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Perspectiva neurocientífica de la agencia: ¿Es problemática para el derecho?*

Neuroscientific Perspective of The Agency: is it Problematic for the Law?

María Isabel Cornejo Plaza**

DOI: 10.22201/iij.24487937e.2022.16.17039

Resumen:

La agencia moral kantiana ha sido la base teórica para los fundamentos morales y jurídicos de la autonomía de la voluntad. Sin embargo, las neurociencias han demostrado que la agencia racional kantiana resulta un traje de difícil calce para el sujeto contemporáneo, de modo que la evidencia nos hace cuestionarnos acerca de sus repercusiones en el ámbito del derecho. Este trabajo trata en primer lugar de constatar las diferencias existentes entre la agencia kantiana y aquella que muestran los estudios neurocientíficos, y, en segundo lugar, reflexionar si esta disonancia pudiera ser problemática para el derecho, y las razones esgrimidas para ello.

Palabras Clave:

Agencia, autonomía, libre albedrío, Kant, neurociencias.

Abstract:

Kantian moral agency has served as the theoretical basis for moral and legal foundations of the autonomy of the will. However, neuroscience has shown that Kantian rational agency is not a good fit for contemporary subjects and thus the evidence leads us to wonder about its repercussions in the field of law. This paper begins by noting the differences between Kantian agency and what neuroscientific studies have found. It goes on to discuss whether this discrepancy could pose a problem for law and the reasons behind it.

Keywords:

Agency, Autonomy, Free Will, Kant, Neurosciences.

Sumario: I. Introducción. II. La agencia moral kantiana. III. La agencia en las neurociencias. IV. La agencia kantiana, problemática para el derecho. V. Conclusiones. VI. Referencias.

I. Introducción

La agencia moral es un requisito previo para actuar en la vida jurídica, puesto que las reglas jurídicas se basan en concepciones morales subyacentes. La agencia moral consta de dos elementos, a saber: libre albedrío I), en que la persona elige una acción causal de la cual se debe hacer responsable, elemento presente en la autonomía de la voluntad, y II) responsabilidad. Este modelo de agencia moral kantiana supone un sujeto racional, capaz de decisión. De hecho, el estándar de responsabilidad del hombre racional y del buen padre de familia obedece a este modelo agencial del siglo XIX, el cual fue incorporado al movimiento de la codificación, presente en nuestras culturas jurídicas continentales hasta nuestros días. Junto a esta construcción filosófico-jurídica, estudios neurocientíficos, como los de Benjamín Libet, de 1975, entre otros, han comenzado a constatar las diferencias entre el manto conceptual de agencia moral kantiana y lo que realmente, en términos científicos, ocurre al momento de tomar decisiones. Ciertamente, las cuestiones relativas a la ética y a la neurociencia de la ética evidencian que —y esta es la posición que se adopta en esta tesis— el compatibilismo es la postura más acertada, pues la responsabilidad moral implica aceptar y mostrar dos hechos: I) que las acciones provienen de estados mentales determinados por deseos, creencias, motivaciones, elecciones más o menos manipulables y convergentes entre sí, y II) que el sujeto es capaz de tomar por sí mismo tales decisiones.

La evidencia neurocientífica demuestra que no existen decisiones enteramente racionales. Tales hallazgos, ¿implicarán realizar ajustes o reinterpretaciones en el derecho a las clásicas concepciones kantianas de agencia o más bien podrán coexitir o superponerse mientras observamos lo que acontece con el cambio de paradigma neurocientífico en materia de comportamiento humano? En este punto, es importante dilucidar si estas diferentes concepciones de agencia provocan alguna disonancia en el derecho.

II. La agencia moral kantiana

Tradicionalmente, en filosofía, la capacidad para realizar acciones se conoce como “agencia” (Anscombe,1957). Agencia se utiliza en un sentido más limitado para denotar el desempeño de acciones intencionales (Schlosser, 2019). Agencia moral, entonces, implica por consiguiente actuar por razones morales. Aunque existen algunas teorías que no demandan una teoría de la racionalidad o razones explícitas para que una acción sea el resultado de agencia moral porque —esgrimen—, se puede actuar racionalmente sin deliberación o actuar irracionalmente con deliberación (Arpaly, 2004).

Sin embargo, en la tradición jurídica, la agencia por antonomasia, para actuar en la vida jurídica implica una agencia moral y racional, en que a través de la razón se permite la deliberación. En efecto, el actual paradigma de agencia racional presente en el derecho proviene esencialmente de las ideas ilustradas del filósofo Immanuel Kant. Como es posible apreciar, en Kant, el principio universal subyacente al derecho implica un sujeto moral gobernado por la razón, capaz de discernimiento y libre albedrío, cuando compromete su teoría del derecho al señalar que “es justa toda acción que, por sí, o por su máxima, no es un obstáculo a la conformidad de la libertad del arbitrio de todos con la libertad de cada uno según leyes universales” (Kant, 1943).

Así, el racionalismo propio del mundo moderno, inspirado en las ideas de Galileo, Descartes y Newton, se expandieron hacia la filosofía y el derecho. En efecto, la concepción racionalista podía aplicarse al derecho de dos formas: a lo Kant, es decir, procediendo apriorísticamente, tal como los iusnaturalistas de su tiempo; por ejemplo, Wolff, actualmente fuera del derecho vigente, es decir, fuera de la historia, edificando un derecho abstractamente racional. O bien actuando desde la construcción de principios racionales a partir del propio derecho vigente, que le otorguen validez universal, tal como lo hizo Leibniz. Esta fórmula fue antecedente de la codificación (Martínez, 1996: 149-176). Es así como en la Ilustración el racionalismo jurídico se fue consagrando principalmente en Europa continental y en América Latina, por influencia del Código Civil francés, hasta sellarse y alcanzar su máxima expresión en la época de la codificación, en el siglo XIX.

Hoy en día, a pesar de los avances de la neurociencia en el derecho de la infancia y la adolescencia y en materia de discapacidad, todavía subsisten muestras contundentes de la huella kantiana en los preceptos sobre capacidad, competencia, consentimiento, responsabilidad y autonomía de la voluntad, como requisito o fundamento de los negocios jurídicos en que el elemento racionalidad se expresa en una autonomía libre de intervenciones heterónomas (Kant, 2013).

