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Recibido el 31 de agosto de 2021
Aceptado el 26 de octubre de 2022.

DOI: 10.22201/iij.24487937e.2023.17.18215

JÜRGEN HABERMAS. BAEDEKER DE SU PROPUESTA JURÍDICA

JÜRGEN HABERMAS. BAEDEKER OF HIS LEGAL PROPOSAL

Rodolfo Moreno Cruz*

orcidhttps://orcid.org/0000-0003-3785-0044

Resumen

Habermas ha elaborado una teoría jurídica a partir de su filosofía de acción comunicativa. Sin alejarse de los fundamentos tradicionales que sustentan al Estado democrático de derecho, ha innovado una posición de legitimación al derecho y a su ejercicio, incluso ofrece nuevas herramientas conceptuales para la función judicial, como es el caso de lo que podría llamarse la adecuación que sustituye a la conocida propuesta de la ponderación de los derechos. El presente artículo pretende servir de guía para adentrase en el territorio de su propuesta.

Palabras claves

Teoría discursiva, legitimación, argumentación jurídica, derechos fundamentales, función judicial.


Abstract

Habermas has developed a legal Theory based on his communicative action philosophy. Without moving away from the traditional foundations that sustain the Rule of Law, he has innovated a position of legitimation of the law and its exercise, even offering new conceptual tools for the judicial function as it's the case with what could be called the adequacy that replaces to the well-known proposal for the weighing of rights. This article aims to serve as a guide to get inside the territory of his discursive proposal.

Palabras clave

Discursive Theory, Legitimation, Legal Argumentation, Fundamental Rights, Judicial Function.

Sumario: I. Preliminares. II. Babel. El reto de las sociedades plurales. III. Legitimación de los procesos de producción del derecho. IV. Legitimación de un orden de dominación. V. A manera de conclusión. Algunas críticas. VI. Referencias.

I. Preliminares

En 1986 un grupo selecto de científicos sociales alemanes se reunieron en la calle de Mylius con un solo objetivo: replantear el papel del derecho en la sociedad actual. Pero 12 años más tarde, a tan sólo un kilómetro y medio de distancia, se instalaría el Banco Central Europeo. Si unimos lo anterior con lo variado de la ciudad de Fráncfort, como son su torre Eschenheimer Turm o el edificio IG-Farbenhaus, se dibuja ante nuestros ojos una historia surrealista, o quizá una novela de intriga y suspenso. Sin embargo, la realidad es que dicha reunión tuvo importancia para el mundo, pero no precisamente en lectura conspiratoria. Se trataba de la reunión convocada por Habermas para construir uno de los más ambiciosos proyectos de investigación en torno a la teoría del derecho.

Estaban convocados Rainer Forst, Günter Frankenberg, Klaus Günther, Ingeborg Maus, Berhar Peter y Luzt Wingert, y en algunas ocasiones Helmut Dubiel y Axel Honneth. La causa fue que Jürgen Habermas obtuvo el prestigioso premio alemán Gottfried Wilhelm Leibniz, y con ello la benevolente cantidad de dos millones de marcos. Explica Müller-Doohm (2020) que dicha cantidad tenía que invertirse “en el plazo de cinco años en un proyecto que el premiado” era libre de seleccionar y por lo cual “Habermas crea un grupo de investigación de filosofía del derecho en la Universidad de Fráncfort, al que pertenecen filósofos, sociólogos y juristas” (pp. 267-283).

Son muchos los resultados de este grupo, pero quizá uno de los más representativos fue la monumental obra Facticidad y validez, escrita por Habermas, pues en ella el filósofo alemán plasma su concepción del derecho.

Su propuesta, en esencia, es una aspiración normativa, ya que dice cómo debe ser el derecho. Otra cosa distinta es que —en esa construcción— él tenga muy claro que es necesario navegar entre teorías normativas y descriptivas del derecho. Cuida de señalar que no pasa por alto que el derecho es un fenómeno complejo que vive en una tensión permanente entre facticidad y validez; tensión que se divide en externa e interna. En el ámbito externo, el derecho (validez) surge como un concepto normativo que se enfrenta a la complejidad de la sociedad (facticidad). En el ámbito interno, el derecho tiene que resistir la pugna que surge del concepto validez, entendida como una imposición coactiva (facticidad), o bien, como un concepto normativo que va más allá de la literalidad del enunciado o de dicha fuerza (validez).

A pesar de la tensión externa e interna, él, a diferencia de otras propuestas, no ve una desventaja; al contrario, ve una ventaja. Por usar una metáfora: el derecho sirve como una especie de resortes de tensión para sostener la plataforma de un trampolín. Si en lugar de resortes hubiera un mecanismo fijo, no permitiría el movimiento. Por el contrario, si hubiera un mecanismo blando, caería al suelo el objeto de peso.

Por ello tiene razón Vallespín, cuando escribe que la propuesta habermasiana “es un hechizo por el cual las asimetrías que observamos en la realidad se pliegan a una reconciliación conceptual nítida y sin fisuras”, o para decirlo más claro: “detrás de este asombroso paseo por todas las avenidas del pensamiento contemporáneo, el lector escéptico se encuentra ante una situación similar a la de quien asiste a un número de magia: intuye que en algún lugar hay truco, pero es incapaz de señalar cómo ni donde se ha introducido” (Rawls & Habermas, 1998, pp. 9-41).

No ha tardado quien ya ha buscado descubrir el truco. Por ejemplo, en el mundo hispano, Juan Antonio García Amado (1993) dice que “como era de esperar, lo que Habermas hace es una aplicación de los postulados, generales y ya conocidos de su teoría de la acción comunicativa a la problemática iusfilosófica” (p. 236). Por su parte, Jiménez Redondo (2005) explica que la parte central de la propuesta jurídica está en el “sistema de los derechos y los principios del Estado de derecho” (p. 9); mientras que Juan Carlos Velasco Arroyo (2000) considera que la teoría jurídica habermasiana es una teoría de cierre, y por ello explica que “ esta obra cubre una necesidad de orden intrasistématico: la articulación de una teoría discursiva del derecho… que cierre finalmente el triángulo de la racionalidad práctica configurada por la ética, el derecho y la política” (p. 79).

Así, este artículo parte de la tesis de Juan Carlos Arroyo: la propuesta discursiva es una teoría de cierre. Y para darle esa lectura es necesario revisar dicha propuesta jurídica desde una óptica de la preocupación especial de Habermas: “Ofrecer un nuevo fundamento normativo para la teoría social desde la reelaboración de la racionalidad en términos de la acción comunicativa” (Arroyo, 2000, p. 6).

En tal sentido, el objetivo del texto es el de servir de guía para adentrarse en el territorio de la propuesta jurídica habermasiana, desde el enfoque de la teoría social y la necesidad de encontrar un fundamento normativo (Arroyo, 2000, p. 6). Una vez concluida esta parte de preliminares, la ruta a seguir será la siguiente: lo primero que hay que anotar es cómo este enfoque parte del reto que significan las sociedades plurales. Enseguida, descubrir, en perspectiva constructivista, al derecho como solución a ese reto de las sociedades plurales. En esta última dirección merece especial atención tanto la legitimación de los procesos de producción del derecho como la legitimación de un orden de dominación. Porque una cosa es legitimar la construcción de la idea del derecho y otra diferente es la de producir y aplicar las leyes que surgen de esa idea. Por utilizar un ejemplo: supongamos que una empresa desea adquirir un vehículo, entonces lo primero que se tendrá que hacer es justificar la adquisición del mismo. Pero una vez adquirido, lo segundo que hay que hacer —y cada vez que se use— es justificar su empleo. Aportar razones del porqué se usará en unos viajes y en otros no; justificar por qué lo manejará determinada persona y otra no.

Finalmente, no puede pasar desapercibido que la propuesta habermasiana ha recibido críticas. Aunque no será posible hacer un catálogo de ellas, al menos sí se deben nombrar tres de las principales críticas que han venido insistiendo en los fallos de esta alternativa. Y por último y a manera de conclusión, resulta importante señalar los retos que deja la teoría jurídica habermasiana.

II. Babel. El reto de las sociedades plurales

La pluralidad de las sociedades es una realidad. Hay diferencias ideológicas, culturales y sociales. Las diferencias no son superficiales, lo que defiende una religión es, precisamente, lo que combate otra. Lo que valora una cultura es lo que rechaza otra, y así las diferencias podrían continuar. Las diferencias antes eran silenciadas por mandato de la divinidad, de la historia, e incluso por orden de un dictador. Pero en estos tiempos es inaceptable que las diferencias sean silenciadas en nombre de la unidad, puesto que la unidad se debe formar a partir de la heterogeneidad. Y el único camino posible es a través del Estado democrático de derecho (Brudner, 2007).

