenos del mundo de la vida en las sociedades complejas actuales es el Estado, en un sentido amplio, o la comunidad internacional, con sus respectivos derechos positivos (Habermas, 1999, p. 202).3 Esto es algo así como un pan-ius (un todo-derecho)4 propio de un monismo político (la concentración de todos los poderes en unas poquísimas instituciones sociopolíticas y en su sistema normativo jurídico), que amenaza, según la escuela crítica de Frankfurt, entre muchos otros autores y movimientos, con colapsar (o colonizar, diría Habermas, cosa antes vista) tanto a la persona humana (principal agente moral), al transcribirla como sujet(ad)o, como a la sociedad, al someterlos exclusivamente a procesos normativo-jurídicos, procesos que son los que constituyen el Estado y la comunidad internacional, los cuales, a su vez, producen el derecho que los rige y nos regirán.

Sin embargo, no hay motivos para creer, por lo menos no a corto plazo, que ese desplazamiento paulatino del sistema moral conllevará a su eliminación, dado que la moral, como sistema normativo, sigue desempeñando roles sociales importantes como la cohesión, a la vez que el derecho positivo ha sido construido de cara a la moral acoplada según los tiempos, de forma tal que la norma jurídica no se puede entender como un producto puro (neutro) o amoral. Otra cosa es que, desde la ciencia, se quiera ver así para efectos de limitar el campo de estudio, como lo pretendió la teoría pura del derecho con su propuesta epistemológica de la fragmentación del saber.5

Con base en lo anterior, si toda sociedad tiene acoplado un sistema normativo que le es funcional, parecería que no se estaría nunca ante una crisis moral. Empero, una característica del sistema moral es que es un sistema imposible de satisfacer plenamente, justo porque se formula en términos prescriptivos, de “deber-ser”, y no en términos descriptivos, de “ser”. En cierta medida, todo sistema normativo es un sistema del deseo y, por tanto, se reproduce a sí mismo en cuanto deseo sobre el deseo (no me refiero a la autopoiesis de Luhmann),6 de la misma manera que un sujeto deseante nunca se sentirá satisfecho en sus deseos justo porque es un sujeto deseante.

Por tanto, una sociedad no se sentirá satisfecha, moralmente, consigo misma. Tal vez sentirá una ligera satisfacción momentánea ante un logro moral concreto alcanzado, pero no más allá de eso. En consecuencia, siempre una sociedad se sentirá, en cierta medida, en crisis moral, si por tal entendemos la imposibilidad de sentirse satisfecha consigo misma, debido al deseo (el cual es imposible de llenar) que es propio de este sistema basado en el deber-ser. Por demás, esa sensación de insatisfacción que nace de todo sistema moral tiene grandes ventajas evolutivas para el sistema sociocultural en general, pues evita que el sistema se detenga en una zona de confort. Ahora, para evitar confusiones con aquello que llamaré más adelante como crisis moral, denominaré a la crisis propia de la insatisfacción del deseo moral al interior de la cultura como malestar moral.

II. Pero, fuera del malestar moral, ¿podría hablarse de que hay una crisis moral?

Volvamos sobre algo: todo sistema sociocultural está acoplado con uno o algunos sistemas morales determinados que le son funcionales, pero, aun así, siempre habrá malestar moral. Claro está que habrá sistemas o agentes que considerarán, con motivos defendibles o sin ellos, que un malestar moral es peor o mejor que otro (esto es, la importancia de la comparación para determinar lo grave o no del malestar). A esto habrá que añadir que la percepción de malestar, que suele llamarse crisis, se aumenta si vemos que hay discordancia o desacople entre la realidad y lo que se quiere que sea el sistema sociocultural con todos sus subsistemas, como el moral, el jurídico, el económico, el político, etcétera; dicho con otras palabras, un desacople entre el sistema real y el sistema deseado (tanto en lo moral como en lo jurídico, lo económico, lo político y, en últimas, lo social). Llamaré como crisis moral justamente a ese desacople si es sentido con fuerza al interior de un individuo o de un grupo cuando se compara la sociedad y la moral que se tiene (de la que siempre emana un malestar) con la sociedad (en un sentido que incluya todos los subsistemas antes señalados) y la moral que se quiere, aclarando, eso sí, que cuando se desea una sociedad diferente, se desea implícitamente una moral que sea funcional con esa sociedad querida.

Veamos. Todo sistema sociocultural conlleva, entre otras cosas, una forma de desenvolverse en lo moral, en lo jurídico, en lo económico, en lo político, etcétera, pero si se apunta a un modelo social ideal, viene la pregunta sobre cómo debería ser el subsistema moral, jurídico, económico, político, etcétera, que produzcan —y sean producidos— por ese sistema social ideal. Esta reflexión también opera en sentido contrario: supongamos que se tiene un modelo moral ideal, lo que implicaría para quien tiene claro este punto de partida, preguntarse cómo sería la sociedad (y, por tanto, el derecho, la economía, la política, etcétera) que podría coexistir o acoplarse con dicho modelo moral ideal que tengo preconcebido como el mejor de todos.

Aquí se evidencian desacoples entre lo que se tiene y lo que se cree que se debería tener, lo que produce la sensación de crisis de lo que se tiene, y en este punto es donde puede comprenderse de mejor manera lo que acontece, creo yo, en Latinoamérica e, incluso, en Occidente.

Entonces, ¿hay o no hay desacople?, y, en caso de haberlo, ¿dónde está en el caso latinoamericano?

Para poder explicar este aspecto, debo partir de que si a toda sociedad u organización social le corresponde un sistema normativo (moral, jurídico, etcétera) que le es funcional (esto es, que le está acoplado), sumado a que la moral es un sistema normativo fundamental en la reproducción de lo psicosocial, entonces se tiene que el sistema normativo-moral está integrado por diferentes formas de valorar y sentir la moral (a esto se refiere Kelsen [2001] cuando alude al relativismo moral), algo así como un sistema integrado por muchos subsistemas. Entonces, particularmente la moral goza (para algunos) o padece (para otros), como sistema normativo, de un pluralismo fuerte, que se incrementa cada vez más en las “sociedades complejas contemporáneas”,7 pluralismo que crece por más que nuestros gustos nos inviten, una y otra vez, a llamar como la única, la verdadera y la universal a aquella moral que es de nuestra predilección. Pero el que haya varias formas de sentir la moral no significa que todas esas formas sean igualmente funcionales para la sociedad que se tiene, para la que se quiere tener, ni que sean opuestas necesariamente entre sí.

Esto me lleva a otra pregunta: ¿cómo clasificar dicha pluralidad de moralidades reconociendo que no hay modelos puros y que es necesario una modelación (clasificación) para facilitar los análisis (que son sistemas de lectura de otro sistema)? Luego de una importante revisión bibliográfica acudo, como punto de inicio, a una adaptación de una clasificación tomada de la psicología del desarrollo moral, pues como lo he sugerido, hay diferentes formas de ver y sentir el sistema moral, las cuales pueden ser comparadas entre sí para concluir que hay algunas que implican un mayor desarrollo que otras, desde parámetros cognitivo-afectivos deseables; es decir, que son más o menos funcionales para lo que se tiene y para lo que se debería tener. El modelo al que aludo es el de desarrollo moral propuesto por Kohlberg (1989 y 1992), fruto de la observación de grupos humanos, y que ha tenido una gran resonancia en muchos campos científicos, aunque bien podría hacerse desde otros modelos similares de construcción del juicio o de la conciencia moral.

Claro está que no es posible optar por un modelo exento de críticas. Incluso, en caso de existir un modelo por todos aceptado, esta ausencia de cuestionamientos pondría en duda su veracidad. En el caso del modelo de Kohlberg, que a su vez es el perfeccionamiento del planteado por Piaget varias décadas antes, se le critica que obedece a la corriente racionalista que ha sobrevalorado el papel de la razón (mente) en la formación de los juicios morales. Por señalar un caso, muchos trabajos de neurociencia contemporáneos8 han llamado la atención de que la razón y la voluntad (dentro de su localización y actividad cerebral) no es la fuente principal de los juicios morales de los individuos [“los juicios morales no son completamente racionales” (Gazzaniga, 2010, p. 138)], sino más bien de las emociones y los afectos,9 así como los instintos (según las adaptaciones consuetudinarias) y las respuestas automáticas a las que el sujeto no tiene un acceso introspectivo ni racionalizado sino tiempo después,10 de manera tal que “cuando somos conscientes de que hemos tomado una decisión, el cerebro ya ha inducido ese proceso… el cerebro hace cosas antes de que lo sepamos” (Gazzaniga, 2006, pp. 101 y 105, respectivamente).11 En otras palabras:

Drawing on research in primatology, neurology, anthropology, and psychology I suggested that moral judgment involves quick gut feelings, or affectively laden intuitions, which then trigger moral reasoning as an ex post facto social product. This “social intuitionist” model of moral judgment says that people do indeed engage moral reasoning, but they do so to persuade others, not to figure things out of themselves. The model reverses a Platonic ordering of the psyche, placing the emotions firmly in control of the temple of morality, whereas reason is demoted to the status of not-so-humble servant (Haidt, 2003, pp. 865 y 866).