Estos requisitos de autonomía a la Kant requieren una evaluación consciente y explícita de tales consecuencias, más la obediencia guiada conscientemente por principios universales y normas, como el imperativo categórico. Los principios legales fundamentales se derivan de esta concepción de autonomía legal y agencia (por ejemplo, la ignorancia de la ley no permite su desobediencia, las partes de un contrato deben declarar que entienden completamente los términos del acuerdo y deben ser plenamente capaces de juicio racional) (Cáceres & Montemayor, 2019: 99-127).

Los juristas Enrique Cáceres y Carlos Montemayor presentan una aguda crítica a los problemas que la tradicional visión de la agencia kantiana ha provocado en el plano jurídico, lo cual será objeto de análisis en la parte final de este manuscrito (Cáceres y Montemayor, 2019: 99-127).

1. Componentes y desarrollo de la agencia moral kantiana

Dos elementos constitutivos de la agencia moral tradicional son su dimensión activa y su dimensión pasiva. Es decir, la agencia moral supone un agente que actúa motivado por una elección moral y un otro que recibe los efectos de la acción. El principal constreñimiento dentro de la dimensión pasiva es la atribución de agencia moral (Monasterio, 2019: 129-147).

En este sentido, la agencia moral no sólo concierne el mundo de los actos o acciones, sino también la percepción y observación de éstos. Estas dos dimensiones bien diferenciadas de la agencia moral (la activa y la pasiva) imponen ciertos constreñimientos al comportamiento moral. Dentro de la dimensión activa, para que se dé la agencia moral ha de asumirse autonomía y/o libre albedrío. Sólo podrán ser considerados genuinos agentes morales quienes estén libres de coacciones externas, sean verdaderamente autónomos y, por supuesto, quienes ejerzan sus acciones en libertad, tal como señala la tradición kantiana.

Se ha asumido la posibilidad de autonomía y libre albedrío, aunque, por supuesto, son conceptos en disputa en la literatura experta (neurocientífica), con posiciones que van desde la defensa de la existencia del libre albedrío (Brembs, 2011: 930-939)  hasta su negación (Caruso, 2015: 2823-2833).

2. Discusión del concepto de agencia desde el punto de vista de las neurociencias

La evolución de la agencia moral de la especie Homo sapiens —comparándola con otros sistemas orgánicos de la misma o de otras especies— ha sido deficitaria. Es así como los sistemas visuales o auditivos evolutivamente han logrado un desarrollo óptimo; sin embargo, este no es el caso de la agencia humana. Considerando la agencia moral como un dispositivo que se configura por la interacción del sustrato biológico y el contexto ambiental, el ser humano, tras la necesidad de establecer sistemas colaborativos para sobrevivir, no ha logrado resolver los conflictos que trae aparejada la vida en sociedad (Monasterio, 2019: 129-147).

La cuestión es que la capacidad de la moral sí evolucionó para resolver problemas sociales de coordinación, pero no al nivel de optimización de otros sistemas o capacidades, porque las demandas o presiones para que apareciera un sistema moral vinieron tarde a nuestra historia evolutiva (Monasterio, 2019: 129-147).

La agencia moral no ha sido capaz de desarrollar mecanismos de intuición, empatía, solidaridad y altruismo más sofisticados que permitan resolver conflictos destructivos para la propia especie u otras. Los crímenes, los delitos, las guerras, los holocaustos, el exterminio, la opresión, son una muestra de ello.

La agencia moral, a pesar de no haber evolucionado hacia la cooperación y la empatía, no es nada misterioso ni sobrenatural (Greene, 2015: 39-42).

No nos ha sido regalada por una instancia trascendente o divina, sino que es simple y llanamente un conjunto de mecanismos biológicos y culturales para facilitar la cooperación (Churchland, 2017).

Sabido es que nuestra supervivencia en los primeros años de vida se debe a que somos capaces de formar una conexión socioemocional tanto con nuestra madre como con nuestro padre o cuidador. Las interacciones que se derivan de esta conexión primigenia entre el bebé y sus cuidadores son críticas para una verdadera inteligencia intrasubjetiva, intersubjetiva y, en muchos aspectos, para la emergencia de la moralidad (Churchland, 2017).

Durante el siglo XX, Piaget (1932) y Kohlberg (1969) construyeron las principales teorías empíricas del desarrollo moral humano basándose en la filosofía moral de Kant (Piaget, 1932). Fue Piaget quien se aproximó al desarrollo moral a través de las justificaciones y juicios morales que emitían los niños ante dilemas morales (Piaget, 1932). Así, describió seis estadios, con subdivisiones, del desarrollo moral humano (Kohlberg, 1984).

Sin embargo, aunque los trabajos de Piaget y Kohlberg implicaron un enorme avance en el conocimiento del desarrollo moral humano, investigaciones recientes en distintas disciplinas de las ciencias sociales y cognitivas han controvertido sus resultados y criticado sus premisas racionalistas basadas en Kant (Nucci & Turiel, 1978: 400-407). La reciente investigación en ciencias sociales y en ciencias cognitivas afirma que parte de la competencia moral, como emitir juicios, descansa en intuiciones socioemocionales (Haidt, 2001: 814-834).

Acabamos de ver cómo, de acuerdo con una concepción moral de influencia kantiana, se produce el desarrollo moral en nuestra especie. Esta concepción, según los modelos actuales en neurociencias y en neuroética fundamental, exigen correcciones epistémicas o bien matices, que intentaré mostrar en lo que sigue.

La concepción moral kantiana constituye una base filosófica sobre la cual se teje la construcción occidental de la idea de que la especie Homo sapiens decide de acuerdo con un proceso cognitivo fundado en la razón, lo que vendría demostrando la tesis de que ontológicamente somos seres poseedores de libre albedrío, es decir, agentes moralmente autónomos. Este proceso cognitivo eminentemente racional es —a la luz de las neurociencias— susceptible de matices, entendiendo que los procesos de toma de decisiones se inician por una pulsión eminentemente emotiva que, luego, por procesos complejos, se racionalizan de acuerdo con determinados patrones culturales, obedeciendo a causas de sobrevivencia evolutiva.