Con base en lo anterior, el Estado democrático de derecho, como dice Prieto Sanchís (2004), debe hablar “con muchas voces” (p. 54). O como explica Rosenfeld, el modelo unitario de una sociedad homogénea, compacta y sometida a una sola expresión, ha quedado eliminado con la actual propuesta. Ante el declive de la homogeneidad surge la necesidad de reconocer la heterogeneidad, y ello ocasiona que la visión plural predomine en la formación de las instituciones políticas (Rosenfeld, 2004, pp. 119 y 120).

Sin embargo, esta tarea no es fácil. El Estado democrático de derecho debe hacer uso de múltiples herramientas que articulen los diversos discursos legitimantes y logren satisfacer las demandas de las personas. Para Habermas, una de estas herramientas —quizá la principal— es el derecho. Ciertamente, para él la función propia del derecho es la de estabilizar expectativas (Habermas, 2005, p. 200). Y estabilizar expectativas no es otra cosa que asegurar y operar la integración social en una sociedad plural y compleja (Habermas, 2005, p. 99).

El papel central asignado al derecho por Habermas en esta tarea no es espontáneo; dio unas primeras pistas cuando construyó su teoría de la acción comunicativa. Y aunque en aquella ocasión, influenciado por la idea marxista de que el derecho sólo podía ser visto en términos de instrumento de dominación, titubeaba e incluso mostraba cierta desconfianza al derecho; en años posteriores cambió esta visión.

Para Habermas, la acción comunicativa se concibe como la forma en que “los actores coordinan sus planes de acción a través del entendimiento lingüístico; es decir se coordinan mutuamente de manera que utilizan para ello las fuerzas elocutivas vinculantes propias de los actos de habla” (Habermas, 2002, p. 117), y cuya finalidad última se desdobla en dos planos: en la teoría de la sociedad y en el ámbito filosófico-crítico. Así, como teoría de la sociedad buscará responder la pregunta “¿cómo es posible el orden social?” (Habermas, 1997, p. 479); mientras que como disciplina filosófica se encargará del análisis de la teoría del significado, la reconstrucción de la razón, la clarificación de la diversidad de los discursos y el estudio pragmático-formal de los procesos de entendimiento (Habermas, 1997, pp. 506 y 507).

Particularmente, la acción comunicativa, en su plano de la teoría de la sociedad, descubre que el derecho es una herramienta de integración. Aunque esta herramienta como tal no se identificaba en el derecho premoderno, pues había una fusión de política, moral y derecho en un solo discurso. Entonces, el derecho premoderno era legítimo en su producción y en su aplicación por una sencilla razón: nadie ponía en duda que el derecho venía de Dios (legitimación en el proceso de producción) y que las autoridades hablaban en nombre de él para resolver los conflictos (legitimación de un orden de dominación). Dicha tensión permanecía dormida mientras no se objetaban los fundamentos sacros del derecho. Pero la positividad —como indica su nombre— logró la emancipación, para expresarlo con claridad, de la mano de Dios. Ahora el poder del príncipe tiene validez por la fuerza material que posee, pero no es suficiente. La ausencia de la mano de Dios quita una validez que ahora se extraña; no basta con la mano del hombre para convencer sobre la validez del derecho, pues pelean por un espacio principal el discurso moral, el político y el derecho.

A partir de ese momento surge una variedad de teorías que buscarán explicar cómo lograr y justificar la legitimidad del derecho, en su proceso de producción y de dominación. Antes, la unidad entre derecho, moral y política no lo exigía.

III. Legitimación de los procesos de producción del derecho

Como ya se había adelantado, Habermas distingue dos planos de la legitimación del derecho: por un lado, la legitimación que debe buscarse al construir un sistema que vendrá a cumplir la función de estabilizar expectativas, y por otro lado, la legitimación que deberá respaldar a la función permanente que —una vez construido— tendrá que desarrollar el derecho a través de leyes concretas. Esto no quiere decir que sean temas separados, si acaso podría compararse con las caras de una misma moneda. Recuérdese el ejemplo que se mencionó líneas antes, sobre la adquisición de un vehículo: un tema es su adquisición y otra su uso.

Por lo que se refiere a los procesos de producción del derecho, Habermas afirma que éste se logra cuando aquel se convierte en el único discurso neutral, que permita la integración social y, al mismo tiempo, respete las iguales libertades de acción para las personas. Dicho de otra manera, dentro de la pluralidad, lo que asegura que yo sea escuchado en la colectividad de manera imparcial y, a la vez, permita la integración, es el derecho. Pero para entender los alcances de esta afirmación es necesario precisar qué entiende Habermas por formas de integración social y después justificar cómo el derecho se presenta como discurso neutral que respeta las iguales libertades de acción para las personas.

1. Formas de integración en términos de la acción comunicativa

Habermas explica que las personas en sociedad se pueden integrar de dos maneras: en uso de la conciencia de ellas, o bien, a sus espaldas. Pensemos, por caso, lo siguiente: cuando un grupo de personas decide realizar un viaje y definen en conjunto la ruta, el destino y las modalidades de viaje. Ahí hay una integración consciente. Pero cuando una persona utiliza un tipo de moneda y se integra con otras personas por motivos monetarios, no sabe (ni ella, ni con los que se relaciona) si esa moneda perderá valor o lo acrecentará. Hace uso de las monedas, pero los sucesos relativos a su valor se producen, por así decirlo, a espaldas de los participantes. Desde luego que Habermas no utiliza estos ejemplos; lo dice más o menos de esta manera: los papeles de las personas en ambos escenarios son distintos: en el mundo de la vida la persona mantiene su calidad de sujeto racional conforme a valores, normas y fines; por el contrario, en el sistema no importa su dirección, sino sólo el éxito logrado por la utilidad, la efectividad y la adhesión. Lo primero lo mantiene en calidad de sujeto agente; lo segundo lo relega a simple unidad a la “que se imputan las decisiones” (Arroyo, 2000, p. 23).

Por otro lado, y aunque es aventurado tratar de dar una definición precisa de estos conceptos, sí se pueden delimitar de la siguiente manera: el mundo de la vida es el entono social de las personas; el sistema es el entorno del dinero (economía) y del poder (administrativo y político).

El mundo de la vida tiene tres componentes: cultura, sociedad y personalidad. Cada uno de ellos, a su manera, genera la integración de las personas. La cultura lo hace a través de patrones generados por las tradiciones, y con ello permite el consenso; la sociedad, por su parte, lo hace a través de la idea de la solidaridad surgida por la pertenencia a grupos, y la personalidad dota de lenguaje y acción al sujeto para expresar su propia identidad y permitir su participación en procesos de comunicación (Habermas, 1989, p. 405). Un ejemplo narrado por Habermas podría aclarar lo anterior:

El albañil veterano que manda a un colega más joven, recién contratado, a buscar cerveza y le pide que se dé prisa y esté de vuelta en un par de minutos, parte de que los implicados, aquí el destinatario y los que le escuchan, tienen cierta la situación: la proximidad de la hora del almuerzo es el tema; el ir a buscar la bebida un fin relacionado con ese tema; uno de los colegas más viejos concibe el plan de mandar por la bebida al “nuevo”, que dado su status, difícilmente puede sustraerse a esa exigencia. La jerarquía informal del grupo de trabajadores ocupados en la obra es el marco normativo en que uno puede exigir a otro que haga algo. La situación de acción viene definida por la pausa para el almuerzo en lo que toca al tiempo y por la distancia entre la obra y el puesto de bebidas más próximo en lo que se refiere al espacio. Pero si ocurre que al puesto de bebidas más próximo no se puede llegar en un par de minutos, es decir, que el plan que ha concebido uno de los trabajadores veteranos, a lo menos dada esa condición, sólo se puede poner en práctica contando con un coche (u otro vehículo), el interpelado tal vez responda, pero si yo no tengo coche. El trasfondo de una emisión comunicativa lo constituyen, pues, definiciones de la situación que han de solaparse suficientemente para cubrir la necesidad actual de entendimiento (Habermas, 2003, pp. 172 y 173).

En el anterior ejemplo, la cultura se presenta por el plan diseñado por el veterano en razón a la proximidad del almuerzo (tema); el mandar por las bebidas del almuerzo hace suponer que es para compartirlo (solidaridad generada por lo colectivo), y la réplica que hace la persona que no tiene coche no es por negarse a ir, sino por expresar la imposibilidad de cubrir la orden en los términos indicados (personalidad que dota de lenguaje).