Igualmente, se le acusa a Kohlberg de partir del prejuicio kantiano de la agencia moral y la responsabilidad (jurídica y moral),12 en especial cuando plantea que los estadios superiores del desarrollo moral se derivan de la deliberación racional y sosegada de un individuo sobre un hecho, deliberación y responsabilidad que no podrían explicarse desde la materia causal, como sería el cerebro, sino desde constructos públicos y sociales que pueden cambiar en cualquier momento.13 Parecería que estas críticas, por lo menos en este aspecto, le están dando parcialmente la razón a las teorías del sentimentalismo moral del siglo XVIII (Hutcheson, Hume, Smith, etcétera):14 las pasiones y las emociones, mas no la razón y la voluntad, son la fuente de la moralidad, pero unas pasiones y emociones que no niegan la responsabilidad. Como dice Hume:

...es manifiesto que el principio opuesto a nuestra pasión no puede ser lo mismo que la razón, y que sólo es denominado así en sentido impropio. No nos expresamos estrictamente ni de un modo filosófico cuando hablamos del combate entre la pasión y la razón. La razón es, y sólo debe ser, esclava de las pasiones, y no puede pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas (Hume, 1984, libro II, p. 617).

Pero bien podría mencionarse que un buen sector de la neurociencia plantea que la división entre cerebro emocional y cerebro racional no es tan tajante como se ha creído desde la filosofía tradicional, sino que existen variadas y abundantes conexiones entre ambas, lo que imposibilitaría hacer un juicio tajante racionalista o emotivista, según el caso, frente al origen del acto moral.15 Además, reducir todo a una parte o a una función del cerebro, la racional o la emotiva, supone negar los acontecimientos, el contexto y muchas otras variables que confluyen para propiciar o no una decisión moral, pues, como lo ratifica la neurociencia, “nuestro entorno, nuestra familia y nuestra cultura nos circunscriben y guían hacia un sistema moral particular, del mismo modo que hacia un lenguaje particular” (Gazzaniga, 2010, p. 140). A fin de cuentas, creo que el acto moral/inmoral es un punto de confluencia compleja y sistemática de una parte causalista-individual (v. gr. el funcionamiento del cerebro como órgano corporal) y una parte causalista-externa (las fuerzas del entorno) que se entremezclan potenciándose o anulándose, surgiendo un espacio de suma y resta de vectores causales que bien puede ser considerado como indeterminable (por la alta complejidad de fuerzas que interactúan en todos los sentidos) o incluso caótico-casuales-azarosos, y en estos espacios es donde podemos ubicar algunos grados de libertad del individuo que no pueden ser reducidos a algunas pocas reglas causales predictivas cerebrales.16 De allí que se pueda decir que si bien toda persona está constituida, en cuanto sus emociones y decisiones, por sus funciones cerebrales, una persona no se reduce a estas últimas.17 De esta manera, conceptos como responsabilidad y desarrollo morales, a pesar de no provenir de la causalidad cerebral, cobran sentido, como lo afirma Gazzaniga (2006, pp. 99-112), por ser construcciones sociales que son útiles para la convivencia: “el cerebro está determinado, pero la persona es libre… Nuestra libertad se manifiesta en la interacción del mundo social” (Gazzaniga, 2006, pp. 109 y 110), ya que el mismo cerebro “es un sistema evolucionado, un mecanismo de toma de decisiones que interactúa con su entorno de un modo que le permite aprender normas que regulen su respuesta” (Gazzaniga, 2006, p. 111), y en esa interacción se cifra la posibilidad del desarrollo moral. Negar la responsabilidad y el desarrollo moral desde ciertas teorías neurocognitivas es un capítulo más en la lucha entre indeterministas-deterministas, que en el fondo es la lucha por asumir o no (las consecuencias de) nuestra conducta. Entonces, las críticas hechas al modelo de Kohlberg no son tan definitivas como puede creerse, pero sí debe corregirse para que dicho modelo dé mayor cabida a las emociones y a los desarrollos de la neurociencia, todo lo cual invita a la interdisciplinariedad para comprender el desarrollo moral.18

Además, el modelo de Kohlberg tiene la virtud de que ha sido fruto de un importante trabajo empírico, lo que lo hace más creíble sobre otros modelos consultados que sólo parten de lo que el autor del modelo considera como plausible. No en vano ha sido la base de construcciones sociológicas, como las de Habermas (1992, pp. 61-80; 1994, pp. 194 y 195).

Agrego que el hecho de que pueda y deba reducirse el componente racionalista presente en los ítems clasificadores de los diferentes estadios morales propuestos por Kohlberg no significa que el modelo sea inservible o que no se puedan proponer estadios o niveles de desarrollo moral aceptando que la actividad cerebral, los instintos y las emociones son tan o más importantes que la razón (mente) y los convenios en lo que concierne a la agencia moral. Así las cosas, el modelo de Kohlberg, si se le hacen algunos correctivos necesarios (como reducirle su marcado kantismo), me permite seguir con mis reflexiones sobre la crisis moral que supone que hay moralidades diferentes, y que dentro de estas moralidades diferentes hay algunas que son más o menos funcionales que otras según el sistema social que se tiene y que debería tenerse.

Ahora bien, según Kohlberg (1992, pp. 185 y 186), la secuencia de un estadio moral a otro es paralela —de manera formal— con el desarrollo de la personalidad, que a su vez se encuentra relacionado con los estadios de razonamiento lógico trabajados, como ya dije, por Piaget (1987, pp. 9-90; 1999, pp. 133-170). Así, para Kohlberg (1992, p. 187), hay tres niveles y seis estadios del desarrollo moral. El autor sugiere que para entender los seis estadios del desarrollo moral es preciso empezar por explicar los tres niveles, por lo que tendré en cuenta dicha recomendación.

El primer nivel es el preconvencional, que en el desarrollo personal hace referencia a los niños menores de nueve años, a algunos adolescentes y a muchos adolescentes y adultos delincuentes. El segundo nivel es el convencional que, como su nombre lo indica, es aquel que se refiere a la mayoría de los adolescentes y a los adultos de nuestra sociedad, llena de costumbres y convenciones aceptadas como válidas explícita o implícitamente por los agentes. El tercer nivel es el postconvencional, el cual alcanza a algunos adultos mayores de veinte años (Kolhberg, 1992, p. 187), justo cuando termina por desarrollarse la corteza prefrontal,19 responsable de la toma de decisiones inhibitorias, incluso las morales, que permiten la sociabilidad adecuada del sujeto (Damasio, 2000) (Rubia, 2004)y (Pimienta, 2004).

Ahora bien, los seis estadios morales están reunidos en estos tres niveles ya descritos, a saber: en el nivel I preconvencional se hallan los estadios 1 y 2; en el nivel II convencional, los estadios 3 y 4, y en el nivel III postconvencional se encuentran los estadios 5 y 6.

Dicho esto, se hace más sencillo dar paso al abordaje de cada uno de estos seis estadios de desarrollo moral.

El estadio 1 es denominado “moralidad heterónoma” u “orientación al castigo y a la obediencia” (Kohlberg, 1989, p. 20), en donde lo que lo bueno/justo se encuentra condicionado a no romper las normas para así evitar el castigo, con lo que el factor determinante de la acción moral es el miedo a la sanción.

El estadio 2 es conocido como “individualismo, finalidad instrumental e intercambio”, donde se da una “orientación instrumental relativista” (Kohlberg, 1989, p. 20), y aquí la acción moral se da por el interés de satisfacer las necesidades propias dejando que los demás hagan lo mismo, considerando esto un intercambio justo de intereses; dicho con otras palabras, la acción moral se hace en tanto es útil al agente, aunque ocasionalmente pueda ser beneficiosa para otros, pero como efecto colateral.

El estadio 3, ya en el nivel convencional, lo considerado como bueno/justo está ligado a las expectativas interpersonales y de conformidad o concordancia interpersonal (Kohlberg, 1989, p. 21): se vive de acuerdo con lo que la gente alrededor espera de uno. Aquí, el hecho de ser bueno/justo implica preocuparse por los demás manteniendo relaciones de gratitud, confianza y lealtad; esto es, complacer a los otros con miras a obtener su aprobación, adoptándose al comportamiento de la mayoría.

El estadio 4 es conocido como “sistema social y conciencia”, con una clara orientación a la ley y al orden (Kohlberg, 1989, p. 21), en donde se debe cumplir siempre con las obligaciones dadas por la autoridad preestablecida, y la norma se debe cumplir hasta en casos extremos, pues así se garantiza el orden social. En este estadio, para el agente es fundamental la figura de la institución como un todo que (se cree) evita el colapso del sistema, por un lado, y el axioma moral del cumplimiento del deber como imperativo que se justifica a sí mismo, por el otro.