Los filósofos morales han debatido si los juicios morales deberían basarse en las pasiones (aproximación clásica del filósofo David Hume) o en la razón, propia de la tradición kantiana, que influyó en la dogmática jurídica alemana del siglo XIX, adoptada asimismo por los movimientos codificadores, y que perdura hasta nuestros días.

Desde el punto de vista filosófico, ha existido una tradición kantiana bastante conocida, una cierta episteme kantiana racional, que da cuenta de que a la agencia moral subyace un proceso racional en que el agente, al tomar decisiones, se vuelve libre y autónomo, de modo que la autonomía de raigambre kantiana funciona como un puro principio a priori, un hecho de la razón pura (factum rationis), desligado de cualquier condición empírica. En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant se refiere a este fenómeno; señala:

Que nadie deje ni siquiera que se le pase por la cabeza querer derivar la realidad de ese principio de la propiedad especial de la naturaleza humana. Pues el deber ha de ser una necesidad práctico-incondicionada de la acción, y tiene así pues que valer para todos los seres racionales (sola y exclusivamente a los cuales puede concernir un imperativo), y únicamente por eso ser ley también para todas las voluntades humanas. Lo que en cambio es derivado de la especial disposición natural de la humanidad, de ciertos sentimientos y tendencias, e incluso, si fuese posible, de una especial dirección que fuese propia de la razón humana y no tuviese que valer necesariamente para la voluntad de todo ser racional, eso puede ciertamente proporcionar una máxima para nosotros, pero no una ley, un principio subjetivo a poder lícitamente obrar según el cual tenemos tendencia e inclinación, pero no un principio objetivo a obrar según el cual se nos intimase aun cuando toda nuestra tendencia, inclinación y configuración natural estuviese en contra, y ello de tal manera que la sublimidad y dignidad interior del mandato en un deber quedan tanto más demostradas cuanto menos están a favor las causas subjetivas y cuanto más están en contra, pero sin por eso debilitar en lo más mínimo la constricción por la ley ni quitar algo a su validez (Kant, 1996).

La autonomía, para Kant, posee carácter ontológico, como condición intrínseca, inherente y propia de la naturaleza humana. El ser humano tiene la condición de autónomo, que se identifica con la de “libre”. No se trata de la libertad empírica siempre condicionada, sino de la libertad metafísica, lo cual implica que nouménicamente el ser humano es ontológica y formalmente autónomo, que es en lo que consiste su condición humana, pero que en el orden fenoménico sus actos pueden estar condicionados y no ser autónomos (Kant, 2002). Sólo las acciones autónomas son morales, y sólo son autónomas las acciones cuando el individuo no renuncia a decidir por sí mismo; esto es, que sus decisiones morales son dispuestas neutralizando posibles intervenciones ajenas a su propio discernimiento.

Los estudios de Kohlberg parecen demostrar que la heteronomía es el modo habitual de conducirse de los seres humanos (Kohlberg, 1984). El desarrollo de la agencia moral comienza desde el nacimiento con el apego del bebé a su cuidador y prosigue según distintos estadios de desarrollo.1 Sin embargo, la autonomía moral es una cuestión que se alcanza en la madurez, alrededor de los veintisiete años, cuando el sustrato cortical del cerebro alcanza su mayor desarrollo (Ostby et al., 2009). Incluso, el cerebro adulto continúa desarrollándose, debido a que el sistema visual posee una conexión con el cortex frontal; así, la corteza visual primaria no finaliza su madurez en la niñez o en la adolescencia, como se pensaba, sino que prosigue evolucionando hasta los 36 años de vida, aproximadamente (Siu y Murphy, 2018: 25-36). Es posible incluso la maduración del sistema nervioso central de algunos individuos sin necesidad de esperar que el cerebro se desarrolle completamente, incluso si le falta un hemisferio cerebral completo, como es el caso del cerebro dividido (Gazzaniga, 2000: 1293-1326). Esto se debe a la neuroplasticidad cerebral.

El “cómo” un agente moral llega a elaborar una decisión moral, generalmente se ha creído que no es objeto de estudio del derecho, sino más bien pertenece al ámbito de análisis de la filosofía, de la psicología y, más actualmente, de las muchas disciplinas aglutinadas bajo el rótulo “neurociencias” (Lolas y Cornejo, 2017: 62-74). Las nuevas neurotecnologías y las discusiones asociadas a ellas permiten repensar, analizando y reinterpretando viejos conceptos asociados a la voluntad, libre albedrío, agencia, autonomía y responsabilidad, desde una certeza nunca vista, que despeja construcciones especulativas que llegaron a ser casi sagradas, pero que comienzan a evidenciar la necesidad de ajustes y correcciones epistémicas.

III. La agencia en las neurociencias

La idea de que los seres humanos poseemos una capacidad de elección, conforme ejercemos en libertad entre diversas opciones y disyuntivas, es ciertamente una idea central tanto en el derecho como en la ética (tanto teórica como aplicada), en la religión y en las neurociencias.

Siguiendo a Henrik Walter (Walter, 2001), el libre albedrío posee tres elementos:

i) Capacidad del agente para elegir entre diversas alternativas (alternativismo).

ii) Actuar en función de razones, intenciones, deseos o creencias (inteligibilidad).

iii) Emprender actos y acciones (origen).

Estas tres categorías funcionan de modo distinto según los niveles de operación que las hacen factibles; así, vemos que existen niveles más o menos sofisticados en que empieza a actuar la voluntad. En un extremo tenemos la voluntad expresada en el deber cumplido, en la que el individuo, para sortear un sinfín de estímulos, es capaz de, mediante la deliberación y la reflexión, neutralizar las pasiones, deseos y motivaciones por creencias y valores. En un nivel inferior se encuentra la función de representación y cotejo de posibles cursos de acción a través de las decisiones adoptadas; en un nivel más bajo tenemos la selección de acuerdo con contingencias percibidas; por ejemplo, una pelea que impulsa de manera inmediata a la huida, y en el nivel más básico tenemos las acciones dependientes de estímulos que obedecen a reflejos y conductas tróficas (Díaz, 1979).