Habermas dice que el mundo de la vida tiene éxito cuando se logra la acción comunicativa, y, en consecuencia, una integración social que genera el consenso sin coacciones y a través de convicciones racionalmente motivadas. Los tres elementos del mundo de la vida funcionan plenamente. La reproducción cultural posibilita esquemas de interpretación susceptibles de consenso; la integración social viabiliza relaciones interpersonales legítimamente reguladas, y el desarrollo de la personalidad libera las capacidades de interacción. Pero el mundo de la vida también puede fracasar, y esto puede suceder si los elementos del mundo de la vida no funcionan adecuadamente. Esto es resultado de lo que él llama perturbaciones y absorciones. Las primeras se presentan al interior del mundo de la vida; las segundas son invasiones externas.

Las perturbaciones se presentan cuando hay pérdida de sentido en la reproducción cultural; la integración social se transforma en anomia, y la personalidad, en lugar de liberar capacidades de interacción, desarrolla psicopatologías que las impide (Habermas, 2003, p. 203).

Hay absorción, al exterior, cuando los sistemas invaden el mundo de la vida. En esto tenemos que recordar que la idea de sistemas en Habermas es deudora de Luhmann, para quien los sistemas “se definen por aquellos modos de operación mediante los cuales se produce y se reproduce a sí mismo” (Luhmann, 1997, pp. 115 y 116). Un sistema no requiere de la intervención de las personas, pues se regula por sí mismo con la finalidad de conservar su propia existencia o integridad. En los sistemas sólo se busca el cumplimiento de sus respectivos códigos para asegurar su propia supervivencia. “Cada sistema posee un código binario que lo distingue de los demás sistemas. Así, por ejemplo, el código del sistema político es gobierno/oposición; del sistema económico, dinero/no dinero; del sistema educativo, capaz/incapaz; del sistema moral, bueno/malo” (Castro, 2011).

En caso de que el sistema absorba (invada) al mundo de la vida se presenta el fenómeno de la colonización, que no es otra cosa que la pérdida de valores, normas y fines que permiten al agente ser sujeto de acción, y esta pérdida, consecuentemente, origina en el sujeto su transformación en unidad sujeta a procesos de las reglas de la economía y del sistema. Esto funciona de la siguiente manera: supongamos que, culturalmente (mundo de la vida), está desaprobado que el dinero (sistema) sustituya los sentimientos. Pero para la economía (sistema), los sentimientos (mundo de la vida) no importan, sino la generación del propio código, que es el dinero, por lo cual en este sistema es válido el desplazamiento de los sentimientos, aunque no lo sea en el mundo de la vida. Es decir, la balanza se tendrá que declinar a favor de uno u otro. Cuando la balanza se inclina a favor de los sistemas, estamos ante el fenómeno que Habermas llama colonización.

Por ello, Habermas asegura que el conflicto de nuestro tiempo ya no es la lucha de clases, sino el problema de la invasión del sistema en el mundo de la vida.

Ante ello, su propuesta se ofrece no sólo como una medida en contra de las perturbaciones al mundo de la vida, sino también como una alternativa en contra de esta colonización del mundo de la vida por parte del sistema, y se dirigirá a la búsqueda permanente de la humanización del mundo de la vida (Habermas, 2003, p. 562).

La acción comunicativa como muro de contención cumple una función al exterior, pero entonces ¿qué nos asegura que al interior del propio mundo de la vida las diversas concepciones y modos de vida se pongan de acuerdo? Esto guarda una relación con los diversos discursos que surgen en la integración social y, particularmente, en la interacción entre mundo de la vida y sistema.

2. Discursos legitimadores y derecho

Dentro de la exposición habermasiana se puede identificar una clasificación de discursos que son usados para la interacción entre las personas: los discursos legitimadores y los artificiales. Habermas, en ningún pasaje, lo señala de esta manera, pero una lectura integral de sus principales exposiciones autoriza hacer esa clasificación.

Los discursos legitimadores son usados dentro del mundo de la vida o de los sistemas, o en la relación entre ambos para generar la integración social. A manera de metáfora, el mundo de la vida y los sistemas son plataformas, y los discursos son las categorizaciones de la información. Piénsese, por ejemplo, en el caso de Facebook (plataforma) y los grupos que se crean de amigos, seguidores, etcétera (discurso). Por eso es necesario identificar cada uno de estos discursos, para poder navegar adecuadamente en la plataforma.

Habermas hace una clasificación entre razones pragmáticas, éticas y morales. La base de esta clasificación permite también referirse a discursos legitimantes, por lo que las razones pragmáticas constituyen al discurso pragmático; las éticas, al discurso ético, y las razones morales, al discurso moral. Situación especial merecerían las razones jurídicas (discurso jurídico) y las políticas (discurso político). Más adelante se volverá sobre este punto.

Reanudando el tema de la clasificación en los tipos de razones, hay que ver el objeto que persigue cada una de ellas. En las razones pragmáticas, si yo deseo un fin, entonces busco los medios racionales, entendidos éstos como conductores de eficiencia. Deseo trasladarme con rapidez de un lugar de la ciudad a otro, la razón —pragmática— eficaz me indica que es mejor hacerlo en un automóvil que a pie. Ahora bien, deseo llegar rápido, pero soy un ecologista en contra del uso de automóviles. Es decir, tengo una razón ética, por lo que la razón pragmática no puede guiar mi conducta. Tendré que buscar una convincente para mi persona; podría, por ejemplo, seleccionar el irme a pie o utilizar una bicicleta, pero desecho la alternativa del automóvil. Aquí estaremos ante la presencia de razones éticas, y lo que buscan es alcanzar la vida buena.

Finalmente, quizá no busco ni un fin ni la vida buena (ambos deseados sólo por mí), sino la vida compatible con la de otros; o sea, una razón moral. Aquí, explica Habermas, la pregunta tradicional “¿qué debo hacer yo?” se sustituye por “¿qué se debe hacer?”. Entonces, las razones son razones para actuar en un colectivo en el cual se tengan presentes los intereses de todos los involucrados. Estaremos, en este último caso, ante las razones de carácter moral.

La formación común deberá obtenerse en coordinación con el discurso apropiado para el tipo de cuestión que haya que resolver: si se trata de una cuestión moralmente relevante (aborto, distribución de la riqueza social, etcétera) habrá necesidad de acudir a los discursos morales (someter el tema al test de universalización). Ahora bien, si se trata de un asunto ético (migración, cuestiones étnicas, cultura política, etcétera), entonces la alternativa a seguir son los discursos éticos, pues “son discursos que penetran a través de los intereses y orientaciones valorativas, en los que se generó el desacuerdo y, que por vía, de procesos de autoentendimiento, nos hagan reflexivamente conscientes de concordancias profundas, radicadas en la propia forma de vida común” (Habermas, 2005, p. 233).

Si los discursos ordinarios no se mezclaran, no habría problemas. Pero en la realidad las personas tienen que enfrentar problemas complejos que afectan varios intereses, y de manera diversa, por lo cual los discursos se mezclan y eso genera la necesidad de crear discursos artificiales (diferentes a los ordinarios), de nivel superior, que busquen la armonía entre aquellos. Y de esta manera surgen la negociación y el derecho.

Un primer discurso artificial es la negociación. La negociación se ofrece como alternativa siempre y cuando los actores ganen más de lo que ganarían si no hubiera acuerdo. Pero este discurso artificial puede tener algunos riesgos. Uno de ellos es que, si la negociación no tuviera límites, se permitiría el negociar incluso con la eliminación de la diferencia, y esto no sería posible. Para evitar lo anterior surge el derecho como un segundo discurso artificial, que cuidará que no se violente el único derecho innato e innegociable: iguales libertades de acción.

3. El único derecho innato: iguales libertades de acción

Si en el mundo sólo existiera una persona, ese ser tendría libertad absoluta. Pero en el mundo no hay una sola persona; hay muchas que compiten por hacer valer su libertad absoluta. Aquí hay necesidad de buscar coordinación, pero esta coordinación, lejos de ser un asunto fácil, es bastante complicado. Esto es así, principalmente, porque de lo que se trata es de tener en cuenta, al mismo tiempo, tanto al individuo en su singularidad (y por lo tanto, satisfacer sus deseos personales, es decir, sus razones pragmáticas o éticas) como al individuo incrustado en la sociedad (y por ende, limitar algunos de sus deseos personales). Las y los teóricos de estas ideas han optado por relacionar la primera libertad con autonomía privada; la segunda con autonomía pública.

En otras palabras, se puede utilizar un ejemplo (ilustrativo, pero no exacto en cuanto al contenido de la propuesta habermasiana): X quiere hacer valer su deseo por silenciar a personas que hagan ruido, pues su religión impone tranquilidad (eticidad); por su parte, aquellas desean hacer eficaces sus pretensiones de validez por hacer ruido, ya que su forma de divertirse es, precisamente, haciendo ruido. Ante la ruptura del derecho sacro que tenía una autoridad ambivalente y podía imponerse, ahora X y los demás sólo aceptarán coordinarse si se les asegura que serán tomados en cuenta en el acuerdo de coordinación (autolegislación).