El estadio 5, ya en nivel posconvencional, es llamado “contrato social o utilidad y derechos individuales”, “autónomo” o de “principios”: aquí se es consciente de que cada sociedad mantiene una estructura relativa de valores consensuados (pero se puede reconocer socialmente que hay valores y derechos no relativos, como la vida y la libertad), donde los actos considerados como morales evidencian una “orientación legalista, de contrato social” (Kohlberg, 1989, p. 21). El agente reconoce la diferencia de opiniones en torno a los valores, por lo que para llegar a acuerdos morales de lo bueno/justo se acoge a reglas procedimentales que permiten generar consensos relativos que pueden mudar si las circunstancias lo exigen, e igualmente legitima que por fuera de lo legal se generen obligaciones por acuerdos libres fruto de los procedimientos previamente aceptados (Kohlberg, 1989, p. 21).

Y, finalmente, el estadio 6 es llamado “principios éticos universales”, que tanta atención le mereció a Habermas (1991). Aquí, los principios éticos son escogidos por el individuo, pero en concordancia con leyes consideradas como universalmente válidas, porque se basan en principios tomados igualmente como universales, tales como la igualdad, la dignidad y los derechos de los seres humanos (Kohlberg, 1992, pp. 188 y 189); estos actos evidencian una “orientación de principios éticos universales” en la cual el agente define la idea del bien conforme a máximas éticas de carácter abstracto que él escoge fundándose tanto en la comprensión lógica como en la universabilidad y en la consistencia de tales axiomas. No se trata, pues, de mandatos concretos, sino de “principios universales de la justicia, reciprocidad, igualdad de derechos humanos y de respeto por la dignidad de los seres humanos como personas individuales” (Kohlberg, 1989, p. 21).20 Obviamente, es a este nivel posconvencional donde se dirigen las mayores críticas, primero por el sesgo kantiano que hay en Kolhberg y, segundo, porque parecería que las personas (y las organizaciones, como lo diremos luego) que logran llegar al estadio seis terminarían anquilosadas, como una especie de “fin de la historia”. Frente a la primera crítica ya he dado mi opinión positiva; no obstante, frente a la segunda, es claramente infundada, porque continuamente hay nuevos individuos que inician su proceso de desarrollo moral, y los que han logrado un nivel muy alto, por circunstancias significativas, pueden devolverse a estadios anteriores, de manera que quien está en un estadio superior debe esforzarse por mantenerse en él mismo, máxime que los dilemas morales cambian todos los días. En otras palabras, este esquema no plantea estancos inamovibles, sino que está siempre con elementos en continuo movimiento y gasto energético.

¿A qué va todo esto? A que cada una de las etapas se corresponde con un modelo de sociedad determinado. Dicho con otras palabras, a partir de este modelo, propongo, por extensión, referir esos niveles al análisis de grupos humanos, y ya no sólo de individuos, algo que podríamos llamar niveles sociomorales. Entonces, en las sociedades y en las organizaciones sociales donde predominan comportamientos preconvencionales, podríamos decir que están en un nivel sociomoral preconvencional (que es lo mismo que decir que la moral preconvencional es la más funcional —o acoplada— a la sociedad preconvencional, y viceversa), y así sucesivamente con todos los demás niveles.

Ya habiendo tomado como base el modelo de Kohlberg, pero aceptando que la razón no es, ni puede ser, la única variable en la decisión moral, ya puedo volver sobre el tema que nos ocupa: la crisis moral. Ya la había definido como el desacople fruto de la sensación generalizada de comparar la sociedad-moral-derecho-etcétera, que se tiene con la sociedad-moral-derecho-etcétera, que se quiere. Y esta sensación de crisis suele ser prerrequisito para cambios cualitativos en el cambio de un nivel sociomoral a otro.

Ahora, como lo insinué en el párrafo anterior, si queremos ser más complejos en lo que atañe a la crisis, a la vez que más precisos, habría que agregar otras variables que igualmente deben acoplarse para que un cambio moral sea exitoso en el campo social. Es que una sociedad acoplada relativamente bien (funcional), pero no por ello deja de padecer un grado manejable de malestar moral, es aquella donde se acoplan, por lo menos, el sistema moral (a pesar de que en la actualidad ha perdido parte de su capacidad de constreñimiento en la conciencia de los agentes), el sistema jurídico (que llena, paulatinamente, los espacios dejados por la moral como motor de constreñimiento de la conciencia), el sistema económico, el sistema político y, como conclusión, el sistema social, como conjunto que abarca, alimenta y es alimentado por los sistemas anteriores.

El desacople no sólo sucede entre la moral funcional y la sociedad real, sino que además involucra la moral deseada y la sociedad ideal, y a otros sistemas normativos, funcionales-reales o deseados-ideales, como el derecho, a la vez que, con otros subsistemas sociales, como la economía y la política. Así las cosas, preguntar por la relación realmente existente entre la moral y el derecho en una sociedad determinada implica partir de que dicha relación es parte de otras más complejas, y que igualmente son relevantes para comprender a aquélla.

Pasemos al ejemplo. Vamos a suponer convencionalmente, basados en Kohlberg, que hay inicialmente seis formas morales, y que cada una de ellas corresponde a una forma jurídica y a una forma social (dejemos de lado, para que el ejemplo se desenvuelva más rápidamente, lo económico y lo político). Obviamente, la realidad de las posibilidades combinatorias es mucho más grande, pero podemos perfectamente aceptar que son seis etapas morales inicialmente y, por tanto, seis etapas sociales, a la vez que seis etapas jurídicas. El asunto, generalizando en el caso latinoamericano, y que expondré más adelante, es que, siguiendo la clasificación antes dicha, al parecer estamos, generalizando, en un desarrollo moral que va desde la etapa dos a la cuatro, y en algunos casos, hasta la cinco. Esto no implica que no se presenten individuos y grupos en las etapas 1 y 6; pero no son predominantes dichas acciones en el conjunto social.

En estas etapas (de la 2 a la 4) predomina un agente-moral-tipo, que suele llamarse como free rider.21En otros términos, el desarrollo moral que solemos ver, o que nos piden que veamos cuando nos hablan de crisis moral en la sociedad y en el derecho, es, por ejemplo, el del agente-tipo free rider, quien es aquel que (i) se comporta de forma estratégica-utilitarista según sus propios intereses, por lo que la norma (moral o jurídica) sólo es exigida si reporta un derecho al agente y fácilmente ignorada en lo que atañe al deber, a menos que el propio agente considere que cumplir el deber le implica un beneficio personal superior a no cumplirlo; (ii) no teme en aprovecharse del trabajo de otros, y (iii) al momento de expresar una opinión moral suele hacerlo para buscar el asentimiento —e, incluso, la admiración— del auditorio general, del que se nutre por demás, por lo que puede pasar de conservador a “políticamente correcto” en sus juicios morales según el auditorio, aunque podríamos decir que, generalizando, es drástico en sus juicios frente a las acciones de otros y se autojustifica con facilidad frente a sus propias acciones, características que me recuerdan lo escrito por Zuleta sobre el típico agente latinoamericano inmoral, pero moralista:

Hay que observar con cuánta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida personal y colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad lógica; es decir el empleo de un método explicativo completamente diferente cuando se trata de dar cuenta de los problemas, los fracasos y los errores propios y los del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él. En el caso del otro aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una manifestación de su ser más profundo; en nuestro caso aplicamos el circunstancialismo, de manera que aún los mismos fenómenos se explican por las circunstancias adversas, por alguna desgraciada coyuntura. Él es así; yo me vi obligado. Él cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar este resultado. El discurso del otro no es más que un síntoma de sus particularidades, de su raza, de su sexo, de su neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una simple constatación de los hechos y una deducción lógica de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los resultados (Zuleta, 2017, pp. 20 y 21).

Por tanto, en este tipo de agente es común que el juicio moral se limite a juzgar severamente al otro más que a sí mismo, pues la autojustificación es más fuerte que la heterojustificación, esta última propia de la empatía. Y este agente es el que más ha llamado la atención en los señalamientos de crisis moral en la sociedad y en el derecho, que tanto abundan en la actualidad en el contexto latinoamericano,22 en especial en lo que atañe a la corrupción, que es, para muchos, el principal problema moral de la región.

Concluyendo este apartado, quien siente que hay una crisis moral, más allá del malestar moral, es porque se siente, individual o colectivamente, afectado fuertemente por el desacople producto de comparar lo que se tiene (preeminencia de niveles preconvencionales con la presencia de agentes free riders) con lo que se quiere (preeminencia de niveles convencionales o posconvencionales con otro tipo de agentes morales). Este desacople sentido es lo que denomino crisis, que es, reitero, en buena medida diferente al concepto de malestar antes visto. Sin embargo, hay que ir muy despacio, pues el agente free rider suele expresar la presencia de crisis, en tanto esto lo posiciona ante ciertos auditorios, sin que realmente se sienta afectado; antes bien, podría decirse que se siente a gusto o acoplado con lo que denuncia.

Y finalmente, la crisis moral, la que es efectivamente sentida como tal, es importante para la adaptación social y el desarrollo moral, pues suele ser propiciadora de un salto a niveles sociomorales superiores.

III. ¿El desarrollo moral es una utopía?

Para este apartado inicio con las siguientes preguntas: si son tantas las variables que deben desacoplarse y acoplarse de nuevo para que se produzca un cambio moral hacia una etapa o nivel considerado como superior, ¿significa esto que dicho cambio es prácticamente imposible y, por tanto, el desarrollo moral es una utopía? Además, ¿por qué un desarrollo moral si toda sociedad está relativamente acoplada con su sistema normativo que le es funcional?