1. Posiciones en referencia al libre albedrío

Existen cuatro posiciones relevantes respecto de la existencia del libre albedrío, necesarias para comprender las modificaciones que las investigaciones neurocientíficas han incorporado a los estudios de agencia moral, que es aquella agencia sobre la cual se deriva la autonomía moral como concepción moral subyacente al derecho.

Según Robert Kane, existe una explicación descriptiva (pormenoriza los tipos de compromisos mantenidos a propósito del libre albedrío) y otra prescriptiva (otorga propuestas para los tipos de compromisos que debieran mantenerse) a la pregunta de si el determinismo es compatible con el libre albedrío, otorgando una respuesta según la posición que se adopte (Kane, 2011).

a) Comodatismo o compatibilismo: existe una conciliación francesa y el libre albedrío. Esta es la posición de esta tesis.

b) Incompatibilismo: escojemos entre un abanico de opciones, y la fuente de nuestras elecciones depende de nosotros, supeditado a la existencia de una condición de evitabilidad; es decir, debe existir la posibilidad de tener la opción de haber podido actuar de otra manera.

c) Determinismo: nuestros actos se encuentran condicionados por leyes de la naturaleza y por nuestro pasado. El determinismo duro niega la existencia del libre albedrío. El neurodeterminismo reduce la acción a las bases neuronales del sistema nervioso central.

d) Libertarianismo: en algunas ocasiones disponemos de libre albedrío. Esta es una subclasificación que emana del incompatibilismo.

El primer científico y filósofo en problematizar el concepto de “libre albedrío” en sede científica fue William James. Si bien sus estudios se iniciaron en la escuela de medicina de la Universidad de Harvard, llegó a ser reconocido como el padre de la psicología moderna en Estados Unidos, reconocimiento que le otorgó enorme influencia sobre futuros científicos y filósofos de amplio espectro hasta el día de hoy (Leary, 2020: 53-56). Williams James, en sus trabajos acerca del libre albedrío (1870), sostuvo la célebre frase: “mi primer acto de libre albedrío es creer en el libre albedrío” (Williams, 1956). Posteriormente, acuñó la idea de compatibilismo (1884), en la que reconocía la coexistencia entre un determinismo fisiológico suave —contrario al fatalismo— y un libre albedrío. Posteriormente, Daniel Dennett (1992) sostiene que el libre albedrío existe en un mundo causalmente determinado que, sin embargo, permite a los humanos actuar de manera impredecible o imprevisible (Dennet, 1992).

Dennett establece cuatro alternativas que se pueden dar; dos de ellas se refieren al determinismo (realidad determinada causalmente o bien que exista indeterminación donde la realidad no se encuentra determinada causalmente), y otras dos posibilidades corresponden al compatibilismo y al libertarianismo.

En esta exploración, de acuerdo con la agencia kantiana, los seres humanos deberíamos ser capaces de decidir conforme a nuestro libre albedrío tomando decisiones sujetas a nuestra entera voluntad, lo que significa ejercer la autonomía moral. Sin embargo, las neurociencias, a partir de la década de los ochenta con los estudios de Benjamín Libet, posteriormente replicados y sofisticados por otras investigaciones, han arrojado hallazgos acerca de cómo funciona realmente la agencia desde la perspectiva neurocientífica. Estas investigaciones dan cuenta de que, contrariamente a lo que hemos aprendido, nuestras acciones se generan a partir de la actividad cerebral de la cual no somos conscientes.2 Las decisiones que adoptamos se encuentran influenciadas por nuestras experiencias previas, por lo que nuestras trayectorias dan más luces de lo que haremos en el futuro, que el grado o fuerza con que el sujeto es capaz de llevar a cabo sus decisiones, sus intenciones o sus deseos. La voluntad no sería nada más que nuestro cerebro (y mente) decidiendo, sin consultar a nuestra conciencia el mejor curso causal de acción, basándose tanto en nuestras experiencias como en nuestros conocimientos y expectativas.

En esta línea de pensamiento, y a partir de su teoría del cerebro dividido, del psicólogo de la Universidad de California, M. Gazzaniga, entiende que los conceptos de “responsabilidad moral” y “libertad personal” deben ser revisados.

Considerando estudios experimentales en pacientes con cerebro dividido, Gazzaniga concluye que es posible aislar la parte del hemisferio izquierdo, denominado “módulo intérprete”, responsable de explicar a través del lenguaje las acciones. El módulo intérprete es el que explica y da sentido a los comportamientos, pensamientos y emociones que surgen del resto del cerebro. Por lo tanto, para el autor, este módulo tiene que ser considerado en los estudios sobre la conciencia y el libre albedrío (Gazzaniga, 2007: 1293-1326).

El punto importante de estos descubrimientos es que el libre albedrío se construye a partir de relatos que ejecuta el hemisferio izquierdo del cerebro, que es capaz de fabular, fantasear hechos, según un guion que obedece a una acomodación vivencial. Es decir, si un hecho no puede ser narrado por nuestro cerebro, entonces no existe, o bien queda relegado al mundo inconsciente. Este hecho científico es trascendental para entender que la mente, como proyección del sistema nervioso, posee vida propia en cuanto valida, por así decirlo, acciones y hechos que podrían no constituir ni siquiera un dato en nuestro mundo si no fuera porque son necesarios para hacer fuerza en una narración vivencial, que permite a los seres humanos aparecer en la obra de la vida.

En cuanto a la responsabilidad moral, Gazzaniga la describe como un “concepto público” sobre comportamientos que ocurren desde otros individuos, influenciando el propio. Definiendo su interpretación como un “axioma”, entiende al cerebro humano como un órgano determinado, automático y gobernado por reglas; pero las personas son agentes responsables y libres de tomar sus propias decisiones (Gazzaniga, 2007).

Como podemos apreciar, la pieza del puzzle agregada por Gazzaniga da cuenta de una resistencia al determinismo neuronal, para lo cual se vale además de la teoría del caos y de la física cuántica como ejemplos concretos que atentan contra el determinismo causal.