La gran fractura del fenómeno moral básico en dos “unilateralidades simétricas”, que se comentó en líneas anteriores, muestra el complejo carácter individuo-comunidad que se refleja entre la tensión, por un lado, de la idea de “hacer valer la inviolabilidad de los individuos exigiendo igual respeto por la dignidad de cada uno de ellos” (Habermas, 2000, p. 20), y por el otro, de la idea de protección a “las relaciones intersubjetivas de reconocimiento recíproco en virtud de los cuales los individuos se mantienen como pertenecientes a una comunidad” (Habermas, 2000, p. 20). Esto es, en realidad, concluye Habermas, una tensión entre autonomía pública y privada.

Para enfrentar la tensión y respetar las dos autonomías hay que buscar cuál o cuáles son los derechos innatos. Y Habermas (2005) responde que sólo hay un derecho innato: el derecho a iguales libertades de acción (p. 158). Asimismo, Habermas explica que lograr las iguales libertades de acción significa que todas las normas que regulen la conducta de una persona deben hacer coincidir tanto al autor de la norma como al destinatario. Una norma me puede obligar si al mismo tiempo yo la hice o la autoricé. Esto, continúa Habermas, no es más que producir el derecho a partir de la autonomía privada y la pública.

Jean-Jacques Rousseau intenta resolver esta tensión entre individuo y colectividad. Cuando se pregunta sobre la forma de armonizar los intereses individuales con los colectivos, responde que la mejor manera es entender los intereses individuales (libertad o arbitrio) como una idea estrechamente vinculada con la idea de razón. Esta idea de razón no es otra cosa que el seguir las pautas de una comunidad ética cuyos miembros se orientan hacia el bien común o voluntad general. Es decir, la razón le pertenece al colectivo: los intereses individuales valen en la medida que buscan esa voluntad general. Por el contrario, los intereses que se separan de ese bien carecen de valor alguno.

Pero Rousseau es consciente de que una mayoría podría afectar a una minoría utilizando como herramienta una falsa idea de la voluntad general. Como defensa, Rousseau ofrece el carácter general y abstracto de las leyes: una mayoría no podría abusar de una minoría, pues las leyes generales y abstractas no diferencian entre ciudadanos. Las leyes benefician o perjudican parejo. Por eso una mayoría no puede abusar de la minoría, ya que en ese abuso la persona estaría creando las leyes para su propio daño. De todo ello, concluye Rousseau, cuando se logra la voluntad general y ésta produce leyes (abstractas y generales) dichas leyes son de carácter obligatorio, e incluso impuestas bajo amenaza de coacción.

Habermas critica está solución; se muestra insatisfecho porque no encuentra cómo hacer que los individuos inconformes con la voluntad general puedan respetar dicha voluntad general por su propio arbitrio y no por la imposición de una coacción. En Rousseau, la lectura ética de la autolegislación ocasiona que la autonomía privada (derechos humanos) se vea sacrificada en nombre de la autonomía pública (soberanía popular) o, mejor dicho, la idea de autolegislación fracasa porque los destinatarios de las normas no siempre resultan ser los mismos que los autores.

Un siguiente intento es el de Immanuel Kant. Para Kant también la tensión tiene como punto de arranque la idea de autonomía bajo el binomio libertad-razón. Pero a diferencia de Rousseau, Kant considera que la razón no le pertenece al colectivo, sino al individuo: éste obtiene sus derechos pre políticos de la administración de recursos propios y “cognitivos que son independientes de las tradiciones religiosas y metafísicas”. Ahora bien, dicho individuo logra su incrustación en el colectivo porque su razón “individual”, al estar guiada por un objetivo común, o bien, supremo, llega al mismo punto que las otras voluntades: ese mío o tuyos internos, al aplicarlos al mío o tuyo externo, produce la conciliación entre individuo y colectividad (Habermas, 2005, p. 166).

Para Kant, visto de esta manera, no puede haber tensión entre la autonomía privada y la pública, puesto que “partió de que nadie puede asentir en el ejercicio de su autonomía ciudadana a leyes que vulneren la autonomía privada asegurada por el derecho natural”. Esto es, el derecho natural pre político (léase autonomía privada) no se contrapone a los derechos políticos (léase autonomía pública) porque Kant nunca imaginó que alguien podría poner en duda el contenido del derecho natural pre político (Habermas, 2005, pp. 196 y 197). En todo caso, la autonomía en Kant se obtiene de una lectura moral, por lo que la supremacía es de la autonomía privada. Aquí, subraya Habermas, el propósito de la autolegislación falla, pues de nueva cuenta los destinatarios de la norma no son los mismos que sus autores.

Habermas observa que ambos autores equivocan el camino por no tener en cuenta dos puntos principales: primero, tanto la propuesta de Rousseau como la de Kant son omisas al identificar los diversos discursos legitimatorios que existen para la formación de acuerdos. Rousseau le apuesta al discurso ético; Kant al discurso moral. Y ambos olvidan el discurso pragmático. Segundo, ambos autores están influidos por la filosofía del sujeto.

En cuanto al tema de los discursos legitimatorios, Habermas dice haber superado ese punto, pues él sí tiene una tipología de discursos que, como ya se dijo, son éticos, pragmáticos y morales. Junto a ellos estarán los artificiales, como son el de la negociación y el derecho.

Por lo que se refiere a la filosofía del sujeto, explica Habermas que cuando se abandona la filosofía del sujeto y se hace uso de una propuesta como la suya (la comunicativa), el discurso racional ya no tiene que gestarse ni en el sujeto individual (Kant) ni en el sujeto colectivo (Rousseau). Esto es:

La legitimidad del derecho se basa en última instancia en un mecanismo comunicativo: como participantes de discursos racionales los miembros de una comunidad jurídica han de poder examinar si la norma de que se trate encuentra, o podría encontrar, el asentimiento de todos los posibles afectados. Por lo tanto la conexión interna que buscamos entre soberanía popular y derechos del hombre consiste en que en el sistema de los derechos se recogen exactamente las condiciones bajo las que pueden a su vez institucionalizarse jurídicamente las formas de comunicación necesarias para una producción de normas políticamente autónomas (Habermas, 2005, p. 169).

En otras palabras, el mecanismo comunicativo sirve como mediador entre la individualidad y la colectividad sin sacrificar a ninguna de las dos autonomías. Dicho mediador “reciclará” la tensión (negativa) en una positiva: las fuentes de legitimación no pueden disponer a voluntad (Habermas, 2005, pp. 184 y 185). Imagínese, por ejemplo, el caso de dos sujetos tirando de una cuerda. Uno tirará de su lado y lo mismo hará el otro. Lo que hacían las filosofías del sujeto era representar la autonomía con uno de los dos sujetos. Cuando el individuo se fortalece por criterios morales nomológicos (Kant) el “en medio de la cuerda” pasa del lugar central y se va del lado del individuo. Cuando el colectivo se fortalece por criterios éticos, el “en medio de la cuerda” se va para su lado.

En oposición, Habermas sigue dejando intacta tanto la autonomía privada como la pública (Habermas, 2005, pp. 184 y 185), pero le resta el poder de sobreponerse uno sobre otro. La propuesta comunicativa vendría a ser una especie de intermediario mecánico o artificial (es decir, sin ser un sujeto) que asumirá la tensión y la canalizará hacia un objetivo común: la formación de una voluntad común. Nótese que el intermediario no resta fuerza a los dos sujetos; al contrario, les deja su fuerza, pero lo que hace es conectar el “en medio de la cuerda” a otro objetivo. Así, tanto autonomía privada como pública tiraran hacia un solo objetivo.

Salvados estos dos temas —el de la eliminación de la filosofía del sujeto y la inclusión de los diversos discursos legitimatorios— ofrece un modelo de derechos que cumple con la promesa de la autolegislación y, al mismo tiempo, garantiza una voluntad racional (McCarthy, 1987, p. 222).

Con esto en mente, Habermas inicia planteando el principio universal (derivado de la máxima kantiana), que sirva como postulado universal, de todos aquellos que buscan —en una lógica del discurso práctico— llegar a un acuerdo. Y su principio es el siguiente: “(D) Válidas son aquellas normas (y solo aquellas normas) a los que todos los que puedan verse afectados por ella pudiesen prestar su asentamiento como participantes en discursos racionales” (Habermas, 2005, p. 172).