A pesar de lo complejo de los elementos en juego y de que se pongan en relación acoplativa, el conjunto sociocultural, por su propia dinámica, suele lograr acoples entre ellos, pues de lo contrario el sistema mismo se vería en entredicho. Pero este acople nunca es definitivo, pues esto también liquidaría al sistema social al impedirle el cambio. El acople siempre es relativo o transitorio, dinámico, si se quiere. Claro está que este acople dinámico que se produce no significa que guste a todos los agentes sociales, pues, como ya se dijo, es común que un agente sienta el malestar moral propio de su cultura a la vez que considere que lo que existe no es lo que debería existir moral, jurídica, económica y políticamente, de manera tal que en momentos de generalización de la sensación fuerte de crisis moral se perciba un desacople ideal entre lo que se tiene con lo que se quiere, aunque haya un acople funcional entre el sistema sociocultural y los sistemas normativos reales.

Incluso, en el caso antes descrito del agente-tipo free rider, estamos ante un acople sistémico real y funcional, pero para ciertos niveles del desarrollo sociomoral: en las fronteras entre las etapas preconvencional y convencional, dicho agente está cómodo, aunque se manifieste como inconforme más allá del malestar que es propio a la cultura, pues está funcionalmente acoplado al sistema real. En este sentido, no hay crisis si describimos cómo está funcionando la realidad que vemos, pero sí la hay si valoramos más cómo debería funcionar dicha realidad a cómo realmente funciona. A esto último, si es fuerte y generalizado, es a lo que me he estado refiriendo como crisis.

Pero ya aclarado que es posible pasar de un modelo moral a uno que se considere mejor, para reproducir así un sistema social considerado como superior viene una pregunta de muy difícil respuesta: ¿existe una obligación del desarrollo moral? Responder esta pregunta es muy complejo, porque entre los que han dado alguna respuesta positiva suelen encontrarse los defensores de sistemas represivos y totalitarios que, paradójicamente, estarían en estadios inferiores del desarrollo sociomoral. En otras palabras, debo (debemos) ser cautelosos con los argumentos, puesto que, repito, actores perversos han intentado justificar sus acciones crueles (claramente clasificables en los niveles más inferiores de una escala moral) en que con ellas propician el progreso moral del individuo y de la comunidad.23

Teniendo en cuenta lo anterior, exploremos algunas posibles respuestas. La primera, es que la mayoría de los sistemas democráticos contemporáneos consagran mandatos jurídicos que permiten concluir que hay una obligación (por lo menos desde el derecho internacional y constitucional) de ser mejores moralmente, lo que se lograría si pasamos del egoísmo preconvencional al reconocimiento de pautas posconvencionales de conducta. Esto en virtud de que el derecho, especialmente el internacional y el constitucional, en dichos sistemas, suele consagrar políticas públicas, principios morales y reglas jurídicas de cómo debe ser la sociedad, para lo cual contemplan amplias declaraciones de derechos humanos y mecanismos para el respeto de esos derechos, todo con el fin de permitir una convivencia pacífica y justa (Buchanan, 2013), asunto que suele denominarse pretensión de corrección (Alexy, 2003). Pero esto supondría algunos serios problemas: 1) que el desarrollo moral sería fruto de un imperativo jurídico (internacional o constitucional), con lo cual se tendría que la norma básica de (el desarrollo de) la moral sería el derecho, lo cual conduce a no pocos problemas teóricos; 2) que esto podría ser una forma solapada de la tesis del “perfeccionismo moral” que tanto criticó Nino, ya citado, tesis que justificaría, para consolidar un supuesto progreso moral, interferir en la autonomía de los individuos y de las comunidades más allá de las exigencias propias de la convivencia social, salvo que la propia Constitución contemple suficientes salvaguardas para que tal cosa no ocurra, y 3) que esta posible respuesta regiría sólo para ciertos sistemas jurídico-políticos: los democrático-contemporáneos, donde se inscribe esta pretensión de corrección.

La segunda, ya desde el campo moral, señalaría que una respuesta positiva a la pregunta nos lleva a una contradicción lógica: si hay una obligación moral para el desarrollo moral, estamos entonces ante una petición de principio, pues la norma básica del sistema normativo moral sería la propia moral. Esto sería el caso de considerar que hay una especie de norma moral de corrección (de mejoramiento), que impone que la moral debe corregirse (mejorarse) continuamente. En ese caso, ¿cuál sería el soporte de esa norma moral que ordena un progreso moral? A lo que sumarían las críticas propias del iuspositivismo analítico al neoconstitucionalismo alexiano que consagra algo muy similar para el derecho: si el derecho (o la moral para el caso que propongo) tiene implícito una norma de corrección, entonces no es posible encontrar un sistema jurídico que no se autocorrige o un sistema jurídico en retroceso, a menos que se considere que la norma de corrección es accidental, por lo cual no podría ser la base de sistema jurídico ni del mejoramiento que se evidencie.24

La tercera, más empirista o incluso consecuencialista, señalaría que al no tener un parámetro normativo que demuestre que existe un deber de mejorar moralmente, podría acudirse entonces a un criterio fáctico, por tanto, verificable, como podría ser, sin excluir otros, la funcionalidad y la utilidad de dicho mejoramiento. Toda sociedad tiene acoplada una moral que le es funcional. Pero si se quiere otro tipo de sociedad, se requerirá otra moral que le sea funcional a lo que se quiere. Y de comparar la sociedad que se tiene con la que se quiere se pueden enunciar ventajas y utilidades que reporta el mejoramiento sociomoral. En conclusión, esto termina por llevarnos a otras preguntas: ¿y qué sociedad se quiere y por qué se quiere otra sociedad? ¿Es una obligación querer esa otra sociedad? Y ¿por qué los parámetros comparativos de utilidad expuestos son realmente los mejores para una sociedad? A pesar de estas preguntas, que quedan abiertas, no faltan quienes han intentado demostrar, desde el utilitarismo y desde las teorías consecuencialistas de reglas,25 que las sociedades convencionales son mejores que las preconvencionales, y que las sociedades posconvencionales son mejores que las convencionales (como las teorías de la democracia deliberativa de Habermas o de la posición originaria de Rawls, por dar dos casos), acudiendo por ejemplo a parámetros de evaluación de utilidad social, de beneficios obtenidos y de ahorro de recursos. Por decir algo, muchos opinan que la democracia altamente desarrollada, con su correspondiente moral convencional, pero más aun con la posconvencional, sería mejor en tanto ella permite un tipo de sociedad donde los objetivos consensuados se pueden cumplir en menos tiempo, con menos recursos y con mayor aceptación (legitimidad) por parte de los agentes.26

La cuarta, puede ser que ese cambio a un nivel sociomoral mejor no es intencional, sino que es socialmente natural, no en el sentido de un derecho/moral natural y universal que se expresa en la historia indefectiblemente a través de los hombres, sino porque nuestra capacidad biológica y gregaria instalada, si se me permite decirlo de esta manera, así lo establece, de la misma forma en que un niño, con su moral preconvencional, se desarrolla a una adolescencia-adultez con su moral convencional. Empero, esta respuesta no es del todo satisfactoria, pues no sólo supone biologizar cambios sociales que no suceden indefectiblemente, negando por completo cualquier atisbo de voluntad y libertad en la agencia moral, como si esto fuera algo así como el crecimiento de los huesos, además de que conlleva el riesgo de considerar como anormalidad cancerígena sociedades u organizaciones que no están en el mismo camino o no andan a la misma velocidad de lo que se considera un desarrollo material normal o “natural”.

La quinta y última del listado enunciativo de respuestas está en quienes utilizan argumentos, si es que podemos llamarlos así, de cierre o de ruptura para afrontar esta pregunta: debemos mejorar moralmente porque sí, y punto. Pero esto no deja de ser más bien una falacia de autoridad o una creencia que se asume como dogma sin motivo alguno que lo justifique, aunque es una salida fácil a la aporía que puede significar la pregunta formulada.

Ahora, hay otras posibles respuestas pero debo confesar que no hay, ni tengo, una definitiva a la cuestión, en especial porque no se puede demostrar fehacientemente la existencia de un imperativo preexistente al agente que lo obligue al perfeccionismo moral, máxime que los que suelen defender la existencia de tal norma fácilmente terminan por atentar contra la autonomía de los individuos y de las comunidades, y porque una respuesta válida debería ser tan compleja, en tanto que sería la norma básica de un sistema altamente complejo, donde al mismo tiempo confluyen lo psicológico, lo sociocultural (con todos sus subsistemas) y lo normativo. Ante esta situación, acudo como salvavidas a una respuesta algo reduccionista, y que podría ser considerada como propia del modelo de decisión racional-emotiva, en el siguiente orden: 1) ¿es posible pasar de un orden sociomoral a otro? Sí. 2) La sensación generalizada de crisis moral ¿conlleva una búsqueda o, por lo menos, un deseo de una sociomoral superior? Sí, generalmente. 3) Entonces, en momentos de sentirse la crisis, ¿quiero o queremos un cambio de orden sociomoral a uno superior? A esto hay dos posibles respuestas: la primera es un “No necesariamente”, de lo que se deduce que no hay fundamento convencional que justifique el cambio; la segunda “Sí, necesariamente”, de lo que se colige que la obligación moral del cambio surge de una decisión (independientemente de dónde provenga) que, además, puede justificarse (mas no demostrarse) desde criterios de utilidad social, económica o política. A lo anterior se puede sumar otro punto: 4) según nuestro modelo jurídico ¿es un mandato jurídico, internacional y/o constitucional el mejoramiento moral? Sí, entonces procede, sólo para este caso, la búsqueda de un desarrollo moral.