Asimismo, también entiende que los estudios sobre fenómenos emergentes resultan suficientes para rebatir el reduccionismo y la determinación neuronal, según la cual no existe el libre albedrío. Bajo esta interpretación, el pensamiento consciente es una propiedad dependiente, pero emergente, del cerebro. Ambos se desarrollan de manera complementaria, como el software y el hardware de un sistema informático. Empero, Gazzinaga no ofrece una explicación suficiente sobre esta vinculación. Tampoco sobre la naturaleza y margen de la libertad personal que habilita el tiempo de la conciencia y el módulo intérprete, con implicancias directas en la noción de responsabilidad moral “personal”.

Explicamos lo que hacemos; no obstante, una parte no menor de nuestro cometido puede relacionarse con motivaciones no verbales e irreflexivas. La narración de un hecho es, en alguna medida, una fabulación sobre éste, una interpretación que lo ordena en la memoria y lo presenta a los otros y a nosotros mismos (Rulh, 2009).

Finalmente, para subrayar que los estudios sobre el libre albedrío, aspecto esencial de la conformación de la agencia, son todavía insuficientes y parte de investigaciones en curso, y volviendo sobre las investigaciones de Benjamin Libet, es claro que la actividad cerebral y mental inconsciente pueden llegar a socavar lo que entendemos como “libre albedrío”. En este sentido, según se comprenda la naturaleza física o metafísica del libre albedrío será el marco epistemológico y analítico que adquiera preponderancia, y desde el cual se interpreten a su vez los resultados “experimentales” de Libet. La filósofa Patricia Churchland comprende esta escisión o interpretación de los resultados arrojados por los experimentos de Libet como una manifestación persistente del dualismo cartesiano. En perspectiva reduccionista, sostiene que para entender el libre albedrío el problema debería situarse por fuera de las discusiones metafísicas, y el eje de éstas debería concentrarse en la neurobiología del autocontrol (Churchland, 2017).

La escisión cartesiana todavía nos configura, al parecer, como sujetos herederos de una mentalidad moderna, que necesita dividir para explicar mejor los conceptos y concepciones que modelan nuestro mundo. Los estudios de diversas disciplinas enseñan que la adjudicación de validez (científica) no está exenta de relaciones coyunturales de poder y de su tiempo y espacio (Taylor, 1997).

En esta línea crítica, el filósofo W. Glannon sostiene una perspectiva emergentista y compatibilista contraria al reduccionismo, y especialmente antilocalizacionista en su vasta obra. Su posición defiende la idea holística en la relación mente-cerebro y una concepción compatibilista del libre albedrío y la responsabilidad moral (Glannon, 2011).

Según su interpretación, las personas están constituidas por sus cerebros, pero no son idénticas a ellos (Glannon, 2011). La mente (en tanto conjunto de propiedades conscientes y no conscientes, con cierto grado de complejidad) simplemente emerge como resultado de la interacción entre el cerebro, el cuerpo y el medio ambiente natural y social. El objetivo de la emergencia es promover la adaptación y la supervivencia de los individuos. En este marco, el sistema neuronal no puede por sí solo explicar, por ejemplo, lo que es tener una experiencia, ni puede dar cuenta de una representación completa del ambiente, porque el sistema neuronal carece de intencionalidad. En este sentido, algunos estados mentales —como los deseos y las emociones— son intencionales. Descartar esa conformación compleja (entre el cerebro, el cuerpo, la mente y el ambiente) es lo que impulsó la denominación del reduccionismo materialista como “ingenuo” por parte de numerosos críticos (Evers, 2010).

Asimismo, los seres humanos pueden elegir, deliberar o actuar de manera consciente o inconsciente gracias a que la mente es una mente corporeizada. En este sentido, Glannon no solamente rechaza el localizacionismo, sino también el neurorreduccionismo. Según su posición, los seres humanos son más que un conjunto de neuronas, sinapsis y neurotransmisores, y sus acciones y prácticas normativas, más que una función de mecanismos neuronales (Glannon, 2011).

Si bien el cerebro genera y sustenta estados mentales, éste no es propiamente un agente que pueda tener intereses y planes, y ejecutar intenciones en acciones. No es el cerebro sino la persona, la que está constituida por el cerebro, el cuerpo y la mente que actúan e interactúan con otros en el mundo (Glannon, 2011).

Respecto de la responsabilidad moral, Glannon rastrea su origen en los principios metafísicos y epistémicos de la posición aristotélica en la Ética a Nicómaco. Bajo ese enfoque, una persona actúa libremente (voluntariamente) y responsablemente cuando no está sometida a ninguna compulsión o coerción, o ignora las circunstancias de la acción. Así, en términos contemporáneos, la reformulación del libre albedrío y la responsabilidad moral es entendida por Glannon como la capacidad de responder a las razones a favor o en contra de ciertas acciones. En este sentido, existen razones morales (más que prudenciales), puesto que hay una expectativa sobre lo que se debe o no se debe hacer, acerca de ciertas acciones que pueden afectar a terceros. Consecuentemente, la responsabilidad moral sobre el comportamiento propio implica un estado conativo, cognitivo y afectivo, y si alguno de estos aspectos se encuentra ausente, la persona puede ser eximida de responsabilidad (Glannon, 2007).