Este principio D se convierte en una herramienta neutral ante los demás discursos legitimadores, e incluso el artificial, que es la negociación, y permitirá que las diversas personas se pongan de acuerdo, aunque no coincidan con el tipo de discurso que cada quien emplea. Pensemos, por ejemplo, lo siguiente: un grupo de personas discute la obligatoriedad de inyectarse una vacuna en contra de una pandemia. Habrá personas que acepten colocársela por motivos morales (solidaridad con la sociedad); otras por motivos éticos (conservar la vida de acuerdo con su religión), y otras más por fines únicamente pragmáticos (conservar la vida para seguir bebiendo alcohol). Sea como fuere, se ha logrado que los tres tipos de personas den su aquiescencia.

Habermas no encuentra justificación para rechazar su principio D en una comunidad de personas razonables, pues, siguiendo la teoría del desarrollo de la conciencia moral de Kohlberg (Almagiá, 1987), considera que el consenso fundado en el entendimiento es posible (Martínez, 2011, p. 29).

Sin embargo, para que tanto autonomía privada como pública apunten hacia un solo objetivo, precisa Habermas, la clave está en una nueva propuesta de derechos humanos acorde con su alternativa comunicativa. Esta nueva propuesta deberá sustituir a la “tradicional” teoría de los derechos humanos.

4. El sistema de derechos que asegura las iguales libertades de acción

Con el principio D se ha establecido una regla base para empezar a jugar, pero quedan muchas más precisiones, pues el principio D es tan abstracto, que necesita materializarse, primero, a través de un sistema de derechos, y después, en la aplicación de esos derechos. Es como decir que la finalidad del ajedrez consiste en que uno de los bandos dé jaque mate al rey. Eso sería el principio D. No obstante, faltan las reglas específicas de los movimientos, que serían las reglas generales del juego. Y estas reglas generales del juego es el sistema de derecho. Después de esas reglas generales habría que revisar los casos concretos de aplicación.

Ahora bien, por lo que se refiere a las reglas generares del juego, o, por decirlo en términos habermasianos, el sistema de derechos, debe destacarse que éstos cumplen, según Habermas, con la aspiración de autolegislación: los destinatarios de la norma son, al mismo tiempo, sus autores. Por un lado, respeta la autonomía privada de los individuos, pues cada persona actuará conforme a sus valores, normas y fines (Habermas, 2005, p. 186), pero también se verán obligados a respetar la autonomía pública, pues desde el momento mismo en que aceptan entrar al proceso comunicativo (jugar pues), tienen que aceptar que hay derechos (el sistema de derechos) indispensables para la formación del acuerdo. Es decir, autonomía privada y pública —que en el ámbito moral sólo forman una (Habermas, 2004, p. 160)— permiten que el agente intervenga en la responsabilidad de contraer obligaciones ilocucionarias (auto) y, al mismo tiempo, que si llegan a entrar establezcan el contenido de dichas obligaciones y sus respectivos derechos (legislación).

Habermas, para fundamentar el sistema de los derechos, tiene que elaborar una fórmula (categoría) de derechos a través de la cual puedan derivarse las otras, pero que, a su vez, mantenga una génesis lógica con el principio del discurso. Influido por la tesis kantiana, la propuesta de Rawls, y sobre todo de la clasificación de Thomas Marshall, diseña una propuesta que no enumera derechos, sino que establece las reglas para generarlos.

Ahora bien, el autor en estudio reconoce cinco categorías de derechos. Y el primer derecho que todas las personas deben aceptar para poder “jugar” dentro del Estado democrático de derecho es el de reconocerse el mayor grado posible de libertad e igualdad.

La segunda categoría la componen aquellos derechos que permiten la inclusión de las personas en la vida política. Este es un agregado eminentemente habermasiano. La política —vía pertenencia— es el escenario donde el principio del discurso se materializa; sin ella las iguales libertades “no aterrizan”. Importante: Habermas no limita la participación a los no ciudadanos, sino que, precisamente, señala que es un derecho ser ciudadano y participar en los asuntos políticos. Por ello, cuando se declara partidario de una ciudadanía cosmopolita, lo que hace es expandir su idea de este derecho correlativo. Habermas lo ha expresado enfáticamente: “Los derechos humanos y civiles reconocidos a los individuos deben atravesar ahora todas las relaciones internacionales” (Habermas, 2005, p. 122).

La tercera categoría de derechos se integra por todos aquellos que permiten accionar. O sea, los que ponen en movimiento la maquinaria judicial y estatal, pues de nada serviría contar con derechos sin tener medio de acceso a aquellos.

La cuarta categoría está compuesta por los derechos que permiten participar en la opinión pública.

Por último, la quinta categoría la conforma el derecho a condiciones de vida social, técnica y ecológicamente para lograr la igualdad de oportunidades. Es decir, aquí ubica Habermas los derechos sociales, los derechos a las nuevas tecnologías y el derecho humano a disfrutar de condiciones ambientales de calidad aceptable.

Este sistema de derechos, en suma, es lo que dota de legitimidad al proceso de producción del derecho. Pero todavía falta que el modelo explique la legitimación de un orden de dominación.

IV. Legitimación de un orden de dominación

La creación, o, mejor dicho, la justificación del derecho en términos de un sistema de derechos que aseguren las iguales libertades de acción, da razones suficientes para aceptar que existe un derecho legítimo en cuanto a su producción. Pero el derecho una vez creado es una especie de “árbol vivo” (Waluchow, 2009) que tiene que legitimar de momento a momento su poder de dominación. Dicho de otra manera, y aquí se repetirá el ejemplo que se colocó líneas atrás: supongamos que está justificado comprar un vehículo, pero una cosa es justificar su compra y otra es justificar su uso diario.

La legitimación del orden de dominación tiene que vigilar dos subprocesos. El subproceso de creación de las leyes, o como él le llama, la génesis de las normas (Habermas, 2005, p. 338), y que atañe particularmente a la relación entre política y derecho, y el subproceso de aplicación del derecho, y que atañe a la relación entre derecho y los operadores institucionales de justicia (jueces).

La primera idea descansa en su propuesta de producción legislativa; la segunda en su proceso de aplicación. En el proceso de producción legislativa la teoría discursiva tendrá que resolver cómo deben aprobarse las normas específicas de un Estado democrático de derecho; por su parte, en el proceso de aplicación deberá justificar la resolución de los casos concretos jurídicos.

1. La creación de leyes

La sociedad necesita de leyes y de instituciones que vigilen su cumplimiento. Éstas no pueden surgir únicamente por el reconocimiento del sistema de derechos. Se requiere de algo que ayude a materializar los acuerdos y a vigilar su cumplimiento. Esto, afirma Habermas, lo hace el poder político.

Habermas entiende por poder político la estructura de acción y con capacidad de materialización que tienen los poderes públicos. Bajo la anterior idea, reitera que el derecho tiene como finalidad la estabilización de expectativas de comportamiento. Por su parte, explica, la función propia de la política es la realización de fines colectivos. Tal distinción de funciones propias no es impedimento para que se presten auxilio recíprocamente. Así señala que la política auxilia al derecho, al dotar de seguridad jurídica a los destinatarios de las normas. Un poder político institucionalizado, subraya, “responde a una codificación que presta a las reglas jurídicas un mayor grado de consistencia y de explicitación conceptual”.

Por otro lado, el derecho también presta auxilio al poder político, y este auxilio es en virtud de que el derecho “no se agota en normas rectoras del comportamiento”, sino que también “genera instituciones estatales, procedimientos y competencias” (Habermas, 2005, p. 212). Dicho de otra manera, el derecho pone las reglas y el poder político la materialización. Imagínese, por caso, la meta de llegar a un rumbo determinado: el derecho pone la gasolina y el poder político, el vehículo.

Tener clara la idea de separación entre derecho y política significa también clarificar que puede haber Estados políticos sin derecho, pero no debe haber derecho sin Estado. Esto se entenderá mejor si se subraya que para Habermas la relación posconvencional entre el derecho y la política surge, precisamente —más allá de la forma legal—, “por un procedimiento legislativo que engendra legitimidad en la medida en que garantiza discusivamente las perspectivas públicas de la sociedad en general” (Quintana, 1996, p. 39).

Para decirlo pronto, el poder político institucionaliza el principio de neutralidad porque él, como poder institucionalizado, se convierte en el centro, a manera de regulador central, de los diversos discursos presentes en las sociedades contemporáneas (pragmáticos, ético-políticos, negociaciones y discursos morales). Y aunque todo el poder político institucionalizado tiene el deber de regular los discursos, el Poder Legislativo es el que tiene la mayor importancia en este modelo, pues en él se genera el

Recurso ilimitado a razones normativas y pragmáticas, incluyendo las constituidas por los resultados de negociaciones fair, lo tiene solamente el legislador político, más ello solamente en el marco de un procedimiento democrático atenido a la perspectiva de fundamentación de normas (Habermas, 2005, p. 261).