IV. ¿Cómo desacoplar ese acople funcional para dar lugar a un desarrollo moral?

A la sazón, si hay acople funcional en la realidad, la crisis moral a la que tanto he aludido en este escrito es una invitación a provocar un desacople con lo que hay que motive el cambio moral; pero, sin dar más vueltas, ¿cómo desacoplar ese acople funcional para dar lugar a un desarrollo moral?

No se trata de dar vueltas, sino de reconocer la complejidad del tema para poderlo abordar sin reduccionismos que terminen por destruir, desde adentro, cualquier posible respuesta positiva al cambio sociomoral. Aquí puedo sentar un principio derivado de la complejidad del sistema: toda respuesta que considere que el sistema se moverá por modificar un (o unos pocos) elemento(s) del sistema, está errada. Ahora, si se encuentra un elemento del sistema que está en condiciones de modificar todo (o la mayor parte de) el sistema, se tiene que no estamos ante un elemento, sino ante una modelación del sistema mismo o un subsistema (integrado por varios elementos) que fue entendido erróneamente como un solo elemento, que tiene tanta fuerza sistémica que puede modificar al conjunto.

Una vez aclarado lo anterior, pensemos en dos escenarios. Uno es cuando se solicita un cambio social; pero todo cambio social debe estar aparejado a un cambio de sus sistemas normativos (lo moral y lo jurídico, especialmente), que son los que permiten la reproducción social,27 y de otros subsistemas, como lo económico y lo político; sin embargo, en este escenario muchos agentes en etapas preconvencionales y convencionales, los free rider, suelen estar conformes con el acople funcional existente a pesar de que: i) ellos mismos critiquen, externamente, el acople o la realidad que los rodea, y ii) todo sistema moral se siente insatisfecho consigo mismo y con lo que lo rodea (malestar moral). Esta acción de los agentes se suele llamar, moralmente, como “hipocresía”,28 o, desde la hermenéutica heideggeriana, como “habladuría” (Heidegger, 2014, §38). Pero esto es una forma de estar/ser en el mundo. En este primer escenario, la crisis, si es que la hay, no es propiciadora de un desarrollo moral.

Otro escenario es cuando ese cambio solicitado se percibe como necesario por (la mayor parte de) los agentes y hay una fuerza (interna y/o externa al sistema) que lo propicia, fuerza que va más allá de la mera adaptación, y que es tan fuerte que desestabiliza la hipocresía y la habladuría. En este segundo escenario, la percepción de crisis es propiciadora (condición sine qua non, pero no suficiente) de un desarrollo moral.

Entonces, esta pregunta sólo se puede responder desde el segundo escenario. El sistema (moral-jurídico-económico-político-social) puede modificarse, y, de hecho, se modifica continuamente más de lo que creemos. Pero esos cambios no significan que sean hacia el deseo de un agente o de algunos pocos agentes. Claro está que, como lo dijimos, hay cambios adaptativos, que no son cambios necesariamente hacia etapas superiores ni cambios sistémicos que modifican el rumbo de manera significativa, sino ligeras modificaciones que un sistema hace continuamente para adaptarse a las perturbaciones del entorno, modificaciones que se hacen para que el sistema no cambie en su estructura: se cambia para no cambiar.

Generalizando, los cambios sistémicos no adaptativos (cambios para cambiar) exigen una fuerza (interna y/o externa al mismo sistema) que active el motor reproductivo, pero se requiere que ese motor, una vez activado, mantenga la fuerza que propicie el cambio (esto es, la revisión autónoma o heterónoma de las conductas del agente y del propio conjunto para dirigirse hacia una dirección más o menos definida) y que anule las fuerzas contrarias (cambios para no cambiar) que intentan reconducir al sistema más o menos a lo que era antes. No es una relación simple y cronológica de causa-efecto, sino una correspondencia continua de fuerzas activas y reactivas que se encuentran para fortalecerse o anularse, total o parcialmente.

En el pasado, había instituciones y organizaciones que lograron tal fuerza, que por sí solas pudieron dirigir estos cambios a ciertos fines (otra cosa es si los alcanzaron o no, o si nos gustan o no), como lo fue, por dar un caso, la tensión Iglesia-principado en el medievo.29 Ya en la modernidad, el Estado se perfiló como una fuerza similar; pero vemos que en la actualidad esa fuerza (la estatal) ha perdido capacidad ante otras fuerzas que la han sobrepasado, como algunas económicas (v. gr. el mercado y el capital)30 y políticas (ejemplo, la corrupción en los países latinoamericanos). Pero estos ejemplos, dados de forma enunciativa, ponen en evidencia que la fuerza para un progreso moral debe ser significativa, pues son muchas las resistencias que deben ser vencidas.

En este contexto es que algunos creen que el individuo, normativizándose a sí mismo, podría propiciar estos cambios sistémicos (Kant, por ejemplo, con el imperativo categórico),31 pero acciones así son características de una sociomoral posconvencional, que sería el ideal para muchos psicosociólogos, lo que supone algo como lo siguiente: para propiciar el cambio moral debo comportarme como se comportaría el que ya cambió moralmente, lo cual tiene algún sentido desde las reglas de la experiencia, pero, desde una visión analítica, no deja de sonar como aquella metáfora de la autorrefencialidad presente en la divertida anécdota del barón de Münchhausen, quien tira de sí mismo para salir de un pantano, metáfora que da cuenta de los círculos viciosos:

En otra ocasión quise saltar un pantano, y al encontrarme a la mitad del trayecto me pareció que era demasiado crecido, y cuando no, más de lo que yo creyera. Sin perder tiempo, volví grupa sin acortar el impulso, y fui a caer en la misma orilla que acababa de abandonar. No queriendo renunciar al salto tomé mayor carrera; mas también esta vez me equivoqué y caí en el lago, en el cual me hundí hasta el cuello. Allí habría perecido indudablemente si, agarrándome por los cabellos, no me hubiese sacado, juntamente con mi corcel, al que estrechaba fuertemente entre las piernas (Raspe, 1927, p. 60).

Otros consideran, sin negar por ello la respuesta anterior, que si la sociedad civil delibera consigo misma y con la sociedad política, podría dar lugar a esa fuerza sistémica requerida para el mejoramiento moral (es el caso de Habermas con su democracia deliberativa). Y hay muchas otras propuestas (Rawls, Dworkin, Nussbaum, etcétera), pero todas destinadas al mismo fin: el salto cualitativo, como cambio sistémico, de los sistemas normativos, como el moral, y el sistema social en general.

Pero lo que quiero denotar es que esa fuerza debe ser significativa sistémicamente hablando, y las respuestas reduccionistas, como ya dije, no son viables. Por analizar un caso, ha sido una prédica común pontificar que con clases (asignaturas) de ética se podrán propiciar cambios morales-jurídicos-sociales significativos, lo que es, a lo sumo, insuficiente, por no decir que ingenuo. Y no sólo porque una clase (asignatura) no aporta per se una fuerza significativa de cambio (otra cosa es que sea una estrategia que, si se articula con muchas otras acciones dentro y fuera de la educación formal, podría dar lugar, tal vez, a una fuerza social significativa), sino porque se está confundiendo las capacidades (o potencialidades en terminología aristotélica) de la educación institucional formal.32 Una asignatura, dentro de nuestro paradigma educativo, debe volver cognoscible y evaluable su objeto de estudio (de aquí que la mayoría de asignaturas de ética terminan siendo cursos sobre las teorías de ciertos filósofos), y la moral, si bien puede ser cognoscible como teoría (lo que daría lugar a una de las acepciones de ética de las que se partió en un inicio), no basa tanto su fuerza en ello, en la racionalidad con la que sea estudiada, sino más bien en los sentimientos, en las pasiones y en la pertenencia que ella (nos) genera, y por la cual dicha moral constriñe la conducta, cosa que nos recuerda a tantos filósofos (bastaría con citar a Smith, Hume y Nussbaum,33 entre muchos otros), psicólogos (como el propio Kohlberg)34 y neurocientíficos (como Haidt).35 Añado que, si las asignaturas de ética lograran mejores comportamientos morales de los estudiantes, esto sería particularmente cierto si los profesores de ética fueran individuos mejores moralmente que sus colegas, para que además de formar éticamente con los contenidos del curso formaran, además, con el ejemplo;36 sin embargo, hay trabajos empíricos que ponen en duda que la condición de profesor de filosofía en general, o de ética en especial, mejora el comportamiento moral de dicho agente (Schwitzgebel y Rust, 2014) y (Schönegger y Wagner, 2019).