En la actualidad, el ámbito con mayor impulso dentro de la filosofía moral es, sin duda, el de la neuroética (Pérez, 2013: 9-25). Desde ella se pretende hacer frente a las pretensiones de ciertos neurocientíficos que intentan presentar sus descubrimientos sobre el funcionamiento de nuestro cerebro, o sobre la influencia de las emociones en la formación de juicios morales, como un progreso en el conocimiento del fenómeno moral (Cortina, 2010: 129-148). Entre esos neurocientíficos encontramos al psicólogo norteamericano Jonathan Haidt y su propuesta del intuicionismo social.3

2. Las emociones como impulso del pensamiento reflexivo

El intuicionismo social de Haidt constituye una sugerente propuesta de psicología moral. Haidt establece su modelo en clara oposición a la concepción racionalista del juicio moral, la cual, salvo ciertas excepciones, ha imperado en el ámbito filosófico y, también, a lo largo del siglo XX, no sólo en las ciencias cognitivas de la psicología, sino también en los estudios de derecho que se fundan en la moral racional. Este modelo tradicional, cuyos icónicos exponentes lo constituyen autores como Platón, Kant, Piaget y Kohlberg, sostiene que el juicio moral se deriva de una deliberación racional sobre un hecho, teniendo en cuenta unas variables relativas a la situación y aplicando unos principios morales determinados (Pérez, 2013). De este modo, el juicio moral sería fruto de un razonamiento alejado de toda influencia de las pasiones. Éstas son percibidas como un obstáculo para la adecuada deliberación, y, por tanto, mermarían la objetividad del juicio. Haidt entiende que esta corriente racionalista ha sobrevalorado el papel de la razón en la formación de los juicios morales. Según Haidt, la razón es raramente fuente de juicios morales. Éstos no surgen a partir de un razonamiento consciente y objetivo acerca de la realidad, sino más bien de respuestas emocionales o afectivas a las que el sujeto no tiene un acceso introspectivo (Pérez, 2013).

Se habla de “emociones morales” cuando se ha transgredido nuestro sistema de valores y creencias individuales. Las emociones, entonces, dependen de deseos socialmente aceptados como buenos y correctos por nuestro grupo cultural (Haidt, 2003: 852-870). Haidt (2003) propone cuatro emociones básicas: I) condena, en relación con la ira y el desprecio; II) autoconciencia, relacionada con la culpa, el pudor y la vergüenza; III) sufrimiento ajeno, relacionado con la compasión, y IV) admiración, relacionada con la devoción y la gratitud que mueve a la imitación. La neuroimagen ha detectado que diferentes áreas del cerebro se estimulan ante emociones relacionadas con esos diversos ámbitos. Por ejemplo, la región prefrontal proyecta al tálamo de la corteza cerebral diversa información relevante para el área de la motivación, así como para la planificación de los movimientos previos a la acción. Por su parte, la amígdala, cuya función se asocia con la valoración emocional, se observa excitada en las neuroimágenes cuando es estimulada con emociones primarias como la ira, la agresión y el miedo (Haidt, 2003). La región orbitofrontal se vincula al aprendizaje de valores morales y éticos. Acá se observa, en los estudios de neuroimagen, una proyección hacia los ganglios basales, en particular hacia los receptores dopaminérgicos involucrados en el sistema de recompensas, y el hedonista vinculado con las descargas de placer (Haidt, 2003). Entonces, el placer que provoca una acción valorada subjetivamente como correcta socialmente descarga a nivel límbico y de las regiones frontales temporales de la corteza parahipocampal y de la amígdala, una dosis alta de dopamina, que impulsa al sujeto a seguir conduciéndose de la manera moralmente valorada como correcta, tanto subjetivamente como por su grupo social. Así, las emociones morales convergen en la toma de decisiones influenciando la acción, prendiendo la chispa que incendia el bosque, por así decirlo.

Daniel González Lagier, desde la filosofía jurídica, ha escrito sobre la relación entre emociones y derecho; señala que las emociones se relacionan con la acción no sólo motivándolas a través de combinaciones de deseos y creencias, sino también mediante mecanismos causales, lo que debería ser tenido en cuenta para la atribución de responsabilidad por nuestras acciones cuando son influidas por emociones, que denominan “acciones emocionales” (González, 2014).

Este autor señala que las emociones se encuentran en tensión con nuestra autonomía, en el sentido de que sustraen, al menos en parte, nuestras decisiones y acciones del control de nuestra voluntad. Explica que, al ser las emociones tributarias de las zonas más primitivas del cerebro (amígdala y el sistema límbico), son asociadas a emociones primarias que se encuentran en zonas diferenciadas del cerebro asociadas a la razonabilidad (lóbulo prefrontal y corteza cerebral). Entonces, si bien las emociones son sólo estados parciales dentro del control del agente (González, 2009), podemos controlarlas cuando aprendemos a conocernos a nosotros mismos. Así, si sabemos que alguna situación nos causa ira, tratar de evitarla parece razonable. Solomon, otro filósofo que ha escrito de emociones, ha acuñado la idea de que “las emociones son voluntarias” (Solomon, 2007) por el hecho de que el agente también puede escoger alejarse o no de una emoción que se podría convertir en la facilitadora de un sentimiento o impulso que envuelve una acción.

Entonces, la incidencia causal de las emociones en la acción se produciría actuando como i) filtro de la información que recibe el cerebro del estímulo provocador, modificando la velocidad de procesamiento de dicha información; ii) limitando las respuestas que podemos dar. Este segundo efecto se puede explicar a partir de las investigaciones de Antonio Damasio y su teoría de los marcadores somáticos. En ella, Damasio explica que los agentes, al recibir un estímulo, destellan en distintas áreas del cerebro simultáneamente, no de manera secuencial; de modo que aseverar que primero el estímulo se radica en la amígdala y luego en otra zona, y así sucesivamente, es no entender bien cómo funciona el cerebro humano.

La estrategia de la racionalidad es rechazada por Damasio, porque esta idea tradicional y arraigada de que los agentes separan y analizan en términos costo-beneficio todas las opciones posibles en distintos escenarios y plazos resulta demasiado aparatosa, y requeriría tiempo, siendo disuasiva, además. Él cree que, en lo cotidiano, el cerebro no funciona de ese modo, sino que, frente a un estímulo, el cerebro se repleta de imágenes asociadas a distintas alternativas de acción que el agente vincula a una sensación agradable o desagradable. Los marcadores somáticos no serían otra cosa más que emociones que aprendemos desde niños, involucrando factores culturales, como la apreciación de valores y creencias. Obviamente, cuando el marcador somático es positivo, actuará como un incentivo a la acción; por el contrario, cuando el marcador somático es negativo, desalentará la acción.

Los marcadores somáticos son emociones secundarias, aquellas dependientes de la educación y el aprendizaje, a diferencia de las emociones primarias, que conllevan un componente genético.

