La marihuana y el bien común

Publicado el 31 de marzo de 2016

Guillermo José Mañón Garibay
Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM
guillermomanon@gmx.de

En 1932 Aldous Huxley escribió su distopia Un mundo feliz, donde propuso el uso de la droga Soma como solución al problema social y, así, alcanzar la felicidad en el mundo. Huxley, como buen inglés, fue un lúcido heredero del pensamiento filosófico de Hobbes, Locke, Mandville, Hume, Malthus, etcétera, o sea, de la tradición contractualista que veía a la sociedad como el logro de un contrato voluntario con el fin de dirimir los conflictos individuales, propios del Estado natural. Pese a la intención expresa de cada firmante a someterse al soberano y afanarse por el bien colectivo, era inevitable un cierto residuo de irritación al tener que ceder siempre a favor de la mayoría. Esa irritación o malestar se diluía con el uso de la droga Soma. Huxley recomendaba, en boca de su personaje Mustafá Mond, su uso en las siguientes dosis:

“Si por desgracia se abriera alguna rendija de tiempo en la sólida sustancia de sus distracciones, siempre queda el soma: medio gramo para una de asueto, un gramo para fin de semana, dos gramos para viaje al bello Oriente, tres para una oscura eternidad en la Luna”.

El malestar social, producto de sentirse obligado a renunciar día a día a los intereses particulares, se encuentra también descrito en la psicología. Por los mismos años de la publicación de Un mundo feliz, en 1930, el médico austriaco Sigmund Freud publicó El malestar en la cultura, donde analizó el origen del malestar que siente el hombre por habitar en el mundo moderno.

Su punto de arranque fue la pregunta sobre el fin de la vida, más propia de la teología que de la medicina o psicología. Sin embargo, como muchos pensadores de la cultura occidental que han considerado que solamente la vida tiene sentido si posee un fin (teleología), Freud abordó, pese a todo, el problema, que no le incumbía sino indirectamente.

La reflexión sobre el fin de la vida muestra que para el hombre no basta con vivir, sino además desea vivir feliz. Entonces, Freud se aboca a analizar la felicidad y descubre, como tantos otros,1 que ésta consiste en procurarse placer y evitar el dolor.2 El principio de placer es el que prescribe el fin de la vida humana; principio que gobierna el aparato anímico completo y explica en última instancia la conducta del hombre. Concediendo este primer punto, analiza la siguiente paradoja: ¿por qué cuesta al hombre tanto esfuerzo ser feliz si en eso reside el sentido de su vida? Pareciera que el principio vital de placer entra siempre en conflicto con el mundo (con el macro y microcosmos), al grado que la felicidad es absolutamente irrealizable.

Freud afirma sarcásticamente que el propósito del hombre de ser dichoso no está en el “plan de la creación”, porque bajo el influjo del mundo exterior, el principio de placer se confronta al principio de realidad, mismo que en la sociedad adquiere la fisonomía de guardar el cumplimiento de las obligaciones sociales y posterga a segundo plano el deseo de placer o felicidad individual.

Pero si esta constitución del hombre limita su posibilidad de dicha, no impide experimentar la desdicha. Según Freud, el sufrimiento o dolor amenaza al hombre desde tres frentes: el mundo exterior (con sus cataclismos naturales), el cuerpo (condenado a la ruina y disolución) y la socialización (fuente de dolor más intensa). De las catástrofes del mundo exterior sólo puede proteger al hombre la “huida” y, en menor medida, el desarrollo tecnológico aplicado a la transformación del entorno. De las deformidades y enfermedades del cuerpo, la ciencia médica, el deporte y la cosmetología. ¿De la sociedad? ¿Cuál es la solución al malestar de la cultura? Paradójicamente la cultura misma: la cultura ha sido desarrollada también para paliar el malestar provocado por la obligación de velar por el bien común y postergar el bien propio. Y dentro de las estrategias de sobrevivencia a la sociedad están las drogas.

El consumo de la marihuana, como el del mítico Soma, tiene la función de diluir el malestar de la cultura. Por tanto, no debe verse la permisibilidad frente a la marihuana por el bien que hace, sino por el mal que evita. Éste parece ser un punto que escapa al análisis de médicos y legisladores.

NOTAS:
1. Mill, John Stuart, Sobre la libertad, Madrid, Tecnos, 1999.
2. Nada muy distinto a lo propuesto por John Stuart Mill, aunque tampoco equivalente.



Formación electrónica: Luis Felipe Herrera M., BJV