Entonces, esta creencia (de que conocer la ética implica ser mejor agente moral) es similar, aunque no igual, a la que considera que por saber la norma (cosa que nuestro sistema educativo puede más o menos garantizar) la cumpliré, asunto que no funciona, por ejemplo, con el corrupto ni con la corrupción organizacional,37 quienes suelen especializarse tanto que conocen a la perfección la normativa al respecto, pues esto es un prerrequisito para incumplirla (Botero, 2004). Incluso, por todo lo anterior, me atrevo a pensar que se aportaría un poco más al desarrollo moral del derecho disminuyendo el número de facultades de derecho y de estudiantes de jurisprudencia (que hoy día es excesivo),38 que implementado en tantas facultades la materia de ética.

Otra dificultad radica en la creencia, comúnmente acepada gracias a una historia educativa que no podré aquí detallar, de que la formación integral (y, por tanto, una formación en moral) es responsabilidad única o especialmente de una organización social: la educativo institucional (escuelas, colegios, liceos, universidades, etcétera, para hablar claro). Obviamente, las instituciones brindan ámbitos formativos, incluyendo lo moral; pero al ser sólo una parte del sistema, no son los únicos que lo hacen, y, ya es hora de decirlo, en algunos contextos no son los más relevantes para el agente en su proceso de formación moral. Súmese que para que las instituciones formales educativas puedan brindar formación moral que suponga un crecimiento efectivo y significativo en las etapas de desarrollo moral deben recibir y propiciar una cantidad tal de fuerzas (v. gr. recibir recursos reales) que puedan apalancar el cambio deseado y volver la ética, por lo menos, una preocupación transversal al currículo [que es un concepto que va más allá de la mera malla de asignaturas y de los documentos oficiales de educación (Torres, 1998)]. Pero, en nuestra realidad, los recursos educativos son muy limitados, entre otras cosas por las ideologías de gobierno, lo que no le obsta a este último, hipócritamente, de exigirle a la educación formal-institucional que dé lo que no puede dar con lo que tiene. Así, la respuesta de cambiar el sistema moral-jurídico-social con clases (asignaturas) de ética en los planes de estudio o de responsabilizar de nuestra crisis a un conjunto como el educativo formal-institucional cuando no se le dan los recursos sistémicos para que pueda apalancar un cambio moral significativo es un acto ingenuo o, incluso, en algunos, una respuesta propia de un free rider, el cual, como dijimos, suele ser duro en sus juicios externos, aunque internamente está acoplado a lo que critica, lo que lo lleva a autojustificarse con facilidad.

Reitero, para evitar malentendidos, que no rechazo las instituciones educativas ni menosprecio la enseñanza que ofrecen y que pueden ofrecer, sólo que hay que evaluar sus posibilidades reales, con los medios de que disponen, para producir cambios sistémicos, como los que se exigen para pasar de una etapa a otra en el modelo antes visto de Kolhberg con las correcciones ya hechas. Tal vez, si esta apuesta de modificar el sistema educativo institucional formal se articulara con muchas otras estrategias, se reunirían las fuerzas necesarias para el salto deseado ante la crisis; pero el sistema educativo, tal cual como hoy se tiene, por sí solo, no es causa suficiente (incluso, en muchos casos ni siquiera necesaria) para el cambio deseado a un nivel o estadio superior.

V. A modo de conclusión: así las cosas, ¿sólo queda el desconsuelo y la pasividad?

Supongamos que el panorama es desconsolador, aunque no lo creo. Pero con ánimos de discusión, digamos que sí. En este caso, el desconsuelo puede ser negativo [propio de la “caída” y de la “habladuría”, según Heidegger (2014, § 38)] o positivo (en tanto que al ser destructor propicia lo reparador). Aquí, estamos ante uno positivo. Es que toda propuesta de cambio debe partir, para aumentar la fuerza de la misma propuesta, de reconocer que las cosas no funcionan bien. En este sentido, los cambios no se alcanzarían sin pesimismos iniciales. Más peligrosos pueden ser los optimistas, pues al considerar que todo va bien, terminan por relajar al agente y al sistema en sus intenciones de cambio en caso de sentirse en crisis más allá del malestar.

Pero, como dije, el panorama no es desolador, por lo menos no en su sentido nihilista-negativo, en tanto que el primer paso de un cambio sistémico consiste en reconocer la complejidad real del modelo que se desea reencauzar. Por tanto, las propuestas deben ser lo más complejas (pero no complicadas) posibles atendiendo la misma complejidad del sistema que se desea cambiar. Un ejemplo de lo anterior es reconocer que las personas y los grupos en una misma sociedad tienen niveles de desarrollo moral diferentes, aunque predomine cuantitativamente un nivel sobre otros, por lo que las medidas deben ser, en la misma manera, diferenciadas según el destinatario. Entre más bajo sea el desarrollo moral, más deberían fortalecerse los sistemas de coacción (que no es sólo jurídica), pues el miedo —que no es terror—, guste o no, ha sido motor de comportamiento en las etapas iniciales del desarrollo moral, cosa que une a Hobbes con Olivecrona, pasando por el conductismo, al momento de plantearse cómo operan en la realidad las organizaciones de gobierno; otra cosa es hacia dónde se quiere dirigir el comportamiento a partir de infundir miedo al castigo, lo que implicaría hablar del desarrollo moral de quienes ejercen el miedo, que no es cosa menor. En este último caso, los agentes preconvencionales pueden estar en el mismo órgano que ejerce el miedo, lo que implicaría, para poder obtener un desarrollo moral, que los que ejercen el miedo tengan miedo a las consecuencias de ejercerlo para fines diferentes al desarrollo moral.

Justo aquí aparece uno de los muchos puntos de conexión entre los dos sistemas normativos más importantes: el derecho se enfoca fundamentalmente, pero no exclusivamente, sobre los agentes morales preconvencionales y sobre los agentes que se ubican en el primer estadio del nivel convencional, para motivar o inhibir conductas, mediante i) la amenaza de una violencia institucional o la promesa de un premio, y ii) la aplicación de la violencia previamente amenazada o de la promesa anunciada. El derecho, junto con otros medios sistémicos (como la educación), coadyuva así a la moral en lo que atañe a la coacción o a la promoción como forma del desarrollo moral. Dicho con otras palabras, la coacción y la promoción jurídica eficaz y prolongada (que se vuelve hábito) puede ayudar a que agentes morales en los estadios 1, 2 y 3 pasen a estadios y niveles superiores siempre y cuando los que crean y aplican la violencia institucional o las promesas sean agentes morales en niveles superiores, o, por lo menos, le tengan miedo a actuar de forma diferente a la que deberían actuar para propiciar el desarrollo sociomoral.

Esto me lleva a plantear que ciertos ideales han logrado vender socialmente la idea de que toda violencia es un mal absoluto para el conjunto. Por esto, muchos analistas, para evitar censuras innecesarias, han intentado diferenciar la violencia-terror (que destruye el sistema social que se tiene o el que se quiere) de la fuerza-miedo (que sería la que permite el sistema social que se tiene o el que se quiere).39 De allí que muchos sociólogos consideren la acción del Estado como fuerza, y la de los particulares que se le oponen indebidamente, como violencia. Así, la fuerza es buena, y la violencia, mala. Sin embargo, esta clasificación, desde una reflexión como la que propongo, se vuelve innecesaria, por no decir que falaz. Entonces, hay amenazas de violencia y violencias que el sistema normativo (derecho y moral) introducen al sistema social esperando con ello disminuir o reencauzar otras violencias que se consideran más perniciosas.40 A lo anterior podría llamarse bioderecho y biomoral, según el caso. Pero el término “bioderecho” ya ha sido ocupado por los que trabajan la bioética en lo jurídico, por lo que podría denominarse mejor, siguiendo a Narváez, como vitalismo jurídico o moral, según el caso (Narvaéz, 2017, pp. 93-100). Claro está que la experiencia nos señala que es posible que los sistemas normativos introduzcan violencias que no reducen el balance general de violencia, antes bien, que la incrementan: violencia normativa que incrementa la violencia destructora de las interacciones sociales, incluso de las que pueden ser aceptadas como vitales y necesarias. Esto es lo que podría llamarse como necroderecho o necromoral, según el caso, siguiendo de nuevo al texto de Narváez (2017) ya citado.

Pero fuera del vitalismo jurídico o moral, y del necroderecho o necromoral, es importante reconocer que todo sistema normativo tiene aparejado como su principal instrumento de penetración y provocador o inhibidor de conductas la amenaza y, si no funciona, la violencia. Bueno, esto último, si el sistema normativo es eficaz.

Ahora bien, entre más alto es el desarrollo moral de un agente o de una organización, más deberían fortalecerse los sistemas de autocontrol y autonomía normativa por medio de la formación en deliberación, argumentación, dialéctica y retórica, aceptando así que la sociedad es dinámica, y la acción de los agentes con niveles morales óptimos (que se forman no sólo en el sistema institucional educativo) inducen, con su autonomía, a cambios significativos en sus microcontextos, y, algo más difuso, pero no imposible, en el macrocontexto, especialmente si se unen esas acciones individuales en una misma o similar dirección, logrando de esta forma una concentración de fuerzas que adquiere, por tanto, la potencialidad de modificar el sistema.