El Poder Legislativo deberá captar las demandas ciudadanas y transformarlas en leyes. El proceso será simple: deberá escuchar y rendir cuentas a la sociedad civil y la opinión pública. Estos últimos son poderes informales de legitimación, y su función consiste, justamente, en trasladar e impulsar los conflictos que se producen en la periferia hacia el sistema político. Para ello, sociedad civil y espacio de la opinión pública deben mantener una separación tajante con el Estado y su correlativo (el espacio de la política pública). El espacio de la opinión pública, explica, “es como una red para la comunicación de contenidos y tomas de postura, es decir, de opiniones, y en él los flujos de comunicación quedan filtrados y sintetizados de tal suerte que se condensan en opiniones públicas gavilladas en torno a temas específicos” (Habermas, 2005, p. 440).

Por su parte, el núcleo de la sociedad civil “la constituye una trama asociativa que institucionaliza los discursos solucionadores de problemas, concernientes a cuestiones de interés general, en el marco de espacios públicos más o menos organizados” (Habermas, 2005, p. 447). Consciente Habermas de la diversidad de significados adjudicados a la sociedad civil, él, siguiendo a Arato y Cohen (Cohen, 2012), señala las características de la sociedad civil en términos del discurso: 1) pluralidad: se abarca la más amplia gama de sectores, como son las familias, grupos informales o asociaciones voluntarias; 2) publicidad: instituciones culturales y de comunicación abiertos y conocidos por todos; 3) privacidad: ámbito libre para el autodesarrollo personal y la elección moral, y 4) legalidad: leyes que permitan y promuevan el desarrollo de las anteriores características y también garanticen que ellas mismas se desarrollen dentro del marco legal.

Siguiendo a los mismos autores, Habermas enumera las condiciones en las que debe desarrollarse dicha sociedad civil. Primero, esta sociedad civil está pensada para contextos de una cultura política desarrollada, y entiende por una cultura política desarrollada aquella en donde se respeta “el ejercicio de las libertades, y de los correspondientes patrones de socialización, así como sobre la base de una esfera de la vida privada, que mantenga su integridad, es decir, sólo pueda formarse en un mundo de la vida ya racionalizado” (Habermas, 2005, p. 452). Segundo, la opinión pública sirve para ejercer influencia y no para tener poder político. Tercero, la sociedad civil no debe aspirar a la organización en conjunto de sí misma.

La vigorosidad de la que dota Habermas a la sociedad civil genera efectos importantes en su propuesta y marca la diferencia con las teorías que le anteceden. De esta manera él, en primer lugar, le confiere al discurso político la característica de ser un centro operativo de diversos discursos generados en la sociedad civil y la opinión pública para la formación de leyes; en segundo lugar, replantea el concepto de soberanía, y en tercer lugar, reconfigura la tradicional división de poderes.

Acerca del discurso político como centro operativo de diferentes discursos, explica Habermas que aquel tendrá que justificar que ha logrado enfrentar la diversidad de discursos en un solo discurso político. La democracia, desde luego, no sustituye las reglas de los otros discursos, pues no es su finalidad desaparecerlas, sino, precisamente, respetarlas. La función, en este caso, del principio del discurso, es la institucionalización de dicho proceso formativo y regulado por el sistema de derechos que garantiza a todos los actores una participación comunicativa en plano de iguales libertades (Oquendo, 2002, p. 191).

Con respecto al concepto de soberanía, para Habermas, ésta debe adquirir un nuevo rostro, y este nuevo rostro ya no encarna en un sujeto, sino se dispersa en el espacio público. El poder soberano aquí no será otra cosa que el poder comunicativo de los ciudadanos. Siguiendo a Arendt, explica Habermas que el poder comunicativo “surge ahí donde se produce una formación de la opinión y la voluntad comunes, que con la desencadenada libertad comunicativa de cada uno «para hacer uso público de su razón en todos los aspectos», hace valer la fuerza productiva que representa una «forma ampliada de pensar»” (Habermas, 2005, p. 215). Por ello, el poder se presenta en forma más pura cuando

…los revolucionarios toman el poder que está en las calles, cuando una población decidida a la resistencia pasiva hace frente a los tanques extranjeros con sólo sus manos; cuando minorías convencidas cuestionan la legitimidad de leyes vigentes y ejercitan la desobediencia civil; cuando en los movimientos de protesta irrumpe el puro placer de la acción (Habermas, 2005, p. 216).

El otro punto importante es el relativo al tema del principio de división de poderes. La tradición liberal distribuye funciones, pero para él la división de poderes no se agota únicamente en dicha distribución, sino además en dotarlo de poder comunicativo. La diferencia entre una y otra tarea se puede ver en el caso de un estado institucionalizado que distribuye el poder político sin importarle el poder comunicativo.

Colocar al poder comunicativo como centro de la nueva distribución de poderes tiene consecuencias al momento de distribuir funciones entre cada uno de ellos. En primer lugar, las funciones se definen con base en discursos argumentativos. El discurso argumentativo del Poder Legislativo, por ejemplo, es el de la fundamentación de las normas y consiste en “institucionalizar formas de comunicación necesarias para la formación racional de la voluntad política” (Habermas, 2005, p. 248), y por ello deberá dar apertura a los distintos tipos de discurso (ético-políticos, morales y pragmáticos). El discurso argumentativo del Poder Judicial, por otro lado, es el de aplicación de las normas, y éste consiste en tomar “una decisión acerca de cuál de las normas presupuestas como válidas es la que se ajusta a una situación descrita de la forma más posible en todos sus rasgos relevantes” (Habermas, 2005, p. 240). El discurso argumentativo del poder administrativo, por su parte, consiste en resolver cuestiones de eficiencia. La administración, detalla Habermas, puede “seleccionar tecnologías y estrategias de acción, pero con la reserva de que —a diferencia de los sujetos jurídicos privados— esas autoridades no persigan sus propios intereses y preferencias” (Habermas, 2005, p. 261). La misma separación —en estos términos— asegura que el Poder Ejecutivo sólo quede limitado a las funciones de aplicación que se le han ordenado, pues “la administración no tiene ninguna capacidad de intervenir en las premisas a las que ha de atenerse en sus decisiones” (Habermas, 2005, p. 241).

La finalidad de esta nueva perspectiva de división tiene como objetivo proteger, institucionalmente, los derechos individuales, ya que a través de dicha división queda “garantizada tanto la seguridad jurídica como la aceptabilidad racional de las decisiones judiciales”.

2. La aplicación de las leyes

Ronald Dworkin narra la siguiente anécdota:

Siendo Oliver Wendell Holmes Jr. magistrado del Tribunal Supremo, en una ocasión de camino al Tribunal llevó a un joven Learned Hand en su carruaje. Al llegar a su destino, Hand se bajó, saludó en dirección al carruaje que se alejaba y dijo alegremente: “¡Haga justicia, magistrado!”. Holmes paró el carruaje, hizo que el conductor girara, se dirigió hacia el asombrado Hand y, sacando la cabeza por la ventana, le dijo: “¡Ese no es mi trabajo!”. A continuación el carruaje dio la vuelta y se marchó, llevándose a Holmes a su trabajo, supuestamente consistente en no hacer justicia (Dworkin, 2007, p. 11) (cursivas agregadas).

El dilema entre hacer justicia o aplicar el derecho es un debate permanente en la teoría jurídica. Y es justamente este dilema el que Habermas presenta como el tema de la aplicación del derecho. Explica que la legitimación de un orden de dominación puede ser explicada por la fuerza que surge de las sanciones de un derecho vigente, o bien, por invocar normas racionalmente aceptables. Y, en concreto, se presenta cuando el juzgador tiene que emitir sentencias, pues por un lado debe conservar la seguridad jurídica para los destinatarios de la norma y, por otro, dictar sentencias razonablemente aceptables. Piénsese, por ejemplo, en el caso de una norma que haya sido elaborada hace 200 años y que margina los derechos de la mujer. ¿Se aplica la norma en nombre de la seguridad jurídica o se evade en nombre de la corrección normativa?

Ahora bien, explica que hay tres principales posturas que han intentado responder a dicha cuestión: la hermenéutica, el realismo y el positivismo.

La propuesta hermenéutica considera que el problema puede ser enfrentado exitosamente si consideramos que la norma, aunque tenga un texto expreso (regla), debe interpretarse conforme a “principios históricamente acreditados”, y con ello desaparece el problema. Sin embargo, Habermas le reprocha a esta propuesta que invocar esos principios históricamente acreditados tiene dos defectos: el primero consiste en que sólo habría justicia con base en una concepción del pasado y poco se podría definir en relación con el futuro; el segundo estriba en que invocar los “principios históricamente acreditados” es, en realidad, la imposición de un “ethos dominante” que no da cabida a la pluralidad de concepciones surgidas en una sociedad.