Finalmente, concordamos con la hipótesis de Damasio, de que las zonas del cerebro encargadas del razonamiento se ocupan también de las emociones y los sentimientos. Es decir, esta división en cerebro emocional y cerebro racional no es neurológicamente correcta, sino que existirían muchas y complejas conexiones entre ellas (Damasio, 2004).

IV. La agencia kantiana, problemática para el derecho

La agencia moral kantiana es una idealización de la razón, sin matices, distinta a la agencia descrita en las neurociencias.

Kant sostiene que el ser humano en tanto ente biológico está sometido a las mismas leyes de la naturaleza que cualquier objeto del mundo, pero en el ámbito de la moralidad es un ciudadano libre. Su libertad está garantizada por la buena voluntad, que obedece los designios de la razón. En este sentido, la moral se revela a la consciencia moral, la que hegemónica se presenta como consciencia del deber en su forma de imperativo categórico. Sin embargo, este planteo permite suponer un dualismo cartesiano subyacente, rechazado en parte por el paradigma neurocientífico. En efecto, la visión kantiana de agencia presupone una racionalidad y una voluntad desvinculadas de la realidad cerebral y corporal. En caso contrario, la racionalidad y la voluntad como entidades de raigambre biológica también estarían sometidas a las mismas leyes de la naturaleza, por lo cual el hombre ya no sería un ciudadano “libre”.

Por otro lado, otra forma de sujeción al dualismo cartesiano que perpetúa la visión kantiana de agencia es la polarización emoción-razón, la cual ha llevado a una falaz explicación y división de cómo realmente surge el pensamiento. La relegación de lo emocional a lo femenino o a lo infantil, no deseable en el mundo de lo público, ha traído profundas consecuencias en la manera de modelar la construcción de lo jurídico.

Como se señaló al inicio de este manuscrito, los juristas Enrique Cáceres y Carlos Montemayor han identificado una influencia kantiana en nuestro comportamiento, la cual se puede refutar desde la teoría dual de Kanheman y Tversky. Cáceres y Montemayor señalan como problemático no distinguir la agencia implícita y explícita con la cual se actúa en la cotidianeidad de la vida jurídica. Entienden que en muchas ocasiones es deseable un pensamiento autómata o sin reflexión, precisamente para que la práctica prospere (Cáceres y Montemayor, 2019: 99-127).

El pensamiento reflexivo no se ajusta siempre a la práctica jurídica, toda vez que un Estado de derecho para ser tal debe regirse por principios y reglas claros, que son de carácter eminentemente técnicos. Entonces, las reglas y principios en general pueden aplicarse de manera casi implícita, excepto en casos difíciles, en que la aplicación de un principio puede llevar más reflexión, lo cual no quiere decir que el operador de justicia deba ser creativo en lo que a derecho se refiere, pues las reglas se establecen mediante una estricta división de funciones, en que el pueblo soberano es quien elige como quiere gobernarse, y bajo qué leyes, reglas y principios.

Otro punto abordado por Cáceres y Montemayor es el relativo a la neurodiversidad. En efecto, la agencia kantiana no reconoce la diversidad cognitiva en aquellos que por edad o condición no han alcanzado el estándar de competencia racional kantiana en la vida jurídica; por ejemplo, en cuestiones relacionadas con el goce de sus derechos sexuales y reproductivos, o bien en decisiones relacionadas con su derecho a la salud, la moral kantiana no se ajusta a las modernas concepciones neurocientíficas en cuanto a la autonomía progresiva en niños, niñas y adolescentes. Tampoco la agencia kantiana es inclusiva con aquellos que poseen alguna condición o enfermedad psíquica e intelectual. La tendencia en discapacidad es hacia un modelo que garantice la plena satisfacción biopsicosocial de los individuos, en que puedan ser respetados en la elaboración de sus proyectos de vida bajo un respeto por su autonomía (Cornejo y Lolas, 2016: 76-87).

Por otro lado, la agencia individual presenta obstáculos al momento de la acción. El comportamiento social difiere del comportamiento individual, y nuevamente vemos que los matices implícito y explícito se encuentran también en la distinción entre agencia moral y epistémica.

La agencia ideal kantiana es problemática, porque de esa visión nacen las reglas y principios ajustados a un estándar de agencia exigente e irreal para la mayoría de los sujetos, que excluye tanto a las personas con capacidades diferentes como a los que padecen una discapacidad psíquica, o bien aquellos que al llegar a la mayoría de edad no han alcanzado a formar un sistema nervioso central maduro, de modo que continúan comportándose de manera impulsiva o prerreflexiva.

Como se puede apreciar, aquello que fundamenta la regla general en materia de agencia termina siendo la excepción, porque en definitiva la mayoría de los actos que ejecutamos a diario, incluso en lo que respecta al ámbito jurídico, son de naturaleza implícita, automática, irreflexiva o prerreflexiva, instintiva, o bien sujeta a un hábito o costumbre sin cuestionamiento.

V. Conclusiones

Existen diferencias entre la agencia kantiana y los elementos de la agencia que han sido objeto de múltiples investigaciones por las neurociencias. Uno de los elementos más debatidos de la agencia es el libre albedrío. Existen, como vimos, posiciones desde del neurodeterminismo, que lo niegan, hasta aquellas más conciliadoras que aceptan un cierto libre albedrío compatible con un determinismo casual en un nivel subpersonal, no reductible a un nivel personal. Para el derecho, ciertamente la posición compatibilista implica reconocer las concepciones de agencia que le han sido funcionales, sin perjuicio de que exista una actualización desde las neurociencias que sea necesario incorporar a las discusiones enraizadas en el sustrato agencial y los conceptos asociados, como autonomía y responsabilidad. Así, el derecho de raigambre occidental, tributario del influjo kantiano de la Ilustración, está siendo cuestionado por las investigaciones neurocientíficas, entre las cuales cabe recordar las alusivas a la economía del comportamiento, los estudios de autonomía progresiva en niños, niñas y adolescentes, en discapacidad; asimismo, los estudios en derecho penal y criminología, cuyos orígenes se remontan al siglo XIX.