De allí que para ciertos subsistemas y personas, las respuestas que pugnan por el cambio a partir de ciertas acciones individuales (como el imperativo categórico, la ironía contra el hipócrita,41 la aperturidad al otro, la posición originaria, etcétera) siguen estando sobre la mesa con fuerza, sin ser las únicas, claro está. Pero en todo caso, en cualquier estadio moral, aunque lo que sigue lo entenderían mejor quienes están en estadios posconvencionales, puede concretarse en la siguiente afirmación: cambia y tu entorno inmediato cambiará en similar medida; lo que está en sintonía con algo ya visto, aunque suene ilógico: para propiciar el cambio moral debo comportarme como se comportaría el que ya cambió moralmente. Y esa acción individual podría estar enfocada, también, al progreso moral social, apoyando en lo posible los discursos que pueden aglutinar las fuerzas necesarias para reencauzar (corregir) un sistema atiborrado, como el nuestro, de free riders, quienes son, en últimas, para el caso latinoamericano, la principal amenaza y el mayor obstáculo para un desarrollo sociomoral.

En cierto sentido, el gran reto sistémico (que va mucho más allá de meras respuestas que apuntan a mutar uno o dos elementos del conjunto) para los países latinoamericanos es la superación del modelo dominante de agente moral que tenemos: el free riders. Pero, atención, es algo propio de un free riders creer que el free riders es el otro. De allí que una acción urgente para propiciar un cambio social que atienda la crisis moral percibida es la denuncia y la superación del free riders, empezando por el que está dentro de mí (lo que nos lleva de nuevo al modelo de cambio para que todos cambien), para seguir con el entorno.

En fin, ya habrá que analizar otras posibles respuestas, acciones diferentes a la indicada anteriormente, pero creo que he brindado un marco de comprensión crítica de los modelos en boga, el cual permitiría al agente que predique el cambio no caer en la ingenuidad.