La propuesta realista del derecho resuelve el problema al señalar que los jueces deciden de momento a momento qué es el derecho, y en esta decisión cuidan proteger tanto la seguridad jurídica como la corrección normativa. Habermas considera que no es así; señala que las sentencias, vistas de esta manera, están cargadas con decisiones políticas, lo que impide proteger la seguridad jurídica, pues las normas titubean en el mar de las incertidumbres ocasionadas por la política o por un fuerte decisionismo judicial.

Finalmente, el positivismo considera que el derecho es un sistema cerrado que puede solucionar por sí solo sus problemas sin acudir a la moral o a la política. La base de todo el sistema jurídico son las reglas cuya fortaleza radica, justo, en que no pueden ser cambiadas ni alteradas; pero esto, dice, es como confundir forma con fondo. La seguridad jurídica triunfa, pero desaparecen los rastros de una fundamentación normativa.

Entonces, al no convencerle ninguna de las tres propuestas anteriores, acude a Ronald Dworkin. Para Dworkin, la tensión entre seguridad jurídica y corrección normativa no es otra cosa que buscar una respuesta correcta a la solución de los casos difíciles. En la solución de los casos difíciles, el juez deberá tener presentes los tipos y funciones de las pautas normativas: reglas1 y principios, así como las directrices políticas. Las reglas obedecen a una estructura formal y se sujetan a la teoría hartiana de la distinción entre reglas primarias y secundarias. Ordenan las primeras; reglamentan a las primeras las segundas. Pero además de las reglas formales, también existirán a su lado ciertas disposiciones (principios) que tendrán como referente la idea de justicia, equidad o cualquier otra disposición de la moralidad. Por último, las directrices políticas son propuestas que deberán ser alcanzadas en beneficio de la comunidad (Dworkin, 2002, pp. 72-76).

Dworkin amplia la caja de herramientas en las que podrá apoyarse un juez para encontrar la respuesta correcta. En esa caja, el juez dworkiano encontrará principios, directrices políticas y reglas; es decir, hay espacio para las ideas de los hermenéuticos, los realistas y los positivistas. Y con estas herramientas deberá acercarse, lo más humanamente posible, a dicha respuesta, pues si no se le puede exigir que la alcance, al menos sí se le puede demandar que se esfuerce por alcanzarla.

Su modelo de un juez es capaz de poner en marcha los procesos de legitimación e integración de la sociedad en sus resoluciones; es un personaje ideal para la conciliación de la tensión entre la seguridad jurídica y la corrección normativa, ya que, como observa Habermas

…dispone de dos ingredientes de un saber ideal: conoce todos los principios válidos y todos los fines y objetivos que son menester para la justificación; al mismo tiempo tiene una perfecta visión de conjunto de la densa red de elementos enlazados por hilos argumentativos, de que consta el derecho vigente con el que se encuentra (Habermas, 2005, p. 282).

Pero Habermas, a pesar de la atracción al modelo dworkiano, le formulará dos principales objeciones: una, que sobre ésta “se extiende la sombra de fuertes idealizaciones”, y estas idealizaciones descansan, en buena medida, en la ficción del juez Hércules; dos, que este juez invade funciones de constructor de derecho cuando el único constructor autorizado es el legislador.

Sobre la primera objeción Habermas observa que la figura idealista del juez Hércules es producto de una posición monológica, y apoyado en Michelman, señala que el juez Hércules es un juez solitario.

Con base en lo anterior, Habermas explica que al aplicar el derecho el juez deberá “dialogar” con las partes involucradas, y que lo hará a través de un proceso de argumentación. De tal manera que la ley que se aplique resultará legítima desde el momento en que tiene como guía al propio texto de la ley, pero que también explica por qué esa ley debe ser aplicada en ese caso concreto.2 Ante todo esto, Habermas, al decir de Alexy, genera “muchas aportaciones importantes para una teoría de la argumentación racional” (Alexy, 1989, p. 142). En todo caso, lo que Habermas propone con la teoría del discurso es una visión renovada del constructivismo dworkiano sobre la base de una teoría de la argumentación. La teoría del discurso, expone Habermas, permitirá enfrentar —sin disolver— la tensión entre seguridad jurídica y pretensión de corrección.

La propuesta habermasiana ha sido detonante de investigaciones posteriores en el área jurídica. Quizá el caso más paradigmático es el de su discípulo Robert Alexy, con su teoría de la argumentación jurídica. Pero hay una línea temática que no se ha evidenciado y que merece la pena mencionar aquí: la oposición no declarada de Habermas en contra del neoconstitucionalismo. Así, hay dos maneras de ver esta oposición: una de ellas desde el ámbito de la práctica forense del derecho, y otra desde la ética del discurso.

Por lo que se refiere a una primera manera de ver esta diferencia, debemos tener en cuenta que “para las personas neo, los enunciados normativos tienen tensiones y la ponderación es una (entre otras) herramienta idónea para enfrentar esas tensiones. Por su parte, para las personas ius, la ponderación resulta subjetiva y a veces irracional” (Moreno, 2014, p. 54).

Por cuestiones de espacio no es posible atender la crítica habermasiana a detalle, pero al menos podemos señalar su base. Para ello recordemos que la propuesta de la ponderación es una fórmula que se ofrece como solución para el conflicto entre principios. Tal solución ofrece tres evaluaciones (tests): la idoneidad, la necesidad y la ponderación en sentido estricto.

La idoneidad parte del fundamento de que toda norma tiene una conexión racional entre su finalidad y los medios para hacerla cumplir. Si no hay esta conexión racional, entonces no es una norma idónea. Por ello, diferenciar entre la idoneidad o no de la norma permite resolver el conflicto entre principios; por ejemplo,

…tanto la legislación de Canadá como la legislación de Sudáfrica establecían que cuando un individuo se encontrase en posesión de droga ilegal se debía presumir que su posesión tenía fines de tráfico… el juez Dikson señaló que debía existir una conexión racional entre la posesión de la droga ilegal y la presunción de que dicha posesión tuviera lugar con la intención de venderla. Tal conexión racional no existe cuando la cantidad en cuestión es o bien muy pequeña o bien insignificante (Barak, 2017, pp. 337 y 338).

Es decir, la norma no es proporcional, pues no es idónea para la finalidad perseguida. Por su parte, la necesidad establece que “se debe escoger —de todos los medios que puedan promover el propósito de la medida restrictiva— aquél que menos restringe el derecho humano protegido” (Barak, 2017, p. 351). Téngase por caso la siguiente situación:

En Sudráfica, en la decisión del caso Manamela, la Corte examinó… que la ley establecía que una persona acusada de adquirir bienes robados tenía la carga de probar que tales bienes no lo eran. La Corte sostuvo que el fin de la ley… era adecuado… pero que no se había cumplido el test de necesidad ya que los fines de la ley hubiesen podido alcanzarse a través de una medida menos restrictiva, como, por ejemplo, limitar el alcance de la medida a una categoría particular de bienes de alto valor (Barak, 2017, p. 353) (cursivas agregadas).

Al final, la ponderación en sentido estricto se sustenta en la idea de que los derechos tienen un peso, y comparar ese peso puede solucionar cuál de los dos derechos debe prevalecer, atendiendo, precisamente, su peso. Robert Alexy explica que “La fórmula del peso es un intento de representar la estructura de la ponderación con la ayuda de un modelo matemático”, y agrega: “La fórmula del peso no intenta reemplazar la ponderación como forma de argumentar, por el cálculo. Solo es un instrumento formal que expresa la estructura inferencial de la ponderación por principios” (Alexy, 2011, pp. 125-127).

Habermas no se pronuncia respecto a la idoneidad y la necesidad. Su crítica más visible es en contra de la ponderación en sentido estricto, pues asignar valor a los derechos puede ser subjetivo. Por decir, ¿qué vale más?, ¿reconocer el derecho a la vida o permitir la eutanasia?, ¿proteger la salud o permitir el libre uso de las drogas?, ¿las manifestaciones de odio o la libertad de expresión? En cada uno de estos casos, asignar un peso tiene la influencia ideológica de un sector determinado. Ante esta situación, Habermas ofrece una alternativa distinta a la ponderación por asignación del peso.

Quizás el primer tratamiento teórico de la adecuación como alternativa (excluyente) a la ponderación se halla en la propuesta de Klaus Günther. Seguidores de esta opción, como Habermas, han visto una solución (que sustituye eficazmente a la ponderación) para el caso de algunos conflictos normativos (Moreno, 2014, p. 54).