Las neurociencias evidencian que el individuo no tiene un solo modo de ejercer su agencia todo el tiempo. Pudiera ser que grupalmente y en determinados contextos su agencia quede en estado de conciencia a lo Jasper; esto es, se percate de sí mismo y de su entorno, mas no sea necesaria una instancia reflexiva que impulse la acción, máxime si la circunstancia es irrelevante. Además, la función de la agencia reflexiva como imperativo categórico supone un estándar de comportamiento que con frecuencia en prácticas repetitivas, como suelen ser las profesiones u actividades con un alto grado de tecnicidad como es el derecho, no es necesario actuar bajo el imperativo del ¡sapere aude! kantiano, incluso este actuar autónomo moral podría ser contraproducente en la práctica judicial, por ejemplo. Tampoco es cierto que las personas utilicen su agencia moral para celebrar contratos en que se garantiza la plena igualdad entre las partes, porque dejando de lado los contratos de adhesión, la mayoría de ellos son contratos tipos, parte de un uso corriente en la práctica jurídica.

Otro aspecto de corte más antropológico-materialista es aquel que dice relación con el enfoque binario razón-emoción que las neurociencias han ajustado señalando que el pensamiento nace de un impulso emocional; es decir, la formación de un pensamiento reflexivo necesita como requisito sine qua non una emoción que lo ayude a nacer. Además, las emociones también evidencian control y consciencia en la toma de decisiones. En todo caso, la consciencia de un acto ocurre veinte milisegundos después de la acción, según los experimentos de Libet, justamente lo contrario de lo que señalaban los filósofos morales, entre ellos Kant. Para éstos, es claro que primero se es consciente de una decisión y posteriormente se inicia la acción.

Así, la agencia ideal kantiana puede coexistir con otros modelos de agencia, porque el sujeto contemporáneo posee una plasticidad neural que no es lineal ni consta de manera ideal en una abstracción. Cada vez es más patente que la idea kantiana de agencia produce disonancias en múltiples intersticios en el derecho.

Lo anterior da cuenta de que el paradigma neurocientífico requiere de un análisis de la agencia cada vez más sofisticado, que tenga un correlato en el derecho —neuroderecho— a fin de arrojarnos luces sobre nuestra propia y auténtica naturaleza humana, de modo de ajustar las reglas jurídicas a un traje (agencia) con mejor calce.

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Notas
* Artículo recibido el 24 de junio de 2019 y aceptado para su publicación el 10 de julio de 2020.
** Profesora de fundamentos filosóficos del Derecho, Universidad Autónoma de Chile, ORCID: http://orcid.org/0000-0001-9116-0947. Correo electrónico: isabelcornejo@derechocivil.cl.
1 Antes de los siete y ocho años los niños siguen estrictamente las reglas dictadas por la autoridad (los adultos). Estas reglas son aceptadas como válidas, por complejos mecanismos de recompensa y castigo. En este estadio sólo se tienen en cuenta las consecuencias de las acciones y no las intenciones detrás de las acciones. Entre los once y doce años se alcanza el segundo estadio de desarrollo moral. En este estadio los niños consideran que las reglas son modificables y son fruto del acuerdo social. También descubren que los adultos son algunas veces injustos en sus castigos. En este estadio, además de las consecuencias de las acciones, los niños también tienen en cuenta las intenciones de los agentes.
2 Etimológicamente “conciencia” tiene su origen en la raíz latina conscio, de la unión de cum, que significa “con”, y scio, que significa “conocer”. Estar en conscientia es tener conocimiento de algo y hacerlo presente a alguien o a sí mismo. Significa darse cuenta y saber de sí mismo. En torno a este concepto existen muchas discusiones e intentos a través de la historia por llegar a un consenso. El problema de una definición es un desafío intelectual mayor para disciplinas tan diversas que van desde la neurociencia básica pasando por la psicología hasta la psiquiatría. Desde el punto de vista psicológico, K Jaspers, Psicopatología general (Beta 1963), la define del siguiente modo: “por conciencia entendemos, primeramente, la integridad real de la evidencia en oposición a la exterioridad del proceso biológico explorable. En segundo término, la escisión sujeto-objeto (un sujeto que opina es dirigido hacia objetos que percibe, representa y piensa). En tercerlugar, el conocimiento de la conciencia en torno a sí misma (conciencia de sí)”. Podemos decir entonces, que Jaspers destaca tres funciones principales de la conciencia: la función de interioridad, la función de alerta, y la función de reflexividad. Esta última es la más definida en textos, y tiene que ver con la capacidad de la persona para detenerse y comprenderse a sí misma y a su ambiente. El conocimiento de uno incluye todos los sentimientos, actitudes, emociones, impulsos, voluntades y los aspectos de la conducta. Es decir, conocimiento de todas las propias funciones mentales, especialmente las del proceso cognitivo.  Pese a que se sabe que algunas áreas del sistema nervioso tienen que ver con ciertas percepciones de la realidad, la conciencia es de por sí pragmática, y esta definición trata de enmarcar un concepto que no tiene sustrato anatómico específico, que no es objetivable. Cfr. M. I. Cornejo Plaza y D. Escorza Pavéz, Concepto jurídico de persona en los pacientes en estado vegetativo permanente. Análisis legislativo, doctrinario y jurisprudencial (Académica Española 2014).
3 Para Pérez Zafrilla, Haidt acierta al señalar que el desconcierto moral es un fenómeno que de hecho sucede entre las personas en determinadas situaciones; acierta también al reflejar cómo muchos de nuestros juicios morales se realizan de manera heterónoma, por la simple asunción acrítica tanto de posicionamientos como de razones tomados de la sociedad. Pero, sobre todo, él, al igual que otros neurocientíficos, realiza una valiosa contribución al mostrar el contenido cognitivo que poseen las emociones, así como el papel que éstas desempeñan en el proceso de la formación de nuestros juicios. Todos estos elementos reflejan que el modelo racionalista tradicional resulta ya anacrónico en el estudio de la moral y que hemos de contar en adelante con factores que hasta ahora eran subestimados de forma generalizada en el ámbito filosófico, como sucede con esa dimensión emocional de la deliberación moral.