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Notas
* Artículo recibido el 22 de octubre de 2020 y aceptado para su publicación el 17 de agosto de 2021.
** Abogado y filósofo. Doctor en derecho por la Universidad de Buenos Aires (Argentina) y doctor en derecho por la Universidad de Huelva (España). Profesor titular de la Escuela de Filosofía de la Universidad Industrial de Santander (UIS). Miembro del grupo de investigación Politeia de la UIS. Número Orcid: http://orcid.org/0000-0002-2609-0265. Scopus author id: 55604950500. Correo electrónico: aboterob@uis.edu.co.
Este escrito desarrolla y explica algunas ideas expuestas someramente en un texto anterior: (Botero, 2018). El presente trabajo es resultado del proyecto de investigación institucional 2808, financiado por la Universidad Industrial de Santander (Colombia).
Este escrito sigue la metodología de investigación documental-bibliográfica, lo que supuso un trabajo de rastreo de literatura espe-cializada privilegiando aquellos trabajos con alguna verificación empírica y científica de sus resultados.
Agradezco a la profesora Silvia Esparza (UNAD) sus comentarios y sugerencias al presente texto.
1 Aspecto bien analizado desde la historia, en forma crítica, por Prodi (2000).
2 Habermas acude al ejemplo de la juridificación (Verrechtlichung) de los ámbitos de acción estructurados comunicativamente para desarrollar la tesis de la colonización interna del mundo de la vida (Habermas, 1987, pp. 502-527). Sobre el concepto de juridificación, véase Blichner y Molander (2008, pp. 36-54). La juridificación del mundo de la vida también es conocida como “publización” según Botero et al. (2005, pp. 39-53).
3 Claro está que, para Habermas, hay una salida a la colonización por parte del derecho, y es mediante una repotencialización de la deliberación y, así, de la democracia, con miras a volver legítimo el derecho positivo. Por su parte, para Prodi, el paulatino desplazamiento de la moral como foro equilibrador del derecho ha conllevado a un crecimiento inusitado del foro jurídico (Prodi, 2000, pp. 480-482) (Prodi, 2017, p. 15).
4 Para Habermas, la “tensión entre facticidad y validez, entre legalidad y legitimidad, entre los ámbitos mundo-vitales y sistémicos sólo puede resolverse, en un mundo desencantado postindustrial, a través del derecho, exclusivamente” (Mejía, 1996, p. 34). En igual sentido Botero (2012, pp. 715-719).
5 Sintetizando, Kelsen consideró que la teoría jurídica debía ser pura, esto es, el punto de vista académico que mira al derecho vigente es el que debe ser puro (no moral, no económico, no político, no histórico, etcétera). Esto no supone la negación de elementos morales, económicos, políticos, históricos, etcétera, en las normas positivas, pero estos elementos no deben ser objeto de estudio de la ciencia del derecho, pero sí de otras ciencias, como la filosofía, la economía, la política, la historia, etcétera (Kelsen, 2005).
En el fondo, Kelsen defendió, como buen positivista científico, el modelo de la fragmentación científica de su época, que hoy está completamente revaluado por los nuevos paradigmas científicos que aluden al encuentro de las disciplinas. Véase Botero (2020, pp. 236 y 237).
6 “El sistema de inmunidad no protege la estructura, sino la autopoiesis, la autorreproducción cerrada del sistema. O, para decirlo con una distinción más antigua, se protege de la aniquilación por medio de la negación” (Luhmann, 1998, p. 336).
7 Diagnóstico del que parte Habermas (1998) para defender la democracia deliberativa: en las “sociedades simples” la moral es el principal motor de la cohesión social; en cambio, en las “sociedades complejas”, como la moral se atomiza, es necesario que el derecho asuma la función de la cohesión, pero eso sólo lo puede hacer si la norma jurídica es legítima, y sólo puede ser legítima si es fruto de la democracia deliberativa.
8 Por ejemplo, (Haidt, 2003) y (Haidt y Craig, 2004).
9 “Las emociones son el catalizador, y nos ayudan a explicar por qué no todo en el mundo es racional” (citando a Damasio) (Gazzaniga, 2010, p. 142).
10 Por lo que para algunos sería una variable falaz el libre albedrío si por tal entendemos pleno dominio de la mente sobre nuestra conducta (Caruso, 2015).
11 También: “El estado emocional produce una intuición moral, que puede impulsar a un individuo a actuar. El razonamiento sobre el juico o la acción viene después, cuando el cerebro busca una explicación racional para una reacción automática sobre la que no tiene ninguna pista” (Gazzaniga, 2010, p. 140).
12 Recordemos que para Kant la naturaleza está regida por leyes causales, en su mejor sentido newtoniano, mientras que la moralidad parte de leyes impuestas por el hombre en su mayoría de edad por fuera del mundo causal. De allí el famoso epitafio en la tumba de Kant: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y veneración siempre nuevas y crecientes, cuan mayor es la frecuencia y la persistencia con que reflexionamos en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí” (Kant, 2005, p. 190).
13 “los psiquiatras y neurocientíficos pueden describir un determinado estado mental o cerebral, pero no pueden decirnos (sin arbitrariedad) en qué momento se debe exonerar a alguien de una responsabilidad porque no tiene control suficiente de sus actos. La cuestión de la responsabilidad (como la de quién puede conducir un autobús escolar) es una decisión social. En términos neurocientíficos, nadie es más o menos responsable que otra persona de determinadas acciones. Formamos parte de un sistema determinista que algún día lograremos comprender plenamente en teoría. Pero la idea de la responsabilidad, constructo social que existe en las reglas de una sociedad, no existe en las estructuras neuronales del cerebro” (Gazzaniga, 2006, p. 112).
14 Si se me permite ser un poco reduccionista, pero con un afán noble (exponer con claridad una idea), podría decirse que las teorías sobre el fundamento de la moral se dividen en dos grandes grupos: los que sostienen que el fundamento de la moral es la “recta razón” que disciplina al cuerpo y sus emociones (aquí encontramos a los clásicos griegos y latinos, así como a Kant y seguidores), y los que defienden que el fundamento de la moral son “las emociones y las pasiones” (grupo liderado por D. Hume y A. Smith, y que hoy reivindica tanto Nussbaum, entre otros autores). Este último grupo es el que está tomando una gran fuerza en la filosofía contemporánea (Nussbaum, 1997).
15 Por ejemplo, Damasio, 1995, pp. 34-51 y pp. 127-164; 2011.
16 Cfr. (Gazzaniga, 2007). Según este autor, los cerebros son automáticos, pero las personas libres, puesto que la libertad depende de la interacción social, donde se juega el desarrollo moral al que vengo aludiendo en este escrito.
17 Glannon, para oponerse al reduccionismo causalista cerebral, defiende la idea holística en la relación mente-cerebro y una concepción compatibilista del libre albedrío y la responsabilidad moral (Glannon, 2011,p. 9). En similar sentido Brembs, (2011).
18 En conclusión, es válido hablar de desarrollo moral si se tiene en cuenta la interacción entre cerebro, emociones y sociedad (García, 2019).
19 Que se calcula culmina durante la tercera década de vida del individuo; es decir, a comienzos de la edad adulta (Rubia, 2004, p. 89) (Lozano y Ostrosky, 2011, p. 163).
20 Para ampliar esta información, sugiero contrastar con la fuente principal: Kohlberg (1992, pp. 188 y 189), tabla 2.1: “Los seis estadios morales” y Kohlberg (1989, pp. 20 y 21), tabla 1: “Definición de las etapas morales”. Este resumen de la teoría de Kohlberg no tiene mayores pretensiones. Es que esta teoría ha evolucionado con los años y no se ha mantenido estática en los significados y los alcances de cada etapa. Entonces, hice el resumen atendiendo lo básico en común y no los aspectos que han mutado, a partir de las obras ya reseñadas. Para este resumen también me fue útil el realizado por Martínez (2018, p. 104). Finalmente, para mayor profundidad al respecto, sugiero leer estos textos: Muñoz (2015) y Yánez et al. (2012).
21 También conocido en la teoría moral hispanohablante como “polizón” o “parásito”; pero estos términos, creo yo, conducen a más confusiones que claridades. Un estudio sobre la evolución del concepto: Tuck (2008). Más específico: Tuck, 1979. Un buen panorama de la cuestión lo ofrece Farieta (2015).
22 Agente que, por demás, es una de las principales causas de la cultura de la ineficacia material y eficacia simbólica del derecho colombiano (García, M., 2009a; 2009b; 2014).
23 Lo que nos remite a los argumentos escépticos de Nino, basados en Mill, sobre la existencia de una norma que obligue al perfeccionamiento moral, que, en caso de existir, atentaría contra la autonomía del individuo. Los que suelen defender tal tesis, del perfeccionismo, algunas veces están articulados con discursos totalitarios y crueles que reflejan estadios inferiores del desarrollo moral (Nino, 2007, pp. 420 y 421).
24 Esta es una de las críticas de Bulygin a la “pretensión de corrección del derecho” de Alexy. Véase la recopilación de este debate en Alexy (2001), pp. 41-51 y 85-93.
25 El “consecuencialismo de reglas” es un intento de reconciliar la ética basada en reglas con el consecuencialismo o utilitarismo. De la primera acepta que el comportamiento exige seguir unas reglas determinadas, pero, del segundo, acepta que dichas reglas deben ser elegidas de acuerdo con la medición de sus consecuencias o utilidad.
26 Aquí podría enunciar las decenas de trabajos que consideran la democracia, a pesar de sus problemas, como el mejor sistema posible (que es lo mismo que decir que el menos malo de los sistemas posibles). Empezando con el argumento aristotélico [“La democracia es la menos mala de las desviaciones, porque se desvía poco de la forma de la república” (Aristóteles, 1998, p. 341, Ética nicomaquea, VIII, 15)], sugiero dos obras sobre el beneficio de la democracia para las sociedades: 1) porque promueve la tolerancia y el pluralismo, lo que significa altos niveles de paz (convivencia) social (Kelsen, 2002); 2) porque la democracia, comparada con otras formas de gobierno, evita la crueldad del totalitarismo, permite el ejercicio de derechos, garantiza mejores niveles de libertad individual, aprueba que las personas gestionen y protejan sus intereses, otorga un nivel alto de autodeterminación, no impide la responsabilidad moral en tanto no la agota en la ley, es la que mejor posibilita el desarrollo humano multidimensional, otorga niveles aceptables de igualdad formal y material, disminuye las probabilidades de guerra internacional y de conflicto armado interno, y, finalmente, consolida la economía permitiendo un sistema más próspero (Dahl, 1999, pp. 55-72).
27 O, en términos de Luhmann, como sistema de inmunidad: “El sistema de derecho sirve al sistema social como sistema de inmunidad, lo cual no quiere decir que el derecho esté fundamentado sólo en esta razón” (Luhmann, Niklas, 1998,
p. 337).
28 Entendida por Hegel como saber lo que se debe hacer, pero se establece un doble criterio para que el agente se excluya a sí mismo de tener que acatar lo que sabe que es debido, mas no así aplica dicha regla a los otros: “en ésta acaece la determinación formal de la ficción de presentar al Mal como Bien, en especial para los demás y sobre todo de ponerse externamente como Bueno, concienzudo, devoto y demás cosas semejantes, lo que, de este modo, es solamente una trampa del fraude hacia los demás” (Hegel, 1968, p. 139, §140).
29 Sobre cómo la tensión medieval entre Iglesia y principado, que se tradujo en la tensión entre moral y derecho, marcó el destino de Occidente, véase Prodi (2000 y 2012).
30 Cosa sobre la que han llamado la atención no sólo el marxismo y la teoría crítica, sino también historiadores conservadores como Prodi (2009).
31 Que se traduce en dos mandatos: 1) “Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza”, y 2) “Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio” (Kant, 2012, p. 126 (A 52) y p. 139 (A 67), respectivamente).
32 Dice el resumen de este estudio: “Findings from their original US-based sample indicated that neither is the case, suggesting that there is no positive influence of ethical reflection on moral action. In the study at hand, we attempted to cross-validate this pattern of results in the German-speaking countries and surveyed 417 professors using a replication-extension research design. Our results indicate a successful replication of the original effect that ethicists do not behave any morally better compared to other academics across the vast majority of normative issues” (Schönegger y Wagner, 2019, pp. 532-559).
33 Esta filósofa, por ejemplo, plantea la necesidad de que las humanidades sean transversales al currículo (y no una materia teórica), para lograr mejores ciudadanos, en lo político, y mejores personas, en lo privado, lo que puede lograrse, especialmente, por medio de la literatura (Nussbaum, 1997; 2010, pp. 19-31).
34 Quien considera a Platón como lectura obligatoria para la educación moral, pero no para conocer sus ideas teóricas (pues la madurez moral va mucho más allá de una tarea cognitiva), sino para que el profesor y el estudiante se apropien de la concepción de virtud como conocimiento práctico que debe y puede ser enseñado siguiendo el método socrático (Kohlberg, 1970).
35 Para quien buena parte de la competencia moral para emitir juicios descansa más en intuiciones socioemocionales que en la razón (Haidt, 2001, en especial, pp. 822 y ss.).
36 No obstante, ¿por qué un docente de ética debe seguir el camino que le indica a los estudiantes? Él puede ser solo como una señal de carretera, que indica la mejor forma de llegar a un lugar, pero que se queda allí, indicando.
37 Si bien los estudios del tema suelen diferenciar la corrupción individual de la corrupción organizacional (esta última propia de organizaciones que han logrado crear una cultura y una ritualidad que unen al grupo para mejorar la obtención de beneficios conjuntos), es posible encontrar en ambas formas un fuerte conocimiento de las normas (morales y jurídicas) que intentan evitar la corrupción, altos estándares de eficiencia en la consecución de beneficios y, en especial en la corrupción organizacional, una capacidad de mimetizarse, pues suelen presentarse ante los demás como personas u organizaciones intachables en sus comportamientos éticos (en especial porque son proclives a juzgar con severidad la conducta ajena, con mayor ahínco si el otro es un competidor). Dicho con otras palabras, free riders. Sobre la corrupción organizacional y sus formas de actuar, véase Moore (2008), Campbell y Göritz (2014) y Arellano (2017).
38 “Todo esto empezó a cambiar en la década de los 70, y sobre todo en los 90, con un crecimiento acelerado de las facultades de leyes, lo cual trajo consigo una democratización incontrolada del ingreso a la profesión, que a su turno desencadenó una pérdida sustancial de la calidad de los estudios de derecho y un menoscabo de la cultura jurídica y de la justicia// En 2015 se graduaron unos 14.000 abogados. Entre tanto, para el mismo año se graduaron 3.947 ingenieros, 2.352 economistas, 525 zootecnistas y 504 sociólogos. Mientras en medicina o en ingenierías hay filtros que impiden el avance de los malos estudiantes, en derecho casi la totalidad de los que ingresan al sistema se gradúan” (García, M., 23 de marzo de 2018). Igualmente, García, M., 18 de agosto de 2017; 1o. de julio de 2016 y García y Ceballos, 2019.
39 Por ejemplo, Hobbes y Olivecrona, por citar sólo dos casos. Sobre este último, véase Olivecrona (1959), pp. 113-116 y Botero (2020),pp. 313-326.
40 “La violencia no se limita a preceder al derecho ni a seguirlo, sino que lo acompaña —o mejor dicho, lo constituye— a lo largo de toda su trayectoria con un movimiento pendular que va de la fuerza al poder y del poder vuelve a la fuerza… En última instancia, el derecho consiste en esto: una violencia a la violencia por el control de la violencia” (Esposito, 2009, p. 46).
41 Según Hegel, mediante la ironía se somete la conciencia del hipócrita a la necesidad de reconocer el doble criterio por él establecido, desembocando así en un movimiento dialéctico que “pone fin al vagabundear del pensamiento, y tanto más de una opinión subjetiva, y la sumerge en la sustancialidad de la Idea” (Hegel, 1968, p. 145).