El desarrollo de este tema se llevaría varios párrafos, pero, corriendo el riesgo de caer en la simplicidad, el ejemplo de Günter se puede explicar de la siguiente manera: pensemos en dos enunciados: a) se deben cumplir las promesas; b) se debe auxiliar a los amigos en caso de enfermedad. Ahora bien, una persona le promete a un amigo ir a su fiesta, pero ese mismo día otro amigo se enferma. Entonces él tiene que decidir. Un partidario de la ponderación diría que hay que pesar qué vale más, o para decirlo más frío: ¿a qué amigo se le tiene más aprecio?

Por el contrario, Habermas, siguiendo a Günter, diría que aquí no se trata de asignar peso, sino de reflexionar sobre los alcances de la decisión para futuros acontecimientos. Es decir, imaginemos que podemos anticiparnos al acontecimiento y entonces puedo, válidamente, decidir que iré a la fiesta siempre y cuando una persona (amigo o no) requiera de mi presencia. No porque una situación pese más que otra, sino porque, razonablemente, se ha llegado a una situación previsible. Desde luego, los conflictos entre principios casi nunca son previsibles, pero la mejor decisión debe tomarse con base en sus consecuencias para el futuro.

Pensemos en otro caso: en Oaxaca existe un pueblo indígena (zapoteco) que consume una bebida ancestral que se llama téjate. El téjate lleva ingredientes de cacao y maíz, y para el caso de compartir con niños o niñas se endulza con azúcar. El artículo 20 Bis de la Ley de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes del Estado de Oaxaca establece lo siguiente: “Artículo 20 Bis. Para la eliminación de formas de malnutrición de niñas, niños y adolescentes, se prohíben las siguientes actividades: I. La distribución, venta, regalo y suministro a menores de edad, de bebidas azucaradas…”. Esta regla tiene como fundamento la protección de la salud del menor, pero esa obligación ¿incluye también la negación a darles téjate a los niños? Debe tenerse en cuenta que el artículo 4o. de la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas del Estado de Oaxaca establece como principio el de “identidad social y cultural”. Ante este conflicto normativo entre la protección a salud y a la identidad social y cultural, los partidarios del neoconstitucionalismo dirían que hay que ponderar; Habermas lo negaría, pues asignar cualquier tipo de peso es influir ideológicamente. Lo que él propondría seria revisar el caso concreto y asumir una decisión pensando en el futuro. Aquí, en ese sentido, no está asignado el peso; está adecuando la normatividad al caso concreto.

La anterior afirmación se entenderá mejor si nos enfocamos en una segunda manera de ver una objeción no declarada de Habermas en contra del neoconstitucionalismo. Aunque hay una variedad de formas de entender el neoconstitucionalismo (Comanducci, 2005), un punto central es que identifica los principios de derechos humanos como valores, y por ello es posible una ponderación. Pero Habermas considera que “las normas entablan interrelaciones de coherencia dentro de un sistema, en contraste con la flexibilidad y las configuraciones variables de las jerarquías valorativas” (Vega & Gil, 2008, p. 25). Así, el propio Habermas explica que, “al igual que los juicios empíricos o matemáticos, a los juicios morales también les caracteriza una pretensión universal de validez que les distingue de los juicios de valor no morales” (Putnam & Habermas, 2008, p. 100); por el contrario, los valores no tienen dicha pretensión, pues se limitan a ser aprobados por una cultura y una forma particular de vida.

V. A manera de conclusión. Algunas críticas

Habermas es un científico apasionado por el debate; abre frentes contra muchas corrientes e ideas. Juan Carlos Velasco Arroyo propone una guía útil sobre sus debates e intervenciones en controversias públicas (Arroyo, 2003, pp. 149-160). Asimismo, autoras y autores han criticado, ajustado o polemizado con Habermas, y la lista es amplia. Sólo por mencionar algunos nombres, se puede identificar a Niklas Luhmann, Jean-François Lyotard, Richard McKay Rorty, Charles Margrave Taylor, Iris Marion Young, Nancy Fraser, Seyla Benhabib, y la lista continúa. No es posible aquí enumerar las diversas posiciones que tienen algo que señalar a la propuesta discursiva. Sin embargo, y sólo con la finalidad de subrayar algunas ideas de las más conocidas, se colocarán algunas de ellas.

La primera crítica que se hace a la propuesta habermasiana es la de su nivel de abstracción. Por ejemplo, Jason Brennan dice que un autor como Habermas “es muy influyente alrededor de todo el mundo, pero es un filósofo y hace lo que todos los filósofos: sentarse en un sillón y teorizar sobre cómo debieran ser las cosas. No se levanta de su silla para ver cómo el mundo funciona en realidad” (Brennan, s. f.). Bajo esta misma idea es conocida la crítica del enemigo más visible de Habermas, el neoconservador Hermann Lübbe, para quien la propuesta habermasiana es tan ilusoria que, de ponerse en marcha, sólo tendría como fin el perecer por sí misma (Lübbe, 1990).

Una segunda crítica puede ser ejemplificada con la posición de la filósofa Seyla Benhabib. Ella considera que la base de la teoría de la acción comunicativa fracasa en reconocer derechos a quienes no tienen posibilidad de comunicarse, y que son, precisamente, quienes deben quedar protegidos por una propuesta teórica del derecho. Ella lo dice de esta manera:

…según la fuerza con la que se defina “capacidad de habla y de acción”, muchos seres, tales como niños muy pequeños, las personas de capacidad diferentes y los enfermos mentales, parecerían quedar excluidos de la concepción moral. Lo que es más, puede haber seres con los que estamos en deuda por obligaciones morales y que pueden convertirse en víctimas morales en virtud de ser impactados por nuestras acciones pero que no pueden representarse a sí mismos: seres sensibles capaces de sentir dolor, tales como animales con sistemas nerviosos desarrollados y, según algunos, incluso los árboles y los ecosistemas, pues estos están vivos y pueden verse afectados por nuestras acciones. ¿La ética discursiva puede hacer justicia a sus demandas morales y su condición moral? (Behabib, 2004, p. 21).

Una tercera crítica es la voz de las feministas, quienes han señalado, con mucha precisión, que la teoría discursiva invisibiliza a las mujeres. Le han reprochado a Habermas desde diversos frentes, pero quizá una opinión que lo resume es la que considera que su principio universal no escapa a los valores culturales (Krause, 2008, p. 42). Krebs, ha escrito que

La ética discursiva no sólo no es idónea desde una perspectiva feminista, sino que tiene —y con esto quiero pasar a una directa ofensiva feminista contra ella— un inequívoco sello masculino. En la definición que la ética discursiva da de la moral como dispositivo protector de la integridad personal, se hace patente una visión masculinamente distorsionada del fenómeno moral (Krebs, 1994, p. 267).

Además, agregan a esta crítica el señalamiento a la propuesta que hace Habermas entre los espacios público y privado.

Sin embargo, todas estas críticas, incluso al ser acertadas, no destruyen la propuesta habermasiana; la fortalecen y abren nuevos campos de investigación. Por ejemplo, si Seyla Benhabib le dio el toque feminista que le faltaba a la propuesta discursiva, y Robert Alexy desarrolló una teoría de la argumentación jurídica a partir de la misma, hay también espacio para una teoría del derecho parlamentario o una teoría comunicativa del Poder Ejecutivo. Es más, una teoría de los órganos autónomos a la vista de su ausencia en facticidad y validez. O quizá una teoría de la función judicial desde la perspectiva comunicativa. Hay, como se puede apreciar, tierra fértil en la que será necesario sembrar.

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Notes

* Profesor en la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca. rodmcrz@gmail.com Orcid: 0000-0003-3785-0044 (https://orcid.org/0000-0003-3785-0044)
Agradezco al profesor Juan Carlos Velasco Arroyo sus solidarias orientaciones. De igual manera, a las dos personas revisoras anónimas, quienes señalaron imprecisiones. Al final decidí darle la estructura que aquí se presenta, por lo cual los errores subsistentes me señalan a mí como único responsable.

1 Coloco la expresión reglas, y no normas, considerando dos distinciones convencionales: 1) las reglas forman parte del conjunto de normas, y 2) las reglas en su uso prescriptivo, que caracteriza a las leyes del Estado. Sobre este tema véanse (Rodríguez, 2021, pp. 40-49), (Schauer, 2004).

2 Es importante tener en cuenta que en la comunidad jurídica se suele distinguir entre fundar y motivar: el primero es citar la regla que sirve de guía; el segundo es aportar las razones que conectan el caso concreto con la regla (Aliste, 2018). Habermas, bajo la expresión fundamentación, agrupa ambos aspectos.